Oct 012006
 

Rosario Rubio de Orellana-Pizarro y José Eugenio Rubio Parra.

Entre la arboleda de nombres gloriosos que pueblan esa primera larga mitad del siglo XVI, se encuentra uno, el de don Gutierre Vargas Carvajal que fuera Obispo de Plasencia, entre desconocido y olvidado, y singular en varios aspectos; personaje del Renacimiento, “avant”, el Renacimiento en España; preocupado y adelantado por lo que conceptuó como el mayor problema de la Iglesia: la formación eclesial y cultural del clero regular y a lo que se adelantó en implantar en su diócesis; protagonista singular en el mundo de los Descubrimientos transoceánicos; amante y protector de la Arquitectura, las Bellas Artes y de las Letras, también bellas; con intensa vida sentimental en alguna época de su vida, miembro del Consejo Real (Casa Real); Banderizo armado.

Don Gutierre de Vargas sería un producto de su época: el segundón que toma el estado eclesiástico, más como solución impuesta que como vocación. Como quiera que el padre era un hombre poderoso se iniciaría su ascendente carrera al tiempo mismo de tomar el estado eclesiástico. Su padre, el Licenciado, Don Francisco de Vargas, había sido uno de los más destacados cortesanos de los Reyes Católicos, predilecto de la Reina Isabel, y a quienes prestó tan extraordinarios servicios, que vino a ser, – nos dice el cronista -, sus pies y sus manos en el gobierno universal de su monarquía. Fue tesorero y consejero de Castilla, poseía un gran dominio del mundo del Derecho y de las Finanzas, así como de los usos políticos y el más introducido en todos sus Consejos: Estado, Justicia, Guerra y Hacienda. Carlos I lo mantuvo en su puesto, -mantuvo en su puesto al Consejero de sus abuelos-. Su buen recuerdo y consideración perduraría en Felipe II.

No llegó a decirse de él que fuera el “tercer rey de España”, como se dijo del Cardenal Mendoza pero sí puede decirse que no anduvo lejos. Su amplia y profunda competencia y eficacia en la solución de los asuntos, daría lugar al dicho popular “Averígüelo Vargas” atribuido inicialmente a la Reina Isabel y que sirvió como título de una obra de Tirso de Molina.

El hijo, personaje que nos ocupa, se da por hecho que nació en Madrid, en el histórico Palacio familiar de la Plaza de la Paja, en el año 1506. Algunos autores sitúan su nacimiento en Trujillo, como Nicolás Díaz y Pérez, que así lo expone en su obra: “Diccionario Histórico de Autores, Artistas y Extremeños ilustres” en su tomo segundo, edición de 1888. En cualquier caso, su vida transcurrió entre ambos lugares: Madrid y Extremadura.

Su ascendencia: dos muy nobles familias de raigambre madrileña y extremeña respectivamente. Su padre descendiente de Iván de Vargas del que fuera siervo en el siglo XII el luego patrono de Madrid, San Isidro Labrador, muy vinculada su memoria a la de esta familia. Su madre perteneciente también a familia muy afecta a los Reyes Católicos; su padre Francisco de Carvajal había ayudado a aquellos a incorporar Plasencia a la Corona de Castilla en 1488; hermana del Cardenal Bernardino de Carvajal muy influyente en la Curia Vaticana.

Muy tempranamente se le otorgó a Don Gutierre en 1522, la abadía de Santa Leocadia en Toledo, ya canónigo desde 1519. Su toma de posesión fue ordenada por el Emperador en carta extendida al efecto, y en la que asimismo reiteraba el favorable juicio que le merecía Don Francisco su padre.

Además de esta abadía Don Gutierre accedió a la del monasterio benedictino de San Juan de Corias, en el Principado de Asturias, abadía que había obtenido en encomienda y que terminaría permutando por una compensación económica. Entre su nombramiento de canónigo en 1519 a la concesión de la abadía de Santa Leocadia fue nombrado Obispo de Plasencia por Breve Pontificio de 2 de diciembre de 1519, disponiéndose en él que tomara posesión una vez que hubiera fallecido el Obispo anterior, toma de posesión que la haría en 1524, fecha posterior a la de 1521 en que debiera haber sido y que acontecimientos acaecidos en los anteriores últimos años lo postergaron.

Desarrollaría su vida como Obispo de Plasencia a lo largo de 28 años. “Los primeros años de su consagración episcopal no llevó vida tan arreglada como convenía a un prelado de tal categoría que debía ser muy circunspecto…” , diría de él un antiguo biógrafo suyo, lo que no sería obstáculo para en ningún momento dejara de atender y remediar las necesidades de sus diocesanos; lo hizo con largueza y generosidad, de mayor importancia si se tiene en cuenta ser la Iglesia de la época, la única institución que velaba por desamparados y menesterosos, lo que se inscribía en una insistente preocupación social por su parte. “Para ser justos, – dirá el historiador Domínguez Ortiz-, hay que agregar que una gran parte de los bienes eclesiásticos se aplicaban a lo que hoy llamaríamos “atenciones sociales”. Atendería también todo lo referente al buen gobierno de la diócesis y de sus fines espirituales.

La entrega a su misión pastoral se iría incrementando hasta acabar siéndolo total y llegando a renunciar a todos los bienes, rentas y riquezas y a la donación de todas sus propiedades en favor de los fines de la Iglesia y de una decisión de enclaustrarse, decisión que se vería impedida por su quebrantada salud, residenciándose en Jaraíz, en su Jaraíz querido y por el que tanto hizo. Incluso llegó a pensar en abandonar el Obispado.

Su evolución hasta aquellos límites, como la de tantos cristianos, presentes o no en el santoral, fue un proceso natural propio al que contribuyó la práctica de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, su buena relación con los Jesuitas y su amistad con miembros destacados de la Compañía, especialmente de San Francisco de Borja, de quién, expresó, desear ser asistido por él a la hora de su muerte.

El punto que reforzaría aquella buena amistad con los Jesuitas sería la coincidencia de sus respectivas preocupaciones en materia de la formación e instrucción religiosa del clero y la misma decisión y eficacia desarrollada ante este problema. En su caso, y en su afán de aquella buena formación diría, con cierto aire de ironía, que «no había de haber en él, -en el obispado-, otro mal sacerdote que él sólo» al percibir que los estudios realizados en Toledo no le habían dado una mayor amplitud de conocimientos. No pensaba en ese momento que estaba haciendo tanto por el bien de la Iglesia que sus méritos rebasaban su supuesta insuficiente ciencia. Todo ello, le movería en 1555 a crear un Colegio de la Compañía de Jesús en Plasencia y a dotarlo de toda clase de medios y en el cual intervendría hasta personalmente. En la colocación de su primera piedra estuvo presente, por expreso deseo de Don Gutierre, San Francisco de Borja.

Pretendió fundar otros cuatro colegios más en la propia diócesis, pero le alcanzó antes la muerte y sólo llegaría a construir uno más: el de San Francisco de Trujillo, en nuestra Señora del Berrocal, y al que dotó aún más generosamente. La construcción del Colegio de Plasencia una de sus obras pastorales más importantes, reunió en torno a su obispo Vargas a sus buenos amigos, los primeros compañeros de San Ignacio, figuras germen de la Orden, lo que permite afirmar que aún sin pertenecer a ella su persona forma parte de la historia de la Compañía de Jesús.

Su gran interés por la formación del clero, le llevaría a desempeñar, acompañado de teólogos y estudiosos, un papel importante en el examen de esta cuestión en el Concilio de Trento, en su segunda sesión en 1559, en la que se debatió y dirimió el problema de la formación eclesiástica aportando soluciones,-creación de seminarios-, que una vez formalmente promulgadas, en su tercera sesión en 1568, en la que se clausuraba el Concilio, demostraron ser de una gran eficacia. De su obra de gobierno en la diócesis diría Fray Alonso Fernández en 1627 “que gobernó su obispado con mucha justicia”

En su vida hubo episodios que se corresponden con el juicio que anteriormente citábamos de un su antiguo biógrafo, este es el caso de una vida sentimental que ha sido ignorada por la mayoría de los autores en unos casos, y calificada de “enigma” por otros, quizás en unos y otros por considerarla como vida privada, al margen de la función o ministerio, si bien algunas funciones, al ser indisociables de aquella, como es el caso del estado eclesiástico no pueden ser separadas. Son graves transgresiones juzgadas por la sociedad, con mayor o menor benevolencia, según épocas y costumbres.

Este sería el caso de lo que podríamos llamar su vida amorosa marcada por el nacimiento de un hijo habido con dama noble de Toledo, Doña Magdalena o Doña María, según otros, de Mendoza, del tronco de los Marqueses de Almazán, Condes de Monteagudo y casada más tarde con persona de su rango. Su filiación ilustra la consideración moral de ciertas costumbres de las que hablábamos: era hija del Deán de Toledo Don Carlos de Mendoza, hermano del Conde de Castrojeriz, de la ilustre casa de Mendoza. Este hijo, que creció amparado por un padre que no era el suyo, sería legitimado en 1546 por Bula de Paulo III y por Felipe II. Estaba aún por llegar a España el Renacimiento, el Medievo que aún se prolongaba y que continuaría con su pureza, también transmitiría sus lacras, acentuadas por la incidencia en la decisión de vocaciones por linajes dominantes que darían lugar a corruptelas originarias de consiguientes corrupciones, y que combatidas fueron atenuadas pero no desarraigado.

Otro capítulo de lo que se puede llamar vida mundana de este personaje sería su activa y directa intervención en lo que diríamos hoy la Política Local de la época. Es decir, la toma de partido, que en este caso habría de ser por uno de los dos bandos en liza que se disputaban la supremacía en la gobernación de Plasencia. Por aquellos años Plasencia se hallaba dividida en banderías, enfrentamientos que databan del siglo anterior, cuando Fernando el Católico arrebató en 1488 este señorío a la familia Zúñiga para incorporarlo a la Corona de Castilla y la que intentaría sublevarse se aprovechando la situación creada por la rebelión de las Comunidades. Impropio resultaría que el obispo capitaneara uno de los bandos. Obligado y lógico que así fuera, una antinomia que resolvió sin dudar considerándose comprometido a hacerlo, y de lo que ya existían precedentes, aunque no se guiara por aquellos, como los del Arzobispo Carrillo y el Obispo Acuña

Por estirpe, lealtad y coherencia militaría en el bando de los Carvajal, frente al de los volubles, belicosos, venales, desleales, ambiciosos, “Stúñigas”, castellanizados ya en Zúñiga. A todo ello abundaría su personal condición, así, se había dicho en sus principios, la de ser hombre más de armas que de letras, lo que en aquél caso se cumpliría y se confirmaría su lealtad a la Casa Real.

Pese al supuesto desinterés que se le atribuyó por el mundo de la cultura, de algún modo pecado de juventud, no llegó siquiera a serlo en lo referente al interés por la Arquitectura, del que ya a sus diecisiete años mostró afición y conocimiento. Durante toda su vida mostró gran inquietud en el arreglo y organización material de su diócesis, restaurando templos o erigiéndolos; fundó monasterios, reconstruyó pueblos enteros. Durante su episcopado entre otras obras, se remataría la fachada principal de la Catedral Nueva, inaugurada sin haberse terminado, con motivo de la celebración de los funerales del Emperador Carlos V, fallecido en Yuste en 1558; mandando construir seguidamente el Palacio Episcopal al tiempo que supervisaba la construcción del citado Colegio de San Francisco. De su faceta artística, en la que no podemos detenernos, se ha dicho “haber constituido un timbre de gloria para la Iglesia española y para el arte del Renacimiento”.

Aunque inicialmente no fue considerado hombre de letras, su temprana madurez se encargaría de desmentirlo. A partir de ella se dedicó con ahínco al mundo de la cultura, promoviendo obras a las que dotó sobradamente de medios para su desenvolvimiento, primordialmente ricas bibliotecas. Citemos un ejemplo entre muchos por su preocupación cultural intentando, aunque sin éxito, trasladar la Universidad Complutense de Alcalá a Madrid, lo que no se conseguiría hasta tres siglos después.

No fue muy extensa en títulos su obra escrita, aunque si lo fueran en contenido: así las Constituciones Sinodales de 1544, muy extensas y prolijas que denotan la preocupación de la Iglesia de disponer de una administración efectiva; el Misal publicado en Venecia en 1554, para uso exclusivo de su diócesis, idea que le sugeriría el Padre Laynez, al tiempo de impartirle los Ejercicios Espirituales; y, las Constituciones de la llamada Capilla del Obispo en 1558, lo que acabaría siendo su testamento espiritual.

Hablábamos de lo que fue su obra espiritual como Obispo. Hay otra cuya condición eclesiástica, su tiempo y su sentido del linaje le harían realizar: la construcción de lo que ha sido llamado Capilla del Obispo en Madrid.

Se trataba de lo que diríamos “Capilla funeraria”, iniciada por sus padres para enterramiento de ellos y en la que decidió que sus propios restos allí descansaran, Capilla cuyo nombre responde al de los santos bajo cuya advocación la puso, Santa María y San Juan de Letrán. No obstante, es conocida como “Capilla del Obispo”, de un obispo que renuncia a ser enterrado en su propia catedral y lo hace en su Madrid amado, que aún no alcanzaba a ser diócesis, junto a sus padres. En ella transitoriamente reposaron los restos de San Isidro Labrador hasta su posterior enterramiento en la Iglesia de San Andrés de memoria tan querida por la familia de los Vargas. Un magnífico edificio, declarado monumento nacional en 1931, que representa la transición del gótico al renacimiento, con un prodigioso retablo mayor y la estatua orante del sepulcro del obispo, obras, ambas de un discípulo de Berruguete que acabaría concluyéndolo hacia 1550. Su construcción contribuyo a darle monumentalidad a un Madrid, escaso todavía de mayores creaciones que la mejoraran.

Se interesaba también por las perspectivas que el Nuevo Mundo ofrecía y que darían lugar a la gran época de los grandes descubrimientos, un período de cincuenta años mágicos en los que se navegan, descubren y conquistan, mares y tierras nuevos y desconocidos, y en la que se desarrolla un espíritu de aventura, atracción por lo desconocido y deseos de engrandecimiento; aún palpitaba el espíritu de la Reconquista.

Magallanes traspasará en 1519 el sur del nuevo continente y circunvalará la tierra Juan Sebastián Elcano al perecer aquél durante la travesía. El paso por el sur del Nuevo Mundo se bautizaría con su nombre: Estrecho de Magallanes, acceso a otros mares y a otras posibles rutas.

Don Gutierre sería presa también de ese espíritu de aventura que se apoderó especialmente de los extremeños, de los que él era Obispo y vinculado, en todo caso por línea materna a la región extremeña. Así, decide incorporarse a aquél movimiento y financia, construye, arma y promueve una flota preparada para surcar los mares y descubrir o gobernar nuevos territorios, y posiblemente tratar de explorar las aún quiméricas Tierras de las Especias, obsesión generalizada por sus predecesores, Esteban Gómez en 1523 y Jofré de Loaysa en 1525.

Al efecto contrató con los astilleros de Vizcaya la construcción de ocho naves de las que le fueron entregadas seis. De Sevilla, en agosto de 1539, zarparían cinco, una se había perdido en la travesía desde el norte, dos más se perderían durante la travesía del Atlántico. Y serían tres las que finalmente conseguirían arribar al Estrecho de Magallanes el 20 de enero de 1539.

La expedición fue concertada con la Corona mediante Cédula Real, fórmula ésta privilegiada, frente a la usual y genérica de las Capitulaciones, y extendida aquella, al igual que toda la documentación a nombre de su hermano Francisco, Francisco de Camargo, segundo apellido materno escogido por éste que capitanearía la expedición situándolo así en una de las honrosas opciones, Mar, de las tres – Iglesia o Mar o Casa Real-, que para personas de rango se consideraban las profesiones idóneas. A este honor acabaría renunciando Don Francisco Camargo; en su lugar sería designado su pariente Fray Juan de Ribera navegante avezado.

La ilusionada expedición resultó desafortunada. Sólo tres navíos de los cinco que partieron de Sevilla, como decíamos, llegarían al estrecho de Magallanes en donde fueron dispersados por vientos y temporales y perdido el rumbo. La nave capitana se estrelló en aquella tierra que iban a descubrir, salvándose doscientos cuarenta y una personas, entre los que se contarían ciento cincuenta soldados y trece mujeres casadas, el resto aventureros y marineros, que hubieron de adentrarse en aquél territorio al no poder ser auxiliados por los otros barcos y cuya supervivencia en tales circunstancias alimentaría toda suerte de leyendas hasta el siglo XVIII.

Las otras dos naves no llegaron a encontrarse, una navegaría sin rumbo por el Mar Austral descubriendo unas islas, las que luego conoceríamos como las Islas Malvinas, permaneciendo en la mayor de ellas diez meses; sería esta nave, se le llamó “Incógnita”, la única que regresaría a España. La otra tomó rumbo distinto explorando los confines marítimos y costeros del litoral occidental de la Gobernación de Nueva León, que a la expedición le había sido encomendada, la hoy Patagonia, llegando en su periplo hasta Perú y Panamá.

Ambas embarcaciones realizaron un gran esfuerzo descubridor explorando unas regiones desconocidas y sondeando mares ignotos, acopiando datos que serían de gran utilidad para cosmógrafos y futuros expedicionarios. La expedición del Obispo de Plasencia, que desde la perspectiva de la empresa podría calificarse de fracaso, desde el punto de vista del conocimiento geográfico arrojaría interesantes datos, decimos, a los cosmógrafos y posteriores expedicionarios, tales como Ladrillero y Sarmiento, identificar territorios ya descubiertos, arribar al continente australiano e incluso facilitar la conquista de las Islas Filipinas en su día. Para no alargarnos más en el tiempo hemos de recortar la relación de su vida, siquiera sea en el modo somero que lo venimos haciendo. Hablemos de su muerte como punto final.

Don Gutierre Vargas Carvajal acabaría su vida en 1559, como el buen cristiano que fue. Sobre su devota muerte y arrepentimiento escribieron admirativamente el padre Laynez de la Compañía de Jesús y San Francisco de Borja.

Su condición renacentista no era contraria al espíritu; como hombre de fe, ésta sería más acendrada conforme fue viviéndola en mayor grado. Su gran logro y que él intuiría, si no adivinó: el posterior incremento en el siglo XVII de la devoción popular en Extremadura, fruto, según quedaría comprobado con el tiempo, de una mejor instrucción religiosa a raíz de las disposiciones emanadas del Concilio de Trento y en las que tan importante intervención tuvo.

Oct 012005
 

Rosario Rubio de Orellana-Pizarro.

Hablamos de Francisco de Orellana, hidalgo extremeño, uno de los nombres más destacados de la Conquista de América, tan conocido por sus hazañas del descubrimiento y navegación del Río Amazonas y tan desconocido por otras muchas y los altos fines que las inspiraron.

Un tipo de hidalgo del lugar y de la época, que se corresponde con el arquetipo del conquistador; inadaptado a la rutina del lugar, más ilustrado con frecuencia de lo que se piensa, lo que sería su caso y que a diferencia de sus antepasados, creadores de insignes linajes, -el suyo, en su tiempo, el más poderoso de Trujillo-, no podían desarrollar actividades militares en suelo peninsular, la Reconquista estaba terminada, las guerras civiles que habían asolado, y arruinado, a Castilla erradicadas y zanjadas por la autoridad y buen gobierno de los Reyes Católicos.

Su proyección podría ser aquél Nuevo Mundo del que llegaban noticias prodigiosas. Pronto empezaría a decirse del destino de los segundones, aquello de “Iglesia o Mar o Casa Real”. En el mar, cruzado el Mar, había un porvenir para quienes les vendría estrecho el inmediato futuro que se les presentaba.

La aventura de las Indias ilusionaría a muchos de ellos. Potenciaría sus cualidades y asumirían otras nuevas fruto de toda actividad creadora.

En el caso de Francisco de Orellana así fue. Toda su trayectoria estaría marcada además por un espíritu de gran generosidad y entrega personal, como veremos, virtud egregia cuyo más visible sentido puede resumirse en la expresión “darse”; en todo momento y por todo y por todos así lo hizo.

Hacía 1521 desembarcaría, como tantos, en la zona de arribada principal: Centroamérica. A partir de ahí tras seguir las vicisitudes propias anteriores a cualquier determinación y oportunidad se inicia como descubridor en la propia región.

Primero sería descubridor en Nicaragua y Castilla del Oro, más tarde se le ofrecieron opciones más o menos tentadoras. Al final se decidió por otra que no figuraba entre aquellas, una empresa más aleatoria y peligrosa que cualquiera otra, más atractiva para él al tiempo que pensaba en la utilidad de su presencia en tan ardua tarea como lo sería la Conquista del Perú, acometida por Francisco Pizarro y sus hermanos, parientes suyos y con los que le unía la mejor relación.

Era muy joven cuando tomó parte en aquella y fue el entusiasmo de su juventud y entrega lo que acentuó la eficacia y el valor de sus intervenciones. Fue en la Conquista del Perú donde se desarrollo su formación militar, como oficial. En todas las acciones en las que intervino lo haría con gran fogosidad y arrojo lo que le convertiría en una muy valiosa ayuda y llamando la atención de Francisco Pizarro, al que su aprecio como un pariente incondicional, esta fue la razón de su incorporación, se uniría su estima de soldado.

Una flecha le haría perder un ojo en una de las refriegas en las que participó, falta que su galanura la supo hacer menor. Estuvo presente en los más importantes escenarios de la Conquista del Perú, entre ellos, como decisivo, el de Cajamarca.

Terminada la Conquista del Perú se instalaría como poblador en la villa del Puerto Viejo. Allí se siguió manifestando su actitud abierta de generosidad y ayuda de la que ya en ocasiones anteriores había dado muestra. De “vecino honrado” lo calificarían sus convecinos, expresión que más que propiamente un calificativo resultaría ser atribución y reconocimiento de una alta dignidad.

Decían las crónicas “Durante su residencia en aquella villa y puerto de Puerto Viejo, precisa recalada de la gente que de todas partes acudían al ruido de las riquezas del Nuevo Continente, su casa estaba abierta a los enfermos y necesitados y en ella encontraban albergue, comida, medicina y otros socorros”.

Allí en Puerto Viejo le llegaron noticias de la crítica situación por la que pasaban sus parientes los Pizarro. Francisco sitiado en Lima; sus hermanos también sitiados en el Cuzco, consecuencia de una insurrección general de los indios y que ponía en grave riesgo de sucumbir los españoles y su obra con ellos.

Ante esta situación abandona bienes, comodidad, tranquilidad, simpatías. Apresta ayuda y defensa, con hombres a su propia costa, corriendo presto al lado de aquellos, imponiéndose su generosidad y lealtad a las dificultades y distancia con todo el riesgo que aquella comportaba.

“Acorrió pues -dice el cronista-, a Don Francisco Pizarro en Lima y siguió luego en acorrimiento de los hermanos de éste en el Cuzco, donde rompió el cerco de los sitiadores atacantes”.

Tras pacificar Trujillo, también alzada contra los españoles, regresaría a su amado Puerto Viejo, del que nuevamente habría de salir para acudir otra vez en pos de los Pizarro participando en el bando de éstos en la decisiva Batalla de Las Salinas librada contra los Almagristas.

Finalizada aquella con la victoria de los Pizarro sobre los almagristas, le encomendó Francisco Pizarro la gobernación de la provincia de La Culata con cargo de Capitán General, región conocida por él de tiempo y en la que estaba situado Puerto Viejo, el lugar del que él era poblador y había sido fundador. Le encomendaba además la fundación de una ciudad. Orellana gozaba de fortuna y gloria, por lo que aceptar misiones de aquél orden se correspondía más con su buena disposición que con ninguna ambición; de nuevo aparecía, por encima de todo, su actitud generosa y desprendida.

La ciudad a fundar no sería otra que la de Santiago de Guayaquil, que constituiría un puerto muy estratégico para el desarrollo de la zona, de ahí la imperiosa necesidad de su creación, intentada dos veces, una por Sebastián de Belalcazar y la otra por Francisco Zaera.

La naturaleza era un obstáculo grave y difícil para su ubicación que él supo superar acertadamente. Previamente había que reducir a los belicosos huelcanvelican, lo que conseguiría combinando las armas y su poder de persuasión al que contribuía su conocido dominio de las lenguas indígenas.

Haría honor a la confianza que Francisco Pizarro le mostró de la seguridad de que en este caso prosperaría el intento, buscando el sitio idóneo en un lugar cuyo acierto en hallarlo sería decisivo y que resultaría ser una garantía de supervivencia. Puede decirse que en esta ocasión estaba en lo cierto, como lo muestra que en 1937, cuando se conmemorara el cuarto centenario de su fundación, el 25 de julio de 1537, celebrando destacados científicos lo acertado que resultó su emplazamiento en una zona tan difícil de hallar el adecuado.

Apenas transcurridos tres años, en febrero de 1541, volvería de nuevo a las actividades bélicas, para cambiar la vara de regidor de su muy querida ciudad de Santiago de Guayaquil por la espada de conquistador, movido por la causa de siempre. “El aliento que lo arrastraba por las grandes empresas -dice el cronista-, su acostumbrada nobleza por acorrer con auxilio a todos sus compañeros, en tratándose de sucesos que su ayuda pudiera propiciar, le llevó de éstas riberas – las del Pacífico-, a trepar la cordillera andina, ir a Quito, en donde el insigne adelantado Don Gonzalo Pizarro había menester de ayuda para acometer la nunca bien admirada y ponderada y llorada odisea hacía el oriente”“A la titánica odisea se aprestó a ayudarle el fundador de Guayaquil y de Guayaquil llevó dineros, vituallas, abastos y también guayaquileros”. Todo ello le supondría un coste de más de 40.000 ducados de oro.

Esta sería la causa de éste nuevo capítulo de su vida , que empezaba en Quito adonde se trasladó y desde el que, en marzo de 1541 marcharía siguiendo, para alcanzarlo, a Gonzalo Pizarro que impaciente había partido ya de aquél lugar y al que se dispondría a ayudar en la gran aventura que Gonzalo Pizarro iniciaba muy preparada y numerosa compañía

Una expedición fantástica que lamentablemente se transformaría en expedición fantasma. Las calamidades y el fracaso haría que regresaran a Quito en agosto de 1542 los supervivientes de la descabellada aventura y que se reducía a la mitad de más de doscientos españoles que habían compuesto la expedición; ningún indio de los 4.000 que también fueron en ella regresó. Su objetivo era la conquista de el país de La Canela y Eldorado, el oro y las especias, obsesión de cuantos pretendían riqueza fácil y rápida, leyendas que la codicia las transformaba en espejismos, en realidad virtual, que diríamos hoy. La realidad real acaba sobreponiéndose a cualquier otra ficticia. No encontraron lo que buscaban pero si encontraron penalidades y sufrimientos derivados del medio hostil y distante en el que se adentraban, con sus provisiones agotadas y con la necesidad de avituallarse sobre el terreno. Terreno en el que no se advertía producción de vitualla alguna. Se encontraban en un infierno verde de ciénagas en el que sorprendentemente se daría una ventana a la esperanza al dar con la ribera de un río, “el Río Coca“, afluente del Napo, tributario éste del río Amazonas, a través del cual podrían explorar posibles fuentes de provisiones y hacerse con ellas. Harían falta los medios: una embarcación y un capitán de una “sui generis” hueste náutica.

La embarcación, se construiría en el propio campamento de Zumaco, un bergantín bautizado “San Pedro” y allí se botaría. El capitán de tan singular y vital misión: Francisco de Orellana. Así lo había decidido por unanimidad el Consejo que al efecto convocó Gonzalo Pizarro. Sus condiciones de buen militar, negociador prudente y elocuente lo hacían el más idóneo, a lo que se añadiría su dicho conocimiento de lenguas indígenas, permitiéndole ello alcanzar, como así fue, conquistas de modo pacífico y entablar amistosas relaciones con jefes y caciques de muchos pueblos.

Confirmaban estas aptitudes Fray Gaspar de Carvajal, su cronista. Decía de él que “siempre procuró conocer la lengua de los naturales e hizo los abecedarios para su acuerdo y dotóle Dios de tan buena memoria y gentil natural y era tan diestro en la interpretación, que no obstante las muchas y diferenciadas lenguas que en estas partes hay, era entendido y entendía convenientemente para lo que hiciera el caso”. Estos conocimientos juntos con su reconocido valor y prudencia, y formación militar confirmaban su idoneidad para la empresa que se le encomendaba. Designación que, por muestra de una gran confianza, le era de obligada aceptación y en la que su espíritu de entrega jugaría con carácter decisivo. Se trataba de adentrarse en un mundo desconocido y regresar de él portando vituallas y provisiones; esta era la finalidad de aquella operación que a modo de descubierta y de exploración se iniciaba el 26 de diciembre de 1541.

El problema sería encontrarlas y encontrarlas en un radio de acción en que la distancia y los accidentes naturales permitieran el regreso. Unos y otros lo hicieron imposible. Su palabra dada de regresar y su sentido de la lealtad le haría pensar en intentarlo. Se encontraban a una gran distancia impulsados por la fuerza de las corrientes que harían imposible navegar en su contra, aparte la lejanía a que aquellas los habían llevado y por lo que la totalidad de la expedición se negó a intentar un regreso que intentado hubiera resultado suicida.

Le quedaba el dolor del involuntario incumplimiento y el honor de que fueran los propios expedicionarios, tras haber renunciado al cargo para el que le había nombrado Gonzalo Pizarro, que lo nombraran Capitán en nombre de su Majestad, en documento, -requerimiento, lo llamaron-, suscrito por todos los soldados, dos clérigos y el escribano que lo atestigua, es decir, la totalidad de los componentes de la expedición. A Francisco de Orellana no le cupo otra suerte, lo que hacía con su acostumbrado gran espíritu, que aceptar y jurar el cargo que lo hizo ante un misal.

Empezaba para él la asunción de un protagonismo polivalente, sería navegante, armador, intérprete, negociador, soldado que lucharía en cualquier situación con quienes se constituyeran en enemigos y obtendría ayuda y apoyo de aquellos a quienes su buena disposición y comprensión, y conocimiento de su lengua se convirtieran en amigos y colaboradores de su misión.

Tal fue el caso de Aparia, de avanzada civilización, a donde llegaron el 3 de enero de 1542, lugar donde los españoles gozaron de acogida, descanso y manutención. Esto le permitiría construir un nuevo barco, bautizado “Victoria” y la reparación del “San Pedro” con el que habían partido desde el campamento de Zumaco. El 2 de febrero de 1542 abandonaban el lugar reemprendiendo la navegación hasta llegar al río Amazonas, dejando atrás sus poderosos y temibles afluentes que hasta él los habían llevado. Nuevamente recalarían en otro lugar de Aparia, situado en la orilla del río Amazonas y mejor dicho, de las Amazonas y del que en su navegación por él descubrieron los también poderosos ríos, Río Negro y Río Grande.

Su natural desinterés por un lucro propio y sentido de misión, hacía que rechazara parasí y sus hombres el oro que le era ofrecido por los indios, no permitiendo tampoco, que ninguno de los suyos aceptara ofrecimiento alguno, actitud muy valorada en su favor por aquellos.

El río acabó llamándose de “Las Amazonas” en base a que supuestamente, en alguna zona de sus riberas y proximidades existía un imaginario país donde moraban exclusivamente mujeres guerreras, un mito que circulaba coincidente curiosamente con igual leyenda de la antigüedad de mujeres guerreras, que ya recogía Herodóto. Se apoyaba aquella leyenda en una realidad más simple: la participación de algunas mujeres, junto con los hombres de aquellos lugares, que combatían junto a ellos, repelían asaltos o realizaban operaciones de hostigamiento, leyenda reafirmada, la de las Amazonas por la información inducida de indios amigos que acabarían afirmando la realidad de su existencia más que por propio conocimiento, lo que hubiera sido imposible, por lo que creían complacer a quienes les interrogaban sobre aquellas mujeres guerreras y la traición y las jugarretas que las lenguas a veces juegan a quienes creen dominarlas en cualquiera de sus sentidos.

Navegaron, hostigados por armas muy distintas: arpones, lanzas, cerbatanas, flechas, letales si envenenadas, y en cualquier caso, siempre peligrosas. En una de aquellas lluvias de flechas que habían de soportar, vendría una a dar en la persona del buen padre Carvajal y que le ocasionaría la pérdida de un ojo, pero no la de la pluma, afortunamente de cronista de aquella expedición.

Cuantas tierras descubrieron y pisaron fueron declaradas pertenecientes a la Corona manifestándose así formalmente por el escribano y a las que más tarde pretendía volver Francisco de Orellana para asentamiento del dominio y fundación de ciudades y poblamientos. Recorrerían en total mil cuatrocientas leguas -seis mil kilómetros- hasta llegar al mar. A doscientas leguas ya percibirían su proximidad en forma de nuevas dificultades a causa del flujo de las mareas y problemas que éstas ocasionaban, tales como las consecuencias de la falta de ancla de las embarcaciones y riesgos de embarrancar y averiarse lo que sería el caso del bergantín el “San Pedro“, de difícil reparación en aquellos lugares y en donde, por otra parte, había que hacer frente a la hostilidad y ataques de los indios pobladores de la zona.

En este último tramo habían navegado entre islas que los desorientaban y confundían. Por fin el 26 de agosto pudieron ver el mar, una vieja ambición cumplida la de encontrar una vía de comunicación entre las tierras altas del Perú y el mar Atlántico se habían cumplido.

Acabaría aquí la aventura del descubrimiento y recorrido del Río Amazonas, pero no la de su descubridor, que en su transcurso había descubierto nuevas tierras y tomado posesión de ellas en nombre del Rey regresaría, -esa era su ilusión- a poblarlas, colonizarlas y gobernarlas. España no establecía factorías, fundaba países, reinos regidos por un representante del Rey y en nombre de éste, con instituciones homólogas a las de la metrópoli y llevando su cultura, de la que la Iglesia fue su mejor portadora. Lamentablemente la mayor parte de las tierras recorridas por Orellana cayeron en manos de Portugal.

Así llegarían al final de la desembocadura de aquél mar fluvial desde donde se dirigieron a islas españolas, surcando el llamado Mar del Norte; ambas embarcaciones que marcharon juntas, se perdieron y más tarde volvieron a encontrarse el “San Pedro” y el “Victoria” con dos días de diferencia, en el mismo puerto de arribada en la isla de Cubaguas, frente a la Costa de las Perlas, navegantes cuyo valor y audacia nuevamente demostraban, dado su ignorancia y carecer de todos los instrumentos precisos para un avezado navegante de altura.

Finalizado el viaje persiste en Francisco de Orellana el deseo de conquistar los lugares por él descubiertos y tomado posesión en nombre de la Corona, pensando más que en su propio provecho de posible gloria y riqueza, en los propios de la Corona y en evitación de que las ambiciones, intrigas y doblez de Portugal, de la que tenía “más que la intuición, el convencimiento“, permitiera apoderarse de aquél otro “Nuevo Mundo” en el propio “Nuevo Mundo“, aparentemente inexplorable.

El lamentable Tratado de Tordesillas había concedido a Portugal unos márgenes, que le impedían acceder en todo caso a la región por la que atravesara Orellana, pero que si le permitiría una interpretación torticera, amén de otros engaños, con la que pretendían alcanzar una zona, que en modo alguno nunca les correspondería.

Esta era la política de Portugal, la de pretender el monopolio de los mares que en la línea de demarcación le habían correspondido e invadir los que en dicha línea había correspondido a España. Muestra de tales intentos serían las tentadoras y ventajosas proposiciones que el Rey de Portugal, muy interesado en los descubrimientos y con un poderoso servicio de espionaje, le hizo a Orellana, a su paso por Lisboa, adonde un violento huracán había desviado la nave que lo traía a la península. Rechazaba una valiosa oferta por una dudosa ayuda que podía recibir de la cicatera corte de Castilla, empeñada en sus guerras de Europa.

En el caso de conseguir las correspondientes Capitulaciones, para la conquista de lo que se llamaría “Nueva Andalucía”, que acabarían otorgándosele el 13 de febrero de 1534, y en las que lo colmaban de honores, entre ellos el título de Adelantado y poder, lo serían sin ninguna dotación económica, dotación que se le negaría totalmente de principio y cuantas veces la solicitó.

Se encontraba así en una situación contradictoria, se le autorizaban los fines pero se le negaban los medios, con lo que se le condenaba a la impotencia no apoyando así la posibilidad de la creación de un bastión que frente a Portugal pudiera frenar sus inmoderadas ansias de expansión en América. Irónicamente fueron a incurrir en incumplimiento del Tratado de Tordesillas lo que dificultó y demoró aquella Capitulación.

Regresado de Valladolid, en donde había comparecido y negociado la capitulación, e instalado en Sevilla, su gran espíritu y entusiasmo conseguiría poner en pie una flota compuesta por dos naos y dos carabelas. En cualquier caso, insuficientemente dotada para los fines propuestos, unas carencias que le impedía alcanzar los requisitos necesarios para hacerse a la mar, lo que no obstante así hizo de modo clandestino burlando las prescripciones y vigilancia de los oficiales reales.

Partió el 11 de marzo de 1545, incluso a espaldas del Padre Torres, su valedor ante la Corona y el que le parecía que lo insuficiente de los medios conseguidos no fueran proporcionados a las dificultades de la travesía y de los fines propuestos de conquista de lo que hoy llamamos “La Amazonia”. El padre Torres también se había opuesto a la boda celebrada en noviembre de 1544 de Francisco de Orellana con Doña Ana de Ayala, muy noble y muy pobre y por lo que difícilmente habría podido ayudarle en su empresa como algunos prestigiosos historiadores pretenden al haberla conceptuado equivocadamente como una dama acaudalada.

Le preocupaba al padre Torres que fuera mujer en aquella expedición por lo aleatorio de la misma y los problemas añadidos que su presencia podía irrogar.

De quién sí recibió ayuda generosa, pero naturalmente insuficiente, dada la envergadura de la empresa, fue de su padrastro Cosme Chaves, consistente en mil cien ducados.

La travesía sería dramática acorde con las carencias que adolecía y agravada por factores imprevisibles, pero propios de la naturaleza de la empresa. Así quedaría mermada por pérdida de embarcaciones y problemas de dotación y por enfermedades durante la travesía o deserciones en las islas que fueron tocando, principalmente en las de Cabo Verde y de las que marcharía en noviembre de 1545.

El 20 de diciembre llegarían por fin al Amazonas, a una de las bocas del río desde la que lo remontarían para acampar en lugar al abrigo de la vista de alguna flota portuguesa que merodeara por aquellas latitudes y que pudiera descubrirlos e inquietarlos.

Le urgía iniciar la conquista para afirmar la presencia de España ante cualquier eventualidad y que tomara conciencia la Corona de su importancia estratégica. Su mucha importancia, entre otras, era la de constituir, decíamos, un Mediterraneo fluvial que comunicaría las costas del Pacífico y del Atlántico.

Los esfuerzos por remontar la corriente fueron baldíos. La evidencia del fracaso de la mermada y dispersa expedición sería la verdadera y mortal enfermedad de Francisco de Orellana. En este trance le acompañaba su esposa – su único acierto en la aventura-, aquella dulce Ana de Ayala que mostraría una gran entereza y ternura en tan doloroso trance. Ana jamás volvería a Europa, siempre se titularía Viuda de Orellana.

Su tumba un lugar al pie de un árbol no muy lejos del río al que pudo, y muy lejos de quienes al desampararlo no hicieron posible la realidad de su sueño: rematar la conquista de América por y para España.

Pronto se produciría el temor de Francisco de Orellana: la irrupción y usurpación de terrenos que al no ser ocupados por los españoles se apropiarían los portugueses. El valle del Amazonas pertenecía a España pues la famosa línea de demarcación pasaba por la desembocadura según el propio Tratado de Tordesillas.

No obstante ello, los portugueses se apropiaron del Valle señoreando el curso y la región del Río Amazonas, al que en modo alguno tenían derecho según el Tratado de Tordesillas. Lamentablemente el Tratado de Límites de 1750 sancionó las burdas usurpaciones de Portugal y finalmente el Tratado de San Ildefonso de 1777, fijaría definitivas fronteras, aún nuevamente traspasadas por el Brasil de hoy.

Resultado: la amputación de una América española y alumbramiento de una desigual América ibérica que conquistada por españoles, resultaría nuestra “Aljubarrota americana“.

Oct 012002
 

Rosario Rubio de Orellana-Pizarro.

Pretendemos en este trabajo considerar algunos aspectos de la Conquista que la configuran y le dan singularidad, si bien del modo somero que el ajustado tiempo de exposición permite.

No se trata de narración de hechos que dieron lugar a la incorporación de tierras americanas a la Monarquía Hispánica, sino de aspectos referentes a la infraestructura del sistema y su organización, coincidentes en general, no obstante la diversidad de expediciones y lugares a los que se dirigieran.

Son estos los relativos a la situación geográfica de sus puntos de partida, a la plural geografía objeto de descubrimientos y exploraciones, a algunas de las características que componían la figura del conquistado por antonomasia: el capitán de conquistadores, a los que hemos tomado como arquetipos, tenemos presentes en este trabajo y en los que consideramos los más principales y emblemáticos: Francisco Pizarro, Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, Pedro de Valdivia, Hernando de Soto.

Nos referiremos también al internamiento que en los desconocidos territorios se realizaron en son de paz; y de guerra si la resistencia de los naturales lo requería.

También, ambiciosamente en tan breve espacio de tiempo, hemos intentado rememorar la fundación de poblaciones y la general españolidad de la empresa.

Hay un marco o escenario geográfico desde el que se proyectan las empresas de exploración o conquista. Desde las que se piensan y sobre todo desde las que se inicia su realización que se corresponde con las islas próximas al continente y a determinado espacio del propio continente en los que se escalona el desarrollo y puesta en práctica de aquellas expediciones y a lo que podemos llamar lineamiento de la Conquista. Son esencialmente la isla Española y los centros continentales de Coro, Panamá y Méjico.

Con el segundo viaje de Colón, en 1493, se abre la era de los conquistadores llevando con él un gran número de embarcaciones y de expedicionarios. Se inicia con ello la colonización del nuevo mundo.

A ésta sucedieron otras muchas expediciones llamadas sevillanas por su lugar de organización y procedencia, verdaderas armadas, cuyas naves las componían, en general, dos grupos de viajeros: uno, el noble, cortesano, militar; el otro, el plebeyo, menestrales y labradores. Las embarcaciones iban bien pertrechadas de cuánto pudiera considerarse necesario para los fines de colonización y conquista. Las encabezaron personajes ilustres próximos a la Corona, y nombrados por el propio Rey, quienes, no obstante su brillantez, ninguno llegó a alcanzar la altura de gran conquistador. En ninguna de tales expediciones se anota el resultado de una Fundación memorable y ninguna de ellas puede decirse que tenga una incidencia importante, decisiva. Tuvieron más importancia gubernativa u administrativa, que propiamente colonizadora.

Entre los renombrados jefes de expediciones figuraron Pedrarias Dávila, Don Pedro de Mendoza y Don Pedro Fernández Lugo.

Aunque importantes estas flotas resultaban ser insuficiente medio para acometer, con eficacia, tamaña empresa. Supuso sin embargo una muy valiosa colaboración por su aportación de hombres y materiales al verdadero medio eficaz y decisivo que promovió y potenció la Conquista: el llamado “factor americano”, es decir, expediciones organizadas desde el mismo suelo americano por españoles afincados en América, forjados en el crisol de las mayores dificultades y adversidades, con una posición que les capacitaba para asumir los riesgos tanto de fines como pecuniarios de tan aleatorias como costosas empresas. Las provisiones y víveres procedían de sus propias explotaciones agrícolas y ganaderas, conocidas por el nombre de “estancias”.

Como es sabido, el motivo principal de aquellas acciones era la de fundar poblaciones. Lo que así se empezó ha hacer, desde, prácticamente, el principio. Sólo en Cuba se fundaron, en breve tiempo más de siete poblaciones (lo que no es de extrañar si recordamos el gran número de españoles que pasaron a Indias) Puede verse en el caso de la isla de Haití que llegó a contar con diez o doce mil españoles, cuando la gobernó el comendador Nicolás de Ovando, cuyo prestigio arrastró a los extremeños que con él o en pos de él pasaron a aquellos territorios. A él hay que agradecerle el espíritu de la conquista y la de haberlo transmitido a los, más tarde, llamados conquistadores de los que en gran medida fue su educador. Las Casas hace de él un encendido y extenso elogio, lo que en su caso evidenciaría sus cualidades y virtudes, si estas no hubieran sido tan notorias y evidentes.

Era desde Panamá desde donde partían las expediciones asistidas por Méjico y el núcleo antillano, puede decirse de modo autorizado, examinado su creación, desenvolvimiento y peripecias, que todas las expediciones, felices o desgraciadas, bien o mal conducidas, eran americanas por la mayoría de los elementos y materiales que la componían, por la experiencia de sus jefes, soldados en el continente, incluso por la cooperación de los indios aliados en ocasiones, y por las propias bases territoriales que apoyaban la acción.

EVOLUCION DE LAS EXPLORACIONES

Los primeros descubridores, todavía no conquistadores se singularizan como pilotos, dado que sus exploraciones eran principalmente marítimas. Más tarde el carácter de aquellas exploraciones lo serían tanto marítimas como terrestres. Así el caso de Vasco Núñez de Balboa, que una vez que atraviesa el istmo de Panamá inicia el tipo de conquistador naviero siendo en este tiempo cuando se empieza la aplicación práctica del pilotaje marítimo a toda empresa de exploración o conquista en tierra firme. Los pilotos practicaban en la selva las observaciones con que se guiaban en alta mar. De ahí que llegara a decirse que las Indias estaban llenas de pilotos y que había casi tantos en las alturas del Potosí como en los puertos del Caribe. Su empleo se generaliza con la publicación, por parte de Martín de Enciso, fracasado conquistador, de la “Suma Geographica”. A partir de entonces todos los conquistadores se asesoraban de un piloto para las determinaciones de “altura y grados de aquella tierra que iban pisando. Su ausencia, por ejemplo, daría lugar a la pérdida de Hernando de Soto en una temeraria penetración que hizo en el Missisipí. Según relata la crónica “su ejercito no llevaba instrumento para llevar la altura ni había quién lo procurase o mirase en ello”

CARACTERISTICAS PRINCIPALES DE LOS HOMBRES DE LA CONQUISTA

Dentro de las afinidades y similitudes que se daban en los personajes que protagonizaran la conquista, está la de la ausencia de antecedentes militares en casi todos ellos. Pedro de Valdivia es la excepción: soldado de carrera, un gran soldado. Sin embargo los que carecían de tal condición y formación aunque si tenían la rica escuela de América, resultaron ser no sólo unos grandes soldados, sino unos genios de la guerra, así calificados por consagrados tratadistas de este arte y equiparados por algunos de estos, con las hazañas de Aníbal, Alejandro y Napoleón, según nos recuerda el historiador Ballesteros Gaibrois.

Tampoco fueron militares, entre tantos de primera fila, Almagro, Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcazar, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Hernando de Soto, y tantos, cuya formación militar fue fruto de una variada experiencia en un medio adverso, ignoto, valiente e inteligentemente asimilada. Todo lo cual les había convertido inicialmente en prósperos colonos, en avezados hombres de negocios, con capital y crédito, con arrojo para exponerlo y exponerse.

De ahí a pasar capitanear acciones de exploración o conquista había un sólo paso que algunos se decidieron a dar con variada fortuna.

Así resulta ser este conquistador, ni un cruzado idealista, ni una bestia de instinto destructor. Es un guerrero que ha sido empresario y reúne las cualidades que aquél precisa: astucia, sutileza habilidad y un sentido del “trato”, de la negociación, decimos hoy, altamente útil en la nueva función que asume.

LAS EXPEDICIONES

Como queda dicho pretendemos contemplar algunos aspectos del inmenso mural de la historia que resulta ser la aventura americana. Refiriéndonos a los arquetípicos grandes conquistadores españoles, referidos, es decir, a aquellos que establecen los grandes núcleos de civilización europea y cuya implantación pretenden hacerla de un modo pacífico. Cuando no se consigue es necesario acudir a medios violentos; surgirá entonces el conflicto, es decir, la fuerza de las armas junto con un acto simultaneo de penetración y de lucha contra el indígena que rechaza a un invasor.

La presencia del indio, en muchas ocasiones es importante. Su colaboración, en ciertos casos, resulto ser muy valiosa para la dominación de los españoles en América. La consecución de estas adhesiones de los nativos es un mérito a favor de aquellos colosos a los que hemos olvidado anotarles en su haber tan hábiles logros.

Se ha hablado de superioridad de los españoles. La realidad fue en el mejor de los casos, y no muchas veces, de equilibrio de fuerzas. Las nuevas armas de fuego estaban en sus inicios y fueron más sorprendentes que eficientes. El uso del caballo fue neutralizado en gran parte también por los indios con el uso de la bolea. En definitiva, fue el infante, el soldado de a pie, el factor decisivo de toda campaña.

No se suele hacer mención del perro, como instrumento de ataque. Este no fue empleado en las grandes conquistas; no lo fue en la del Perú, ni en la de Méjico. No podía ser de gran provecho contra enemigos preparados para tal eventualidad y lanzado de manera numerosa. Sólo había tenido una clara eficacia su aplicación, en tierras de indios desnudos. En todo caso fueron muchas las ocasiones de salvación de españoles por sus perros, en lances desesperados.

Las famosas y espectaculares armaduras, escasas, eran de muy fatigoso y entorpecedor uso. La caballería sólo en el llano podía tener efectividad como arma de guerra y no sólo de transporte.

Son la espada y la lanza, las que pueden decirse que salvan las situaciones comprometidas, no por sí mismas sino por quienes las empuñaban, al servicio de unas estrategias, a las que se ha ignorado y cuyo estudio ha permitido apreciar que las acciones derivadas de aquella respondían a unos planes que han sido calificados como geniales. Tal es el caso de Hernán Cortes, Pizarro – estratega y táctico; como ejemplo de su estrategia puede citarse la distribución que de sus capitanes hizo en las direcciones más precisas, en una tierra que desconocía y de la que carecía de mapas, para conseguir el dominio del paso de Abancay. Este sentido fue el que le hizo subir hasta Cajamarca y el que le impulsó a ordenar la marcha por los llanos, camino del Cuzco, entre tantas acciones guerreras.

LOS POBLADORES

Se exploraba y se peleaba esencialmente para poblar. Hoy los conquistadores aparecen bajo un aspecto que sus contemporáneos no contemplaban, ignoraban. Les faltaba perspectiva para apreciar el valor y la importancia de aquellas gloriosas y fructíferas correrías y a los que censuraban por esta causa, opinando de ellos, de manera equivocadamente utilitaria y mezquina; ejemplo de tales actitudes es la del caso de Pizarro y Almagro, a los que aquellos motejaban respectivamente de “carnicero” y “recogedor”. La verdad es que aquellos supuestos aventureros realizaron más fundaciones que cuantos les criticaban llegaron a lograr. Sentando los cimientos de su propia obra.

Se empieza a poblar en las grandes Antillas, pasando de allí a Venezuela y el Istmo; y a Méjico. Más tarde en el interior de Nueva Granada. Se pueblan las costas y más a continuación las que se forman en el Océano Pacífico.

Frente a sueños, quimeras o deseos, siempre llevaban con ellos el pensamiento de la colonización a tono con la preocupación y afán de la Corona, para lo que ésta disponía mandar labradores y artesanos. Es el Comendador de Lares, Don Nicolás de Ovando, quién funda ya ocho poblaciones para lo que previamente había llevado de España doscientas familias.

El buen conquistador, antes que capitán de conquistadores, fue ganadero. Todo poblador tenía que ver mucho y muy de cerca con los menesteres de labranza, ganadería y economía doméstica. Una muestra más de cuanto venimos diciendo, son las ordenanzas dadas por Cortes para que las tierras se poblaran y tanto los españoles como los naturales se perpetuaran.

La mujer desempeña un papel importante como pobladora. Su importancia social compensa, cuantas diferencias prolíficas pudieran darse respecto de las indias, ocupando siempre un lugar preeminente. La función de la mujer española fue más de ejemplaridad y de enseñanza que de acción directa, sin que esto quiera decir que no hubiera mujeres que se distinguieran en diversos momentos en duras y difíciles circunstancias y hubieran de adoptar decisiones de gran responsabilidad.

La mujer del conquistador aparece también enseñando a las indias labores tales como el bordado, aclimatando plantas útiles y decorativas, creando instituciones benéficas, y sobre todo, formando la base moral de las nuevas sociedades.

ESPAÑOLIDAD DE LA CONQUISTA

La conquista fue una empresa nacional independientemente de que unas regiones contribuyeran más que otras al esfuerzo y de la que cabe distinguir tres períodos:

  1. el de los Reyes Católicos
  2. el que domina Fernando El Católico
  3. el período correspondiente al reinado del emperador Carlos V.

En tanto vivió la reina Isabel sólo pasaban a Indias los súbditos o vasallos de los señoríos correspondientes a la reina. Más tarde gobernando el rey Fernando, autoriza a todos sus vasallos del reino de Aragón y demás señoríos al acceso al Nuevo Continente. Más tarde el emperador Carlos lo extendió a todos los vasallos que se encontraban bajo la monarquía hispánica.

A la conquista concurrieron, como decíamos, elementos de todas las regiones españolas, si bien se manifestaron de un modo particularmente activo los andaluces, los castellanos, los extremeños y los astur-leoneses, extremo que avala la afirmación autorizada del investigador Rufino J. Cuervo “que los primeros españoles de América representaban todas las coderas de la península ibérica”, traspasando a aquella una España lingüísticamente castellana.

El gran valor cualitativo de Extremadura en la Conquista de América, no ha podido ser explicado por el hecho, como algunos han pretendido, de la condición de extremeño de Nicolás de Ovando, quién había sido enviado por los Reyes en 1502 y con el que había ido una brillante juventud.

Oct 011999
 

Rosario Rubio de Orellana-Pizarro.

A la vista de cuantas historias, relaciones y narraciones que de la conquista de América se han hecho cabe preguntarse si en ella hubo realmente presencia femenina, como efectivamente así fue. La mujer estuvo, y muy presente, en aquél gran acontecimiento del siglo XVI, participando en muchas y variadas acciones propias de aquella gesta, ignorando o burlando muchas veces la norma que prohibiera su intervención directa y activa.

La presencia femenina en la conquista no fue exclusiva de la mujer española. También la mujer indígena tuvo en ella una participación activa que es de justicia señalar. En muchas ocasiones decisiva para la permanencia y supervivencia de los españoles, motivadas principalmente por amor y devoción a alguno de ellos, no dudando en tales casos en traicionar a los suyos.

Paradigma de ello fue Malinche, india noble «La Malinche», bautizada Marina, Doña Marina, cuya relación de trabajo como intérprete de las lenguas habladas en la zona se convirtió en una relación amorosa. Su amor a Cortés y su plurilingüismo fueron decisivos en el éxito de la conquista de Méjico. Previamente había salvado a los españoles de una segura destrucción al avisar a Cortés de la conjura de los caciques cholulas que planeaban dar muerte a los españoles, quién les arrebata la iniciativa desprendiéndose de amigos tan peligrosos en celada que les tiende al convocarlos para una supuesta fiesta.

Otro caso similar de tantos reseñables fue el de la india Fulvia, del entorno de Balboa, que salva la vida de éste y de la población de La Antigua denunciando una poderosa conspiración para acabar, decían, con los invasores.

Doña Luisa Xicontecate de Tlascala, india noble también, de gran relevancia y fiel compañera de campaña de Pedro de Alvarado, madre de dos hijos suyos, única descendencia que llegaría a tener, ya que con Don Beatriz de la Cueva, su segunda esposa, no la tuvo.

Anayansi, aquella dulce indiecita el gran amor de Balboa, hija del cacique amigo Chimú, que se la entregó en prueba y refrendo de leal amistad y cuyas buenas relaciones en la Zona le supuso a Balboa ayuda importante para su descubrimiento del Pacífico.

En este abanico apresurado de recuerdos cabe también mencionar, entre tantos, a aquéllas mujeres indígenas de Santa Marta que acompañaron a Jiménez de Quesada, río Magdalena arriba y aquellas otras que acompañaron a Sebastián de Belalcázar desde Quito, como interpretes, confidentes e incluso como valerosos soldados.

Otra sería Inés Yupanqui Huaylas, llamada también Inés Huaylas Ñusta, influyente y activa compañera del viejo Pizarro, hija de Huayna Capac, hermana de Ataulpa, quién se la entregó a Pizarro ya en Cajamarca haciéndola ir desde el Cuzco, diciéndole: » Cata ay, hija de mi padre que la quiero mucho» Quispezira era su verdadero nombre; Pizarro lo transformó cariñosamente en Pizpita, recordando el pájaro femenino, inquieto, vivo y bello de su tierra extremeña. Fruto de esta unión nacieron dos hijos. En Jauja, en 1534, Francisca Pizarro Yupanqui, la primera mestiza noble peruana. En 1535, en Lima, nació el segundo, Gonzalo, heredero de la Gobernación de Nueva Castilla y que el transcurso futuro de los acontecimientos haría que acabaran en España.

Respecto de la presencia de la mujer española en la conquista podemos decir que fue muy temprana. Ya en el tercer viaje de Colón figuraron mujeres a bordo. Su paso a Indias fue fomentado por la Corona.

Aunque a América, se ha dicho, fueron más españolas que las que registran las listas de embarque, puede afirmarse que no fueron muchas más, y a éstas seguramente sería a las que se referiría Cervantes cuando dice de ellas que «iban a América, porque América resultaba ser añagaza generosa de las mujeres libres». La realidad es que la mayoría marcharon con sus maridos o parientes. Ejemplos, entre tantos, Isabel de Guevara, Catalina Pérez, Elvira Pineda, María Dávila, Leonor Soleto, Isabel de Quirós, Ana de Salazar, Luisa Torres.

En cuantos viajes se realizan, o en su mayoría al menos, se aprecia la existencia de un contingente de mujeres, de mayor o menor número, pertenecientes a las categorías sociales de las personas con quienes iban. Tal es el caso del realizado por el Comendador Ovando a La Española en 1502 y al que acompañaron familias principales y acomodadas; el de la Virreina María de Toledo, en 1509, sobrina del Rey, esposa de Diego Colón a la que seguía una cohorte de dueñas y doncellas en su mayoría, que casaron con hombres ricos y principales.

Tales precedentes hicieron que el paso a las Indias de señoras principales acompañando a sus maridos los realizaran con parecido acompañamiento. Así, el de Doña Isabel de Bobadilla, esposa de Pedrarías Dávila que lo llevó muy cumplido. Doña Beatriz de la Cueva, segunda esposa de Pedro de Alvarado llevó con ella, a Guatemala, a no menos de veinte doncellas de «buen gesto para casar» como decía, de modo incidental doña Isabel de Guevara en carta al emperador, en la que le daba cuenta de lo mucho que fue e hizo la mujer en aquellas remotas e ignotas tierras; otro nutrido grupo acompañó a doña María Carvajal, esposa del mariscal Jorge Robledo, a la recientemente fundada Cartagena, Cartagena de Indias. Otro nutrido concurso femenino, se registró en el río de La Plata, zona esta más pobladora y fundadora que guerrera y aventurera. Una de las mujeres que acompañaron a Mendoza, organizador de la expedición, doña Isabel de Guevara de especial relieve como autora de la carta mencionada anteriormente.

El flujo de mujeres con tal destino era continuado y se fue incrementando. Así se puede apreciar de la proporción de su número respecto del de los hombres. En la primera mitad del siglo XVI: una mujer por cada diez hombres; en el período comprendido entre 1540 y 1575, la proporción fue respecto de los hombres de un 23%; en el último cuarto de siglo, el porcentaje de la mujer blanca había aumentado considerablemente. Más tarde llegaría a igualarse al de los hombres.

El caso más frecuente era el de la condición de esposa o familiares femeninos en cualquier grado, de capitanes, oidores y oficiales reales que allá se trasladaban.

Llegadas a Indias, las más habían de fundar un hogar con alguno de los conquistadores, para lo que con frecuencia habían de atravesar extensos y diversos territorios. Como consecuencia de ello, se encontraron en muchas clases de acciones: en azarosas exploraciones de costas, estrechos y bahías; en reconocimientos y consiguientes riesgos de aquellos en el interior del continente, lo que las involucró muchas veces en un grado de protagonismo homologo al de sus compañeros, cuando no más.

El valor y el sacrificio que desplegaron es más admirable por cuanto que jamas se les reconocería el mérito que al conquistador se le otorgaba. Abundaba a ello la prohibición existente de mujeres solteras dentro de las huestes por ser, decía el texto que así lo establecía «causa de alboroto y muertes, como ya se ha visto muchas veces», dándosenos como ejemplo por el historiador Vargas-Machuca, únicamente, en las incidencias producidas en un loco viaje por el Amazonas del loco Aguirre y Ursua, que resultó ser otro demenciado.

Su presencia estaba en los lugares más dispares, así vemos que Lucrecia Sansoles, primera mujer que apareció en La Paz en el año de su fundación, en 1548, esposa de Juan de Rivas, del mismo temple que aquella doña Isabel de Guevara que junto con otras españolas logró llevar a los conquistadores hasta la Asunción del Paraguay, abriendo así el camino de la Sierra de La Plata hacía Bolivia en donde en donde Lucrecia fijó su hogar, y reunión a los cuarenta y uno hombres de España que llegaron con Alonso Mendoza. Puede decirse que fue ella la que dirigió la fundación de la capital de Bolivia, creando los llamados obrajes, manufacturas de paños y bayetas, ayudando a levantar iglesias y protegiendo a los indios.

Eugenia Castillo en Potosí, quién logró la concordia en la lucha secular entre vascos y los llamados vicuñas al casarse, vasca ella, con el vicuña don Pedro Oyanue en la pampa de San Clemente.

Doña María Nido que ante la orden de evacuación y abandono de la ciudad de Concepción dada por el General Francisco de Villagra, derrotado por araucanos, se le opuso de modo valeroso con un espíritu extraordinario.

Doña Lorenza de Zárate, viuda de Francisco de Irazabal, que apercibió a la resistencia haciendo que se desistiera de la idea de abandono que había empezado a cundir con ocasión de una correría del pirata Drake, que nos hacía su guerra particular amparado en la protección que de la corona británica recibía.

María de Estrada, esposa de un soldado de Cortés, Pero Sánchez Farfan, que en la salida de Méjico, dice el cronista, «hizo maravillas con espada y rodela y quién en la decisiva batalla de Otumba peleó a caballo y tuvo una actuación muy lucida y brillante.

La mujer del Alférez real Peñalosa en la expedición de Juan de Oñate, que viendo desmandarse a la hueste la contuvo y rehizo con sólo gritar que de vergüenza de verlos así se le caían las tocas.

Recordamos la presencia de Isabel Romero con su hija, esposa de un conquistador en Nueva Granada; a Catalina de Miranda en Venezuela, primera mujer blanca de que se habla en la conquista y que siendo historia se transformó en leyenda; a Juana Hernández, primera mujer de la que se tiene noticia en Perú, esposa de uno de los hombres de Alvarado y que pereció junto con dos niñitas en los Andes en el ascenso a Quito junto con su marido de las que no se había querido separar; a Inés de Atienza, Elvira Aguirre y la amante de Pedro de Ursua, con el que navegaron en su descabellada aventura amazónica; Doña Mencia de Calderón, viuda de Juan de Sanabría, que tuvo un papel destacado en la recién fundada ciudad de Asunción, y que había ayudado, en el extremeño pueblo de Medellín a su dicho esposo Juan de Sanabria a equipar la expedición de una nave y dos carabelas con trescientas gentes a bordo y entre ellas cincuenta mujeres casadas y doncellas. Sería doña Mencia, quién muerto Sanabria y nombrado Adelantado su tierno hijo Diego, la que cumpliría la capitulación ante el Rey.

Fueron frecuentes los casos en que apaciguaron disensiones entre caudillos, en que supieron allegar caudales para atender a la necesidad común, en que sobre la gallardía de la figura descollaran la entereza de carácter, la discreción, la inteligencia.

Buen ejemplo de lo anterior, lo tenemos en Doña Beatriz Estrada, esposa de don Francisco Vázquez Coronado; el de Doña María de Mendoza, que no habiendo en las arcas de Nueva España fondos con que organizar la expedición proyectada en conquista de la Sonora dio cien mil pesos de los suyos y se obligó a sostener ochenta soldados; Doña María de Toledo, esposa de Diego Colón, que gobernó las Antillas; Doña Juana de Zárate, Adelantada de Chile con opción a los títulos de condesa y marquesa. Doña Isabel Manrique y Doña Aldonza de Villalobos, gobernadoras de la Isla Margarita. Doña Beatriz de la Cueva, regidora de la ciudad de Guatemala por elección del Cabildo. Doña Catalina Montejo, que tuvo el adelantamiento del Yucatán por sucesión de su padre. La mujer de Hernando de Soto gobernó la Isla de Cuba con decisión, armando expediciones y enviándole refuerzos y provisiones a su marido «que era mujer de gran saber e bondad, e de gentil juicio e persona». Doña Isabel Barreto, acaso ejemplo único en el mundo de almirante efectiva; llevó la escuadra a Filipinas con un rigor superior a los que habrían desplegado los hombres de mar y guerra. Una de las Bobadilla, la marquesa de Moya, política, ilustrada, persuasiva, uno de los soportes, al parecer, de la empresa de Colón si bien según el Padre Feijoo, fuera solamente la reina Isabel la que venció «los temores y pereza de Don Fernando».

Fueron muchas, de las que algunos ejemplos acabamos de citar la que por poseer dotes que las cualificaban desempeñaron funciones destacadas en la gobernación y en la política de la época, incluso en el propio campo de la lucha cual fue el caso de doña Catalina de Erauso, alistada como varón y figurando como tal, conocida por la monja alférez, grado éste ganado en el propio campo de batalla por el valeroso y arriesgado rescate que hiciera de la bandera de Castilla arrebatada por araucanos en lo que fue la famosa batalla de Valdivia. Tan brillante intervención la hizo militando como soldado en la Compañía de Diego Bravo de Sarabia, que partió para La Concepción, tierra amenazada seriamente por los araucanos que de las amenazas pasaron a los hechos.

Otro caso de valor y serenidad fue el de doña Inés de Suárez, extremeña de Plasencia que cercada y a punto de sucumbir la plaza de Santiago de Chile ausente de ella Pedro de Valdivia, y ya entregada a las llamas entró en la prisión en la que se encontraban cinco caciques principales, los degolló por su mano y echó las cabezas por encima de la tapia acción que espantó a los indios sitiadores decidiéndoles a la retirada.

Ya que estamos en Trujillo evoquemos muy especialmente a una trujillana egregia: Inés Muñoz, trujillana, esposa fiel del leal Martín de Alcántara, el medio hermano de Pizarro que pereció en su defensa. El valor, lealtad, sangre fría de esta mujer impidió que el cadáver de Francisco Pizarro fuera profanado y que recibiera enterramiento digno y cristiano, permitió salvaguardar su cadáver y el lugar de su enterramiento, al propio tiempo que se ocupó de la custodia y protección de sus hijos hasta que como garantía de la seguridad de aquellos, consiguió mandarlos a España. El varón Gonzalo moriría; la niña fue nuestra conocida Doña Francisca, constructora del Palacio de La Conquista y mucho más que eso: benefactora de Trujillo, fundadora y protectora de instituciones, que contribuyeron a dar a la ciudad brillo y mayor gloria.

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