Oct 012001
 

Luis Vicente Pelegrí Pedrosa.

La apicultura y la explotación de las colmenas era un complemento importante de la economía agropecuaria en la Extremadura del siglo XVIII, situada a medio camino entre la ganadería y los aprovechamientos forestales[1], abastecía de miel y de cera, indispensable esta última para la iluminación y para las funciones religiosas de los numerosos templos, a la vez que proporcionaba excedentes comercializables, siendo la primera, además, el único medio seguro que tenían los extremeños de “endulzarse la vida.”

En esta pequeña comunicación intentamos acercarnos a la realidad de este aprovechamiento, aparentemente secundario en la Extremadura moderna, a través del ejemplo de la comarca de la Serena, compuesta entonces por 19 poblaciones bajo maestrazgo de la Orden de Alcántara, y cuya situación hemos comparado con los escuetos resultados que conocemos para el resto de la región. Para ello nos hemos servido de dos fuentes esenciales para ese periodo, las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada y los Interrogatorios para la creación de la Audiencia de Extremadura, confeccionados en esa comarca en 1752 y 1791 respectivamente[2].

La producción y rendimientos del colmenar están recogidos en la pregunta diecinueve del Catastro y en la cincuenta y cuatro de los Interrogatorios. En la primera fuente se dan los rendimientos de enjambres, miel y cera, por colmenas, expresados en producción por arrobas y en reales, y en los mapas generales se ofrece el número de colmenas existentes en cada localidad. El Interrogatorio de la Audiencia, por su parte, indica el número de colmenares, colmenas, arrobas de miel y cera producidas, y sus correspondientes precios. Cotejando ambas fuentes podemos conocer la trayectoria de los rendimientos, además de la evolución global del número de colmenas. Así, la información para 1791 se detiene menos en detalles de los rendimientos, pero contiene cifras globales de producción de las que carece el Catastro.

El Interrogatorio era explícito, en la pregunta cincuenta y cuatro, a cerca de los rendimientos y la utilidad de las colmenas, y cuales eran sus problemas:

“si hay colmenas, su número, poco más o menos, como se crían y conservan, y la cosecha de miel y cera, de que flores se alimentan, y si dejan de aplicarse los naturales a esta industria por los robos que sufren, o por otro motivo, y como se cree que se podría adelantar este importante ramo”

La respuesta de Castuera puede ser demostrativa del tipo de información ofrecida:

“que tienen estos vecinos veinte y cuatro colmenares, que compondrán, a juicio prudente, mil y cuatrocientas colmenas, que, como va dicho en la pregunta treinta y cinco, producirán unos años con otros ciento y cincuenta arrobas de miel, y de cincuenta a sesenta de cera, alimentándose de la flor del romero, tomillo, jara, cardo y árboles, y de las menores yerbas comunes. Y aunque es ramo de útil producto no se fomenta más porque los turones, gatos, topos y otros animales las matan y aminoran, y son difíciles de precaver”

La apicultura estaba extendida por toda la comarca, pero con especial concentración en las áreas montuosas, donde era más factible la explotación de flores y pólenes que favorecían la creación de la miel y de la cera. No en vano las poblaciones con sierras cercanas eran las más destacadas en este aprovechamiento, como Cabeza del Buey, Castuera, Esparragosa de Lares, Zalamea, Sancti Espíritu, aunque también despuntaba Campanario que no tenía terreno montuoso. El número de colmenas aumentó sensiblemente de 1752 a 1791, pasando de algo más de 7.000 a 9.600, muestra del auge que adquirió esta explotación en la Serena a lo largo del siglo XVIII.

A pesar de la tendencia general al crecimiento del sector apícola hubo localidades con un comportamiento regresivo. Las poblaciones con más colmenas en 1752 eran Cabeza del Buey y Esparragosa de Lares, que superaban las 900, seguidas de Castuera con 853, y a continuación Magacela que tenía más de 500, y Valle e Higuera que se aproximaban a esta cifra. Sin embargo, en 1791, mientras que en la primera localidad apenas aumentaron y en la segunda descendieron en una tercera parte, en Castuera casi se duplicaron, al igual que en Valle, y en Campanario casi se triplicaron, hasta llegar a tener 1.500 colmenas, la mayor abundancia del partido. Los aumentos más espectaculares se dieron en Monterrubio que pasó de tener 19 colmenas a poseer 600 y Villanueva de sólo 40 a 400.

Independientemente de las cifras absolutas, las poblaciones en las cuales la apicultura tenía mayor peso proporcional en el conjunto de sus ganados eran el Valle, con el diez por ciento de su cabaña en 1752 y la cuarta parte en 1791, y en Zalamea y Sancti Espíritu que llegaba al seis por ciento, y en Castuera y Esparragosa de Lares en donde se situaba en torno al cuatro por ciento.

En contra de la trayectoria común del partido se produjeron descensos en localidades con serranías destacadas, Sancti Espíritu, Higuera y Peraleda. En concreto en Higuera se redujeron a la mitad. Por tanto, parece detectarse una evolución hacia el crecimiento del sector apícola basado en su extensión por el llano en detrimento del monte, como demuestran los cuadros que se adjuntan sobre producción y rendimientos.

En 1752 la producción de miel se expresaba en cuartillos, es decir, medio litro, o una vigésima tercera parte de arroba, mientras que la de cera se indicaba en cuarterones, o un cuarto de libra. En 1792, por el contrario, tanto la producción de miel como la de cera se expresaba en arrobas de 25 libras, como se indicaba explícitamente en las respuestas del Valle: “y veinte arrobas de cera que hacen quinientas libras”[3].

Los rendimientos más usuales en 1752 para todo el partido de la Serena eran de dos cuartillos de miel y un cuarterón de cera por colmena. –un kilo de miel y 115 gramos de cera, aproximadamente-. En 1791 cada colmena producía casi tres libras de miel y tres cuartos de libra de cera –1,3 kilos de miel y 322 gramos de cera-. Por tanto, se produjo un notable incremento en el rendimiento de las colmenas, sobre todo en la producción de la cera. La intensidad de la explotación era de dos enjambres por colmena, y sabemos, además, que en 1791 los colmenares contenían un promedio de 50 colmenas, o 25 enjambres.

Los precios habituales eran de 3 reales los dos cuartillos de miel, y de real y medio el cuarterón de cera en 1752, es decir, a 34 reales y medio la arroba de miel y a 150 la de cera, o seis reales la libra, salvo en la Haba que los dos cuartillos de miel costaban cuatro reales, y en Zalamea, Quintana y Magacela donde el cuarterón de cera costaba dos reales, sin que se den más explicaciones sobre esa diferencia. En esas mismas fechas el valor de los enjambres variaba de 12 a 9 reales, es decir, una media de 5 reales por colmena.

En 1791 el precio de la arroba de miel oscilaba desde los 75 reales en la Haba, o los 50 reales de Castuera, a sólo 24 reales en Peraleda, en el resto de localidades ascendía a 40 reales. Y el precio habitual de la cera se situaba en 200 reales la arroba, u ocho reales la libra, excepto en Castuera que sólo se cotizaba a 60 reales la arroba, tal vez por ser de peor calidad. Por tanto, se produjo un sensible incremento del 50% en el precio de la cera, pero tan sólo del 17% en el precio de la miel. Tal vez la inflación en el sector apícola se viese amortiguada por el mismo aumento de los rendimientos, a pesar de la expansión de la demanda.

La producción global de miel y de cera podemos calcularla para 1752 con reservas, por las discordancias que existen entre las respuestas generales y los mapas generales, en 621 arrobas de miel y 72 arrobas de cera para 7.135 colmenas. Y en 1791, con mayor fiabilidad, podemos fijar la producción total de las 9.600 colmenas existentes en 1.114 arrobas de miel y en 270 arrobas y media de cera. Ello demuestra que la producción de miel se duplicó, y que la de cera se triplicó con creces, por encima del crecimiento del número de colmenas, lo cual, de nuevo, nos advierte sobre el aumento del rendimiento bruto.

Así pues, los rendimientos globales para todo el partido de la Serena pueden fijarse 1752 en algo más de 21.400 reales de vellón de miel y 10.800 reales de cera. En 1791 puede aceptarse un valor de 46.160 reales de miel y 54.100 reales de cera, siendo este último producto, por tanto, mucho más rentable que la miel, por su mayor precio y escasez.

Por tanto, los rendimientos brutos por colmena expresados en metálico, según las indicaciones desglosadas en cada localidad, ofrecen una media de 10 reales en 1752, de los cuales la mitad eran de miel y cera, y el resto del valor del enjambre. En algunos pueblos se especifica solamente que la producción es de cinco reales de miel y cera, y en algunos casos “por mitad” ambos productos[4]. En 1791, en cambio, si dividimos el producto bruto en metálico por el número de colmenas, obtenemos una rentabilidad de 10 reales por cada una de ellas, sólo de miel y cera y sin contar el valor de los enjambres que desconocemos para esa fecha. Las respuestas de Monterrubio certifican este rendimiento:

“aunque al presente están aminoradas por los años contrarios, rendirá cada una once reales, los seis de miel y los cinco de cera”.

Desconocemos, eso sí, los rendimientos netos resultantes de descontar los costes de explotación, aunque según Melón Jiménez éstos no eran elevados[5]. Por tanto, hay que concluir que el valor de la producción de cera y miel se duplicó de 1752 a 1791, como muestra evidente de la expansión del sector apícola en la segunda mitad del siglo XVIII en la Serena. Este crecimiento de la apicultura está en consonancia con el que se produjo en otras comarcas de Extremadura, como fue el caso del ducado de Feria, aunque parece que los rendimientos allí fueron mayores, por lo menos para 1752[6], o con el auge que tenía en las economías serranas de la Alta Extremadura[7].

A pesar de esta expansión del sector los ricos testimonios recogidos en el Interrogatorio de la Real Audiencia matizan esta impresión que ofrecen las cifras, explicando las trabas para su auge, e incluso cayendo en algunos casos en un pesimismo que hace pensar que los rendimientos deberían de haber sido mayores, o que la demanda de protección para el sector empuja a los informantes a describir un panorama poco halagüeño.

En 1791 coinciden todas las poblaciones de la Serena en señalar la utilidad y los rendimientos de las colmenas. En Zalamea el Interrogatorio sugiere incluso un esplendor perdido del sector, al afirmar que “no discurren medida de animar a este tan útil ramo que prevaleció mucho en lo antiguo”. La pujanza de la explotación, debidamente atendida, de la que se llegaban a comerciar excedentes, como ocurría en otras comarcas de Extremadura[8], queda reflejada en el testimonio de la Haba:

“en que queda dicho, de veinte arrobas que se consumen en el pueblo, igualmente se vende, es su precio el de setenta y cinco reales, y el fruto de cera tres arrobas, y si alguna se vende el precio es de ciento setenta y cinco reales”.

En Cabeza del Buey los informantes abundan en el factor humano como freno al desarrollo del colmenar:

“y aunque se considera ramo de mucho producto, no se amplía porque los dueños de las dehesas resisten la fábrica de colmenas para el resguardo, y sin ellos padecen mucho daño de turones y otros animales nocivos, y allanándose los permisos se fomentaría este útil granjería.

En la Coronada la situación, sin embargo, era más caótica que en otras poblaciones de la comarca:

“que sólo tendrán estos vecinos cien colmenas, situadas la ciencuenta en las cercas contiguas al pueblo, que se alimentan de las yerbas menores, de las sementeras y cortos frutales, y las demás en la Real Dehesa de la Serena, que se alimentan del tomillo, cardo, argamula y candelita, y hay poca inclinación en los naturales, huyendo de robos, incendios, y no discurren modo de adelantar este ramo”

Otro de los grandes problemas de la explotación apícola es referido por los peritos de Esparragosa de Lares:

“que aunque no hay colmenares cerrados (…) y se alimentan de las flores (…) y no hay aplicación a este ramo por estar muy dañados de ganados que estropean la flor de todo el término, y no hallan modo de adelantarle”.

Uno de los testimonios más completos sobre los delitos contra la propiedad de colmenas en la Serena, es, sin duda alguna, el ofrecido por la Haba:

“sin alcanzar medio alguno que pueda aumentar dicha especie de colmenas, siendo práctica que se ha experimentado en esta villa la de condenar a un robador de ellas, que se aprehendió, en la pena de doscientos azotes que se le dieron, y después fue conducido por diez años al presidio de bombas de Cartagena, que actualmente está cumpliendo”.

Ante tantas adversidades los informantes de Monterrubio “no discurren otros medios para aumentarlas mas que el de buenos años y primaveras que penden del Todopoderoso”. En Peraleda, o Villanueva del Zaucejo, eran también de la opinión del clima como elemento principal: “y se fomentarán siguiéndose buenas otoñadas y primaveras, por falta de las cuales está tan reducido su número”.

En Sancti Espíritu, por el contrario, los peritos locales hablaban de fomento directo “para cuyo aumento no hallan otro remedio que el de la persuasión u obligarles a que cada uno tenga cierto número”. La opinión del intervencionismo y el fomento directo es especialmente clara en Villanueva, donde exponían:

“y hay poca aplicación por medio de continuados robos difíciles de evitar, pero es ramo de mucho producto, corriendo años regulares, y para su aumento no hallamos otro remedio que el débil de la persuasión a los pudientes, o que por justicia se obligase a estos a establecer un cierto número cada uno, y situarlas en varias porciones de a trescientas o menos, compuestas entre varios de compañía, guardando las debidas distancias en su situación”.

Gracias también al Interrogatorio de la Audiencia tenemos diversas referencias sobre las técnicas de laboreo de las colmenas y sus aprovechamientos. Las respuestas de Benquerencia añaden matizaciones en las especies de flores aprovechadas, sobre lo que ya sabemos de Castuera, tal vez por su posición serrana:

“que hay poco celo por las colmenas (…) que se alimentan de las flores de tomillo, jara, retama, algamula, encina y otros arbustos, y de la menores hierbas”

En Higuera se amplía la información sobre las flores añadiendo la “abulaga” –aulaga-, y la “madroña”, y contando entre los depredadores a la “patialbilla”. En Magacela añaden “azahar de encina”, “pan y quesillo”.

En Campanario los informes completan la visión del sector, a la vez que nos recuerdan la dualidad entre monte y llano en este tipo de explotación

“se crían y conservan poniéndolas en parajes amenos y no castigándolas en las castras, la cosecha de miel (….). Las flores de que se alimentan son todas las que produce la tierra, excepto la de la adelfa, que en esta no labran (…) y de no ser tierra poblada de montes, que por ello aumentan poco”.

En Esparragosa de la Serena fueron más explícitos en las referencias sobre los métodos de elaboración de los colmenares:

“y se conservan en corchos con cobijas de lo mismo, aseándolas los asientos y tapándolas con barro las hiendas y agujeros”.

Las respuestas de la Guarda complementan estos datos sobre las técnicas:

“que el modo de conservar las colmenas es castigándolas poco en las castras y que estén situados los colmenares en partes abundantes de flores y montes. (…) Que los naturales se inclinan a su conservación y aumento, pero por la escasez de primaveras se aumenta poco este ramo”.

Las respuestas de Magacela matizan los datos sobre la factura de los colmenares añadiendo que:

“se crían y conservan en corchos, con que surten los vecinos de Valdemorales y otros que tienen el trato de venderlos, por criarse en sus tierras alcornocales, de que carece ésta”.

Las técnicas de laboreo del colmenar nos sugieren, en suma, que se criaban y conservaban los enjambres en cajas de corcho, situados bien en las propiedades particulares de los apicultores o en los terrenos comunales, preferentemente en montes donde hubiera abundancia de flores, como las poseen las sierras de la Serena, y preferiblemente cercadas y agrupadas, para evitar las invasiones del ganado y de los depredadores, animales o personas, que a través del hurto dañaban la producción de miel y cera. Estos métodos eran, por otra parte, comunes a otros territorios de Extremadura[9].


NOTAS:

[1] Alvarado Corrales, E: El sector forestal en Extremadura. Ecología y Economía. Cáceres, 1983, p.269.

[2] Para el Catastro referimos en el texto las preguntas utilizadas. Archivo General de Simancas, Sección Contadurías, Catastro, legajos 137 a 152. Para los Informes de la Audiencia hemos utilizado la edición realizada por la Asamblea de Extremadura en 1995 Nos hemos ocupado de este tema con más detalle en nuestro libro La economía ganadera en la Serena, a finales del Antiguo Régimen. 1752-1791. Ceder-La Serena, Junta de Extremadura, 1999.

[3] Calculamos la producción con las siguientes medidas. Arroba 11,5 kilogramos, libra 460 gramos. Cuarterón 115 gramos, y cuartillo 0,5 litros.

[4] Sin embargo, si dividimos el valor bruto en metálico por el número de colmenas obtenemos una rentabilidad de la mitad, lo cual nos indica las distorsiones que pueden producirse por los fallos en la contabilidad general de las colmenas ofrecidas por los mapas generales y en las desviaciones producidas en las conversiones de las unidades de peso y medida.

[5] Melón Jiménez, M.A: Extremadura en el Antiguo Régimen. Economía y sociedad en tierras de Cáceres. Cáceres, 1989. p.179.

[6] Gómez, Sánchez Coronado, M: El ducado de Feria a finales del Antiguo Régimen. Mérida, 1995,p.61. Los rendimientos medios de cada colmena eran de 14 reales anuales, de venta de cera, miel y enjambres.

[7] Melón Jiménez, cit.p.179

[8] Ibídem En Ceclavín y Zarza la Mayor se elaboraba la cera y la miel para exportarla a Portugal.

[9] Sánchez Gómez-Coronado, cit. p.62.

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