Juan Cándido Flores Bautista y Manuel Moreno González.
INTRODUCCIÓN
La muerte en el Antiguo Régimen era un elemento importante y presente en la propia vida de los hombres, de hecho, a través del estudio que hoy los historiadores de la Edad Moderna hacen de la muerte se pueden advertir, no sólo los distintos comportamientos de una variable demográfica, sino también, y siempre que se utilice una base teórica y una metodología adecuada, aspectos y actitudes de esos hombres ante la vida, en terrenos que traspasan la pura religiosidad y se internan en la Historia Social o la Economía histórica, por no mencionar las posibilidades para el estudio de un campo concreto, pero a la vez extremadamente complejo, como es el de la Historia de las mentalidades[1].
Así, el objetivo de esta breve ponencia es analizar algunos de esos aspectos del pasado que se desprenden del estudio de la mortalidad en un núcleo concreto como es Valencia de Alcántara y un periodo definido que va desde mediados del siglo XVIII hasta principios del siglo XIX. Para ello, y no sin dificultades, hemos acudido a dos tipos de fuentes; por un lado los libros de difuntos de las dos parroquias locales[2], de los que hemos extraído la mayor parte de los datos demográficos y sociológicos y por otro lado los libros de actas capitulares del Ayuntamiento muy útiles a la hora de conocer el transcurrir de la vida municipal y sus incidencias en la variable mortalidad.
Sin duda un correcto acercamiento a la realidad de Valencia de Alcántara en el periodo señalado necesitaría además la aportación y análisis de otras variables como la natalidad o la nupcialidad no contempladas en esta ponencia pero que, confiamos, serán introducidas en trabajos posteriores de mayor amplitud.
PARTE I. LA MUERTE, UN HECHO DEMOGRÁFICO
1.1. EVOLUCIÓN SECULAR.
Llegados a este punto, momento en el que se inicia nuestro trabajo, comenzamos planteando nuestro primer problema. Este primer apartado lo hemos elaborado no para toda la población de Valencia de Alcántara, sino solamente para la parte de ésta que quedaba dentro de la feligresía de la parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación, ya que en la parroquia arciprestal de Nuestra Señora de Rocamador no existe libro de difuntos hasta la tardía fecha de 1763, con lo cual los resultados de nuestra investigación, al menos en este aspecto, sólo se refieren parcialmente a la población de la citada localidad, aunque, suponemos que el comportamiento debe ser, en gran medida, similar en ambas feligresías.
Aclarado esto, nos centraremos ya en la evolución de la variable mortalidad a lo largo del periodo que va desde 1740 a 1811, aunque antes de hacerlo convendría señalar que esta pequeña serie debemos entenderla dentro de lo que es el propio siglo XVIII, un siglo en el que según recoge Miguel A. Melón[3] la mortalidad de tipo catastrófica, debido a epidemias, malas cosechas, etc., retrocede, sobre todo si tenemos en cuenta la funesta centuria precedente. En cualquier caso estamos ante un siglo de expansión demográfica y el hecho de que desciendan las tasas de mortalidad combinado con lo favorable de las otras variables, no hace sino afirmarlo como tal. Desde luego, este no es el objeto de estudio que nos hemos propuesto, pero se hace imprescindible la visión de conjunto para entender las estrecha franja cronológica que vamos a trabajar, y todo lo que ella encierra.
Analizando ya la variable mortalidad en el periodo concreto que va de 1740 a 1811, podemos concluir que estamos ante un periodo de relativa calma. Observando el Gráfico I (véase anexo) vemos como la tendencia es prácticamente plana, con una leve pendiente tendente al alza, y vemos como la media ponderada muestra una cierta estabilidad en el tiempo analizado, si bien gracias a ésta podemos establecer, al menos, tres ciclos diferenciados: por una parte el que va hasta finales de la década de los 60, y que estaría caracterizado por ser el más oscilante de todo el periodo analizado, con un repecho marcado por la media móvil que llega a alcanzar el índice 150 (este repecho se debe a la grave crisis de 1762-63, que más adelante trataremos); en este primer espacio temporal la línea que señala la media móvil se sitúa por encima del índice 100 durante casi todo el ciclo. Por otra parte, el segundo periodo ocuparía desde finales de los 60 hasta los últimos años de la década de los 90, y en él contemplamos como el nivel de mortandad se sitúa, salvo en años muy excepcionales, por debajo del índice 100, índice que por la línea dibujada por la media móvil, apenas se ve rozado, estando, por tanto, ante los años menos conflictivos de todo el lapso. Por último, como puede observarse, en los años finales del S.XVIII y en los iniciales del XIX, los picos que rebasan el índice 100, y muchos de ellos el 150, se multiplican, y esto nos lleva a hablar de un ciclo diferenciado en el que la relativa calma del anterior se rompe, adentrándonos en un periodo en el que las crisis se suceden por motivos que más adelante analizaremos.
Años |
Difuntos |
1740-44 |
302 |
1745-49 |
312 |
1750-54 |
371 |
1755-59 |
348 |
1760-64 |
402 |
1765-69 |
274 |
1770-74 |
324 |
1775-79 |
319 |
1780-84 |
237 |
1785-89 |
286 |
1790-94 |
284 |
1795-99 |
346 |
1800-04 |
368 |
1805-09 |
394 |
Tabla I. Defunciones por quinquenios.
Lo anteriormente dicho podemos apoyarlo también en los datos ofrecidos por la tabla I; en ella vemos las cifras obtenidas de la suma de las muertes anuales por quinquenios. Así, puede observarse que las mayores oscilaciones se dan hasta la última década de los 60, con valores tan dispares como 402, de 1760 a 1764, o 274 defunciones en el siguiente quinquenio. A partir de éste, y hasta el último del siglo, vemos como las cifras de muertes por quinquenio son menos importantes y con menor oscilación que en la etapa anterior. Y por último puede observarse como en los cinco años finales del siglo el número de muertes supera los 340, marcando la tónica que seguirá la variable mortalidad durante la primera década del siglo XIX.
Por lo que respecta a la línea de Mortalidad Total vemos como es una línea típica de sierra, oscilante, pero que tan sólo supera el índice 100 en contadas ocasiones, ocasiones que trataremos en otro apartado del trabajo. Sin embargo, conviene señalar, aunque de momento no busquemos un porqué, los años con índice más alto; así, cabe destacarse 1742 con 159, 1753 con 151, 1759 con 197, 1763 con 307, 1771 con 174, 1786 con 170, 1801 con 171 y 1806 con 155 años todos ellos en los que la Tasa Bruta Media de Mortalidad del periodo[4] (39,78‰) se ve ampliamente superada[5], hecho que nos pone en la pista de posibles dificultades y coyunturas críticas que ya detallaremos.
Lo expuesto hasta ahora ha hecho referencia a una mortalidad global, pero sin duda alguna para un mejor entendimiento de la variable convendría diferenciar el comportamiento de la mortalidad adulta y la infantil, y dentro de estas subvariables, a su vez, se hace indispensable la comparación entre los dos sexos.
En cuanto a la mortalidad adulta, como podemos observar en el Gráfico II, su comportamiento es bastante semejante al de la mortalidad global, aunque por supuesto, habría que hacer matizaciones: la tendencia es a la baja, señal de lo relativamente favorable que es el periodo. Por otra parte, vemos como la media móvil nos ofrece una curva con oscilaciones más suaves que las del Gráfico I, esto nos habla del, en cierta medida, diferenciado comportamiento de la mortalidad adulta y la infantil. El profesor M.A. Melón[6] en su estudio sobre la alta Extremadura establece varios ciclos a la hora de estudiar la mortalidad adulta en el siglo XVIII; más concretamente habla de siete periodos de los cuales nos interesarían el tercero (1736-1754), que considera de estabilización de los índices hasta que con la crisis de mediados los cincuenta vuelva a dispararse, el cuarto (1755-1763), en el que habla de una calma relativa hasta que se desencadena la crisis del 1762-1763, en el quinto (1764-1779) la curva de mortalidad descendería favoreciendo un crecimiento demográfico que se mantendrá hasta la crisis general de 1780; por lo que respecta al sexto (1780-1796), se alternan años normales con años de pequeñas crisis que dificultan el crecimiento de la población; y por último, de 1797 a 1814, se engloban los mayores índices de mortalidad del periodo analizado, provocados por las crisis de subsistencia y las dificultades generadas por conflictos bélicos. Esto que se considera para la Alta Extremadura, como podemos observar en el Gráfico II, se ajustaría bastante a los datos que hemos obtenido para la Parroquia de la Encarnación de Valencia de Alcántara, donde podemos afirmar que 1755, 1762-1763 y 1806 suponen verdaderos puntos de inflexión en la evolución de la mortalidad adulta.
Si atendemos a la subvariable mortalidad adulta diferenciando entre los dos sexos (Gráfico III) vemos como las curvas, prácticamente, se superponen, no pudiendo hablarse, por tanto de un comportamiento diferenciado entre el género femenino y el masculino. Sin embargo, nos gustaría llamar la atención sobre el pico del año 1763 en el que mientras la mortalidad adulta femenina rebasa el 620 de índice, la masculina no llega al 400. Estas cifras resultan, cuanto menos, extrañas si tenemos en cuenta que en estos años a lo que asistimos es a un enfrentamiento bélico entre los dos reinos peninsulares[7]. Las causas de este fenómeno se nos escapan por completo y todo lo que podríamos hacer serían conjeturas sin ningún tipo de validez científica al no poder documentarlas, de este modo, puede que los hombres hayan huido de la población por temor a las levas militares de ahí que la mortalidad femenina supere con diferencia a la masculina; también podría suceder que en un enfrentamiento bélico directo como se dio en Valencia de Alcántara no se recogiesen todas las bajas, que los portugueses hubiesen hecho prisioneros o que los difuntos fuesen enterrados indistintamente, sin tener en cuenta la feligresía a la que pertenecían, en Sta. María de la Encarnación o de Rocamador. También puede darse la posibilidad de que se habilitase algún campo santo que escapase al control de la Encarnación[8]. En cualquier caso, y como ya hemos dicho, todo esto sólo puede considerarse como hipótesis difícilmente demostrables.
Por lo que respecta a la mortalidad infantil la tasa de mortalidad media bruta para el periodo[9] es de 110,65‰, aunque como veremos es mucho más fluctuante que en el caso de la mortalidad adulta. Esta mayor oscilación podemos observarla en el Gráfico IV, con una tendencia al alza, la curva de mortalidad infantil presenta, una gran irregularidad (también observable en la curva que ofrece la media ponderada), en cinco ocasiones la curva sobrepasa el índice 150, son los años 1742, 1753, 1759, 1763, 1771, 1776, 1778, 1786, 1797 y 1801. Aceptando, aunque sólo sea para orientarnos en el comentario, la propuesta que hemos hecho para hallar la tasa, lo obtenido para estos años es 195,65, 195,65, 301,24, 158,38, 295,03, 239,13, 173,91, 251,55, 183,22 y 226,7‰, respectivamente. Desde luego en estos casos concretos habría que buscar unas causas, por tratarse de situaciones relativamente excepcionales. De esto nos ocuparemos en el apartado que hemos dedicado a los periodos críticos.
Se hace indispensable señalar que si tenemos en cuenta los datos ofrecidos por M.A. Melón[10], que también considera como párvulos los niños con edades comprendidas entre 0 y 7 años, nuestros cálculos quedarían muy lejos de la realidad, ya que nos ofrece una media del 500‰, mientras que nosotros hemos obtenido una media que apenas sobrepasa el 100, aunque nos gustaría hacer hincapié en que al menos estos datos nos pueden resultar orientativos. En cualquier caso también podría darse la posibilidad de un comportamiento diferenciado en la zona de frontera, en la que debemos entender Valencia de Alcántara, o por otra parte que estos resultados estén altamente condicionados por los problemas que todos conocemos de la relativa fiabilidad de las fuentes.
Observando el gráfico, y teniendo en cuenta tanto la curva de mortalidad como la de la media móvil, podemos concluir que dentro del periodo analizado, los ciclos más nefastos para la mortalidad infantil en Valencia de Alcántara serían la de las décadas de los cincuenta, la de los setenta y la primera del siglo XIX, posiblemente porque este sector de la población sea más sensible y más proclive a sufrir las consecuencias de cualquier crisis, y como ya veremos en estos lustros se vivieron coyunturas críticas que favorecieron la mortalidad de los segmentos más débiles de la sociedad como pueden ser los niños o los pobres.
En cuanto a un comportamiento diferenciado entre los dos sexos, éste es inexistente, las mínimas diferencias en la evolución de las curvas que podemos observar en el Gráfico V, pensamos, pueden deberse, bien a que en ciertas épocas el párroco al apuntar no diferenciaba los sexos de los párvulos (conviene señalar el caso de 1786), o bien a la simple casualidad, ya que al no existir en ningún punto una excesiva separación de las curvas no podemos hablar de algún tipo de enfermedad que sólo afectase a niñas o niños de forma exclusiva, aunque pudiera darse el caso.
Convendría señalar antes de finalizar el análisis de esta subvariable, y siguiendo de nuevo a M.A. Melón, las principales causas de mortalidad infantil[11], que serían, por orden de importancia, en primer lugar las complicaciones en el aparato digestivo (gastroenteritis, enterocolitis, disentería y gastritis), en segundo lugar, las enfermedades infecto-contagiosas generalizadas (viruela y fiebres palúdicas), y por último, las afecciones relacionadas con el aparato respiratorio.
Para concluir este primer apartado restaría hacer unos breves comentarios sobre la evolución comparada de mortalidad adulta e infantil. A este respecto podemos observar en el Gráfico VI como los picos de sierra de ambas subvariables ofrecen datos y perfiles, en ocasiones casi contrapuestos, o cuanto menos, bien diferenciados, el hecho de que cuando ascienda la curva de mortalidad adulta, caiga la de mortalidad infantil puede deberse a un descenso de la natalidad en coyunturas adversas, por el contrario, cuando la serie de los adultos queda por debajo del índice 100, la mortalidad infantil llega incluso a dispararse, como es el caso de 1759 o 1771, algo que vendría a confirmar esta idea, ya que en momentos favorables se asiste a un incremento en las cifras de nupcialidad, y por supuesto de natalidad. También se da el caso de que cuando se dispara la mortalidad adulta, lo hace también la infantil, esto vendría a reafirmar lo ya expuesto de la mayor debilidad orgánica de los “párbulos” en momentos críticos, momentos y coyunturas que estudiamos a continuación.
1.2. LAS CRISIS DE MORTALIDAD
Antes de comenzar el análisis concreto de las principales crisis demográficas en Valencia de Alcántara entre 1740 y 1811 convendría recordar que estamos ante una sociedad y economía propias de Antiguo Régimen, es decir, ante una realidad socioeconómica en la que a las causas ordinarias de mortalidad pueden ir unidas otras causas extraordinarias como guerras, epidemias, crisis agrarias y de subsistencia que, casi siempre de forma conjunta, ofrecen una explicación a la elevada mortalidad de los años que vamos a señalar como críticos.
Aunque el adjetivo de año crítico se puede colocar a un buen número de los años estudiados, por superar ampliamente la media de todo el periodo, sólo contemplaremos aquellos años especialmente significativos analizando, además, si son meras crisis aisladas o tienen una prolongación en el tiempo.
El primer año crítico del periodo es 1753, año en el que la mortalidad alcanza un índice del 151% con respecto a la media para todo el periodo en la Parroquia de la Encarnación (66,04 defunciones). Este incremento de la mortalidad encontraría su explicación en la sucesión de malas cosechas causadas por la sequía que por estos años afectó a la provincia[12], situación que además se complicaría en 1755 con la aparición de una plaga de langosta bien documentada en los acuerdos municipales de ese año:
(…)Por cuanto ayer, doce del corriente se tubo niticia que avía aparecido langosta en la cotada boial, (…), se acordó que mañana, catorze del corriente, salgan por quadrillas los vezinos a matarla o cogerla del modo que se pueda estinguir. (…)[13]
(…) Acordose se despache carta zircular a San Vicente, Salorino, Membrio, Carbajo y Santiago para que vengan a matar la langosta según se prebiene en la orden de su magestad que abla sobre langosta. Y así mismo sépase recado a el Padre Guardián de este convento para que con algunos relixiosos se agan algunos conjuros a la langosta que tenemos entruduzida esta jurisdizión. (…)[14]
1759 es el siguiente año en el que los índices superan la media del periodo. En este caso se trata de una crisis aislada, probablemente de carácter local, motivada entre otros factores por una escasez de grano que se subsanaría con la excelente cosecha del siguiente año.
A comienzos de 1762 el transcurrir de la vida municipal se ve interrumpido de nuevo por las endémicas hostilidades con el vecino reino de Portugal, hecho que tendrá fuertes incidencias en la población de una localidad que aún hoy sigue siendo fronteriza. El conflicto, bien documentado en los acuerdos municipales de ese año[15], provocará la pérdida temporal de Valencia de Alcántara y su parcial destrucción como refleja un acuerdo de ese año:
Por cuanto habiendo las tropas enemigas sorprendido a la villa de valencia de esta orden de Alcántara, la hicieron por medio de la fuerza prestase la obediencia al rey de Portugal, y viendo precisa su recuperación, haciéndola bolber al suave y legítimo dominio de S.M.C., (…)[16]
Finalizado el breve conflicto en diciembre de 1762 sus repercusiones se verán claramente reflejadas en el espectacular aumento de los índices de mortalidad en 1763 que superan en un 207% la media del período. Las causas que provocan el que en este año se triplique esa media son múltiples ya que a la destrucción de la población, de los campos y cosechas irá irremediablemente unida a una importante crisis agraria y de subsistencia, acrecentada además por la aparición de una epidemia de tabardillo y de fiebres malignas a cuya extensión por toda la provincia contribuyó sin duda los movimientos de un ejército, como el de Antiguo Régimen, que vivía sobre el terreno. Todos estos aspectos de forma conjunta configuraran el cuadro al que tuvo que enfrentarse la mermada población de la villa en el peor año del periodo.
Tras esta fuerte crisis se abre un periodo de relativa calma e índices de mortalidad estables por debajo de la media, sólo interrumpido por algunos años críticos aislados como 1771, 1776 o 1786 en los que el incremento en el número de defunciones bien pudieron venir motivadas por malas cosechas que generalmente derivaban en crisis de subsistencia o en la propagación de enfermedades estacionales de tipo epidémico como el tabardillo, las fiebres tercianas, quartanas o los dolores de costado, enfermedades todas ellas muy generalizadas en la provincia durante la década de los ochenta[17]. En el caso concreto de Valencia de Alcántara a estos problemas se unirá otro que de forma endémica afectara a la población, el de la mala calidad de las aguas y las dificultades en su suministro regular[18].
El final del s. XVIII y los comienzos del XIX supondrán un cambio en esta tendencia con un incremento generalizado de los índices, de hecho, en el quinquenio 1796-1800 sólo 1798 se sitúa por debajo de la mortalidad media. Además en 1801 se alcanzarán los índices más elevados (171%) del periodo después de 1763, situación que se prolongará al quinquenio siguiente donde todos los años excepto 1804 se sitúan por encima de la media haciendo especial énfasis en 1806 donde la mortalidad alcanza un índice del 155%.
En el caso concreto de 1801 su elevado índice de mortalidad se fundamenta en el estallido del fugaz conflicto bélico conocido como la Guerra de las naranjas[19](mayo y junio de 1801) que sacudió a toda la frontera y que en el partido de Alcántara vino precedido de años de malas cosechas, epidemias y carestías[20]. De hecho en un marco de dificultades económicas y sanitarias (aparición de un brote de viruela) el estallido de dicho conflicto y sus postrimerías se sumaron a la difícil situación de la población de la villa a comienzos de siglo, debido al forzoso alojamiento y mantenimiento de los soldados y a la falta de medios e infraestructuras sanitarias adecuadas. Esta realidad crítica se refleja con claridad en los plenos municipales de ese año y en los diferentes informes médicos:
Dede cerca del veinte de agosto proximo que se principio a facilitarse aloxamiento a los enfermos que salen de los hospitales militares desta plaza he advetido en el pueblo seis o siete vezes mas enfermedades y de peor condiciones que anteriormente deviendo ser, por el contrario, muchas menos: y haviendo reflexionado con particular madurez las causas predisponentes, ocasionales y procatarticas de tan notable alteracion de males no hallo otra que el contacto y comunicación de los enfermos de estos hospitales con vecinos del pueblo, siendo evidente que quando salen dellos ban espirando un fetos tan conocido, como capaz de ocasionarles recaidas; y de producir y propagar enfermedades contagiosas en el pueblo[21]
Especial mención requiere en este año la elevada mortalidad infantil (200,4%) causada por una epidemia de viruela, una de las enfermedades infecto-contagiosas que, según Miguel Rodríguez Cancho[22], eran la causa del 22,5% de las muertes infantiles. Dicha epidemia de viruela aparece reflejada en los libros de acuerdos municipales de la siguiente forma:
Igualmente hace presente que con motivo de haverse elejido por uno delos hospitales militares de la plaza la Yglesia parroquia de Ntra Sra Sta Maria dela Encarnacion dogo de RoqueAmador se entierran todos los cadaveres de esta poblacion en la Iglesia dela Encarnacion haviendo llegado a terminos por las muchas criaturas que mueren de viruelas a advertirse cierta fetidez que ha distraidos la concurrencia de muchas personas a dicha Parroquia y llegara el caso deque continuandose enterrando en ella que la abandonaran los feligreses expuestos ademas por lo mismo a que ynfeste esta poblacion[23].
La crisis de 1801 tendría, como ya hemos señalado, su prolongación no sólo en los cinco años posteriores (especialmente 1806) sino que el estallido de la guerra de la Independencia (1807/8-1812) impediría la recuperación de una población mermada que sufría una larga situación de carestía, conflictos y enfermedades desde finales del s. XVIII. De esta forma, una sesión del capítulo municipal del 19 de mayo de 1811 puede ser ilustrativa de la realidad que atravesaba la villa:
En Este Ayuntamiento se ha tenido presente que sobre las inmensas contribuciones y exacciones que se han hecho de todas clases a este vecindario desde los principios de nuestra Santa rebolucion (la Guerra de la Independencia), hasta fines de febrero ultimo en los seis meses anteriores importaron sus subministros a las tropas seiscientos mil maravedies que desde marzo á este dia ban subministrados quarenta y siete mil y mas raciones, y finalmente que por instantes recargan y se aumentan las tropas sin que de parte alguna haya el menor auxilio para sus subministradores, ni tiempo siquiera para hacer repartimientos trocandose en la miseria absoluta de la poblacion, en la imposibilidad de hacer las recolecciones y en la absoluta ruina de la agricultura con transcendencia mas duradera porque en los pocos en quienes no se considere ya una imposibilidad quasi total la hay para auxiliar a sus conbecinos que viven con el desconsuelo de no comer ya pan.[24]
1.3. ESTACIONALIDAD DE LAS DEFUNCIONES.
A la hora de analizar la variable mortalidad, y para una mejor comprensión de la misma, se hace indispensable considerar la estacionalidad de las muertes, ya que esta estacionalidad, en gran medida, puede contemplarse como un indicativo de las causas comunes de la defunción como hecho biológico natural.
A este respecto, como podemos observar en el Gráfico VII, las mayores tasas de mortalidad se dan en los meses de verano y en los de otoño, hecho que se debe a la mayor incidencia de problemas digestivos en el periodo estival y a una mayor presencia de afecciones en el aparato respiratorio en los meses de otoño. Además podemos contemplar un comportamiento diferenciado entre la mortalidad adulta y la infantil con respecto a la estacionalidad.
De este modo el mayor índice de mortalidad para adultos se da en verano, sobre todo a finales de éste y en otoño, reduciéndose levemente en invierno, y reduciéndose enormemente en primavera. Por su parte, el comportamiento de la mortalidad infantil sigue un camino diferente: adquiere en este sentido una gran importancia el periodo estival, cuando los problemas gastrointestinales se ceban con los organismos más débiles; también llama la atención la enorme proporción de difuntos párvulos en los meses de otoño, y esto se explica teniendo en cuenta que es de septiembre a mediados de noviembre cuando se da un mayor número de nacidos, y por tanto, una mayor tasa de mortandad de éstos, debido a las escasas posibilidades de supervivencia; en invierno se alcanzan los mínimos, mientras que en primavera se aprecia un leve ascenso del porcentaje.
Con estos breves apuntes sobre la estacionalidad de las defunciones damos por finalizada esta primera parte de nuestro trabajo, abandonando lo que ya dijimos al principio, consideramos la vertiente menos problemática de nuestro análisis, aunque no exenta de dificultades como hemos visto; y menos problemática, al menos, a la hora de interpretar los datos, ya que el análisis de las cifras de mortalidad apenas nos ha sacado del terreno de estudio cuantitativo del tema, y aún siendo ésta una modalidad de análisis rodeada de incertidumbres y de problemas metodológicos, la elaboración de gráficos y series de datos sistematiza, y en gran medida ayuda a comprender, una realidad que se esconde detrás de esos datos. A partir de este momento, nos adentramos, como ya se mencionó en la Introducción en la parte más subjetiva, más difícil de valorar con una serie de años tan escasa como la que hemos estudiado, entramos en la esfera de lo social y en el terreno de las ideas, y entramos con la pretensión, no sabemos si ingenua o no, de llegar a conclusiones sobre la muerte como un elemento diferenciador a nivel social y como preocupación religiosa también a un nivel colectivo.
II. LA MUERTE: FENÓMENO SOCIAL Y REFLEJO DE UNA MENTALIDAD
2.1. LOS DIFUNTOS. ANÁLISIS SOCIOLÓGICO.
2.1.1. Muerte y pobreza.
El propósito fundamental de este punto es medir los niveles de pobreza a partir de las 5 catas[25] que realizamos al vaciar los datos de la parroquia de Sta. María de la Encarnación para el periodo analizado. Además, también disponemos de información al respecto en la parroquia de Rocamador, con lo cual, podremos constatar en algunos momentos la existencia de comportamientos diferenciados, o no, entre ambas parroquias.
Sin lugar a dudas, estamos ante un verdadero reto, ya que el fenómeno de la pobreza entraña múltiples problemas, problemas que devienen, principalmente, de las fuentes, de aspectos como la parcialidad del anotador y la eficiencia del mismo; pero también de la propia complejidad intrínseca del problema por las múltiples gradaciones que existen en la consideración del individuo como pobre. De este modo, cabría distinguir entre pobres de solemnidad (individuos que, coyunturalmente, quedan al margen de la sociedad por insolventes, y que por tanto pueden volver a integrarse en la misma) y pobres propiamente dichos (los que “no testan por no tener de qué”). Por otro lado, debe diferenciarse también entre pobres locales y pobres foráneos, normalmente deambulantes. Así, en alguna de las catas referidas, la primera distinción señalada habría sido posible documentarla gracias a la eficiencia del anotador, pero nuestra inexperiencia al vaciar los datos nos llevó a obviar tan valiosa información.
A todo esto convendría añadir otro problema: el hecho de que un individuo teste, o no, tampoco es indicativo de pobreza, a pesar de que, según Isabel Testón, dicha pobreza fuese uno de los agentes fundamentales que impedían al individuo tomar medidas oportunas para alcanzar la deseada salvación[26] (medidas que más adelante especificaremos), ya que el bien morir era, por tanto, un privilegio vedado para todo aquel que no pudiese permitirse el desembolso económico que suponía la redacción de un testamento. Sin embargo, una persona podía dejar de testar por motivos ajenos a la fasta de recursos, tales como una imposibilidad física o mental, una muerte repentina u otra infinidad de circunstancias concurrentes en la voluntad del finado.
Al margen de estos problemas, nuestro intento de analizar la evolución cuantitativa del fenómeno de la pobreza a lo largo del periodo estudiado hubiese necesitado un vaciado completo de toda la serie y no sólo de algunas muestras. Sin embargo, apoyándonos en la bibliografía, nos ha sido posible establecer algunas generalizaciones al respecto. De esta forma, siguiendo el estudio realizado por los profesores J.P. Blanco Carrasco y Mercedes Santillana[27] para el partido de Cáceres, se puede afirmar que la mortalidad de pobres varía de forma paralela a la mortalidad adulta total. Así, los desequilibrios existentes entre la mortalidad de pobres y la mortalidad adulta total (Gráfico X), especialmente en el quinquenio 1750-1754, pensamos que podrían venir motivado por un relajamiento de los criterios del anotador, relajamiento que es más evidente en los años críticos (tales como 1753).
Pese a ello, estos problemas y comportamientos no nos impiden afirmar que, a lo largo del s. XVIII, y especialmente a partir de los años centrales de ese siglo, se experimenta una tendencia al alza de los niveles de pobreza debido a la evolución de la economía regional y a la agudización de las condiciones de vida (fruto esencialmente del aumento en los precios de los bienes de consumo), alza de los niveles de pobreza que iría consecuentemente unida a un aumento de la mortalidad de pobres (Gráfico XI). Estos datos generales, aparecen sin embargo maquillados en el caso concreto de Valencia de Alcántara donde la ausencia de conflictos militares de importancia provoca un descenso generalizado de los índices de mortalidad por causas extraordinarias, descenso que se extiende también a la mortalidad de pobres.
Como ya adelantamos al comenzar este apartado disponemos de datos para ambas parroquias en el periodo 1770-1811, periodo en el que se puede observar un mayor número de difuntos pobres que en la Parroquia de la Encarnación (un 8 o 10% más elevado). Las causas de esta diferencia pueden venir motivadas por la concurrencia de un anotador más sistemático o bien, como parece probable, por la condición socio-económica menor de los feligreses de dicha parroquia, ya que el crecimiento, con un cierto “florecimiento urbano” en los siglos XVI y XVII se da dentro de los límites jurisdiccionales de la Encarnación. De hecho, en el siglo XVIII todos los apellidos que componían la élite local: Peñaranda, Chumacero, Ulloa, Bravo, Barrantes, etc., tenían sus residencias en la feligresía de la Encarnación.
Con esta última hipótesis planteada no hemos pretendido hacer una distinción entre parroquia de condición pechera y parroquia de condición privilegiada, como si puede constatarse en poblaciones como Cáceres, pero sí sospechamos una composición diferenciada de ambas feligresías. Evidentemente, este no es el objeto de estudio planteado, ni tampoco disponemos de pruebas fehacientes al respecto, pero si hemos documentado algunos indicios, aparte de las evidentes diferencias arquitectónicas entre los ámbitos jurisdiccionales de las dos parroquias, indicios como el mayor número de difuntos pobres en la parroquia de Santa María de Rocamador que en la de la Encarnación; como la total ausencia de finados nobles o miembros de la élite local en los años vaciados en Rocamador; o como el alto número de partidas de defunciones de soldados que recogen los libros de finados de la parroquia de Rocamador (sede del hospital militar). Así, todo vendría a hablarnos de diferencias en la composición de las feligresías, y en cualquier caso, y en cualquier caso, de una realidad compleja cuyo análisis en profundidad arrojaría luces sobre el comportamiento socioeconómico de poblaciones de frontera como Valencia de Alcántara.
2.1.2. Lugar y causas de defunción.
Aparte de la información sobre la pobreza, con muchos problemas y escasa fiabilidad, y de la exclusivamente nominativa, los libros de difuntos, salvo contadas excepciones muy puntuales, nos ofrecen poca información sobre otros aspectos como la procedencia del difunto, su oficio, edad, las causas de su muerte o el lugar de enterramiento.
Si tomamos como cierta la información que nos ofrece los libros de difuntos de la parroquia de la Encarnación, la práctica totalidad de esos difuntos son vecinos y naturales de Valencia de Alcántara. Al margen de este hecho, la gran mayoría de los difuntos o padres de difuntos (en los casos en que se señala) no naturales de la villa proceden de los pueblos dependientes del concejo de Valencia de Alcántara y pertenecientes al partido de Alcántara (lo que configura la comarca natural de Valencia de Alcántara), pueblos que, como Membrio, Salorino, Santiago, Carbajo o San Vicente, debieron aportar población a la villa que, fruto de su mayor dinamismo económico y de su condición preeminente, pudo ser un foco de atracción para las poblaciones de estas localidades (sobre todo en épocas de inestabilidad económica o militar).
Del mismo modo, su condición de núcleo fronterizo convierte a Valencia de Alcántara, sobre todo hasta la década de los 70, en un polo receptor de población de nacionalidad portuguesa procedente de pueblos y ciudades próximas a la frontera (Santo Antonio das Areias, Marvao, Castelo de Vide, Portalegre, Alter do Châo, Castelo Branco, etc). Este carácter fronterizo se manifiesta también en la presencia en la plaza de soldados de muy diferente procedencia (Andalucía, Aragón, Castilla, Galicia), especialmente en los periodos de enfrentamientos bélicos con el reino vecino. Por último, no faltan tampoco alusiones a naturales de villa de Cáceres y la Ciudad de Badajoz, con especial alusión en este segundo caso a los hijos de militares que, nacidos en Badajoz mueren en 1811 en Valencia de Alcántara.
Otros aspectos, como el oficio y edad del difunto o las causas de la defunción, sólo aparecen reseñados de forma excepcional en ejemplo aislados. Así, en el caso del oficio, la ausencia de información nos impide ver las consecuencias que en la mortalidad tiene la existencia de diferencias socio-profesionales y económicas. Igualmente, pese a los escasos ejemplos documentados, debemos señalar la frecuencia con la que “calenturas” y “dolores de costado” aparecen como causas de defunción en los pocos casos en los que contamos con esa información. Más normal es que aparezcan reseñados aquellos individuos que tuvieron una muerte en circunstancias extraordinarias como accidentes, suicidios, asesinatos, etc.
La misma excepcionalidad se da en lo referente al lugar de defunción y enterramiento, ay que sólo hemos podido encontrar un caso en el que aparezca señalado que un vecino y natural de la villa murió fuera de ella, excepcionalidad que es también clara con respecto al lugar de enterramiento, puesto que, salvo casos accidentales y meramente puntuales, el enterramiento se produce en cualquiera de las dos iglesias que posee la villa[28].
2.2 LAS ACTITUDES ANTE LA MUERTE.
2.2.1. La representatividad del testamento.
Para hablar de las actitudes ante la muerte durante el siglo XVIII, es indispensable hablar de la figura del Testamento. Así el testamento es uno de los tipos clave dentro de los documentos protocolarios, es un tipo muy definido, bien estudiado, y que como todos los documentos pasados por escribano consta de una serie de partes fijas, perfectamente formalizadas y estandarizadas, que permiten enormes posibilidades de aprovechamiento para el estudio histórico tanto en el ámbito de lo social, como de lo económico, como en el terreno de las mentalidades. Así, el grueso de la información que nos ofrece el testamento en cuanto a las disposiciones del otorgante, y obviando los formulismos del encabezamiento y la parte expositiva, podemos englobarlo en dos grandes bloques: las mandas que tratan sobre el legado de los bienes a los herederos, por una parte, y todas las mandas espirituales que buscan salvar el alma del futuro difunto.
De este modo el estudio del testamento, cruzado con otro tipo de fuentes, es fundamental para la elaboración de la Historia Económica y la Historia Social, ya que, tanto con las técnicas de nominalización como con las de cuantificación, se ha facilitado enormemente el acercamiento a esta tipología documental. De la misma manera, el testamento resulta imprescindible a la hora de trabajar el tema de la mentalidad, de las actitudes ante la muerte.
Centrándonos ya en la parte del testamento que nos interesa para la elaboración del presente estudio, tenemos que decir que el testamento es un fiel reflejo de la constante preocupación cristiana por la muerte, y esta preocupación sigue las directrices que marca la Iglesia, que establece toda una serie de condiciones para el “bien morir”, y esta idea es la que hace que el testamento adquiera un protagonismo excepcional, pues a través de él, el otorgante descargaba su conciencia y disponía todas las exequias funerarias que consideraba oportunas, y podía pagar, para asegurar el descanso eterno de su alma, así, se creía en una proporción entre el número de misas, de procesiones, de obras pías, etc., y las posibilidades de entrar directamente en el reino de los cielos (con el incremento de la primera parte de la ecuación se da el incremento de la segunda), y por tanto, además de pretender el premio del paraíso “por haber llevado una vida portentosa y llena de virtud”, se paga para asegurarlo a una Iglesia que sirve como mediadora entre Dios y el Hombre, dependiendo, en cualquier caso, la salvación de la disponibilidad económica del individuo.
Así, estaríamos ante el fructífero “negocio de la inmortalidad”[29], no ya ante un deber cristiano, sino ante una imposición de la Iglesia que obligará al fiel a preparar el momento de su muerte, y en caso de que éste, por un fallecimiento repentino o una enfermedad que le prive de sus facultades mentales, no pueda llevar a cabo la tarea redentora de la redacción de su testamento, serán sus allegados los encargados de encargar los sufragios que llevarán el alma de su familiar difunto a su ansiado descanso eterno en el paraíso. De este modo, resultar muy difícil distinguir entre lo que es el cumplimiento de lo estipulado por la institución eclesiástica y lo que serían las propias convicciones personales del individuo, aunque de lo que no cabe duda es del miedo que el hombre del siglo XVIII tenía de no alcanzar el “reino de los cielos” después del paso por este “valle de lágrimas”.
Antes de continuar debemos aclarar que no hemos trabajado con testamentos propiamente dichos, sino con los extractos referidos a las mandas espirituales que los curas encargados de elaborar las partidas de defunción recogen en las mismas. Esto supone una limitación, ya que no se estudia la fuente directamente, en la que el individuo plasma sus deseos, sino que estaríamos ante la copia, suponemos fidedigna, de los mismos por una tercera persona (lo ideal para este tipo de trabajos sería el estudio del mismo testamento, o al menos algún tipo de cruzamiento entre éste y los libros parroquiales que nos permita valorar la fiabilidad de estos últimos en cuanto al cumplimiento de las mandas testamentarias). De todas formas la desviación, las diferencias entre una fuente y otra deben ser mínimas, ya que la Iglesia cobra por servicios prestados, y por tanto, cuantos más servicios a la comunidad, mayor es el volumen de ingresos en la institución eclesiástica.
A partir de esta introducción trataremos de valorar la representatividad de la práctica testamentaria en el conjunto de la mortalidad adulta. Para ello, contamos con los datos recogidos en los libros de difuntos de Santa María de la Encarnación, en los cuales, para el periodo analizado hemos realizado tres calas: 1740-1744, 1775-1779 y 1795-1799.
En las dos primeras catas hemos documentado 106 testamentos, de un total de 245 difuntos adultos, con lo cual estaríamos ante un porcentaje medio de 43,5% de personas que recurren a la elaboración de un testamento para asegurar la salvación de su alma y ordenar su situación material antes de su muerte. Un alto porcentaje de estos testamentos (hasta un 56% de media en las distintas catas) nos aparecen en las partidas de defunción como “memorias”, que son agregados que se hacen al testamento en algunas ocasiones, es un adjunto al documento con un carácter más íntimo en el que el otorgante muestra sus deseos sobre las mandas espirituales que recibirá tras el momento de su muerte. En cualquier caso, las disposiciones que se hacen en estas memorias son reveladoras de bajo estatus socioeconómico, ya que en estas memorias las misas que se encargan rara vez rebasan las veinte.
En cuanto a si estos documentos se realizaron ante escribano o no, todos los testamentos se protocolarizan, e incluso en la propia partida aparece el nombre del escribano, pero la misma afirmación no podemos hacerla sobre las memorias testamentarias, ya que se trata, como hemos dicho de un documento más personal, y en rara ocasión aparece que se haya redactado ante escribano, por tanto, resulta muy difícil medir la legalización de este tipo de documentos.
Hemos obviado intencionadamente, hasta este momento, cualquier comentario referido al vaciado de los años 1795-1799, en él puede observarse como el porcentaje de testadores disminuye considerablemente. Este hecho puede ponerse en relación con dos tendencias bien documentadas para el siglo XVIII: por una parte, el paulatino descenso del número de testadores, y por tanto, la pérdida de importancia de la tradición testamentaria; y por otra, el aumento de la pobreza a lo largo del siglo, siendo este fenómeno, como ya se ha mencionado en este trabajo, la principal causa que imposibilita la redacción de un testamento.
Antes de finalizar convendría hacer una breve reseña al comportamiento testamentario en una coyuntura crítica. Y en este sentido vamos a destacar los datos vaciados para 1763. En este año, en el que Valencia de Alcántara vive uno de los episodios más fatídicos de su Historia, el porcentaje de testadores baja hasta el 19,73%: sin duda alguna, en momentos como los que vivió la villa durante ese año y el anterior debió preocupar más a sus habitantes el hecho de sobrevivir a la dureza de la situación que el de prepararse para un “buen morir”, necesitando para ello de unos recursos que en la tesitura en la que se vieron envueltos, seguramente, resultaban vitales. Con lo cual, no es excesivamente aventurado concluir, que en momentos difíciles el grueso de la población obvia, en la medida de lo posible, sus arraigadas creencias y las imposiciones eclesiásticas, en pos de la supervivencia. Tampoco es descartable que ante la avalancha de información susceptible de registrarse por el incesante fallecimiento de fieles, el clérigo encargado omitiese datos de forma sistemática.
Para acabar con este apartado del trabajo, queda decir que todos los testamentos o memorias recogidas fueron dictadas por los propios otorgantes, ya que al vaciar los datos no consideramos (errores de un trabajo iniciático como éste) los testamentos por poder, debido a que éstos no eran reveladores de las actitudes personales ante la muerte, y el error está en que no son testimonios directos que deja el futuro difunto, pero si son indicativos de la preocupación de los seres que lo rodean.
2.2.2. La sociología de los otorgantes.
En este punto trataremos de ver, siempre en la medida de lo posible, algunos de los aspectos sociológicos que, referentes a los otorgantes, pueden desprenderse a través del análisis de la información testamentaria que nos ofrecen los libros de difuntos de la parroquia de la Encarnación en los tres cinco periodos que venimos utilizando[30]. Entre esos aspectos intentaremos abordar todo lo relacionado con la distribución por sexos de los otorgantes, su estado civil o su estatus socio-profesional.
|
Est. Civil descnoc. |
Soltera/o |
Casada/o |
Viudo/a |
Total |
Hombres |
43 |
12 |
90 |
24 |
169 |
Mujeres |
15 |
9 |
77 |
55 |
156 |
Tabla II. Distribución de los testamentos por sexo y estado civil (números absolutos).
|
Est. Civil desconoc. |
Soltera/o |
Casada/o |
Viudo/a |
Total |
Hombres |
25,44 |
7,10 |
53,25 |
14,20 |
52 |
Mujeres |
9,61 |
5,76 |
49,35 |
35,25 |
48 |
Tabla III. Distribución de los testamentos por sexo y estado civil (porcentajes).
Al abordar la distribución por sexos de los otorgantes de Valencia de Alcántara hemos obtenido los siguientes resultados: 169 testamentos pertenecen al género masculino, lo que representa un 52% del total, mientras que un 48% corresponden al femenino con 156 testamentos. Así, aunque el predominio es mínimo, lo detentan los testadores masculinos.
Ese predominio, más o menos marcado, está en relación, según M. Santillana, con “el diferente papel que hombre y mujer desempeñan en la sociedad de los Tiempos Modernos” [31], predominio que alcanzaba su plenitud en la superioridad jurídica que, dentro del grupo familiar, tenía el hombre con respecto a los demás miembros de la unidad familiar en virtud de su condición de marido y padre. Esa superioridad jurídica se traducía además en una clara superioridad económica, en cuanto era el hombre, como cabeza de familia, el único administrador de los bienes y rentas familiares.
Partiendo de esta premisa, se puede observar que el grupo de los solteros sería el menos importante, por su número a la hora de testar, y en este sentido es menor la significación de las solteras (con un 5,76% de los testamentos femeninos) que sus homólogos del género masculino (con un 7,10% de los testamentos de este género). Esta diferencia posiblemente se deba a que al soltero varón le es fácil acceder a un trabajo que le proporcione medios económicos que le permitan recoger sus últimas voluntades en estos documentos, mientras que la mujer soltera se ve abocada a permanecer bajo la tutela de sus padres, y en muchas ocasiones, a no disponer del capital suficiente para prepararse a la hora de la muerte.
De esta forma, el matrimonio se convierte en el marco más propicio para la práctica testamentaria, ya que un 51,38% del total de testadores estaban casados. Este porcentaje es aún más marcado en el caso de los hombres puesto que el 53,25% de los que testan estaban bajo régimen conyugal, mientras que las mujeres casadas representan tan sólo el 49,35% del total de otorgantes de este sexo. Según Mercedes Santillana Pérez[32] esto se debe, en clara conexión con algunas ideas ya expuestas, a que los hombres casados son, “como jefes de familia y detentadores de la economía doméstica”, los más preocupados por resolver los problemas relacionados con la transmisión del patrimonio familiar.
Por lo que respecta a los testamentos de viudos y viudas, representan un 14,20% y un 35,25% respectivamente. Así, vemos como el número de testamentos de viudas es mayor que el de testamentos de viudos, algo que vendría a reafirmar lo expuesto anteriormente sobre el papel que representa cada uno de los sexos en la sociedad de Antiguo Régimen, ya que no debe olvidarse que al morir el hombre, la mujer viuda asume, en cierta medida, el rol de cabeza de familia, lo que facilita enormemente su acceso a la práctica testamentaria ya que cuenta con mayores facilidades (un caudal propio) para establecer las deseadas exequias funerarias.
El estatus socio-profesional es otra de las informaciones de carácter sociológico que podrían observarse en los testamentos como fuente protocolaria. Sin embargo, como ya hemos repetido en varias ocasiones, la escasa información de la que disponemos, referida a la práctica testamentaria, tiene un claro carácter indirecto, en cuanto que ésta procede3 de unos libros de difuntos que, en la gran mayoría de los casos, no nos ofrecen el estatus socio-profesional de los otorgantes fallecidos. De hecho, la ocupación de los difuntos únicamente aparece reseñada cuando éstos son eclesiásticos, militares o cargos municipales (en torno al 5% de los testadores detectados).
Esta escasez de datos no nos impide, sin embargo, establecer ciertas diferencias mediante una clasificación de los testamentos en función de la importancia de sus mandas espirituales, símbolo de ostentación social e incluso de cierta teatralidad, clasificación que realizada en tres catas (1740-1744, 1750-1755 y 1770-1774) arroja el siguiente cuadro:
Misas |
Testamentos |
1-20 |
217 |
21-50 |
22 |
51-100 |
5 |
101-200 |
3 |
+ de 200 |
1 |
Tabla IV. Clasificación de los testamentos en relación con el número de misas.
Igualmente, habría otros elementos a considerar como evidencias de la condición social y la disponibilidad económica del otorgante, elementos como la utilización del ataúd, cuyo uso generalizado no se da hasta el siglo XIX, considerándose, en el s. XVIII como un símbolo de prestigio; o como la posesión, o no, de sepultura y la ubicación de ésta dentro del templo, ya que dentro del mismo se asiste a una verdadera parcelación del terreno de la que la Iglesia ingresa sustanciosos beneficios, estableciéndose, incluso, una verdadera jerarquía de espacios cuyo precio estará en relación directa con la propia división simbólica del templo, de este modo, cuanto mayor sea la proximidad de receptáculoscomo el sagrario o de puntos como el altar, más se pagará por un puesto que albergará el cuerpo del difunto en su descanso eterno.
Por último, el censo de Floridablanca[33] de 1787 puede ofrecernos, al margen de la fiabilidad de sus datos a este respecto, una visión de las distintas realidades socio-profesionales que podían tener cabida en la villa de Valencia de Alcántara. Es indudable, tras la consulta de este recuento el predominante carácter rural de una sociedad local en la que el 50,85% del total de la población ocupada trabajaba en el campo como jornaleros o labradores, porcentaje al que además habría que unirle posiblemente una parte importante de los individuos que aparecen encuadrados como criados, es decir, un 26% de la profesión especificada. Este predominio de la población dedicada a tareas ligadas con el campo no impide, sin embargo, la presencia en la villa de otros sectores ocupacionales que, al menos de forma directa, no tienen nada que ver con la actividad agraria, de hecho, la importancia de Valencia de Alcántara como centro administrativo y plaza fuerte fronteriza puede ser el argumento explicativo sobre el que se asienta la existencia de ese restante 23% de la población ocupada que desarrolla tareas o funciones con un carácter más urbano. Entre este grupo destaca las familias hidalgas, los eclesiásticos y los militares, ya que todos ellos, mediante sus fueros especiales, configuraban el estamento privilegiado local. Es muy probable que las doce familias hidalgas que contabiliza el censo formasen una oligarquía local que se repartiría, como por otra parte era usual, al menos la mitad de los oficios municipales. Por otra parte, Valencia de Alcántara aparece, después de Plasencia como la población de la provincia que más eclesiásticos y militares poseía (un 9,23% de los individuos con profesión especificada). A este estamento privilegiado habría que unirle igualmente el colectivo formado por artesanos, comerciantes, funcionarios reales, estudiantes y otra serie de oficios que representaban el restante 12,91% de la población ocupada.
En función de esa información podemos intuir que las diferencias de estatus señaladas podían terminar influyendo en la práctica testamentaria como una manifestación más del rango socio-económico del testador. Así, hay una alta probabilidad de que el testamento de un hidalgo o un alto funcionario municipal muestre ciertas diferencias, en lo referente tanto a las mandas espirituales como temporales con respecto al testamento de un jornalero, diferencias que vendrían provocadas por la distinta capacidad económica de cada uno de ellos. En todo caso, esta conclusión aparentemente tan clara está, en nuestro caso, falta de una correcta base documental que se procurará suplir en trabajos posteriores.
2.3 ACTITUDES RELIGIOSAS ANTE LA MUERTE
Y, por fin, llega el momento de la muerte, no ya como hecho demográfico o contemplado desde una perspectiva sociológica, sino que sobreviene como hecho natural y trágico a un tiempo. La muerte ha sido una preocupación constante en todas las culturas, en todas ellas ha querido verse como un simple paso a una vida mejor, vida de premio o castigo, según las actitudes y el comportamiento que se haya tenido en la tierra. Además, el Hombre no está sólo, siempre ha contado con una divinidad que ha velado por él durante su vida y que será el juez supremo que decida sobre su destino eterno.
Por su parte, nuestra cultura, la occidental, y la religión que lleva asociada, el Cristianismo, es heredera de toda esta serie de creencias, de preocupaciones que el Ser Humano ha tenido desde que nació como Hombre. En los tiempos modernos, como ya dijimos anteriormente, la Iglesia no es sólo heredera de este miedo, de la incertidumbre que la muerte genera, sino que se convierte en su más directa explotadora, siendo suyo de forma exclusiva el “negocio de la inmortalidad”, un negocio, por tanto, monopolizado. Sin lugar a dudas, esto es una realidad, pero tampoco cabe plantearse si este “negocio” tiene una vertiente espiritual, si arraiga en el pantanoso terreno de las ideas.
De este modo, ya sea por convicción personal heredada desde los tiempos más remotos, o por la propia influencia de la Iglesia, el Hombre teme a la no existencia y no puede resignarse a ella. Así, la institución eclesiástica crea toda una serie de ritos y una serie de requisitos que el cristiano, el Hombre Cristiano, debe cumplir para alcanzar la prometida y ansiada vida eterna.
Toda esta serie de ritos, preestablecidos y perfectamente estructurados, se plasman en realidades como el “acicalamiento del cadáver”, cadáver que posteriormente será llevado al templo, lugar de culto y de enterramiento, donde toda una serie de misas, cantadas y rezadas, vigilias y salmos se oficiarán en nombre del difunto para intentar redimir las culpas que puedan impedirle entrar en el reino de los cielos.
Así, como ya hemos mencionado tras el fallecimiento, el cadáver es vestido con una mortaja, con un traje apropiado para la triste situación, comienza de este modo el primer acto de la función funeraria. En Valencia de Alcántara entre 1740 y 1811, si atendemos a las partidas de defunción de esos años, y más concretamente a las catas hechas para los testamentos, tan sólo un 6% de los testadores solicitan un tipo de mortaja concreto: el hábito de San Francisco. Según M. Santillana[34], el hecho de que el difunto, en el siglo XVIII, comience a amortajarse con otro tipo de indumentaria (especialmente con hábitos de órdenes religiosas) que no sea un simple sudario, se debe a dos aspectos fundamentales: un intento de disfrazar la muerte y que el fallecido pueda ser exhibido sin producir horror, y por otra parte, el hecho de portar un hábito como indumentaria en el momento del enterramiento es motivo de indulgencia, y por tanto, otro elemento de redención. Además, y paradójicamente, estos hábitos de órdenes normalmente mendicantes no son adquiridos por las clases populares, ya que vestirlos lleva aparejado un donativo al convento que los aporta, sino que los adquieren las clases más pudientes en un intento de aparentar humildad ante la comunidad y ante el mismo Dios. De este modo, un símbolo tradicional de la pobreza, como es el hábito de las órdenes mendicantes, puede convertirse con la muerte en un elemento de distinción social.
En la casa del difunto no sólo se da este acto previo a las exequias funerarias propiamente dichas, sino que además se vela el cadáver y antes de que este parta hacia su lugar de reposo[35], y si su situación económica se lo permite, pueden oficiarse algunos salmos (como el “de profundis”) y ciertas oraciones y oficios, también con ese fin redentor. Así, los testadores de Valencia de Alcántara que hemos recogido apenas exigieron este tipo de actos, tan sólo 8 (un 3% del total) piden algunos salmos y oficios que se realizaran en su casa y en la procesión que llevará su cuerpo hasta la Iglesia. Habría que destacar que estos salmos y oraciones sólo se constatan en los testamentos que parecen pertenecer a la élite local por la profusión de sus mandas.
Una vez finalizados estos previos, comienza el camino hacia el lugar elegido para el descanso del cuerpo: toda una procesión acompañará el cadáver: familiares, vecinos y un grupo religioso cuya composición dependerá de lo estipulado en el testamento, y por supuesto, de nuevo de la capacidad económica del difunto.
Acompañantes |
Nº de testamentos |
% |
Cabildo eclesiástico |
46 |
18,54 |
Cab., Comunidad de Rel. |
81 |
32,66 |
Cabildo, Insignias |
35 |
14,11 |
Cab., Com.Rel., Insig. |
68 |
27,41 |
Cruz parroquial |
3 |
1,2 |
Otros |
15 |
6 |
Tabla V. Peticiones de acompañamiento en el funeral.
Así, en Valencia de Alcántara el acompañamiento que mayoritariamente solicitan los testadores, como puede observarse en la tabla VIII, es el cabildo eclesiástico con la comunidad de religiosos de San Francisco; la variante que le sigue en orden de importancia es añadir a éstos las insignias; el cabildo sólo ocupa el tercer lugar de importancia en esta demanda de acompañamiento; otra alternativa es que al cabildo se le añada el portar las insignias. Por último destaca la solicitud de que sólo anteceda al cadáver la propia cruz de la iglesia (posiblemente, esto es significativo de testamentos de pobres). Por su parte, la categoría que hemos hecho de “otros”, hace referencia a un cajón desastre en el que se demanda la presencia de sacerdotes, diáconos o pobres, que no aparecen nombrados en otras partidas.
Una vez llegado el cadáver al templo, o al convento, hecho que también fue posible en la Valencia de Alcántara del siglo XVII, comienzan las misas en su nombre, toda una variedad, tanto por los diversos modos de oficiarlas como por las variadas advocaciones a las que se dirigen. Así, los días inmediatos a la muerte del otorgante, cuando se celebran los primeros oficios litúrgicos son fundamentales para la redención del alma, siendo, precisamente en este tiempo cuando mayor número de misas se celebran.
Media Tot. Misas |
M. Votivas |
M. Cantadas |
M. Rezadas |
M. Vigilias |
14,6 |
5,17 |
2,52 |
4,53 |
2 |
Tabla VI. Media de misas: testamento tipo.
Nos queda reconstruir estos primeros días; para ello hemos calculado la media de los tipos de misas más repetidos, considerando que por este medio puede establecerse un testamento tipo, un testamento que si se comparase a los vaciados en el archivo resultase bastante aproximado a la mayoría de los mismos. De este modo la media de misas demandadas estaría próxima a las quince; por su parte, los días de funeral, que oscilan entre uno y siete días, por término medio se situaría entre dos y tres, días en los que se cantarían tantas misas como dure el funeral, se oficiarían, normalmente el mismo número de vigilias y, además, se celebrarían cuatro o cinco misas rezadas.
Durante el año siguiente a la muerte del otorgante se celebrarían las misas votivas, misas cuyo número dependerá de la capacidad económica del testador y que por promedio se sitúan, como puede observarse en la tabla IX, en 5,17. Este tipo de celebraciones eucarísticas también se destinan a redimir los pecados del difunto, pero en este caso el alma del difunto se encomienda a diversas advocaciones, pretendiendo con ello que estos santos intercedan a su favor ante Dios. En las partidas de defunción de la parroquia de la Encarnación que hemos vaciado no aparece este tipo de información de forma sistemática, y cuando lo hace revela una actitud bastante dualista: si exceptuamos las alusiones al ángel de la guarda y al santo del nombre del difunto, tan sólo aparecen encomendaciones a la Virgen y a Cristo.
Otro tipo de misas que se dan durante este año serían las misas por su alma, que de los vaciados sólo aparecen diferenciadas de las votivas en tres testamentos; las misas por familiares ya fallecidos que tan sólo hemos documentado en seis testamentos y las misas de aniversario que hemos contado en nueve partidas. De este modo, estaríamos ante una tipología poco representativa y de nuevo indicativa del estatus socioeconómica del otorgante.
Para concluir este último apartado queda decir que hemos simplificado sobre manera por motivos meramente metodológicos, aunque, evidentemente, no hemos olvidado, y queremos destacar, que estamos ante una realidad histórica compleja, que la preocupación por la muerte también afectó al hombre que habitó Valencia de Alcántara mediado el siglo XVIII, y dentro de ésta preocupó por igual al pobre que demanda tres misas y es acompañado hasta la parroquia por una cruz de madera, que al poderoso procurador para el que pudimos contabilizar más de seiscientas, y cuyos despojos mortales se disputaron las dos parroquias de la citada localidad, y no pensamos que por un intento de cumplir mejor los servicios encomendados, sino que, “quizás”, primaron las motivaciones económicas sobre el voluble mundo de las creencias.
CONCLUSIÓN
Para concluir este primer viaje por el mundo de la investigación histórica es necesario volver a reiterar los numerosos problemas que hemos encontrado, no sólo en las fuentes, sino también en la metodología utilizada a la hora de recabar los datos en los que se ha fundado este trabajo, problemas que en muchos casos, nos han impedido lanzar hipótesis lo suficientemente asentadas y han provocado que muchas de nuestras conclusiones sean excesivamente parciales y subjetivas. No podemos asegurar, igualmente que muchos de los datos extrapolados de otros estudios puedan ser realmente aplicados al caso concreto de Valencia de Alcántara y que en este intento de adaptación hayamos errado en algunas de las ideas expuestas.
Pese a ello, la elaboración de este trabajo demuestra, o al menos a nosotros nos lo ha demostrado, las enormes potencialidades que el estudio de la muerte, en sus múltiples manifestaciones, tiene a la hora de afrontar el análisis y la comprensión de campos históricos tan movedizos y complejos como el social o el ideológico. De esta forma, la muerte se convierte, sorprendentemente, en una fuente inagotable para el estudio de la vida en nuestro pasado.
NOTAS:
[1] Véase al respecto, I. Testón Núñez, “El hombre cacereño ante la muerte….”, Norba, 4, 1983, pp371 y 372.
[2] Ntra. Sra. de la Encarnación y Ntra Sra de Rocamador.
[3] Véase al respecto de M.A. Melón Jiménez, Extremadura en el Antiguo Régimen. Economía y Sociedad en tierras de Cáceres. Mérida, 1989. p.53.
[4] Calculada la Tasa Bruta Media de mortalidad para el periodo, dividiendo la media de muertes anuales (66) por la cifra de población que el Censo de Floridablanca (1787) ofrece para la Encarnación en su desglose por parroquias (1659).
[5] 63,29‰ para 1749, 60,27‰ para 1753, 78,36‰ para 1759, 122,36‰ para 1763, 69,31‰ para 1771, 67,51‰ para 1786, 59,67‰ para 1797, 68,11‰ para 1801 y 62,08‰ para 1806. Como podemos ver la tasa llega a incrementarse, como mínimo, en un 20‰ en estos años.
[6] M.A. Melón Jiménez, op. cit., p. 54.
[7] A esta coyuntura bélica, según M.A. Melón (op. cit., pp. 68-71), vendría a sumarse una crisis de naturaleza mixta (epidémica y agraria), que como ya veremos en otro apartado del presente trabajo no queda reflejada en los libros de acuerdos que se conservan en el A.M. de Valencia de Alcántara.
[8] Se conoce la utilización de los aledaños de Santa María de Rocamador, en el interior del castillo, como cementerio. A este respecto podemos señalar un documento que transcribe J. Martín Domínguez (ob. cit. p. 162), un documento del cual desconocemos su ubicación exacta, aunque según el autor está fechado en 1843, y dice: “(…) Instruido expediente en este Ayuntamiento, del que resulta ser muy perjudicial a la salud pública, la continuación del cementerio de esta villa en el sitio de Santa Bárbara, y obtenido permiso del Excmo. Sr. Capitán para habilitar el antiguo, esta corporación ha dispuesto que hasta que se construya otro nuevo, se proceda desde el día de mañana a sepultar los cadáveres en el antiguo castillo (…) el día de ayer se procedió a la reconciliación del antiguo cementerio del castillo”. Además de estos testimonios documentales, recientes sondeos estratigráficos han sacado a la luz lo que parecen ser enterramientos que por la disposición de los cadáveres (apilados) y por tener cal y escombros encima parece tratarse de inhumaciones en momentos de alta mortandad en los que los templos no dispusieron de suelo suficiente para enterrar a todos los difuntos. Los resultados definitivos de los sondeos y de los estudios hosteológicos no han sido publicados, de ahí que no podamos ofrecer una fecha para los mencionados enterramientos.
[9] Calculada dividiendo la media de mortalidad infantil (35,63) por la cifra que el Censo de Floridablanca ofrece para menores de 7 años en la parroquia de la Encarnación (322). El procedimiento metodológico no es el más correcto pero no contamos con otra fuente para hacer el cálculo, de ahí que sólo podamos considerar los resultados como orientativos.
[10] M.A. Melón Jiménez, ob. cit., p. 56.
[11] El citado autor, a su vez, basa su exposición en la obra de M. Rodríguez Cancho, La villa de Cáceres en el siglo XVIII (demografía y sociedad). Cáceres, 1981.
[12] Véase M.A. Melón Jiménez, op. cit., Mérida, 1989, p.165.
[13] Archivo Municipal de Valencia de Alcántara (A.M.V.A.): Libro de Acuerdos, sesión del 13 de marzo de 1755.
[14] A.M.V.A., ibidem, sesión del 18 de marzo de 1755.
[15] A.M.V.A.: Libro de Acuerdos, 1762.
[16] A.M.V.A.: Libro de Acuerdos, carta fechada en Alcántara el 27 de septiembre de 1762.
[17] Véase al respecto, J.P. Blanco Carrasco y M. Santillana Pérez, “Cáceres y su partido en el siglo XVIII. Un intento de análisis demográfico comparado”, enNorba, 14,1994, pp. 107 y 111 para el partido de Cáceres y M.A. Melón Jiménez, op. cit., parte 1ª para la Alta Extremadura.
[18] Referencias en A.M.V.A., libros de acuerdos, 1797 y 1801.
[19] Véase al respecto I. Pinedo y J. Pérez, “Godoy y la Guerra de las Naranjas”, La Avemtura de la Historia (Madrid), núm. 1, 1998, pp. 100-101.
[20] J.P. Blanco Carrasco y M. Santillana, op. cit., p.109.
[21] A.M.V.A., libro de de acuerdos, mes de septiembre de 1801.
[22] M. Rodríguez Cancho, La villa de Cáceres en el siglo XVIII (demografía y sociedad), Cáceres, 1981, p. 261.
[23] A.M.V.A., ibidem, mes de septiembre de 1801.
[24] A.M.V.A., libro de acuerdos, sesión del 19 de mayo de 1801.
[25] Archivo Diocesano de Cáceres (A.D.C.), libros de difuntos de la parroquia de Ntra. Sra. de la Encarnación, 1740-1745, 1750-1754, 1770-1774, 1775-1779, 1795-1799.
[26] I. Testón Núñez, op. cit., p.374.
[27] J.P. Blanco Carrasco y M. Santillana Pérez, op. cit., p.114.
[28] De hecho, sólo hemos documentado algunos casos en los que un conflicto bélico ha impedido el enterramiento en la villa de un difunto al que el conflicto sorprendió fuera del recinto amurallado o casos en los que el estado de descomposición del cadáver obligaba a un enterramiento in situ (generalmente en fincas o propiedades extramuros).
[29] I. Testón Núñez. op. cit., p.373.
[30] A.D.C., libros de difuntos de la parroquia de Ntra. Sra. de la Encarnación, 1740-1744, 1750-1755, 1770-1774, 1775-1779 y 1795-1799.
[31] Mercedes Santillana Pérez, La vida: nacimiento, matrimonio y muerte en el partido de Cáceres en el siglo XVIII, Cáceres, 1992, pp. 152,153 y 154.
[32] M. Santillana Pérez, op. cit, p.155.
[33] Instituto Nacional de Estadística, Censo de Floridablanca (1787), Madrid, 1986.
[34] Ob. cit. p. 162.
[35] Qué en Valencia de Alcántara podían ser tres: la parroquia de Santa María de Rocamador, la parroquia de Santa María de la Encarnación o el convento de frailes franciscanos de San Bartolomé.