Rosario Rubio de Orellana-Pizarro y José Eugenio Rubio Parra.
Entre la arboleda de nombres gloriosos que pueblan esa primera larga mitad del siglo XVI, se encuentra uno, el de don Gutierre Vargas Carvajal que fuera Obispo de Plasencia, entre desconocido y olvidado, y singular en varios aspectos; personaje del Renacimiento, “avant”, el Renacimiento en España; preocupado y adelantado por lo que conceptuó como el mayor problema de la Iglesia: la formación eclesial y cultural del clero regular y a lo que se adelantó en implantar en su diócesis; protagonista singular en el mundo de los Descubrimientos transoceánicos; amante y protector de la Arquitectura, las Bellas Artes y de las Letras, también bellas; con intensa vida sentimental en alguna época de su vida, miembro del Consejo Real (Casa Real); Banderizo armado.
Don Gutierre de Vargas sería un producto de su época: el segundón que toma el estado eclesiástico, más como solución impuesta que como vocación. Como quiera que el padre era un hombre poderoso se iniciaría su ascendente carrera al tiempo mismo de tomar el estado eclesiástico. Su padre, el Licenciado, Don Francisco de Vargas, había sido uno de los más destacados cortesanos de los Reyes Católicos, predilecto de la Reina Isabel, y a quienes prestó tan extraordinarios servicios, que vino a ser, – nos dice el cronista -, sus pies y sus manos en el gobierno universal de su monarquía. Fue tesorero y consejero de Castilla, poseía un gran dominio del mundo del Derecho y de las Finanzas, así como de los usos políticos y el más introducido en todos sus Consejos: Estado, Justicia, Guerra y Hacienda. Carlos I lo mantuvo en su puesto, -mantuvo en su puesto al Consejero de sus abuelos-. Su buen recuerdo y consideración perduraría en Felipe II.
No llegó a decirse de él que fuera el “tercer rey de España”, como se dijo del Cardenal Mendoza pero sí puede decirse que no anduvo lejos. Su amplia y profunda competencia y eficacia en la solución de los asuntos, daría lugar al dicho popular “Averígüelo Vargas” atribuido inicialmente a la Reina Isabel y que sirvió como título de una obra de Tirso de Molina.
El hijo, personaje que nos ocupa, se da por hecho que nació en Madrid, en el histórico Palacio familiar de la Plaza de la Paja, en el año 1506. Algunos autores sitúan su nacimiento en Trujillo, como Nicolás Díaz y Pérez, que así lo expone en su obra: “Diccionario Histórico de Autores, Artistas y Extremeños ilustres” en su tomo segundo, edición de 1888. En cualquier caso, su vida transcurrió entre ambos lugares: Madrid y Extremadura.
Su ascendencia: dos muy nobles familias de raigambre madrileña y extremeña respectivamente. Su padre descendiente de Iván de Vargas del que fuera siervo en el siglo XII el luego patrono de Madrid, San Isidro Labrador, muy vinculada su memoria a la de esta familia. Su madre perteneciente también a familia muy afecta a los Reyes Católicos; su padre Francisco de Carvajal había ayudado a aquellos a incorporar Plasencia a la Corona de Castilla en 1488; hermana del Cardenal Bernardino de Carvajal muy influyente en la Curia Vaticana.
Muy tempranamente se le otorgó a Don Gutierre en 1522, la abadía de Santa Leocadia en Toledo, ya canónigo desde 1519. Su toma de posesión fue ordenada por el Emperador en carta extendida al efecto, y en la que asimismo reiteraba el favorable juicio que le merecía Don Francisco su padre.
Además de esta abadía Don Gutierre accedió a la del monasterio benedictino de San Juan de Corias, en el Principado de Asturias, abadía que había obtenido en encomienda y que terminaría permutando por una compensación económica. Entre su nombramiento de canónigo en 1519 a la concesión de la abadía de Santa Leocadia fue nombrado Obispo de Plasencia por Breve Pontificio de 2 de diciembre de 1519, disponiéndose en él que tomara posesión una vez que hubiera fallecido el Obispo anterior, toma de posesión que la haría en 1524, fecha posterior a la de 1521 en que debiera haber sido y que acontecimientos acaecidos en los anteriores últimos años lo postergaron.
Desarrollaría su vida como Obispo de Plasencia a lo largo de 28 años. “Los primeros años de su consagración episcopal no llevó vida tan arreglada como convenía a un prelado de tal categoría que debía ser muy circunspecto…” , diría de él un antiguo biógrafo suyo, lo que no sería obstáculo para en ningún momento dejara de atender y remediar las necesidades de sus diocesanos; lo hizo con largueza y generosidad, de mayor importancia si se tiene en cuenta ser la Iglesia de la época, la única institución que velaba por desamparados y menesterosos, lo que se inscribía en una insistente preocupación social por su parte. “Para ser justos, – dirá el historiador Domínguez Ortiz-, hay que agregar que una gran parte de los bienes eclesiásticos se aplicaban a lo que hoy llamaríamos “atenciones sociales”. Atendería también todo lo referente al buen gobierno de la diócesis y de sus fines espirituales.
La entrega a su misión pastoral se iría incrementando hasta acabar siéndolo total y llegando a renunciar a todos los bienes, rentas y riquezas y a la donación de todas sus propiedades en favor de los fines de la Iglesia y de una decisión de enclaustrarse, decisión que se vería impedida por su quebrantada salud, residenciándose en Jaraíz, en su Jaraíz querido y por el que tanto hizo. Incluso llegó a pensar en abandonar el Obispado.
Su evolución hasta aquellos límites, como la de tantos cristianos, presentes o no en el santoral, fue un proceso natural propio al que contribuyó la práctica de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, su buena relación con los Jesuitas y su amistad con miembros destacados de la Compañía, especialmente de San Francisco de Borja, de quién, expresó, desear ser asistido por él a la hora de su muerte.
El punto que reforzaría aquella buena amistad con los Jesuitas sería la coincidencia de sus respectivas preocupaciones en materia de la formación e instrucción religiosa del clero y la misma decisión y eficacia desarrollada ante este problema. En su caso, y en su afán de aquella buena formación diría, con cierto aire de ironía, que «no había de haber en él, -en el obispado-, otro mal sacerdote que él sólo» al percibir que los estudios realizados en Toledo no le habían dado una mayor amplitud de conocimientos. No pensaba en ese momento que estaba haciendo tanto por el bien de la Iglesia que sus méritos rebasaban su supuesta insuficiente ciencia. Todo ello, le movería en 1555 a crear un Colegio de la Compañía de Jesús en Plasencia y a dotarlo de toda clase de medios y en el cual intervendría hasta personalmente. En la colocación de su primera piedra estuvo presente, por expreso deseo de Don Gutierre, San Francisco de Borja.
Pretendió fundar otros cuatro colegios más en la propia diócesis, pero le alcanzó antes la muerte y sólo llegaría a construir uno más: el de San Francisco de Trujillo, en nuestra Señora del Berrocal, y al que dotó aún más generosamente. La construcción del Colegio de Plasencia una de sus obras pastorales más importantes, reunió en torno a su obispo Vargas a sus buenos amigos, los primeros compañeros de San Ignacio, figuras germen de la Orden, lo que permite afirmar que aún sin pertenecer a ella su persona forma parte de la historia de la Compañía de Jesús.
Su gran interés por la formación del clero, le llevaría a desempeñar, acompañado de teólogos y estudiosos, un papel importante en el examen de esta cuestión en el Concilio de Trento, en su segunda sesión en 1559, en la que se debatió y dirimió el problema de la formación eclesiástica aportando soluciones,-creación de seminarios-, que una vez formalmente promulgadas, en su tercera sesión en 1568, en la que se clausuraba el Concilio, demostraron ser de una gran eficacia. De su obra de gobierno en la diócesis diría Fray Alonso Fernández en 1627 “que gobernó su obispado con mucha justicia”
En su vida hubo episodios que se corresponden con el juicio que anteriormente citábamos de un su antiguo biógrafo, este es el caso de una vida sentimental que ha sido ignorada por la mayoría de los autores en unos casos, y calificada de “enigma” por otros, quizás en unos y otros por considerarla como vida privada, al margen de la función o ministerio, si bien algunas funciones, al ser indisociables de aquella, como es el caso del estado eclesiástico no pueden ser separadas. Son graves transgresiones juzgadas por la sociedad, con mayor o menor benevolencia, según épocas y costumbres.
Este sería el caso de lo que podríamos llamar su vida amorosa marcada por el nacimiento de un hijo habido con dama noble de Toledo, Doña Magdalena o Doña María, según otros, de Mendoza, del tronco de los Marqueses de Almazán, Condes de Monteagudo y casada más tarde con persona de su rango. Su filiación ilustra la consideración moral de ciertas costumbres de las que hablábamos: era hija del Deán de Toledo Don Carlos de Mendoza, hermano del Conde de Castrojeriz, de la ilustre casa de Mendoza. Este hijo, que creció amparado por un padre que no era el suyo, sería legitimado en 1546 por Bula de Paulo III y por Felipe II. Estaba aún por llegar a España el Renacimiento, el Medievo que aún se prolongaba y que continuaría con su pureza, también transmitiría sus lacras, acentuadas por la incidencia en la decisión de vocaciones por linajes dominantes que darían lugar a corruptelas originarias de consiguientes corrupciones, y que combatidas fueron atenuadas pero no desarraigado.
Otro capítulo de lo que se puede llamar vida mundana de este personaje sería su activa y directa intervención en lo que diríamos hoy la Política Local de la época. Es decir, la toma de partido, que en este caso habría de ser por uno de los dos bandos en liza que se disputaban la supremacía en la gobernación de Plasencia. Por aquellos años Plasencia se hallaba dividida en banderías, enfrentamientos que databan del siglo anterior, cuando Fernando el Católico arrebató en 1488 este señorío a la familia Zúñiga para incorporarlo a la Corona de Castilla y la que intentaría sublevarse se aprovechando la situación creada por la rebelión de las Comunidades. Impropio resultaría que el obispo capitaneara uno de los bandos. Obligado y lógico que así fuera, una antinomia que resolvió sin dudar considerándose comprometido a hacerlo, y de lo que ya existían precedentes, aunque no se guiara por aquellos, como los del Arzobispo Carrillo y el Obispo Acuña
Por estirpe, lealtad y coherencia militaría en el bando de los Carvajal, frente al de los volubles, belicosos, venales, desleales, ambiciosos, “Stúñigas”, castellanizados ya en Zúñiga. A todo ello abundaría su personal condición, así, se había dicho en sus principios, la de ser hombre más de armas que de letras, lo que en aquél caso se cumpliría y se confirmaría su lealtad a la Casa Real.
Pese al supuesto desinterés que se le atribuyó por el mundo de la cultura, de algún modo pecado de juventud, no llegó siquiera a serlo en lo referente al interés por la Arquitectura, del que ya a sus diecisiete años mostró afición y conocimiento. Durante toda su vida mostró gran inquietud en el arreglo y organización material de su diócesis, restaurando templos o erigiéndolos; fundó monasterios, reconstruyó pueblos enteros. Durante su episcopado entre otras obras, se remataría la fachada principal de la Catedral Nueva, inaugurada sin haberse terminado, con motivo de la celebración de los funerales del Emperador Carlos V, fallecido en Yuste en 1558; mandando construir seguidamente el Palacio Episcopal al tiempo que supervisaba la construcción del citado Colegio de San Francisco. De su faceta artística, en la que no podemos detenernos, se ha dicho “haber constituido un timbre de gloria para la Iglesia española y para el arte del Renacimiento”.
Aunque inicialmente no fue considerado hombre de letras, su temprana madurez se encargaría de desmentirlo. A partir de ella se dedicó con ahínco al mundo de la cultura, promoviendo obras a las que dotó sobradamente de medios para su desenvolvimiento, primordialmente ricas bibliotecas. Citemos un ejemplo entre muchos por su preocupación cultural intentando, aunque sin éxito, trasladar la Universidad Complutense de Alcalá a Madrid, lo que no se conseguiría hasta tres siglos después.
No fue muy extensa en títulos su obra escrita, aunque si lo fueran en contenido: así las Constituciones Sinodales de 1544, muy extensas y prolijas que denotan la preocupación de la Iglesia de disponer de una administración efectiva; el Misal publicado en Venecia en 1554, para uso exclusivo de su diócesis, idea que le sugeriría el Padre Laynez, al tiempo de impartirle los Ejercicios Espirituales; y, las Constituciones de la llamada Capilla del Obispo en 1558, lo que acabaría siendo su testamento espiritual.
Hablábamos de lo que fue su obra espiritual como Obispo. Hay otra cuya condición eclesiástica, su tiempo y su sentido del linaje le harían realizar: la construcción de lo que ha sido llamado Capilla del Obispo en Madrid.
Se trataba de lo que diríamos “Capilla funeraria”, iniciada por sus padres para enterramiento de ellos y en la que decidió que sus propios restos allí descansaran, Capilla cuyo nombre responde al de los santos bajo cuya advocación la puso, Santa María y San Juan de Letrán. No obstante, es conocida como “Capilla del Obispo”, de un obispo que renuncia a ser enterrado en su propia catedral y lo hace en su Madrid amado, que aún no alcanzaba a ser diócesis, junto a sus padres. En ella transitoriamente reposaron los restos de San Isidro Labrador hasta su posterior enterramiento en la Iglesia de San Andrés de memoria tan querida por la familia de los Vargas. Un magnífico edificio, declarado monumento nacional en 1931, que representa la transición del gótico al renacimiento, con un prodigioso retablo mayor y la estatua orante del sepulcro del obispo, obras, ambas de un discípulo de Berruguete que acabaría concluyéndolo hacia 1550. Su construcción contribuyo a darle monumentalidad a un Madrid, escaso todavía de mayores creaciones que la mejoraran.
Se interesaba también por las perspectivas que el Nuevo Mundo ofrecía y que darían lugar a la gran época de los grandes descubrimientos, un período de cincuenta años mágicos en los que se navegan, descubren y conquistan, mares y tierras nuevos y desconocidos, y en la que se desarrolla un espíritu de aventura, atracción por lo desconocido y deseos de engrandecimiento; aún palpitaba el espíritu de la Reconquista.
Magallanes traspasará en 1519 el sur del nuevo continente y circunvalará la tierra Juan Sebastián Elcano al perecer aquél durante la travesía. El paso por el sur del Nuevo Mundo se bautizaría con su nombre: Estrecho de Magallanes, acceso a otros mares y a otras posibles rutas.
Don Gutierre sería presa también de ese espíritu de aventura que se apoderó especialmente de los extremeños, de los que él era Obispo y vinculado, en todo caso por línea materna a la región extremeña. Así, decide incorporarse a aquél movimiento y financia, construye, arma y promueve una flota preparada para surcar los mares y descubrir o gobernar nuevos territorios, y posiblemente tratar de explorar las aún quiméricas Tierras de las Especias, obsesión generalizada por sus predecesores, Esteban Gómez en 1523 y Jofré de Loaysa en 1525.
Al efecto contrató con los astilleros de Vizcaya la construcción de ocho naves de las que le fueron entregadas seis. De Sevilla, en agosto de 1539, zarparían cinco, una se había perdido en la travesía desde el norte, dos más se perderían durante la travesía del Atlántico. Y serían tres las que finalmente conseguirían arribar al Estrecho de Magallanes el 20 de enero de 1539.
La expedición fue concertada con la Corona mediante Cédula Real, fórmula ésta privilegiada, frente a la usual y genérica de las Capitulaciones, y extendida aquella, al igual que toda la documentación a nombre de su hermano Francisco, Francisco de Camargo, segundo apellido materno escogido por éste que capitanearía la expedición situándolo así en una de las honrosas opciones, Mar, de las tres – Iglesia o Mar o Casa Real-, que para personas de rango se consideraban las profesiones idóneas. A este honor acabaría renunciando Don Francisco Camargo; en su lugar sería designado su pariente Fray Juan de Ribera navegante avezado.
La ilusionada expedición resultó desafortunada. Sólo tres navíos de los cinco que partieron de Sevilla, como decíamos, llegarían al estrecho de Magallanes en donde fueron dispersados por vientos y temporales y perdido el rumbo. La nave capitana se estrelló en aquella tierra que iban a descubrir, salvándose doscientos cuarenta y una personas, entre los que se contarían ciento cincuenta soldados y trece mujeres casadas, el resto aventureros y marineros, que hubieron de adentrarse en aquél territorio al no poder ser auxiliados por los otros barcos y cuya supervivencia en tales circunstancias alimentaría toda suerte de leyendas hasta el siglo XVIII.
Las otras dos naves no llegaron a encontrarse, una navegaría sin rumbo por el Mar Austral descubriendo unas islas, las que luego conoceríamos como las Islas Malvinas, permaneciendo en la mayor de ellas diez meses; sería esta nave, se le llamó “Incógnita”, la única que regresaría a España. La otra tomó rumbo distinto explorando los confines marítimos y costeros del litoral occidental de la Gobernación de Nueva León, que a la expedición le había sido encomendada, la hoy Patagonia, llegando en su periplo hasta Perú y Panamá.
Ambas embarcaciones realizaron un gran esfuerzo descubridor explorando unas regiones desconocidas y sondeando mares ignotos, acopiando datos que serían de gran utilidad para cosmógrafos y futuros expedicionarios. La expedición del Obispo de Plasencia, que desde la perspectiva de la empresa podría calificarse de fracaso, desde el punto de vista del conocimiento geográfico arrojaría interesantes datos, decimos, a los cosmógrafos y posteriores expedicionarios, tales como Ladrillero y Sarmiento, identificar territorios ya descubiertos, arribar al continente australiano e incluso facilitar la conquista de las Islas Filipinas en su día. Para no alargarnos más en el tiempo hemos de recortar la relación de su vida, siquiera sea en el modo somero que lo venimos haciendo. Hablemos de su muerte como punto final.
Don Gutierre Vargas Carvajal acabaría su vida en 1559, como el buen cristiano que fue. Sobre su devota muerte y arrepentimiento escribieron admirativamente el padre Laynez de la Compañía de Jesús y San Francisco de Borja.
Su condición renacentista no era contraria al espíritu; como hombre de fe, ésta sería más acendrada conforme fue viviéndola en mayor grado. Su gran logro y que él intuiría, si no adivinó: el posterior incremento en el siglo XVII de la devoción popular en Extremadura, fruto, según quedaría comprobado con el tiempo, de una mejor instrucción religiosa a raíz de las disposiciones emanadas del Concilio de Trento y en las que tan importante intervención tuvo.