Carvajal Gallego
I. INFANCIA
Allá, en la primera decena del mes de agosto de 1493 (según la opinión general), vino al mundo en la pequeña aldea de Navarregadilla, lugar de tierra del Barco de Ávila, anejo hoy de Santa María de los Caballeros, un niño a quien se puso el nombre de Pedro al ser bautizado en la Iglesia Parroquial de Barco de Ávila a los nueve días de su nacimiento.
De muy noble y antiguo linaje había de pasar a la Historia como uno de los grandes hombres de aquel siglo XV, tan pródigo en varones de heroicas y limpias hazañas, con el nombre de Pedro de Lagasca.
Siendo su padre el noble don Juan Jiménez de Ávila, descendiente de los Cimbrones y Garcías, y su madre doña María Gonzáles Dávi1a Gasca, nieta del esclarecido D. Gil González de Ávila, don Pedro debiera apellidarse Jiménez de Ávila y González Dávila, pero é1 siempre se firmó el Licenciado Gasca desde que se graduó en Alcalá.
¿Tomó el apellido GASCA para resucitar este antiguo apellido de su casa?, ¿Lo hizo por considerarle de más ranciedad que el de los Ximénez de Ávila? ¿Fue por seguir la costumbre de aquella época en tierras del Barco de Ávila en que cada uno tomaba de los apellidos familiares el que más le gustaba? No lo sé. El hecho es que sus hermanos y él llevaron siempre el apellido Lagasca, por primer apellido.
No poco había de influir en la formación del carácter enérgico, valiente, decidido, intrépido, a la par que benévolo, compasivo y paciente de un caballero como don Pedro de Lagasca una prosapia ilustre, porque nobleza obliga; el conocimiento de las heroicas hazañas de sus antepasados, pues, como dice Manrique: «la memoria de las honras y glorias de los pasados engendra en los caballeros una virtuosa envidia». E1 mucho recato y santo temor de Dios en que vivían los suyos, que los ejemplos arrastran.
Muy cristiano hubo de ser el hogar de los Gasca para que los dos hijos mayores se sintieran llamados por Dios al sacerdocio, y tres hijas se consagraran años profesando en el monasterio dominicano de Aldeanueva, que las vocaciones de Dios no se dan de ordinario, sino en hogares verdaderamente cristianos.
Enfermo el padre, el niño Pedro fue enviado al lado de su abuelo materno, D. Pedro García Gasca, Señor de Puente del Congosto, para que él se cuidara de la educación del mayorazgo. Procuró el valeroso abuelo ir grabando en el ánimo del nieto los ejemplos de valor y sacrificio por los ideales de la fe, amor a la patria y lealtad a los reyes, ofrecidos por sus ascendientes en clara y no interrumpida genealogía.
Yo veo al niño Pedro escuchar en las largas veladas del invierno, cabe la amplia chimenea del viejo castillo, de labios del abuelo la relación de las hazañas en que fueron protagonistas sus antepasados al defender nuestras fronteras de las incursiones de la morisma, por las que merecieron que Alfonso VI concediera a los Gasca en 1093 los señorías de Carrascalejo y Navarregadilla y el señorío y encomienda de Puente del Congosto, o la mas añeja de su descendencia de Servilio Gasca, el primero que hirió a Julio César, del que cuentan que, amparado por su amigo el Pretor, huyó a Lusitania y se escondió en el valle de Caballeruelos. Absorto y embelesado escucharía la relación de gestas heroicas en tierras de Extremadura de los Cimbrones y García, tronco preeminente do los Ximénez de Ávila, que en la Reconquista ocuparon, defendieron y consiguieron los Señoríos de Aldeanueva, Villatoro y Villafranca.
Cuantas veces asomado a las torres del almenado castillo de Puente del Congosto el niño Pedro soñaría en eclipsar con las suyas las hazañas de gesta realizadas por sus antepasados. Pero si Lagasca había de tener la cultura que su rango pedía, necesitaba asistir a las aulas y, no habiendo en Puente del Congosto «dómine» que se encargara de su enseñanza, vuelve al Barco de Ávila al lado de sus padres para estudiar las Humanidades con el Bachiller Minaya en compañía de sus hermanos: Juan, Francisco y Diego, “que las ciencias no facen perder el filo a las espadas, ni enflaquecen los brazos, ni los corazones de los caballeros”, dice el Marqués de Santillana. Varios años se aprovechó el joven de las enseñanzas de este Bachiller quien, prendado de la inteligencia de su discípulo, aconsejó a sus padres le llevaran a Salamanca a proseguir los estudios de la carrera eclesiástica a la que se sentía llamado.
II. ESTUDIANTE
Poco estuvo el joven estudiante en esta ciudad de Salamanca, pues al ir su padre a consultar con los médicos de la dolencia crónica que padecía, se agravó, de tal modo que hubieron de traerle en una silla de manos de Salamanca a Navarregadilla donde en breve murió; vínose entonces Pedro a acompañar a su madre al Barco de Ávila. Tenía el difunto Juan Jiménez de Ávila un hermano, el Licenciado Diego González Dávila, hombre de muchas letras, prudencia, experiencia y virtudes, del Consejo de su pariente el Arzobispo de Toledo, Fray Francisco Jiménez de Cisneros. Con motivo de la muerte de su hermano vino al Barco a consolar a su cuñada y a poner en orden los asuntos familiares y, prendado del ingenio de sus sobrinos Pedro y Diego, llevóselos consigo y los envió a la recién fundada Universidad de Alcalá a proseguir sus estudios. Once años fueron alumnos de aquella Universidad y Pedro,que asistió al aula del ilustre Butifalla, consiguió, tras brillantísimos exámenes, ser el segundo alumno a quien se confiera en la Universidad Complutense el título de Maestro en Artes. Su tío D. Diego quiso entonces llevarle a su lado, pero él declinó la colocación con que se le brindaba y prosiguió sus estudios teológicos consiguiendo ser el primero a quien se concedía en Alcalá el titulo de Maestro en Teología con aplauso unánime de profesores y estudiantes.
Siendo estudiante en Alcalá manifestose ya como hombre sagaz, intrépido, enérgico y fidelísimo al Rey. A1 producirse el levantamiento de las Comunidades el rector del Colegio, maestro Otañón, se pone al lado de los Comuneros; la multitud de estudiantes habíase dividido en dos bandos: unos defendían las Comunidades, otros eran leales al Rey. A1 frente de estos se hallaba nuestro Lagasca. E1 rector le amarró al cepo y amenazó con entregarle a las Comunidades. Nada fue capaz de doblegarle, antes bien arengó a sus compañeros, les pidió fidelidad al Rey y consiguió escribir a su tío relatándole lo ocurrido y, después, escapar disfrazado en una mula. A campo traviesa, llega a la Guardia a pedir al Prior Zúñiga que mande tropas que ocupen Alcalá, lo que pudo realizar el capitán Arellano, que con 100 caballos y 600 infantes se presentó ante sus muros, porque vuelto Lagasca a Alcalá había tomado la puerta de Madrid, viéndose así burlados los Comuneros que defendían la de Guadalajara, por donde esperaban a los imperiales.
Deseando graduarse en ambos derechos, al no poder hacerlo en Italia por las circunstancias en que se encontraba por la invasión de Francisco I, pasa a estudiar a Salamanca donde, una vez más, dio prueba de su indomable energía y presencia de ánimo. Una noche las aguas del Tormes inundan el convento de la Trinidad donde residía. Frailes y estudiantes se aturden y amilanan; GASCA obliga a todos a que se suban a las bóvedas de la iglesia hasta que la luz del día les indique el camino a seguir. Acertada medida que evitó perecieran ahogados. Ruinoso el convento se trasladó al de dominicos de San Esteban donde estuvo hasta terminar sus estudios.
III. HOMBRE PÚBLICO
Su preclara inteligencia, su gran prudencia, su sagacidad, tacto y energía le granjearon la admiración de todos y fue elegido Recto de la Universidad de Salamanca, y Viceescolástico, cargos que simultaneaba con el de Subcolector Apostólico para el que había sido elegido por el Nuncio Pogio. Del acierto con que desempeñó estos cargos es prueba fehaciente el que durante muchos años la Universidad salmantina se gobernó por los estatutos que él la diera, así como ser elegido para canónigo de Salamanca, prebenda que pidió fuera adjudicada a su anciano tío D. Diego Jiménez Dávila, que tan necesitado estaba de descanso.
El Cabildo accedió a sus deseos no sin nombrar a Gasca juez particular, pues no quería verse privado de su colaboración. Bien pronto el Cardenal Tavera llevose a Lagasca a Toledo con el cargo de Vicario de Alcalá y juez metropolitano.
Grandemente preocupado estaba el Consejo General de la Inquisición por una serie de procesos tan difíciles e intrincados que nadie acertaba a resolver. Vino a agravar la situación un sacrilegio cometido en Valencia. Encomendose el asunto a Lagasca, pasa a Valencia, y tras diecinueve meses de profundo estudio y continuas actuaciones, entregó todo tan claramente ordenado y con tal justicia resuelto que fue la admiración de los preclaros varones del Consejo.
El Emperador le llamó a su cámara para saber de sus labios la verdad del caso. Su prestigio crecía por momentos; no había asunto por difícil y delicado que fuese, para é1 que no encontrase la solución justa y precisa, por eso las cortes de Monzón le eligieron Visitador contra fuero, por no haber nacido en la Corona de Aragón, cargo que desempeñó con la aprobación del Monarca y el aplauso general.
Carlos V le nombra entonces Visitador de los Tribunales, Justicia y Hacienda de todo el Reino, poniendo toda su energía y talento en el desempeño del nuevo cargo.
Si en el fiel desempeño de los difíciles asuntos que se le habían encomendado se manifestó siempre como prudentísimo hombre de letras, no tardó en presentársele ocasión de probar que bajo su hábito sacerdotal había un mayorazgo de rancia estirpe de guerreros.
Corría el año 1543. Por secretas noticias se sabía que Barbarroja y los franceses proyectaban desembarcar y saquear las costas valencianas y las islas Baleares. El pánico se apoderó de todos; el duque de Calabria reúne a los caballeros para organizar la defensa y, tras muchas sesiones, nada se había conseguido sino es llegar al convencimiento de que la empresa era irrealizable por falta de medios. Gasca los echa en cara su cobardía, los demuestra que es posible una defensa eficaz de las playas e islas fortificándolas con los medios de que disponen; acepta ser de la junta y, poniendo toda su alma en la empresa, realiza todo con tal precisión que cuando Barbarroja intenta desembarcar sufre tan serios descalabros que se ve obligado a abandonar definitivamente sus proyectos. Lagasca es aclamado entonces como hombre providencial.
Perú.- Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Fernando de Luque se proponen conquistar el Perú. Pizarro dirigirá y realizará la empresa, Almagro y Luque, como hombres acaudalados, la financiaran. Los beneficios que la empresa reporte serán para los tres. Al arribar a las costas de Quito se convencieron de que con solo 112 soldados y marineros era imposible hacer la conquista. Almagro vuelve a Panamá en busca de refuerzos y a su vuelta encuentra a Pizarro en Tumbez; pero si Quito es ciudad populosa, Tumbez no lo era menos, y tiene que reconocer la insuficiencia de los medios de que disponen para emprender la anhelada conquista. Nueva ida a Panamá de Almagro y negativa del gobernador de proporcionarles medios alguno para su empresa.
Agotados los recursos particulares de aquellos hombres, y ante la negativa del Gobernador de proporcionárselos, deciden que Pizarro pase a España a requerir el amparo de Carlos V. El Emperador escucha atentamente a Pizarro; ofrécele todo género de auxilios para llevar a cabo la conquista; le hace Caballero del hábito de Santiago y le nombra Capitán General y Gobernador del Perú con título de Adelantado Mayor del país.
Almagro llevó muy a mal que Pizarro hubiese obtenido para sí el gobierno de las regiones que se proponían conquistar; se le quejó; le echó en cara su deslealtad; y comprendiendo D. Francisco su ligereza y ambición, aunque tarde, le ofreció partir con él la gobernación del país.
Se calmaron los ánimos gracias a la mediación de Luque y a la promesa de Pizarro de no pedir, para si ni para sus hermanos, gracia alguna hasta haber conseguido para Almagro una gobernación igual, que comenzase donde terminaba la suya, pero quedó el rescoldo de la enemistad y desconfianza mutua.
El nombramiento que el emperador hiciera a favor de Almagro de gobernador independiente del gran territorio de Chile, no conquistado todavía, y el título de adelantado que le confiriera disgustó profundamente a Pizarro, y fue el origen de que aquellos amigos, de los que se decían que eran un alma en dos cuerpos, se declararan guerra a muerte.
Almagro regresa de su expedición a Chile, tras haber atravesado 270 millas de arenales con increíble sed y fatiga; se dirige a Cuzco, derrota a los indios que la tenían cercada y, creyendo que Cuzco estaba enclavado en territorio de su jurisdicción, se apodera de ella. Se oponen a ello Hernando y Gonzalo Pizarro y Almagro los pone presos. Libertados gracias a la sentencia de Fray Francisco de Bobadilla, árbitro elegido para dirimir las diferencias entre Pizarro y Almagro, apresurose Hernando a reunir tropas para resolver por la vía de las armas el litigio y al frente de ellas se dirige contra Cuzco mientras su hermano Francisco, el gobernador, procuraba entretener a Almagro con artificiosas proposiciones.
Encuéntranse ambos ejércitos en el campo de las Salinas, a media legua de Cuzco. Combaten ambos con una ferocidad sin precedentes, y no obstante las proezas, dignas de un paladín de romance, del teniente Ordóñez que mandaba las tropas de Almagro, la victoria se decidió por Pizarro. Cuzco se rindió sin resistencia; Almagro fue hecho prisionero y condenado a muerte por Hernando Pizarro que fue en opinión de muchos, el genio del mal, destinado a viciar la empresa con el veneno de su malicia y con la impetuosidad de sus pasiones.
Desde entonces puede decirse que el Perú está en guerra civil; los españoles ya no descubren, ni conquistan nuevas tierras, sino que guerrean unos con otros:“Ningún español -escribe Agustín de Zárate- de grande ni pequeña calidad, había que no estuviese tan apasionado por estas dos parcialidades como si sobre ello le fuese la vida y hacienda, lo cual se había extendido hasta los mismos indios de la tierra, que muchas veces había entre ellos grandes batallas y diferencias y otras contiendas particulares a titulo de estas opiniones, que ellos llamaban a los de D. Diego los de Chile, y a los del marqués los de Pachacarna”.
La crueldad y tiranía con que los Pizarro dominaban en el Perú les suscitaron numerosos enemigos que elevaron sus quejas hasta la corte de España. Fernando de Pizarro presentose en ella para contrarrestar los manejos de los almagristas y consiguió que fuese nombrado delegado y juez en las discordias Cristóbal Vaca de Castro, afecto a los Pizarro, considerado como hombre pundonoroso, severo e incorruptible, a la par que entendido jurista. Llevaba comisión de residenciar la conducta de Pizarro, pero otros antes que él se encargaron de llevarla a cabo.
Los partidarios de Almagro, cansados de sufrir vejámenes y persecuciones, viendo que Vaca de Castro no llegaba, tramaron una conspiración para dar muerte al gobernador. El domingo -26 de junio de 1541-, a la salida de misa mayor, atacan la casa del marqués al grito de ¡Viva el Rey y muera el tirano! y este, sin tiempo para ajustarse la coraza, cayó a sus pies después de una lucha desesperada.
Cristóbal Vaca de Castro.- Llegado al Perú y noticioso del asesinato de Pizarro se presentó en Quito con la Cédula Real que le autorizaba a tomar el mando si moría Pizarro y se proclamó Gobernador del Perú. Muchos se pusieron a su lado; Gonzalo Pizarro simuló apoyarle con su gente. Almagro, hijo, que había sido proclamado virrey por sus partidarios, se declaró en rebelión contra las banderas de su Rey. La situación de Vaca de Castro era muy difícil; extraño en aquella tierra, sin conocimiento del país, sin fuerza armada y ayuno de conocimientos militares, veíase obligado a aplastar la rebelión de Diego Almagro. Hizo un empréstito, convocando a los capitanes que estaban a su lado y se proclamó general en jefe para cortar las diferencias entre los capitanes Alvarado y Holguín, que ansiaban el mando de las tropas. Por fin en Chupas derrotó a Almagro y habiendo caído preso, fue ejecutado.
Gonzalo Pizarro, que sostenía que, muerto su hermano Francisco, a él pertenecía la gobernación del Perú, con buenas formas pudo convencerle de que se marchase a descansar a su hacienda de las Charcas. Todo parecía indicar que la ansiada paz había llegado para el Perú y que las diferencias entre españoles habían quedado zanjadas para siempre. Vaca se decidió a poner en orden la administración del país y fomentar su riqueza, logrando distinguirse como gobernante por su energía, por su sagacidad y fecundas iniciativas.
Envanecido ya por sus triunfos y por el orden que supo restablecer en todas las esferas, creyó que podía entregarse sin escrúpulos a los mismos excesos que hubo de castigar en los rebeldes disfrutando de pingües rentas que correspondían a la Corona, aplicando para sí los mejores repartimientos de que había despojado a los Pizarros, haciéndose regalar de los indios valiosas joyas y estableciendo por su cuenta en la plaza de Cuzco una especie de estanco en que se expendía los artículos de primera necesidad. Unido esto a que había de implantar unas ordenanzas, «Las Leyes Nuevas», hechas en la Corte con el buen deseo de evitar las luchas fratricidas, pero con el más absoluto desconocimiento de los habitantes, costumbres y necesidades del país, bien pronto cundió el descontento y las quejas, e informes del Gobernador llegaron al Rey.
Carlos V decidió terminar de una vez con tal estado de cosas, nombrando virrey del Perú a Blasco Núñez de Vela.
Blasco Núñez de Vela.- Ilustre caballero avilés, veedor de las gentes de armas de Castilla, experto capitán, que con grande fortuna había combatido en diversos puntos de Europa.
Corría el mes de enero del 1544 cuando Núñez de Vela desembarca en nombre de Dios siendo su primer y principal cuidado el implantar las ordenanzas sin retroceder por nada “que para esto había ido al Perú”. Su carácter severo e inflexible le malquistó con la colonia; el número de descontentos aumentaba por momentos, las protestas arreciaban; Gonzalo Pizarro recién llegado de su expedición al Dorado, deseoso de vengar la muerte de su hermano y recobrar su antigua autoridad, se opuso a varias providencias del virrey; los descontentos vuelven a él sus ojos, sácanle de su retiro de las Charcas y es proclamado primero Procurador General del Perú, y mas tarde Capitán General; Pizarro comienza a organizar sus huestes.
Blasco Núñez Vela envía un mensaje ordenando a Pizarro que disuelva sus fuerzas, pero éste sin hacer caso se apresta a la lucha. Abandonado el virrey por los suyos, desaprobada su conducta por los magistrados de la Audiencia de Lima, cuando se proponía abandonar la ciudad y retirarse a Trujillo, fue depuesto y preso por la Audiencia que le residenció en una isla inmediata. Gracias a Juan Álvarez, de tierra de Ávila que le custodiaba, pudo ir a Tumbez desde donde publicó un manifiesto desenmascarando a Gonzalo Pizarro y sus amigos y declarándolos enemigos del Rey, exhortando a todos a que le ayudasen a sostener la autoridad real. A1 fin pudo reunir unos 500 hombres mal provistos de armas y municiones y consiguió se le uniera Belalcazar con su gente.
En Añaquita se encuentran los ejércitos de Núñez de Vela y Pizarro y, después de sangrienta y dura lucha, las tropas imperiales son completamente derrotadas. Núñez Vela cae herido, ya en tierra un esclavo negro le degüella, por orden de Pizarro, y Belalcazar es hecho prisionero.
Es muy digno de notar que en el levantamiento, guerra civil y pacificación del Perú
figuran muchos notables caballeros avilenses. Bajo las banderas de su pariente el virrey Núñez de Vela luchan cinco hermanos de la Santa y Antonio, el que la acompañó a la Encarnación, cuando entró religiosa, murió en la batalla de Añaquita. El primer virrey Blasco Núñez de Vela, ya dijimos ser de Ávila; Francisco Carvajal, Maestro de Campo, uno de los primeros revolucionarios y de toda la confianza de los pizarros, era natural de Rágama; el Licenciado Cianca, uno de los jueces que condenaron a muerte a Gonzalo Pizarro, y Alfonso de Alvarado, esforzado guerrero, eran también avilenses. Pedro del Barco, capitán que había prestado preeminentes servicios a Francisco Pizarro, y que por oponerse a las arbitrariedades de Gonzalo Pizarro, fue preso y condenado a la horca por Carvajal, concediéndole en reconocimiento a sus buenos servicios el privilegio de que escogiera rama de árbol donde ahorcarle, era natural de Barco de Ávila.
Después de la derrota de las tropas leales al rey, Pizarro entró en Lima con la pompa con que podía entrar en su corte un monarca vencedor de sus más fieros enemigos; afirmose él y su gente en la rebeldía, ejecutó a los que se oponían a sus designios y vivió con una ostentación verdaderamente regia. El desorden era cada vez mayor, la anarquía era completa, los españoles en vez de conquistar y colonizar en lucha fratricida guerreaban unos con otros.
Al tener conocimiento el Príncipe D. Felipe de esta gravísima situación del Perú, en el verano de 1545 reunió a los Cardenales Tavera y Laoisa y al Obispo de Sigüenza por el Consejo Real de Castilla, al de Cuenca, Presidente de la Chancillería, al Consejo Real de Indias y a muchos nobles caballeros para buscar remedio eficaz a tan grave situación.
Todos convinieron en que tal estado de cosas era intolerable y que en nada se podía transigir con Pizarro y los revoltosos.
El Duque de Alba, con su natural energía, indicó que lo mejor sería enviar un fuerte ejército que aplastara la rebelión y castigara a los culpables con la dureza que merecían, pero que su propuesta era irrealizable por la situación en que la nación se encontraba después de tantas y tan largas guerras, de la emigración a América, de la distancia que había al Perú y de la penuria del tesoro.
Desechada en estas deliberaciones la idea de enviar al Perú un valeroso capitán al mando de un fuerte ejército, tanto porque las circunstancias lo impedían, como porque todos se inclinaron más por las medidas de conciliación que por las de fuerza, quedó descartada la idea de enviar un guerrero, que al no llevar ejército, para nada se necesitaba. Tampoco convenía enviar un caballero particular, ante el fracaso de Vaca de Castro. Y entonces se sugirió la idea de enviar un eclesiástico, y en el acto propone el Duque de Alba a Don Pedro de Lagasca. Ante la duda del Príncipe Don Felipe le dice el Duque: “Señor, Gasca tiene aún mas carácter y energía que yo”. Los Cardenales y miembros del Consejo que conocían que Lagasca estaba dotado de tanta inteligencia como flexibilidad, de tanta prudencia como fortaleza de espíritu, y de tanta calma en meditar como infatigable actividad después en resolver, apoyaron la designación y en acto el Consejo votó y aprobó la propuesta.
Mandaron emisarios a dar cuenta al Emperador, que se encontraba en Colonia, de lo que sucedía y de la solución acordada. El Rey, que tan satisfecho estaba de la actuación de Lagasca en cuantos asuntos se le habían encomendado, no se contentó con aprobar su nombramiento, sino que le escribió de su puño y letra, manifestándole su satisfacción por el nombramiento, ordenándole que dejase los cargos que desempeñaba y activase su salida y anunciándolo que pensaba proponerle para una de las sillas episcopales vacantes, propuesta que rechazó D. Pedro porque la dignidad episcopal para nada había de servirle en el Perú y porque si fracasaba sólo sufriría su dignidad personal y no la episcopal.
El cargo era espinoso; las dificultades casi insuperables, pero su honor de caballero de rancia estirpe, su lealtad al rey que pedía sus servicios en circunstancias difíciles su valor tantas veces demostrando y, sobre todo, el saber que al realizar su empresa allanaba el camino para la predicación del Evangelio, le impulsaron a aceptar tan embarazoso cargo.
Como ningún móvil de medro personal, ni el deseo de conquistar riquezas, honores, dignidades, ni fama le movían, con la energía en él habitual exigía le concedieran las facultades que estimaba precisas para el feliz resultado de tan difícil misión. “No marcharía al Perú -son palabras textuales- sin que el Emperador le diese poder llano y absoluto, como si fuera el César, para nombrar los cargos que vacaren, separar incluso al virrey, perdonar cualquier clase de delitos cometidos y que se cometieren hasta la rendición del Perú, no solo de oficio, sino contra instancia de parte. No quiero sueldo ni recompensa de especie alguna; con mis hábitos y mi breviario espero llevar a cabo la empresa que se me confía. No quiero más que mi sustento y el de mis acompañantes y pido que se nombre persona que reciba e invierta el dinero y así no se crea que me guía la codicia”.
Admiración y asombro causó en los del Consejo las proposiciones de Lagasca; tanto por la desusada y única autorización real que exigía como por la negativa de recibir sueldo ni salario. Ante la insistencia de que modificara en algo sus condiciones Gasca insinúo que renunciaría. Avisado el Emperador de que Gasca accedió a todo y concedió tan amplios poderes, quiso el Cardenal Siliceo convencer a D. Pedro de que era depresivo para un sacerdote tan prestigioso el que se le nombrara un administrador que interviniera en sus gastos personales, pero fue convencido de que así en todo momento podía estar a cubierto su buen nombre; que no le había movido a aceptar un cargo, que nunca había pedido su medro personal, y, al fin, todo se hizo como Lagasca quiso.
Resuelto a volverse a España tan pronto diera cima a la empresa escribía a D. Carlos y le decía: “Como tengo por cierto que no se pretende desterrarme de mi Patria, en cuanto consiga lo necesario para la pacificación del Perú, pido llevar licencia y aún esperar otra, para volverme a España”. Como en el nombramiento no se le autorizaba expresamente para proveer nuevas gobernaciones, lo pidió y el Emperador le concedió tan altísimos poderes firmados en Vento (Güldres) el 16 de septiembre de 1545 acompañando a su título de Presidente de la Audiencia, cédulas reales para todas las autoridades de las Indias y cartas firmadas en blanco. Y por fin, pasados dos días al lado de su madre en el Barco de Ávila para despedirse de ella, terminados todos los preparativos acompañado de su hermano Juan y del valeroso caballero avilés Alonso de Alvarado, el 26 de mayo de 1546 embarcó en Sanlucar y el 27 de julio arribaba a Nombre de Dios, sin mas contratiempo que un tremendo aguacero que inundó la cámara de Lagasca y, le mojó los papeles como é1 decía con donaire.
Gran serenidad y valor necesitó Lagasca para no acobardarse ante la gritería y amenazas que escuchó al desembarcar. Desde el primer momento comenzó a poner en práctica el plan que se había trazado: convencer de que su misión era pacificar y apaciguar a todos; que estaba autorizado para conceder el más amplio perdón por los desórdenes cometidos. Con tan finos modales y blandas palabras saludó al enviado de Pizarro, gobernador de la fortaleza de Nombre de Dios, teniente Hernán Mejía, tal astucia y diplomacia empleó en la primera conversación que con él tuvo, que le ganó para su causa. “Si el Rey no manda otro mas bravo, no habrá porqué le debamos temer”, decía el capitán Juan Alonso Palomino a Mejía.
Encontrábase de gobernador de Panamá y jefe de una escuadra de 22 buques el capitán Alonso de Hinojosa, tan buen marino como amigo de Pizarro. Lagasca envió por delante a Mejía y Alvarado con una carta de saludo para Hinojosa y para que le hablasen de la pacífica misión que llevaba al Perú. Un fraile dominico iba en la misma nave y llevaba manifiestos que repartía y explicaba, en los que D. Pedro ofrecía amnistía y perdón a los revoltosos y derogar las Ordenanzas.
El 13 de agosto Lagasca llegó a Panamá. Hinojosa que salió a esperarle le preguntó por sus poderes deseoso de saber si se extendían hasta confirmar a Pizarro en su puesto o deponerle; pero el presidente le contestó con esta evasivas: «No era aún tiempo de presentar sus poderes; pero que estuviera seguro que le autorizaban para conceder amplias recompensas a todos los servidores leales; que cumpliesen todos como buenos vasallos sirviendo a su Rey».
Como todos los capitanes de la escuadra se pasasen al lado de Lagasca, Hinojosa avisó a Pizarro de lo que sucedía: «que este hombre con toda su reputación de santo era el hombre mas mañoso que había en toda España e más sabio” -le decía-, y por fin Hinojosa quedó ganado para la causa del Rey. Publicó un perdón general de toda falta y delito; los jefes principales dimitieron los cargos que desempeñaban en nombre de Pizarro, el prudente Presidente se los devolvió confirmándoles en ellos; se celebraron festejos en Panamá para celebrar con regocijo el perdón. La moderación y templanza iban abriendo los ojos a los ciegos que se habían enrolado en la bandera de Pizarro. Por algo decía el desgraciado Carvajal “que las mañas y palabras del clérigo eran más de temer que las lanzas del Rey de Castilla”.
El Presidente escribió a Pizarro una cariñosísima carta y éste le contestó que se volviese a España a proponer al Emperador que le nombrase gobernador del Perú. Llevaba contestación Lorenzo de Aldama con otra carta para Hinojosa en la que se le ordenaba ofreciera 50.000 pesos de oro a Gasca para que se volviese a Castilla y que si no accedía lo envenenaran o simulasen que había perecido en un naufragio. Era portador, asimismo, de otra carta firmada por los 70 vecinos principales de Lima en la que le decían debía volverse a España, porque su presencia sólo serviría para renovar los pasados disturbios.
De nuevo escribió Lagasca a Pizarro exhortándole a que acatara la autoridad del Rey y depusiera su actitud, que nada podía temer de un pobre sacerdote sin armas, que no deseaba sino hacer bien a todos. Algo debía presentir Pizarro del poder de Lagasca a través de las cartas y noticias que de él tenía, pues decía que no podía adivinar cómo, bajo el exterior modesto de aquel hombre, se ocultaba un poder moral más fuerte que el de todos sus soldados cubiertos de acero; que obrando silenciosamente en la opinión pública, minaba toda fuerza y su poder. ¡Cual no sería el arte de persuadir del Presidente si hasta el mismo Aldama se pasó con todo entusiasmo a su lado. Después de haber notificado a Pizarro que el perdón real a todos se entendía, que a nadie exceptuaba. Por algo dijo de él el rebelde Juan de Acosta: «Este cura del cayadillo es mucho más de temer que un ejército”. Aldama se pone al frente de una pequeña escuadra y desembarca en Trujillo donde recibe la obediencia al Emperador de muchos capitanes del interior. En el puerto de Manta el barqueño Rodrigo de Salazar avisa que casi todos los pueblos se han hecho leales al Rey. Por otra parte se levanta el capitán Centeno, siempre leal, y comienzan a reunírsele muchos. Mal se ponen las cosas para Pizarro, sobre todo después que Centeno ha tomado Cuzco. Pero ciego en su rebeldía, hace un proceso contra Lagasca, Hinojosa y Aldama y los condena a muerte.
El Presidente no pierde un instante, va reuniendo y equipando sus tropas y colocándolas en lugares más estratégicos para vencer al rebelado. Atravesando la nieve y precipicios de los Andes, vadeando ríos, trocando en hacederos lo que parecía imposible, llega su ejército de 2.000 hombres veteranos y con buen armamento al río Apurimas, el mayor afluente del Amazonas, que crecido sin puentes no había manera de vadear. Trabajando sin descanso pudo tenderse un puente en Cotaxama, por el que con mucho riesgo pudieron pasar a la otra orilla.
Por fin el ejército imperial, pudo acampar en el hermoso valle de Xaquisaguana, donde esperaba Pizarro. Antes de comenzar la batalla que va a ser decisiva, Lagasca ofrece vivamente el perdón a los rebeldes, de que depongan las armas. Pizarro requiere al Presidente de que no haga la guerra sin nuevo mandato del Rey. El presidente no se daba gran prisa a combatir, porque contaba que gran parte de la gente de su adversario se le pasara, pero el tremendo frío que se sentía y la mucha sobra de alimentos le obligó a ponerse en movimiento. Ambos bandos se estuvieron cañoneando, y cuando los arcabuceros de los leales se encontraron en el llano, se le unieron el pedante Cepeda y Garcilaso de la Vega (padre del poeta) y otros muchos caballeros y soldados. Notando D. Pedro que por todas partes aumentaban sus fuerzas con las que se pasaban del enemigo, deseoso de no derramar sangre innecesaria, mandó hacer alto. Una manga de treinta arcabuceros se pasan a su lado, y Pizarro manda perseguirlos, pero fue la señal de la desbandada, pues unos huyeron a Cuzco y otros se pasaron a los imperiales. Viéndose Pizarro casi solo, preguntó a Acosta que era uno de los pocos que permanecían a su lado: “¿Qué haremos?». Reventando en ira le contesta: «Arremeter al enemigo y morir como romanos”. “Mejor es -replicó Pizarro- morir como cristianos”, y adelantándose entregó en espada a Villavicencio y se rindió. Presentado a Lagasca, hizo una respetuosa inclinación. El vencedor le contestó con tibieza, mas con mucha severidad le preguntó porqué había puesto al país en tal situación, levantándose en armas contra el Emperador; porqué había matado al virrey, usurpado el gobierno, y había rechazado con tanta contundencia las múltiples ofertas de perdón que él le hebía hecho. Gonzalo trató vanamente de disculparse y justificarse. A poco estaba estrechamente custodiado por Centeno.
Era necesario aplicar la justicia para castigo de los insurrectos y sano ejemplo de todos, pero D. Pedro, por decoro de su carácter sacerdotal, no quiso intervenir. Nombró un tribunal que aplicase la ley formado por el Mariscal Alvarado, el General Hinojosa y el Licenciado Cianza. Pizarro fue condenado a muerte, a que su cabeza se pusiera en Lima para escarmiento, a que arrasada su casa hasta los cimientos se sembrara de sal y se colocara un letrero con la sentencia. A Carvajal se le condenó a la horca. Magasca mandó a Centeno le dijera: “había llegado otro Pedro, de Barco de Ávila, que no daba ramas de árbol a elegir para ahorcarle, y que si quería que hiciera testamento y se confesara”. Así, sin cruentas batallas, pues aparte de la derrota de Huarina en la que Pizarro derrotó a Centeno haciéndole numerosísimas bajas, en la pacificación del Perú bajo el mando de Lagasca en la derrota de Xaquixaguana los imperiales no tuvieron mas que una baja y quince los rebeldes, terminó aquel borrón con que los Pizarro, con sus ambiciones y crímenes, mancharon la epopeya gloriosa de la conquista de América.
Cansadas las gentes de tanta revuelta que les impedía trabajar, prosperar y disfrutar de sus encomiendas; hartos de la inseguridad en que estaban su vidas y haciendas; bastó que un sacerdote con corazón grande y generoso, para perdonar; una inteligencia privilegiada para enfocar la situación en su verdadera realidad; una laboriosidad incansable para dar cima a una empresa que tan difícil se presentaba; un desinterés desconocido en aquellos tiempos y una astucia y diplomacia poco comunes, se propusiera terminar con una situación que de no cortarse a tiempo ponía en peligro la gigantesca labor que la Providencia había señalado a España en América.
Terminada la guerra, y remitidas sendas cartas al Emperador, y al príncipe D. Felipe, con relación minuciosa y detallada de lo sucedido, el presidente dedicose a gobernar. Si el mañoso licenciado ganó fama y prestigio terminando la guerra civil en que ardía el Perú de tan admirable como singular manera, más laureles ganó al dedicarse a restañar las heridas causadas por tantas revueltas.
Hombre sagaz y prudente no quiso disponer cosa alguna sin investigar a fondo los males y el remedio pertinente y para ello estudió con Prelados y autoridades el estado social, cargas y tributos que los individuos pagaban a la Corona, Señores y encomenderos. Redujo estas cargas a una contribución más suave y rebajada que la que pagaban en tiempo de los incas; organizó el servicio personal que habían de prestar de manera que nadie pudiera abusar de ellos, ni se les hiciese trabajar sin la debida recompensa; les abrió nuevas escuela; en una palabra, dejó todo tan bien ordenado que los indios le debieron el término de su esclavitud y el derecho a ser hombres libres. Sentó sobre bases firmes y permanentes la autoridad real; ordenó racional y económicamente la explotación de las minas que dieron resultados sorprendentes; saneó la hacienda pública y organizó la contabilidad, aumentando la recaudación al mismo tiempo que el contribuyente era menos castigado y recaudó todos los atrasos.
Españoles y peruanos comenzaron a gozar de quietud y alegría y la multitud derramada por los campos volvió a recogerse en los pueblos. Con razón fue aclamado en Lima, después de la derrota de los Pizarro, como “Padre restaurador y pacificador del Perú”.
Lagasca fue el hombre de las grandes sorpresas. Cuando todos esperaban que para la ardua empresa de pacificar el Perú se nombrase un afamado conquistador, un Valdivia, un Belalcázar, ven con asombro que es elegido un clérigo, que ni había pedido ni deseaba el cargo. Cuando todos los españoles marchaban a América en pos de la fortuna que en poco tiempo les volviese a la madre Patria cargados de oro y de laureles, ven con gran admiración que él ni salario llevaba sino los gastos de manutención para él y sus acompañantes. Pero cuando terminada su misión presentó las cuentas y se vio que sus gastos eran tan insignificantes, las gentes quedáronse aún más admiradas de la sobriedad y rectitud de Lagasca. Terminada su misión en el Perú, determinó el Presidente volverse a España. E1 sentimiento y consternación que esta noticia produjo en todo el Perú puede adivinarse fácilmente. Los pobres indios para manifestarle su agradecimiento por los inapreciables beneficios de que le eran deudores, destacaron a varios caciques para que le entregaran una gran cantidad de plata que no aceptó. Los opulentos colonos españoles fueron a despedirle al navío y le llevaron como regalo 50.000 castellanos de oro. “No lo acepto, les dijo con tanta dulzura como entereza. He venido a pacificar el Perú y a servir al Rey y no quiero deshonrarme con un acto que empañaría mi pureza de conciencia y mis intenciones”. No se dieron por vencidos los generosos donantes, dejaron el oro secretamente en el navío y se marcharon, seguros de que así, al ser imposible el devolverlo el Presidente, se quedara con ello sin inquietudes de conciencia. Pero cuando, ya en alta me mar, D. Pedro se enteró de ello, mandó custodiarlo y, llegado a España, averiguó quienes eran los parientes mas necesitados de los colonos donantes y se los distribuyó.
La misma solicitud que puso para no guardar nada para sí, empleó para recoger y guardar el tesoro real que había de traer a España: 978 quintales, 90 libras y tres onzas de plata; una gran cantidad de esmeraldas y oro (el valor del oro se calcula en un millón trescientos mil pesos) producto de rentas y embargos de los culpables y del tesoro de Pizarro, constituía este tesoro pagados los gastos de guerra .Reunió todo en Panamá y desde allí fuertemente custodiado lo condujo por términos inaccesibles a Nombre de Dios, de donde partió el 24 de mayo de 1550, a los tres años, nueve meses y tres días de su arribada al Nuevo Continente.
El l4 de septiembre entraba la armada en Sanlucar y el 25 desembarcaba con toda su gente en Sevilla, donde fue aclamado por la muchedumbre, visitado y cumplimentado por cuantos nobles y caballeros se encontraban en la ciudad del Betis y entregado el tesoro de que era portador en la Casa de Contratación. Quiso comer en Sevilla en donde hubo de aceptar un plato en la mesa del Arzobispo, pues volvía del Perú con la misma sotana, el mismo breviario y la misma cayada, pero sin blanca en el bolsillo. En Cantillana esperó a su hermano Juan, que traía los libros de cuentas, y de allí fue a Guadalupe a dar gracias a Dios por la misión terminada tan felizmente y hacer una novena ofrecida a la Virgen. Hubo de pedir dinero prestado para ir de Guadalupe a Valladolid, donde rindió cuentas al Consejo Real de Indias y noticia detallada de su gestión a los príncipes Maximiliano y María; y como si lo hubiese dejado la víspera, continuó resolviendo asuntos graves del Santo Oficio.
El Emperador escribió a Lagasca desde Augasta (Alemania) en términos de mucho reconocimiento: “Y puede ser cierto que lo que se ofreciere, tenemos siempre memoria de vos como lo merecéis, le decía. Ordenaba fuera a verle pues así convenía al Real Servicio, y que le llevara buena cantidad de oro y plata. Antes de emprender el viaje fuese al Barco a abrazar a su anciana madre, con la que pasó 20 días”.
Lagasca Obispo.- Vacante la mitra de Palencia por defunción de D. Luis Cabeza de Vaca, maestro que fue de Carlos V, propuso el Emperador para sucederle a D. Pedro de Lagasca, dignidad que aceptó por obediencia. Llegadas las bulas de Roma, quiso ser consagrado antes de emprender su viaje a Alemania y el 17 de mayo de 1552 pascua, del Espíritu Santo, le consagró en Barcelona el Obispo de Vich, D. Juan Tormo, tomando posesión de su silla por procurador. A los ocho días se embarcaba para Génova. En todas las ciudades era recibido con muestras de admiración y grandes distinciones. En Trento se reunió con los prelados españoles que asistían al Concilio, quienes les dispensaron el más caluroso recibimiento y distinguieron con las más altas muestras de consideración.
El 12 de Julio llegaba a Augusta, siendo recibido por el Emperador, convaleciente de gota en su cámara. Mucho se agradó el Rey de la detallada relación de su actuación en el Perú, expresándole con palabras de mucho reconocimiento y alabanza lo pronto y bien que había dado cima a la arriesgada empresa que le había confiado. Por consejo de Lagasca el Emperador mandó construir un fuerte en Nombre de Dios y una población en el río Magdalena. Entre las muchas distinciones con que el Rey quiso premiar a tan leal vasallo, le concedió que a su escudo que constaba de dos cuarteles, en el de la derecha un león entre cuatro castillos y en el de la izquierda los trece roeles, sostenidos por dos genios, añadiese seis banderas, tres por lado con la letra P y en medio de ellas una banda con la inscripción:“Caesari restitutis Perú Regnis Tiranorum spolia”.
Vuelto de su viaje, hacía su entrada en Palencia el 25 de marzo de 1553, gobernando esta Diócesis con tanto acierto como aplauso de sus diocesanos hasta el 19 de agosto de l561, en que fue promovido al Obispado de Sigüenza, que rigió con el celo y energía en él proverbiales.
Grande era su influencia en la Corte y mucho se estimaban en ella sus consejos, pero la visitaba solamente cuando los deberes de su cargo pastoral lo imponían. Cuando alguien le decía porqué no se dejaba ver allí con más frecuencia, respondía: «Los que tienen sagradas obligaciones que cumplir no pueden ni deben gastar el tiempo pavoneándose por los palacios del César».
En posesión de un pingüe patrimonio que aumentó por la sobriedad de sus gastos personales, tras fundar un mayorazgo para su hermano Diego y descendientes directos pon sus bienes de Peñalva, Villabañez, y otros pueblos de traspasar a su hermano Diego todas sus haciendas y bienes raíces de Barco y Piedrahita y 50.000 ducados de oro, aplicóse a hacer fundaciones piadosas. En Sigüenza dotó con largueza la festividad del Nombre de Jesús. Hizo fundación: 12 dotes de 50 ducados cada una «en cada año perpetuamente» para otras tantas doncellas pobres naturales de los obispados de Palencia y Sigüenza.
Edificó y dotó con 225.000 maravedís de renta anual la Iglesia de la Magdalena de Valladolid, construyendo frente a ella casa donde vivirían los trece capellanes. El motivo que le impulsó a edificarla lo dice claramente la escritura fundacional fechada en Sigüenza a 6 de septiembre de 1567: “Nos, dice, D. Pedro Lagasca, Obispo y Señor de Sigüenza, Obispo que fuimos de Palencia, del Consejo de S.M., fundamos y edificamos la Iglesia de la Magdalena de Valladolid y la dotamos para suplir las faltas que tuvimos en celebrar sobre todo en tiempos de N. S. el Emperador Carlos V, en la visita de los tribunales del Reino de Valencia y en la defensa de aquel Reyno, y de las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza, y cuando en 1542 atacó el turco con el francés, y en la ida al Perú; y así que en más de ocho años casi no dijimos misa (no nos atrevimos) aunque teníamos las licencias para no caer en irregularidad”.
Amante de conservar las tradiciones españolas pidió y obtuvo licencia de Pío IV, por bula de 14 de octubre de 1864, para que en la Iglesia de la Magdalena, que se autorizaba a fundar, se dijeran dos misas cada mes en rito mozárabe. “De tanta devoción y uso en España y en tiempo de las persecuciones dentre los cristianos, y porque no hay razón que oficio tan antiguo caiga en olvido”.