Nov 062014
 

Alberto Escalante Varona.

Universidad de Extremadura.

       1.      Introducción: hacia una biografía poética

            La biografía de Luisa de Carvajal resulta realmente controvertida a ojos del lector contemporáneo, ajeno por completo a las circunstancias morales del ambiente contra-reformista en que la sociedad española estaba imbuida a finales del siglo XVI, de tal modo que resulta un personaje “dislocado” fuera de su contexto (García-Verdugo, 2004). Igualmente, eso no nos impide realizar un juicio crítico de los excesos físicos y psicológicos a los que nuestra autora se vio sometida, tanto por voluntad propia como ajena, durante su corta e intensa vida.

            Sin embargo, no nos interesa en esta ocasión adentrarnos en una polémica que nos ha dado interpretaciones muy diferentes. Fuese Luisa de Carvajal una mujer independiente y de fuerte carácter[1] o de débil naturaleza y anulada voluntad[2], lo cierto es que todas las versiones coinciden en varios aspectos: fue hija de su tiempo, lo que forjó en ella una personalidad a contracorriente, individualista a la vez que abierta al bien social, y presa de una religiosidad exacerbada. Sus circunstancias biográficas, por último, son tan intensas que constituyen un excelente punto de unión entre el punto de vista histórico y el literario: cuando decimos que fue “hija de su tiempo” nos referimos a que forma parte de un complejo aparato cultural e ideológico que condiciona su producción escrita. Luisa de Carvajal lee textos bíblicos, relatos de mártires y poesía mística[3]: lecturas habituales en aquel momento[4] que configuran su carácter a la vez que la empujan a tomar las decisiones que marcarán su devenir vital. Por último, el proceso se cierra en sus propios textos: derivan de todo ese corpus manejado por la autora, a la vez que reflejan sus propias vivencias y anhelos.

            Una mujer que construye su personalidad a partir de duras vivencias y lecturas místicas que decide imitar en su vida cotidiana, lo que da por resultado nuevos textos llenos de capas, interesantes tanto para filólogos (a la hora de rastrear sus fuentes) como de historiadores (para el estudio de los modelos culturales de la época). Y consideramos que el recurso literario del locus amoenus sirve de ejemplo perfecto para analizar esta doble vertiente: como herencia de una tradición que proviene ya de la literatura clásica, aunque a través del filtro de autores cristianos, y como creación de una autora que mira a su interior, como consecuencia de un camino espiritual de purificación que decide recorrer y en la que estos paisajes construirán profundas alegorías[5]. Por ello, y una vez realizada la pertinente presentación, analizaremos brevemente la configuración de las diferentes manifestaciones de los “paisajes espirituales” en la obra de Luisa de Carvajal y Mendoza, rastreando brevemente sus fuentes literarias y biográficas, y señalando cuál es su función.

 

  1. La configuración de un espacio idílico personal

 

            En su edición a las Poesías completas, García-Nieto (1990: 22-39) se centra en el estudio de las metáforas e imágenes empleadas por nuestra autora[6]. Son recursos centrales en su obra (al igual que en la poesía mística de por sí), hasta formar “acumulaciones metafóricas o sartas metafóricas” puras de clara tendencia barroca. El miedo al infierno, las flores como algo “caduco y perecedero”, el mar como amenaza de naufragio o ahogamiento, el puerto como cielo, el plomo como símbolo de pesadez y tinieblas, las fieras que estorban en el camino, el alcázar como protección, el fuego y la luz como medio de dolorosa purificación, la ambientación bucólica pastoril, el amor divino entre creyente y Dios y otros elementos conforman un variado aparato simbólico que tiene como base la identificación entre jardín y alma, que fusionados transmiten “tranquilidad y quietud” bajo la atenta mirada de Cristo, el “Amado”. Sobre este completo aparato alegórico nos hemos centrado para analizar los textos de Luisa de Carvajal, pero siempre desde dicha identificación base.

 

            El recurso del locus amoenus en la obra de Luisa de Carvajal se localiza prácticamente en su vertiente poética, si bien para tener una perspectiva general debemos consultar también su Epistolario y sus Escritos autobiográficos. Aunque los límites de esta comunicación impiden un análisis exhaustivo, aludiremos a dichas obras complementarias cuando sea preciso[7].

            Dos son los dos pilares que articulan la experiencia religiosa de nuestra autora: la evangelización y la mística. Transversal a ellos será su concepción de la vida terrenal como una simple estancia temporal que le lleva a despreciar todo tipo de comodidades y a experimentar mortificaciones corporales[8]; lo único que sostiene esta existencia asumida como  insignificante es su férrea voluntad de transmitir a los “paganos” de su siglo la Palabra de Dios, aunque también entendida esta actitud en términos de martirio.

            Sería aventurado señalar que Luisa de Carvajal fue una poeta al mismo nivel que otros de su tiempo como Santa Teresa o San Juan; ya no solo en lo relativo a la calidad de su obra sino también a la intensidad de sus experiencias místicas. Sin embargo, la lectura de sus poemas evidencia su intenso deseo de ser también partícipe de dichas vivencias que, recordemos, formaban parte del acervo de lecturas que la habían acompañado desde la infancia y del ambiente cultural religioso del momento. Es por eso que en su poesía emplea recursos místicos (que los mencionados autores emplearon[9]) como la ambientación pastoral, la búsqueda del amado y el vocabulario bélico para expresar su voluntad de vivir una experiencia inefable y mortificadora que la haga merecedora de una gloria eterna tras la muerte.

            Por tanto, ambas vías configuran una poesía comunicativa en la que el sufrimiento de la poeta será el motor de la expresión. Terribles experiencias personales que, no obstante, sirven para conformar un mundo interno en el que la autora tiene que refugiarse. La profunda devoción que guía su crianza cuando niña y adolescente explica, junto con las múltiples lecturas a las que tiene acceso, la creación de un mundo en el que el locus amoenus clásico se une con las corrientes místicas en boga: un mundo donde Luisa de Carvajal es única protagonista, pero en el que desecha su papel activo para convertirse en personaje pasivo, llevado hacia la plenitud espiritual de la mano de Jesucristo transmutado en pastor. La niña que gustaba ser el centro del corro de mendigos que esperaban recibir de ella regalos, alimentos y limosna[10] ahora ha anulado su propia personalidad supeditándola a la voluntad divina. Hay poco de la voz independiente de Luisa de Carvajal en sus poesía: en todas ellas relega su ser y sus anhelos al “amado” al que ansía alcanzar desesperadamente

[11], y que la lleva por caminos de gozo y tormento para poner a prueba su fidelidad[12].

            En la configuración de los paisajes participan también elementos comunes a todo el poemario, como indicábamos, extraídos de las numerosas fuentes que maneja la autora: la influencia pastoril bucólica de herencia clásica y pasada por el tamiz de Fray Luis[13]; el vocabulario amoroso místico potenciado por la lectura cristiana del Cantar de los Cantares; la escritura a través de pseudónimos (siendo el principal Silva, pastora devota que manifiesta sus sentimientos amorosos); el tópico del locus amoenus, que pese a las múltiples diferentes interpretaciones a lo largo de su larga trayectoria (algunos sitúan su origen ya en Homero[14]) conserva sus caracteres configuradores intactos (Márquez Guerrero, 2001-2003: 286)[15]; y la vida de Jesús narrada en los Evangelios con especial incidencia en los misterios del Nacimiento y la Eucaristía y en los sufrimientos de Pasión. El propio ambiente cultural de la época recoge la poesía petrarquista, la lírica erótica árabe, los profetas bíblicos, los Salmos, las miradas y abrazos como símbolos amorosos, los Padres de la Iglesia y un amplio conjunto de imágenes populares que, en suma, envuelven a Luisa de Carvajal y traslucen en toda su producción poética.

            Silva se convierte en protagonista de un camino de purificación, legitimado y promovido desde el instante primero de la vida de Cristo. Ello explica también que las sensaciones que le produce la contemplación del Nacimiento sean las mismas que frente a los signos de la Pasión, o que cuando imagina la estancia en los jardines paradisíacos del alma: pasado, presente y futuro se fusionan, anhelos y realidad se confunden.

            Así pues, los paisajes servirán de escenario alegórico para todos los estadios de este camino espiritual. La naturaleza divina extiende sus ramificaciones a lo largo de todos los recovecos del recorrido, simbolizando los estados de ánimo de nuestra poeta y sus creencias: la contemplación de los misterios, la promesa de vida eterna tras la muerte, la necesaria soledad en el proceso de purificación… Todas estas experiencias tienen lugar en un variado catálogo de paisajes que van desde ambientes bucólicos hasta mares embravecidos, desde campos al aire libre hasta fortalezas y ciudades inexpugnables.

 

  1. Los “lugares amenos” en la poesía de Luisa de Carvajal

            Luisa de Carvajal, siguiendo el ideario cristiano, considera la salvación encarnada en Cristo como un plan divino de enormes proporciones, un gran misterio teológico que abarca toda la historia de la Humanidad a la vez que se concreta en dos instantes en la figura de Jesús: el Nacimiento y la Pasión. Por eso mismo, tanto las escenas ambientadas en el pesebre de Belén como la contemplación del Cristo crucificado, o el momento de la comunión, o las figuraciones metafóricas que llenan todo el poemario, comparten el mismo contenido religioso y caminan hacia un mismo objetivo: el “jardín espiritual”.

            Se configuran, bajo esta perspectiva, una serie de paisajes maravillosos, tanto por sus encantos como por sus peligros, y con un profundo carácter onírico: en alguna ocasión el sueño, habitual vía de contemplación y revelación ya desde la Biblia, es el medio por el que Silva vive la experiencia de cercanía con el amado[16]: al dormir junto a él, el cuerpo descansa, pero el alma está despierta por causa del amor.

3.1 El camino de perfección

            Señala Cilveti (1974: 59-62) a propósito del camino como símbolo del desarrollo en la literatura mística:

         El simbolismo de desarrollo sugiere la intuición que el místico tiene de la vida espiritual como progreso a través de las etapas de purificación, iluminación y unión. Están en primer lugar los símbolos que dan una visión de conjunto: “Vía mística” […] Otros describen los períodos de la vida mística […]. En las diferentes maneras, todos ellos cuentan la historia del progreso del alma: la salida de los intereses sensuales, las dificultades del camino, […] y su impulso, que es el amor.

            Pero, y sin que ello anule esta definición, el que Luisa de Carvajal emplee el camino como símbolo del proceso de purificación espiritual prueba lo que señalábamos antes: en la imagen que construye no encontramos digresiones sobre la experiencia mística y sus pasos, sino más bien el empleo de un símbolo ya topicalizado y cuyo contemporáneo inmediato es San Juan de la Cruz. Lo que no impide que emplee una serie de recursos propios que procedemos a presentar.

 

3.1.1 Una experiencia inefable

            La experiencia de este camino es imposible de describir. “Aunque de aquesta aventura / mucha parte en no decilla / consiste, que a maravilla / el silencio la asegura”[17], manifiesta Silva ante las preguntas de su amiga pastora acerca de la identidad de quien la ha prendado de amor. Esta “aventura” ni puede ni merece describirse con detalle: la naturaleza divina del amado dificulta cualquier tipo de explicación fiable en términos de experiencia sensorial: como más adelante indica, los milagros y misterios surgidos de Cristo “son maravillas tales, / que sólo el que pudo hacerlas / es el que sabe entenderlas, / que a su saber son iguales”[18]. De este modo, la contradicción mística queda protegida en su propia condición inexplicable, que remite a un poder divino inabarcable para el entendimiento humano. Según Cilveti (1974: 51-52):

         ¿En qué consiste la inefabilidad de la experiencia mística? Es bastante común definirla con la siguiente comparación: así como el vidente no puede comunicar la naturaleza del color al ciego de nacimiento, tampoco el místico puede comunicar sus experiencias al no místico. […] La comparación es incompleta, pues la ceguera afecta también al místico, que se reconoce incapaz de entender sus propias experiencias […] La inefabilidad de la experiencia mística consiste, pues, en que no puede ser comprendida ni comunicada por el místico. De esto se sigue que el no místico, aparte la ceguera natural, no tiene la oportunidad de entenderla. En cambio, puede investigar cómo funciona el lenguaje místico. El punto de partida de la indagación es que los fenómenos místicos pueden ser experimentados, pero no conceptualizados. Mas, si las palabras corresponden a conceptos, no habrá lenguaje donde no hay conceptos. Por tanto, la inefabilidad no es sólo de grado, sino absoluta.

            Por ello se necesitan símbolos para poder acercar lo inefable al entendimiento del lector (“el lenguaje místico, no obstante las apariencias en contra, no es descriptivo, porque la experiencia mística es totalmente indescriptible”; Cilveti, 1974: 53); y aunque la experiencia mística no se perciba mediante los parámetros de lo sensible y por tanto tampoco puedan emplearse para su descripción, el poeta místico se ve impelido a recurrir a ellos para conseguir transmitirle de manera comprensible una verdad espiritual al lector. A partir de aquí, la triple y progresiva clasificación de estos símbolos “ha de hacerse atendiendo a las diferentes maneras en que la experiencia mística es percibida por el místico” (Cilveti, 1974: 54): intuición de presencia (experiencias sensoriales, símbolos de los sentidos espirituales), intuición de progreso (procesos, símbolo del desarrollo) e intuición de unión (relaciones entre personas, símbolos de unión).

            En nuestro caso, el camino es el símbolo del progreso, que tiene como meta la unión marital; pero todo ha de partir del simbolismo “dinámico” de la experiencia sensible, “percepción inmediata de la presencia de Dios” (1974: 55).

            El modo de recepción y conocimiento de este locus (y el consiguiente significado de salvación que contiene) es fundamentalmente la mirada (definida “por relación a la luz, que es la causa, el medio y el objeto de la visión […] y que, por su contraste con las tinieblas, determina la naturaleza de la contemplación mística”; 1974: 56). La poesía de Luisa seguramente surja de la contemplación de imágenes de Cristo crucificado o del Niño en el pesebre, así como de numerosas imágenes tópicas muy plásticas descritas con todo detalle. La mirada de Cristo es herramienta que “arrebata” a Silva, cuyo corazón, “que en nada resistía”[19], se ve impotente ante el poder del amado: Silva ha de “aparejar” su pecho para convertirlo en “morada” a petición de Dios, que “por suya la señalaba”.

            Pero también el sonido (el oído “percibe la palabra de Dios o su mensaje en las criaturas”, asemejándose dicha Palabra a música armónica con la que las criaturas expresan lo que de Dios hay en su alma; 1974: 57). Bien puede ser la voz del pastor apacigua las quejas de Silva (“Y luego que a mis orejas / su voz sonora llegó; / como el alma derritió, / deshiciéronse mis quejas”), llenándose el jardín del encuentro de “apacible ruïdo” y “silbos del austro amable”[20], o bien las aves que cantan alegres en el Nacimiento. El sonido puede incluso ser negativo, como “los fuertes bramidos / de fieras”[21] que rodean a Silva pero sin intimidarla en el camino tortuoso hacia el amado. Añadamos el “trascendiente olor” que despiden las flores ante la presencia de su creador, el gusto al que remiten los frutos del jardín (olfato y gusto “expresan el lado deleitable de la experiencia mística”; 1974: 58), el contacto directo con el amado al dormir sobre su pecho[22], y la experiencia sensorial así se completa[23].

3.1.2 Amores pastoriles

            Igualmente, para que el contenido sea inteligible deben emplearse también otras metáforas de fácil calado, y en este sentido la ambientación pastoril es indispensable para que el tópico del locus amoenus quede completamente configurado: siguiendo el canon estilístico de la época, Silva es pastora bucólica que manifiesta sus dichas y desdichas de amor. Señala Cilveti (1974: 61-62):

         La segunda forma del simbolismo de desarrollo es de romance interior, de secreto drama de amor entre el Amante y el Amado. Muchos lectores encuentran aquí la parte más bella de la literatura mística, pero también la más ambigua. […] El “juego” de amor, la “caza”, las “heridas”, las “huidas” súbitas, las “ausencias”, la “pena” de los amantes y, finalmente, el reposo en los “brazos” del Amado, son notas comunes del lenguaje del peregrino en la mística universal. […] Pero el significado de toda esta alegoría erótica es espiritual […] Y en cualquier trecho del camino se hace sentir la noche. […] Hay que señalar, por fin, que el simbolismo de desarrollo no puede explicarse con independencia del simbolismo de los sentidos espirituales, pues las heridas, penas, etc., se perciben por los sentidos espirituales. Además, todas las etapas del camino participan y en cierto modo contienen el simbolismo de unión.

            El enamorado de Silva será, evidentemente, Cristo, pastor como ella, vigilante de su rebaño. Pero hasta ahí acaba la equiparación: el amado estará dotado de una belleza perfecta, por cuanto que es Dios. Señala García-Nieto (1990: 35-36):

                        […] este término de pastor que se identifica con Cristo experimenta una doble vía de desarrollo. En primer término, los espirituales que se sitúan en la vía ascética más que en la mística […] conservan intactos los aspectos bíblicos de la imagen. Por el contrario, aquellos que han dejado atrás la veta ascética, van progresivamente pergeñando desarrollos más elaborados de la metáfora. En efecto, en tales casos predomina la carga bucólica frente a la envoltura mística. Hallamos, pues, un pastor enamorado que va en busca de la oveja=alma. […] En la poesía de doña Luisa el pastor es el Amado en quien se aglutinan dos facetas: al tiempo que da muestras de fortaleza y defiende a la Amada, es sumiso y delicado como los corderos.

            Una belleza, además, que entronca con lo inefable antes expuesto: “garzo color” de ojos, “piedras diamantinas”, “castaños cabellos […] más que aquese sol dorados”, “color soberano / cual primavera florida”, “frente esclarecida […] con los arcos de solaz”, “nariz afilada / de notable perfección”, “boca y labios […] rojo carmesí” “manos como la nieve”, “rubicundas heridas […] entre lo blanco esculpidas”[24]… Toda una serie de elementos que nos describen a un ser en el que las virtudes del locus amoenus quedan materializadas: los atributos físicos se expresan mediante metáforas en las que el término imaginado pertenece al orden de la naturaleza.

            Silva manifestará su pasión amorosa hacia el pastor principalmente a través de diálogos, recurso necesario en la literatura pastoril (por cuanto a través de él los pastores confiesan sus sentimientos amorosos) y que en este caso adquiere tonos didácticos. Ante las preguntas de otra pastora Silva responde con promesas de fe satisfecha y felicidad. Véase cómo la pastora le increpa a Silva por qué descuida sus obligaciones[25]:

-Más dime: ¿por qué así dejas

esparcidas las ovejas

sin tener dellas memoria?

[…]

Que mal se puede encubrir

el alma que está sujeta

a la dorada saeta.

            A lo que Silva responde:

[…] Y si quieres escuchar,

pues me preguntas, diré

que puse toda mi fe

adonde no puede errar.

Y pienso yo que la tuya,

oyéndome, quedará

tan prendada, que podrá

no tenerse más por suya.

            Se nos deja entrever que este ambiente es de calma y seguridad totales: en el papel de pastora Silva no teme ningún peligro, puesto que tanto su propia labor como el entorno donde la realiza la protegerán de todo daño. Acogerse a Cristo de una manera tan profunda hasta mimetizarse con su función como pastor guardián (el Buen Pastor) es lo que la resguardará. Y aun así nuestra protagonista vive en una situación de incertidumbre, abierta a los peligros externos: amenazada por el amor, Silva descuida sus funciones. Desatender a sus ovejas implica también desatenderse a sí misma. La pastora que plantea la pregunta se da cuenta de que esta situación se debe a que Silva ha caído presa del amor.

            Habla entonces Silva, y pese a lo que nos podía parecer en un principio, no siente miedo ante la “lanzada” de amor que supuestamente la ha apartado de sus responsabilidades protectoras: más bien, su “descuido” es solo aparente, y responde a haber entregado su fe, su confianza ciega, a un ente desconocido que, apartándola del error, la llevará por camino seguro. Más aún, por medio de la palabra, de este discurso, la interlocutora de Silva también puede quedarse “prendada” de esa misteriosa fuerza arrebatadora, ante la cual Silva ya ha perdido todo dominio sobre sí misma.

            Otro ejemplo encontramos en el diálogo entre Silva y Amari, su prima[26]:

¿Cómo, di, bella Amari, tu cuidado

estimas en tan poco, que, olvidada,

de quien con tanto amor eres amada,

te empleas en el rústico ganado?

¿Háte la vana ocupación comprado?

¿qué nigromántica arte embelesada

te trae, y de tu bien tras trascordada?

¡Ay, alevosa fe! ¡Ay, pecho helado!

            Volvemos a la imagen inicial, el diálogo de dos pastoras, pero ahora es Silva quien le increpa a Amari su negocio. Ahora entendemos por qué Silva descuidaba a sus ovejas: eso no era sino una actividad pasajera, poco relevante en comparación al pastoreo espiritual de su amado. Frente al “pecho helado” de Amari, Silva prefiere vivir inflamada de amores. Por eso mismo le recomienda a Amari que siga su mismo camino y “descuide” a su rebaño. Considerar al pastoreo “arte nigromántica” resulta chocante, pues revela una naturaleza diabólica oculta en lo que es, al fin y al cabo, una obligación: para Silva, sin embargo, el aislamiento del mundo externo y “vano” ha de ser total.

Vuelve, Amari; repara que perdiendo

vas de amor el camino; digo, atajo.

Y ese que llevas, ancho y deleitoso,

suele mañosamente ir encubriendo

entre las florecillas, y debajo

de verde hierba, el paso peligroso.

            Curioso también el paisaje que se nos presenta: un locus amoenus afable que oculta la verdadera condición abrupta y dañina del “camino” de la vida de pastoreo. Frente a esto, Silva propone el camino del amor. Lo que Silva no le cuenta a Amari, pero que nosotros sí sabemos a raíz de la lectura de otros poemas, es que dicho camino está lleno de contratiempos y dolores.

3.1.3 Un camino de sufrimiento

            Y es que para Luisa de Carvajal el camino de purificación no es fácil: imbuida en su vida cotidiana en un continuo ejercicio de mortificación y menosprecio de la vida terrenal, considerada como algo pasajero y mero trámite hacia la felicidad eterna tras la muerte, en sus poemas se advierte un plan de vida que comprende una férrea voluntad evangelizadora unida a una incansable búsqueda de perfección espiritual, que la lleva a soportar dolores tanto físicos como psicológicos[27]. Todo ello deriva de la promesa de Salvación que surge desde el momento mismo del nacimiento de Cristo: en el pesebre Luisa ve “la vida que expiraba, / con lo cual muerta dejó / a la muerte, y vida dio / al alma que muerta estaba”[28]. El niño al morir mata a la Muerte, lo que justifica el desapego humano hacia una finitud ahora anulada.

            Cuánto más acentúan los versos a Amari, por tanto, la especial concepción del mundo que tenía nuestra poeta: los placeres de la vía mundana en realidad esconden una mortificación indeseable, porque no conducen a nada; sin embargo, los tormentos de la vía espiritual son anhelados, puesto que llevan a la gloria eterna. El trasfondo de todo “camino ameno” aparente es una verdadera eterna estancia en una senda pedregosa; sin embargo, si el camino visible no es nada apacible eso significará que la recompensa sí será, al fin, la estancia en el jardín.

            Como vemos, esta vía de comportamiento y pensamiento puede emplearse como recurso literario, bajo la forma explícita de un auténtico camino. Cuando Silva abandona la “cabaña”, refugio seguro en una montaña que ya intuimos abrupta y llena de peligros (la “más áspera y más fragosa”), encontramos un nuevo paisaje que simbolizará los tormentos por los que debe pasar el cuerpo en el proceso de purificación del alma.

            Este abandono, sorprendentemente, lo ha causado el propio amado (“si huiste / […] lo causó / aquella belleza extraña”): se incide de nuevo en su carácter inefable (“extraño”) y arrebatador, hasta el extremo de aislar a la amada de todo lo que hay fuera (“dejarlo todo / cuando fuera dél se halla”). Por tanto, aventuramos a interpretar que la cabaña de la que Silva huye es una falsa comodidad: el amado ha empujado a Silva a huir, la ha “arrancado” de su hogar y la ha sacado a un lugar inhóspito. Silva va en busca de su amado, donde sabe que encontrará la felicidad y la paz, pero el camino será duro: pisará “agreste tierra / de espesas zarzas poblada”. Este sufrimiento le hará dar “grandes suspiros […] / apremiada del dolor / que la consume y acaba”; quejas que no tienen desenlace feliz establecido[29], ya que Silva, aunque sabe que su amado será remanso de paz, todavía seguirá caminando, “esperando en quien puso toda esperanza”. Pues el amado se esconde de Silva “como de enemiga declarada”, pero aunque la atormente no la halla “cansada / de sufrirte y quererte[30]”. Y Silva se asemeja a una “sincera palomilla” que ansía[31] volar y acogerse “a la ciudad soberana / de mi refugio y defensa, / a do no llegan ni alcanzan / los males de aqueste suelo / en que vivo desterrada”[32]. La conexión está clara: la ciudad de Dios, la vida eterna en el cielo, el paraíso más allá de la tierra temporal. El locus amoenus aquí tiene forma de urbe: allí Silva vivirá libre de males, pero no considera como tales a aquellos sufrimientos que le sirven para perfeccionarse y purificarse por medio del dolor (como acabamos de ver), sino a los propios de la existencia terrenal[33].

3.1.5 Una dolorosa alianza por amor

            Y es un camino de amor, donde se aúnan el sentimiento de pasión espiritual ardiente y el necesario sufrimiento de cuerpo y alma[34]. El progreso místico concluye aquí (Cilveti, 1974: 63-65):

         El simbolismo de unión representa la culminación del simbolismo místico porque la experiencia de unión es la etapa última de la vida espiritual. Como la unión es de amor entre personas (hombre-Dios), el simbolismo de unión se vale de toda la gama del amor personal: paternidad, fraternidad, amistad, etcétera, hasta el más íntimo del matrimonio. […] Y como la unión constituye el término de la vida espiritual, es natural que algunos místicos contemplen todas las etapas de la vida mística en la perspectiva del matrimonio. […] La posesión sobreviene en la unión, en que el alma es “deificada por el contacto con la sustancia divina. […] Al no encontrar imágenes aptas en el mundo de las relaciones personales […] los místicos recurren al simbolismo del fuego, el agua, el aire, el vino, el pan, para expresar la nota transformante de la unión.

            Así pues, se emplea un intenso vocabulario donde el fuego es abrasador en su misión purificadora y las referencias bélicas ejemplifican los daños del alma asemejándolos a heridas físicas. Incluso los signos de la Pasión son ejemplo para Luisa, y los emplea como símbolos de entrada a la vida plena: es deseable seguir el ejemplo del martirio de Cristo[35]. Por ello, imágenes tan violentas como las que nos evocan sus textos están presentadas con unos efectivos recursos retóricos: las saetas de Amor son doradas, se sabe que el doloroso ardor del alma es beneficioso, las heridas de Pasión se asemejan a flores, las heridas de lanza “abren puertas” al “pecho divino” del amado.

            Se trata de una alianza entre Cristo y creyente: la fe se dibuja como una relación entre un hombre y una mujer, pero en este caso diferente a la figuración alegórica de San Juan de la Cruz por cuanto Luisa de Carvajal lo plantea desde una perspectiva personal, una falsa biografía: es ella misma la que se convierte en verdadera protagonista de los poemas de encuentro amoroso y la que desea ser merecedora del amor divino. Pero puesto que este amor se encuadra en un exigente camino de perfección, el Amado, a tenor de su carácter divino y superior por tanto a la amada, exigirá que la relación sea de entrega total. Bajo pena de condenación eterna (los que resisten la “angélica grandeza” de Dios “muy injustamente incurrieron / en culpa de eterna muerte”[36]) se establece así una promesa irrompible: un enlace semejante a un matrimonio con el mismísimo Dios. Se entiende esta relación amorosa como una justa compensación de la Humanidad hacia Cristo, construida sobre los signos de Pasión: se “entra” en Jesús por su llaga derecha (“abrió para entrar en Sí / una puerta, que yo vi / rasgada en su diestro lado”). Y puesto que Dios ha “amado primero” dándole a Silva “en el madero / la vida que me faltaba”, esta solo puede corresponderle amándole también.

            Igualmente, al hablar del pastor lo hace en términos de “amo/esclava”: el pastor se promete en matrimonio (“Que Esposo fiel me sería, / sin que jamás mé faltase; / pero que no le olvidase / ni le hiciese alevosía”), pero solo bajo promesa de que Silva jamás le abandonará[37]. Esta acepta, ofreciéndose a pena infernal si lo incumple (“Antes que tal me acontezca / […] en el infierno metida / en cuerpo y alma padezca”). La consiguiente felicidad “marital” es lo que le promete Silva a la pastora si sigue sus pasos (“buscalle es lo más dichoso; / que hallarás puerto glorioso / cuando le llegues a ver”). El gozo es tan intenso que tiene que comunicarlo, transmitírselo a otros[38].

            Aun así, y como señalábamos, esta promesa implica recorrer el tortuoso camino del Amor. Pero Silva se empeña en ello, dando cuenta de su irrenunciable promesa[39]:

Y entre ti y tu dulce Bien,

hecha ya ley asentada

con mil solemnes promesas,

y dádole la palabra

de que siempre serás suya,

y te tendrás par su esclava,

y que será tu blasón

verte por él aherrojada;

a romper dificultades

de continuo aparejada.

            Tan intenso es este sentimiento de deuda y pertenencia que Silva lo extrapola incluso al Niño recién nacido, que pese a lo gozoso de la situación no duda en proferirle a su amada intensas palabras que reinciden en la promesa[40]: “«¿Cómo desechas / (¡ay!, dulce enemiga mía), / tal amante y tal esposo, / que por ti pena y suspira? / […] Yo te obligaré a que me ames, / dejándote tan herida / de mi amor, que no descanses / ni un punto sin mí, alma mía”.

 

3.2 El jardín del alma

            Vistos ya los componentes básicos (la ambientación pastoril, la relación amorosa entre Cristo y Silva, la finalidad doctrinal del poema, el proceso de purificación a modo de vía tortuosa), queda por configurar el desenlace del camino, el locus amoenus final en la persona de Cristo; inicio (en el Nacimiento), medio (en la Pasión), impulso (en la promesa) y meta, en el jardín espiritual, donde vegetación, luz y agua tendrán importantes funciones simbólicas[41].

3.2.1 Exuberante vegetación

            El jardín es, ante todo, metáfora de la alegría espiritual que recibe el alma que renace cuando acoge a Cristo y cree en su promesa de salvación. Se estructura de acuerdo con los parámetros clásicos, uniéndose la tradición clásica con la lectura cristiana del Cantar de los Cantares. En él hay flores y frutos que representan la abundancia de dones positivos y la alegría de la resurrección, consecuencia de la sumisión de la naturaleza (en este caso, el alma) a Dios.

            Y es que hasta la naturaleza espiritual reacciona cuando su señor soberano[42] hoya en ella, al igual que la naturaleza física también lo hacía en los milagros bíblicos (recordemos a Jesús parando la tempestad del mar, o secando la higuera, o el repentino anochecer durante su crucifixión); Dios aparece representado en el pastor cuyos pies reposan sobre la “menor naturaleza” espacial que ha de sostener su “angélica grandeza”. Ante Él, es normal que el alma de Silva “resucite”: no es casual que ante la mirada del pastor y su pregunta de si ella le ama, nuestra pastora responda afirmativamente con un “¡Por ti muero!”. Solo entonces, cuando Silva acepta morir por Cristo al igual que Cristo sufrió en el madero por ella, este penetra en el alma de Silva junto a ella (“de la mano me asió, / y en mi jardín se metió”[43]).

            La visita de Dios al jardín del alma también supondrá también la resurrección vegetal, como símbolo de la propia resurrección en cuerpo y alma que Cristo experimentó y que se erige como la recompensa final para todo aquel que, como Silva, deje que Dios penetre en su alma (su jardín, en definitiva): es decir, lo que Silva experimenta en su interior es solo anticipo de lo que confía recibir tras la muerte, tras su perecedera existencia corporal llena de sufrimientos[44]. La reacción del jardín es portentosa: las flores “trascendiente olor” vierten, el verdor se viste “de alegría y frescura”, los “casi secos frutales / echaron hojas, y fruto / dieron luego por tributo / conforme a sus propiedades”. Al igual que Cristo resucitó, también lo hace Silva, completándose así la metáfora de identificación total de la amada con el Amado. Se nos dibuja un precioso y plástico entorno: todo florece (azucenas, jazmines, mosquetas, tornasoles, alelíes, claveles, rosas, violetas), pintado con todo tipo de vivos colores azules, blancos, dorados, rojos, violetas. Y en el enlace de los tallos de los claveles, rosas y violetas encontramos la clave que nos permite interpretar este jardín floral (“los claveles y las rosas […] sus lazos entretejidos”): en su exuberancia botánica encontramos el amor revivido de los amantes, la felicidad capaz de generar nueva vida, la “frescura” contraria a lo anteriormente marchito; de hecho, esta naturaleza solo puede reaccionar de esta forma cuando está en presencia de su Hacedor. Nueva metáfora, por tanto, que revela la sensación de reverencia, respeto y admiración del alma hacia su creador, a quien ahora por fin conoce en una experiencia íntima e inefable, solo expresable por medio de imágenes como esta. Al igual que Abel, el jardín entrega sus frutos a su creador: imagen muy sugerente, que expresa ya no solo un lugar lleno de bella apariencia externa sino también de utilidad, de vida que es capaz de reproducirse (imagen conforme a su metáfora fuente: los amantes unidos que crean vida en la naturaleza, no generada de ellos mismos). Aquí se confirma lo que antes se intuía[45]: ante la mirada de Dios declara Silva que “mi invierno en primavera / se trueca, y su secura / en dulce y amenísima frescura”[46].

            Situación que se repite en la representación del Nacimiento, donde el lugar ameno es ahora una “graciosa isleta”[47] aislada del mundo por medio de un río (soledad acentuada también en que el Niño carece de compañía). Recordemos la idea del agua como medio purificador, aquí también como elemento delimitador que protege la sacralidad de tan crucial momento. El Niño, “florido Abril”[48] (en relación con la generosidad “primaveral” con la que derrama los bienes de su Salvación) está rodeado en un “verde asiento / […] de fresca hierba adornado”, completando la escena un olmo, aves que cantan y el sol al atardecer. Y aquí Dios disfruta, aun a tan temprana edad, de su poder sobre la naturaleza, “señoreando” la “clara agua cristalina” del río, que reacciona “contenta y placentera” ante su “hacedor” batiendo en las orillas de la ribera. Posando sus ojos en “sus criaturas” las “viste” de “gloria y lindeza”, y llena de flores los “campos amenos” que le rodean. Comienza a dibujarse el paisaje ameno, paradisíaco, producido por el milagro del nacimiento y la alegría que experimenta la tierra ante la encarnación de su creador, que ahora puede habitar en ella. Cielo y tierra quedan conectados por medio del ocaso reflejado en las aguas del río[49].

            Se identifica además la morada primera de Dios con un alcázar, fortaleza inexpugnable, y el alma de Silva con una sierra, entorno natural donde es posible que se cultive el jardín divino. Y otra vez vemos la consecución de la resurrección: la morada del alma de Silva, antes “albergue pajizo”[50], ante la llegada de su huésped, el creador, se vuelve por acción de este un “paraíso”, “cielo”, y por consiguiente “hecha también diosa el alma”; un lugar ameno que incluso diviniza al receptáculo humano al contener en su espíritu a su amado Dios, permitiendo así que se identifique plenamente con Él.

            Y solo en el jardín Silva podrá dormir junto al Amado, máximo de unión corporal al que aspira semejante relación[51]. Es el pecho del pastor “florido y saco lecho”[52] rodeado de ninfas a las que Silva les suplica que la cerquen de “odoríferas manzanas” y “amenas flores”, para con ello aplacar su abrasión del alma. En esta preciosa estampa que describe el encuentro entre los amados y el contacto físico directo, en una escena tan apacible como una siesta, esto alcanza niveles casi extáticos cuando todo se revela como metáfora de la asimilación de Cristo en forma de hostia durante la comunión (de ahí el subtítulo del soneto: “al Santísimo Sacramento; en que habla el divino Verbo inmenso con el alma que le está recibiendo de las manos del sacerdote”). Silva así consigue entrar (por medio de la llaga del costado) en el paraíso espiritual, en el jardín: Cristo se transmuta en flores sobre las que la amada descansa, a la vez que se abrasa de amor con el contacto directo; flores de belleza que revelan la existencia de abundante vida allá donde está el amado. La presencia de ninfas completa el carácter idílico, primaveral y espiritual del entorno.

3.2.2 Cristo como luz

            Cristo aparece representado en el jardín ya no solo como su señor sino también como fuente de luz, lo que simboliza su naturaleza divina y celestial. El pastor es la “aurora”[53], y aceptarle se traduce en que una estrella disipe las tinieblas; la ausencia de Dios, por el contrario, implicará que al “ponerse el sol” todo sean “tinieblas palpables”. Solo así, al “romperse” la “tenebrosa nube que de mil modos” atormenta a Silva, el miedo desaparecerá y el jardín podrá renacer. Es la mirada de Cristo, a la vez humana y divina, la portadora de esta luz[54]; incluso puede penetrar repentinamente en el alma de Silva en forma de estrella fugaz que cae a la Tierra (“la luz de una gran estrella / […] como rayo ligero / del cielo en la tierra daba / […] al tercer asalto, asestaba, / Nise, en medio de mi pecho, / y dentro de él se me entraba”). La estrella, manifestación de Dios en la noche, adquiere habilidades humanas (salta y “ataca” a las mujeres); allí, en el alma de Silva, construirá su jardín y desde allí la abrasará de amor, incitándola a seguir el camino espiritual que la conducirá a través de la mortificación terrena hacia el paraíso postrero. Incluso en el momento del nacimiento, el milagro implica que el cielo nocturno “quede dorado”. Solo el tormento de la Pasión puede afear la hermosura de Cristo, “Sol de justicia” que queda “eclipsado”.

            Silva también reacciona a esta luz, de tal manera que debido a su sentimiento amoroso su alma “despide centellas” que se fijan en el “firmamento / de amor, como hermosísimas estrellas”. La luz de Cristo se realiza a través de la amada que ha conectado con él[55]. Tan intensa es la relación entre amada y Amado que incluso cuando Silva sufre Dios “vuelve de plomo el cielo, / y su luz oscurecida, / y de metal todo el suelo”. Luz y paisaje se dan de la mano: el camino del amor está lleno de sufrimiento, los dos órdenes (terrenal y divino) se vuelven inhabitables. Es curioso comprobar, pues, cómo la atención cariñosa de Dios hacia su sierva se traduce en el empeoramiento de las condiciones idílicas del locus amoenus, de tal manera que es la propia aflicción de Silva, aunque sea producida por influencia ajena, la que la envuelve en un ambiente negativo.

3.2.3 Ríos apacibles, mares furiosos          

            El río también constituye un apacible elemento de este locus. Recordemos la isleta donde nace Dios, o el río Duero donde se ambienta el encuentro de Silva y Amari con la estrella; la vida terrenal falsamente afable se expresa como “apacibles riberas” que Silva “trueca por aguas saladas”, mares furiosos, confiando que su amado la salvará[56].

            La fuente constituye otro de los símbolos imprescindibles de todo locus amoenus, ya desde la época clásica, también como símbolo de abundancia: sin agua purificadora no puede mantenerse un jardín, las flores que le otorguen la apariencia de belleza y la proliferación de frutos que le den continuidad y sustento. Agua, además, como símbolo de purificación y limpieza del alma antes seca. Agua, por último, conectada físicamente con el pastor, Cristo, bañando sus pies que se sostienen sobre la hierba del jardín, dotándole así de vida[57]. Es la hostia también fuente que templa, que no apaga, el ardor de amor durante la comunión (“Contra los «hostes» soberano y fuerte / amparo, do tu nombre se deriva / de cristalinas aguas fuente viva / que templa la abrasada ansia de verte”[58]). El alma abrasada por contener el Amor divino solo encuentra tranquilidad durante el momento de la comunión, cuando recibe a Cristo físicamente; materialización palpable de su cuerpo y sangre, la hostia permite a la devota Silva la contemplación directa de su amado, “apagándose” así su ardor interno provocado por la ausencia de él.

            Y de nuevo el misterio del Nacimiento también emplea esta imagen[59]: la contemplación del Niño supone una contradicción, pues en él ve Silva la “cristalina fuente” que a la vez es “ardiente fragua” donde se encendió su amor. De nuevo, el fuego de amor abrasador, ahora metaforizado por fuerte contraste en el símbolo de la fuente: elemento indispensable del locus amoenus que estamos viendo, empleada como proveedora de pureza y sujeta a la voluntad de su creador, Dios. En este caso la fuente es el Niño: de este modo, se enlaza la formación del jardín espiritual con el momento mismo del Nacimiento. En la contemplación del misterio Silva ve las trazas del amor realizado entre ella y quien será su pastor, y uno de los elementos del jardín ya “brota” en este instante primero, induciendo a la pastora al éxtasis.

            Sin embargo, el agua también presenta un carácter destructor (al igual que el fuego purifica y abrasa al mismo tiempo). Por eso mismo, Cristo aparece también representado en las poesías de Luisa de Carvajal como un “puerto venturoso”[60] que protege contra un mar embravecido[61] (“las olas hasta el cielo, / de tan divina roca rebatidas / quedaron por el suelo, / sus trazas destruídas, / y tus promesas fieles bien cumplidas”) e impide “que en el alma desembarquen / extranjeros descontentos, / ni peregrinos solaces”[62]. Se dibuja así un paisaje aterrador, donde temibles bestias (leones, dragones, tigres[63]) habitan una naturaleza inhóspita y peligrosa, pero que no puede hacer nada contra Dios, su hacedor y señor (“en polvo los volvió tu fuerza inmensa”)[64]. Aquí vemos, pues, el poder de Cristo sobre el agua a la vez purificadora y destructora, lo que nos remite inmediatamente al milagro bíblico de la tempestad.

            Pero Silva se entrega a este furioso mar, como vimos (a través del contraste entre mar violento y ríos apacibles que en el jardín discurren venturosos), símbolo del tortuoso camino que ha de recorrer para llegar a Cristo. Silva está sola en un entorno hostil, en busca del amado. Pero no tiene miedo, puesto que su propia tempestad interna es mucho más intensa (son olas “más furiósas y alteradas”). El alboroto natural externo actúa solo como agitador de la turbación interna ya de por sí intensa, fruto del amor descontrolado (de ahí la equiparación con el fuego, símbolo de pasión en todo el poemario, y que se acrecienta incoherentemente ante la presencia del mar violento). El anhelo de recibir a Dios se hace más fuerte con el sufrimiento, y el exterior, representado por las sirenas (la tentación) “con su voz fingida y falsa”, no le importa: Silva va en busca de Cristo, puerto seguro al que solo se puede ir “viento en popa y mar bonanza”[65].

 

  1. Conclusiones

            Como indicábamos al comienzo de nuestro trabajo, las reflexiones vertidas alegóricamente por Luisa de Carvajal en su poemario revelan tanto experiencias vividas como actitudes y anhelos en su labor evangelizadora y en su empeño de perfección espiritual. Sorprende comprobar cómo en el poemario hay incluso espacio para leves referencias biográficas acerca de su infancia y juventud: el conocimiento de Dios se produce en una “primera edad” en la que el “pastor” se convierte para Silva en “el primero / que robó mi voluntad”[66]. Seguirlo implica agotar los años de juventud, “flor de la mocedad” que a medida que la vejez avanza y los martirios del camino se intensifican queda “marchita y desfigurada”, pierde “el lozano talle / en la amorosa demanda”; tanto da, pues solo agrada a un “mirar vano”, a los ojos del cuerpo finito, y no a los del inmortal Amado que se posan en Silva.

            Cabe preguntarnos lo siguiente: ¿es este locus un simple marco, o más bien las metáforas adquieren pleno significado como representación del Paraíso, materializado en la figura del Pastor? Más bien, la segunda opción: sin excluir las posibilidades estilísticas de los ambientes bucólicos, que como señalábamos están latentes en el ambiente cultural en el que se mueve Luisa de Carvajal, esta los emplea para transmitir sensaciones internas mediante códigos estilísticos conocidos por el receptor. Las imágenes alegóricas de abundancia vegetal, ambientación pastoril y paisajes turbulentos entroncan con los textos bíblicos y emplean un lenguaje muy sugerente, apoyado igualmente en las detalladas y efectivas (cuando no efectistas) descripciones de las que Luisa de Carvajal hace gala. Al igual que en la literatura antigua “la descripción del paisaje […] no es nunca un fin en sí misma, sino que se utiliza como un medio de contraste con situaciones adversas en la navegación, guerra o frente al mundo salvaje” (Márquez Guerrero, 2001-2003: 287), las descripciones de “paisajes amenos” en la poesía de Luisa de Carvajal no buscan una belleza solitaria, autosuficiente, sino que guardan un contenido, actúan como símbolos de una expresión religiosa; en este caso, como medio de contraste con la situación adversa de la vida terrenal sin Cristo, representada en los paisajes agrestes que ya hemos visto.

            Es un locus en el que son necesarias las figuras humanas. No obstante, Silva no adopta papel relevante alguno: se supedita por completo a la figura de Dios, de tal modo que se convierte incluso en huésped, invitada de su propia alma. Pierde así toda posesión sobre sí misma, y se arroja a todo tipo de paisajes desapacibles donde, en completa soledad, va en busca del Amado. Los únicos episodios en los que aparece otro personaje humano (siempre femenino, siempre una amiga o una familiar) no implican un protagonismo compartido, sino una experiencia individual que Silva transmite a su interlocutora esperando que se convierta en ejemplo digno de imitación.

            Cabe destacar que los lugares maravillosos creados por Luisa de Carvajal son profundamente femeninos. Remitimos a lo expuesto por García-Verdugo (2004):

         La tensión entre la negación de su entidad física de mujer temporal y la afirmación de su entidad espiritual como parte de un linaje atemporal, es la fuerza que inspira a Carvajal para perpetuarse en la escritura. Es precisamente esa negación explícita de lo corporal, la que hace al cuerpo más presente en el texto. […] La sensualidad se lee en la presencia rotunda de lo físico y presupone una afirmación de la femineidad de la autora. Al autodefinirse en lo corporal femenino, Carvajal se sitúa en oposición directa al modelo masculino de autoridad religiosa, el cual rechaza lo físico en favor de lo espiritual, lo femenino en favor de lo masculino. Sin embargo no abandona su sumisión a esa autoridad porque se presenta como cuerpo femenino castigado y humillado.

            Consciente del papel que le ha sido asignado por la sociedad, Luisa de Carvajal se amolda a él (en un sentido sumiso) al mismo tiempo que toma decisiones marcadamente rebeldes, caminando en un precario equilibrio que, como señalábamos al principio de nuestro trabajo, dificulta nuestra aproximación a los modelos ideológicos de la época, tan distintos a los nuestros. Ya en su deseo de experimentar “del dolor físico” y la “inmolación sagrada del martirio por la fe” se ve su ansia de “trascender” lo que denomina como “la vanidad del siglo”, buscando así  “perpetuar su linaje noble a través de la fama, de la memoria colectiva” (García-Verdugo, 2004). Y en este sentido no solo sus acciones responden a ese objetivo: también sus escritos, tanto los autobiográficos –por ser una exposición explícita de vivencias y sentimientos– como los poéticos –en los que el contenido personal ha de inferirse de las metáforas e imágenes empleadas–. Como manifestábamos, vivencias que engendran literatura, y literatura que motiva acciones; trascendencia terrenal en las huellas que se dejan atrás.

            La experiencia de infancia y adolescencia fue, cuanto menos, terrible: y si ello derivó en que el carácter de nuestra autora fuese fuerte, autosuficiente e independiente, o por el contrario débil, sumiso y anulado emocionalmente, no nos incumbe. En cualquier caso, su poesía nos permite rastrear la existencia de un mundo interior donde, ya sea para refugiarse de un exterior opresor o para reafirmarse en sus firmes ideales, Luisa de Carvajal desaparece para convertirse en espectadora paciente de la acción de Cristo, auténtico “gobernante” de este territorio interno, esa “graciosa isleta” donde Cristo nace y que se configura en “espacio de bienaventuranza, ligado tanto al tópico del paraíso perdido, como al del beatus ille y al del locus amoenus […] lugar de evasión”, donde se puede “experimentar de modo concentrado lo que no es dado a percibir en otros espacios menos acotados” (Punte, 2013: 116-17); isla luego transformada en jardín delicioso en una localización desconocida y atemporal, compartiendo así las características asignadas al momento primero de la historia de la salvación de la Humanidad. Un mundo, como hemos visto, configurado como un espacio idílico, ajeno a todo lo demás pero al mismo tiempo volcado hacia ello.

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[1] Tal y como señala García-Verdugo (2004): “No es de ninguna manera una mujer desposeída y débil; se ha criado en un ambiente noble y, en su concepción de sí misma, se ve que es plenamente consciente de su autonomía y de su fuerza […] reta a la autoridad del mundo […] pero, al mismo tiempo, respeta la estructura social, la jerarquía de la iglesia y sobre todo los principios de las sagradas escrituras […] Ejerce sus libertades y entre sus cartas y sus escritos autobiográficos nos ofrece un retrato de sí misma, humilde ante Dios y beligerante ante sus contemporáneos. […]”.

[2] “[Su tío] acabó sometiendo a la muchacha a una vida de mortificaciones y penitencias, obsesionándola aún más si cabe con la idea del pecado, la obediencia perfecta, la negación de su propia voluntad y la purga espiritual a través de los castigos físicos más crueles. A su lado, Luisa comienza a aislarse del mundo y del resto de la familia, a anularse como persona, a encontrar intrascendente las conversaciones de parientes y amigos, a buscar su propio mundo interior a través del severo ejemplo de su tío, al que escuchaba absorta horas y horas hablando de las Sagradas Escrituras o leyendo textos religiosos.” (Teijeiro Fuentes, 2011: 24).

[3] Detalle señalado por la práctica totalidad de los estudios aquí citados en relación con nuestra autora, de modo que sería redundante ofrecer aquí un listado de las obras que leyó o que pudo conocer.

[4] Lecturas, por otro lado, realizadas en silencio, de forma meditativa y concienzuda, tal y como revelan los Escritos autobiográficos; detalle que también estudia Rees (2009: 763-764) como constituyente de una práctica, la lectio divina, frecuente por entonces, y que le permitió a Luisa de Carvajal acceder a una ingente cantidad de textos que habrían de servirle de fuente, como señalamos.

[5] En opinión de Flores Santamaría (2005: 393-97), “No será hasta la llegada de la Edad Media cuando el tópico adquiera unas dimensiones diferentes y de mayor envergadura que las proporcionadas por los autores clásicos. Aparecen entonces signifi cados alegóricos, tanto religiosos como profanos, capaces de trascender el escenario bucólico hacia otras interpretaciones que lo aproximen a la idea del Paraíso Terrenal o del Edén. […] diríamos que el «paraje ameno» se alza como único escenario literario posible de lo «poético» y de lo «amatorio» [a partir de la Edad media y durante el Renacimiento]”.

[6] Diferenciando ambas a partir de las definiciones que dan Senabre (1964) y Lázaro Carreter (2008: 273) sobre metáfora: para el primero, “podemos entender por metáfora una relación sintagmática en cuyo fondo late una identidad que opera en la mente del hablante o del autor y de la cual es reflejo la fórmula sintagmática. Por el contrario, la imagen es el elemento insólito que, dentro de la relación metafórica, le proporciona una carga estética. De esta manera, se incorpora al terreno estilístico” (García-Nieto, 1990: 24-25); para el segundo, “Tropo mediante el cual se presentan como idénticos dos términos distintos. […] Se confunde a veces erróneamente la metáfora con la imagen; se diferencian en que esta última es una comparación explícita, mientras la metáfora se basa en una identidad que radica en la imaginación del hablante o del escritor”.

[7] Seguiremos tanto la edición que de las Poesías completas realiza García-Nieto (1990) como la edición digitalizada en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com/obra/poesias–32/).

[8] Entendidas, según García-Verdugo (2004), como otro medio de plasmación física de la “resistencia de catolicismo contra la agresión política y religiosa de los disidentes de la iglesia católica, y dentro de este contexto es como deben entenderse las violentas penitencias que describe en sus escritos autobiográficos. Las penitencias, la confesión, las reliquias, la sangre y la carne de los mártires son elementos de resistencia del catolicismo frente a las ideas protestantes. […]”.

[9] “Por otra parte adopta como modelo en no pocas ocasiones a Santa Teresa, cuyas obras corrían ya impresas desde 1588 […] doña Luisa guardaba ejemplares manuscritos de los poemas del carmelita, de cuyo Cántico Espiritual extrae la idea de que, ante la mirada divina, las criaturas adquieren plenitud de belleza. […] Concretamente, de la santa abulense parece adoptar las imágenes de la saeta, el dardo, o la flecha para indicar el amor místico, así como la paradoja metafórica de la muerte que entraña vida. Por su parte, las imágenes de la llama o de los desposorios entre Cristo pastor y el alma pastora (frecuentes y muy difundidos en libros espirituales de la época) los toma directamente de San Juan” (García-Nieto, 1990: 16-22).

[10] “[…] como si se tratara en ambos casos de una especie de hada madrina capaz de cumplir los sueños de los que menos tenían. Hay, como se puede intuir, una propensión a convertirse en la protagonista activa y caritativa de su mundo social más cercano, una consciencia asumida desde muy niña de que a ella le correspondía el papel de remediadora y salvadora de aquellos necesitados.” (Teijeiro Fuentes, 2011: 15).

[11] Curiosamente, tal y como señala Teijeiro Fuentes (2011: 27) citando los Escritos autobiográficos de la propia autora, “Luisa siempre fue muy reacia al contacto con el sexo masculino (“Fui muy seca y huraña con mi contrario sexo, propiedad con que parecía haber nacido”) y no veía en los hombres la culminación de sus anhelos. No concebía el matrimonio como sinónimo de felicidad o de libertad, sino como una obligación que no le impediría renunciar al voto de virginidad, imaginándose entonces viviendo con su marido como si fuera su hermano, en aposentos distintos y sin ningún contacto carnal: “Y parecíanme groseros y fríos y feos, aun los tenidos por más hermosos hombres”.

[12] Tal y como señala García-Verdugo (2004), “Es interesante considerar que posiblemente la escritora elige dejar constancia en sus escritos autobiográficos de sus sufrimientos cuando niña […] para transmitir cuál fue su ‘camino de perfección’. Así fue su preparación desde niña para soportar el dolor físico y así fue como dio alas a su pasión religiosa, dejando atrás el apego al cuerpo y a lo mundano.” Bajo esta perspectiva, la particular vía defendida por Luisa de Carvajal en su obra es la que pasa por el martirio.

[13] Fulton (2005: 272-73) ha señalado igualmente que las fuentes bíblicas tienen un peso mayor en la obra de Fray Luis de lo que se pensaba, y constituirían su principal inspiración en la configuración del locus amoenus: “Abraham, Isaac, Jacob y los doce hijos de este, que eran pastores. David también era pastor de los rebaños de su padre antes de subir al trono de Israel […] Isaías comunica su mensaje de arrepentimiento por medio de símiles agrícolas […] Además, en el capítulo 34 de Ezequiel, Dios mismo usa la metáfora de un pastor y sus ovejas para describir su relación con Israel, noción que Cristo recoge al anunciar ‘Yo soy el buen pastor’ (Juan 10.11). Por supuesto que no podemos pasar por alto el jardin del Edén como modelo antiguo del locus amoenus (Gen. 2.9, 15) […]”.

[14] De donde provendrían, según Flores Santamaría (2005: 65-66), elementos como los árboles, las fuentes de agua, los prados, las ninfas, la fertilidad, la sombra, la ausencia de dolores y sufrimientos, la primavera… a los que se añadirán posteriormente las aves, la brisa y las flores. Dedica el resto del estudio a presentar someramente los diferentes estadios del tópico, que evidencian su transformación durante en el Renacimiento en un motivo estético que luego, de manos de la mística, adquirirá contenido teológico en la inspiración de Cristo, en su papel de “Amado”.

[15] Recoge la definición dada por Curtius (1955: 280) “[…] un paraje hermoso y umbrío; sus elementos esenciales son un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo; a ellos pueden añadirse un canto de aves, unas flores y, aún más, el soplo de la brisa”.

[16] Véase, por ejemplo, el poema 46, en el que la escena de la caída de una estrella fugaz en el pecho de Silva se encuadra en un sueño de la pastora.

[17] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[18] 42. Redondillas espirituales de Silva: a la Navidad.

[19] 45. Liras de Silva: a los divinos ojos de Nuestro Señor.

[20] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[21] 4. Romance espiritual de Silva: en que, de paso, va tocando lo sucedido en su espiritual camino.

[22] El tacto “es el sentido de los ‘toques espirituales’. En cierto modo los cinco sentidos espirituales pueden reducirse al tacto, puesto que toda clase de experiencia es como una especie de tacto” (Cilveti, 1974: 58).

[23] La influencia jesuita en Luisa de Carvajal, a través de los escritos de san Ignacio de Loyola (que sabemos a ciencia cierta que se conservaban en la biblioteca de los Mendoza), llevan a la poeta no solo a ser una mujer “de acción” antes que de refleción; Rees (2009: 770) sugiere que la identificación sensorial total en los poemas de doña Luisa remiten a las vías de contemplación propuestas por san Ignacio.

[24] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[25] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[26] 44. Soneto espiritual de Silva: para una señora grave…

[27] Motivo, según García-Verdugo (2004), proveniente de una extensa tradición: “La negación del propio cuerpo es la clave, y a través de esa negación se afirma el Cuerpo, la Sangre y la Carne humanos y divinos. Este es el contexto artístico en el cual se genera la obra ascética. […] La asociación dolor-amor-placer/ sierva-señora-víctima que se origina aquí [en la adolescencia] se extrapolará a la relación amorosa con Cristo en la poesía religiosa de Carvajal y al resto de su autobiografía, alcanzando su máxima expresión en la narración sobre las penitencias extraordinarias. […]”.

[28] 42. Redondillas espirituales de Silva: a la Navidad.

[29] A la vez que articularán el poema, 4. Romance espiritual de Silva.

[30] 34. Octavas espirituales de Silva: sobre interiores sentimientos del alma.

[31] 30. Romance espiritual de la misma a Cristo Nuestro Señor.

[32] Recoge Unceta Gómez (2005: 444-46) pasajes de la obra de San Juan de la Cruz en los que “el alma es identificada en varios pasajes con la figura de un pájaro: paloma o tórtola, empleadas ambas como motivo de gran raigambre en la poesía amorosa; pero […] la imagen del alma-pájaro tiene también gran repercusión en la literatura espiritual. Muy bien pudiera San Juan estar jugando con ambas tradiciones y creando una plasmación literaria con varios niveles de lectura. […] Los éxtasis místicos no casan bien con los parámetros existenciales del común de los mortales y de alguna manera hay que dar cuenta de la experiencia inefable de la unión mística en el amor divino. Y nada mejor, lo sabemos ya, para captar la esencia transcorpórea del alma, que la imagen aérea y volátil de las aves que pueblan el cielo y, por tanto, están más cerca de la divinidad.”

[33] Esta ciudad, como veremos, se equipara al pecho del amado donde Silva sueña con descansar: en medio del paisaje florido, donde todo es seguridad y confort, donde se materializa el sacrificio de la comunión (a través del sacrificio de la Pasión, por medio del símbolo de la lanzada). Nido donde se nace, morada donde se habita, lugar al que el amado ha de dejar paso (por medio también del sacrificio de cruz); ciudad divina, fortaleza, donde la promesa se realiza.

[34] Aunque lo veremos con mayor hincapié en la descripción del jardín, tengamos en cuenta que los locus amoenus han de definirse en relación a la intensidad de sus “rasgos placenteros a los sentidos”, que lo configuran como “mundo soñado de los placeres sensuales, y se relaciona frecuentemente con el amor, el sexo y el sueño (=muerte/inmortalidad)” (Márquez Guerrero, 2001-2003: 288).

[35] Todo un modelo de imitación para Luisa de Carvajal: “Siendo de diecisiete años, y no sé si aún menos, en mi retirada oración empezé a tener grandes deseos de martirio: esto era, morir por el dulcísimo Señor que murió por mí, aun primero que yo tuviese ser para reconocerlo. […] Y representábaseme Inglaterra, pareciéndome que si me hallara en ella, me fuera de los grandes consuelos que pudiera tener y casi haberme reducido al estado de la primitiva Iglesia, o persecuciones dellas antiguas” (Carvajal y Mendoza, 1966: 189).

 

[36] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[37] La unión es la etapa definitiva en el proceso de la experiencia mística, y como tal así aparece reflejada en la poesía a través de símbolos: “[…] enamorarse es algo indispensable y conduce al desposorio, primero, y, finalmente, al matrimonio. [Desposorio-vía iluminativa; matrimonio-vía unitiva] […] La imagen del Esposo (Cristo) exige y necesita a su vez la presencia de la Esposa (alma)” (García-Nieto, 1990: 37)

[38] No olvidemos que la pastora amiga inicia el diálogo a partir de una duda: es el extrañamiento ante el aparentemente descuidado comportamiento de Silva lo que lleva a la pastora a preguntarse el porqué de esta situación. Igualmente, notemos cómo el carácter inefable se diluye en la experiencia: para conocer las bondades espirituales del Amor no basta con que nos las cuenten, sino que tenemos que sentirlas nosotros mismos.

[39] 4. Romance espiritual de Silva: en que, de paso, va tocando lo sucedido en su espiritual camino.

[40] 7. Romance: es una consideración que muchas veces debió de pasar…

[41] Remitimos al estudio de Rees (2009), centrado especialmente en el poema “Redondillas espirituales de Silva, al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió” y donde también se hace eco del empleo del recurso del locus amoenus, del Cantar de los Cantares como fuente (aunque no se sepa a ciencia cierta que la biblioteca familiar contase con tal texto)

[42] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[43] Señala Rees (2009: 767) una variación con respecto al Cantar de los Cantares: “Los amantes en el Cantar de Salomón parecen ir y venir, pero Silva permanecerá para siempre en el jardín al encuentro del Amado” (la traducción del inglés es nuestra). Del Cantar la mística toma la ambientación bucólica y la expresión de amor entre el hombre y la mujer, entendida como el diálogo entre Cristo y la Iglesia o el alma; varía, por su parte, en que las descripciones idealizadas se centran más en el cuerpo perfecto del Amado antes que en el de la mujer (sobre todo en el caso de Luisa de Carvajal, lo que denota desapego hacia su persona a favor de la admiración hacia Dios). Igualmente, y como es obvio, las referencias a la realidad de Oriente que aparecen en el texto bíblico desaparecen en las reescrituras místicas occidentales (Rees, 2009: 768).

[44] Localiza Rees (2009: 769) una similitud entre San Juan de la Cruz y Luisa de Carvajal en la descripción de la acción de Dios revivido en el jardín: San Juan señala en su Cántico (estrofa 5): “[…] Mil gracias derramando / passó por estos sotos con presura, / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dexó de hermosura”; Luisa relata por su parte: “Cien mil gracias derramaba / aquella figura bella / porque se derramó en ella / toda cuanta en Dios estaba”. En ambos casos, a fin de cuentas, vemos la misma actitud “transfiguradora” de la naturaleza “a través de lo radiante del divino rostro”.

[45] Es curioso que en el poema 46. Romance ambiente su particular locus (que participa de las características que estamos comentando aquí: ríos apacibles, hierba fresca, viento suave, cabaña protectora; un “prado ameno”, en definitiva) en la ribera del Duero.

[46] 12. Liras espirituales de Silva: sobre sentimientos de ausencia de Nuestro Señor.

[47] Señálese, según Punte (2013: 116), citando a Chevalier y Gheerbrant (1982: 519-20), la importancia de la isla como “mundo en reducción, imagen del cosmos, completa y perfecta ya que en ella se presenta un valor sacral concentrado […] centro espiritual primordial, se la entiende como lugar por elección de la ciencia y de la paz en medio de la ignorancia y la agitación del mundo profano”; entorno, como vemos, ideal en sus características arquetípicas como escenario del nacimiento de Dios.

[48] 39. De Navidad.

[49] En 42. Redondillas, sin embargo, se nos presenta un paisaje totalmente opuesto: la belleza del Niño se “marchita” ante las pésimas condiciones en las que nace (frío, desamparo). Pero es corrupción momentánea, pues su belleza interna es interna: concentra, pese a su corta edad, todo el poder divino, hecho que le sirve a Luisa de Carvajal para manifestar su fascinación ante tal misterio (“Y que era ya Dios el hombre, / y hombre Dios, y sin respeto / tratado, y a ley sujeto: / ¿Habrá a quien esto no asombre?”).

[50] 46. Romance espiritual de Silva.

[51] Fulton (2005: 274-75) señala cómo en la obra Los nombres de Cristo, de Fray Luis, se alude a la idoneidad del campo como lugar “para la intima comunion con Cristo”, incidiendo también en su carácter solitario ya que, dentro de este ambiente pastoril, “las ovejas, como todo ganado, requieren de campos extensos para pastar”; imagen que provendría de los pasajes de los evangelios en los que se señala que es al campo donde Jesús se apartaba para orar.

[52] “[Sobre términos como “tálamo”, “lecho”, “cama”] se refieren al lugar concreto en que se consuma la unión espiritual del alma con la divinidad, al tiempo que comportan la idea del descanso, de intimidad […] enriquecido por la adición de las imágenes de la flecha y el arco [tópico latino cruzado con el Cantar]” (García-Nieto, 1990: 38).

[53] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[54] Véase el poema 45, a los divinos ojos de Nuestro Señor que son presentados como “Sacros soles dorados”.

[55] 34. Octavas espirituales de Silva: sobre interiores sentimientos del alma.

[56] 22. Romance espiritual de Silva: refiere el esfuerzo con que un alma…

[57] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

[58] 17. Soneto de Silva al Santísimo Sacramento: ¡Hostia!

[59] 42. Redondillas espirituales de Silva: a la Navidad.

[60] Concretamente, en “45. Liras” son los ojos de Cristo quienes contienen esta cualidad de puerto protector.

[61] Esta imagen remite directamente a Fray Luis, que en la Lira 5 “presenta el campo (monte, fuentes, ríos) como puerto seguro del mar de la vida […] concibe el tópico como un lugar retirado del campo que es refugio (puerto seguro) de los males del mundo, en donde, libre el alma en su interior [el locus amoenus del huerto plantado por su mano], conjura los peligros de los ambiciosos que surcan el mar y vive frugalmente […]” (Picón García, 2005: 280-82).

[62] 11. Romance espiritual: sobre sentimientos de amor y ausencia.

[63] Representan estas bestias para Luisa el pecado, tal y como ella misma señala en sus escritos biográficos: “me hubiera de tragar allí viva, cuerpo y alma, una horribilísima serpiente” y “Venía a hallar, con un notable aborrecimiento y detestación, cuanto tocase a pecado mortal. Y causábame tan horrible temor, como si, en haciendo cosa que yo tuviera por tal o dudara si lo era, me hubiera de tragar un león” (Teijeiro Fuentes, 2011: 16). Véase Carvajal y Mendoza (1966: 161 y 186-87).

[64] 21. Liras espirituales de Silva: a Cristo Nuestro Señor.

[65] 22. Romance espiritual de Silva: refiere el esfuerzo con que un alma…

[66] 1. Redondillas espirituales de Silva: al buen empleo de su amor y frutos que de él sintió

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