M. Gema Cava López.
El siglo XVIII, el siglo de la Ilustración, ha conseguido el acuerdo unánime de cuantos investigadores se han aproximado a su estudio desde cualquier adscripción historiográfica e instrumentos metodológicos, respecto a reconocer en él un tiempo de auténtica preocupación por la infancia. En opinión de A. Carreras Panchón, el Setecientos señala el instante en el cual «el infante empieza a ponerse de moda y la sociedad comienza a comprender que es necesario dedicarle los cuidados que merece la indefensión de su estado«[1]. Sin embargo, desde estas primeras líneas conviene ya advertir del riesgo de equívoco, del error de una interpretación ingenua del sentido y la finalidad que estimula cada una de las actuaciones del Setecientos que tienen al niño por destinatario y que han hecho de él el siglo del “descubrimiento de la infancia”, según la opinión de algunos investigadores.
Más acertadamente, quizás, convenga admitir que el sentimiento que despierta la infancia en los medios ilustrados es, ante todo, un sentimiento utilitario, el mismo que rige los presupuestos de la actividad política en materia de educación, defensa jurídica, asistencia médica, o protección social al niño. Por tanto, ante esta evidencia no han de resultar sorprendentes otras valoraciones generales a propósito del siglo, del tono de las de B. Delgado Criado, absolutamente rotundas y nada complacientes con la imagen de aparente entusiasmo y sensibilidad de los hombres de las Luces, a la que no pocos autores han cedido. Muy al contrario de las primeras impresiones, a juicio del mencionado «no puede decirse que la Ilustración haya supuesto un giro copernicano ante la infancia. El niño no fue centro de interés entonces, ni gozó de mayor estima que en épocas anteriores«[2].
La corriente de pensamiento que marca el talante del siglo y le confiere personalidad propia, lejos de quedar en una simple elaboración doctrinal, difundida y debatida en los medios intelectuales pero distanciada de los instrumentos de intervención en la realidad social, es asumida por el poder público para hacer de ella la base de su programa de gobierno y reforma social. El movimiento ilustrado se desarrolla así en dos esferas, la de la intelectualidad y la práctica política, que por esta vez marchan al unísono, produciendo provechosas interferencias e influencias recíprocas, que también se dan cita en la reflexión y actitudes frente a la infancia.
El ideario de las Luces se articula en torno a los principios elementales de racionalidad, filantropía, pragmatismo, optimismo, afán crítico, regeneracionismo, utilidad, perfectibilidad del hombre, sobre los que se ha de cimentar la pretendida construcción de un nuevo individuo y la transformación de la sociedad que ambiciona una vez más este siglo. Por encima de cualquier medio, el siglo XVIII rinde culto a la razón, a su poder transformador y de progreso que hace de ella la herramienta protagonista para el cambio y el avance en positivo hacia el logro de la aspiración individual y colectiva de felicidad, en su acepción ilustrada[3].
Ello es posible porque esta facultad de la razón, estimulada por medio de una formación global capaz de desarrollar la potencial perfectibilidad intelectual, pero también física y moral de la naturaleza humana, se suma al convencimiento en la capacidad de modelación del hombre por medio de una instrucción, que acaba por convertirse en el auténtico mito del ideario ilustrado y en toda una promesa para las aspiraciones políticas del siglo[4]. De manera que, reiterando deseos y fórmulas de renovación, que se han venido repitiendo en el pensamiento de los humanistas, en el afán de revitalización de los hombres del Barroco, la Ilustración comprende asimismo la necesidad prioritaria de mimar a la educación, ahora que conoce bien su virtud aplicada a un hombre que se sabe susceptible de mejora, por cuanto ella es el instrumento, casi prodigio, que habrá de producir al individuo capaz de dar satisfacción a los objetivos universales de progreso, mejora y bienestar[5]:
«¿No es la instrucción la que desenvuelve las facultades intelectuales y la que aumenta las fuerzas físicas del hombre? Su razón sin ella es una antorcha apagada; con ella alumbra todos los reinos de la naturaleza, y descubre sus más ocultos senos, y la somete á su albedrío. (…) La instrucción mejora el ser humano, el único que puede ser perfeccionado por ella, el único dotado de perfectibilidad (…). Ella le descubre, ella le facilita todos los medios de su bienestar, ella, en fin, es el primer origen de la felicidad individual.
Luego lo será también de la prosperidad pública«[6].
La educación es ante todo y fundamentalmente, de acuerdo con los postulados del más destacado representante de la pedagogía ilustrada, J. J. Rousseau, la vía de conocimiento de la naturaleza, de dominio de los condicionamientos del desarrollo humano y, a la postre, el recurso elemental para la liberación del propio hombre. No sólo eso, a juicio de E. Garin la concepción educativa que se encuentra implícita en El Emilio adquiere un talante netamente revolucionario, un sentido trascendente que va más allá de los meros propósitos formativos a los que debería aspirar cualquier propuesta pedagógica. J. J. Rousseau aboga, bien es cierto, por la creación de un hombre distinto, pero este hombre libre, igualitario y apenas alterado en su condición natural, sólo es posible tras la transformación radical de la sociedad y de la política. De modo que en el trasfondo de El Emilio se descubre «la imagen del hombre nuevo, dueño de sí mismo, ciudadano libre de una ciudad libre; la imagen del hombre que, desde hace más de tres siglos, Europa quería educar, pero que antes era necesario crear, proporcionándole, en el seno de una sociedad renovada, las condiciones de existencia que necesitaba«[7].
«De la educación sobre todo depende la felicidad de los hombres, y esta felicidad es el principal objetivo que persigue la naturaleza humana«[8], no sólo ella sino el conjunto de la sociedad. En esta premisa capital coinciden los más destacados hombres de la Ilustración europea, al igual que las personalidades que identifican el movimiento ideológico en el caso español. La felicidad material y espiritual, individual y colectiva, el progreso social aparecen en los escritos de B. Feijoo o en G. M. de Jovellanos identificados como el principal resultado y objeto que ha de pretender la educación, participando así nuestros intelectuales del clima de pensamiento que se desarrolla en el resto de Europa[9]:
«¿Es la instrucción pública el primer origen de la prosperidad social? Sin duda. Esta es una verdad no bien reconocida todavía, ó por lo menos no bien apreciada; pero es una verdad (…).
Las fuentes de la prosperidad social son muchas; pero todas nacen de un mismo origen, y este origen es la instrucción pública (…). Con la instrucción todo se mejora y florece; sin ella todo decae y se arruina en un estado»[10].
Ahora bien, con ser coincidentes filósofos y hombres de gobierno en las importantes atribuciones y esperanzas depositadas en la educación de los pueblos; aun conviniendo en interpretar la instrucción como la base de la felicidad de las naciones, la educación como el auténtico elemento de valoración del individuo, y la cultura como medio de regeneración y restablecimiento de la libertad y la dignidad del hombre, las pretensiones últimas de unos y otros distan de ser las mismas.
La instrucción universal es, sin duda, para el Estado causa de utilidad y felicidad pública, más precisada de un férreo ejercicio de control y restricciones sujetas al criterio dirigista del poder político. La educación, por tanto, ha de operar como instrumento de reforma, pero en absoluto como el arma revolucionaria que, en opinión de algunos, tácitamente propagan los escritos de J. J. Rousseau. Por ello, si bien la formación cultural se convierte en potestad del Estado, en bien público, en proyecto de interés nacional, no es menos importante resaltar, junto a estos rasgos, aquellos otros que subrayan su carácter utilitario, pragmático y clasista. «Por tanto, primacía de la educación, pero a la vez diversificación de la misma. Ya que se trata de la formación de ciudadanos útiles, ha de ser adecuada a las funciones y correspondientes niveles asignados a las diferentes capas estamentales de la población. “Consiguientemente, educación para todos, sí; pero no la misma educación”. Esto supone un ajuste entre clases y educación respectiva«[11].
Como quiera que sea, en este contexto de reformismo social, de potenciación y racionalización de los sectores productivos para el que se hace imprescindible la colaboración de un nuevo ciudadano instruido en valores de civismo, patriotismo, moralidad católica, religiosidad y utilidad común[12], difícil de lograr en adultos ya formados y viciados por la vida en sociedad, el Setecientos mira con confianza hacia la infancia, siendo ya sabedor de la adecuada predisposición de la naturaleza humana a ser educada y perfeccionada mediante una instrucción tanto más efectiva cuanto más temprana:
«Los gobiernos, por consiguiente, tienen el mayor interés en el progreso de las luces, pues nuestros pueblos, embrutecidos y contagiados por la opresión y el error, no son susceptibles de ninguna reforma pacífica mientras no se les cure, y como esta curación se puede tener por desesperada, es preciso dirigirse a la generación naciente, y tal es el objeto de la educación nacional»[13],
puesto que:
«Las impresiones del temor de Dios, del amor al trabajo, de economía, y equidad grabadas en el corazón de los niños en su tierna edad, se afirman, y causan efectos admirables en ellos. Si después se olvidan (…) una lección dada entonces a tiempo (…), los hará entrar luego en el orden, porque nunca se deshacen estas primeras impresiones»[14].
Si las aspiraciones de consolidación de Estados nacionales dotados de un gran potencial económico y demográfico, sustentados sobre una organización política homogénea y estable, encuentran en la doctrina y premisas de los ilustrados la respuesta afirmativa y los medios para hacer viable este deseo, los controladores del poder político hallan en el niño la materia prima desde la que promover tales conquistas. El crecimiento poblacional, el desarrollo de los diversos sectores económicos mediante la preparación y racionalización de la aplicación de los recursos humanos, la disponibilidad de súbditos operativos e integrados en el organigrama socioeconómico de la nación, pasan por la atención jurídica, educativa, asistencial y sanitaria de la infancia, que adquiere así un puesto y una razón de ser en la sociedad. De aquí el cariz utilitario que desprenden, en ocasiones sin pretender ningún disimulo en la declaración de intenciones, los textos legislativos, las disposiciones referidas a medidas de protección social, los debates políticos o eruditos acerca de la educación, o los fines a los que se dirige la investigación y la práctica pediátrica. En uno de los enunciados más taxativos que puedan localizarse en los escritos de la época, J. Bonells condensa sucinta y ejemplarmente estas ideas en el instante de ofrecer su definición particular de la infancia:
«Son los niños la esperanza y el nervio de la patria, y la infancia es el plantel de los que algún día han de llegar á ser hombres y mantener el Estado»[15].
Sean motivaciones de orden político o resultado de un nuevo clima mental de mayor sensibilidad, filantropía y sentimentalismo, que anuncia ya el movimiento Romántico del siglo próximo, la realidad es que el niño ocupa y preocupa en el siglo XVIII. Él será el argumento de una amplia producción literaria de diverso contenido en la que se exhibe claramente el interés, cuando no la inquietud, que provoca la infancia. La simple consulta a la Bibliografía de Autores españoles del siglo XVIII recopilada por F. Aguilar Piñal –Madrid, 1981-1995– permite constatar el enorme número de escritos publicados e inéditos aparecidos en fechas del Setecientos, adscritos a la pedagogía, pediatría, puericultura, literatura moral para niños, literatura de ensayo de contenido educativo para uso de los progenitores, sin obviar la considerable proliferación de tratados, discursos, memoriales de carácter político, reformista y organizativo en materia educativa o de beneficencia[16].
Aun siendo la infancia en su amplia acepción el motivo de examen y reflexión, asumiendo el sesgo clasista de una literatura para consumo de las capas sociales más acomodadas, especialmente por lo que se refiere a los tratados de educación familiar, se desgajan de ella dos colectivos singulares para requerir su particular tratamiento. Expósitos y menores de género femenino, aun cuando con anterioridad hubiesen merecido alguna dedicación[17], acaparan un puesto destacado en virtud de la utilidad social que se les asigna, y los hace dignos de asistencia y formación para el cumplimiento de sus deberes cívicos.
En consonancia con la obsesión educativa del siglo en la que participan, al menos en el caso español, un nutrido grupo de hombres de la Iglesia además de otra importante nómina de escritores, en los que se aprecia el calado de las propuestas renovadoras en esta materia, la literatura pedagógica o aquella otra caracterizada como pediátrico-educativa adquiere un enorme auge. Desde distintos medios y en presentaciones formales de muy diverso tipo, surgen publicaciones y escritos en los que se hace apreciable el considerable efecto entre los autores del país de las ideas pedagógicas que circulan por Europa. A España llega, especialmente por medio de la lectura de la obra de J. Locke, puesto que El Emilio aún tardará algunos años en ser traducido y divulgado en castellano, la corriente de pensamiento que contempla al niño como un proyecto susceptible de ser educado, perfeccionado y preservado en su bondad natural, empleando para ello métodos amables, comprensivos con la singularidad del niño, incluso de cada niño, y respetuosos con la peculiaridad de la edad infantil, ya plenamente discernida[18].
Los trabajos de J. M. Picornell i Gomila, M. Sarmiento, A. Arteta, L. Hervás y Panduro, V. del Seyxo o P. Vallejo dejan entrever la presencia del espíritu pedagógico francés, en lo que concierne a la concepción de la razón y la naturaleza infantil, a los métodos educativos y a las prescripciones sobre puericultura, aun cuando en algún caso los contenidos y objetivos de la educación se doten de un marcado carácter religioso y contradigan los fundamentos de los inspiradores de algunos de los consejos y observaciones recomendadas.
En todos ellos se descubren elementos de convergencia que sintonizan con la nueva pedagogía del momento y ayudan a difundir una imagen considerablemente más amable de la infancia pareja a una actitud de mayor cordialidad frente a ella. La percepción del niño en el país adquiere los mismos tintes favorecedores y sensibles, aunque ello no obste para reconocer las limitaciones de todas estas transformaciones y sus repercusiones a nivel general y tangible. B. Delgado Criado, en la tónica del escepticismo e incluso pesimismo que transmite su obra, restringe tajantemente cualquier atisbo de entusiasmo que pudiera provocar la aparición de esta literatura; limita el verdadero alcance de toda esta corriente de juicios e imágenes de la infancia, cuando afirma: «el impacto del Emilio fue importante, lo que no quiere decir que, de inmediato, provocase un cambio de actitudes ni una reforma de los métodos de enseñanza, ni un mejor conocimiento del niño. Desgraciadamente, después de 1762 el niño y el adolescente fueron tan maltratados y tan desconocidos como en los siglos anteriores«[19].
Sin duda alguna, así debió ser. En ningún momento se pretende confundir y ponderar en exceso y de forma irreal el alcance de estas manifestaciones, producto de la especulación y el debate en círculos intelectuales ajenos a la realidad del común de la sociedad y cuyas ambiciones escapan a los límites reformadores deseables por el Estado. Sin embargo, son indiscutibles los progresos en la toma de conciencia de la individualidad, de la entidad y de la valoración de la infancia como una etapa formativa y de desarrollo bien distinta a la del adulto, así como el avance en el respeto y mimo que despierta el niño.
En todos ellos están implícitas estas premisas fundamentales, que se concretan en una conducta y actitud del adulto en la que prima el respeto a la naturalidad del niño, las atenciones a su puericultura –donde se incluyen reiteradas recomendaciones sobre higiene, lactancia, dentición, sueño, patologías infantiles, práctica del fajamiento o alimentación–, la observación de su evolución sensorial y física, el cambio en pautas tradicionales de crianza, o la escrupulosa planificación de los tiempos y contenidos de la educación física, moral e intelectual que ha de recibir en todo momento de acuerdo con su desarrollo, y para la cual se proponen métodos que rechazan cualquier uso violento para mejor potenciar el aprendizaje progresivo, experimental y lúdico:
«El arte debe seguir religiosamente el camino de la naturaleza, y cultîvár convenientemente cada facultad à proporcion que ella se produce, cuidando igüalmente de no despreciarla ni excederla»[20].
Cosa bien distinta será el acuerdo en la finalidad, espiritual o laica, a la que debe conducirse primordialmente la educación; aunque, en cualquier caso, la instrucción católica es materia irrenunciable de un movimiento ideológico que, en el caso propio, se particulariza por la defensa de una religiosidad ilustrada, ortodoxa aunque exenta de supersticiones. Es decir, incluso en aquellas obras firmadas por hombres de la Iglesia en las que la educación aparece taxativamente definida como la adecuación de las facultades, del conocimiento y del régimen de vida al mensaje cristiano, aparecen recogidos como útiles todos los tópicos de inspiración roussoniana que se refieren a la preparación y atención corporal de los menores.
De esta última corriente, de alguna manera ecléctica, M. Rosell y Viciano constituye un claro ejemplo. Este presbítero y capellán real en su ya mencionada obra, La educación conforme a los principios de la religión cristiana, leyes y costumbres de la nación española, defiende con gran vehemencia una educación entendida como la tarea de instruir y dirigir la conducta infantil conforme a la doctrina católica para alcanzar la auténtica felicidad del hombre, que no es otra que la salvación eterna. Pese a seguir de cerca las directrices de J. Locke en materia de puericultura, convenir en la adecuación de la enseñanza a las capacidades y aptitudes de cada edad y defender la importancia de las primeras impresiones sensitivas durante la infancia, desde luego discrepa en la concepción de la naturaleza del niño. Porque, como cabría esperar de un distinguido miembro del clero, prolonga la tradición dogmática de los padres de la Iglesia al exponer su convencimiento en la predisposición espontánea del niño al mal, fruto del desorden innato de sus potencias y afectos, de la pérdida del recto conocimiento causada por el pecado original:
«Esta diligencia que ponen los hombres en criar los niños, instruirles, y enderezar los afectos de su voluntad, conforme á la doctrina de Jesuchristo, es lo que propiamente se llama Educación. Porque aunque sea cierto, que muchos Filósofos llamaron Educación al cuidado que se pone solamente en dar el debido nutrimento y fortaleza al cuerpo de los niños, y otros lo extendieron no mas que á la instrucción proporcionada á sacar de ellos ciudadanos conformes á las leyes y costumbres de la patria, se ve que faltaron en lo principal, no conduciéndoles a la perfección con el logro de su felicidad verdadera»[21].
La posición de éste aproxima al otro extremo de la pedagogía de la época. Contenidos, métodos y propósitos pedagógicos reflejados en otra vertiente de la literatura educativa o en tratados para la instrucción moral de la familia, sitúan ante las concepciones eclesiásticas en esta materia, apenas modificadas de un siglo a otro. Los textos del Padre M. Sánchez, Fr. A. Arbiol, J. E. Gómez de Terán ilustran convenientemente sobre esa otra forma de entender al niño, de juzgar su puesto en el organigrama de la comunidad cristiana y, en virtud de ello, de dotar de significado a la labor instructiva y marcar el talante de los instrumentos empleados para el propósito de estos defensores de la primacía de la dimensión y cometido espiritual del hombre. En cualquiera de ellos el tono severo, la actitud suspicaz hacia la infancia y el entusiasmo por formas educativas y afectivas hoscas e intransigentes no tardan en retrotraer al lector a páginas ya escritas, al menos, un siglo antes:
«Tienes hijos, dize el Espiritu Santo (…) doctrinalos, domalos para que sepan humillarse desde su puericia (…). Enseñalos interior, y exteriormente; no apartes del hijo la vara de la correccion, que aunque le castigues, no morirà (…). Vèd las riquezas que Dios quiere soliciteis à vuestros hijos; no los talegos de oro, ni los cargos de la Republica, enseñarlos temor à Dios, modestia, y toda santa Doctrina, con los Mandamientos de Dios, y de su Iglesia, Credo y Articulos, y lo demàs necessario»[22].
El Setecientos refleja de esta manera su talante confuso y divergente frente a las cuestiones que suscita su infancia. Progreso y conservadurismo en lo que atañe a la imagen y sentido de la formación y el papel del niño en la sociedad, conviven en este siglo con la misma naturalidad con la que los afanes reformistas se ven impedidos por la inercia de estructuras mentales y materiales profundamente arraigadas. En último extremo, paradójica y contradictoria son los dos adjetivos que mejor definen la actitud del siglo XVIII en este ámbito, como en otros muchos.
La dedicación a la especulación teórica en temas educativos, no se restringe a las formulaciones estrictamente pedagógicas. La vocación pragmática de los intelectuales ilustrados les compromete con el esfuerzo de elaborar propuestas de reforma, tangibles, efectivas y de marcado carácter utilitario. Es en este contexto de divulgación y oferta de ideas a los medios políticos en el que se inscribe todo un torrente de publicaciones, discursos presentados en los círculos elitistas de las Sociedades Económicas de Amigos del País, memoriales, traducciones de obras francesas[23], que son en algunos casos auténticos proyectos metódicamente diseñados, en los que se incluyen planes de estudios, organización docente, sugerencias sobre material didáctico y recursos pedagógicos. Pero en todos ellos los elementos comunes insisten en la defensa de la importancia social de la instrucción, la inspiración ilustrada del cometido que ha de cumplir la educación pública, la concepción clasista y utilitaria de la misma, su adecuación a las necesidades sociales y económicas del país tanto como a las aptitudes y vocación profesional del menor, la crítica al nivel de formación del profesorado, y la reprobación del funcionamiento y dotación de las escuelas públicas[24].
El amplio muestrario de temas que engloba el superior y más general de la educación, concede un puesto no despreciable a la peculiar atención que merece la instrucción de la mujer, sobre la que se completan volúmenes monográficos además de capítulos específicos en aquellas obras de planteamiento más genérico como las de L. Hervás y Panduro, A. Arteta, M. Rosell y Viciano, J. E. Gómez de Terán, Fr. A. Arbiol. Ni mucho menos, la niña iba a constituir una excepción al criterio pragmático e interesado que justifica todo este entusiasmo de la literatura ilustrada por la infancia. El género femenino de corta edad inquieta en tanto futura madre y esposa a la que le aboca irremediablemente su condición; preocupa por el trascendente cometido que le corresponde como primera educadora de sus hijos, de los prometedores súbditos católicos que espera y necesita el poder civil y eclesiástico. En virtud de esta función social al servicio una vez más del varón que ha de formarse o de la pequeña que, reproduciendo fiel e invariablemente el papel que se repite de una generación a otra, promete ser madre de otro hombre al que habrá de criar y colaborar a educar, la mujer ha de ser, que no merecer ser según algunos, instruida aunque en términos de estricta suficiencia:
«Gozan universalmente las mugeres de espíritu y cuerpo más débil que los hombres. En esto la naturaleza nos da á entender que no las ha destinado para las ciencias sublímes, ni para grandes fatigas y trabajos corporales; pero exceden á los hombres en la aplicacion, industria y atencion á sus empleos. Estas prendas, juntas con una mediana instrucción, las ponen en estado de poder cumplir con las obligaciones que ordinariamente están anexas á su condicion; esto es, cuidar de la economia de la casa, del gobierno de los criados, y de la instrucción de sus hijos»[25].
En medio de una prolongada controversia que centra su objeto de debate en la clarificación de la hipotética igualdad de hombres y mujeres prospera la idea de ofrecer una instrucción a la mujer proporcionada a sus aptitudes y cometido, por lo mismo, diferenciada de aquélla diseñada propiamente para el varón[26]. Por tanto, las diferencias no conciernen tan sólo a la duración, complejidad y profundidad de la educación recibida por la niña por comparación con el sexo masculino, sino que afectan a los propios contenidos educativos que le corresponden en virtud de su género pero también de su extracción social. La condición femenina determina la aplicación a los conocimientos esenciales para la buena gestión de las ocupaciones domésticas, en tanto su condición social decide a propósito de la mayor o menor atención a la formación letrada para adorno de su persona, y satisfacción y recreo de la compañía masculina en los círculos acomodados.
Como quiera que sea, la realidad confirma la proliferación de obras dedicadas por entero a este sujeto de reflexión[27], que se suman a un considerable número de iniciativas políticas, en las que la formación elemental y el adiestramiento en determinadas laborales artesanales despuntan como los ejes principales que justifican esta labor a favor de ellas y en beneficio de la racionalización de la fuerza de trabajo del conjunto del Estado.
Un repaso a la producción literaria del siglo XVIII centrada en el niño, impone el tratamiento de los escritos referidos al problema de la exposición no sólo por la incuestionable importancia de sus datos informativos, consideraciones y sugerencias reformadoras, sino por la significativa y apreciable cantidad de los títulos aparecidos en el último cuarto del Setecientos. A diferencia de épocas anteriores, en las que el problema del abandono se inscribe dentro de la reflexión moral y se trata en libros de origen eclesiástico –sumas morales o manuales de confesión– en los que prima la identificación de la falta cometida y de la sanción espiritual y religiosa que le corresponde, este siglo coloca en un lugar destacado de análisis y teorización un problema que ya alcanza cotas alarmantes, adoptando para ello perspectivas de análisis emparentadas con el espíritu racionalista, pragmático y utilitario del siglo, y encuadradas dentro de la economía política. No tanto hombres de la Iglesia, aun cuando también colaboran, sino médicos, intelectuales laicos y políticos son los responsables de obras en las que se detecta sin ningún pudor, incluso en sus propios encabezamientos, la intención de proporcionar los medios para la conservación física, en primer término, y la integración socio-laboral de un contingente de población en absoluto desdeñable para un Estado precisado de súbditos leales y productivos de acuerdo con los sectores económicos que tratan de potenciarse[28]:
«Con mayores razones la España, escasa de población para llenar este vacío y completar toda la gente que necesita en el vasto espacio de la monarquía, debe aprovechar estas inocentes criaturas, porque así lo dicta la caridad y religión cristiana, y aconseja también la utilidad general del Estado.
Como éste costea los alimentos y educación de los expósitos, es dueño de darles la dirección y destino más conveniente»[29].
Las materias contempladas reflejan bien la alarma que provoca la conciencia de un fenómeno en continuo incremento, incluso intensificado en las últimas décadas del siglo, y que es causa de la pérdida de un elevado número de vidas que bien podrían aplicarse al fortalecimiento demográfico y económico del país.
Interesa, por tanto, atender en primer término al grave problema de la mortalidad de los niños dependientes de los centros asistenciales, para lo que no dejan de reiterarse las indicaciones sobre el régimen de vida, alimentación, higiene o ámbito de crianza en el que ha de desenvolverse el menor en sus primeros años para asegurar su supervivencia. Superada esta cuestión de base, inquieta la supervivencia ahora social de estos individuos, en favor de la cual se ordena el talante y límites de la formación letrada y profesional con que deben ser provistos, y los medios de inserción en la comunidad, que no son otros que los proporcionados por su cualificación profesional y ocupación laboral, considerando que «la mentalidad ilustrada, optimista frente al crecimiento económico pero desconfiada de toda idea que no surgiera de sus propias élites, defendía la integración de los expósitos en el mundo productivo de la época, pero se mostraba reacia a cualquier intento de acceso por parte de esas clases inferiores al mundo de la cultura«[30]. Sorprende, sin embargo, que tras largas disertaciones sobre cuestiones pediátricas y de organización interna de los centros, se eluda el grave y principal problema del sostenimiento económico de los mismos, del que en verdad derivan todos los males de la deficiente asistencia y su traducción en cifras desproporcionadas de mortalidad.
En la misma línea de intereses y preocupaciones cabe catalogar los frecuentes títulos de este siglo cuyo propósito inmediato es el de contribuir a la divulgación de los nuevos métodos de crianza y cuidados pediátricos en el ámbito de la familia, en la intención última de acrecentar la calidad y esperanza de vida de los nacidos, lo que es igual a pretender el incremento de los recursos demográficos del Estado. La declaración del fundamento último que mueve todas estas motivaciones es taxativa en palabras del médico J. Bonells:
«Bien puede el Gobierno procurar todas las ventajas que favorecen la población; siempre tendrá, á pesar de sus providencias, escasez de pobladores, en tanto que las madres atropellen su fecundidad, y destruyan los frutos que produce. Bien puede el Soberano poseer los más vastos y opulentos dominios; no por eso dexarán de ser débiles sus fuerzas, si nacen y se crian débiles sus vasallos. Bien pueden las leyes, para hacer felíz el Estado, imponer las más severas penas á los delinqüentes; mientras que la educación sea viciosa, podrá el temor del castigo evitar algunos delitos; pero los vicios turbarán siempre la pública felicidad»[31].
Siendo preocupación común a todo intelectual ilustrado la mejora del potencial político y económico del Estado, a esta empresa se suman los profesionales médicos para aleccionar en tratados de puericultura, que complementan a la literatura pediátrico-educativa y a las monografías médicas[32], sobre las cuestiones que se consideran elementales para la mejor atención de los nacidos. Pese a encontrarse ya tratadas en obras de contenido eminentemente educativo, adquieren ahora entidad propia materias tales como la defensa de la lactancia materna, la especulación sobre los beneficios de la lactancia artificial, el destete, los problemas de dentición, las recomendaciones sobre higiene, sueño o indumentaria infantil, el desarrollo psicomotriz o la estimulación precoz del niño, en publicaciones destinadas especialmente para consumo e instrucción de la futura madre.
Muy en particular, ellas son las principales aludidas o acusadas, dependiendo del nivel al que se eleve el tono de la crítica, en todos aquellos tratados apologéticos que hacen de la defensa de la lactancia materna, del vehemente elogio a los beneficios tanto físicos como morales que de ella se desprenden para el nacido y la madre, el único objeto de reflexión. Los trabajos ya aludidos de S. García, J. Bonells o A. Arteta junto a los de P. Vidart o A. Ginesta[33] se sitúan en este punto de encuentro donde confluyen intereses médicos, demográficos, educativos, con inquietudes racionalistas y filantrópicas a favor de la atención del niño en general y, en ocasiones, del expósito en particular. Coincidiendo así en motivaciones y fines con los que, excediendo los límites del mero texto escrito, dan sentido a las actuaciones de orden práctico y político acometidas primordialmente en la segunda mitad de siglo.
A este repaso a la labor de reflexión, revisión crítica y propuesta de planes renovadores que afectan a la infancia, aún puede sumarse la aportación de aquellos hombres implicados tanto en el análisis, como en la toma de decisiones y ejecución de las concepciones generales que son motivo de conformidad por parte de la intelectualidad ilustrada. Este grupo de nombres propios, en los que figuran personalidades como el Conde de Floridablanca, el Conde de Cabarrús o P. Rodríguez Campomanes, ejemplifican con acierto el espíritu de un siglo en el tratan de ser conciliadas las formulaciones y proyectos teóricos con la intervención en el plano de la realidad, hasta el punto de que el espíritu de la doctrina de las Luces se convierte en ideario político de los monarcas en el poder.
El Estado indudablemente se convierte en el principal dinamizador de las transformaciones perceptibles en esta centuria con relación al niño. Este sector de población se descubre ante los gestores políticos como la base y materia prima a partir de la cual es posible originar el proceso de regeneración social que habrá de culminar en la reforma y consolidación de colectivos estatales de fuerte potencial. El desarrollo económico, la prosperidad material del Estado, la felicidad común precisa de la conservación física de todos sus súbditos, de su formación profesional, moral y cívica al servicio de objetivos comunes y de la incorporación de todos ellos, más aún de los excluidos del sistema, a un organigrama socioeconómico perfecta y férreamente estructurado, organizado racionalmente y operativo, en el que cada elemento se encuentra en disposición práctica y mental para asumir con absoluta satisfacción su cometido.
De manera que el niño es a los ojos del Estado ilustrado el súbdito que preservar, que formar y fortalecer físicamente, que educar, que implicar socialmente, que hacer competente desde el punto de vista de la ideología dominante. En definitiva, el individuo que hacer viable y útil a los intereses superiores del Estado[34]. El “queremos” con el que introduce el Conde de Cabarrús las interrogaciones retóricas que articulan un fragmento de sus conocidas Cartas testimonia bien este afán de hacer de la voluntad de los que integran ese plural indeterminado, ¿el colectivo social persuadido de las verdades y propósitos ilustrados?, el programa educativo, el presupuesto ideológico, las pautas predeterminadas que han de condicionar el desarrollo social e individual de los pequeños en pos de la consecución de aspiraciones ya no propias sino de todos:
«¿Queremos que no se degrade la razón de los hombres?, apartemos los errores y enseñémosles sólo cosas precisas, útiles y exactas. ¿Queremos que se fortalezca su cuerpo?, multipliquemos los ejercicios que los robustecen y que al mismo tiempo contribuyen no poco a hacer feliz aquella edad. ¿Queremos que amen la patria y sus leyes?, enseñémosles los principios de éstas y será posible que no vean en ellas otros tantos beneficios que exciten su gratitud. ¿Queremos que amen a sus conciudadanos?, vivan con ellos, nazcan en sus corazones la tierna amistad y la indulgencia recíproca, contraigan la costumbre de los beneficios mútuos y la necesidad de la opinión ajena, en una palabra, sea la infancia lo que ha querido la naturaleza que fuese, una preparación y un ensayo de la vida»[35].
Este contexto y estas convicciones son las que hacen comprensibles que la infancia merezca, por derecho propio, un capítulo relevante en las consideraciones y actuaciones estatales relacionadas con el ramo de la educación, la beneficencia y la asistencia médica. Estos tres sectores acaparan buena parte de las iniciativas que tienen en el niño su centro de atención prioritaria, aun cuando en no pocos casos queden tan sólo plasmadas en la legislación sin ser acompañadas de un auténtico esfuerzo económico y organizador para hacer realidad proposiciones tan ambiciosas.
En materia educativa el siglo XVIII conoce el surgimiento de la noción de educación nacional, de instrucción pública. Es decir, por vez primera, frente a la diversidad de métodos, instituciones de enseñanza y falta de analogía de los contenidos educativos e incluso cierta laxitud en el control de los enseñantes, el Estado hace suyo este ámbito para iniciar una intensa obra legislativa con la que asegurar la suficiencia y uniformidad educativa que exige el proyecto de homogeneidad nacional[36], de estatalización y secularización de la enseñanza, aun cuando algunos consideren excesiva la interpretación de los acontecimientos en estos términos[37]. Al margen queda la estimación de la enorme distancia que separa lo pretendido de lo logrado en términos efectivos.
Las distintas órdenes al respecto, recogidas en el Libro VIII, Título I de la Novísima Recopilación, al que por sí solas dan cuerpo señalando aún más la singular importancia de este momento en materia educativa, se ocupan sucesivamente de fijar los requisitos morales y académicos para la obtención del título de maestro, definir el procedimiento para el examen y aprobación del mismo, disponer la creación de instituciones como el Colegio Académico del noble Arte de Primeras Letras para el control y mejora de la calidad de la enseñanza, organizar la planificación del número y ubicación de las escuelas públicas y profesores autorizados para su establecimiento en la Corte, establecer las directrices educativas y el material pedagógico de uso, encomendar a las autoridades locales labores de vigilancia respecto al cumplimiento de la normativa vigente en esta actividad.
En definitiva, suponen las primeras muestras de intervención estatal, centralización y uniformidad de ciertos ámbitos del rudimentario sistema educativo de la época, tales como la evaluación del profesorado y los contenidos educativos básicos, en el firme propósito de alcanzar en los menores los provechosos fines que a la religión y al Estado promete deparar la educación:
«El fin y objeto principal (…) es fomentar con trascendencia á todo el Reyno la perfecta educacion de la juventud en los rudimentos de la Fe Católica, en las reglas del bien obrar, en el exercicio de las virtudes, y en el noble Arte de leer, escribir y contar; cultivando á los hombres desde su infancia y en los primeros pasos de su inteligencia, hasta que se proporcionen para hacer progresos en las virtudes, en las ciencias y en las artes, como que es la raiz fundamental de la conservacion y aumento de la Religion, y el ramo mas interesante de la Policía y Gobierno económico del Estado»[38].
Los caracteres que apuntan la legislación y el pensamiento político en nada se apartan de los principios que constituyen la concepción ilustrada de la educación en los escritos de aquellos ocupados en esta deliberación. Para el poder, siendo la instrucción no más que una herramienta a su servicio, no se concibe sino bajo los atributos de una enseñanza utilitaria, pragmática, economicista, dirigista, clasista y excluyente en determinados niveles, aunque se pretenda universal en cuanto al espectro social al que ha de extenderse, que desea la obtención de educandos «modelo de buenos y virtuosos ciudadanos«.
En virtud de ello, el niño se incorpora a este juego de intereses que representa la enseñanza para ser objeto de atención educativa cualquiera que sea su extracción social, inclusive la de condición más humilde, aunque a la postre aquélla sea determinante y limitadora de los contenidos docentes[39]; para ser atendido sin distinción de género, si bien estableciendo netas diferencias en los elementales programas de estudio y objetivos inmediatos de la formación de uno y otro sexo[40]; para recibir una sencilla instrucción letrada y religiosa pero asimismo el adiestramiento en actividades manuales con las que, la mujer también, participar del mercado laboral[41]; para procurar su más que medida inserción socio-laboral, siendo miembro del grueso grupo de excluidos que constituyen la población de hospicios y casas de expósitos, sin que en ningún caso se exceda el mero aprendizaje de los rudimentos de las letras, puesto que la educación superior se presenta como vetada a este colectivo[42].
Tras este derroche entusiasta de propuestas, proyectos y legislación educativa del que participan todos, decepciona descubrir un panorama que continuará padeciendo la incapacidad para transformar en profundidad la realidad educativa, la carencia de un efectivo plan de reforma aplicable a todo el país y la falta de soluciones para acometer y financiar convenientemente esta empresa de reforma.
La infancia también se incorpora a aquella otra parcela del ejercicio de gobierno que a partir de estas fechas trata de acaparar la monarquía para ser gestionada desde los mismos presupuestos racionalistas, utilitarios y serviles a la razón de Estado[43]. El ramo de la beneficencia experimenta de manera notable las transformaciones de carácter centralista y secularizador del siglo que la despojan de su significado eminentemente caritativo y evangélico para hacer de ella un aparato de control y homogeneización social y una fuente de mano de obra acomodada a los sectores productivos. Expósitos, huérfanos, pequeños mendigos, hijos de familias pobres como miembros destacados, por su número y potencialidad que promete su corta edad, del amplio colectivo de la marginación son traídos a un primer plano de la acción política en idéntica proporción al protagonismo que se las ha visto cobrar en la literatura de la época.
Interesa preservarlos, educarlos, formarlos y convertirlos en súbditos leales y útiles[44]. No mucho más, puesto que sería erróneo confundir los intereses pragmáticos que inspiran a los gestores del Estado con un afán filantrópico dejado en un lugar secundario o, si prefiere, bien conjugado con intereses más prosaicos:
«(…) con cuyos medios conseguirá la piedad, que los recogió al hospicio, el criar unos artesanos y vecinos bien instruidos, y útiles al Estado, saliendo á exercer las artes y oficios, y una semilla de buenos padres de familias bien educados; y se les inspirará á los pobres la debida confianza y amor á dichos hospicios»[45].
Estas palabras sintetizan con acierto los propósitos de toda la legislación que se elabora sobre la materia en este siglo. Por contraste con la escasez de disposiciones de épocas pasadas, el Setecientos dispone, prácticamente sólo hace tal cosa, la organización interior de los hospicios donde se acoge con especial celo a los más pequeños, elabora para ellos y ellas un plan educativo y formativo en artes y oficios que habrán de servir de pasaporte a su reinserción e independencia económica con respecto a la institución, ordena y reglamenta el establecimiento de casas de expósitos en la totalidad del país para su crianza y educación[46]. Pese a todo, las reservas sobre las motivaciones esenciales ponen en tela de juicio la bondad de tales iniciativas, al tiempo que la falta de compromiso económico y de gestión para materializar los planes diseñados sobre el texto legislativo aclaran los límites de la auténtica implicación y determinación del Estado, y subrayan las dificultades que impone la coyuntura social, económica y política del momento. A la vista de estos elementos de consideración, B. Delgado Criado no duda en afirmar que «esta legislación no hace sino recoger la mentalidad ilustrada respecto a la infancia. La filosofía jurídica que la inspira no es el respeto al niño, sino la conservación del mayor número posible de niños abandonados para incorporarlos cuanto antes al mundo del trabajo. Ésta es también la filosofía que inspira gran parte de la literatura aparecida en los últimos decenios del siglo XVIII«[47].
La conciencia de la magnitud que comienza a alcanzar en particular el conflictivo fenómeno del abandono de niños, de múltiples lecturas y repercusiones, la ineludible exigencia política de hacer suyo un problema que afecta al Estado en su dimensión demográfica y en su vertiente social, si se atiende a su posible capacidad desestabilizadora, se hace manifiesto a la par de las preocupaciones por las cuestiones educativas en los escritos salidos de las mismas personalidades políticas ya citadas.
La Instrucción reservada del Conde de Floridablanca, las Cartas del Conde de Cabarrús, las reflexiones que P. Rodríguez Campomanes dedica al tema de pobreza recogen capítulos específicos a propósito de los expósitos en los que coinciden en argumentar, bien con convicciones de orden ético o con aquellas de economía política a las que tan explícitamente recurre el último de los aludidos, la necesidad de atender a la conservación de esta población. Para ello, no dudan en apuntar al deficiente funcionamiento de los centros de asistencia, plantear la conveniencia de organizar un plan de gobierno interno de estas instituciones común a todas ellas, o señalar el especial celo que merecen las circunstancias del traslado y la lactancia a las que se hace principales responsables de las muertes ocurridas en las Inclusas. Floridablanca opina,
«En el recogimiento de expósitos se requiere más celo y vigilancia que hasta ahora, para que no se malogren tantas infelices criaturas como se pierden con el descuido de las justicias y mal método de las mismas casas de expósitos»[48].
En tanto P. Rodríguez Campomanes pocos años antes coincidía en denunciar:
«La policía que en esto debe haber carece actualmente en el Reino de reglas constantes, y estoy por decir que jamás las ha tenido a pesar de la multitud de leyes coercitivas contra ociosos y abandonados, gobernándose este importante objeto por casualidad y tradición»[49].
Quizás la más ambiciosa modificación procurada, por el ámbito en el que habrían de producirse las transformaciones, el de la mentalidad colectiva, sea la Real Cédula de 1794 por la que son declarados como legítimos todos los expósitos, rehabilitándolos de este modo a los derechos civiles comunes a todo individuo nacido en el seno de una unión legítimamente constituida[50]. Una decisión con la que se persigue la integración efectiva de este colectivo, excluido del acceso a determinados cargos y prebendas civiles y eclesiásticas, cuya incidencia en la sociedad, como otras tantas acciones de este siglo, muestra la contradicción entre la propuesta teórica y las trabas de los imperativos materiales y mentales del momento. Un contemporáneo y enérgico defensor de los derechos de los expósitos, J. A. de Trespalacios y Mier desvelará pocos años más tarde con toda franqueza, al tiempo que critica, la vigencia de actitudes y prejuicios tradicionales, irreductibles pese a la promulgación de la ley anterior y los esfuerzos del gobierno por atender a este colectivo:
«¿Cómo es posible, se me dirá, suceda esto después de una ley, que los declara legítimos para todos los efectos civiles (…)? (…). ¿No vemos, por otra parte, ocupado el Supremo Senado de la Nación en fomentar estos establecimientos, y aun erigirse casas, donde no las había, con órdenes superiores? ¿Y puede creerse, que no haya alcanzado esta ley, que no hayan sido suficientes estas benéficas intenciones del Gobierno, para desarraigar de nuestros ánimos las preocupaciones que hemos referido? Ello es cierto, que después de tres años vemos continuar los mismos perjuicios»[51].
Porque en efecto, el siglo XVIII experimenta una enorme proliferación de centros asistenciales –casas de misericordia, de expósitos u hospicios en los que se atiende a los menores huérfanos y abandonados–, algunos de los cuales fueron motivados por la observación de la orden real inserta en la Real Cédula de 1796 y apoyados en su establecimiento por la excepcional contribución material de la corona, aunque la mayoría seguirán dependiendo para su fundación y organización de los recursos aportados por la Iglesia, la caridad privada de algunas cofradías religiosas o el patronato municipal. No de forma distinta ocurre con la ininterrumpida creación de instituciones educativas, en su mayoría para niñas huérfanas, establecidas con los medios facilitados por particulares movidos por el espíritu de caridad cristiana de siempre, o por miembros del clero de relevante jerarquía como viene siendo costumbre desde el Quinientos.
En cualquier caso, la suma de motivaciones propias del siglo y herederas de convicciones religiosas que vienen de lejos, surgidas de la iniciativa del Estado o de la institución religiosa, ofrecen como resultado la implantación en todo el territorio nacional de una amplia red de centros benéficos que prolongan las características de los conocidos desde siglos antes, y se complementan con nuevos servicios asistenciales que demanda una distinta mentalidad.
Una concepción nueva de la sociedad y de las relaciones humanas que frente al problema de la ilegitimidad, permite hacer fluir y confluir actitudes de mayor comprensión hacia las circunstancias de miseria, no ya moral sino material, que son causantes de los nacimientos ilegítimos. Una mentalidad de mayor progreso que posibilita la aparición de manifestaciones que hablan de un avance en la sensibilidad hacia los individuos comprometidos en aquellas circunstancias, y de un más acusado aprecio hacia la supervivencia física de madre y nacido, y hacia la integridad del prestigio social y moral de la mujer. En una línea de pensamiento tan avanzada se sitúan los textos del Conde Cabarrús, de L. Hervás y Panduro o de J. A. de Trespalacios y Mier que demandan la puesta a disposición de ambos de las llamadas salas de maternidad vergonzosa, a imitación de las ya existentes en Europa. Un recurso de protección social que Constituciones u ordenanzas como las del Hospicio y Casa de Expósitos de Badajoz se apresuran a recoger al entenderlas competencias inexcusables y de la mayor utilidad al facilitar que «se oculten las mujeres frágiles el tiempo preciso, hasta que salgan del lance, guardando todo sigilo, para precaber de este modo no padezcan deshonor, ni hagan abortos ó infanticidios«[52].
Es la misma inquietud surgida de planteamientos humanistas, sensibilidad ilustrada, filantropía, acompañada de dosis no desdeñables de utilitarismo estatal, e idéntico objetivo de preservación de la vida que se encuentra en la última de las parcelas comunes a intelectuales, profesionales y gestores políticos en la que el niño encuentra un puesto de relieve. La puericultura, la obstetricia, la pediatría como especialidad claramente perfilada y con una entidad propia, la defensa de la lactancia materna, la preocupación por el despilfarro demográfico y la carga moral que supone la mortandad alarmante de los expósitos, la simple mortalidad infantil ordinaria que ahora se hace intolerable, son temas del siglo XVIII. Con respecto a ellos, ni la teoría ni la práctica política quedarán indiferentes[53], aunque sí impotentes ante el enorme potencial transformador que se requiere para hacer evolucionar realidades que no se restringen al ámbito de lo material o técnico sino que incumben en ocasiones al sustrato cultural y mental. De cualquier manera, el convencimiento de la importancia de la vida infantil, el celo por atender a la fragilidad del niño siquiera se vuelve unánime:
«Su salud nos importa mucho, si queremos tener hombres; y su medicina es capáz de un grado de perfección mayor que el que comúnmente se piensa. Mas este grado de perfección no se conseguirá, si el Gobierno público no da las providencias necesarias para que se logre, y después se haga universalmente práctica su utilidad»[54].
NOTAS:
[1] A. Carreras Panchón, El problema del niño expósito en la España ilustrada. Salamanca, 1977, p. 36.
[2] B. Delgado Criado, Historia de la infancia. Barcelona, 1998, p. 140.
[3] Vid. J. A. Maravall, «La idea de felicidad en el programa de la Ilustración» en Estudios de la historia del pensamiento español (Siglo XVIII). Introducción y compilación de M. C. Iglesias. Madrid, 1991, pp. 162-189 (Texto original publicado en Mélanges offerts à Charles Vincent Aubrun. París, 1975).
[4] «Esa doctrina de potencialidades del yo (…), unida a la convicción de que, en definitiva, ese yo, esa potencial personalidad enriquecida se desarrolla por y para la sociedad, pues no se concibe la felicidad individual si no es unida indisolublemente a la felicidad social, son las premisas en donde descansa la confianza ilustrada en la educación y, al tiempo, la importancia primordial que Estado y sociedad otorgan al control de esa educación, al control del nuevo moldeamiento del hombre«. M. C. Iglesias, «Educación y pensamiento ilustrado» en AA. VV., Actas del Congreso Internacional sobre “Carlos III y la Ilustración”. Vol. III. Madrid, 1993, p. 16.
[5] «La relevancia que en una sociedad puede alcanzar el tema de la educación y la preferente atención por los planteamientos de una política educativa es uno de los aspectos más repetidos en todos aquellos casos en que la mentalidad de una época reclama una transformación amplia y que cale hondamente (…). Eso supone unos cambios en la estructura de la sociedad, los cuales llevan a colocar en un puesto, que se considera de máxima eficiencia, la reforma del hombre como fundamento de la reforma general (…). Este programa de reforma de la educación, base de una esperada y gradual reforma general del hombre y de la sociedad, siempre se sitúa en el centro de todo plan político de cambios, cuando éste, en sus previsibles consecuencias, alcanza unas dimensiones globales –pensar de otra manera, vivir de otra manera–, aunque no hayan de ser necesariamente demasiado firmes«. J. A. Maravall, «Idea y función de la educación en el pensamiento ilustrado» en Estudios de la historia del pensamiento español (Siglo XVIII). Introducción y compilación de M. C. Iglesias. Madrid, 1991, p. 489 (Texto original, «The Idea and Function of Education in Enlightenment Thought» en The Institutionalization of Literature in Spain. Vol. I. Fall, 1987).
[6] G. M. de Jovellanos, «Memoria sobre educación publica, ó sea tratado teórico-práctico de enseñanza, con aplicación á las escuelas y colegios de niños» enObras publicadas e inéditas de Don —-, Tomo Primero. Biblioteca de Autores Españoles, 46. Madrid, 1963, p. 231.
[7] E. Garin, La educación en Europa, 1400-1600. Barcelona, 1987, pp. 254-257 (Primera edición italiana, 1957).
[8] M. C. Iglesias, «Educación y pensamiento ilustrado» en AA. VV., Actas del Congreso Internacional sobre “Carlos III y la Ilustración”. Vol. III. Madrid, 1993, pp. 5-10.
[9] A. Mayordomo Pérez y L. M. Lázaro Lorente, Escritos pedagógicos de la Ilustración. Madrid, 1989, pp. 19-21.
[10] G. M. de Jovellanos, «Memoria sobre educación pública…», op. cit., pp. 230 y 231.
[11] J. A. Maravall, «Los límites estamentales de la educación en el pensamiento ilustrado» en Estudios de la historia del pensamiento español (Siglo XVIII). Introducción y compilación de M. C. Iglesias. Madrid, 1991, p. 462 (Texto original publicado en Revista Histórica das Ideias, 8, 1986).
[12] «A los Padres y Maestros pertenece inspirar á la infancia el amor à la Patria, las máximas de la sana Moral, la sumisión al legitimo Soberano, el respeto à las leyes nacionales, y las sublimes verdades de la Religión«. J. Picornell y Gomila, Discurso teórico practico sobre la educación de la infancia dirigido a los padres de familia. Salamanca, 1786, p. V.
[13] Conde de Cabarrús, Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública. Estudio preliminar de J. A. Maravall. Madrid, 1973, p. 121.
[14] V. del Seyxo, instrucción moral christiana, política y civil, sobre la que se forma la felicidad de un Estado, y la particular de cada Vasallo: se afianza la educación de los hijos, y asegura la prosperidad de una familia, sin diferencia de clases ni de estados. Madrid, 1790, pp. 88 y 89.
[15] J. Bonells, Perjuicios que acarrean al género humano y al Estado las madres que rehúsan criar á sus hijos, y medios para contener el abuso de ponerlos en Ama. Madrid, 1786, p. 318.
[16] Vid. A. Mayordomo Pérez y L. M. Lázaro Lorente, op. cit.; A. Escolano Benito, Educación y Economía en la España Ilustrada. Madrid, 1988; P. Hernández, Catálogo bibliográfico de obras de pedagogía en la Ilustración. Madrid, 1988.
[17] Humanistas y reformadores católicos mostraron en su momento un particular esmero por asegurar a la mujer un mínimo grado de formación para cultivar su vida espiritual y cumplir debidamente con su función social de madre y esposa cristiana. No obstante, las páginas que se dedican a la instrucción de la niña son comparativamente minoritarias en tratados ocupados por completo de la del varón, privilegiada de manera contundente. En cualquier caso, los preceptos que rigen la forma peculiar que adquiere la educación de la mujer en su infancia son reiterativos en todos los textos, en los que se aboga por el aleccionamiento en los principios de respeto, temor, recato y honra, la preparación para las tareas consideradas propias del género y una amplia instrucción en materia religiosa, que se vuelve más parca cuando se trata del conocimiento de las letras. Vid. J. L. Vives, Formación de la mujer cristiana (1523); Fr. A. de Guevara, Relox de príncipes (1529); Fr. L. de León, La perfecta casada (1583).
[18] Al respecto, J. J. Rousseau declara: «La humanidad tiene su puesto en el orden de las cosas; la infancia posee también el suyo en el orden de la vida humana, es indispensable considerar al hombre en el hombre y al niño en el niño«, cit. en M. T. Nava Rodríguez, La educación en la Europa Moderna. Madrid, 1992, p. 120.
[19] B. Delgado Criado, Historia de la infancia, op. cit., p. 142.
[20] A. Arteta, Disertación sobre la muchedumbre de niños que mueren en la infancia, y modo de remediarla, y de procurar en sus cuerpos la conformidad de sus miembros, robustez, agilidad y fuerzas competentes. Vol. III. Zaragoza, 1802, p. 5.
[21] M. Rosell, La educación conforme a los principios de religión christiana, leyes y costumbres de la nación española. En tres libros, dirigidos a los padres de familia. Madrid, 1786, Vol. I, pp. 5 y 6.
[22] J. E. Gómez de Terán, Infancia ilustrada y niñez instruida en todo género de virtudes Christianas, Morales y Políticas, que conducen a la santa educación, y buena criança de los niños. Segunda impresión. Madrid, 1720.
[23] Vid. L. Esteban, «Las Obras “Ilustradas” sobre Educación y su recepción en España» en La educación en la Ilustración española. Número extraordinario de Revista de Educación, 1988, pp. 135-160.
[24] Vid. J. A. Porcel, Tratado de la educación pública, con la planta de un colegio, según los principios, que se establecen en esta obra, por Mr. Guiton de Morveau… Traducido del Francés por D. —-. Madrid, 1768; J. E. Colomer, Instrucción de la niñez. Madrid, 1780; J. Moles, Educación y estudios de los niños y niñas y jóvenes de ambos sexos, que escribió en francés el señor Carlos Rollin, profesor de Elocuencia y Rector que fue de la Universidad de París… Traducida en castellano por Don —-, presbytero. Madrid, 1781; J. Rubio, Prevenciones dirigidas a los maestros de primeras letras. Madrid, 1788; J. Anduaga y Garimberti, Prevenciones dirigidas a los maestros de primeras letras. Madrid, 1788; Discurso sobre la necesidad de la buena educación y medios de mejorar la enseñanza en las escuelas de primeras letras, leído en la tarde del día 16 de septiembre del año de 1789 al empezar los exámenes de los niños de la Real Escuela de S. Isidro de esta Corte. Madrid, 1790; J. I. Morales, Discurso sobre la educación, leído en la Real Sociedad Patriótica de Sevilla en la Junta General del día 3 de Septiembre de 1789, por el Dr. D. —-. Madrid, 1789; Fr. M. Sarmiento, «Discurso sobre el método que debía guardarse en la primera educación de la juventud» en Semanario erudito, XIX, 1789, pp. 167-256; «La educación de los niños. Folleto inédito del sabio benedictino —-«, publicado por J. del Álamo en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, XXXV, 1931, pp. 281-301; J. M. Sánchez, «Instrucción para los maestros de primeras letras», 1795 (A. H. N., Estado); S. Jiménez Coronado, «Pensamiento sobre la educación pública de la juventud». Madrid, 15 de junio de 1793 (A. H. N. Estado); J. Sempere y Guarinos, «Informe sobre educación (Granada, 15 de septiembre de 1797). Con la respuesta de Godoy», 1797 (Madrid, Academia de la Historia); M. Lameyro y García, Plan y método de educación que Don —-, preceptor de Nobles educandos en la ciudad de Santiago tiene entablado y observa en su casa con algunos niños de distinción del Reyno de Galicia, que tiene a su cuidado para instruirlos y educarlos por encargo particular de sus padres. Madrid, 1799; J. de Vargas Ponce, La Instrucción Pública, único y seguro medio de la prosperidad del Estado. Madrid, 1808; M. J. Narganes de Posada, Tres cartas sobre los vicios de la instrucción pública en España, y proyecto de un plan para su reforma. Madrid, 1809; J. B. Picornell y Gomila, «Reflexiones sobre la importancia de la buena educación de los niños», s. a. (B. N., Manuscritos).
[25] L. Hervás y Panduro, Historia de la vida del hombre. Tomo Primero. Madrid, 1789, p. 368.
[26] Vid. M. Ortega López, «La educación de la mujer en la Ilustración española» en La educación en la Ilustración española. Número extraordinario de Revista de Educación, 1988, pp. 305-325.
[27] Vid. J. F. Clavera, Educación christiana, caritativa, piadosa, y devota enseñanza, o consejos espirituales dados por un Religioso a una Alma deseosa de unirse con Dios. Ofrécelos a la piedad christiana para instrucción de las niñas y adultas la Señora: Josefa Clavera y Oncins. Madrid, 1762; R. Asensio, Tratado de la educación de las hijas: escrito en francés por el Ilustrísimo Señor Don Francisco de Salignac de la Motte Fénelon, Arzobispo de Cambrai. Traducido en español por Don —-, presbytero. Madrid, 1769; C. M. Palacio y Viana, Escuela de señoritas o Cartas de una madre cristiana a su hija pensionista… Recopiladas y publicadas en francés por El Amigo de los niños y traducidas por el Dr. D. —-, presbítero, maestro de los caballeros pajes de S. M. Madrid, 1784; F. F. de Flores, Conversaciones sobre diferentes asuntos de moral, muy a propósito para imbuir y educar en la piedad a las señoritas jóvenes. Obra sumamente útil a todas aquellas personas que tuvieren a su cargo la educación de niñas. Escrita por Mr. Pedro Collot. Traducida del francés al castellano… por el Doctor Don —-. Madrid, 1787; F. B. Herraiz, «Memorial al Conde Floridablanca sobre la educación de la mujer», 1788. (A. H. N., Estado); M. Guitet, Almacén y biblioteca completa de los niños, o conversaciones de una sabia directora con sus discípulas de la primera distinción. Escrito en francés por Madama de Beaumont, y traducido al castellano por Don —-. Madrid, 1790; B. M. de Calzada, Adela o Teodoro, o cartas sobre la educación, escritas en francés por la condesa de Genlís y en castellano por el teniente-coronel Don —- Socio de mérito de las reales sociedades Bascongada y Aragonesa. Segunda edición considerablemente aumentada y corregida. Madrid, 1792; J. Amar y Borbón,Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres. Edición de Mª V. López Cordón. Madrid, 1994.
[28] Vid. Fr. T. de Montalvo, Practica política y económica de expósitos, en que se describen su origen, y calidades, resolviéndose las dudas, que pueden ofrecerse en esta materia, y juntamente se declara el gobierno domestico, que en sus Hospitales se debe observar. Granada, 1701; P. Rodríguez Campomanes, Expósitos y pobres. Reglas generales para uniformar en el reino la mejor dirección de los albergues o casas de caridad, 1778 (Madrid, Fundación Universitaria Española); A, Bilvao, Destrucción y conservación de los expósitos. Idea de la perfección de este ramo de policía. Modo breve de poblar la España y Testamento de Antonio Bilvao. Antequera, 1789; P. Nieto, Público razonamiento y dolorosas demostraciones, que a nombre y a favor de los Niños Expósitos, hace D. —-, Presbytero y Administrador del Hospital de los de Málaga. Málaga, 1790; S. García, Breve instrucción sobre el método de conservar los niños expósitos. Madrid, 1794; Instituciones sobre la crianza física de los niños expósitos. Madrid, 1805; P. J. de Murcia, Discurso político sobre la importancia y necesidad de los Hospicios. Madrid, 1798; J. A. de Trespalacios y Mier, Discurso sobre que los niños expósitos consigan en las inclusas el fin de estos establecimientos, y si convendrá sustituir otros donde los hijos de padres desconocidos sean socorridos, haciéndoles útiles al Estado. Madrid, 1798; J. J. de Uriz, Causas prácticas de la muerte de los niños expósitos en sus primeros años: remedio en su origen de un tan grave mal: y modo de formarlos útiles a la religión y al Estado, con notable aumento de la población, fuerzas y riquezas de España. Pamplona, 1801; A. de Megino, La Demauxesia. Aumentación del pueblo por los medios de procurar que no mueran 50000 personas que según un Cálculo prudencial, y bien formado se pierden anualmente en las Casas de Expósitos, en los Ospicios y en las Cárceles de España. Es un tratado original de Economía política, útil a todo buen Patricio, escrito para el bien de la sociedad. Venecia, 1805; I. M. Ruiz de Luzuriaga,Estadística político-médica o estados comparativos de los Xenodochios, Derephotrofios y Horfanotrofios, o sea Casas de Amparo u Hospicio de Maternidades, Inclusas y Casas de Huérfanos y Desamparados de España. Madrid, 1819; L. Repiso Hurtado, Discurso que con motivo de las gracias concedidas por… Carlos IV a los expósitos de todos sus Reynos, y la dotación a los de esta… ciudad de Lucena, pronunció en la Inclusa de ella Don —-. Córdoba, s. a.
[29] P. Rodríguez Campomanes en M. Velázquez Martínez, Desigualdad, indigencia y marginación social en la España ilustrada: las cinco clases de pobres de Pedro Rodríguez Campomanes. Murcia, 1991, p. 167.
[30] A. Carreras Panchón, op. cit., p. 68.
[31] J. Bonells, op. cit., p. 316.
[32] Por lo que importa a la literatura especializada sobre esta materia, baste apuntar que el siglo no conoce ninguna obra dedicada por entero a la recopilación sistemática de las patologías infantiles. La exposición de las distintas afecciones se hará por medio de monografías presentadas en forma de comunicaciones a las Reales Sociedades Médicas, memorias o capítulos de tratados generales de medicina, en las que se exponen las enfermedades comunes de esta edad, los casos de especial curiosidad por su carácter excepcional y las preocupaciones sanitarias del momento; de modo que, entre estas últimas, las cuestiones referidas a la técnica de inoculación de la viruela ocupan no pocas páginas de estos escritos. L. Sánchez Granjel, Historia de la Pediatría española Salamanca, 1965, p. 45-50; Vid.La medicina española del siglo XVIII. Salamanca, 1979.
[33] Vid. P. de Silva, Del derecho que tienen los lactantes párvulos a que los críen sus madres a los pechos desde la primera lactancia. Sevilla, 1770; P. Vidart, Disertación sobre las utilidades que se siguen de criar las propias madres á sus hijos… Escrita por Mr. Landais, Doctor en Medicina &c. Traducida al castellano por Don —-. Madrid, 1784.; S. García, «Discurso de D. —-, Médico en esta Corte… en que se prueban las ventajas de criar las madres a sus propios hijos» en Memorial Literario, XV, 1788, 52-68 y 116-130; J. Iberti, Método artificial de criar a los niños recién nacidos, y darles una buena educación física. Seguida del tratado de enfermedades de la infancia. Madrid, 1795; A. Ginesta, El conservador de los niños. Madrid, 1797; A. M. González Crespo, «Guía de las madres para criar a sus hijos, o Medicina doméstica de la primera infancia», 1803 (A. H. N., Consejos).
[34] Vid. J. Varela, «La educación ilustrada o cómo fabricar sujetos dóciles y útiles» en La educación en la Ilustración española. Número extraordinario de Revista de Educación, 1988, pp. 247-274.
[35] Conde de Cabarrús, op. cit., pp. 127 y 128.
[36] «La educación de masas, como instrumento útil y poderoso para configurar la identidad moral y nacional de laboriosos, a la vez que buenos patriotas, en el marco de una sociedad “armónica” sin tensiones ni subversión de los principios y las jerarquías sociales establecidas, se convirtió, en consecuencia, en un ramo principal del gobierno y objeto de prioritaria atención política para la elite funcionarial del aparato del Estado, que tuvo también en cuenta las cada vez más crecientes ganancias demográficas, que experimentó España con respecto a la centuria anterior«. B. Delgado Criado (coord.), Historia de la educación en España y América. La educación en la España Moderna (Siglos XVI-XVIII). Vol. 2. Madrid, 1993, p. 795.
[37] M. Carmen Iglesias emplea los conceptos de «instrucción pública«, «educación nacional«, «estatalización y secularización de la enseñanza» para identificar algunas de las transformaciones que se operan en el sistema educativo en el transcurso del siglo XVIII. Menos condescendiente en su juicio, A. Capitán Díaz opina al respecto que «(…) el Estado asumió ciertas responsabilidades “públicas” –que no llegaron ni mucho menos a ser constitutivas de un proceso de “estatalización” ni de un sistema educativo nacional– fomentando directa o indirectamente (…) la instrucción primaria«. La discrepancia de ambas posturas no es más que fiel reflejo de la disparidad de criterios y conclusiones que vienen acompañando a la valoración del significado y trascendencia de las actuaciones emprendidas por el Estado en este campo. M. C. Iglesias, op. cit., pp. 10 y 21; A. Capitán Díaz, Historia de la Educación en España. De los orígenes al Reglamento General de Instrucción Pública (1821). Tomo I. Madrid, 1991, p. 818. Vid. J. Ruiz Berrio, «La educación del pueblo español en el proyecto de los ilustrados» en La educación en la Ilustración española. Número extraordinario de Revista de Educación, 1988, pp. 165-191.
[38] Libro VIII, Título I, Ley III, Novísima Recopilación de las Leyes de España. Madrid, 1804, p. 3.
[39] El epígrafe LXIII de la Instrucción reservada del Conde de Floridablanca dispone que «La autoridad se encargará de la educación de aquellos niños cuyos padres no cumplen con esta obligación«, para lo cual se procederá «(…) quitando los hijos a los padres que abandonan su educación, y haciéndolos instruir y educar, según su nacimiento y posibilidades, en los colegios o casas destinadas a este fin, a costa de los mismos padres, si tuvieren bienes, o del fondo caritativo erigido por mí, cuando fuesen pobres«. Conde de Floridablanca, Instrucción reservada que la Junta de estado, creada formalmente por mi decreto de este día, 8 de julio de 1787, deberá observar en todos los puntos y ramos encargados a su conocimiento y examen en Escritos políticos. La Instrucción y el Memorial. Edición y estudio de J. Ruiz Alemán. Murcia, 1982, p. 127.
[40] Establecimiento de casas para la educación de niños; y de las de enseñanza para niñas, Libro VIII, Título I, Ley IX, Novísima Recopilación…, op. cit., pp. 8 y 9.
[41] Establecimiento de escuelas gratuitas en Madrid para la educación de niñas; y su extensión á los demás pueblos, Libro VIII, Título I, Ley X, ibid., p. 9-12; instrucción y destino de las niñas en los hospicios desde la mas temprana edad, Libro VII, Título XXXVIII, Ley VI, ibid., p. 698.
[42] instrucción y aplicación de los hospicianos á los exercicios, oficios y artes útiles al Estado, Libro VII, Título XXXVIII, Ley V, ibid., pp. 696-698;Cuidado de los Rectores de las casas de expósitos en la educación de estos, para que sean vasallos útiles, Libro VII, Título XXXVII, Ley III, ibid., p. 688;Observancia de lo dispuesto por la ley precedente, con particular encargo al Consejo sobre las nuevas reglas que se crean necesarias, Libro VIII, Título I, Ley II, ibid., pp. 12 y 13. Ésta última alude a la Pragmática ordenada por Felipe IV en 1623, contenida en la ley I del mismo Libro y Título, que alude, entre otras, a la prohibición dirigida a los hospitales en los que hallan niños expósitos o desamparados de impartir estudios de Gramática a estos menores.
[43] «El siglo XVIII reviste especial interés desde el punto de vista de la asistencia social por fraguarse en él la crisis de la caridad religiosa. Una crisis inserta en otra mucho más general, que afecta a la mentalidad, fundamentos y estructuras propias del Antiguo Régimen. Desde motivaciones muy diferentes, regalistas –dispuestos a atribuir al monarca todas las parcelas del Estado– e ilustrados –precursores del liberalismo– se unen y cuestionan las funciones asistenciales de la Iglesia, acusada de servirse de la pobreza para justificar sus bienes patrimoniales«. E. Maza Zorrilla, Pobreza y asistencia social en España. Aproximación histórica. Siglos XVI-XIX. Valladolid, 1987, p. 100.
[44] Vid. P. Pernil Alarcón, «Caridad, educación y política ilustrada en el reinado de Carlos III» en La educación en la Ilustración española. Número extraordinario de Revista de Educación, 1988, pp. 329-344.
[45] Libro VII, Título XXXVIII, Ley V, Novísima Recopilación…, op. cit., p. 698.
[46] Vid. notas 121 y 122; Construcción y disposición material de los hospicios, Libro VII, Título XXXVIII, Ley IV, ibid., pp. 695 y 696; Reglamento para el establecimiento de las casas de expósitos, crianza y educación de estos, Libro VII, Título XXXVI, Ley V, ibid., pp. 689-693.
[47] B. Delgado Criado, Historia de la infancia, op. cit., p. 159.
[48] Conde de Floridablanca, Instrucción reservada…, op. cit., p. 127.
[49] P. Rodríguez Campomanes en M. Velázquez Martínez, op. cit., p. 171.
[50] Los expósitos sin padres conocidos se tengan por legítimos para todos los oficios civiles, sin que pueda servir de nota la qualidad de tales, Libro VII, Título XXXVII, Ley IV, Novísima Recopilación…, op. cit., pp. 688 y 689.
[51] J. A. de Trespalacios y Mier, op. cit., pp. 20 y 21.
[52] C. Marín, Constituciones, ordenanzas y reglamentos del Real Hospicio, Casa de Expósitos, huérfanos, acogidos y mugeres de mal vivir de la Ciudad de Badajoz, como también de los quatro hospitales agregados à él, nominados Concepción, Piedad, Cruz y Misericordia. Madrid, 1804, p. 32.
[53] Exámen de parteros y parteras para poder exercer su oficio, baxo la instrucción que estableciere el Protomedicato, Libro VIII, Título X, Ley X,Novísima Recopilación…, op. cit., pp. 83 y 84; Exámenes de reválida en Cirugía para los Cirujanos, sangradores y parteras, Libro VIII, Título XII, Ley XI, ibid., pp. 99-101; Penas de los que exerzan la Cirugía sin título; y prerogativas, facultades y exênciones de los Cirujanos aprobados, y de los sangradores y parteras, Libro VIII, Título XII, Ley XII, ibid., pp. 101-106.
[54] L. Hervás y Panduro, op. cit., p. 246.