Lorenzo Rodríguez Amores.
Nuevos y distintos tiempos comienzan en el reino castellano a la muerte del rey Enrique IV el Impotente, ocurrida el 12 de diciembre de 1474, porque decide coger el timón de la corona una garrida moza, aunque ya casada, «de mediana estatura y bien compuesta en su persona, blanca y rubia con los ojos entre verdes y azules«[1]: Isabel la Católica.
Es de conocimiento general lo sucedido a raíz del óbito del dicho monarca. Se entabla una larga contienda bélica que durará sus cuatro años, desencadenada al quedar vacante el trono pues, además de doña Isabel, se lo disputa, sin que carezca de razones, la adolescente de 13 años, hábilmente manejada, doña Juana de Castilla, por mal nombre doña Juana la Beltraneja. No es este el lugar de entrar o salir en los discutibles derechos que asisten a cada una. Tampoco nos incumbe detenernos en las vicisitudes por las que atraviesa la campaña guerrera, aunque sea imprescindible recordar algunos pormenores, para ponernos en situación, respecto al episodio que de la misma nos afecta.
No fue un camino de rosas, sino más bien sembrado de espinas y abrojos, el que tuvo que recorrer Isabel, en compañía de su marido Fernando, para afianzar en sus sienes la corona de Castilla. La causa de Juana era sostenida por un fuerte partido en el que militaban los magnates de más alto rango del reino[2], que preferían entendérselas con una jovencísima reina, a la que podían manejar a su antojo, que con alguien que les ajustase las cuentas. Pero no todos los grandes fueron del mismo parecer, pues algunos se alinearon al lado de los Reyes Católicos y otros que, vacilantes en su fe (en el enérgico lenguaje del historiador de la época, Bernáldez), estaban a viva quien venza, dispuestos a ladearse hacia el más fuerte[3]. Isabel y Fernando, como buenos conocedores del oficio de reyes y sin las flaquezas del difunto Enrique[4], no se doblegan a satisfacer ambiciones personales para recabar fidelidades, lo que da lugar a que sufran, entre los suyos, alguna que otra defección, siendo la principal y más dolorosa la de uno de sus primeros y más ardientes valedores, el avaricioso y turbulento arzobispo de Toledo, Carrillo, que se pasó al bando de la Beltraneja porque le negaron aquéllos ciertos títulos y tierras que, según él, le tenían prometido[5].
Al fin y al cabo, estos contratiempos sólo eran ligeros nubarrones[6] si se los compara con la tormenta que se avecinaba. La alarma cunde en la no muy nutrida ni brillante corte de los Reyes Católicos cuando se enteran de que la camarilla que rodea a doña Juana, entre ellos el propio arzobispo toledano, amañan y conciertan la boda de ésta con el orondo y cincuentón rey de Portugal, Alfonso V[7]. Ello supuso ofrecer a éste la corona de Castilla, aunque fuese por vía de consorte. Como la oferta era tentadora, el monarca lusitano no dudó en aceptarla, ya que, ansias de poder aparte, se le presentaba una propicia ocasión para vengar celos y honrilla por los desaires recibidos de doña Isabel cuando, en tiempos anteriores y no muy lejanos, la pretendió en matrimonio[8].
El rey de Portugal, después de prometer mercedes a diestro y siniestro (al que no le da un maestrazgo de las Órdenes Militares, le concede 5.000 vasallos de renta, como al arzobispo y a don Álvaro de Zúñiga[9]) pone a punto su ejército, sobre unos 20.000 hombres de a caballo y peones, para penetrar con él en Castilla e imponerse a la fuerza en sus propósitos, haciéndolo por Extremadura en la primavera de 1475[10].
El monarca portugués llega a Trujillo sin impedimento alguno, lo cual no es de extrañar, porque el territorio extremeño estaba ocupado por los partidarios de doña Juana, entre los que se encontraban los Vargas y la condesa de Medellín, la más recalcitrante enemiga de Isabel la Católica. Escasos eran los leales a esta última en nuestra región: el conde de Feria, el alcaide del castillo de Benquerencia (don Diego de Cáceres Ovando), el caballero trujillano don Luis de Chaves y paremos de contar, los cuales resultaron inoperantes en un principio por sus respectivos aislamientos.
A Trujillo llega aquella elite que pretendía entregar la corona al monarca lusitano[11] para recibir y agasajar a éste[12]: don Álvaro de Zúñiga, caballero principal del reino que, además de ser dueño de Burgos, era duque de Arévalo, Béjar, señor de Plasencia y varios etcétera, con su mujer, la inquieta y avariciosa doña Leonor de Pimentel, el arzobispo de Toledo y el marqués de Villena, bajo cuya custodia estaba doña Juana, a la que trae consigo desde sus estados de Escalona con la intención de celebrar en Trujillo los desposorios[13]. Nominalmente, esta población era del marqués de Villena que, entre otros elevados títulos, ostentaba el de duque de Trujillo[14], lo que daba lugar a que se considerase idóneo el sitio para tan señalado acontecimiento. Pero Trujillo siempre soportó mal los señoríos, por eso la ciudad no era tan suya como él pensaba, lo que motiva que los allí reunidos palpasen un ambiente raro y receloso, pareciendo que los trujillanos viesen incierto el negocio que se traía el rey de Portugal con la Beltraneja[15] y a lo que, sin duda, contribuirían las influencias de don Luis de Chaves, decididamente recostado a la causa de doña Isabel[16]. Así es significativo el hecho de que, cuando un grupo de señoras trujillanas de familias inclinadas a la causa de doña Juana van a visitar a ésta, que se encontraba en la fortaleza, iba entre ellas una Vargas ,Leonor de Vargas, «mujer singular, hermosa y de mucho tino en el gobierno de su casa, a pesar de lo cual, pasó años de hambre«[17], de cuya donosura y virtudes se prendó la Beltraneja, por lo que la invita y ruega que se fuese con ella, pero Leonor no quiso[18], rechazando así el honroso y codiciado puesto de dama de la corte.
En este ambiente que se respiraba, no es raro que surgiesen temores de inseguridad en Trujillo, que notoriamente son excesivos,¿qué podrían hacer los trujillanos contra el ejército portugués?[19]. El exagerar estos peligros parece ser una maniobra de la duquesa de Arévalo, doña Leonor de Pimentel, que deseaba trasladar los esponsales a su ciudad de Plasencia para tener a los contrayentes un su casa, hacerlos a su mano e ir cimentando su privanza en la nueva corte[20]. Ésta se salió con las suyas, pues la regia boda se celebró el día del Corpus, 25 de mayo de 1475, con el boato y realce de un vistoso cortejo de nobles y prelados de los dos reinos[21], en la ciudad placentina y no en Palencia, como dice el historiador hispanista Thomas Walsh, sin duda confundido por las similitudes fonéticas[22].
Desde el mismo momento de efectuarse el enlace, el monarca portugués no tiene el menor reparo en titularse rey de Castilla y de León, tal como lo hace saber para dominio público, junto a su esposa, por una proclama dada en el mismo Plasencia el 30 de mayo de 1475[23]. Sin embargo, a doña Juana, con idénticos motivos y derechos, jamás la proclamaron reina de Portugal, ya que para los portugueses no pasó de ser la excelente señora[24]. La verdad es que de este matrimonio no hubo más que la ceremonia, pues ni se consumó entonces, debido a la minoría de edad de la esposa, ni nunca, porque había que esperar a que el Papa diera la oportuna dispensa de parentesco, ya que Alfonso V era tío de la Beltraneja[25]. Posiblemente, si llegaron estas dispensas, nadie volvió a hacerlas caso, pues doña Juana, harta de intrigas e infortunios de los que se ocasionaron en su nombre, siendo ella inocente, no tardó mucho en ingresar en el convento de Santa Clara de Coimbra[26].
Y mientras tanto ¿qué hacían doña Isabel y don Fernando? Trabajar sin descanso para sacar adelante su empresa, con la esperanza puesta en que la Divina Providencia les abriera puertos de claridad ante las nuevas y graves consecuencias que acarreaba el casamiento. La primera iniciativa que toman los Reyes Católicos a raíz del suceso y de la entrada de tropas extranjeras es despojar a la lucha del carácter de conflicto bélico interno, para transformarlo en independentista, es decir que, haciendo caso omiso del asunto de doña Juana, sólo hablarán de una guerra contra los invasores portugueses. Con un gran esfuerzo, pues aún faltaban más de dos años para que las armas arbitrasen cual de las dos princesas iba a sentarse en el trono castellano y, en lo que toca a don Fernando, habría que esperar otro tanto para que heredase el reino de Aragón, logran reunir un ejército, si bien no muy pertrechado y disciplinado[27], para salir al encuentro del portugués.
Don Fernando, que no sólo fue el político ladino o el diplomático de altos vuelos, sino también un consumado guerrero por su valor y pericia en la estrategia bélica, derrotó al rey de Portugal en la batalla de Toro, el 19 de julio de 1476. Si esta batalla la hubiesen perdido los Reyes Católicos, es muy posible que hubiera dado al traste todas sus aspiraciones a la corona castellana, pero, sin embargo, no fue decisiva para que Alfonso V abandonase el proyecto de idénticas apetencias. Después de la batalla de Toro, la moral de triunfo renace y se eleva en el bando de los Reyes Católicos, los vacilantes toman ya el partido que puede ganar e, incluso, algunos personajes que luchan en la facción contraria, empiezan a reconsiderar su postura[28].
Aunque la frontera no dejó de ser un coladero de infiltraciones militares del reino vecino, en la primavera de 1477 se vuelven a complicar las cosas para doña Isabel, pues las tropas portuguesas, sin que venga al frente de las mismas su rey, realizan otras incursiones en Castilla por las partes de Badajoz y Ciudad Rodrigo[29]. De las malas nuevas se enteran Isabel y Fernando en la villa de Madrid. Con la premura que requiere el caso, convocan a caballeros, prelados y doctores, aquí en Madrid, para darles cuenta de sus planes[30].
Doña Isabel expone a los reunidos lo que han acordado ella y su esposo: dar amplios poderes a don Lorenzo Suárez de Figueroa, conde de Feria, y al comendador de León (comendador de la Orden de Santiago cuya provincia de León radicaba en el suroeste de la actual provincia badajocense) para que incordiasen a los portugueses en sus lugares respectivos[31] y que, «para mejor provisión en la guerra contra Portugal«[32], el rey don Fernando marchase a las tierras de Salamanca, donde abundaban los castillos en manos de gentes afines al otro bando, y que ella en persona iría a Extremadura, «porque pacificaría aquella provincia (la extremeña, como es natural) que estaba de largos tiempos puesta en robos e tiranías por algunos caballeros e otras personas naturales de la tierra e por los alcaides de las fortalezas«[33].
¡Qué alusión tan clara hace la reina a las tropelías que se cometían desde la fortaleza madrigalejeña y a otras, más o menos próximas, por los Vargas y demás caterva de facinerosos!
Aquellos sesudos varones del Consejo se ponen las manos en la cabeza, asombrados de lo que acababan de escuchar; por eso sus respuestas, unánimes y sensatas, fueron tajantes al opinar sobre el proyecto. No hicieron objeción alguna a la tarea encomendada a don Fernando de viajar al territorio salmantino, pero fueron totalmente contrarios a la ida de doña Isabel a Extremadura, «a donde ni el rey e la reina juntos, ni cada uno de por sí, debían ir«[34], argumentando «que lo primero que se necesitaba era tener alguna cibdad o villa en aquella provincia en que sus reales personas e sus gentes pudiesen estar seguramente aposentados, sin recelos de las fortalezas que en ella (en Extremadura) había«[35].
Pero a Isabel la Católica, que siempre reconoció a todo el espacio castellano como suyo aunque estuviese dominado por sus contrarios y siempre consideró como súbditos hasta a sus más recalcitrantes enemigos, no era fácil llevarla la contraria si una idea se le metía entre ceja y ceja y así, en uno de sus característicos arranques temperamentales, contestó con estas palabras a las recomendaciones de aquellos honorables para que no fuese a tierras extremeñas: «Yo siempre oí decir que la sangre, como buena maestra, va siempre a remediar las partes del cuerpo que reciben alguna pasión: pues oir, continamente, la guerra que los portugueses como contrarios e los castellanos como tiranos (aquí se refiere sólo a los que se demandaron en atropellos) facen en aquellas partidas e sofrirlas con disimulación no sería oficio de buen rey, porque los reyes que quieren reinar han que trabajar. A mí me parece que el rey, mi Señor, debe ir a aquellas comarcas de allende el puerto e yo a estotras partes de Estremadura, para proveer en lo uno y en lo otro. Verdad es que en mi ida algunos inconvenientes se muestran de lo que (según) habéis declarado: pero en todos los negocios hay cosas ciertas e dubdosas, e también las unas como las otras están en la mano de Dios, que suele guiar a buen fin las justas e con diligencias procuradas«[36]. Y, para que no quepa duda de sus intenciones, aún remacha: «Ninguno de mis antepasados dejaron de ir donde les placiese dentro de su reino y menos lo voy a dejar de hacer yo«[37].
Y en contra de los precavidos consejos, se impuso el criterio de los cónyuges, separándose uno y otro para cumplir cada cual, por su cuenta, las respectivas misiones. A ambos les acompañará el éxito. Don Fernando, por tierras salmantinas, en un febril ajetreo, sitia a la vez a cuatro fortalezas: Cubillas, Castronuño, Cantalapiedra y Sieteiglesias, de las que consigue apoderarse tras varios meses de asedio y de negociaciones[38]. Pero es la tarea de la reina la que de alguna manera nos interesa. Doña Isabel se planta en Guadalupe en abril de 1477.
Doña Isabel, desde Guadalupe, ordenó que acudiesen tropas y artillería en su ayuda y también llamó, para el mismo fin, a algunos de los más importantes de las cercanías[39] que la fuesen de probada lealtad. La primera intención de la reina era asegurarse la plaza de Trujillo para trasladarse allí, en lo cual, si bien no había muchos inconvenientes en lo que respecta a la ciudad en sí, no ocurría lo mismo con los, casi insalvables, que se refieren a su sólida fortaleza y que, por cierto, no era la única que causaba problemas[40]. El castillo de Trujillo era entonces del marqués de Villena, uno de los que más luchó por entronizar a doña Juana y, por tanto, enemigo acérrimo de la Católica. Villena tenía de alcaide en el mencionado castillo a un tal Pedro de Baeza, cumplidor a rajatabla de sus deberes que se concretaban en la defensa del mismo y no entregarla jamás a nadie, por muy altos fueros que calzase, que no sea a quien le puso en el cargo, es decir, al marqués[41].
De Guadalupe parte un secretario de la reina para, en nombre de ella, pedir las llaves del castillo trujillano a su alcaide, Pedro de Baeza[42]. Éste, muy seguro de sí mismo, responde al emisario real que en ningún caso entregaría la fortaleza, «antes entendía de la defender fasta el postrero día de su vida«[43]. Enterada Isabel de la respuesta, y no encontrándose con fuerzas suficientes pues la artillería no llegaba, vuelve a insistir con el mismo recado ante Pedro de Baeza, ofreciéndole «dádivas e mercedes si consentía el entregarse«[44]. El alcaide contesta, ahora más duramente que la vez anterior, mandando decir a la reina «que ni le mandase entregar la fortaleza, ni menos viniese a Trujillo, porque le sería necesario ponerse en defensa de la que ella podría recibir algún daño«[45]. Isabel no puede soportar tan humillante réplica y, saliendo a relucir sus vehementes impulsos, exterioriza indignada: «¿E yo –dixo- tengo de sofrir la ley que mi súbdito presume de ponerme, ni de recelar la resistencia que piensa de me facer?¿E dejaré de ir yo a mi cibdad, entendiendo que cumple al servicio de Dios y mío, por el inconveniente que ese alcaide piensa poner en mi ida?«[46].
Y doña Isabel parte de Guadalupe y se mete en Trujillo sin más contemplaciones. El alojamiento de la soberana es el que será habitual (de ella y de su marido) en la ciudad cada vez que la visitan: la casa fuerte, o palacio, de don Luis de Chaves, que se encuentra a poco más de un tiro de honda del castillo. Pero la reina seguía obsesionada con la fortaleza, sabedora de que, si no disponía de ella, tampoco la ciudad sería suya y, en vista de que no contaba con los medios suficientes para abatirla, se inicia una nueva y larga negociación, facilitada ahora por la proximidad de los contendientes, tras la cual se llega a un concierto, sin duda consentido por el verdadero dueño del castillo, el marqués de Villena, que ya empezaba a dar síntomas de debilidades en sus fervores beltranejos viendo cada vez menos claro el triunfo de doña Juana, en el que se acuerda que el alcaide ceda la fortaleza en tercería[47], o sea, colocar en ella a alguien que no la tuviese ni por la reina Isabel ni por Villena, aunque éste, a los pocos días, no le queda más remedio que admitir (en realidad era lo mismo que perder la fortaleza) a un nuevo alcaide, el caballero Gonzalo de Ávila, señor de Villatoro, nombrado por la Católica[48]. Ésta ya es dueña por completo de la estratégica y fortificada plaza de Trujillo, cuyo acontecimiento ocurrió el día de San Juan, 24 de junio, del año 1477[49]. Pero, unos días antes, ha tenido lugar el suceso que a nosotros, particularmente, nos interesa:
¿Cuál es el camino que lleva Isabel la Católica en su azaroso viaje a Trujillo? Dos son los itinerarios que describe Fernando Colón, hijo del descubridor del Nuevo Mundo, en 1517, entre ambos puntos. Uno de doce leguas «…e va por berçocana e garçiçar (Garciaz)…» y otro de dieciséis leguas «…e va por madrigalexo, alcollarín, e fasta la çarça (Conquista de la Sierra, hoy) por legua y media doblada e de berrocales, e fasta alguiyuela (Herguijuela) e fasta sancta cruz del puerto…«[50]. Creemos que este último no es un trazado correcto, pues se hacen rodeos innecesarios, pero así está escrito.
Bien puede considerarse el primero de los caminos como impracticable para carruajes y caravanas de muchos bártulos, porque transcurre entre la abrupta serranía villuerquina, aunque podía ser indicado en marchas más o menos clandestinas.
El segundo itinerario, expedito y de buena andadura una vez que se salva el collado de Puertollano, es el que tradicionalmente usan los viajeros que arriban a Guadalupe desde Trujillo, tal como lo relatan quienes se han decidido a escribir sobre este trayecto.
Aunque nada nos aclaran los cronistas de aquellos tiempos (tan minuciosos por otra parte en detalles) damos por descontado que el viaje desde Guadalupe a Trujillo lo practicó doña Isabel por el camino que pasa por Madrigalejo. Pero esta ruta tenía para la reina un grave obstáculo: el castillo de los Vargas, próximo a la localidad y en poder del enemigo pues, como ya se ha dicho, los Vargas eran contrarios a la causa isabelina. ¿Pasó por aquí la reina de largo, soslayando el problema, para dirigir la operación desde Trujillo o ya estaba realizada previamente desde Guadalupe?¿Tal vez resolvió el asunto sobre la marcha, puesto que tenía que ir acompañada del correspondiente aparato guerrero? No disponemos de ningún dato preciso para dar una respuesta concreta a estas interrogaciones. Lo que sí es indiscutible es que la maniobra de rendir la fortaleza madrigalejeña ocurrió bajo las órdenes directas de doña Isabel, estuviese físicamente donde estuviese y sin descartar el propio lugar de los hechos.
El brazo ejecutor del que se sirvió la reina fue el capitán Diego de Cáceres Ovando, perteneciente a una de las familias de más viejo abolengo de Cáceres como descendiente directo de Juan Blázquez, uno de los conquistadores de Cáceres acompañando a Alfonso IX de León[51]. Diego de Cáceres es uno de los más leales paladines con que cuentan los Reyes Católicos en Extremadura, una fidelidad que antepuso a compromisos de amistades y parentescos[52]. Este hombre estaba muy agradecido al padre de Fernando el Católico, el rey don Juan II de Aragón, pues éste le ampara y le colma de atenciones cuando Diego se refugia en su corte, para salvar la vida, huyendo del reino de Castilla por haberse visto envuelto en un lance, harto peligroso, al frustrarse un atentado contra el poderoso maestre de Alcántara don Gutiérrez de Sotomayor.
Veintiún años tenía Diego de Cáceres cuando se vio forzado a abandonar su tierra y su hogar conyugal, sin que hiciese dos años de haber contraído matrimonio[53]. Su expatriación duró unos seis años, hasta que, una vez muerto el maestre en Zalamea de la Serena el año 1453, regresa definitivamente a su casa, «rico y honrado«[54]. Un año antes, en 1452, la segunda mujer del rey Juan II de Aragón, da a luz, en Sos, a «un pobre príncipe segundón y desheredado«[55]. La madre de éste, la reina doña Juana Enríquez, mujer joven, ambiciosa y sin escrúpulos, no perdonó medios para encumbrar a su hijo, suplantando al desgraciado príncipe de Viana a quien, como primogénito, le correspondía reinar en Navarra y Aragón[56]. Aquel niño que, en un principio, «a nada tenía derecho«[57], fue en un futuro el rey Fernando el Católico. De este modo, es como Diego de Cáceres está en contacto con don Fernando desde su mismo nacimiento, lo cual constituyó un buen motivo para abrirse camino en el porvenir[58].
Es tal la estima que los reyes profesan a su fiel capitán Diego de Cáceres Ovando, que le autorizan erigir una airosa torre defensiva cuando éste construye su casa fuerte en el viejo solar cacereño de sus antepasados[59], conocida hoy como torre de las Cigüeñas. Llama la atención este consentimiento, junto con el de la casona de los Chaves en Trujillo, conociendo el encono que tenían los Reyes Católicos a que las grandes mansiones particulares tuviesen adosadas torres bien provistas de aspilleras y almenas, desde donde parapetarse en cualquier acción de índole levantisca.
Sin embargo, Diego de Cáceres no necesitó de la llegada de los Reyes Católicos para iniciar su ascensión social y económica pues, aún en el reinado de Enrique IV, recibe de su tío, don Gómez de Solís o don Gómez de Cáceres, el nuevo maestre de la Orden de Alcántara, la buena prebenda de la alcaidía del Castillo de Benquerencia[60], lo que supone ser el dueño de casi toda la comarca de la Serena, una situación que benefició a los Reyes Católicos en la disputa sucesoria, pues con él allí, puede decirse que tienen asegurada aquella comarca[61].
Y fue el capitán Diego de Cáceres Ovando, que ya había escrito su nombre en la batalla de Toro[62], uno de los primeros en acudir, desde su asentamiento de Benquerencia, a la llamada que hizo doña Isabel en Guadalupe, solicitando refuerzos para su tarea pacificadora en Extremadura. La reina Isabel ordena a Diego de Cáceres que fuese, sin dilación, a sitiar Madrigalejo[63]. En realidad no era al pueblo en sí lo que había que asediar, pues carecía de interés bélico, sino al conocido castillo de las proximidades que se asentaba en lo que hoy conocemos como cerro del Castillejo, en plena tierra trujillana, y del que era dueño García de Vargas. El castillo lo defendía, en nombre de éste, su sobrino Juan de Vargas, que es quien se tiene que enfrentar a los hechos en aquellos momentos. No fue un encargo agradable para el capitán aquel mandato porque estaba unido a los Vargas por vínculos de parentesco y amistades, pero Diego de Cáceres anteponía sus deberes de vasallo a todo, a la vez que lamentaba el comportamiento de sus parientes, entregados a reprensibles actuaciones[64].
Diego de Cáceres cumple su compromiso de cercar la fortaleza de Madrigalejo con la intención de ocuparla y, valido de sus influencias familiares antes mencionadas, consigue de los asediados un pacto de rendición[65]. Los de dentro del castillo quebrantan lo convenido entre ellos y el capitán, dando lugar a que se agite el enérgico temperamento de la reina Isabel, quien ordena proceder con toda dureza en la operación, incluyendo abatir por completo la fortaleza[66].
El capitán Diego de Cáceres era partidario de la conquista, y no de la destrucción del fuerte madrigalejeño[67], pero sus demandas en tal sentido fueron inútiles[68]. Bien claro lo dice Palencia, historiador de aquellos tiempos: «Diego de Cáceres tampoco se conformaba con la demolición de la fortaleza y sólo aceptaba la devolución; pero como la reina se negase en absoluto, despechado por la negativa, Diego, se volvió a su fortaleza de Benquerencia«[69].
El castillo de Madrigalejo fue arrasado cuando el capitán Diego de Cáceres había partido[70], lo que demuestra que en el cerco participaron otras fuerzas aparte de las de Diego, aunque éste tuviese el mando de todas las allí reunidas para el asalto al fuerte.
La postura adoptada por el capitán y las súplicas de clemencia para sus amigos y parientes asediados eran lógicas[71]. El abandono del campo madrigalejeño en plena maniobra bélica no supuso enturbiamiento alguno en la lealtad de éste hacia los reyes y, hasta es posible, que la misma reina le facilitase, amistosamente, la marcha para evitarle una embarazosa situación, ya que a los pocos días, el 30 de junio de ese mismo año de 1477, vemos al capitán Diego de Cáceres Ovando al lado de la reina Isabel al hacer ésta su entrada en Cáceres[72].
¿Le asistían a la reina Isabel la Católica razones para actuar con tan implacable violencia contra el castillo de Madrigalejo? Indudablemente que fueron poderosas y justas, además de benefactoras para la tranquilidad del reino, pero nada mejor, para enjuiciar el caso, que ver lo que nos dice el cronista de los Reyes Católicos Hernando del Pulgar[73]: «…e se ynformó (la reina) de los robos e crímenes que se facían de (desde) algunas fortalezas, especialmente del castillo de Madrigalejo, donde estaba por alcayde uno que se llamaba Juan de Vargas, e de Castilnovo (hoy llamado castillo de la Encomienda) donde estaba otro alcayde que se llamaba Pedro de Orellana, luego los mandó cercar. E los alcaydes dellas, recelando indinación de la Reyna si por fuerza fuesen tomados, demandaron partido a los capitanes que estaban (mandaban) en los sitios, que la Reyna les perdonase los yerros e crímenes que habían cometido en los tempos pasados e que entregarían (bajo esta condición) las fortalezas. La Reyna les perdonó su justicia, a tal pacto, que satisfacciesen a los agraviados de todos los robos que habían fechos, e se fallasen en poder de cualquier persona: e con este partido (convenio) entregaron las fortalezas. E porque la Reyna fue informada de que la fortaleza de Madrigalejo se habían fecho mayores crímenes e robos mandola derribar. De lo cual se imprimió tan grande miedo en todos los de aquella tierra, que ningún alcayde de toda Extremadura osó facer robo ni fuerza de las que solían facer, e todos vinieron e embiaron (a la reina) sus gentes a le servir…«.
Está claro, según nos dice Hernando del Pulgar, que el objetivo de la reina en Madrigalejo era dar un ejemplar escarmiento para que lo tomasen en cuanta aquellos personajuelos que, validos de su poder, hacían caso omiso al principio fundamental del respeto a la vida y a los bienes ajenos, con el agravante, como ya se ha dicho, de que en el conflicto sucesorio se habían puesto al lado de la Beltraneja, aspecto que, si bien no se alega, debió tomarse muy en consideración para ejecutar el castigo. Y la reina Isabel consiguió, en toda plenitud, su propósito, ya que, como viene a decir Hernando del Pulgar, la noticia de que en la fortaleza madrigalejeña de los Vargas no había quedado piedra sobre piedra por mandato tajante de la soberana, se corrió como la pólvora, con lo que las gentes desmandadas en actos indignos sin temor «a rey ni a Roque«, viendo cómo se las gastaba la joven Isabel, se redujeron a su obediencia y al servicio de la Corona. Una excepción a este comportamiento fue la de la condesa de Medellín que, no sólo no se entregó, sino que siguió luchando en contra de Isabel hasta el final de la contienda, la cual se debe dar por concluida con la derrota que sufrieron los portugueses y sus aliados en la batalla de la Albuera, lugar próximo a Mérida y que hoy llamamos Proserpina, celebrada el primer día de cuaresma, 24 de febrero, de 1479[74].
Si ahora lamentamos la imposibilidad de ver recortada en nuestra panorámica, allá por donde el sol se hunde en el ocaso, la silueta del viejo baluarte musulmán sobre la redonda colina del Castillejo, también es cierto que podemos dar por bien empleada la rigurosa medida de su destrucción porque, con sus repercusiones, hizo que resplandeciese la paz y el sosiego en todo el espacio extremeño, bien necesitado de ello, y muy especialmente a quienes padecieron directamente el anárquico desorden, nuestros antepasados de entonces que les tocó vivir días tan aciagos.
Bien queda de manifiesto que la contundente demostración de fuerza de la reina en Madrigalejo fue obra personal y de su exclusiva incumbencia , pues no tuvo tiempo ni posibilidades de consultar a don Fernando, como era la costumbre entre los dos, alejado, como se ha dicho, en idénticos menesteres no menos comprometidos.
El derrocamiento del castillo madrigalejeño no es un mero episodio anecdótico, sino una divisa en la apasionante e intensa vida de Isabel. Y es que, por las conclusiones que nos proporciona la abundante bibliografía del reinado, los arrestos y la recia personalidad de Isabel se dieron a conocer en Madrigalejo. Es cierto que ya se rumoreaba del indomable carácter de la soberana, por eso se pusieron en su contra los malhechores. No discutimos que la reina en su gobierno hubiese tomado resoluciones de mucha mayor envergadura y trascendencia que la que solventó aquí, pero aquellas siempre fueron compartiendo responsabilidades con su esposo, por aquello del monta tanto.
Ya desde jovencita, Isabel había dado muestras de su temperamento cuando tuvo que superar y resolver, en esa edad de los romances, un difícil y espinoso trance por su propia cuenta, luchando contra injerencias extrañas e interesadas, presiones insufribles y órdenes inapelables, para que contrajese matrimonio a gusto de su hermanastro, el rey, y de los cortesanos. En aquellos momentos cruciales de su vida, cuando para unos era la princesa heredera y, para otros, la infanta puesta a la cola en el orden sucesorio, fue rechazando a los varios pretendientes que se barajaron, buscados y negociados a sus espaldas, para elegir, a su libre albedrío, a Fernando de Aragón, al que la corte castellana, y el mismo rey, no podían ver ni en pintura, y que, por una casual y mala jugada del destino, vino a exhalar su último suspiro en Madrigalejo.
Como se ha comprobado, ya lo apuntaba Hernando del Pulgar y disponemos del documento preciso que todo lo aclara, el castillo madrigalejeño no lo tomaron al asalto aquellas fuerzas isabelinas que lo tenían sometido a cerco. Después del pacto que hicieron en presencia de Diego de Cáceres Ovando, roto por los defensores de la fortaleza, hubo otra nueva rendición, esta vez definitiva y, en parte, condicionada, porque los que estaban dentro y sin posible escapatoria, se entregaron bajo la esperanza de obtener de la reina la gracia del perdón. Ésta, si bien siguió en sus treces de abatir el baluarte, les otorga la clemencia que solicitan.
Nada queda del tristemente famoso castillo de Madrigalejo. El cerro del Castillejo, donde con toda certeza estuvo ubicado, y sus alrededores, es un campo limpio de escombros, en el que ni se vislumbran los arranques de sus cimientos que nos hubiesen dado una idea de sus proporciones. Todo está explicado y hay constancia escrita[75].Aquellos abundantes materiales del derribo, tan a mano por su cercanía a la población y su fácil recogida y traslado, se aprovecharon para erigir la Iglesia Parroquial de San Juan Bautista de Madrigalejo. La verdad es que la época encaja perfectamente pues, desde el abatimiento del castillo, en el año 1477, hasta la fecha de 1515, grabada en una piedra de la torre próxima a su remate, transcurre un espacio de tiempo más que suficiente para la ejecución del templo.
NOTAS:
[1] HERNANDO DEL PULGAR: Crónica de los Señores Reyes Católicos. Imprenta de Benito Monfort. Valencia,1780. Pag. 37.
[2] DOMINGO SÁNCHEZ LORO: El parecer de un Deán. Publicaciones del Movimiento. Cáceres,1959. Pag. 338.
[3] WILLIAM H. PRESCOTT: Historia del Reino de los Reyes Católicos. Traducida del original inglés por D. Atilano Calvo Iturburo, según la edición de 1855. Círculo de Amigos de la Historia. Pag. 131.
[4] D. SÁNCHEZ LORO, op.cit., pag. 338.
[5] WILLIAM THOMAS WALSH: Isabel de España. Traducción de Alberto de Mestas. Segunda Edición. Cultura Española. 1938. Pag. 140.
[6] Ibidem.
[7] Ibidem, pag. 147.
[8] D. SÁNCHEZ LORO, op.cit., pag. 338.
[9] Ibidem.
[10] Ibidem.
[11] MIGUEL MUÑOZ DE SAN PEDRO: «El Capitán Diego de Cáceres Ovando». Revista de Estudios Extremeños. Julio-Diciembre de 1951. Publicaciones d e la Diputación Provincial de Badajoz.
[12] D. SÁNCHEZ LORO, op.cit., pag. 340.
[13] Ibidem.
[14] Ibidem.
[15] Ibidem.
[16] Ibidem.
[17] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO: Crónicas Trujillanas. S. XVI. Manuscrito de Hinojosa. Publicaciones de la Biblioteca Pública y Archivo Histórico de Cáceres. 1952. Pag.87.
[18] Ibidem.
[19] D. SÁNCHEZ LORO, op.cit. pag. 340.
[20] Ibidem, pag. 341.
[21] Ibidem, pag. 341 y siguientes.
[22] W. THOMAS WALSH, op.cit., pag.147.
[23] D. SÁNCHEZ LORO, op.cit., pag. 343.
[24] W. H. PRESCOTT, op.cit., pag.135.
[25] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO: «El Capitán Diego de Cáceres Ovando», op.cit., pag.559.
[26] W. H. PRESCOTT, op.cit., pag.135.
[27] Ibidem, pag.124.
[28] Ibidem, pag. 131.
[29] HERNANDO DEL PULGAR, op.cit.,pag. 118.
[30] Ibidem, pag. 118 y siguientes.
[31] Ibidem.
[32] Ibidem.
[33] Ibidem.
[34] Ibidem.
[35] Ibidem.
[36] Ibidem, pag. 120.
[37] Ibidem.
[38] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO: «El Capitán Diego de Cáceres…» pag. 574, cifr. cronista Alonso de Palencia.
[39] W. THOMAS, op.cit., pag. 195.
[40] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO, loc.cit.,referencia al cronista Alonso de Palencia.
[41] HERNANDO DEL PULGAR, op.cit., pag. 124.
[42] Ibidem.
[43] Ibidem.
[44] Ibidem.
[45] Ibidem.
[46] Ibidem.
[47] Ibidem.
[48] Ibidem.
[49] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO, loc.cit., pag. 575.
[50] FERNANDO COLÓN: Descripción y Cosmografía de España. Manuscrito de la Biblioteca Colombina. Real Sociedad Geográfica. Imp. Patronato de Huérfanos de la Administración Militar. Madrid, 1910.
[51] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO: «El capitán Diego de Cáceres…», op.cit., pag. 503.
[52] Ibidem, pag. 575.
[53] Ibidem. pag. 522.
[54] Ibidem, pag. 528.
[55] Ibidem, pag. 525.
[56] Ibidem.
[57] Ibidem.
[58] Ibidem.
[59] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO, loc.cit. pag. 574.
[60] TORRES TAPIA, referencia Muñoz de San Pedro, loc. cit., pag. 554.
[61] M. MUÑOZ DE SAN PEDRO: loc.cit., pag. 574.
[62] Ibidem, pag.568.
[63] Ibidem, pag. 575.
[64] Ibidem.
[65] Ibidem.
[66] Ibidem.
[67] Ibidem.
[68] Ibidem.
[69] Ibidem.
[70] Ibidem.
[71] Ibidem.
[72] Ibidem.
[73] HERNANDO DEL PULGAR, op.cit.,pag. 125.
[74] BERNABÉ MORENO DE VARGAS: Historia de la ciudad de Mérida. Alo 1633. Segunda reedición. Publicaciones de la Institución Cultural Pedro de Valencia. Badajoz, 1974. Pag. 409.
[75] P. FITA Y COLOME: «Inscripciones romanas y antigüedades de Madrigalejo». Boletín de la Real Academia de la Historia. Tomo X. Año 1887. Pag. 1887