Miguel Perez Reviriego.
¿Qué singular desvarío los
impulsa a ustedes a ir por mares
y tierras con la Biblia en la mano?
Juan Alvarez Mendizabal
A finales del siglo XIX, concretamente en 1882, sólo Extremadura y Canarias no contaban con presencia evangélica organizada. Pese a todo, cuando estaba prohibido hacerlo, un grupo de hombres (y alguna mujer) se dedicaron a la venta ambulante de la Biblia en español, sin notas, «entre la gente del pueblo» (Luis Montoto). Se llamaron los «colportores».
Los periódicos liberales se hicieron eco repetidas veces de sus «viajes, aventuras y prisiones». En 1922, se estrenó en Madrid una obra teatral, Grano de Mostaza, con un colportor como protagonista… El conocido político Indalecio Prieto los describe así:
La figura más atrayente -figura de místico- era la del vendedor de Biblias que se internaba en el corazón de la España fanática y volvía lleno de contusiones causadas por los estacazos de mozos a quienes azuzaban clérigos zafios. Las palizas no lo arredraban. Después de una agresión volvía a la propaganda sereno, estoico, sin muestras de desesperación y desesperanza. Era un apóstol que ansiaba el martirio.
Como modesta aportación a este ignorado aspecto de nuestra historia, recogemos aquí dos curiosos textos del pintor frexnense Eugenio Hermoso (Vida…, Madrid, 1955, p.37 y 421-422), fiel reflejo de sus andanzas y penalidades por tierras de Extremadura. El primero debe situarse en Fregenal, hacia 189O; el segundo en Huelva (1915):
1. Un día encontré, al volver a casa, en la puerta, a un vendedor de Biblias, que discutía de religión con mi madre. Ella debió defender su catolicismo como una Isabel la Católica, y el hombre, muy despechado, recuerdo que dijo: «Que quiten, que quiten todos esos Santurraquillos»… Aquel hombre tenía un no sé qué de sacristán. Ya volveré sobre esto. Por lo pronto digo que es absurdo que en un país como España, ocurra esto.
2. Una noche que formábamos tertulia con Siurot varios amigos, acercósenos un vendedor de Biblias con el que sostuve conversación por unos momentos. Pregúntele si no le había ocurrido nada desagradable en sus correrías por un país católico, y díjome que sí; que en cierta ocasión, en un pueblo llamado Fregenal le habían metido en la cárcel. La señora del Alcalde (Cristóbal Jaraquemada), que era muy fanática -según él- había cometido aquel atentado contra su libertad de propagador del libre examen. Hízome gracia la cosa: era la señora de…, la celosa defensora de los fueros de la catolicidad. Me reí mucho.
Dije al sacristán protestante: «Fregenal es mi pueblo. Quiero que olvide el desagradable incidente, para lo cual le voy a comprar un ejemplar de su herética mercancía, y me quedé con una Biblia, cosa que Siurot no vio con buenos ojos, y que me hubo de reprochar en conversaciones posteriores, a solas conmigo.
Yo le dije que no era cosa fácil hallar por entonces una Biblia anotada y que por eso compré aquel ejemplar, entendiendo yo que el texto de las Biblias protestantes(muy probablemente se alude aquí a la Versión Reina-Valera, considerada con toda propiedad la primera edición completa de la Biblia escrita en español)era escrupulosamente traducido conforme al original; que yo deseaba saber algo de las Sagradas Escrituras, sin ánimo de profundizar en ellas y sin sentido crítico alguno. Del mismo modo que me gustaba leer el «Corán», por simple curiosidad.
No porque el pueblo lea la Biblia sin notas va el pueblo a dejar de ser católico. ¿El pueblo, qué sabe? Diéranle a leer el Corán y apenas se daría cuenta de que no es cosa cristiana el tal libro. Yo me atrevo a leer un párrafo del Corán en una novena, en la seguridad de que nadie lo notaba, aparte la minoría culta, muy minoría… y quizá tampoco.
Lejos de sus familias, con limitadísimos recursos económicos, expuestos constantemente a los lances de «monterillas» embriagados de autoridad, batiéndose en número desigual con curas tridentinos, perplejos ante la general pobreza y analfabetismo de las poblaciones rurales, repetidamente encarcelados de la forma más arbitraria, diariamente atropellados por las mismas autoridades que los habían documentado y debían protegerles, los colportores se mantuvieron fieles en la distribución de las Escrituras, su única y emulable misión.