Oct 011978
 

Eleuterio Sánchez Alegría.

Con ciertas ciudades se produce idéntico fenómeno al de las novias, al menos de la primera que causó un sentimiento más entrañable. Parece que surgen no pocos parecidos. Es posible que en todo esto haya mucho de subjetivo. No podemos negarlo. Con todo, en no pocos casos se dan afinidades de común origen, coincidencias de lugares estratégicos y técnicas similares de planificación y estructura de determinadas poblaciones. Las mas de las veces idénticas circunstancias históricas y unas mismas influencias estéticas en una región o nación pueden ser la base de semejanzas insospechadas.

Sin ir más lejos, he de confesar que quedé estupefacto, cuando en la primera decena de julio del pasado año visité Oxford y observé que la piedra de los muros de algunos Colegios, sus espléndidos y famosos «Colleges», era dorada exactamente como la de nuestros centros universitarios y palacios de Salamanca. Le hice notar mi extrañeza a la documentada guía Ivanna -una erudita italiana afincada en Londres- y me replicó que efectivamente así era, porque a 30 kms. de allí existía una calidad de piedra de estas características, pero que me hacía constar que desde luego era bastante menos consistente que la salmantina de Villamayor, según le habían atestiguado y personalmente ella había comprobado en su visita a nuestra no menos célebre ciudad universitaria.

Épocas no muy distanciadas, unos mismos objetivos y fines docentes obligaban a unas construcciones similares, pero he aquí que una circunstancia imprevista, la de piedra dorada, colmo la semejanza entre estas dos famosas ciudades universitarias.

I

Pues bien: coincida o no coincida con la apreciación de otros, he de manifestar que cuantas veces he visitado Ibiza me parece que estoy en Trujillo, tan pronto como diviso aquella formidable masa de su encaramado barrio antiguo de la Peña, coronado por un extenso recinto fortificado que sobre la rocosa colina construyera el ingeniero italiano Juan Batiste Calvi, por encargo del emperador Carlos V. ¡Magnífico heptágono irregular flanqueado de siete bastiones! Una inscripción con el escudo de armas de España nos declara que la obra se remató bajo el reinado de Felipe II, en el año 1585.

Al pisar aquellas empinadas y muy angostas calles, de losas y cantos pizarrosos, surge por fuerza el recuerdo hermoso del recinto trujillano, también «conjunto histórico-nacional». Aunque en Ibiza se agudiza el problema, al aparecer numerosas callejuelas que se entrecruzan en la misma roca, adaptando el sistema de escaleras. Recuerdo que atrochando por una de estas salidas que más bien parecen trampas, abordé la muralla y sin saber como me vi ante la «Portella», de tanto sabor árabe. El conjunto de humildes casas bien blanqueadas evoca naturalmente el recuerdo de la viviendas de tierras del Sur, Andalucía y Extremadura, en donde esta nota de llamativa blancura salta a la vista por doquier como característica de todo el litoral mediterráneo y que alcanza, no poco a un Trujillo como lugar de interferencia de hombres del Norte y del Sur en pasadas épocas. El castillo de Trujillo es buena atalaya para contemplar la inmensa planicie de su comarca, pero la acrópolis ibicenca posee el más espléndido «Mirador» en el referido barrio de la Peña, desde donde se divisa toda la isla, campo y ciudad, y el mar hasta su infinita lejanía.

Un buen numero de habitantes algo aproximado en época normal y un buen puñado de hombres muy valientes, destacándose entre todos Vara del Rey, el héroe de la batalla de Caney, réplica de Francisco Pizarro, acaban por acentuar cierta semejanza con nuestra ciudad de Trujillo, gran plataforma lanzadora de hombres intrépidos a tierras americanas.

II

En el otoño de 1976, con ocasión del IV Congreso Nacional de Escritores de Turismo en la Costa del Sol, visitamos ante todo Málaga y una vez más con otros colegas di un romántico paseo al declinar de una tarde muy gris y hasta lluviosa por esta suave, dulce, hechicera ciudad, a la que los griegos denominaron «Malaká» por su blandura y sensualidad.

Paseamos por su bello Puerto; contemplamos con agrado sus típicos «Cenachero» y «Bizhaguero», no dejando, por supuesto, de mirar una y otra vez a sus joviales y garbosas hembras, con flores en el pelo, y deambulando por la calle Larios, tras tomar unas copas en el «Bar Quita-penas» y en algún otro del curioso Pasaje de Chinitas, donde radicara el famoso «Café de los Cantaores», nos acercamos a la Catedral, de cuyas bóvedas exiguas a modo de parasoles y todo su interior tan armónico quedamos, en verdad prendados. Tras andar por calles atestadísimas de macetas, alcanzamos los «Jardines de Puerta Obscura»,»verdadera apoteosis vegetal»; nos detuvimos unos momentos ante la estatua de Aben Gabirol, poeta y filósofo árabe y admiramos la monumental puerta en arco de herradura del Mercado Central de Atarazanas.

Mas era obligada la visita a la milenaria Alcazaba y no la omitimos. Las circunstancias no eran aquella tarde muy propicias para mantenerse allí a la intemperie. Sin embargo, yo cuando menos procuré contemplarla desde puntos muy diversos y cada vez encontraba nuevas perspectivas: unas veces me parecía contemplar en la lejanía la Alhambra de Granada y otras estar observando la semblanza de Trujillo en la morisca fachada de esta grandísima fortaleza, con dos muy elevadas torres a base de ladrillo, que franqueaban la entrada de un gran arco de herradura y en la parte inferior bonitos jardines en lo que antiguamente fuera su Patio de armas. Este costado de la famosa Alcazaba es el que, a mi juicio, evoca el natural recuerdo del espléndido castillo de Trujillo contemplado a lo lejos desde la carretera de Mérida, con su perfecto arco de herradura y el camarín de la Virgen de la Victoria en su parte superior, pero con la diferencia de que el material de construcción en nuestra ciudad extremeña es la dura piedra de sus extensos campos.

Nada tendría de particular, pues, que la Alcazaba de Málaga hubiera servido de inspiración para este extraordinario castillo árabe, aunque de hecho ya existiera el precedente de una primitiva y formidable base romana ,a juzgar por sus vetustos y bien labrados sillares.

Creemos que hay ciudades divinas con la entera plenitud de este atributo, porque Dios lo quiso así; las predestino para serlo desde la eternidad e inspiró a los hombres para que se luciesen en aquel sitio determinado y allí concentro de manera providencial arquitecto y escultores, como si se hubiera producido una lluvia celestial de artistas. En verdad, desde el punto de vista pagano, no andaban tan descaminados los antiguos al atribuir origen divino a ciertas ciudades. Parece que había su fundamento para tal espejismo.

En efecto, los casos de Atenas, Florencia, Siracusa y otras varias ciudades griegas o italianas, al igual que los de Cáceres, Trujillo, Córdoba, Málaga, Toledo o Granada… son tan singulares que a duras penas se repiten una veintena de casos parecidos en el ancho mundo.

Pues bien, las dos veces que en mis peregrinajes a Roma he visitado Florencia he quedado estupefacto al contemplar en un barrio céntrico no muy extenso una infinitud de soberbios edificios de la mas alta calidad histórico-artística, en que surge armoniosamente la flor y nata del «Quattrocento» italiano y siglos posteriores, fecunda época creadora, afortunada para la humanidad, por obra y gracia de los soberanos Médicis.

En Florencia te encuentras que a poca distancia uno de otro se alzan el centro religioso y el centro político de la ciudad, planeados ambos por un mismo arquitecto, Arnolfo di Cambio. Como hace notar A. Storti, «de las construcciones que los componen arrancó y se desarrollo la arquitectura florentina a lo largo de dos directrices: la religiosa, aligerada por el color en función de dulcificar los ánimos, y la civil, actuada para la defensa y ofensa, articulada sobre los valores de la lógica y del raciocinio».

Todo aparece allí planificado y, por haberlo sido previamente, todo es allí tan hermoso y sublime. Es bonito el paisaje junto a las riberas del Arno; deliciosa la contemplación de la basílica de Santa María del Fiore; majestuosos cada uno de sus palacios, como preciosas cada una de sus plazas. Pero en una zona antiquísima de la ciudad, a espaldas del primer cinturón de murallas, el viajero se hallará puntualmente en el punto clave de Florencia, en que se desarrollaron los principales hechos de sus muchas vicisitudes políticas.

Nos referimos a la Plaza de la Señoría, la plaza de los grandes duques Médici. Es una plaza en forma de L, grandiosa y solemne, limitada por el «Palazzo Vecchio» y la «Loggia», por el «Tribunale di Mercanzia» al fondo y por el «Palazzo Uguccioni» en su lado mas extenso. Sus cuatro estatuas colosales, obra de geniales artistas, en plena plaza, semejan nuestros excelsos «pasos» de Semana Santa, en ciudades andaluzas, repletos de faroles y luces. En ese aspecto la «Loggia de los Lanci» resulta una verdadera exposición.

Ahora bien, tras esta alusión general a la sublime ciudad de Florencia y con referencia a Trujillo, aun reconociendo muy acusadas diferencias por las distintas épocas de los monumentos y la desproporción de categoría entre ambas ciudades, encuentro para mi unas ciertas similitudes, tal vez bastante subjetivas, pero con fundamento suficiente para evocar un recuerdo, si es que no llega a una verdadera semblanza, a unos aspectos comunes, que ofrecen la apariencia de verdad.

Confieso que en un momento emocional pueden concurrir circunstancias que hacen ver las cosas en un sentido dado, lejano de la realidad. Y efectivamente, la primera vez que visité Florencia fue con un numeroso grupo de la diócesis placentina, bajo la dirección del gran organizador de Peregrinaciones diocesanas, el canónigo D. Ceferino González, y teniendo a mi lado al ejemplarísimo párroco-arcipreste de San Martín D. Mariano Duprado (q.s.g.h.). Y por supuesto, el recuerdo constante de Extremadura y concretamente de Trujillo era algo que llevaba de manera muy entrañable muy dentro de mi.

Y de hecho sucedió que tanto la primera como la segunda vez nos alojamos en el Hotel Columbia-Parlamento (Piazza di San Firenze), cuyo egregio comedor fue el gran salón de Cortes en el periodo crítico de la Unitá Italiana, bajo la égida de Garibaldi, cuando Florencia fuera capital de Italia (1865-1871). El «albergo» era, por de pronto ,un auténtico palacio, como lo eran otros fenomenales edificios adláteres en calles estrechas al estilo de las de Trujillo, y de repente desembocar en una grandísima Plaza, cual era la de la Señoría tenía que causarme, por fuerza, un verdadero impacto. Exactamente el mismo efecto, la maravillosa impresión que causa a todo turista la repentina contemplación de la Plaza de Trujillo, cuando a través de la angostísima calle de García Paredes, ha llegado a las puertas del extraordinario Palacio de los Duques de San Carlos.

Apenas había fijado yo la vista en la fuente monumental de Neptuno («Il Biancone»),en la hermosa copia del David de Miguel Ángel, así como en Hércules y Caco de Baccio Bandinelli, cuando reparé inmediatamente en la incomparable «Loggia della Signoría», de gótico tardío con rasgos renacentistas, una especie de iglesia al aire libre, apta para ceremonias oficiales, y hoy en día repleta de bellas esculturas de famosos artistas. Sin tener que reflexionar nada, al punto evoqué el soberbio palacio de estilo italianizante y resabios góticos en su crestería del marqués de San Juan de Piedras Albas en la Plaza Mayor de Trujillo. Y no hice mas que girar a mi derecha y contemplé con rendida admiración el monumento ecuestre del gran duque Cosme I de Medicis, obra de Juan de Bolonia, con su gordo y bien lucido caballo y príncipe florentino con talante flamenco. Inmediatamente lo relacioné con la fantasmal figura ecuestre de nuestro Francisco Pizarro, el auténtico guerrero de Trujillo, con su casco al estilo del bárbaro Atila, infundiendo pavor a los indios del Perú, a quienes pulveriza y somete definitivamente.

Pero es que además el gallardo palacio de Hernando Pizarro, marqués de la Conquista supone y es ciertamente para Trujillo lo que el «Palazzo Vecchio» es para Florencia. Aunque edificados en distintas épocas y distintos estilos, ambos coinciden en que fueron construidos a manera de fortalezas y con idéntico espíritu de hinchada grandeza y señorío sobre sus paisanos. En efecto, la «Loggia» nos ofrece varias estatuas con el signo de la violencia: «Rapto de las Sabinas», «Hércules derribando, al centauro Neso», «Menelao sosteniendo el cuerpo de Patroclo», «Perseo»… y dícese que los Señores de Florencia forzaban a sus vencidos a besar las nalgas del «Marzocco», el león tendido, símbolo de la fuerza de Florencia.

Y en un parangón, en menor escala, podemos también afirmar que en Trujillo el tan flamante escudo de la dinastía de los Pizarros, -posiblemente el mejor labrado de España-, acusa vehementemente de violencias bélicas en el Perú y otras tierras del Continente Sudamericano, acusa de esclavitud a unos soberanos, acusa de la secular distinción entre amos y siervos en la antigua Extremadura y en el resto de la nación, acusa de sempiternos feudalismos y banderías en nuestra España que tanto se ha jactado de católica…

Y es que desgraciadamente la anhelada unidad entre los hombres e incluso la cacareada igualdad entre los mismos, defendida y proclamada por los comunistas, nunca ha sido posible y así nos lo atestigua la historia, repleta de hechos sangrientos. La insigne ciudad de Florencia, objeto de nuestro estudio, constituye un claro exponente de como se derrumba una floreciente Patria por culpa de aciagas contingencias políticas.

Ahí están los desafortunados sucesos de su historia medieval referentes a las encarnizadas luchas entre güelfos y gibelinos (1152-1190) y a su vez más adelante, en los finales del siglo XIII, entre güelfos blancos y güelfos negros. Más tarde, a base de combatir con ciudades rivales como Pistoya, Arezzo, Volterra y Siena, el territorio de Florencia llegará a ampliarse en gran medida y en la primera parte del siglo XIV esta ciudad figurará ya entre las primeras de Italia desde el punto de vista cultural y económico. Mas he aquí que los últimos decenios del siglo XIV se caracterizan en Florencia por los contrastes más violentos entre el «pueblo graso», es decir, la rica burguesía que rige el Estado a través de las Artes Mayores y el «pueblo minuto», alcanzando su punto álgido en el tumulto de los Ciompi, humildes cardadores de lana,(año 1370). Muy efímeramente se hace la plebe con el poder, que de nuevo vuelve a las manos de una oligarquía manipulada por los Albizi y tras una serie de alternativas en que el protagonista es el mismo pueblo, más concretamente aquel «pueblo minuto», la Señoría de los Médicis queda constituida y afianzada en la ciudad, conservando todavía las apariencias republicanas. Se sucede toda una época de esplendor; es la edad del Humanismo y del gran Arte del Renacimiento en Florencia, faro de la Cristiandad.

Por una de tantas locas reacciones del pueblo se produce la expulsión de Pedro de Médicis, sucesor de Cosme el Viejo y Lorenzo el Magnífico, para acabar volviendo al poder más adelante, apoyado por el Emperador y el Pontífice. Su gran figura fue, por fin, Cosme el-gran Duque. Y es precisamente de este famoso Medici, de quien la historia nos cuenta y los guías nos repiten que hizo retirar del frontispicio de su palacio aquella inscripción fervorosa de inspiración savonaroliana, colocada durante el famoso sitio y que diría: «Iesus Christus, Rex florentini populi S.P. Decreto electus» y que Cosme, a fin de no aparecer excluido del mando, la modificó con una fórmula un tanto ambigua. Enmarcada en un artístico monograma de Cristo, I H S, entre dos flamantes leones, ordenó poner esta leyenda con sabor bíblico: «Rex Regum et Dominus dominantium».

¡Dichosos tiempos aquellos en los que quienes mandaban eran soberanos católicos y creían que su poder les venía de Dios, que, esta muy por encima de ellos y de todos los gobernantes!

Las gentes serían mejores o peores o iguales que nosotros, pero es indudable que eran siglos de mucha fe e infinidad de lemas religiosos estuvieron leyéndose de siglo en siglo sobre blasones de emperadores y reyes, de obispos y caballeros cristianos, de instituciones múltiples. Recuerdo, por cierto, que me emocionó leer sobre el blasón de la ciudad de Londres esta invocación latina:

«Domine, dirige nos». Al igual que me cautivó en Colegios Universitarios de Oxford esta otra de «Dominus illuminatio mea». Invocaciones que, en verdad, semejan fragmentos de salmos.

Es posible que parecidos lemas abundasen en los pasados siglos en este Trujillo glorioso, pero también cristiano, en completa consonancia con las grandes ciudades de España y del extranjero, como fruto espontáneo de aquel sublime espíritu caballeresco que pervivió en la Edad Media y en la ponderada Edad de Oro.

Como muestra de ello; y colofón de este improvisado estudio, queremos tan sólo hacer constar que todavía nos queda una muy significativa y espléndida inscripción sobre la portada del airoso alcázar de los Bejaranos, cuyas dos torres, perpetuos vigías, son el testimonio perenne de la primitiva edificación. El fundador del mayorazgo, D. Diego García Bejarano, quiso distinguir a su linaje por medio de un blasón en que figura un león rampante con cuatro cabezas de dragón en negro sobre campo de oro. Pero, hombre fervoroso de la Virgen de la Victoria, estampó sobre el frontispicio de su palacio, cual si fuera todo un soberano florentino, esta invocación: «Sub umbra alarum tuarum protegenos». Si, en efecto, no muy lejos de su fortificada morada, como dos alas protectoras de la Madre de Cristo, tenía por un lado el Arco de Triunfo de la muralla y por el otro el minúsculo santuario del Castillo, con sus sendas imágenes, y naturalmente D. Diego García Bejarano, hombre devoto, contaba muy confiado con la protección de la divina Señora, del mismo modo que contaron con ella Francisco Pizarro y tantos ilustres conquistadores trujillanos.

Toda una lección histórica de fe, que debemos asimilar los hombres de hoy, de los cuales muchos se hallan tan llenos de funestas ideas de puro pragmatismo utilitario o ahítos de vanos sueños existencialistas o inconfesables bajezas de ateos teóricos y prácticos. ¡Tristes equivocados de la generación actual, librepensadores de mínima talla o libertinos incorregibles, ya muertos por su vida miserable en cuerpo y alma! ¡O tempora! ¡O mores!…

E. Sánchez Alegría
Hospitalet,15-V-78

El contenido de las páginas de esta web está protegido.