Oct 012006
 

Francisco González Cuesta.

Canónigo Archivero emérito de la S.I.C. de Plasencia

No cabe duda de que uno de los obispos más ilustres, con un pontificado tan largo como glorioso, en la historia ocho veces centenaria de la diócesis placentina es don Gutierre Vargas de Carvajal. Podemos considerarle como el prototipo del obispo renacentista -un auténtico príncipe de la Iglesia-. Es cierto que nuestro obispado, a lo largo de los siglos, tuvo prelados muy relevantes, como don Bricio, don Domingo II, don Vicente Arias Balboa, los cardenales Juan y Bernardino de Carvajal, don Pedro Ponce de León, el obispo Laso, Don Cipriano Varela, don Pedro Casas y Souto y otros de no menor renombre. Pero quizá ninguno como Vargas de Carvajal dejó una huella tan profunda, no sólo humana, sino también pastoral, en la iglesia que peregrina en Plasencia.

Por otra parte, nos encontramos en el V centenario del nacimiento de este extraordinario prelado placentino, razón más que suficiente, aparte de los indudables méritos de su colosal figura eclesial y humana, para dedicarle estos XXXV Coloquios Históricos de Extremadura, que dirige el Centro de Iniciativas Turísticas de Trujillo. Antes de nada, pues, mi más cordial enhorabuena a los organizadores de estos Coloquios, por el acierto de esta elección, a todas luces merecida.

Porque un príncipe renacentista -tanto el eclesiástico como el seglar- vive como un señor feudal, que ha abandonado el castillo para residir en un palacio, es amante del progreso, impulsor de la cultura y mecenas del arte, y, a veces lleva una vida mundana. Sinceramente creo que todas estas cualidades y defectos caracterizan la vida de nuestro obispo, que, por sus ideas, por su mecenazgo, e incluso por su mundanidad, además de por su actuación pastoral, merece el tratamiento que le damos.

De ahí que a don Gutierre Vargas de Carvajal, le podemos considerar: 1.- como Hombre, que tiene unos orígenes y una trayectoria; 2.- como Príncipe Renacentista, que realiza importantes obras de renovación; y 3.- como Prelado de la Iglesia, que se comporta como un pastor auténtico. Estos tres aspectos marcan la línea divisoria de esta charla.

I.- EL HOMBRE

1.- Infancia y juventud

El primer enigma con que nos encontramos, al intentar hacer una biografía completa de don Gutierre, es el año de su nacimiento, objeto de controversia entre los historiadores. No tenemos documentos que lo acrediten con certeza absoluta. Sin embargo, la página web de la Catholic Hierarchie, escrita en inglés, de fecha 8 de agosto de 2006, nos proporciona datos interesantes[1]. No olvidemos que la Hierarchia Católica, que inició en Munich en 1898 el P. Conrado Eubel, de la Orden de Franciscanos Conventuales y que continuaron diversos historiadores de su misma congregación durante casi un siglo, es una obra monumental -lleva publicados nueve voluminosos tomos- digna del máximo crédito. Proporciona las listas de papas, cardenales y obispos de todas las diócesis del mundo, basándose en los documentos que obran en los archivos pontificios. Pues bien, en dicha página podemos leer que vio la primera luz en Madrid en 1506. Si, al ser consagrado obispo, tenía 18 años y 4 meses, y al morir contaba 53 años y 3 meses, como indica la referida página, no cabe la menor duda de que nació en enero de 1506.

Su padre, Francisco Vargas, del Consejo Supremo de Castilla durante los reinados de los Reyes Católicos, de la reina doña Juana y de Carlos I, y alcaide de Trujillo, era un extraordinario jurista, con una vastísima cultura -algunos le llaman “el sabihondo”-. Parece que a él se refería el Rey Católico, cuando se le preguntaba por algún dato o conocimiento difícil, como último recurso para esclarecer una cuestión. El monarca respondía siempre con la frase, hoy acuñada como un dicho popular: “Averígüelo Vargas”. Como si dijese: “Preguntádselo a Vargas, que es el único que puede llegar a saberlo”. Su madre, doña Inés de Carvajal -según consta en el epitafio de su mausoleo, aunque otros la llaman Catalina-, era hermana del purpurado Bernardino de Carvajal.

El primer historiador serio de la diócesis, el maestrescuela Juan Correas Roldán, dejó escrito en 1580, en el manuscrito inédito titulado Annales de la Santa Iglesia Cathedral de Plasencia desde su fundación estas clarificadoras palabras: “Fue don Gutierre hombre de altos pensamientos, y, quando mozo, más inclinado a armas que a letras, aunque el mucho ingenio que tenía suplía lo que de éstas le faltava”. Parece, pues, que en su juventud no frecuentó las aulas universitarias. Al contrario, se inclinaba más hacia la carrera militar, a la que se acogía normalmente la segunda nobleza. Nacido en Madrid, como hemos dicho, debió vivir allí, en el palacio que tenía su familia en la Plaza de la Paja (hoy del Marqués de Comillas) los avatares políticos de los últimos años del reinado de Fernando el Católico y el comienzo del de Carlos I.

Sin embargo, el peso de la tradición familiar y la influencia de su tío, el cardenal de Santa Cruz de Jerusalén, además de la voluntad de su padre de situar a su segundo hijo, inclinaron al joven hacia el estado eclesiástico. Su progenitor en la corte castellana y su tío, Bernardino de Carvajal, en la pontificia, consiguieron en 1519 para don Gutierre, pese a sus pocos años, un canonicato y la abadía de Santa Leocadia en la iglesia de Toledo, con lo que comienza su fulgurante carrera clerical. En tierras de dicha abadía se encontraba la ermita de Nuestra Señora de Atocha, que don Gutierre cedió en 1522 a la Orden de Predicadores. El 20 de enero de 1519 el cardenal de Santa Cruz había recibido del papa León X la expectativa de la diócesis de Plasencia. Este abuso -la expectativa-, tan frecuente en aquella época, consistía en la promesa por parte de la Santa Sede de un obispado, que entonces estaba cubierto, para cuando éste vacase. Lo que solía concederse a cambio, o como recompensa, de otros servicios. Y el 2 de diciembre de 1519 don Bernardino de Carvajal logró del papa que se extendiese su expectativa a su sobrino Gutierre. Además el futuro obispo placentino recibió la encomienda de la abadía del monasterio benedictino de San Juan de Corias, en Asturias, próximo a la villa de Cangas. Años después, en 1533 permutó dicha abadía por una pensión vitalicia de 800 ducados.

2.- Plasencia en 1520

Como el futuro obispo placentino no se encontraba en esta ciudad durante la revuelta de los Comuneros de Castilla, además de ser demasiado joven, para intervenir en asuntos políticos -tendría entonces sólo 14 años-, él no participó en los conflictos y altercados que agitaron y dividieron al cabildo y a los vecinos de Plasencia entre 1520 y 1521. Las dos familias, los Zúñigas y los Carvajales, que pretendían controlar la capital de la diócesis, no se pronunciaron inicialmente por el bando comunero. Más bien permanecieron leales al rey. Sin embargo, el pueblo, que se decantó por las Comunidades en el motín del 27 de agosto de 1520, eligió como procurador a Pedro Fernández de Paniagua, afín a los Zúñigas, que estaban capitaneados por el deán de la catedral, don Gómez de Jerez. Entonces, los Carvajales, cuyo jefe era el arcediano titular, don Bernardino de Carvajal (que no debe confundirse con su pariente, el cardenal), como no querían dejar la ciudad en manos de sus rivales, propusieron como procurador a Luis de Trejo. Tras un tumulto y un duro enfrentamiento entre las dos facciones, que tuvo lugar el 23 de septiembre, los Carvajales se presentaron a la Junta como los únicos comuneros. En consecuencia, el 9 de octubre Paniagua fue suspendido de todas sus funciones y, reunidos todos los placentinos en la iglesia de San Esteban, eligieron procurador a Martín Ruiz de Camargo. En noviembre una pequeña fuerza militar, venida de Salamanca, siguiendo el informe del corregidor, expulsó a algunos caballeros, todos del bando de los Zúñigas. El arcediano de Plasencia, por lo que había trabajado para la Comunidad, fue felicitado por la Junta, que le concedió amplias atribuciones militares y le nombró capitán de la ciudad y de toda la tierra de Plasencia, y aun de toda Extremadura. Las cosas comenzaron a cambiar en el mes de Diciembre, cuando las tropas realistas ocuparon Tordesillas. Plasencia, en vista de que Cáceres, Trujillo, Ciudad Rodrigo y el duque de Béjar se mantenían fieles a Carlos I, comenzó a vacilar en la obediencia a la Junta, negándose a acudir en ayuda de Padilla, al que, decía, no podía socorrer ni con hombres ni con dinero, porque la cosecha había sido muy mala y necesitaba comprar trigo. El 15 de abril, viendo el cariz que presentaban los acontecimientos, los placentinos dijeron que estaban dispuestos a abandonar el bando de las Comunidades, a cambio de ciertas garantías.

Finalmente, dos días después de la derrota de los rebeldes en Villalar el 23 de abril de 1521, las tropas realistas, mandadas por Pedro Manrique, reconquistaron la ciudad placentina. Quizá gracias a la influencia de Francisco de Vargas, padre de don Gutierre, el almirante de Castilla, aun reconociendo la lealtad de los Zúñigas al rey, e incluso admitiendo que los Carvajales habían sido comuneros, no tomó represalias contra éstos, sino que estableció el statu quo anterior, para no entregar la ciudad al bando contrario, haciéndoles señores de ella.

Insistimos en que el futuro obispo, que se encontraría junto a sus padres, no participó en los acontecimientos reseñados. Sin embargo, algunos -tanto capitulares como ciudadanos- no vieron con buenos ojos que, fallecido el obispo Solís, se entregase la sede de Plasencia sucesivamente a dos miembros de la familia Carvajal, primero al cardenal don Bernardino, y luego a su sobrino don Gutierre. Porque, a la muerte del prelado placentino don Gómez de Solís y Toledo, que falleció en Coria, tratando de sosegar aquella ciudad, revuelta por el asunto de los comuneros, el pontífice Adriano VI, en 1521, nombró obispo de Plasencia al cardenal Bernardino de Carvajal (1521-1523). La designación se hizo, en cumplimiento de la expectativa que le concediera León X, tal vez para compensar al purpurado de la pérdida del obispado de Sigüenza, que sufrió al ser excomulgado por Julio II, como consecuencia de su intervención en el conciliábulo cismático de Pisa. El desagrado del deán y de los Zúñigas fue manifiesto.

Lo mismo ocurrió en el nombramiento del sucesor de don Bernardino. En septiembre de 1523 muere el cardenal de Santa Cruz de Jerusalén y el 25 de mayo de 1524, su sobrino Gutierre Vargas de Carvajal es designado obispo de Plasencia, en cumplimiento de la expectativa, concedida en 1519. Contaba entonces el nuevo prelado 18 años y cuatro meses, una edad excesivamente temprana para aceptar las responsabilidades inherentes al episcopado. Se explica, pues, que algunos biógrafos pretendan anticipar la fecha de su nacimiento, retrotrayéndola al año 1500. En su ordenación episcopal participó, como consagrante principal, el arzobispo Fernando Valdés.

II.- EL PRÍNCIPE RENACENTISTA

1.- “Señor de la villa de Jaraicejo”

El Renacimiento supone una ruptura con la Edad Media, considerada como una época bárbara, por lo que trata de enlazar la Edad Antigua -el mundo clásico- con la Edad Moderna. Sin embargo, el hombre renacentista no consigue despojarse de algunas viejas ideas medievales, y manifiesta su predilección por la vida y costumbres propias del mundo feudal. Los príncipes renacentistas viven como auténticos señores feudales.

En el lejano 1294, cuando agonizaba el siglo XIII, Pedro Sánchez, con la aprobación de Sancho IV, dona Jaraicejo al obispo y cabildo de Plasencia. A partir de ese momento, el prelado y el deán son señores de aquella villa. Sin embargo, en el último cuarto del siglo XV, surgen desavenencias entre los capitulares y la mitra, en relación con el gobierno del señorío. Por esa razón, el cabildo, para evitar conflictos, y porque además necesitaba dinero para hacer frente a los gastos que le suponía la construcción de la catedral nueva, iniciada en 1497, decidió vender al obispo Gutierre Álvarez de Toledo la mitad que le pertenecía de la villa de Jaraicejo. En 1503 Julio II aprobó la permuta, pero el obispo recurrió a la Santa Sede, por estimar que la mesa episcopal resultaba muy perjudicada, puesto que las rentas ofrecidas valían mucho más que la mitad de dicha villa. Finalmente, el prelado don Gómez de Solís firmó una concordia con el cabildo, aprobada por León X en 1513. A partir de ese momento todos los obispos de Plasencia han ostentado el título feudal de “Señor de la Villa de Jaraicejo”, hasta que, en la segunda mitad del siglo XX, don Juan Pedro Zarranz y Pueyo, siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II, renunció a utilizar dicho título, que ya carecía de sentido.

Don Gutierre, pues, fue el tercer obispo de Plasencia que pudo hacer gala de un señorío temporal, con plenitud de derecho. Como todos los príncipes renacentistas de su época, era un señor feudal en el más estricto sentido de la palabra.

Para hacer honor a este título, puso un enorme empeño en el embellecimiento de la población que daba nombre a su señorío, construyendo en ella un palacio, comunicado por un pasadizo con el nuevo monumental templo parroquial, también levantado a sus expensas. En su testamento se queja de la ingratitud del pueblo, al que, a pesar de todo, perdona todas sus deudas. Su generosidad y grandeza de espíritu queda patente en estas palabras:

“Item digo que, por quanto yo he tenido particular cuidado de acrecentar la villa de Jaraicejo, y hacer una iglesia muy principal y una plaza y calles, y empedrar las calles y he hecho otros edificios públicos, y todo eso he gastado de mi hacienda, y no ha habido [re]conocimiento de parte de los vecinos de esta villa, antes me han puesto muchos pleitos, que no se cobre cosa alguna, porque yo les hago de todo gracia”.

Y no sólo vivió, pasando grandes temporadas en aquella villa, alternando con su residencia en Madrid, sino que quiso que ella fuese la sede del II Sínodo Diocesano que se celebró en Jaraicejo. entre el 13 de enero y el 1 de febrero de 1534.

Y, como último detalle, su predilección por dicha villa se manifiesta en el hecho de querer morir allí. Sintiéndose muy enfermo en Madrid en la primavera de 1559, emprendió su último viaje a su villa de Jaraicejo, donde hizo su impresionante testamento y donde falleció el 27 de abril de aquel año.

2.- El progreso. “Las naos del obispo de Plasencia”

Los príncipes renacentistas, son, como hombres de una época que ha roto con el oscurantismo medieval, por encima de todo, amantes del progreso. De ahí que nuestro obispo pensase también en el Nuevo Mundo, descubierto por Colón a finales del siglo XV. Por cierto, que esta faceta ha sido ignorada por los biógrafos de don Gutierre. Sin embargo, hoy tenemos documentos fehacientes del importante evento.

El prestigioso historiador chileno Diego Barros Arana, en su obra Historia General de Chile, dice textualmente: “El Rey, cediendo a los empeños del obispo de Plasencia, había autorizado a un pariente de éste, llamado Francisco de Camargo, para ir a fundar una gobernación. No pudiendo éste llevar a cabo su empresa, la tomó a su cargo el caballero don fray Francisco de Rivera, que consiguió equipar tres embarcaciones”. El tal Francisco de Camargo era hermano del obispo, según consta en un documento manuscrito sobre el linaje de los Carvajales y los Camargos. Dice así el manuscrito: “Martín Ruiz de Camargo otorgó su testamento a 2 de agosto, año de 1527, y casó con Dª Menzía Rodríguez de Xerex, hija del Protonotario Dn. Diego de Xerez, deán de Plasencia y no tuvo hijos. Fundó mayorazgo de todos sus bienes y haziendas, y juntamente de todos los que tenía en Extremadura Francisco de Vargas (con poder mío), año de 1523, a 19 de marzo, en Francisco de Camargo, hijo 3º de dicho Francisco de Vargas y de Dª Inés de Carvaxal, su muxer, la qual era su sobrina, hija de su prima hermana Dª Catalina de Camargo y de Gutierre de Carvajal, su marido”.

Efectivamente, en la Colección de documentos inéditos para la historia de Chile, editada por la Universidad de Chile, nos consta que el 6 de noviembre de 1536 Carlos I otorga en Valladolid una Cédula Real, autorizando a Francisco de Camargo para “conquistar y poblar la costa del Mar del Sur”. Un mes más tarde, el 8 de diciembre, se le nombra “Gobernador de las tierras que caen hacia el Estrecho de Magallanes, con el título de Adelantado y Alguacil Mayor, la dignidad de conde y diez mil vasallos”. En dicha Real Cédula el emperador faculta al heredero o sucesor de Francisco de Camargo para que pueda acabar su descubrimiento y población.

Pasa más de un año, y el 2 de junio de 1538, el emperador en otro documento se refiere a los religiosos que han de ir en la expedición de Camargo. Siguen los preparativos, pero los barcos no se hacen a la mar. El 6 de septiembre de 1538 el monarca prorroga el plazo concedido a Camargo. Éste desiste definitivamente de su empresa, por lo que el 25 de julio de 1539 el rey concede licencia a don fray Francisco de Rivera para que vaya a hacer el descubrimiento concedido a Camargo.

Por fin, las naos zarpan del puerto de Sevilla en el mes de agosto de 1539. El 5 de septiembre se otorga otra Real Cédula, dando por libre y quito a Francisco de Camargo de lo pactado con él acerca de su expedición. Sin embargo, es Alonso de Camargo -quizá hijo de Francisco- el que manda una de las naves, la que llegó a las costas de Chile. Conservamos incluso fragmentos de los diarios de navegación, en dos versiones diferentes, de la expedición al Estrecho de Magallanes de lasnaos del obispo de Plasencia, al que debieron mover más los fines económicos que los espirituales -aunque éstos no son descartables, puesto que en la expedición figuran religiosos misioneros-. Diego de Rosales en su Historia de Chile afirma que buscaba la ruta más cómoda para “el comercio de la especiería”. Por consejo de su cuñado Antonio de Mendoza, virrey de Méjico, el obispo de Plasencia financió la expedición de tres navíos -algunos aseguran que fueron cuatro- que pretendían llegar a las costas de Perú, cruzando el Estrecho de Magallanes. De esta forma, aunque el viaje era más largo, resultaba mucho más cómodo y barato para conducir hasta allí los hombres y los avituallamientos y para traer desde las costas del Pacífico las especias que buscaban en las Indias. Para ello deberían bordear el cono Sur, sin tener que cruzar el istmo de Panamá. Como hemos dicho, Alonso de Camargo, sobrino del prelado, mandó las naves que zarparon de Cádiz en agosto de 1539. Navegando a lo largo de la costa desde la desembocadura del río de la Plata, se encontraban en el Estrecho de Magallanes el 20 de enero de 1540. Allí embarrancó la nao capitana y los expedicionarios tuvieron que soportar dos fuertes temporales. Una de las embarcaciones regresó a España, desandando el camino desde Punta Arenas. Lo que no resultó demasiado fácil, puesto que debió permanecer desde febrero hasta noviembre en el llamado Puerto de las Zorras, que corresponde a los actuales puertos de San José o de San Miguel. En cambio, la otra llegó a las costas de Chile. El historiador Mariño de Lobera habla de que Pedro de Valdivia tuvo noticias de una nave que en 1541 había sido vista a la altura de Valparaíso.

El hecho de que no acompañara el éxito a la empresa proyectada, por las dificultades de la navegación, no empequeñece el gesto ni el espíritu aventurero del obispo placentino.

3.- El arte. La catedral y las iglesias

El entusiasmo por el arte y por los artistas es otro de los rasgos distintivos de los príncipes del Renacimiento. Todos ellos son Mecenas, protectoresde arquitectos, escultores y pintores. Roma, Florencia y Nápoles son las capitales del nuevo movimiento cultural, que rápidamente se extiende por España, tan ligada a la historia de la península italiana en aquella época. Las cortes de los papas -Julio II, León X y Clemente VII-, las de los reyes -Carlos V, Felipe II y Francisco I-, lo mismo que la familia de los Médicis en Florencia, encargan importantes obras de arte a los numerosos genios -Leonardo, Miguel Ángel o Rafael-, creadores y difusores del nuevo estilo.

Es cierto que don Gutierre Vargas de Carvajal no tenía, al menos que sepamos, una formación humanística universitaria. Sin embargo, nos consta que era muy aficionado a la arquitectura, hasta el punto que “aprobaba e incluso diseñaba él mismo las trazas de los templos”.

Durante su largo pontificado prosiguió la construcción de la catedral nueva, levantada por los mejores arquitectos de la época. Sabido es que el autor de las trazas, Enrique Egas, inició sus trabajos en 1497. En 1513 compartían la dirección del nuevo templo catedralicio Juan de Álava y Francisco de Colonia. Siendo ya obispo don Gutierre Vargas de Carvajal, las obras continuaron, aunque hubieron de suspenderse dos veces, en 1535 -con un paréntesis de tres años- y en 1555, en que hay un paro que resultaría definitivo. Contando con otras interrupciones esporádicas más breves, los arquitectos Juan de Álava, Alonso de Covarrubias, Rodrigo Gil de Ontañón y Diego de Siloé completaron la fábrica del precioso e inacabado templo catedralicio actual. La acumulación de trabajos por parte de los arquitectos, que intervinieron simultáneamente en monumentos tan relevantes como las catedrales de Valladolid, Zaragoza, Salamanca y Granada, el alcázar de Toledo y la universidad de Alcalá, aparte de la ocasional escasez de dinero, fueron dilatando durante décadas la finalización de la empresa acometida. En 1555 las obras quedan prácticamente paralizadas. A partir de entonces, las tareas se centran en la ornamentación y consolidación de lo ya construido, esculpiendo figuras, decorando pilares y preparando las vidrieras y otros motivos ornamentales. Durante estos años se termina la bóveda de la capilla mayor (1534) -ambos muros están decorados por dos grandes escudos, de Carlos V y del cardenal Bernardino de Carvajal- y se cubren las capillas laterales, se trabaja en los muros y se dan por cerrada las bóvedas del crucero y de la capilla del coro (1554), se concluye la parte superior de la fachada norte, o “de las cadenas”, y se fabrican las capillas laterales, así como la fachada sur, “la del enlosado”, en la que figuran los escudos del emperador y del obispo.

Por si fuera poco, don Gutierre fue un gran impulsor de la construcción de templos parroquiales. Más de 30 se levantaron durante su pontificado, como prueban las armas episcopales que los decoran. Algunos de ellos son grandiosos, monumentales, de gran capacidad y extraordinario valor artístico, como las iglesias de Malpartida de Plasencia, Santa María y San Martín de Trujillo, las de Jaraicejo, San Miguel de Jaraiz, Garciaz, Berzocana, San Andrés de Navalmoral, Santa María de Guareña y Santiago de Don Benito. En realidad, toda la diócesis está sembrada de templos construidos en esta época, Oliva de Plasencia, el Villar, Jarilla, Mirabel, Monroy, Tejeda, Villanueva y Aldeanueva de la Vera, Zorita, Escurial, Santiago de Miajadas, Saucedilla, Almaraz, Serrejón, y otras que no citamos, lo testifican.

Por otra parte, en Plasencia, amplió y embelleció el palacio episcopal, reformó la antigua parroquia de Santiago, hoy dedicada al Cristo de las Batallas, y comenzó y supervisó la construcción del Colegio de los Jesuitas y la fachada de la iglesia de Santa Ana.

4.- La cultura. El Colegio de la Compañía

Pese a que, como hemos dicho, su formación humanística, e incluso teológica, no era demasiado brillante, sin embargo, don Gutierre demostró una profunda preocupación por la elevación del nivel cultural de sus diocesanos. De ahí que, en los últimos años de su vida, tras contactar con el jesuita P. Diego Laynez en Trento, decidió patrocinar la construcción en Plasencia de un Colegio, dirigido por los PP. de la recién nacida Compañía de Jesús. >Quería erradicar “la mucha ignorancia, que en los eclesiásticos de este nuestro obispado se ha arraygado”, según confiesa el prelado en la escritura fundacional, otorgada en 1555. El edificio se levantó próximo a la antigua fortaleza en un solar, con su huerta correspondiente, donado por el Ayuntamiento. Para darle mayor amplitud, se compró la iglesia contigua de San Vicente Mártir, que fue demolida por completo, y la de Santiago, que se restauró a costa del obispo. Don Gutierre se volcó sobre esta institución, como demuestra el hecho de sufragar todos los gastos de la construcción de la iglesia y Colegio, además de dejar un capital de 28.000 ducados para el sostenimiento de los cursos de teología y filosofía. Así mismo vigiló personalmente las obras y, en su testamento, hizo un legado de 22.000 ducados para equipar la biblioteca de la institución. Mientras duró la construcción, el prelado, para supervisar los trabajos, se instaló en la casa de don Francisco de Trejo (el antiguo Colegio de San Calixto o del Marqués de la Constancia), alojando en su residencia a los primeros jesuitas. La iglesia, dedicada a Santa Ana, no estaba concluida, cuando falleció el 0bispo en 1559. El Colegio de los Jesuitas se inauguró oficialmente en 1562, aunque ya había empezado a funcionar en 1555. Unos 170 alumnos asistían poco después a los cuatro estudios de gramática y uno de retórica y latinidad. A los correspondientes maestros se agregaron luego dos lectores de artes y otros dos de teología.

Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, el edificio se convirtió en Hospicio y luego en Manicomio, hasta que se construyó el actual Sanatorio Psiquiátrico en la última mitad del siglo XX. Hoy es la sede de la Universidad a Distancia.

5.- La mundanidad

El Renacimiento, al menos en sus inicios, ofrece un matiz marcadamente pagano. No olvidemos que se trata de un movimiento cultural que pretende revivir el mundo clásico, las ideas y costumbres de Grecia y de Roma, civilizaciones anteriores al cristianismo y, por tanto, paganas. Por otra parte, el teocentrismo medieval deja lugar al antropocentrismo moderno. El hombre cobra un interés primordial, quedando Dios relegado a un segundo plano. Surge el Humanismo. Sin embargo, con el tiempo, la Iglesia influyó en el nuevo pensamiento, dando paso al Renacimiento cristiano, que se cobijó en las cortes de los papas, y en los palacios de los cardenales y de los obispos de la época. No obstante, perduraron algunas reminiscencias paganas relativas a la moralidad y a las costumbres, más propias de las gentes del mundo que de los eclesiásticos.

Para no ser menos que los príncipes renacentistas de finales del siglo XV y primeros años del XVI, el obispo Vargas de Carvajal se asemejó en su conducta mundana a la que, en ocasiones, observaron los sumos pontífices, cardenales, obispos y señores de aquel entonces. Conducta a todas luces reprobable, pero que en aquellos tiempos -por aquello de que assueta vilescunt (lo frecuente pierde su importancia)- no llamaban demasiado la atención.

Un biógrafo suyo en 1868 ha dejado escrito:

“La posesión en su juventud de estas dignidades y rentas (se refiere a las abadías de Santa Leocadia de Toledo y del monasterio de San Juan de Corias, en Oviedo y al episcopado placentino) fue causa de que su vida fuese algo relajada, y en una señora noble hubo a don Francisco Carvajal, para quien fundó, con Real privilegio, un mayorazgo, y de este caballero resultó una dilatada y noble sucesión. Mudó de costumbres después nuestro obispo, y especialmente tan luego como trató con el gloriosísimo duque de Gandía, S. Francisco de Borja”.

Este hijo bastardo, llamado Francisco de Carvajal y Mendoza, nacido de doña María de Mendoza, fue reconocido por su padre, según consta en una bula de Paulo III de 20 de octubre de 1546. Murió víctima de la peste en León, socorriendo a los enfermos. Doña Luisa de Carvajal, declarada Venerable por la Iglesia, era nieta de don Gutierre.

Hay que tener presente que recibió la abadía de Santa Leocadia en 1519, cuando don Gutierre era casi un niño. Contaba entonces sólo trece años. Y que accedió a la sede episcopal de Plasencia en 1524, cuando apenas tenía 18 cumplidos. Las rentas de sus beneficios eran cuantiosísimas. Se habla de que sólo su obispado producía más de 30.000 ducados. Juventud, dinero y posición social fueron el mejor caldo de cultivo -en un ambiente propicio- para que sus costumbres no fueran todo lo santas que debieran.

Sin embargo, pasados los ardores juveniles, el obispo cambió de conducta y llevó una vida moral de acuerdo con su dignidad eclesiástica. La prueba es que en 1534 intenta iniciar en su diócesis la tan ansiada reforma, por la que clamaba la cristiandad, para lo cual celebró en Jaraicejo el segundo Sínodo Diocesano. La conversión completa y definitiva se operó en Trento, durante la segunda etapa del Concilio, gracias a su contacto con los jesuitas, sobre todo con el P. Laynez, y, ya en Plasencia, mientras se construía el Colegio, con San Francisco de Borja. La sinceridad de esta conversión queda patente en su mausoleo, donde se esculpe la imagen de Pedro arrepentido llorando sus negaciones. Además en la Constitución 15 de las fundacionales de la “capilla del obispo”, en la que está enterrado, se manda que se celebren dos funerales por su eterno descanso, uno en el día de la Conversión de San Pablo, y otro en el de la fiesta de Santa María Magdalena. Todo habla de arrepentimiento.

La conducta mundana de don Gutierre, como la de los papas, cardenales y obispos del Renacimiento, demuestra, por una parte, que la Iglesia es una sociedad humana -está integrada por hombres pecadores- y que a la vez es de origen divino, puesto que no pueden acabar con ella ni siquiera las debilidades y miserias de sus jerarcas.

III- EL PASTOR

Pero don Gutierre no sólo fue un gran hombre de su época, una gran figura del Renacimiento placentino. Fue también, y por encima de todo, un gran prelado. Son muchos los detalles que avalan esta afirmación.

1.- El II Sínodo Diocesano

Bastaría quizá un solo hecho, la celebración de Sínodo Diocesano de 1534, para que el nombre de Vargas de Carvajal pasase a la historia.

La consumación del fraccionamiento de la Iglesia Católica, que produjo la herejía de Lutero, condenado por León X en 1520, avivó el clamor de los cristianos que suspiraban por una reforma tam in capite quam in membris, que debería llevar a cabo un Concilio Ecuménico. El Lateranense V (1512-1517) había constituido un fiasco. Por otra parte, la Reforma Luterana estaba exigiendo una Contrarreforma. El papa Clemente VII, de la familia de los Medicis, muy cercano a la política francesa de Francisco I, el eterno rival de Carlos V, se resistía a la celebración de otro Concilio, porque creía que el problema protestante era sólo de carácter político, que afectaba a Alemania, porque la dividía. Un Concilio, por tanto, vendría únicamente a favorecer la política imperial. Paulo III (1534-1549), se decidió, por fin, a convocar la magna asamblea de todos los obispos, que, tras varias dudas, vacilaciones y aplazamientos, comenzó sus trabajos en Trento en diciembre de 1545.

El obispo de Plasencia se anticipó al Concilio Tridentino, celebrando el Sínodo de Jaraicejo, el II en la historia de la diócesis. Este valiente gesto dice mucho a favor de aquel obispo contradictorio, joven mundano a la vez que piadoso y lleno de celo. El Sínodo intenta ordenar el gobierno y administración de la diócesis, corrigiendo los principales abusos de la época. La apertura tuvo lugar el 15 de enero. El cabildo y el clero placentinos se opusieron a que las sesiones se celebrasen en Jaraicejo e incluso pidieron su traslado a Plasencia, petición que fue rechazada por los padres sinodales el día 17, por considerar que la villa, de que el obispo es señor, está situada más al centro del obispado que la ciudad del Jerte. La ausencia de los capitulares y clérigos placentinos fue reprobada por el Sínodo, declarando “rebeldes y contumaces” a los que debiendo estar presentes, se negaron a asistir. Aquel mismo día se ofició la Misa del Espíritu Santo. Las constituciones comenzaron a leerse el 30 de enero, acabando su lectura el 1 de febrero, en que se dio por terminado el Sínodo. Sin embargo, todavía la villa de Jaraicejo expuso sus quejas, a las que contestó el prelado el 12 del mismo mes.

Se promulgaron 107 constituciones, precedidas por un largo Proemio y seguidas de una Conclusión -la 108-. En ellas se manda, con anterioridad al decreto tridentino, que en todas las parroquias haya un libro de bautizados. Destacan las relativas a la vida y costumbres del clero, cuyos abusos se quiere corregir, y a los diezmos y primicias, a los que se da una gran importancia.

Como expresión de su celo pastoral, se consignan las fiestas de guardar establecidas por el Sínodo. Son las siguientes:

Además de todos los domingos, “las fiestas de Nuestro Señor, que son la Natividad con tres días siguientes, la Çircunçisión, la Epiphanya, la Resurrección con dos días siguientes, la Ascensión, Pentecostés con dos días siguientes, la Trinidad, la fiesta de Corpus Christi la Transfiguración; las fiestas de nuestra Señora, que son Purificación, Anunciación, Asumpçión, Natividad, Concepçión, santa María de la O; todos los días de los apóstoles, sant Juan Baptista, sant Marcos, Santa Cruz de Mayo y Todos los Santos”. En cambio, no son de precepto, pero sí fiestas “recomendables” “sancta María Magdalena, sant Lorenço, sant Miguel de Septiembre, sant Françisco, sant Martín en Noviembre, sant Antón, sant Sebastián, sant Blas, santa Ana, santa Chatharina”. La Misa en estos días está enriquecida con cuarenta días de indulgencia.

2.- Otras acciones pastorales

En la breve biografía de don Gutierre, contenida en el Synodicum hispanum, después de hacer mención del Sínodo,podemos leer:

“Pero no es menos importante el hecho de que eligió como provisor al ejemplar y celoso clérigo Juan de Ayora, después inquisidor de Cuenca y más tarde, obispo ovetense. Formó además un equipo de tres teólogos que recorrieron la diócesis enseñando y predicando, como medio de renovación espiritual, porque, según afirma un historiador, “decía ser empeño suyo, que fuesen buenos todos sus feligreses, ya que el obispo era malo”“.

Es un dato que pone de manifiesto su celo pastoral y su humildad.

Por otra parte, la preocupación de don Gutierre por las celebraciones litúrgicas se manifiesta también en la publicación del Misal y del Breviario Placentinos, editados en Venecia en 1554 por Andrés y Jacobo Spinellos. El obispo de Plasencia se anticipa a las resoluciones de la tercera etapa conciliar y a la magna obra realizada posteriormente por San Pío V para la Iglesia universal. El título completo del Misal es el siguiente: Missale secundum consuetudinem almae Ecclesiae Placentinae, eliminatius quam antea et iam nulla ex parte confusum. Desgraciadamente no queda ningún ejemplar de este Misal en el Archivo Catedralicio, aunque sí hay otro más antiguo, de principios del s. XVI. Sin embargo, si se encuentra uno en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla. Del Breviarium secundum consuetudinem Ecclesiae Placentinae se conserva un valiosísimo ejemplar en el Archivo de la Catedral de Plasencia. Parece que don Gutierre, aprovechando su estancia en Trento, se acercó a Venecia para encargar la edición de estos libros litúrgicos, que no vieron la luz hasta 1554.

Además la preocupación del prelado por levantar templos amplios, dignos y artísticos en las diversas parroquias del obispado -sin contar la continuación de las obras de la catedral-, su interés en el progreso espiritual y su afán por la educación del clero y de todos sus feligreses hablan muy claro y muy alto de la talla eclesial de este obispo.

3.- Don Gutierre en Trento

El obispo >Vargas de Carvajal no asistió a las sesiones de la primera etapa del Concilio Tridentino (1545-1547), aunque en una carta el príncipe don Felipe dice a su padre, el emperador, en junio de 1546, que don Gutierre estaba dispuesto a partir para el Concilio, cuando se le ordenase. Carlos V, que quería que los principales teólogos protestantes fuesen a Trento -lo que no pudo conseguir-, manifestó también un gran interés en que todos los obispos españoles concurriesen a la convocatoria de Paulo III. Sin embargo, un viaje tan largo y penoso al norte de Italia exigía una salud de hierro. Y quizá la convocatoria coincidiese con la realidad -o con el temor- de alguna crisis en la enfermedad de la gota, que tanto hizo sufrir al prelado placentino, y que le llevaría a la tumba. Lo cierto es que su nombre no figura entre los prelados asistentes.

Sin embargo, sí nos consta que participó en la segunda etapa (1550-1552). Cuando el emperador, en 1551, le invitó a desplazarse a Trento, excusó su asistencia, por su mal estado de salud. Su misiva, dirigida al César Carlos el 2 de febrero de 1551, es clara y concluyente. Dice así:

“Porque en verdad yo he quedado tal de mi enfermedad, que cada día pienso en volver al estado en que estuve, porque quedé con tanta gota y temblores, y otras enfermedades, que lo más del tiempo estoy en la cama, que por dos veces han venido mis hermanos y sobrinos, casi por la posta a mi muerte, y ansí han acordado de no dejarme hasta ver lo que Dios fuere servido hacer de mí”.

Es muy posible que en los meses siguientes se produjese una sensible mejoría en su salud, por lo que no quiso desairar al monarca. Algunos dicen que esto es perfectamente explicable, teniendo en cuenta que su padre, Francisco de Vargas, participó como jurista de Carlos V en el Concilio. Otros aseguran que su progenitor ya había fallecido muchos años antes, en 1524. De cualquier forma, sí sabemos que entre los canonistas seglares del emperador figura don Francisco de Vargas Megía, fiscal del Supremo Consejo de Castilla, que fue embajador de Carlos V en Venecia y de Felipe II ante Pío IV. Es muy posible que se trate de algún sobrino del obispo. Lo cierto es que don Gutierre estuvo en Trento durante la segunda etapa. Tuvo alguna intervención irrelevante en la magna Asamblea. “A fin de gobernar bien su obispado -dice un biógrafo- procuró tener siempre a su lado buenos letrados bien dotados, y así es que, cuando asistió al concilio de Trento, llevó en su compañía sabios doctores, teólogos y juristas”. Dichos teólogos fueron Alfonso de Torres y Luis Galico, que acompañaron a su prelado como asesores.

Pero fuera del aula conciliar obtuvo un inmenso provecho espiritual en su contacto con los obispos y teólogos que participaron en las sesiones. Principalmente se benefició del trato con el P. Diego Laynez, que sucedió a san Ignacio como Prepósito General de la Compañía de Jesús. Además de su conversión personal -practicó los Ejercicios Espirituales, que marcaron su vida- su convivencia con los jesuitas le llevó a convenir con ellos la fundación en Plasencia del Colegio de la Compañía de Jesús, al que nos hemos referido.

4.- Preparándose para bien morir

Durante los últimos años de su vida, don Gutierre incrementó el tiempo de su residencia en la capital de la diócesis, para vigilar personalmente las obras del Colegio de la Compañía, aun sin dejar su estancia habitual en Jaraicejo. Tenía empeño en dejar una institución que simbolizase su cambio moral y garantizase la futura educación de su clero y de su pueblo.

En 1556 el César Carlos, tras abdicar el imperio en su hermano Fernando y los estados españoles en su hijo Felipe II, se retiró al monasterio de Yuste, dentro de los límites territoriales de Plasencia. Según insinúan las actas capitulares, muchas personas graves criticaban al estado seglar por no haber salido a recibir a S. M. cuando llegó al término municipal placentino. Y murmuraban también contra el cabildo por no haber ido a visitar al emperador, “estando sólo a seis leguas de aquí”. Por eso, cuando, el 18 de septiembre de 1558, los señores capitulares tuvieron noticia del agravamiento de la enfermedad de la augusta persona, organizaron oraciones y rogativas por la salud de Su Majestad Imperial. Platicaron sobre una procesión de Rogativas que llegase hasta la iglesia de El Salvador, e incluso algún prebendado opinó que se debía prolongar hasta el santuario del Puerto. Los acontecimientos se precipitaron y la muerte del emperador, que tuvo lugar el 21 de septiembre, no permitió que se llevasen a efecto los acuerdos. Como se ha dicho, el cabildo decidió celebrar los funerales en la catedral nueva, que hubo de desescombrarse a toda prisa para que en ella se celebrasen las exequias por el eterno descanso del César. Era el 2 de octubre de 1558. El obispo, muy enfermo ya, no pudo asistir a las solemnes honras fúnebres.

Aquejado de gota, según advierte Correas Roldán, su dolencia se agravó en la primavera de 1559. Se encontraba entonces en Madrid, quizá revisando el lugar donde quería ser enterrado. Pero no quería morir fuera de su Jaraicejo, hacia donde dispuso hacer su último viaje.

El 22 de abril de 1559 hizo un “impresionante” testamento en la mencionada villa. Un jesuita, el rector del Colegio de Plasencia, recoge sus últimas voluntades, rubricando cada folio, porque el prelado no podía hacerlo. En él se refleja su magnanimidad, perdonando las deudas contraídas por los habitantes de aquella población, pese a que no se habían mostrado excesivamente agradecidos con su espléndido bienhechor. Prohíbe que a nadie se le dé cantidad alguna para luto -ni quiere que lo lleven por él- por considerarlo pura vanidad. El dinero que debía emplearse en esto, quiere que se gaste en obras piadosas por su alma. A los pobres de Plasencia les deja mil ducados. Ordena también que se entregue al Colegio de la Compañía una casa que él comenzó a hacer en la calle nueva, que se abrió junto al nuevo edificio. Encarga al P. Francisco de Borja “que haga con parte de sus bienes lo que él crea conveniente” y lega, como queda dicho, 22.000 ducados para comprar libros para la biblioteca del Colegio. En un codicilo manda que “hasta que pueda ser llevado su cuerpo a la capilla de Madrid, se le deposite en la iglesia de Torrejón el Rubio, en la bóveda de don Garci López de Carvajal”.

Días más tarde, el 27 de abril, el obispo Vargas de Carvajal entregó piadosamente su alma a Dios en su palacio de Jaraicejo. Había manifestado su deseo de que su cuerpo descansase en la villa de Madrid, donde había nacido y por la que sentía un gran afecto. Inicialmente había querido labrar su tumba en el convento de los dominicos junto a Nuestra Señora de Atocha, que pertenecía a la abadía de Santa Leocadia, pero luego cambió de parecer. Su cadáver debía permanecer en Torrejón “hasta que acabasen las obras en la capilla del obispo”, que habían fundado y donde estaban sepultados sus padres, en la parroquia de san Andrés. Cuando estuvo concluida dicha capilla, fueron depositados en ella los restos mortales de don Gutierre, trasladados con gran pompa desde Torrejón. Un mausoleo renacentista, obra de Francisco Giralte, colocado en el muro de la derecha, con una estatua orante del obispo, de rodillas sobre un reclinatorio, con amplia capa pluvial, perpetúa el recuerdo de este insigne prelado placentino. Su epitafio dice así:

“AQUÍ IACE LA BUENA MEMORIA DEL ILUSTRÍSIMO
I REBERENDÍSIMO SEÑOR DON GUTIERRE
DE CARABAJAL, OBISPO QUE FUE DE PLASENCIA, HIJO
SEGUNDO
DE LOS SEÑORES, EL LICEN-
CIADO FRANCISCO DE BARGAS, DEL CONSEJO DE LOS REIES
CATÓLICOS I REINA DOÑA
JUANA: I DE DOÑA INÉS DE CARABAJAL, SUS PADRES. RE-EDIFICÓ I DOTÓ ESTA DI-
CHA CAPILLA, A ONRA I GLORIA DE DIOS: CON UN CAPE-
LLÁN MAIOR: I DOZE CA-
PELLANES. PASÓ DE ESTA BIDA A LA ETERNA EL AÑO
DE 1556”.

Nótese el error en la fecha de la muerte. Es indudable que no murió en 1556, sino en 1559.

IV.- CONCLUSIÓN

De todo lo expuesto se deduce que don Gutierre Vargas de Carvajal (1524-1559) es una figura señera en el episcopologio placentino. Su pontificado es uno de los más largos de la historia de la diócesis -dura 35 años, sólo superados por el obispo Laso (1767-1803)-, y marca una época gloriosa, que no deberíamos olvidar.

Nuestra época no difiere demasiado de la de don Gutierre. Por fortuna la Iglesia jerárquica de hoy goza de una salud moral, cultural y espiritual, muy superior a la del siglo XVI. Pero el ambiente del mundo es muy similar. En lugar de un Renacimiento pagano, tenemos en nuestros días un Postmodernismo laico de carácter antirreligioso. Quizá una figura como la de don Gutierre, con sus virtudes y sin sus defectos podría hacer resurgir los valores cristianos que se están perdiendo.

Recordemos -perdón por la insistencia- los principales hitos de este gran obispo. Sus virtudes y valores positivos resaltan en su biografía hasta tal punto que, quedan oscurecidos sus fallos humanos, de los que se mostró arrepentido. Incluso éstos, dada su juventud y la corrupción de la época, si no justificables, resultan perfectamente explicables. De noble familia, hijo de un extraordinario jurista y político, y sobrino de dos famosos purpurados, el maestrescuela Correas Roldán dice de él que fue “hombre de altos pensamientos” y que “el mucho ingenio que tenía suplía lo que de letras le faltaba”. El cabildo dejó constancia en el acta del 28 de junio de 1559, dos meses después de su muerte, de que el obispo difunto “era una notabilidad en el arte de construir” y “sapientísimo en este arte”

Fue, pues un hombre inteligente, autodidacta en materia arquitectónica, de gran corazón, capaz de perdonar las ingratitudes, generoso en extremo, casi manirroto, audaz en empresas de gran riesgo y enorme coste, como la expedición al Estrecho de Magallanes. Y como prelado, demostró su gran amor a la Iglesia de la Contrarreforma, participando en el Concilio de Trento, y a la Iglesia local que presidía, cuyos abusos trató de corregir en el Sínodo de Jaraicejo. Buscó la elevación del nivel cultural y moral de sus feligreses, con el mecenazgo sobre el Colegio de la Compañía y procuró la mayor dignidad del culto construyendo templos, en los que perdura la memoria de este gran obispo. Por toda la diócesis -y la ciudad de Trujillo lo acredita- están diseminados los escudos de don Gutierre Vargas de Carvajal.

Creemos, pues, que ningún homenaje tan merecido como el que le tributan estos XXXV Coloquios Históricos de Extremadura, que organiza el Centro de Iniciativas Turísticas de Trujillo. Una vez más -y termino-: ¡Enhorabuena por esta feliz iniciativa!,

¡Gracias por su atención!. ¡Muchas gracias!

Trujillo, 18 de septiembre de 2006

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

  • ARCHIVO DE LA CATEDRAL DE PLASENCIA (ACP), leg. 95 / 13, Los Camargos de Plasencia, man. inédito
  • BARRIOS ARANA, Diego, Historia General de Chile, tomo I, cap. IV, n. 9
  • BENAVIDES CHECA, José, Prelados placentinos, Plasencia 1999.
  • CADIÑANOS BARDECI, Inocencio, “Los jesuitas en Plasencia: de colegio a Hospital, en VIII Centenario de la diócesis de Plasencia…. Plasencia 1990.
  • CORREAS ROLDÁN, Juan, Annales de la Santa Iglesia Catedral de Plasencia, desde su fundación, man. inéd. (ACP, leg. 129 / 11),
  • FERNÁNDEZ HOYOS, Asunción, El obispo don Gutierre de Vargas, un madrileño del Renacimiento, Madrid 1994.
  • GARCÍA y GARCÍA, Antonio, Synodicum Hispanum, v. V, Madrid 1990 (BAC).
  • GARCÍA MOGOLLÓN, Florencio José, “La arquitectura diocesana placentina en tiempos de Don Gutierre de Vargas carvajal (1523-1529), en VIII Centenario de la diócesis de Plasencia (1189-1989). Jornadas de Estudios Históricos, Plasencia 1990.
  • GONZÁLEZ CUESTA, Francisco, Los Obispos de Plasencia. Aproximación al Episcopologio Placentino, Plasencia 2002.
  • HERRERA, Antonio de, Historia de las Indias Occidentales, Madrid 1730. Década VII, libro I.
  • HARDUIN, Conciliorum Collectio, t. X, París 1714.
  • INSTITUTO HISTÓRICO DE LA MARINA, “Colección de diarios y relaciones para la historia de los viajes y descubrimientos, Camargo (Naos del obispo de Plasencia), Madrid 1943.
  • LÓPEZ DE AYALA, Ignacio, El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, 1798. Apéndice I.
  • LÓPEZ MARTÍN, Jesús Manuel, “La Arquitectura religiosa en Plasencia. Las catedrales vieja y nueva”, en VIII Centenario de la diócesis de Plasencia (1189-1989). Jornadas de Estudios Históricos, Plasencia 1990.
  • LÓPEZ SÁNCHEZ MORA, Manuel, Episcopologio, Plasencia 1986.
  • MARIÑO DE LOBERA, Pedro, Crónica del Reino de Chile, Madrid 1960.
  • REUNIÓN DE ECLESIÁSTICOS Y LITERATOS, Biografía Eclesiástica Completa, vol. XXXIX, Madrid 1868.
  • UNIVERSIDAD DE CHILE, Colección de documentos inéditos para la historia de Chile. Primera Serie. www.historia.uchile.cl/CDA/…
  • VAN GULIT, Guilielmus, et EUBEL, Conradus, Hierarchia Católica Medii Aevi, v.III, Munich 1902.

NOTAS:

[1] Http://www.catholic-hierarchy.org/bishop/bvargc.html., (8-8-2006).

Oct 011998
 

Francisco González Cuesta.

Canónigo Archivero de Plasencia

Pedro M. Alonso Marañón.

Universidad de Alcalá

INTRODUCCIÓN

La primera mujer europea que pisó tierra de Chile fue una extremeña, más concretamente, una placentina[1]. Se llamaba Inés Suárez[2]. No se trata de una figura legendaria o de un personaje cuyas hazañas hayan sido exageradas de forma más o menos interesada. Tenemos testimonios fidedignos -con las inevitables lagunas en una vida tan azarosa como apasionante-, para reconstruir algunos apuntes de la brillante biografía de esta heroína[3], gloria y orgullo de la ciudad de Plasencia.

Los principales datos sobre Inés Suárez, especialmente en relación con la heroica defensa de la ciudad de Santiago de Chile, nos los suministra el cronista Mariño de Lobera[4]. Éste había llegado a Chile en 1552, poco más de diez años después de de la fundación de Santiago y acompañó al propio conquistador Valdivia en sus incursiones al sur del país. Muerto el primer gobernador de Chile en 1553, Lobera combatió a las órdenes de Rodrigo de Quiroga y de García Hurtado de Mendoza. Todo esto pone de manifiesto la importancia del testimonio de Mariño de Lobera, que conoció personalmente a doña Inés y presenció muchos de los acontecimientos relatados o escuchó de primera mano a testigos presenciales de los hechos.

El relieve que da a Inés Suárez el cronista Lobera contrasta con el silencio absoluto de otros dos ilustres cronistas contemporáneos suyos: Góngora Marmolejo y Vivar.

Alonso de Góngora Marmolejo había nacido en Carmona y acompañó a Valdivia durante toda su expedición a Chile, desde su iniciación en 1540[5]. Su obra se titula Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año de 1575, compuesta por el capitán Alonso de Góngora Marmolejo[6].Concluye su relato el 16 de diciembre de 1575, aunque la había empezado en 1572. Por lo tanto, los hechos están muy recientes y, o los vivió personalmente o los escuchó de viva voz de sus protagonistas.

Gerónimo de Vivar era burgalés, como él mismo confiesa. En sus declaraciones a favor de Francisco de Villagra en 1558, dice que conoce a este ilustre soldado «desde hace once años», que también conoció al conquistador Valdivia y que no conoció a Pedro Sancho de Hoz, que había sido ejecutado en Santiago en 1547, por orden de Francisco de Villagra[7]. Parece, pues, que llegó a Chile en 1548. Diez años más tarde, escribe su crónica, que titula de esta manera: Crónica y relación copiosa y verdadera hecha de lo que vi por mis ojos y por mis pies anduve y con la voluntad seguí, en la conquista de los reynos de Chile en los 19 años que van desde 1539 hasta 1558. El manuscrito original estuvo perdido durante siglos. Su texto paleografiado fue publicado por vez primera en 1966, existiendo otras ediciones actualmente de fácil acceso[8].

¿Por qué ni Góngora Marmolejo ni Vivar mencionan siquiera a Inés Suárez? Algunos dicen que el primero no habla de ella por su excesivo puritanismo[9]: una mujer que había vivido irregularmente con el conquistador Valdivia no merecía los honores de que se la citase siquiera, pues ello redundaría en desprestigio del héroe. En cuanto a Vivar, pudo quizá dejarse llevar por los mismos prejuicios[10].

Si bien es cierto que en Chile, sobre todo, en Santiago, Inés Suárez es de sobra conocida, en España, incluso en Plasencia, no son muchos los que están al corriente de su biografía. La realidad es que han sido escasos los estudios monográficos que se han hecho sobre la dama placentina.

Al margen de dos trabajos -asimilados a las novelas históricas- que se publicaron en Santiago de Chile[11], tan sólo han visto la luz algunos, no muy extensos, en los que se citan las fuentes conocidas, sobre todo, la Crónica de Mariño de Lobera, pero sin excesivo aparato bibliográfico. Quizá el más importante es el del ilustre historiador chileno Diego Barros Arana, titulado Inés Suárez i doña Marina de Gaete, incluido en el tomo VII de sus Obras Completas, publicadas en 1909. En sus 24 páginas el autor estudia la personalidad de la amante y de la esposa legítima del conquistador extremeño[12].

Por otra parte, con motivo del IV Centenario de la fundación de Santiago de Chile, el 12 de febrero de 1541, la prensa publicó numerosos e interesantes trabajos sobre los primeros tiempos de la ciudad y sobre los personajes destacados de la conquista. El importante diario El Mercurio editó el miércoles 12 de febrero de 1941 un número extraordinario, en el que destaca el artículo de Gustavo Opazo Maturana, que lleva por título: «Doña Inés Suárez»[13].

Recientemente, en 1988, Carmen Pumar Martínez publica una obra titulada Españolas en Indias, en donde dedica unas seis páginas a Inés Suárez[14].

Teniendo en cuenta esa precariedad de escritos, en primer lugar, nos proponemos difundir el conocimiento de una de las glorias placentinas, por desgracia -creemos- injustamente relegada al olvido. Para ello, sin aportar nuevos hallazgos, queremos relatar los hechos desapasionadamente con el máximo rigor historiográfico. Por lo tanto, señalaremos en cada caso las fuentes de información en las notas oportunas, que se echan de menos en historiadores de épocas pasadas o en obras que han apostado más por la divulgación.

Y por otra parte, aunque la historicidad de los cronistas, como Mariño de Lobera, está suficientemente probada y admitida, queremos recalcar que la figura de Inés Suárez no ha sido exagerada o mitificada por Lobera, sino que se ajusta a la más estricta realidad. Una prueba muy clara es el testimonio de los que la conocieron y trataron, que tuvieron que testificar en el proceso de Pedro de Valdivia. Por eso, entresacamos del proceso sólo los puntos que afectan directa o indirectamente a la ilustre placentina.

APUNTES BIOGRÁFICOS

1. Nacimiento, matrimonio y viaje a América

Según Mariño de Lobera -uno de los primeros cronistas de la conquista de Chile y soldado que fue a las órdenes de Valdivia- Inés Suárez era «natural de Plasencia y casada en Málaga, mujer de mucha cristiandad i edificación de nuestros soldados»[15]. Así lo reconocen todos los historiadores. Por cierto que el destacado estudioso chileno Barros Arana aclara que la Plasencia en que nació Inés Suárez es la que hay «en Estremadura, en la provincia de Cáceres»[16].

No tenemos constancia de la fecha de su nacimiento, pues los primeros libros parroquiales, impuestos como obligatorios por el concilio de Trento, comienzan, en alguna de las parroquias placentinas, en 1540. Sin embargo, parece que debió nacer en 1507, fecha recogida en su epitafio[17]. Carecemos así mismo de noticias sobre su familia y su juventud, que debió transcurrir normalmente en Plasencia.

Tampoco sabemos por qué razones la joven Inés se trasladó a Málaga, donde contrajo matrimonio. Así lo testifica Mariño de Lobera, como indicamos anteriormente. Opazo Maturana apunta que «quedó antes de los treinta años viuda y sin hijos… No toleró la situación a que estaba condenada en su tierra natal, por ser hidalga, viuda y pobre»[18]. El autor del artículo piensa que el marido -cuyo nombre y fecha de defunción desconocemos- falleció en la península y que, al encontrarse sola, y sin valimiento alguno, decidió buscar fortuna allende los mares, como hacían tantos aventureros. Sin embargo, otros, como Barros Arana creen que se embarcó para América junto a su marido[19]. E incluso otros afirman que su esposo había partido previamente para las Indias, por lo que, según éstos, la razón de su desplazamiento a tierras americanas no fue otra que la de reunirse con su esposo, que debió morir en alguna de las refriegas con los indios, al poco tiempo de la llegada de doña Inés al Nuevo Mundo.

Fuese lo que fuese, como viuda o como mujer casada, que acompaña o que quiere reunirse con su marido, lo cierto es que, en los primeros días de 1537 -contaba alrededor de 30 años de edad- se encuentra en Cádiz. El día 8 de enero de ese año -escribe Opazo Maturana- el capitán Marañón y Juan Garrote, vecino de Santa Cruz, rindieron información para probar que doña Inés no era de las personas prohibidas, es decir ni mora ni judía[20]. Por lo que ese mismo día se autoriza a embarcarse a «Inés Suárez y una sobrinita suya» rumbo a Tierra Firme -la actual Venezuela-, según queda consignado en el Catálogo de pasajeros a Indias[21]. Así pues, «a principios de 1537, en la «Nao» del maestro Manuel Martín, partían doña Inés Suárez y su pequeña sobrina»[22].

2. La expedición a Chile de Pedro de Valdivia

Ignoramos lo que pudo ocurrirle a Inés Suárez a su llegada a América, entre los primeros meses de 1537 y los últimos de 1539. Es posible que durante este tiempo falleciese su sobrinita, puesto que de ella no se vuelve a hablar más. Quizá durante estos dos años -si es que, como quieren algunos, no había enviudado en España-, se encontrase con la noticia de la defunción de su marido. Lo cierto es que doña Inés debió permanecer poco tiempo en Venezuela, pues en 1539 se encontraba, completamente sola, en Cuzco. La conquista de Perú había atraído a gran número de españoles, deseosos de amasar una gran fortuna en aquel legendario y rico imperio inca. La circunstancia de su soledad, junto a su probado valor y su alto espíritu aventurero, la impulsó a enrolarse en la expedición a Chile, que preparaba Pedro de Valdivia, a quien conoció en aquella importante ciudad. Muy probablemente influiría también en su decisión -y tal vez en mayor grado que cualquier otro motivo- el amor incipiente que se despertó en su joven corazón de viuda de 32 años por el apuesto Maestre de Campo de Pizarro.

El conquistador extremeño don Pedro de Valdivia -casado en Salamanca con doña Marina de Gaete, natural de Castuera, donde residía- decidió organizar una expedición para conquistar Chile, empresa extremadamente ardua, en la que había fracasado el mismo Diego de Almagro. Reunió un número reducido de hombres, unos ciento sesenta, según precisa Mariño de Lobera[23], aunque Góngora Marmolejo habla de ciento setenta[24] y, obtenidos los necesarios permisos, decidió emprender la marcha. En la expedición figuraba sólo una mujer, Inés Suárez. El propio conquistador confiesa que «fue allá con licencia del Marqués (Pizarro) é yo la recojí en mi casa para servirme de ella por ser mujer honrada para que tuviese cargo de mi servicio é limpieza, é para mis enfermedades»[25].

3. En el desierto de Atacama

A mediados de enero de 1540 salió del Cuzco la expedición capitaneada por Valdivia y constituida por poco más de ciento cincuenta hombres[26]. Mariño de Lobera[27] afirma que la partida fue en el mes de octubre y que los expedicionarios eran ciento sesenta. La marcha era muy lenta. En los primeros días de junio llegaron al desierto de Atacama. Esta tierra inhóspita, tumba de gran parte de los soldados de Almagro, fue escenario de dos importantes acontecimientos, en los que participó nuestra protagonista: la conjura de Pedro Sancho de Hoz y el hallazgo del jagüey en el desierto de Atacama.

A la entrada del desierto, el grueso de las tropas pernoctaba, entregado a un sueño tranquilo y reparador. Valdivia se había adelantado con unos hombres de caballería, llegando a un poblado de indios llamado Atacama, para preparar los forrajes y bastimentos para la tropa. La marcha de la columna se hacía con mucha lentitud La falta de agua y de pastos, como escribe Barros Arana[28], imponía la división de las tropas en pequeños grupos, enviando a cada paso exploradores para fijar el rumbo que debía seguirse. Unas jornadas detrás venía el grupo de Pedro Sancho de Hoz, que, junto a otros tres conspiradores, pretendía asesinar a Valdivia para ponerse al frente de la expedición. A eso de la media noche de un día de junio de 1540 Pedro Sancho contactó con los expedicionarios y entró en la tienda del jefe extremeño. Al no encontrarle, el traidor pretendió disimular, ocultando sus aviesas intenciones. Doña Inés se hizo la desentendida y agasajó al traidor, mientras ocultamente envió mensajeros a Valdivia para informarle de la llegada de Pedro Sancho y de lo que proyectaba. Al regresar don Pedro, que contaba con la lealtad de sus soldados, redujo a los conjurados e hizo prisionero a Pedro Sancho. De esta forma, Inés Suárez salvó de la muerte a su jefe y futuro conquistador de Chile. Más tarde, en el valle de Copiapó, otra vez la dama placentina salvó la vida de su señor, haciendo arrestar a Chinchilla y otros conjurados, que querían aprovecharse de la ausencia del conquistador.

En otra ocasión, los soldados enloquecían por la sed. Narraremos el hecho con las propias palabras de Mariño de Lobera: «Estando el ejército en cierto paraje a punto de perecer por falta de agua… Inés Suárez… mandó a un indio cabar la tierra en el asiento donde ella estaba, i habiendo ahondado cosa de una vara salió al punto agua tan en abundancia, que todo el ejército se satisfizo, dando gracias a Dios por tal misericordia. Y no paró en esto su magnificencia, porque hasta hoy conserva el manantial para toda gente, la cual testifica ser el agua de la mejor que han bebido la del jagüey (palabra india que significa pozo) de doña Inés, que así se le quedó por nombre»[29] .

4. La heroína de Santiago

Llegados los expedicionarios al valle del río Mapocho, el 12 de febrero de 1541 Valdivia fundó la ciudad de Santiago[30] del Nuevo Extremo, o de Nueva Extremadura. El propio conquistador -a quien el cabildo de la ciudad, en el mes de junio, nombró Gobernador de Chile[31]– delineó el trazado de sus calles y plazas y se reservó un solar en el lado norte de la plaza mayor, hoy Plaza de Armas. Pero el hecho más destacado de toda la vida de Inés Suárez, que la convertirá en una auténtica heroína, tuvo lugar el 11 de septiembre de aquel mismo año, 1541.

a) La muerte de los caciques. Nuevamente Mariño de Lobera nos relata el importante evento con todo lujo de detalles[32], dedicándole un capítulo íntegro de su Crónica. La recién nacida ciudad, que era en la práctica un mero campamento protegido por empalizadas, fue asaltada por los indios. Sólo había en la guarnición unos cuarenta soldados, al mando del capitán Alonso de Monroy. El resto, a las órdenes de Valdivia, habían partido hacia el sur en una expedición contra los indígenas rebeldes. Antes de amanecer, los indios salieron sorpresivamente de los bosques próximos y prendieron fuego a las casas de paja, en que se albergaban los españoles. Trataban de liberar a siete caciques, que habían sido hechos prisioneros por el Gobernador. «Comenzaron los siete caciques -escribe el cronista- a dar voces a los suyos para que les socorriesen, libertándoles de la prisión en que estaban. Oyó estas voces doña Inés Suárez, que estaba en la misma casa en que estaban presos, y, tomando una espada en sus manos, se fue determinadamente para ellos y dijo a los dos hombres que los guardaban, llamados Francisco Rubio y Hernando de la Torre, que matasen luego a los caciques antes de que fuesen socorridos de los suyos. Y, diciéndole Hernando de la Torre, más cortado de terror que con bríos para cortar cabezas: – Señora, ¿de qué manera los tengo yo de matar? – Respondió ella: – Desta manera -. Y, desenvainando la espada los mató a todos con tan varonil ánimo como si fuera un Roldán o Cid Ruy Díaz». A continuación el cronista compara a Inés Suárez con otras mujeres famosas, de las que habla la mitología o la leyenda, como Alartesia y Lampeda, Oritia, Minitia Hirpálica, Pentesilea, Hipólita y Harpe, cuyas gestas no consta que sean reales, mientras que de la historia narrada «hay muchos testigos de vista muy fidedignos y de autoridad en mayores cosas, que hoy son vivos y lo afirman todos, unánimes en lo que atestiguan. Habiendo, pues, esta señora quitado las vidas a los caciques, dijo a los dos soldados que los guardaban, que, pues no habían sido ellos para otro tanto, hiciesen siquiera otra cosa, que era sacar los cuerpos muertos a la plaza para que viéndolos así los demás indios cobrasen temor de los españoles».

b) Su valor en el combate. Sin embargo, la batalla duró gran parte del día y con éxito incierto. «Viendo doña Inés Suárez -prosigue Mariño de Lobera- que el negocio iba de rota batida y se iba declarando la victoria por los indios, echó sobre sus hombros una cota de malla y se puso juntamente una cuera de anta y desta manera salió a la plaza y se puso delante de todos los soldados, animándolos con palabras de tanta ponderación, que eran más de un valeroso capitán hecho a las armas, que de una mujer ejercitada en su almohadilla. Y juntamente les dijo que si alguno se sentía fatigado de las heridas, acudiese a ella a ser curado por su mano, a lo cual concurrieron algunos, a los cuales curaba ella como mejor podía, casi siempre entre los pies de los caballos; y en acabando de curarlos, les persuadía y animaba a meterse de nuevo en la batalla para dar socorro a los demás que andaban en ella ya casi desfallecidos. Y sucedió que, acabado de curar, un caballero se halló tan desflaquecido del largo cansancio y mucha sangre derramada de sus venas, que, intentando subir en su caballo para volver a la batalla, no pudo subir por falta de apoyo, lo cual suplió tan bastamente esta señora, que, poniéndose ella misma en el suelo, le sirvió de apoyo para que subiese»…Este caballero, llamado Gil González de Ávila, repetía constantemente este suceso a cuantos querían escucharle. Gracias al favor de Dios, a quien acudieron en su desesperación, y a la intercesión de su santa madre y del Apóstol Santiago, rechazaron a los indios, peleando hasta el mediodía. Los asaltantes se retiraron, dando tiempo a que los españoles recuperasen fuerzas para perseguir luego a los indios, obligándolos a pasar el río.

De este modo Inés Suárez salvó a la recién nacida ciudad de Santiago de una casi segura desaparición y a los españoles que la defendían, de una no menos segura muerte.

5. En Santiago junto a Valdivia

Entre 1541 y 1548, Inés Suárez vivió en Santiago de Chile junto a Pedro de Valdivia, gozando de la estimación y aprecio generales. El Gobernador, como recompensa por su heroísmo, le había concedido la encomienda de los indios de Apoquindo y de Melipilla[33] y de tantas tierras como había concedido a sus más distinguidos capitanes. Así pues, doña Inés se convirtió en una rica propietaria. Los soldados españoles la apreciaban por las atenciones que prestó siempre a enfermos y a heridos. Incluso los más encumbrados personajes de la ciudad la distinguían con su afecto y demostraciones amistosas. El clérigo Rodrigo Gonález Moralejo, que luego sería el primer obispo de Santiago, la enseñó personalmente a leer y a escribir. Todo esto quedará patente en los testimonios judiciales, de que hablaremos más adelante.

En octubre de 1548, acusado por algunos descontentos, Valdivia fue sometido a un proceso[34], cuyo juez instructor era don Pedro de La Gasca, «Presidente de estos reinos i provincias del Perú», como él mismo manifiesta. En la segunda parte de este trabajo estudiaremos detenidamente las acusaciones y respuestas del Gobernador y de los testigos. El 19 de noviembre de aquel año Lagasca dictó sentencia, absolviendo al conquistador de Chile de casi todos los cargos. Pero se le exigió que «no converse inhonestamente con Inés Suárez, ni viva con ella en una casa», sino que en el plazo de seis meses «la case o envíe a estas provincias del Perú, para que en ellas viva, o se vaya a España o a otras partes, donde ella más quisiere»[35].

6. Matrimonio con Rodrigo de Quiroga

Inés Suárez no quiso renunciar a sus riquezas, y, en 1549 contrajo matrimonio con el caballero Rodrigo de Quiroga, nacido en Galicia, que había llegado como soldado a Chile, a las órdenes de Valdivia. El propio Gobernador le donó, como regalo de boda, el 2 de enero de 1550, la Estancia de Monserrat, situada cerca del río Mapocho, que, junto con las extensas posesiones de Alhué, le producían una renta anual de catorce mil pesos oro[36].

El nuevo esposo, como consta en su epitafio -había nacido en 1512-, era cinco años más joven que ella. Ni había destacado como soldado ni se había enriquecido tras la conquista. Era un simple hidalgo, que, a partir de 1548, en que fue nombrado Alcalde ordinario de Santiago, comenzó una brillante carrera política y militar. Fue Regidor en 1549 y Regidor perpetuo desde 1550. Obtuvo nuevamente la alcaldía de Santiago en 1558 y 1560. Varias veces Corregidor de Santiago, llegó ser teniente general. Fue Gobernador interino de Chile desde 1565 al 67 y se le designó Gobernador en propiedad desde 1575 hasta su muerte, ocurrida en 1580[37].

Parece que este matrimonio no tuvo descendencia, según testifica Barros Arana[38]. Hubo un Rodrigo de Quiroga, que sirvió en el ejército de Arauco en 1579, pero, como testifica Martín Ruiz de Gamboa, en carta al virrey de Perú, este soldado no era hijo, sino sobrino del entonces gobernador. Por otra parte, hubo una doña Isabel de Quiroga, a quien el esposo de Inés Suárez legó todos sus bienes, pero ésta era su hija natural.

7. Últimos años

Convertida en la dama más importante de la colonia, Inés Suárez dedicó los últimos años de su vida a obras de piedad y de misericordia. De su espíritu religioso habla el propio Valdivia en 1544: «Sois muy buena cristiana, temerosa de Dios é de sus mandamientos, por lo que enseñáis a estos infieles, para que, doctrinados en las cosas de nuestra Santa Fe Católica, como hasta aquí lo habéis hecho, y con vuestros sermones habeis convertido a algunos señores y naturales». Hizo construir a sus expensas, antes de 1548, la ermita de Nuestra Señora de Monserrat, en el Cerro Blanco, conocida por «La Viñita»[39], junto a la actual Avenida de la Independencia. Como hemos dicho, Valdivia se la regaló el 2 de enero de 1550, haciendo constar en la escritura de donación:»Por cuanto vos, Inés Suárez, sois la primera fundadora de la casa y advocación de Nuestra Señora de Montserrat… y la habéis levantado y ayudado con vuestra hacienda para su sustentación, mantenimiento y reparo…es mi voluntad dar a dicha ermita y casas las tierras para sementeras que tengo en esta ciudad, absoluta y perpetuamente, a condición de que se ruegue perpetuamente una vez cada mes por mi alma»[40]. Más tarde, en 1576, donó esta iglesia a la Orden Dominicana[41] y fundó una capellanía para que se dijesen perpetuamente misas «por el ánima de don Pedro de Valdivia, de don Rodrigo Quiroga, de doña Inés Suárez, de sus padres, abuelos y descendientes y por los demás conquistadores de estas tierras»[42].

La última etapa de su vida transcurrió con una absoluta dedicación a obras piadosas. Junto con su marido, don Rodrigo de Quiroga, construyó a sus expensas la iglesia de la Merced, muy próxima a la Plaza de Armas, invirtiendo la suma de quince mil pesos, y además donó para su interior cuatro capillas de cal y ladrillo por un importe de dos mil pesos, según escribe Opazo Maturana en el artículo citado[43].

La familia Quiroga entregó también a la orden mercedaria la administración de una capilla en la hacienda de Alhué, una de las encomiendas de Inés Suárez. Don Rodrigo de Quiroga, en memoria de su esposa, dedicó dicha capilla a santa Inés En su interior hay «un retablo de Nuestra Señora y abajo en los pies, una mujer pintada. Un retrato de la dicha doña Inés».

Inés Suárez murió, según indica su epitafio, en 1578. Sus restos mortales, y los de su marido reposan en el templo de la Merced.

LA IMAGEN DE INÉS SUÁREZ EN EL PROCESO DE PEDRO DE VALDIVIA

Del proceso de Pedro de Valdivia no habla ningún historiador hasta el último tercio del s. XIX. El propio conquistador no hace siquiera alusión a él en su carta de 1550 al emperador Carlos V. Lo que resulta comprensible. Fue el prestigioso historiador chileno Diego Barros Arana, quien lo dio a conocer. Él mismo nos cuenta cómo, en 1859, en el archivo particular de la familia de Lagasca, encontró el texto original del proceso -conservado en forma de diario por don Pedro de Lagasca, presidente de la Audiencia de Lima-, junto con algunas cartas y otros documentos muy interesantes[44]. Este hallazgo ha contribuido poderosamente a reconstruir la auténtica historia de los primeros tiempos de la conquista de Chile. Proporciona muchos y variados testimonios, así de amigos como de enemigos, incluso del mismo Valdivia, que permiten conocer objetivamente el desarrollo de los acontecimientos. El hecho de que el texto citado, publicado por vez primera en 1873, no se encontrase en un archivo público, como el de Indias o el de Simancas, explica el silencio de los historiadores anteriores a esa fecha.

Tres años después de su llegada a América, don Pedro La Gasca se encontró con que debía intervenir en el proceso contra Valdivia[45]. En una carta al Consejo de Indias Lagasca relata minuciosamente los hechos, siguiendo un orden cronológico estricto.

El 24 de octubre de 1548 llegó desde Chile al puerto de El Callao un grupo de descontentos con el gobierno de Valdivia[46]. Uno de ellos envió a La Gasca un escrito anónimo, que contenía nada menos que 57 acusaciones -o «capítulos»- contra el conquistador de Chile. Los cargos no tienen orden lógico ni cronológico. Barros Arana los reduce a cinco capítulos principales: «1. Desobediencia a la autoridad real o de los delegados del rei, de quienes dependía el gobierno de Chile; 2. Tiranía y crueldad con sus subalternos; 3. Codicia insaciable; 4.- Irreligiosidad; 5. Costumbres relajadas con escándalo público»[47].

En once de los cincuenta y siete cargos se hace alusión, incluso nombrándola expresamente, a Inés Suárez. Se acusa a Valdivia de dejarse influir por la codicia y por los consejos de su amante, con la que comparte una vida escandalosa. Los testimonios de amigos y enemigos -y hasta del propio Valdivia- nos han ayudado, por ser testigos de los hechos, a justipreciar la dimensión humana -con sus luces y sus sombras- de la ilustre placentina.

El mismo día 28 de octubre, fecha en que recibió el alegato acusatorio, el licenciado La Gasca comenzó la investigación, para averiguar quiénes eran los autores del documento[48]. Lo que no resultó demasiado difícil, pues los propios interesados no tuvieron ningún recato en confesarlo. Eran ocho personas de cierto nivel político y militar, incluso algunos de ellos de la confianza de Valdivia. Cuatro habían participado en la conquista de Chile desde su iniciación en 1540, y hasta habían firmado el acta de nombramiento de Gobernador, extendida por el cabildo de la ciudad de Santiago, a favor de Pedro de Valdivia, el 4 de junio de 1541. Eran: Gabriel de la Cruz, Antonio de Travajano, Lope de Landa y Diego de Céspedes. Los cuatro estaban descontentos con el repartimiento de tierras e indios. Otro, Hernán Rodríguez de Monroy, llegó de Perú con los refuerzos que trajo a Chile el cacereño capitán Alonso de Monroy en 1543. Otro, Francisco de Rabdona, había participado en la expedición frustrada de Almagro en 1536. Luego se unió a Valdivia y, aunque no firmó su declaración ante La Gasca, porque dijo que no sabía hacerlo, sin embargo, su nombre aparece -no sabemos si otro firmaría por él- en el acta de nombramiento de gobernador en 1541. Otro, Antonio Zapata, había sido Regidor en el cabildo de Santiago en 1543 y mayordomo de la ciudad hasta 1545. Finalmente, Antonio de Ulloa era un hidalgo natural de Cáceres. Acompañó a Pedro Sancho de Hoz en su viaje a Perú y participó en la conspiración de Atacama contra Pedro de Valdivia en 1540. Perdonado por Valdivia, fue enviado a Perú, donde luchó a las órdenes de La Gasca. El conquistador de Chile habla muy mal de él al Emperador, pues le acusa de su amistad con Gonzalo Pizarro y con el bando rebelde. Parece que debió ser, a juicio de Barros Arana, el principal inspirador del documento acusatorio. No obstante, aunque todos los acusadores le citan, él no fue llamado a declarar. Tal vez porque La Gasca conocía de sobra sus ideas. Todos se declaran autores de las acusaciones y se ratifican en ellas.

El día 30 de Octubre Valdivia recibe una copia de las cincuenta y siete acusaciones, por si tenía algo que alegar en su favor. El 2 de noviembre contesta, uno por uno, a los 57 capítulos.

Del 3 al 8 de noviembre fueron llamados a declarar otros cuatro testigos «que habían estado en Chile y que parecían hombres desapasionados y veraces»[49]. Eran Luis de Toledo, Gregorio de Castañeda, Diego García Villalón y Diego García de Cáceres. Sus respuestas objetivas confirman algunos cargos, pero refutan por completo numerosas acusaciones.

Había un punto dudoso para el licenciado La Gasca[50]. No quedaba claro si Pedro Sancho de Hoz llevaba algún documento del rey, si estas provisiones iban firmadas, o no, por el monarca, y si fueron quemadas por Valdivia. Por esa razón, el juez instructor del proceso hace comparecer el 15 de noviembre, por segunda vez, a dos de los acusadores, Hernán Pérez de Monroy y Lope de Landa. También hizo comparecer a Pedro de Villagrán, testigo presencial del hecho.

¿Influyente, codiciosa y de escandalosa conducta? Las acusaciones contra Inés Suárez

Los once capítulos del alegato acusatorio contra Pedro de Valdivia, en los que aparece involucrada Inés Suárez -citándola expresamente- pueden agruparse en tres tipos de acusaciones: 1. Influencia excesiva de Inés Suárez sobre el conquistador; 2. Codicia insaciable de la dama placentina; y 3. Conducta escandalosa, al convivir con él como amante.

Respecto a la primera acusación, los denunciantes aducen cinco hechos concretos. Los destacamos individualmente.

a) El soldado Escobar. El capítulo 1º del Acta de acusación dice textualmente: «En Atacama, llevando la jornada de Chile, el gobernador dio garrote a un soldado, que se llamaba Escobar, porque Inés Suárez se quejó de él»[51].

Valdivia se defiende diciendo que «Escobar está en España vivo y sano»[52], pero sin contarnos lo sucedido y sin mencionar a su amante.

El testigo Luis de Toledo es más explícito. Refiere que el tal Escobar «se insolentó» contra su capitán y «paresciéndole que era motín», Valdivia le mandó dar garrote, lo que no llegó a consumarse «porque se quebró la soga, por lo que se fue a España a meter fraile», según se acostumbraba en casos análogos. Y añade que «nunca oyó ni supo que por causa de Inés Suárez pasase lo susodicho»[53].

b) La prisión de Pedro Sancho. En el capítulo 2º los acusadores dicen: «Item, llegando a Atacama prendió a Pero Sancho, y le quiso ahorcar….y le tuvo preso en grillos mucho tiempo, y tenía por enemigos a los que le hablaban o participaban con él, e para esto tenía siempre Inés Suárez espías e grandes intelijencias para saber quién le hablaba». El enfrentamiento con Pero Sancho y su intento de matar al gobernador es largo de contar.

Valdivia le llama «traidor». Y, al final de su defensa agrega: «I en lo de prohibir Inés Suárez que nadie hablase con Pero Sancho… nunca tal supe, i paresce poquedad i malicia»[54].

Luis de Toledo no alude al espionaje de Inés Suárez, pero, como testigo directo de los hechos -estaba presente en la tienda de Valdivia cuando Pero Sancho fue buscando al conquistador para asesinarle- confirma que la intervención de Inés Suárez frustró el atentado criminal proyectado por sus enemigos[55].

c) El caso del soldado Vallejo.»Item -leemos en la acusación nº 51-, que yendo Vallejo, un soldado a ver a Inés Suárez la estaba mostrando a leer un bachiller, que se llamaba Rodrigo González, i le dijo el soldado al bachiller: muestra a leer a la señora, de leer verná a otras cosas; por esto y porque dijo un día que los enviaban por maíz, les viendo muertos de hambre; lo echaron en una cadena en dos colleras, y le quisieron ahorcar»[56].

Valdivia rechaza de plano la acusación: «Yo no sé nada dello, e si algo fue, el teniente lo debió de castigar, porque no iba a hacer lo que le mandaba, e lo demás me parece que ha sido poquedad i malicia de quien lo articuló»[57].

De forma parecida se expresan todos los testigos, sin que ninguno relacione a Inés Suárez con el castigo del soldado.

d). Los favores a Alderete. La influencia de Inés Suárez sobre Valdivia -según la acusación n× 40- se manifiesta no solo a la hora de impartir castigos, sino también a la de repartir mercedes y favores. Así «Jerónimo de Alderete… siendo viejo e inhábil para la guerra i que nunca trabajó en ella» recibió del gobernador los indios que antes había adjudicado a «dos conquistadores i descubridores compañeros de Almagro» y «porque no sirve para otra cosa sino de acompañar a esta señora (Inés Suárez) i llevalla de la mano i por esto le ha hecho todo el tiempo que há que está en esta tierra, los cuatro años alcalde, y los cuatro rejidor»[58].

Valdivia hace una apología de Alderete, «hijodalgo mui honrado, subcapitán de S. M. en Italia»… que «salió de España con armada a su costa con mucha jente a sucargo para Venezuela», que ha ocupado diversos cargos «de justicia e de su real hacienda», por lo que «tiene merecidos los cuatrocientos indios» que le dio » e muchos más que fuesen caben mui bien en él»[59]. No menciona a Inés Suárez, pero da a entender claramente que Alderete tiene méritos sobrados -al margen de cualquier otro valor que pudiese parecer espúreo- para otorgarle los favores que le ha concedido.

Luis de Toledo admite que ha visto a Alderete «acompañar la dicha Inés Suárez», pero insiste en la destacada conducta del viejo hidalgo, ya resaltada por Valdivia[60].

e). El propio Valdivia olvida sus deberes militares. En el cargo nº 47, se da a entender que Inés Suárez influía tan negativamente en Valdivia, que su amor desordenado hacía olvidar al conquistador sus deberes militares. Así lo confirma el hecho de que estando en campaña – «la tierra alzada»- «cuando el gobernador iba con sus tropas…los dejaba, y se venía por la posta a ver a Inés Suárez«[61].

En su defensa Valdivia explica los hechos diciendo que «nunca dejó la jente en la conquista, antes las más veces que salía, no volvía si no era por los requerimientos que me hacían los soldados… e si alguna vez me adelanté a mi casa, sería estando cinco o seis leguas de vuelta para el pueblo, que me decían algunos caballeros y soldados que nos apresurásemos a nuestras casas para pasar buena noche a cabo de andar tantos días e noches armados en la guerra, e no pasó otra cosa»[62].

Algo parecido afirman los testigos. Luis de Toledo dice que le «vio andar ocho o diez leguas, e que no sabe la causa… e que nunca dejó la jente en la guerra»[63]. Y Gregorio de Castañeda recuerda dos veces, en que el gobernador se adelantó a la tropa: una cuando le llegó la noticia de un levantamiento de los indios, para evitar que entrasen en la ciudad, y la otra, «volvió porque le escribieron que había navíos en la costa, e andaban perdidos, e volvió a hacerlos buscar»[64]. Pero ninguno de los dos testigos culpa a doña Inés de este hecho, que consideran perfectamente comprensible, y aun justificable.

El segundo tipo de cargos contra Inés Suárez, en el proceso de Valdivia, se refiere a la insaciable codicia de la compañera del gobernador de Chile. Como en el caso de su influencia desmedida, de la que ya se ha hablado, se citan una serie de hechos puntuales.

a) Los regalos a Inés Suárez. «Item -dicen los acusadores en el capítulo octavo-, cuando se repartió la tierra a quien quiso Inés Suárez y la tenían contenta, tuvo repartimiento y públicas mercedes, que en aquello vía él quién a él deseaba servir y decía que quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can«[65]. Es cierto que la acusación podría referirse sólo al amiguismo de la dama placentina en el sentido expuesto en el capítulo anterior. Pero en la frase: «y la tenían contenta» parece indicarse que no se trataba sólo de una mera simpatía natural o de un afecto desinteresado, sino más bien de manifestaciones materiales, económicamente cuantificables, con las que se demostraba que, al atender a su can, los soldados españoles atendían también a Beltrán.

El conquistador, en su defensa, rechaza la intervención de Inés Suárez en los repartimientos. «Niego -dice- lo en el capítulo contenido, porque ninguno fue en hacer del repartimiento, sino yo con el escribano, porque lo demás era menoscabo de mi autoridad… e así no debe V.S. hacer fundamento de semejante cosa, por constar claro ser malicia»[66].

El testigo Luis de Toledo niega «saber cosa alguna de lo contenido en los dichos capítulos, mas de que sabe que todos estaban bien con la dicha Inés Suárez, por amor del gobernador»[67]. Y otro testigo, Gregorio de Castañeda, asegura que ha hablado con ella sobre el asunto y le ha dicho «con muchos juramentos» que ella «en nada de eso se entrometía». A continuación, afirma que «así lo cree, porque tiene a la dicha Inés Suárez por mujer de verdad, e porque el dicho Pero de Valdivia es mui sacudido e mui hombre, e tanto que con ser Alonso de Monroy gran cosa con el dicho Valdivia, no era para hacelle dar cuanto un guante, porque de lo que al dicho Pero de Valdivia le paresce, no es nadie parte para en aquello para mudarle»[68].

b) La mediación de Inés Suárez. Y para confirmar la anterior interpretación, en el capítulo siguiente -el noveno- dicen sus acusadores: «Item, que en el tiempo del repartimiento les decía Inés Suárez a los que tenía por amigos, cuando estuviéremos en la cama el gobernador, mi señor, y yo, entrad a hablalle y yo seré tercera, y así negociaban, y, ´dándole primero de las miserias que en este tiempo alcanzaba en su casa cada uno«[69].

Valdivia niega rotundamente la acusación. Dice: «Yo no tuve noticia de tal cosa, porque si lo supiera, mandara castigar a los unos y a los otros, y es clara malicia, porque a los que dí indios los merecían mui bien»[70].

Luis de Toledo sólo admite que ×Inés Suárez «era mucha parte con el dicho Valdivia e vio cómo la ponían como intercesora en algunos negocios…pero no sabe si los acababa con él»[71]. Y Diego García Villalón dice que «nunca tal sabe ni tal oyó decir, i cree que si algo pasara de lo que dicen, lo supiera, por estar este testigo en casa de Pero de Valdivia»[72].

c) Amistad interesada. Otra prueba de esta misma acusación se aduce en el capítulo décimo: «Item, que decía esta señora (Inés Suárez) muchas veces que quien no le daba nada no era su amigo«[73].

Valdivia contesta en estos términos: «Al deceno digo que no hay que responder ni yo sé tal cosa, sino ques ocasión de tener qué decir»[74].

Los testigos dicen ignorar tales afirmaciones. Según Gregorio de Castañeda, «este testigo no sabe cosa de lo contenido en el dicho capítulo, ántes le paresce que es refrán viejo»[75]. Y Diego García Villalón asegura que, «aunque no sabe nada de lo contenido…cuando este testigo fue con socorro, le dio, por contentallo no sé qué cosillas, al presente no se acuerda qué cosas»[76].

d) Desmedida riqueza de doña Inés. De hecho la compañera del conquistador tiene una gran riqueza en tierras e indios. Así lo afirman sus acusadores en el capítulo 48: «Item, que de tres partes de la tierra, tiene el gobernador las dos, e Inés Suárez y Alderete la otra»[77].

Pedro de Valdivia contesta en un tono especialmente solemne: «Juro a Dios e a la señal de la cruz que, a lo que yo alcanzo y entiendo, en lo poblado de agora, no tendré de mill e quinientos indios arriba, y Alderete tendrá hasta cuatrocientos, e Inés Suárez podrá tener hasta quinientos, y dello podrá V.S. ser informado, que aquí está quien lo ha visitado, e los que he tenido e tengo, bien se creerá que los he menester, para me sustentar». Añade después que para ir a Chile, tuvo que renunciar en Perú al «mejor repartimiento que allí había» y a «una mina riquísima»[78]. Si tenemos en cuenta que, según afirma el propio Valdivia en su defensa, contestando al capítulo 39, «la tierra es tan falta de naturales que por visitación no se hallaron después doce mill indios y parescía haber cacique que no tenía trescientos indios»[79], la aseveración de sus enemigos es manifiestamente exagerada.

Luis de Toledo asegura que «Pero de Valdivia tenía poco más de mill e quinientos indios… e que de lo que más se quejan los soldados es de lo que tiene la dicha doña Inés, la cual, al parescer deste testigo terná más de seiscientos indios» y que «Alderete terná otros tantos»[80]. Gregorio de Castañeda «sabe que, para lo poco que hasta agora hai pacificado, en la tierra tiene muchos indios e que le paresce a este testigo que (Valdivia) tiene dos mill e quinientos indios, e de Alderete, que no sabe que tenga más que otro vecino, e que le paresce que la dicha Inés Suárez terná más de seiscientos indios»[81]. Diego García de Villalón adjudica a Valdivia poco más de 1.500 indios, que merece perfectamente, porque dejó en Perú un repartimiento que renta más de 100.000 pesos, además de que es «mui gran gastador, e gasta lo que tiene con soldados»[82], mientras que a Inés Suárez le calcula hasta 700 indios y a Alderete 400 o 500.

e) Favoritismo en la redistribución de indios. En el capítulo 39 se censura especialmente la codicia de Inés Suárez, que obtiene del gobernador favores desmedidos en tierras e indios. Las contestaciones proporcionan datos inapreciables para conocer la verdadera historia de la ilustre placentina. Por esa razón vamos a tratar el asunto con una mayor amplitud que los restantes cargos.

Se acusa en él a Valdivia de haber quitado a los conquistadores Francisco Núñez y Lope de Landa -recuérdese que este último es uno de los que firman el documento contra el gobernador- los indios que antes les había concedido, «para dárselos a su manceba«, a la que había otorgado anteriormente «gran cantidad de indios«.

Valdivia se extiende mucho más de lo normal en defenderse de este cargo. Refiere que hizo al principio de la conquista un reparto de los indios de las tierras próximas a Santiago. Sin embargo, posteriormente, a petición del cabildo de la ciudad y de los oficiales, hizo una reforma de la anterior distribución, al proceder a la adjudicación de indios de las tierras más alejadas de la ciudad. La modificación era necesaria, porque, a veces, los indios de un cacique pertenecían a tres, y aun hasta cuatro españoles. . Por eso «me pidieron e requirieron por muchas veces que hiciese reformación e remediase los daños que dicho tengo, i a la cabsa la hice, dando los indios en Dios y en mi conciencia a quien me parescía e era más justo dárselos, y luego, el mesmo día que el repartimiento se publicó, hice dar un pregón en la plaza en que referí lo dicho, e que a todos los que se les habían quitado algunos indios, le daría cuatro doblados en lo de adelante diez o veinte leguas». Algunos aceptaron el cambio de buen grado. Pero otros se opusieron a la nueva adjudicación, porque «les parescía que les alcanzaría parte en el pueblo, y después no pudo ser», por lo que «quedaron quejosos, e me concibieron odio». No niega, pues, el hecho. Y seguidamente habla de su amante en términos altamente encomiásticos. Para justificar su conducta, expone los méritos evidentes de su compañera: «I en lo que dicen de Inés Suárez, es que, a pedimento e importunidad delos que en aquella tierra estaban, por las buenas obras que della dicen haber recibido, e porque decían que aquel día que los indios dieron aguazabara a la ciudad, para la dicha Inés Suárez grande ayuda para que no se desamparase, por la dilijencia que había tenido en curar los heridos para que volviesen a la pelea, e después en el ánimo que tuvo en que se matasen los caciques y en ayudar a ello, que fue cabsa principal para que los indios, vistos muertos sus señores, se retrujesen, e que por ser la primera mujer que en aquella tierra había entrado, se le diesen algunos indios para su sustentación, porque sin ellos no podría vivir…a contemplación de todos los indios que yo tenía en mi depósito, le dí un cacique que la alimentase; y los indios que dice en el capítulo que se quitaron a Francisco Núñez fue un principal, sujeto a este cacique, sobre el cual traía pleito el mismo cacique con el dicho Francisco Núñez, e sabido la verdad, él mismo hizo dejación dél e se lo dejó; y en lo de Landa, en la reformación se dio aquel principal que tenía a su cacique, porque era subjeto suyo, e por pleito que con Landa había traído, el alcalde se lo había adjudicado por sentencia»[83]. Como vemos, gracias a esta acusación, tenemos la certeza absoluta de que la historia de la defensa de la ciudad el 11 de septiembre de 1541 no es una invención de Mariño de Lobera, sino que los hechos cuentan con el aval y el testimonio de propios y extraños, de amigos y e enemigos.

Luis de Toledo insiste en los méritos de Inés Suárez, «la primera mujer española que fue en aquella tierra… que ha fecho mucho bien en curar los españoles e apiadallos»…, que se portó heroicamente cuando los indios irrumpieron sobre la ciudad en número de «ocho o nueve mill» cuando Valdivia estaba fuera «con intento de quemar la ciudad y sacar los caciques, y teniendo el dicho aprieto del pueblo, porque ya tenían ganada la plaza del pueblo, la dicha Inés dijo a los que allí estaban que matasen a los caciques, e, no queriéndolos matar, instó tanto en ello que los mataron e los ayudó a matar… por lo que los indios dejaron el combate y se fueron»[84]. Y concluye este capítulo diciendo que gracias a esta gesta, no sólo se vio libre la ciudad, sino que a partir de entonces hubo paz, lo cual no hubiera sido posible estando libres los caciques, pues eran «hombres belicosos en quien los otros indios tenían mucha confianza».

Gregorio de Castañeda insiste en alabar a Inés Suárez, «mujer honrada, e es la primera española que ha ido a aquella tierra, e que es mui caritativa, e a todos quiere como si fuesen sus hijos, e cura desconcertaduras e otras cosas, e en el cerco del pueblo ha oído decir este testigo que fue mui animosa e que hizo matar los caciques… e ansí la dicha Inés Suárez, después de venido Pero de Valdivia con todos los buenos del pueblo, hizo una probanza de sus méritos»[85].

Diego García Villalón repite que la reformación se hizo a petición del cabildo de la ciudad. Con relación a Inés Suárez, insiste en afirmar que «es la primera española que fue a Chile, é era mui bien quista, cuando este testigo de allá partió, de todos, porque hacía por todos, e cuando sabía que algún soldado tenía necesidad de algo, se lo enviaba»… Luego, refiriéndose a la defensa de la ciudad, dice que «casi no quedó español que no quedase herido; e la dicha Inés Suárez los curaba, rompiendo las mangas de la camisa, e viendo que la causa de poner en tanto estrecho la ciudad eran los caciques, aconsejó que los matasen»[86].

La tercera, última y más grave, de las acusaciones que en su proceso se formula contra Pedro de Valdivia -y, de rechazo, contra Inés Suárez- es, sin duda, la de escándalo público, por vivir ambos en notorio amancebamiento.

El capítulo once de los cargos, presentados contra Valdivia por sus enemigos, está redactado en los siguientes términos: «Item, que todo el tiempo que está en Chile, y desque salió del Cuzco, que há más de ocho años, está amancebado con esta mujer (Inés Suárez), y duermen en una cama y comen en un plato, y se convidan públicamente a beber a la flamenca, diciendo: yo bebo a vos: e manda a las justicias como el mismo gobernador, y los cabildos comunican antes lo que han de hacer, y después, lo hecho, porque siempre hace Valdivia, el gobernador, el cabildo de sus criados y amigos»[87].

El conquistador trata de justificarse, quizá sin mucha convicción, negando los hechos. Copiamos íntegra y literalmente su respuesta: «Al onceno digo que, en lo que toca a Inés Suárez, cuando yo fuí a aquella tierra, fué allá con licencia del marqués -se refiere a Francisco Pizarro- e yo la recojí en mi casa para servirme della, por ser mujer honrada, para que tuviese cargo de mi servicio e limpieza, e para mis enfermedades, e así en mi solar tenía aposento aparte; e cuanto al comer juntos, es al contrario de la verdad, si no fuese algún día de regocijo que el pueblo hiciese, que, a ruego de algunos, saldría a comer con los vecinos que en aquel pueblo había, porques mujer mui socorrida, que los visitaba y curaba en sus enfermedades; e por las buenas obras que della han recibido, vía que era mui amada de todos; y en lo demás que el capítulo dice de las justicias y cabildo, ella ni otra persona ninguna no es parte, porque la elección de los alcaldes y rejidores que se hace, se hace por votos, como se acostumbra en otras partes; y de los que me traían señalados, elejía los me parescían más idóneos e sabios, e V.S. no debe mandar dar crédito a ninguna cosa de las que me ponen en el capítulo contenidas»[88].

Luis de Toledo -hombre de toda confianza de Valdivia- admite abiertamente los hechos. «Al onceno capítulo de los dichos interrogatorios, dijo que el tiempo contenido en el dicho capítulo tiene el dicho Pero de Valdivia a la dicha Inés Suárez, e que los ha visto comer e dormir muchas veces juntos, e ha visto lo contenido en el dicho capítulo en algunos convites de los regocijos, y, en lo que toca cerca de los cabildos, dijo que no sabe nada»[89]. No cabe mayor imparcialidad. Lo que valora la sinceridad y honradez de su testimonio.

Gregorio de Castañeda -también amigo de Valdivia, hasta el extremo de que (junto con Luis de Toledo), una vez concluido el proceso, regresó desde Perú a Chile con el gobernador- repite casi idénticas afirmaciones. «A los once capítulos de los dichos interrogatorios, e siéndole leídos, dijo que sabe este testigo que es verdad que siempre la ha tenido en su casa, e muchas veces en una cama, e, otras veces, a comer a una mesa, e ha visto que la trata como a mujer que quiere bien, e es verdad que en algunos convites se convidaban como otros que allí estaban; e que no sabe más cerca de lo contenido en el dicho capítulo, mas de que se sabe que el dicho Pero de Valdivia hacía de los cabildos aquellos que tiene por más amigos»[90].

Diego García de Villalón trata de dañar lo menos posible al gobernador con su testimonio, aunque reconoce la verdad de fondo: «A los once capítulos… dijo que es verdad que este testigo vio cómo continuamente la dicha Inés Suárez comía aparte, e no con el dicho Pero de Valdivia, sino era en algunos regocijos, como era el día de Nuestra Señora, e Santiago, e día e Sant Pedro porque el dicho Pero de Valdivia , por entretener la jente y alegralla, procuraba muchas veces regocijos, e, a ruego de la jente, comía la dicha Inés con el dicho Pero de Valdivia e los demás, porque la dicha Inés era mujer mui socorrida, e que hace por todos , e, fuera de la conversación que con el dicho Pero de Valdivia tiene, es mujer honrada y de quien nunca se sintió otra cosa»[91]. Como se ve, hay un «pero» en la honradez de Inés Suárez: la «conversación» -es un buen eufemismo- con Valdivia.

Finalmente, Diego García de Cáceres rechaza el amancebamiento habitual, pero no niega la convivencia ocasional del conquistador de Chile con Inés Suárez. «Dijo que este testigo vido que la dicha Inés Suárez fue desta tierra en compañía del dicho Pero de Valdivia, la cual tenía su cama aparte, e este testigo los vio a entrambos en una cama, y comer en regocijo junto con otros muchos del pueblo, pero no ordinariamente, porque ella tenía su servicio apartado onde le hacían de comer e comían, e que nunca este testigo ha oído decir que las justicias y cabildos hiciesen lo que ella les mandase, ántes este testigo tiene a la dicha Inés Suárez por mujer cuerda e caritativa, porque durante el tiempo que este testigo la conoce le ha visto hacer mucho bien a españoles e curallos en enfermedades e darles de lo que ella tenía, e algunos, a quienes ella hizo bien, están en esta ciudad (Lima), a la cual ha visto ansí mesmo fundar ermitas en la dicha provincia de Chile, e adornar los altares dellas de lo que allí tenía, e este testigo nunca ha visto ni conocido que tuviese ningún criado del dicho Pero de Valdivia cargo de justicia, si no fuesen Jerónimo de Alderete, que era rejidor, e Rodrigo Daraya, que fue alcalde»[92]. El testigo, como se ha visto, se deshace en elogios de Inés Suárez, a la que califica de honrada, caritativa, e incluso piadosa.

La sentencia -firmada por La Gasca el 19 de noviembre de 1548- absuelve a Valdivia de los otros cargos que se le hacen. Pero en cuanto a la acusación de concubinato, no se condena abiertamente al gobernador, pero tampoco se admite su inocencia. Más bien, del texto se deduce una culpabilidad implícita. O, por lo menos se le recomienda que no dé ocasión a que se pueda pensar mal de su conducta. Que, como la mujer del César, no sólo debe ser honrado, sino que tiene que parecerlo. Se le manda, pues, «que no converse inhonestamente con Inés Suárez, ni viva con ella en una casa, ni entre ni esté con ella en lugar sospechoso, sino que en esto, de aquí adelante, de tal manera se haya, que cese toda siniestra sospecha de que entre ellos haya carnal participación, e que dentro de seis meses primeros siguientes después que llegase a la ciudad de Santiago de las provincias de Chile, la case o envíe a estas provincias del Perú, para que en ellas viva , o se vaya a España o a otras partes donde ella más quisiere». Así mismo, se le quitaban los indios que Valdivia le había concedido, los cuales deberían repartirse entre los demás conquistadores[93].

En cumplimiento de esta sentencia -como dejamos indicado-, Inés Suárez contrajo matrimonio con un prestigioso soldado, Rodrigo de Quiroga, luego alcalde y regidor de Santiago y gobernador de Chile, por lo que conservó las tierras e indios que Valdivia le había dado en las reparticiones.

CONCLUSIONES

Ya indicamos en la introducción a este trabajo que el personaje de Inés Suárez ha tenido un tratamiento escaso entre los historiadores. De ahí que su real personalidad sea desconocida por el vulgo. En Chile todos saben que fue la compañera de Valdivia y la defensora de la ciudad de Santiago en los primeros meses de su fundación. En Plasencia, su patria, son muy pocos los que conocen más detalles de su vida. Es posible que, incluso los alumnos del Colegio Público «Inés Suárez» -el único recuerdo de la ilustre placentina en su ciudad natal- apenas tengan más noticias de su egregia paisana.

Por eso creemos muy interesante el estudio del proceso de Pedro de Valdivia, donde aparecen, aunque sea tangencialmente, las cualidades y defectos de aquella placentina memorable.

Fue -no cabe la menor duda- una mujer valiente. Porque hacía falta un valor nada común para cruzar el océano -ya fuese sola, o junto a su marido- en busca de su amor o de una posible fortuna. Lo fue también -no importan los móviles- para alistarse junto a unos 150 rudos guerreros en la expedición a Chile de Valdivia. Máxime cuando en una anterior empresa un hombre, de la talla de Almagro, había cosechado el fracaso más estrepitoso. Lo otro, la heroica defensa de la ciudad de Santiago aquel memorable 11 de septiembre de 1541, que con tanta viveza describe Mariño de Lobera, es una anécdota relevante, una manifestación espléndida de su temple casi varonil.

Fue una mujer ambiciosa, nada conformista. Por eso hizo las Américas. Por eso, para no perder los indios y las encomiendas que había recibido, tras la sentencia de La Gasca, prefirió quedarse en Chile y contraer matrimonio con Rodrigo de Quiroga. Los favores y las tierras que recibió de Valdivia no fueron arbitrarias e interesadas concesiones del conquistador extremeño, sino premio a sus merecimientos personales durante la conquista y primera colonización de Chile. Y, desde luego, no parece que abusó de las circunstancias, que le eran propicias, para enriquecerse. Debemos destacar también que su ambición fue no sólo de dinero, sino de cultura y de posición social. Salida, a lo que parece, de un ambiente humilde e ignorante, en plena edad adulta, se sacudió el analfabetismo y aprendió a leer y a escribir, teniendo por maestro al clérigo Rodrigo González Marmolejo, futuro primer obispo de Santiago. En el orden social, escaló los más altos puestos, pasando de ser una desconocida a una mujer influyente y rica en tiempos de Valdivia, convirtiéndose más tarde en la primera dama de la colonia, como esposa del gobernador Quiroga.

Fue una mujer marcada por el amor, fiel a sus tres amores. El de su primer esposo la llevó a América; el de Valdivia la empujó hacia Chile, y el de su segundo marido la impulsó a permanecer en aquellas tierras hasta su muerte. Nadie la considera mujer fácil o frívola, hasta el punto de que, pese a su vida irregular de convivencia con el conquistador chileno, en una sociedad tan puritana como la del siglo XVI, gozaba de gran aprecio entre los soldados y convecinos.

La influencia sobre su amante es tan indudable como normal. Creemos que no fue mayor que la que tendría cualquier mujer sobre el compañero, con el que convive.

Su altruismo y generosidad para con la tropa queda también en evidencia. Quienes la conocieron y trataron se deshacen en elogios de ella. Era -dicen- mujer «mui socorrida». Recordemos las palabras ya citadas de Gregorio de Castañeda: Era «mujer honrada, e es la primera española que ha ido a aquella tierra, e que es mui caritativa, e a todos quiere como si fuesen sus hijos, e cura desconcertaduras e otras cosas».

También en el proceso se pone de manifiesto su profunda religiosidad, que, aunque a alguien pueda parecerle extraño, porque contrasta con su conducta moralmente escandalosa, sin embargo deja entrever hondas convicciones de fe. Su «gran cristiandad» desembocaría más tarde, una vez regularizada su situación mediante su segundo matrimonio, en la construcción de iglesias, fundaciones pías y obras de caridad.

Estas conclusiones quedan avaladas por la citada sentencia de Pedro de La Gasca. En ella parece considerarse censurable la conducta de Inés Suárez, puesto que se prescribe a Valdivia que, además de casarla o enviarla a Perú o a España, le quite los indios que le había concedido y los reparta entre los conquistadores. Esta parte de la sentencia no se cumplió, quizá, porque, tanto el gobernador como los soldados pensaban que Inés Suárez se había ganado sobradamente, por méritos propios, las encomiendas que se le habían confiado. O quizá, porque interpretaron que esta decisión de La Gasca sólo tendría valor en el caso de que doña Inés abandonase las tierras chilenas.

De cualquier forma, el juicio definitivo sobre la heroica placentina, corresponde, desde el punto de vista puramente humano, al benévolo y atento lector.


NOTAS:

[1] Cf. BARROS ARANA, DIEGO: «Inés Suárez i doña María de Gaete», en Obras completas, t. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1909, p.367.

[2] Es muy frecuente llamar a esta ilustre placentina «Inés de Suárez», introduciendo la preposición «de» entre el nombre y el apellido. Sin embargo, un prestigioso historiador chileno, Thayer Ojeda, ya en 1950 escribía: «Existe el error muy generalizado de llamar a Doña Inés Suárez, Inés de Suárez. Conviene señalar que el patronímico no admite el «de», y que ningún documento de la época, ni ella misma, se firmaba con «de» (THAYER OJEDA, THOMAS: Valdivia y sus compañeros, Santiago de Chile 1950, p. 31, n. 2).

Sin embargo, en el rótulo del parque que Santiago de Chile tiene dedicado a nuestra famosa placentina se puede leer: «PARQUE INÉS DE SUÁREZ», en caracteres vacíos sobre metal. Igualmente, sobre el muro exterior de la casa aneja a la iglesia de Monserrat, en la misma población chilena, hay una placa de mármol, que, con grandes caracteres, dice: «SANTUARIO DE MONSERRAT. CONSTRUIDO POR DOÑA INÉS DE SUÁREZ EL AÑO 1545 Y REEDIFICADO EN ESTE LUGAR EN EL AÑO 1835» (Actualmente «La Viñita»).

[3] Así la llama la inscripción grabada sobre su tumba. Al entrar en la iglesia de Nª Sª de la Merced, en Santiago de Chile, a mano derecha, en la parte interior del muro de la fachada principal, hay una pequeña lápida funeraria con la inscripción siguiente: «AQUÍ REPOSAN LOS RESTOS DEL GOBERNADOR DEL REINO DE CHILE, CAPITÁN GENERAL DON RODRIGO DE QUIROGA – 1512-1580 – Y DE INÉS SUÁREZ DE QUIROGA – 1507-1578 – PRIMERA MUJER ESPAÑOLA VENIDA A SANTIAGO Y HEROINA DE LA DEFENSA DE LA CIUDAD EN 1541.- STGO. 5 – XI – 1982.- INSTITUTO HISTÓRICO DE CHILE».

[4] MARIÑO DE LOBERA, PEDRO: Crónica del Reino de Chile, escrita por el capitán D. Pedro Mariño de Lobera, dirigida al Excelentísimo Sr. D. García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, Vicerrey y Capitán General de los reinos del Perú y Chile, reducido a nuevo método y estilo por el Padre Bartolomé de Escobar, de la Compañía de Jesus. Ed.: Crónicas del Reino de Chile, Edición y estudio preliminar de Francisco Esteve Barba, Madrid, Ediciones Atlas, Biblioteca de Autores Españoles, 1960, pp. 225-562.

El capitán Pedro Mariño de Lobera escribió la crónica del reino de Chile. Pero Lobera era un soldado y no tenía la preparación literaria suficiente para publicar su obra, por lo que entregó el manuscrito al P. Bartolomé de Escobar, S.J., quien retocó -«escribió de nuevo», según las propias palabras del jesuita- la obra original del compañero de Valdivia. Escobar dedicó este nuevo trabajo a don García Hurtado de Mendoza, a quien se lo entregó después de la muerte de Mariño de Lobera, ocurrida en 1594. Cf. ORELLANA RODRÍGUEZ, MARIO: La Crónica de Gerónimo de Bibar y la conquista de Chile, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1988, p. 60.

[5] Véase ESTEVE BARBA, FRANCISCO: Estudio preliminar a Crónicas del reino de Chile, Madrid, Ediciones Atlas, Biblioteca de Autores Españoles, tomo CXXXI, 1960, p. XXX-XXXI.

[6] Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año de 1575, compuesta por el capitán Alonso de Góngora Marmolejo. Ed.: Crónicas del Reino de Chile, Edición y estudio preliminar de Francisco Esteve Barba, Madrid, Ediciones Atlas, Biblioteca de Autores Españoles, 1960, pp. 75-224.

[7] Cfr. ORELLANA RODRÍGUEZ, MARIO: o. c. p. 31.

[8] Véase, por ejemplo, GERÓNIMO DE VIVAR: Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile, Introducción, selección y versión actualizada de Sonia Pinto Villarejos, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1987.

[9] Cfr. PUMAR MARTÍNEZ, CARMEN: Españolas en Indias. Mujeres-soldad, adelantadas y gobernadoras, Madrid, Anaya, Biblioteca Iberoamericana, 1988, p.79.

[10] Orellana Rodríguez sostiene la existencia de un poso derivado de su formación conventual: «En relación a su educación conventual parece innecesario esforzarse en probarla, puesto que ella era bastante común en España. De todos modos podríamos argumentar que varios temas tratados en la crónica, y también en otras del siglo XVI, reflejarían esta educación. Así, por ejemplo, Bibar tiene especial interés en enfatizar el valor evangélico del primer poblamiento español (véase suProemio) y en referirse a la historia de la Iglesia en la gobernación de Chile (cap. CXLI)» (ORELLANA RODRÍGUEZ, MARIO: o. c. p. 29).

[11] La primera fue publicada por Alejandro Vicuña, en 1941, en Santiago de Chile, con motivo del centenario de la fundación de la ciudad. Se titula Inés de Suárez y tiene 228 páginas. La obra gira en torno a los amores entre la protagonista y Pedro de Valdivia. Aunque incluye algunas citas documentales, tanto por la forma literaria, como por el contenido, no se puede decir que sea un trabajo con rigor histórico.

La segunda novela sobre el mismo tema se titula Inés de Suárez, la Condoresa. Su autora es Josefina Cruz y se publicó también en Santiago de Chile en 1974. En sus 242 páginas la escritora novela los principales acontecimientos históricos que encuadran el romance amoroso de Pedro de Valdivia y la heroína extremeña.

[12] BARROS ARANA, DIEGO: «Inés Suárez i doña María de Gaete», en Obras completas, t. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1909, pp. 367-391.

[13] OPAZO MATURANA, GUSTAVO: «Inés Suárez», El Mercurio, (12-II-1941) pp. 92-94.

[14] PUMAR MARTÍNEZ, CARMEN: Españolas en Indias. Mujeres-soldad, adelantadas y gobernadoras, Madrid, Anaya, Biblioteca Iberoamericana, 1988, pp.78-84.

[15] Cfr. MARIÑO DE LOBERA, PEDRO: Crónica del Reino de Chile…, p. 250.

[16] BARROS ARANA, D.: o. c., p. 368. El autor menciona dos villas o aldeas que se llaman Placencia, una en Guipúzcoa y otra en Vizcaya, y tres Plasencias, dos en Aragón y la tercera en «Estremadura», que es la más importante de todas, donde vio su primera luz nuestra protagonista.

Con motivo del cuarto centenario de la fundación de la ciudad de Santiago de Chile, el diario El Mercurio publicó el 12 de febrero de 1941 un número extraordinario, en el que se incluyen numerosos artículos sobre los protagonistas de la importante efemérides. Entre ellos, merece citarse el de Gustavo Opazo Maturana titulado «Inés Suárez», en el que podemos leer: «En la villa de Placencia, de Estremadura, de hidalga familia, nacía en el año 1507 doña Inés Suárez» (o.c., p. 92). Por cierto que habla de la villa de Plasencia, cuando esta población nació ya como ciudad desde su fundación por Alfonso VIII, y no fue nunca villa.

[17] Ver nota 3.

[18] OPAZO MATURANA, GUSTAVO: «Inés Suárez», El Mercurio, (12-II-1941) p. 92.

[19] BARROS ARANA, D.: o.c. p. 368.

[20] Cf. OPAZO MATURANA: o.c., p. 92.

[21] Cfr. BERMÚDEZ PLATA, CRISTÓBAL: Catálogo de pasajeros a Indias durante los siglos XVI, XVII y XVIII, v. II (1535-1538), Sevilla, Imprenta editorial de la Gavida, 1942, p. 201, n. 3369, año 1537.

[22] OPAZO MATURANA: o.c., p. 92.

[23] Cfr. MARIÑO DE LOBERA, o.c., p. 250.

[24] Cf. ALONSO DE GÓNGORA MARMOLEJO: Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año de 1575, compuesta por el capitán Alonso de Góngora Marmolejo. Ed.: Crónicas del Reino de Chile, Edición y estudio preliminar de Francisco Esteve Barba, Madrid, Ediciones Atlas, Biblioteca de Autores Españoles, T. CXXXI, 1960, p. 82. El capitán Alonso de Góngora Marmolejo acompañó a Valdivia en la conquista de Chile, por lo que su relato merece la mayor credibilidad. Su manuscrito, dedicado a Juan de Ovando, durmió durante dos siglos en la biblioteca del monasterio de Monserrat en Madrid y fue publicado en 1850.

[25] En el Proceso de Valdivia, el propio acusado se defiende del cargo de amancebamiento con Inés Suárez, que se le imputa (Cfr. BARROS ARANA, D.:Proceso de Pedro de Valdivia, en Obras completas, t. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1909, p. 53-54).

[26] Cf. BARROS ARANA, D.: Los socios de Pedro de Valdivia: Francisco Martínez i Pedro Sancho de Hoz, en Obras completast. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile 1909, p. 327.

[27] Cfr. O.c., p. 249.

[28] D. BARROS ARANA, «Los socios de Pedro de Valdivia: Francisco Martínez i Pedro Sánchez de Hoz» en Obras completas, VII, Santiago 1909, p. 327-329.

[29] MARIÑO DE LOBERA: o.c. p. 250.

[30] «Púsole por nombre Santiago, tomándolo como abogado como a patrón d´España», escribe un cronista contemporáneo (GÓNGORA MARMOLEJO: o.c., p. 83).

[31] Cf. DIEGO DE ROSALES: Historia general del reino de Chile, Flandes indiano, Segunda edición íntegramente revisada pr Mario Góngora, t. I, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1989, p. 349.

[32] Cfr. MARIÑO DE LOBERA: o.c., p. 264-265.

[33] La encomienda de Apoquindo le fue concedida a doña Inés el 20 de Enero de 1544, y la de Melipilla el 11 de Junio de 1546 (Cf. OPAZO MATURANA: o.c, p. 94).

[34] BARROS ARANA, D.: Proceso de Pedro de Valdivia, en Obras completas, t. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1909, pp. 1-142.

[35] Íbid., p. 138.

[36] Íbidem.

[37] Cf. «Quiroga, Rodrigo de», en FUENTES, J. y otros: Diccionario Histórico de Chile, Santiago, Zig-Zag, 1965, pp. 490-491; y TORECHIO, DONATO: Diccionario histórico y biográfico de Chile, Barcelona, Ediciones Mateu, s.a., p. 147.

[38] Cfr. BARROS ARANA, D.: «Inés Suárez i doña María de Gaete», en Obras completas, t. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1909, p. 373, nota 5.

[39] En una lápida de mármol, colocada al lado de la vivienda que está unida a la ermita, podemos actualmente leer: «Santuario de Monserrat. Construido por doña Inés de Suárez el año de 1545. Y reedificado en este lugar en el año 1835» (Actualmente, La Viñita).

[40] VICUÑA, ALEJANDRO: Inés de Suárez, Santiago de Chile, Editorial Nascimiento, 1941, p. 218, nota 6.

[41] Cf. Íbid. Los religiosos agraciados con la donación de la ermita de Nuestra Señora de Monserrat fueron los PP. Dominicos, no los Mercedarios, como afirma Opazo Maturana en su artículo de El Mercurio.

[42] G. OPAZO MATURANA, art. cit. de El Mercurio, p. 94.

[43] Íbid., p. 94.

[44] Cf. BARROS ARANA, D.: Proceso de Pedro de Valdivia, en Obras completas, t. VII, Estudios históricos, Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1909, pp. 1-25.

[45] Había nacido en Navaregadilla, junto a Barco de Ávila, y era clérigo y Maestro en Teología por la Universidad de Alcalá. Fue enviado por el emperador Carlos V a Perú en 1545, para pacificar aquellos reinos frente a la rebelión de Gonzalo Pizarro. Para ello recibió amplísimos poderes, que conservó hasta 1550. Más tarde regresó a la Península Ibérica, donde fue nombrado obispo de Palencia y luego de Sigüenza. Cf. FRANCISCO LÓPEZ DE GÓMARA: Historia General de las Indias, I, Hispania victrix, Barcelona, Edicones Orbis, 1985, p. 253.

[46] Cfr. BARROS ARANA: o. c. p. 9.

[47] Íbid. p. 10.

[48] Íb. p. 13.

[49] Íb. p. 17.

[50] Íb. p. 17.

[51] Íb. p. 27.

[52] Íb. p. 50.

[53] Íb. p. 71.

[54] Íb. p. 51.

[55] Íb. p. 72.

[56] Íb. p. 36-37. Destacamos en estas líneas el interés demostrado por Inés Suárez por formarse y aprender a leer y escribir. Su maestro, el clérigo Rodrigo González Marmolejo sería el futuro primer obispo de Santiago (Cf. BARROS ARANA, D.: «Inés Suárez…p. 370).

[57] Íb. p. 66.

[58] Íb. p. 35

[59] Íb. p. 62-63.

[60] Íb. p. 82.

[61] Íb. p. 36.

[62] Íb. p. 65.

[63] Íb. p. 83-84.

[64] Íb. p. 97.

[65] Íb. p. 29.

[66] Íb. p. 53.

[67] Íb. p. 74.

[68] Íb. p. 89.

[69] Íb. p. 29.

[70] Íb. p. 53.

[71] Íb. p. 74-75.

[72] Íb. p. 103.

[73] Íb. p. 29.

[74] Íb. p. 53.

[75] Íb. p. 89.

[76] Íb. p. 103.

[77] Íb. p. 36.

[78] Íb. p. 65.

[79] Íb. p. 61.

[80] Íb. p. 84.

[81] Íb. p. 97.

[82] Íb. p. 112-113.

[83] Íb. p. 61-62.

[84] Íb. p. 81-82.

[85] Íb. p. 95.

[86] Íb. p. 110.

[87] Íb. p. 29.

[88] Íb. p. 53-54.

[89] Íb. p. 75.

[90] Íb. p. 89.

[91] Íb. p. 103.

[92] Íb. p. 119.

[93] Íb. p. 138-139.

El contenido de las páginas de esta web está protegido.