Oct 292018
 

Marciano Martín Manuel.

A rebufo del filojudaísmo que emanaba en los círculos progresistas españoles como consecuencia del descubrimiento en el norte de Marruecos, en 1860, de una comunidad sefardita descendiente de los expulsados de España y de la campaña de sensibilización del senador Ángel Pulido en 1904, los hombres de letras extremeños mostraron interés por la temática judaica, sin desprenderse de los prejuicios xenófobos, los mitos antijudíos y las fantasías románticas que fertilizaban el imaginario judío. Las narrativas de los literatos regionales con una sólida formación cultural no estuvieron exentas del lastre de la cultura antijudía de transmisión oral, como el apólogo del judío errante en Juan de Padilla (1855–1856), de Vicente Barrantes; el judío deicida y traidor en La pedrada, de Gabriel y Galán; el judío nigromante de Jarilla (1873), de Carolina Coronado; el judío embaucador de Supersticiones extremeñas (1902), de Publio Hurtado, cuyo «engreimiento y osadía, haciendo rebosar la copa, ocasionaron grandes trastornos y dieron lugar a que los Reyes Católicos estableciesen un Tribunal Inquisitorial, en Guadalupe, para perseguir a la herética pravedad muy extendida en aquella comarca»[1]; y las narraciones teosóficas cabalísticas de Mario Roso de Luna (1923–1925), herederas de los resabios literarios del romanticismo español[2].

En la historia regional emergió el canónigo Eugenio Escobar Prieto (Herrín de Campos, Valladolid, 1843–Plasencia, 1917) con el ensayo «Los judíos en Guadalupe y otros pueblos de Extremadura». Un repertorio de noticias espigadas aleatoriamente en la archivística y la bibliografía publicado por entregas en la revista El Monasterio de Guadalupe desde el 1 de agosto de 1916 al 1 de marzo de 1917, el año de su deceso[3].

El canónigo había compuesto su trabajo con el ánimo decidido de ofrecer datos fidedignos de la historia de las comunidades judías extremeñas que contribuyeran a solventar la ausencia de noticias en el concierto historiográfico nacional, y con «la esperanza de que sirvan a otros de estímulo para escribir con más acierto este capítulo de la historia regional»[4]. Pero, especialmente, lo había escrito para justificar, desde la perspectiva ideológica del integrismo católico, «el convencimiento de la justicia, con que en esta ocasión, como en tantas otras, procedieron la Iglesia y el Estado» con la expulsión de los judíos y el castigo ejemplar de los cristianos nuevos judaizantes de Guadalupe: el tema cardinal de su tesis.

                                                                       Fig 1. D. Eugenio Escolar Prieto

España atravesaba una grave crisis política que había dado pie a la creación de las Juntas de Defensas Militares. En los ambientes progresistas se habían alzado voces de protestas contra la actuación de los Reyes Católicos y la Inquisición, cuyas manifestaciones criticó el canónigo. «Estudiados a la luz de aquellos sucesos los Reyes Católicos, la Inquisición y los Monjes de Guadalupe, se admiran la fe ardiente y acendrado patriotismo, de que todos ellos estaban animados, y los más recelosos se convencerán de la necesidad urgente de castigar a los pérfidos e ingratos judíos con la expulsión del territorio español», concluyó el historiador[5]. Su discursiva histórica rasaba con la mirada xenófoba de Publio Hurtado.

El deán de Plasencia incidió en los tópicos maniqueos de la tradición literaria del adversus judaicus, en la línea de sus contemporáneos, con las adjetivaciones negativas de la conducta depravada, la perfidia judía, las traiciones y las prácticas supersticiosas de la raza deicida, amén de otras caracterizaciones fisiológicas peyorativas. Para el canónigo, el pueblo de Jacob no albergó el más mínimo sentimiento afectivo con la comunidad cristiana extremeña, salvo aquellos judíos de buen corazón que habían apostatado voluntariamente de la fe de Moisés y habían abrazado con sinceridad la fe verdadera de Cristo, asimilándose plenamente en el seno de la iglesia católica, como los conversos Gonzalo García de Santa María, que asumió la prelacía de la diócesis de Plasencia (1424–1448), y Francisco I de Toledo, que rigió el episcopado de Coria (1475–1479).

El deán de Plasencia reservó la última parte de su ensayística para exponer de manera lacónica los problemas que arrostraron los frailes cristianos nuevos judaizantes del monasterio de Guadalupe con la Inquisición extremeña en 1485, contemplado a la luz de nuevas referencias documentales, con las que trataba de rectificar las inexactitudes históricas y, de paso, arremeter contra las críticas aceradas de los detractores de la iglesia católica.

LOS JUDÍOS EN LA ÉPOCA ROMANA

En la sección «Antecedentes históricos de los judíos de Extremadura», el autor abordó el tema de la llegada de los judíos a Hispania, que vinculó con la destrucción por Nabucodonosor del primer templo de Jerusalén, en el año 340 antes de Cristo (errata por 587 a. C.). La quimera de la antigüedad de los judíos españoles había sido difundida por la tradición judía, recogida por el poeta Mosé ibn Ezra (1055–1135)[6] y por el cronista Salomón ibn Verga (siglos XV–XVI)[7], de donde saltó a las fuentes cristianas, Refundición de la crónica de 1344, a mediados del siglo XV. Posiblemente, recaló en la historiografía extremeña a través de los autores cristianos del Renacimiento y del Barroco. Del obispo fray Prudencio de Sandoval (1615)[8], el deán de Plasencia recogió la ficción que presentaba a los «rabinos de Toledo» pronunciándose en contra de la condena a muerte de Jesucristo en tiempo de Poncio Pilatos. Al hilo de la crónica, el canónigo refirió que cuando Alfonso VI conquistó la taifa musulmana de Toledo, los judíos presentaron al soberano de Castilla dos cartas escritas en hebreo y en árabe, que les habían enviado los judíos de la sinagoga de Jerusalén pidiéndoles su parecer sobre la sentencia de muerte de Jesucristo. Con estas misivas, los judíos de la taifa toledana, y por extensión todos los judíos de Sefarad, quedaban exonerados de su participación en el deicidio porque residían en la península ibérica.

Sobre este hecho en particular, fray Prudencio de Sandoval notificó: «Escribiéronse en hebreo, y mandólas traducir en arábigo Galifre Rey de Toledo, y en latin y romance el Rey Don Alonso, como se halláron y conserváron en el archivo de la ciudad, hasta el año 1494». E. Escobar Prieto reseñó: «los judíos allí residentes justificaron dicho extremo, y los documentos de prueba parece que se conservaban todavía en aquella capital en 1494».

El jesuita Juan de Mariana, en Historia General de España, otro de los textos consultados por E. Escobar Prieto, había anunciado la deportación de familias judías jerosolimitanas a Extremadura, concretamente, a la capital de la Lusitania romana en tiempo de los emperadores Vespasiano y Tito[9]: «Grande fue el numero de los Judios cautivos: parte dellos enviados a España hicieron su asiento en la ciudad de Merida». Sin embargo, el canónigo no hizo eco de esta noticia.

Del Compendio Historial (1571), de Esteban de Garibay[10], espigó la repoblación de Granada por una colonia de judíos desterrados por el emperador Adriano en el año 137, que Garibay había leído en «la Crónica del moro Rasis», de Ahmad ibn Muhammad al–Razi (888–955). Sorprende que el deán de Plasencia no citara la segunda llegada de los judíos a la capital de la Lusitania romana en el siglo II, como había anunciado Garibay en el mismo folio que hablaba del suceso de Granada. Quizá la precipitación con la que manejaba los textos no le hizo reparar en la noticia.

MISCELÁNEAS HISPANOVISIGODAS Y MEDIEVALES

La base documental para elaborar la historia de las comunidades judías en la época hispanovisigoda se hallaba principalmente en el corpus legislativo, que marcó la línea de actuación política y religiosa del Estado y de la Iglesia goda arriana y católica, con su dilatado programa de persecuciones, conversiones forzadas y exilio. Pero hubo otras fuentes eclesiásticas, como la carta IX que Gregorio Magno (590–604) dirigió a Recaredo, en la que ensalzó su pundonor por no haber aceptado el soborno de los judíos de Toledo (30.000 sueldos) para que extendiese su protección jurídica a las comunidades judías, trasladada por E. Escobar Prieto. Algunos historiadores han entendido la actitud del pontífice como una medida preventiva de la iglesia para atajar conflictos interreligiosos. Para otros, Gregorio Magno trató de conciliar en su discursiva teológica la flexibilidad política con la intransigencia religiosa.

En el último tercio del siglo XIX, el panorama historiográfico nacional abrió nuevas rutas de investigación, merced a los trabajos de J. Amador de los Ríos, Estudios históricos, políticos y literarios sobre los judíos en España (Madrid 1848) y la Historia de los Judíos de España y Portugal (Madrid 1875–1876), a los que recurrió E. Escobar Prieto en función de sus intereses doctrinarios.

Sobre la historia de los judíos de Extremadura en el siglo XI, E. Escobar Prieto tenía conocimiento de la conquista de la taifa de Toledo por Alfonso VI, en 1085, y de la rebelión de los almorávides contra el emperador que les hizo frente en las cercanías de Badajoz, en Azagala: «Iban en sus haces hasta cuarenta mil hebreos», espigó de la Historia de los judíos, de J. Amador de los Ríos[11]. Empero, el deán de Plasencia aventuró una hipótesis de trabajo: «es de presumir que muchos de ellos fueran reclutados en Extremadura. También los hubo, y en gran número, en el campo enemigo»[12]. En realidad, E. Escobar Prieto no había mencionado un solo dato histórico de los asentamientos judíos en Extremadura, como tampoco había citado un solo nombre judío que atestiguara su morada en la región.

En la bibliografía de los cronistas religiosos y en la archivística eclesiástica de los siglos XII y XIII, las dos fuentes que utilizó para redactar la historia medieval de los judíos, tampoco halló una sola noticia de los judíos extremeños. Era evidente que en las desavenencias políticas entre los soberanos de Castilla y León «hallaron los judíos terreno abonado para sus bajas empresas, aunque las crónicas guardan silencio sobre el particular», glosó E. Escobar Prieto con su mirada perspicaz para detectar la proverbial astucia del pueblo judío con los negocios. La influencia lesiva del judío imaginario le jugó malas pasadas. De los Anales Toledanos tomó prestada la fábula del infante Sancho Fernández, hermano de Fernando III, que acaudilló un ejército de más de cuarenta mil soldados judíos y cristianos en el estío de 1220, con la misión de realizar una incursión militar en Marruecos, a los que pagaría una cuantiosa suma de dinero. Pero el infante Sancho Fernández se desvió de la ruta prevista, pobló el castillo de Cañamero, un plantígrado acabó con su vida, luego vino un rey moro, apresó a los soldados y mandó descabezarles.

Las referencias a los falsos cronicones de los autores cristianos, a los que E. Escobar Prieto confirió crédito histórico, lastraron su trabajo de investigación. Al canónigo hay que reconocerle el mérito de haber exhumado noticias inéditas de los judíos trujillanos en el siglo XIII procedentes del archivo del monasterio de Guadalupe[13], como la venta de la tercera parte de la dehesa de Las Abiertas por Leonor Alfonso a don Zague y don Sayas, de Trujillo, el 2 de abril de 1281 (la compraron por ocho mil maravedíes en abril de 1347), la adquisición de las otras dos terceras partes de la dehesa en 1350, y su venta al monasterio de Guadalupe por 17.000 maravedíes en 1363. También dio fe del pago de las oncenas por los judíos al ayuntamiento de Badajoz en 1235 (escribió, erróneamente, 1253).

Del archivo de la catedral de Plasencia extrajo el dato de Iguda Dalba, arrendador del impuesto del portazgo de Plasencia, y don Zag Abernafla [Çag Abenafla], su fiador, que pagaron a don Gómez García, tesorero real, y a don Zag Abergatiel [Çag Abengariel], recaudador, la fiscalización de la corona en 1376[14]. Hubo comunidades judías en el siglo XIV –las más pujantes de las diócesis extremeñas, según su criterio–, en Coria, Plasencia, Cáceres, Trujillo, Valencia de Alcántara, Mérida, Béjar, Brozas y Garrovillas. En esta centuria, no hay constancia de judíos en los dos últimos lugares. Faltaban por reseñar casi todas las aljamas judías de la diócesis de Badajoz y de la orden militar de Santiago. También señaló el valle de Cañamero como núcleo judaico. Quizá se refería a los cristianos nuevos procedentes de Guadalupe que se derramaron por los pueblos del entorno.

En el repartimiento del servicio y medio servicio de los judíos a la corona de Castilla en 1464 (de nuevo erró la fecha: 1474), que empezaban a citar los historiadores como una referencia clave, descubrió nuevas comunidades judías[15]: Galisteo, Aldeanueva del Camino, Cabezuela del Valle, Jaraíz, Cuacos, Pasarón, Garganta la Olla, Valverde de la Vera, Jarandilla, Belvís, Hervás, Trujillo, Jaraicejo, Montánchez, Medellín, Granadilla, Villanueva de la Sierra, Santa Cruz de Paniagua, Gata y Arroyo de la Luz. Los cuadernos fiscales patentizaron el expansionamiento del judaísmo por el territorio extremeño como consecuencia de la oleada migratoria que desde las grandes zonas urbanas de Castilla y de Andalucía se desplazaron a las zonas rurales bajo dominio de la nobleza.

La «moneda forera» era un tributo especial que pagaban los vasallos de las tres religiones al monarca castellano cada siete años, en reconocimiento de señorío sobre las tierras y las personas, a razón de ocho maravedíes de la moneda vieja de Castilla por cabeza. La familia Zúñiga expropió la derrama a la corona y lo gravó sobre los vasallos ricos, llanos y abonados de las villas y aldeas del señorío de Plasencia, de 1452 a 1482. Los impuestos fiscalizadores se distribuyeron por los sexmos placentinos de la Trasierra, el Valle, la Vera, el Campo Arañuelo y las aldeas menudas. La casa de Béjar cargó el gravamen, especialmente, sobre las minorías religiosas. La comunidad cristiana de Plasencia satisfizo cuarenta pechas al conde Zúñiga, en cambio, la comunidad judía, menos del diez por ciento de la población, pagó cincuenta, y la comunidad musulmana, veintinueve, por valor de dieciséis maravedíes cada moneda. A las aldeas de la tierra le correspondían pagar cuatrocientas cinco pechas. Los judíos de Jaraíz de la Vera y los de Cabezuela del Valle contribuyeron con dos monedas cada uno[16]. V. Paredes también publicó un extracto de las rentas fiscales placentinas, que consultó en el archivo municipal de Plasencia[17].

  1. Escobar Prieto interpretó erróneamente la fiscalidad de la moneda forera de los lugares y aldeas menudas del señorío de Plasencia con asentamientos judíos: Aldeanueva de la Vera, Collado, Saucedilla, Casatejada, Jaraíz, Arroyomolinos, Gargüera, Jerte, Losar, Vadillo, Navaconcejo, Ojalbo, Piornal, Esperilla, Segura, Cabezabellosa, Villar, Gargantilla, Albalat, Campana de la Mata, Toril, Casares, Millanes, Las Casas de Millán, Puerto del Castaño, Casas de Gómez, Serradilla, los lugares entre Almonte y Tajo, Cabezaolid, Jarilla, Oliva, Malpartida, Guijo de las Monjas, Valdecañas, Aldeanueva de Beringues, Miajadas y Mirabel. Esta inconsecuencia histórica transcendió en J. L. Lacave[18]. Seducido por el rimero de aldeas con población judía, el canónigo de Plasencia llegó a la conclusión de que «bien se puede afirmar que no hubo pueblo en Extremadura sin agrupación de judíos más o menos numerosa».

Para dar fe de las actitudes sacrílegas de los judíos extremeños con la liturgia de la iglesia católica, E. Escobar Prieto trasladó literalmente el texto de la calumnia religiosa del apedreo por los judíos a la cruz de Casar de Palomero que había publicado el padre franciscano Torrejoncillo en su panfleto antijudío Centinela contra judíos[19]. Sorprende que no citase el panegírico antijudío de R. Martín Santibáñez, cuyo libelo arrasaba la historiografía extremeña como los fuegos estivales los montes cacereños[20].

Al hilo del discurso, E. Escobar Prieto resaltó en la segunda entrega del ensayo[21] el falso apedreo por los judíos de Garrovillas de Alconétar al cristo de las Injurias, extraído de las crónicas franciscanas, y ensartó un rosario de noticias de los judíos de Plasencia divulgadas por fray Alonso Fernández, el capellán Barrio y Rufo, Vicente Paredes y José Benavides Checa. Del archivo catedralicio placentino procedía la transcripción parcial del documento de venta por la comunidad judía de Plasencia de la necrópolis de El Berrocal al deán Diego de Jerez[22]. Una primicia histórica. También publicó recensiones de la donación de la sinagoga nueva por los Reyes Católicos al cabildo de clérigos de Plasencia, la destrucción del santuario en el incendio provocado durante la guerra de las comunidades de Castilla, el acompañamiento de los judíos expulsados de Plasencia por el capitán Francisco Fernández Floriano hasta la raya portuguesa, y la imposición de los estatutos discriminatorios de limpieza de sangre en las órdenes militares de Extremadura, que justificó como una coraza defensiva de la iglesia católica para «conservar sin mancha sus limpios blasones» frente a la impureza de la comunidad conversa.

LOS JUDÍOS EN LA HISPANIA VISIGODA

En el tercer capítulo[23], E. Escobar Prieto esbozó un breve apunte de la historia de los judíos bajo el dominio hispanovisigodo. Articuló el eje vertebrador en las medidas legislativas promulgadas por la Iglesia y el Estado contra los judíos, reflejo fiel de las virtudes que enaltecieron a los pueblos y a los individuos, pero también de los vicios y crímenes que les degradaron, subrayó el historiador. En el concilio provincial de Agdé, el primer concilio general del reino de Toulouse, celebrado en 506, los obispos de la iglesia católica, presidido por el obispo Cesáreo, dictaron medidas antijudías para frenar las conversiones simuladas al cristianismo. El canon 34, trasladado literalmente por E. Escobar Prieto, estableció que el catecumenado de los cristianos nuevos en la doctrina católica se desarrollaría durante ocho meses, tiempo suficiente para verificar que el converso había renunciado definitivamente al culto mosaico. Si el futuro feligrés se hallaba en peligro de muerte podía recibir las aguas bautismales, cuyo dato omitió. Asimismo, el canon 40, que tampoco mencionó, prohibió a los sacerdotes y feligreses cristianos participar en los ágapes de los judíos[24]. E. Escobar Prieto justificó la artillería conciliar antijudía para frenar «los numerosos ejemplos de apostasía entre ellos ocurridos».

Pocas semanas después, Alarico II (484–509) publicó la legislación del Breviario. Un recopilatorio jurídico que aglutinó diez de las cincuenta leyes del Código Teodosiano del bajo imperio romano. De la confluencia de intereses políticos entre la monarquía arriana visigoda y el primado Cesáreo de la provincia de Arles, no hizo comentario alguno.

Los concilios visigodos de la época arriana regularon el marco de las relaciones sociales y políticas entre las comunidades judías y cristianas. El concilio provincial de Epaona, de 517, renovó la prohibición a los cristianos de «asistir a los convites de los judíos» (canon 15). El deán de Plasencia seleccionó algunas medidas conciliares antijudías para remozar su tesis sobre la conducta punible del pueblo de Jacob con el catolicismo. Así, el concilio provincial de Clermont, de 537, (canon 9), articuló que «los judios no deben ser colocados para juzgar à los christianos». Y el segundo concilio de Orleáns, de 538, (en realidad, fue el tercero) «les prohibe andar con los cristianos desde el Jueves Santo hasta el segundo día de Pascua, y además el mezclarse en las reuniones católicas»[25].

Del conciliar narbonense, celebrado en 589, E. Escobar Prieto recogió el canon 9, que prohibió a los judíos entonar cánticos fúnebres en los sepelios e instó a efectuar las inhumaciones según el uso y las costumbres rituales del pueblo de Moisés[26]. No mencionó la actitud tolerante del obispo extremeño Masona (571–605) con los miembros de las tres religiones, mecenas de un hospital de beneficencia, el xenodochium, que construyó en Mérida para socorrer las necesidades perentorias de la ciudad y acoger «a cualquier enfermo que encontraran, siervo o libre, cristiano o judío, cogiéndolo en sus brazos lo llevaran al hospital y acomodándolo en lechos apropiados le proporcionaran alimentos escogidos y aptos»[27].

Con la abjuración por Recaredo de la doctrina arriana y su conversión a la doctrina católica, sellado en el escenario del tercer concilio de Toledo, en 589, cuyo programa secundó la nobleza goda, los reyes hispanovisigodos marcaron un punto de inflexión en la política antijudía, que tomó cuerpo en la legislación de los concilios toledanos. E. Escobar Prieto efectuó un repaso somero por los cánones conciliares de la iglesia, con la única finalidad de resaltar «el carácter pérfido y revolucionario de los judíos […] y el extremo adonde había llegado su odio contra los cristianos». El tercer concilio toledano (escribió: 627), cuya asamblea articuló la política religiosa del reino, legisló que los judíos no podían ostentar cargos públicos, el siervo circuncidado podía retornar a la religión cristiana y recobrar la libertad, vetó los matrimonios mixtos y los hijos recibirían las aguas bautismales (canon 14)[28]. E. Escobar Prieto también mencionó el episodio del soborno judío recogido en la epístola de Gregorio Magno.

Los diez cánones sancionados por la asamblea eclesiástica visigoda en el cuarto concilio de Toledo, de 633, bajo la presidencia de Isidoro de Sevilla, regularon la situación jurídica de las comunidades judías durante el régimen de Sisenando. El prelado de la iglesia de Coria había tomado parte en el concilio, enunció E. Escobar Prieto. La asamblea reprobó las conversiones forzadas al cristianismo y aplicó medidas cautelares contra los cristianos nuevos que retornaban subrepticiamente a la religión de Moisés. Se reeditaron viejas medidas, como la prohibición del testimonio de los conversos judaizantes en los juicios y su inhabilitación para desempeñar cargos públicos[29]. La injerencia del poder político en las asambleas conciliares quedó de manifiesto en el sexto concilio de 638, al sancionar los padres de la iglesia algunas de las leyes de Chintila, como el decreto de expulsión de los judíos y el juramento de fidelidad del monarca a las leyes del reino en el que, bajo ninguna circunstancia, el jefe del Estado, según la hermenéutica de E. Escobar Prieto, debía[30] permitir que los judíos violen esta católica fe; que no favorecerá de ningún modo a su perfidia, ni llevado de ningún desprecio o codicia abrirá paso para la prevaricación a los que caminan a los precipicios de la infidelidad, sino que hará que subsista firme para en adelante lo que con gran trabajo se ha adquirido en otro tiempo.

Los siguientes concilios recopilaron la casuística legislativa antijudía de la monarquía desde Sisebuto hasta Ervigio. En el concilio doce, celebrado en 681, el Estado y la iglesia católica regularon veintiocho leyes de nueva composición, pero no hubo disposiciones canónicas sobre los judíos en el concilio de 683, como reseñó E. Escobar Prieto[31]. En las deliberaciones del concilio dieciséis, año 693, Égica (687–702) ofreció a los cristianos nuevos las mismas condiciones fiscales que a los cristianos viejos, con vistas a facilitar su integración en la sociedad. La pertinacia de los judíos y cristianos nuevos en la conspiración contra la monarquía católica –prosiguió el canónigo–, cuya conjura fue descubierta por Égica, determinó en el concilio diecisiete –no hubo distinciones entre los asuntos religioso y los de cariz político–, la confiscación de los bienes judíos, la reducción de los cristianos nuevos a la esclavitud y la disgregación de la familia: los hijos mayores de siete años serían apartados de sus padres y entregados a los preceptores cristianos para educarles en la fe de Cristo.

A modo de colofón, el deán de Plasencia estigmatizó la figura negativa del judío para legitimar, al hilo de la normativa de la iglesia conciliar, su eterna perinquina contra la monarquía católica. Los judíos abrieron las puertas a la invasión musulmana. «Resentidos los judíos de las disposiciones antes citadas, con la falsía y astucia en ellos proverbiales, prepararon la venganza, que fue harto cruel», notificó el deán de Plasencia. En el ejército de Tarik, melek Chulani, o Julani, acaudilló un ejército compuesto por judíos expulsados por Egica que mantenían relaciones comerciales con los que permanecieron en España. En premio por su deslealtad con los cristianos, los musulmanes permitieron que poblaran Córdoba y Sevilla; luego, se sublevaron en el Pirineo y, posteriormente, en Toledo, pero su milicia sería reprimida por los musulmanes con mayor rigor que los cristianos.

En sus crónicas, los historiadores árabes referenciaron la historia de la sublevación de Julan en el año 715, su coronación como rey de los judíos, melek, en hebreo[32], la confederación con los cristianos en el año 720, y su detención y crucifixión por los musulmanes. V. de la Fuente identificó a melek Julan con el poema legendario de los amores del rey Rodrigo con Florinda la Caba, la hija del conde don Julián, que desencadenó la invasión musulmana[33]. Vicente Barrantes, en su alegoría dramatizada La Corona de Castilla (1857), abordó, con una mirada xenófoba, la pérdida del reino de España por la traición del conde don Julián y del rey don Rodrigo, con la colaboración de los infames judíos[34]:

Cenobita.– (Levantándose.)    Vuestras cadenas se estienden

                                                       desde Narbona hasta el Africa.

                                                       Toledo, la que del moro

                                                       burló mil veces la saña,

                                                       ¡ay! el domingo de Ramos,

                                                       dia de memoria infausta,

                                                       por los infames judíos

                                                       vendida fué y entregada,

                                                      mientras los cristianos iban

                                                      á orar en Santa Leocadia.

LOS JUDÍOS EN LA EXTREMADURA MEDIEVAL CRISTIANA

A la hora de componer la historia de los judíos en la Edad Media, E. Escobar Prieto se inspiró en las legislaciones antijudías de la iglesia católica enfatizando la actitud insidiosa de «los judíos tan enemigos irreconciliables de la fe de Cristo, como perturbadores de la tranquilidad pública». En vida de E. Escobar Prieto se había consolidado la idea de la celebración del concilio de Coyanza en 1050. Hubo dos redacciones del acta. La que recogió los resultados de la asamblea conciliar convocada por Fernando I y Sancha de León en 1055, y la edición portuguesa de 1050[35], manejada por el canónigo de Plasencia. El capítulo VI del texto portugués articuló la prohibición a los cristianos de convivir con los judíos, so pena de siete días de penitencia, y la excomunión durante un año al que incumpliese la normativa, salvo los menores de edad, que se les aplicaría cien azotes[36].

Del concilio provincial de Valladolid de 1228, E. Escobar Prieto trasladó la discriminación de los judíos en barrios separados de los cristianos y el uso del distintivo de la rodela, pero obvió que los monarcas rechazaron las medidas enajenatorias de la jerarquía episcopal. Y del concilio de 1322 espigó la prohibición por la iglesia católica a judíos y musulmanes de participar en los actos litúrgicos, las celebraciones a los esponsales y los ritos fúnebres, pero permitió que los judíos que abrazasen la conversión pudieran acogerse a la caridad de los hospitales de beneficencia (canon 22). También mencionó los concilios provinciales de Lérida de 1229, Tarragona de 1239 y 1282 y Salamanca de 1335, que redactaron medidas discriminatorias, sin entrar en pormenores.

El archivo de la catedral de Coria, donde E. Escobar Prieto había desempeñado las funciones de deán, atesoraba un traslado del concilio provincial compostelano, celebrado en Zamora en 1313, al asistió el prelado cauriense. Las autoridades episcopales recogieron las disposiciones antijudías del concilio general de Viena. Entre otras materias, los obispos prohibieron trabajar a los judíos el día de viernes santo, «porque non puedan facer escarnio de los Christianos, que andan doloridos por la memoria de la pasión de Jesuchristo», practicar la usura, desempeñar cargos públicos en las administraciones civiles de la corona y de la nobleza, ejercer la medicina y asistir a los ágapes de los cristianos, las judías no podían ser nodrizas de los cristianos y las comunidades que hubiesen reformado sus sinagogas debían volver a su estado primitivo, de lo contrario, serían confiscadas.

Del concilio provincial de Palencia, convocado por el cardenal Pedro Luna en 1388, E. Escobar Prieto resaltó la normativa discriminatoria que impelió a la separación de los judíos en barrios especiales, prohibió la venta de mercancías a judíos y musulmanes los domingos y festivos, ejercer cualquier tipo de trabajo durante las festividades cristianas y confió la tutela de las leyes a los jueces seculares y eclesiásticos, pero encubrió que las cortes de León y Castilla desestimaron las normativas segregacionistas de la iglesia por considerarla contraria a sus intereses políticos[37].

En la cuarta entrega del ensayo[38], E. Escobar Prieto trajo a colación los sínodos diocesanos de Coria de 1406 y 1462, cuya asamblea secundó la normativa antijudía de los concilios provinciales. La diócesis de Coria, cuya historia conocía el deán[39], no vio con buenos ojos que los judíos apadrinasen niños cristianos (1406) y ordenó extremar precauciones con el hurto de las hostias consagradas que compraban los infieles para cometer maleficios (1462). El deán de Plasencia justificó la imposición de las medidas sinodales porque albergaban

el fin tan santo como patriótico de evitar el contagio de los cristianos y poner coto a las demasías de la turbulenta raza judaica, son demostración clara y evidente de la falsía y tenacidad característica como que siempre han procedido los judíos en España, principalmente, así como también de la justicia, benignidad y paciencia desplegadas por la Iglesia para atraerles al buen camino, y salvar los intereses de la Iglesia y del Estado.

Remitió a los investigadores y eruditos al estudio de las legislaciones del fuero juzgo de Béjar, Plasencia, Coria, Cáceres, Usagre, Badajoz y Mérida «para convencerse de la relativa benignidad con que fueron tratados los judíos en aquellos siglos de dureza». Sucedió todo lo contrario de lo escribió el deán de Plasencia. Las cartas forales extremeñas manifestaron la atmósfera de tolerancia de los reinos cristianos con judíos y musulmanes. Alfonso X reguló el préstamo usurario judío en las cortes de Valladolid 1258, y su hijo Sancho IV extendió «su protección hasta declarar la inviolabilidad de las juderías». Los pueblos reconvinieron los favores que los monarcas y los señores feudales prodigaron a los judíos –prosiguió el deán– y elevaron sus protestas a los procuradores del reino. Las cortes de Burgos de 1315, las de Valladolid de 1325, las de Medina del Campo de 1328 y las de Madrid de 1329 articularon una serie de medidas para cortar de raíz los abusos y atropellos judíos, como la regulación del préstamo usurario y el ejercicio de la recaudación de los impuestos fiscales, arguyó el deán de Plasencia.

Del gobierno de Pedro I, el autor destacó su política benevolente con el pueblo judío, pese a la imposición de algunas medidas restrictivas en las cortes de Valladolid, como la prohibición de utilizar nombres cristianos, pero les confió cargos de responsabilidad en la administración del Estado. Su hermanastro Enrique II, que había desarrollado una política de hostilidad durante la deflagración civil, apenas se mostró beligerante cuando asumió el poder, como dejó de manifiesto en las cortes de Burgos de 1367 y 1377 y en las de Toro de 1371. El monarca, según la mirada sesgada del deán de Plasencia, se disculpó «con sobrada tibieza en lo de no prohibirles el cobro de las rentas reales», con el pretexto de que no había profesionales cristianos.

Según el criterio de E. Escobar Prieto, Juan I adoptó en las cortes de Burgos de 1379 y en las de Soria de 1380 las «oportunas precauciones para evitar los subterfugios inventados por la astucia de los judíos con el objeto de eludir el cumplimiento de la ley». La permisividad y la tolerancia de las administraciones de Juan II y Enrique IV coadyuvaron «a que al amparo de ellas resucitaran los judíos su culto, sus intrigas y sus abominables prácticas supersticiosas, que las fervorosas predicaciones de San Vicente Ferrer y otros celosos Misioneros habían aminorado, ya que no lograron desarraigar por completo», como había enunciado Diego de Valera en la Crónica de los Reyes Católicos[40]. De nuevo afloró en la discursiva del deán de Plasencia la imagen caricaturesca del adversus judaicus, con la figura peyorativa del judío medieval aplicado a las prácticas supersticiosas, legatario de las narrativas de Vicente Paredes, Carolina Coronado, Roso de Luna y la ensayística de Publio Hurtado.

En el quinto capítulo[41], E. Escobar Prieto transfirió datos documentales inéditos de las comunidades judías de Coria y Granadilla en el siglo XV. En el archivo municipal de Granadilla, hoy, en la casa de Alba[42], consultó las condiciones de los préstamos usurarios judíos en el señorío de Granadilla regulados por el señor de la villa, en 1484. Tres años después, los Reyes Católicos estipularon las condiciones de la usura a «los judíos de Lagunilla, Colmenar, Horcajo y Cristóbal», aldeas del señorío de Montemayor del Río. Un texto que E. Escobar Prieto no debió leer correctamente porque en los citados lugares no hubo constancia de asentamientos judíos[43]. También hizo referencia a la provisión de la casa de Alba, de 26 de octubre de 1487, en la que reguló la participación de dos judíos en la confección de los padrones fiscales para evitar conflictos e irregularidades financieras. Judá de Alba había sido testigo de la publicación de la ordenanza[44].

No pudo contener E. Escobar Prieto su animosidad contra el pueblo de Israel. Sus digresiones antijudías articularon la arquitectura de su historia. Vinculó el apartamiento de los judíos de Granadilla, en enero de 1489, con «el atropello del Casar de Palomero» –la calumnia religiosa del apedreamiento judío a la cruz–, que ya había editado en un trabajo anterior[45]. Tras la conversión de los judíos al cristianismo en 1492, los cristianos nuevos extremeños dieron pruebas de su «odio a la Religión católica y de la justa desconfianza que inspiraban sus conversiones, calificadas de maliciosas por el P. Fr. Alonso de Oropesa en su famoso libro ya citado Lumen ad revelationem gentium». El falso suceso de la profanación de la hostia consagrada por los cristianos nuevos de Aldeanueva del Camino y de Hervás en 1506 –consultó la versión manipulada del archivo del monasterio de Guadalupe[46] que situaba los hechos en 1519–, corroboraba la hostilidad sempiterna de los cristianos nuevos contra la religión católica.

LA INQUISICIÓN EN GUADALUPE

  1. Escobar Prieto consagró la sexta publicación del ensayo a «La Inquisición en Guadalupe»[47]. La conducta perniciosa de los falsos conversos y los crímenes perpetrados por los judíos contra la religión católica persuadieron a la reina Isabel «a expulsar del suelo patrio [a] la raza deicida». A los monjes del santuario mariano de Guadalupe, objeto de veneración por los monarcas, señores feudales y peregrinos que depositaban valiosas ofrendas en el templo, les sorprendió que acudiesen judíos «malvados, que ocultos, en la sombra, conspirasen con tenaz empeño, digno de mejor causa, para destruir a la vez la Religión y la Patria. En esto vemos la historia de siempre, la lucha del mal contra el bien, más viva precisamente donde éste crece y prospera». E. Escobar Prieto atribuyó el génesis de la ruina espiritual del monasterio a la relajación de costumbres de los primeros cuatro priores seculares del cenobio, cuando se hallaba fuera del área de influencia de la regla jerónima. Al calor de los oropeles y de las riquezas del templo mariano acudieron los judíos que «pervirtieron a muchos cristianos, y, en varias ocasiones, les arrastraron a motines y algaradas contra el Monasterio», apostilló el cronista.

El deán de Plasencia no estableció diferencias entre judíos y cristianos nuevos, como ninguno de los historiadores, ensayistas y narradores de la región hasta bien avanzado la segunda mitad del siglo XX. En el ecuador de la centuria decimoquinta no había rastros de judíos en la Villa y Puebla de Guadalupe. La comunidad conversa controlaba una parte de los resortes de la economía de la Villa, y en el santuario jerónimo moraban cristianos nuevos que mantenían en el más estricto secreto la observancia de los preceptos mosaicos. El conflicto entre los cristianos viejos y nuevos laicos se recrudeció en 1476, con motivo del homicidio de un judío por un cristiano viejo en tierras de Oropesa que acabó entre rejas. Un sector de la sociedad cristiana se amotinó contra la autoridad civil y se vio obligada a liberarle del presidio, pero la justicia ordinaria mandó prender a los sediciosos. Unos fueron desterrados; a otros les enviaron a la cárcel. Los familiares de los reos solicitaron clemencia al padre prior «disiendo que avia seydo cosa piadosa lo que los dichos delinquentes avían fecho soltando un cristiano que no padeciese por la de un judío», y prometieron suspender las juntas y monipodios contra los conversos. El comportamiento insidioso de los cristianos viejos –argumentó E. Escobar Prieto–, estaba motivado por «las maldades y supersticiones de los judíos y los vicios y malas doctrinas fomentadas por el descuido y flojedad, que caracteriza el reinado de D. Enrique IV». Pese a la sabiduría del cardenal Mendoza, el celo insobornable del padre inquisidor Torquemada y las predicaciones proselitistas de los padres dominicos y otros notables misioneros de la iglesia católica, el pueblo de Dios no alcanzaba «a contener los daños causados por los atrevidos, herejes, blasfemos, sacrílegos y apóstatas». Para atajar la heterodoxia de los cristianos nuevos, los Reyes Católicos solicitaron a Sixto IV el establecimiento del tribunal del Santo Oficio, que concedió el 1 de noviembre de 1478[48].

  1. Escobar Prieto había tenido acceso a un manuscrito de V. Barrantes que contenía un resumen de los autos de fe de los monjes jerónimos cristianos nuevos procesados por el delito de judaísmo en 1485. Consultó un artículo que el arqueólogo Rafael Monje había editado en El Semanario Pintoresco Español (1847)[49] –plagado de inexactitudes históricas, según E. Escobar Prieto–, que trasladó V. Barrantes en el misceláneo Virgen y mártir. Nuestra Señora de Guadalupe (Badajoz 1895). Asimismo, revisó las actas capitulares del monasterio de Guadalupe, manejó el Libro de la Invención de esta Santa Imagen de Guadalupe; y de la erección y fundación de este Monasterio y de algunas cosas particulares y vidas de algunos religiosos de él (c. 1514), de fray Diego de Écija, la Historia de Nuestra Señora de Guadalupe consagrada soberana Majestad de la Reyna de los Ángeles, milagrosa patrona de este santuario, de fray G. de Talavera, y el trabajo de investigación del padre F. Fita y Colomer sobre la Inquisición[50]. Sus principales herramientas de investigación.

El canónigo mencionó la formación de dos tribunales en Guadalupe, en 1485. En el interior del monasterio jerónimo se habilitó una inquisición para castigar la herejía de los monjes criptojudaizantes, como fray Diego de Marchena y fray Diego de Burgos. Y otro en la Villa contra los cristianos nuevos laicos judaizantes. En el auto de fe de 20 o 21 de agosto, los reverendos padres inquisidores mandaron arrojar «al fuego dos cargas de libros heréticos y los huesos de 45 [cristianos nuevos], que fueron desenterrados. También fue llevado al suplicio el hijo de Lope García, que trató de suicidarse en la cárcel».

En el octavo y noveno capítulo[51], E. Escobar Prieto resaltó la ponderada caridad de la comunidad cristiana y «la prudencia y bondad con que procedieron la Inquisición y los monjes de Guadalupe en la represión y castigo» de los cristianos nuevos heréticos. Su principal línea de trabajo. Con los bienes confiscados a los cristianos nuevos judaizantes, la comunidad jerónima financió la construcción de la hospedería de los Reyes Católicos, adosada al monasterio jerónimo. No obstante, la corona prohibió la confiscación de los contratos de ventas, trueques y bienes firmados con anterioridad a 1479. Tampoco podían embargarse los bienes que habían sido transmitido por los reos a sus hijos en concepto de dote nupcial. En cuanto a las deudas que los cristianos debían a los cristianos nuevos pasarían a engrosar las arcas del monasterio.

El deán de Plasencia puso de relieve la actuación de la facción anticonversa jerónima en el capítulo general de 1486, encabezada por el padre fray Rodrigo de Orenes y los definidores, para establecer una inquisición en el monasterio que depurara las prácticas judaicas, y la imposición de un estatuto de limpieza de sangre que entorpeciera el acceso de los cristianos nuevos a la religión. Fray Rodrigo de Orenes mostró a los cristianos nuevos el acta capitular con el acuerdo de la implantación de la normativa discriminatoria. Cuando la noticia transcendió en los monasterios jerónimos, estalló la polémica entre los monjes cristianos viejos y los nuevos. Los frailes jerónimos proconversos esgrimieron la bula Humani Generis Inimicus, de Nicolás V, de 1409, que prohibía hacer distinciones entre judíos, musulmanes y cristianos. La facción conversa movilizó sus peones. Cuenta E. Escobar Prieto que «fray García de Madrid, profeso desta Casa, anduvo mucho sembrando esta zizania y poniendo mucho scándalo, desonrrando por su boca a los frayles de la Orden con palabras injuriosas». El autor mostró querencia por el partido anticonverso jerónimo: «Y andando este por los monesterios a publicar la dicha bulla de Nicolao daba mucho escándalo en todos aquellos que lo oyeron». El canónigo de Plasencia desconocía que Juan Daza, capellán y delegado de la corona, había ejercido su influencia sobre los monarcas para que depurara el estatuto racial en 1486. En el capítulo privado de 1487, la comunidad jerónima nombró a los inquisidores, y en los acuerdos de 1492 y de 1493 la religión dio luz verde para conseguir un breve contra la admisión de los cristianos nuevos. Finalmente, en el privilegio de 1496, Alejandro VI extendió el veto a la orden a los descendientes de «judíos, moros o de otra secta reprobada, o que hayan sido castigados por el Santo Tribunal de la Inquisición» hasta el cuarto grado, y la inhabilitación de los monjes conversos en los cargos de prior, vicario y confesor. Los frailes cristianos nuevos que desempeñaban cargos en la institución no serían relegados «y, aun quando sus oficios vacaren, puedan ser reelegidos en los mesmos oficios, o a qualquier dellos». Para no promover la piedra de escándalo, la religión jerónima ordenó en un capítulo privado que la normativa se tuviese en «secreto y no sea divulgado, salvo á los Priores ó Vicarios que no fueren confessos».

LA CONSPIRACIÓN DE LOS JUDÍOS

Con idea de torpedear las diatribas que los intelectuales y anticlericales progresistas lanzaban contra la esclarecida memoria de los Reyes Católicos por el decreto de expulsión de los judíos, E. Escobar Prieto condensó en «Los judíos en Guadalupe» –la décima y última entrega del ensayo–, «un breve resumen histórico y razonado de las vicisitudes de esa raza en España, de las desdichas por ellas ocasionadas y de lo ineficaces que resultaron los medios de corrección hasta entonces usados»[52].

En la jurisprudencia canóniga y civil hispanovisigoda, el canónigo rastreó síntomas evidentes de la «organización perfecta, secreta y misteriosa de los judíos habitualmente entregados a la conspiración y a otras malas artes, mordiendo siempre la mano que aparentaban besar con hipocresía burlada refinada». La naturaleza intrigante de los judíos estaba latente también en los concilios eclesiales y civiles de Toledo y en las crónicas árabes del siglo IX. En tiempo del rey Wamba (672–680), el godo Hilderico, conde de Nimes, se sublevó en la Galia contra la corona y los judíos se aliaron con los rebeldes, a los que se unieron los expulsados de España por Sisebuto (613), pero fueron derrotados y expatriados de la Galia[53]. Poco después vendría la teoría de la confabulación de los judíos con el conde don Julián «para vender a los musulmanes la independencia de la patria». De las crónicas árabes espigó las maquinaciones fraguadas por los judíos en Toledo, la más notable, la revuelta de 828. Ciertamente, durante el reinado de Muhamed I hubo graves desórdenes en la ciudad, pero los judíos permanecieron fieles al gobierno local musulmán[54]. De nuevo irrumpió en la discursiva la perversión y la codicia del pueblo judío. E. Escobar Prieto sugirió que mientras los cristianos y musulmanes libraban una titánica contienda, los judíos, al fragor de la batalla, «si es que no la fomentaron y con sus enredos procuraron hacerla más desastrosa, aumentaban sus fortunas a costa de los combatientes, apelando para ello a la usura».

El odio y el desprecio que generaron los judíos en la sociedad española por su infame conducta –adujo E. Escobar Prieto– prosiguieron durante los reinos cristianos. Los procuradores de las cortes de los siglos XIII al XV no supieron atajar a tiempo la lujuria judaica, pero los predicadores y misioneros apostólicos de las órdenes religiosas «tomaron a su cargo la noble empresa de convertir a los judíos por medio de la persuasión y la controversia». Varones ilustres, como el dominico Vicente Ferrer, «lograron la conversión de muchos y que se cerrasen a principios del siglo XV las sinagogas más principales», como sucedió con la comunidad de Plasencia, aunque E. Escobar Prieto no tenía noticia del suceso. La falta de consenso político en los reyes de Castilla y en los dignatarios feudales, y su política tolerante –resaltó el historiador–, dio alas a la conducta sacrílega de los judíos, expresada en los actos de la profanación de la hostia consagrada en la sinagoga de Segovia (1406), las muertes rituales de niños cristianos en un pueblo del señorío de Almanza (1457), en Sepúlveda (1468) y en La Guardia (1491), el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués (1485) y otros crímenes atribuidos a los judíos, que recogió del Fortalitium fidei (1459), del franciscano Alonso de Espina, y del libelo Centinela contra judíos[55]. No obstante, tuvo unas palabras condenatorias contra los pueblos que se tomaron la justicia por su mano y cometieron atropellos contra las comunidades judías: «El catolicismo les reprueba con la mayor energía, pero a la vez acrimina los espantosos infanticidios y sacrílegas profanaciones de aquella perversa raza, así como también la maldad de los magistrados, que, por dinero unos y otros por proselitismo, los dejaban sin castigo».

  1. Escobar Prieto lanzó una crítica acerada contra los desatinos de Juan II y Enrique IV, títeres del valido Álvaro de Luna y de Beltrán de la Cueva, amigos de los judíos, y el envilecimiento sin límites de la nobleza feudal, contraria a los intereses políticos de la corona. Las debilidades de Enrique IV abrieron las puertas al encumbramiento de los cristianos nuevos en las instituciones del Estado. En el colegio de San Bartolomé de Salamanca, los descendientes de judíos se negaron a acatar la orden de expulsión decretada por el estatuto de limpieza de sangre, implantado en 1414. La reina Isabel de Castilla ordenó –según el imaginario judío de E. Escobar Prieto–, que «si al punto no salían por la puerta los echasen por las ventanas». Los estatutos del colegio salmantino contemplaban que los colegiales debían ser ex puro sanguine, pero el sentido de la expresión, en referencia a los cristianos nuevos, no estaba nada claro, como han expuesto Albert Sicroff[56] y A. Domínguez Ortiz[57].

Las arcas del reino estaban exhaustas y los judíos astutos se apresuraron a ofrecérselo en grandes cantidades a los Reyes Católicos, a cambio de la abrogación del edicto expulsorio, naturalmente. Pero el inquisidor Torquemada –continuó su narrativa el deán de Plasencia–, con el crucifijo en la mano, le dijo al rey Fernando: «Señor, los judíos compraron a Cristo por treinta dineros, y a Vuestra Alteza se le quiere vender ahora por treinta mil maravedís»[58]. En tan críticos momentos, oyó Dios las preces del misericordioso pueblo católico, y fiel a su promesa, recordando la sangre derramada por sus valerosos soldados en la Reconquista, puso fin a tan anárquico estado. Defensor a ultranza de la política antijudía de la monarquía católica, el deán de Plasencia exhortó:

los Reyes Católicos, viendo a los judíos cada vez más tenaces en su proselitismo concitar las iras populares con horrendos sacrilegios y bárbaros homicidios, absorber la riqueza del país con sus contratos usurarios, explotar los vicios de las clases elevadas y turbar la tranquilidad pública con frecuentes motines; atentos los reyes, como siempre, al gran principio de que la unidad de creencias constituye el fundamento de la unidad política y de la grandeza nacional […] decretaron la expulsión de los judíos del territorio nacional.

Los judíos traidores que propiciaron la invasión de los musulmanes tenían bien merecido el castigo de las majestades católicas. Si el decreto de expulsión no hubiese estado guiado por el carácter religioso de la monarquía, a buen seguro que los Reyes Católicos no habrían sufrido las acres censuras de los desafectos a la iglesia, concluyó el deán de Plasencia.

Por otra parte, el autor criticó las calumnias y las desafecciones de los historiadores anticlericales contra los monjes jerónimos de Guadalupe, en las que argumentaban que los frailes, persuadidos por la avaricia de la religión, habían denunciado a los judíos (cristianos nuevos) a los inquisidores con el fin de apoderarse de sus bienes raíces. En cuanto al exilio judío, E. Escobar Prieto consideró exagerada la cifra de 800.000 judíos exiliados. Trasladó la versión de Alonso Barrantes Maldonado[59], que cifró la salida de judíos por la frontera de Zamora a Miranda (Portugal) en 30.000 almas, por Ciudad Rodrigo en dirección al Villar (Vilhar Formoso) 25.000 (Bernáldez señaló 35.000), por Valencia de Alcántara a Marvão 15.000, y por Badajoz a Yelbes (Elvas), 10.000. También salieron por la frontera de Navarra, Laredo, Vizcaya, Guipúzcoa, Sanlúcar y Cartagena; omitió el Puerto de Santa María. Los judíos del reino de Aragón se dirigieron a Cataluña rumbo a Italia, no señaló Alemania, y los de Valencia partieron a Túnez y Fez, no refirió Tremecen.

Los historiadores progresistas se rasgaban las vestiduras por la pérdida de los judíos –comentó E. Escobar Prieto–. Pero en la guerra de la Independencia habían fallecido 400.000 españoles «y nadie se ha cuidado de atribuir a ella la despoblación de España y la ruina y atraso de la agricultura e industria». Por otra parte, las dos guerras coloniales y la afluencia migratoria americana fueron notorias «sangrías que han extenuado a la patria harto más que la manoseada expulsión». Cargó las tintas contra las comunidades judías, los enemigos tradicionales del catolicismo, revestido con el consabido estereotipo del deicidio, el mito del judío errante y otros arquetipos negativos del mismo calibre:

Es indudable que desde el horrendo crimen cometido por los judíos pesa sobre su raza la maldición del cielo y el desprecio de la Humanidad. Desterrados de su patria, andan errantes de pueblo en pueblo, sin lograr asiento fijo en ninguno de ellos, ni que desaparezca la animadversión general, que perdura a través de los siglos hasta en las naciones más descreídas. Animados siempre del más rabioso encono contra el Catolicismo y contra toda la autoridad legítima, ocultan tan diabólicos sentimientos bajo impenetrable misterio, y a fin de hacerse menos repulsivos, sustituyen las nobles ideas de patria y nacionalidad, de que han renegado, con un cosmopolitismo que no deja de ser frío y escéptico, a pesar del hipócrita y blando humanitarismo con que procuran vestirle.

Un nuevo elemento irrumpió en la arquitectura del judío imaginario extremeño: el contubernio judeo–masónico. La masonería se propaló por Extremadura en el último tercio del siglo XIX, fundamentalmente, durante la Restauración. La prensa católica radical atribuyó a los masones extremeños el marbete de sociedades secretas antinacionales, enemigas acérrimas de la patria que conspiraban en sus logias contra la ruina del país. El periódico integrista La Lid Católica (25 agosto 1893 y 19 diciembre 1896) tenía como «principal tarea combatir a judíos, masones y liberales»[60]. El siguiente tranco histórico fue la vinculación de los masones con los judíos formando una estrecha alianza, un complot internacional, para demoler los cimientos de la patria y apoderarse de las principales fuentes financieras: las minas y los ferrocarriles. Una fábula que reverberó en los relatos xenófobos El pagaré (1886), y El oratorio de Isabel la Católica (1896), de Carolina Coronado, y en las Supersticiones extremeñas de Publio Hurtado. Historiadores y literatos estaban sembrando en los anales de Extremadura la semilla del apólogo del contubernio judeo–masónico. El legado histórico–literario de la España antijudía romántica a la ensayística extremeña.

  1. Escobar Prieto había detectado en diversas épocas de la historia de España la presencia de comunidades judías maquinando con otras organizaciones secretas la manera de destruir a la religión católica y a la patria. Había encontrado ejemplos paradigmáticos en la jurisprudencia canóniga y civil de la Hispania visigoda (s. VII), en el reinado de Muhamed I (s. IX) y en la Villa y el monasterio de Guadalupe (s. XV). La polémica desatada en Francia por el proceso Dreyfuss, que defendió con encono Zola, reverdeció la naturaleza conspiradora de los judíos. E. Escobar Prieto había dado crédito al falso congreso de Lemberg, supuestamente celebrado en 1911, en el que un rabino había alentado a los judíos europeos al acaparamiento de las bolsas europeas, los ferrocarriles, las minas, las fábricas, la prensa y la magistratura. Pero el enemigo por excelencia de los judíos no era otro que la Iglesia católica, como había manifestado el imaginario rabino de Lemberg:

En primer lugar, nosotros tenemos que luchar implacablemente y en todos los terrenos contra el clero católico. Nosotros tenemos que apoderarnos de la escuela. La religión cristiana tiene que desaparecer […] con el fin de llegar a la total destrucción del Catolicismo, que ha sido y es, según hemos demostrado, el ideal de sus aspiraciones.

Era un eslabón más en la cadena truculenta del mito de la conspiración sionista mundial, el germen de las falsificaciones de los Protocolos de los Sabios de Sión, un fake news inventado y difundido por la policía secreta zarista. Arturo Barea, en La llama, compuso la figura del nacionalsocialista Solorza que achacaba la ruina económica y moral de España al contubernio judeo–masónico, que revitalizó el almirante Carrero Blanco en la España católica del dictador Franco, al que añadieron los comunistas como compañeros de aventuras[61].

EPÍTOME

El deán de Plasencia interpoló en «Los judíos en Guadalupe y otros pueblos de Extremadura» un repertorio de noticias documentales inéditas exhumadas en los archivos eclesiásticos de Plasencia y Coria y otros municipales, con datos extravagantes espigados en los falsos cronicones religiosos, como los Anales Toledanos, escritores árabes, crónicas franciscanas e historiadores, como Garibay y Sandoval, salpimentado con los prejuicios ideológicos antijudíos de la España medieval cristiana. E. Escobar Prieto adaptó su versión de la historia de los judíos extremeños al servicio de la ideología integrista de la iglesia católica. Su ensayo era un panegírico antijudío en el que loaba la expulsión de los judíos y el establecimiento del tribunal de la Inquisición por los Reyes Católicos como instrumento de protección contra la maldad del pueblo judío y los cristianos nuevos extremeños; y confirió veracidad a la calumnia religiosa del apedreamiento judío a la cruz de Casar de Palomero, el ultraje de la hostia consagrada por los cristianos nuevos en Aldeanueva del Camino, el apedreo al cristo de las Injurias en Garrovillas y el maltrato al cristo del Colada en Guadalupe.

Apéndice fotográfico

NOTAS

[1] Supersticiones extremeñas (Cáceres 1902) pp. 48, 49, 55, 61, 65 y 123.

[2] Véase mi artículo «La teosofía cabalística de Roso de Luna», Clarín. Revista de Nueva Literatura, año XVI, mayo–junio 2011, pp. 50–56.

[3] El Monasterio de Guadalupe, I, 1916, núms. 3, 4, 7–9, 11–12; y II, 1917, núms. 14, 15 y 17.

[4] «Los judíos en Guadalupe», (1 agosto 1916), pp. 60–64: p. 60.

[5] En mi ponencia, «El judío imaginario en la narrativa y la historiografía extremeñas: de la década moderada a la Restauración (1844–1923)», Memoria Histórica de Plasencia y comarcas, XVI edición, Ayuntamiento de Plasencia, Plasencia 2018, pp. 103–120.

[6] Libro de la disertación y el recuerdo, I, traducción y edición M. Abumalham Mas, Madrid 1985, pp. 28–29; también conocido como Poética hebraica.

[7] La vara de Yehudah, traducción de J. Mª CANO, Barcelona 1991, p. 74.

[8] Historia de los Reyes de Castilla y de León Don Fernando el Magno, primero de este nombre, infante de Navarra: Don Sancho, que murió sobre Zamora: Don Alonso, sexto de este nombre, Madrid 1792, pp. 232–234 y 325.

[9] Historia de España, Madrid 1780, 14ª ed., p. 185.

[10] Los XL Libros del Compendio historial de las chronicas y universal historia de todos los reynos de España, Amberes 1571, p. 1045.

[11] Historia de los judíos de España y Portugal, tomo I, Desde la venida de los judíos hasta Alfonso el Sabio, Madrid 1984, p. 185.

[12] «Los judíos en Guadalupe», (1 agosto 1916), I, p. 62.

[13] Véase mi libro Judíos y cristianos nuevos de Trujillo, Badajoz 2008, pp. 31–38; los documentos se hallan actualmente en el Archivo Histórico Nacional.

[14] El dato en el Archivo de la Catedral de Plasencia: «Tomo 2º. Extracto de los papeles del archivo que comprende del nº 174 hasta 642», fols. 151–151v, donde pudo leerlo el autor.

[15] Los repartimientos fiscales de los judíos de los obispados de Coria y Plasencia en el siglo XV pueden consultarse en mi libro, Documentos para la Historia de los judíos de Coria y Granadilla, docs. 34–52, Ayuntamiento de Coria, Coria 1991, pp. 104–141.

[16] Archivo Histórico Nacional [=AHN], Nobleza, Osuna, leg. 300, núms. 9/1 y 9/18; M. A. LAREDO QUESADA, El siglo XV en Castilla. Fuentes de renta y política fiscal, Barcelona 1982, pp. 168–265.

[17] Los Zúñigas, señores de Plasencia, Cáceres 1903, pp. 64–67; editado por capítulos en Revista de Extremadura, 5–11, 1903–1909.

[18] «Los judíos en Extremadura antes del siglo XV», Actas de las Jornadas de Estudios Sefardíes, Cáceres 1981, pp. 201–213: 212–213; rectificó el yerro en Juderías y sinagogas españolas, Madrid 1992, p. 411.

[19] Centinela contra judios, puesta en la torre de la Iglesia de Dios, consultó la edición de Madrid 1691, pp. 157–162. El texto fue muy criticado por J. Amador de los Ríos, Historia de los judíos, I, p. 20, que lo calificó «de baja ralea». Para J. Caro Baroja, Los judíos en la España Moderna y Contemporánea, II, Madrid 1978, p. 450, era un compendio misceláneo de «cartas apócrifas, textos históricos, diatribas de predicadores, cuentecillos, `sucedidos´ inverosímiles o grotescos, todo es reunido y mezclado en el Centinela». H. C. Lea, Historia de la Inquisición Española, Madrid 1992, p. 72, enunció «en esta popular exposición del rencor cristiano ningún relato es considerado lo bastante disparatado y absurdo para no darle crédito si ilustra la innata e incurable perversidad del judío y su insaciable deseo de hacer el mal al cristiano». Para Antonio Domínguez Ortiz, Los judeoconversos en la España Moderna, Madrid 1983, pp. 151–152, se trataba de la obra de un fanático.

[20] Véase mi ensayo, «El legado judío de Casar de Palomero (Cáceres): el fruto de la intolerancia», El legado de la España de las tres culturas, Llerena 2017, XVIII Jornadas de Historia de Llerena, Sociedad Extremeña de Historia, Badajoz 2018, pp. 129–139.

[21] «Los judíos en Guadalupe», I, (15 agosto 1916), pp. 74–76.

[22] Sobre los judíos de Plasencia, véanse mis trabajos «Documentos sobre los judíos de Plasencia en el Archivo Catedralicio (1411–1492)», Sefarad, 59, 1, (1999), pp. 53–76; y 2, (1999), pp. 263–307; y en mi libro electrónico, Historia de los judíos de Plasencia y su tierra: I. De los orígenes a la Inquisición, siglos XII–XVII, II. Colección Diplomática (1187–1823), Sevilla 2001; 2ª ed. Sevilla 2009.

[23] «Los judíos en Guadalupe», I, (1 octubre 1916), pp. 152–156.

[24] CHARLES–LOUIS RICHARD O. P., Los sacrosantos concilios generales y particulares celebrado por los apóstoles en Jerusalen hasta el Tridentino, II, 1793, pp. 248 y 274–275; resumió los cánones 37 al 41, procedentes del concilio de Vannes de 465; el canon 12 «prohíbe á todos los Clérigos ir á comer con los judíos».

[25] CHARLES–LOUIS RICHARD, Los sacrosantos concilios, pp. 292, 325, 331 y 335, no citó el canon 13 que «prohibe á los judíos el obligar á sus esclavos christianos á cosas opuestas á la Religión de Jesus Christo; y á los christianos el contraer matrimonio con los judíos y comer con ellos»; y el canon 10 reguló que no se separase a los cristianos nuevos que hubiesen contraído matrimonio incestuosos por ignorancia.

[26] Véase J. VIVES, Concilios visigodos e hispanoromanos, Barcelona–Madrid 1963, pp. 147–149; y E. A. THOMPSON, Los godos en España, Madrid 1990, 3ª reimpresión.

[27] A. CAMACHO MACÍAS, El libro de las vidas de los santos padres de Mérida, Mérida 1988, p. 102.

[28] J. VIVES, Concilios visigodos, p. 129.

[29] J. VIVES, Concilios visigodos, pp. 210–214.

[30] J. VIVES, Concilios visigodos, p. 236 tradujo: que no debía «permitir que los judíos violen esta fe católica, que no favorecerá de ningún modo su infidelidad, ni que por cualquier negligencia o codicia, abrirá las puertas de la prevaricación a los que caminan a los precipicios de la infidelidad, sino que hará que subsista firme en adelante lo que con gran trabajo se ha conseguido en nuestro tiempo».

[31] J. VIVES, Concilios visigodos, p. 395.

[32] Las leyendas en P. F. DE BORBÓN, Carta ilustrativa sobre la época del Reynado de D. Pelayo y Batalla de Covadonga primera que dirige al señor don Francisco Masdeu, Madrid 1794; de donde lo toma FR. R. DE HUESCA, Teatro histórico de las iglesias del reino de Aragón, VIII, Pamplona 1802, pp. 27–29.

[33] V. DE LA FUENTE, Historia eclesiástica de España, II, Barcelona 1855, p. 15.

[34] V. BARRANTES, La corona de Castilla, Madrid 1857, p. 5.

[35] G. MARTÍNEZ DÍEZ, «García–Gallo y el Concilio de Coyanza. Una monografía ejemplar», Cuadernos de Historia del Derecho, 2011, 18, pp. 93–113.

[36] En las Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, I, Madrid 1883, introducción M. Colmeiro, consultada en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, la ordenanza sobre los judíos está inserta en el artículo 1, pero no contempla las sanciones.

[37] J. TEJADA Y RAMIRO, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia Española, III, Madrid 1851, pp. 617–618.

[38] «Los judíos en Guadalupe», El Monasterio de Guadalupe, I, (15 octubre 1916), pp. 173–175.

[39] Publicó «La catedral de Coria», Revista de Extremadura, 1, 1903, pp. 193–203.

[40] Crónica de los Reyes Católicos, ed. y estudio J. M. Carriazo, Madrid 1927, cap. XL, p. 125: «la pereza e floxedad e poco cuidado que el rey don Enrique tobo en mirar el servicio de Dios y el bien de sus reynos, dieron a los malos suelta liçençia de vivir a su libre voluntad».

[41] «Los judíos en Guadalupe», El Monasterio de Guadalupe, I, (1 noviembre 1916), pp. 194–196.

[42] En mi texto Documentos para la Historia de los judíos de Coria, doc. 171, pp. 266–268. Tras la expropiación forzosa de Granadilla, un vecino domiciliado en Cataluña sustrajo del archivo municipal más de veintidós documentos del siglo XV y los vendió a la casa de Alba, están inventariados en la caja 346. La casa de Alba, según confesión del archivero, no tiene por costumbre comprar documentos, pero esta adquisición ha permitido a los historiadores rescatar un importante fragmento de la historia medieval de Granadilla.

[43] C. CARRETE PARRONDO, Fontes Iudaeorum Regni Castellae. I Provincia de Salamanca, Salamanca 1981. No he encontrado el documento original.

[44] P. TELLO LEÓN, «La judería extremeña de Granadilla», Exilio y Diáspora. Estudios sobre la historia del pueblo judío en homenaje al Profesor Haim Beinart, Jerusalén 1991, pp. 146–156, no recogió los textos de 1484 y 1487. Desconozco en qué archivo se encuentra el documento de 1487.

[45] «Granadilla», Revista de Extremadura, 7, 1905, pp. 379–388: 386–388.

[46] El suceso tuvo lugar en 1506, véanse mis textos, La capa de Elías, Sevilla 2015, pp. 43–57; y «Calumnias antijudías cacereñas», Actas de las Jornadas Extremeñas de Estudios Judaicos, Badajoz 1996, pp. 205–248.

[47] «Los judíos en Guadalupe», El Monasterio de Guadalupe, I, (1 diciembre 1916), pp. 242–244.

[48] «Los judíos en Guadalupe», El Monasterio de Guadalupe, I, (15 diciembre 1916), pp. 269–272.

[49] «El monasterio de Guadalupe», El Semanario Pintoresco Español, II, Madrid 1847, pp. 268–269.

[50] «La Inquisición en Guadalupe», Boletín de la Real Academia de la Historia, 23, (1893), pp. 283–343; he consultado los documentos originales en AHN, Inquisición, legs. 131, 133, 134, 140, etcétera; un traslado en AHN, Clero 1423, núm. 89, s. f.

[51] «Los judíos en Guadalupe», El Monasterio de Guadalupe, II, (15 enero 1917), pp. 26–28; y (1 febrero 1917), pp. 50–51.

[52] «Los judíos en Guadalupe», El Monasterio de Guadalupe, II, (1 marzo 1917), pp. 102–106.

[53] Historia Gothica en castellano, arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, ms. 1401–1500, fol. 54v, he consultado la edición de la Biblioteca Digital Hispánica.

[54] Véase E. ASHTOR, The Jews of Moslem Spain, I, Philadelphia 1973, p. 101.

[55] Centinela contra judios, pp. 129, 148 y 157–162; el asesinato del inquisidor Arbués procede de otra fuente.

[56] Les controverses des statuts de «pureté de sang» en Espagne, París 1960, p. 88.

[57] Los judeoconversos en la España moderna, Madrid 1992, pp. 138–139.

[58] L. ZAPATA, Miscelánea, en Memorial Histórico Español, XI, Madrid 1859, p. 424, pone la frase en boca de fray Hernando de Talavera.

[59] Ilustraciones de la Casa de Niebla, II, Madrid 1857, pp. 396–397.

[60] F. LÓPEZ CASIMIRO, «La masonería extremeña en el tránsito el siglo XIX al XX», Revista de Estudios Extremeños, LIV, 1998, pp. 654–674: p. 668.

[61] Véase una parodia del mito judeo-masónico en mi novela La llama azul, Sevilla 2018, pp. 81–89.

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