Feb 172014
 

Miguel Alba Calzado. 

 Los gremios surgen  en la edad Media europea como fórmula asociativa en la defensa de los intereses corporativos del sector menestral. El sistema pretendía garantizar la autonomía de los oficios artesanos frente al férreo control ejercido por los estamentos privilegiados de la sociedad feudal. La necesidad de protección les conducirá a organizarse y solicitar la tutela de la monarquía[1], que encontrará en los gremios una forma de afianzar el poder regio en las ciudades y villas. Esta idea está contenida en la elección del término gremio para designar el fenómeno. Sebastián de Covarrubias[2], en su diccionario publicado en 1611, ofrece la siguiente definición lexicográfica del término:

      «Vale lo mesmo que el regazo (…). Por traslación llamamos gremio el amparo y refugio del que acoge a otro y le favorece (…)»

 

      El sistema gremial tuvo una rápida expansión por todo Occidente. En la Península se divulgará de forma desigual entre los reinos cristianos; así, al lado del desarrollo temprano y de sólido arraigo en los territorios de la Corona Aragonesa, en Castilla las reticencias de monarcas como Alfonso X a su implantación, retrasarán la presencia de los gremios hasta finales del Medievo. El fenómeno tampoco permanecerá ajeno en tierras musulmanas de Al-Andalus[3]. En cuanto a Extremadura, la circunstancia especialmente beligerante que padecerá este territorio durante la Reconquista, coincidiendo con los empujes de almorávides y almohades, actuará de freno en la expansión demográfica y económica de los núcleos urbanos cristianos redundando en una escasa presencia de colectivos artesanos. Por otra parte, integrada la zona oeste de conquista leonesa en la Corona de Castilla, seguirá la tónica general de los reyes castellanos en no favorecer la constitución de gremios. Habrá que esperar al Período Moderno para que alcancen alguna importancia, aunque en el territorio extremeño su participación cabe calificarla de muy modesta, sin llegar a desarrollarse de forma unitaria.

 

      En la Europa del pleno Medievo, inmersos en una sociedad predominantemente rural, los gremios surgirán de forma espontánea en aquellas ciudades con cierta densidad demográfica y con una actividad artesanal precedente y notable. El sistema gremial es en sus orígenes un fenómeno urbano y mantiene con la urbe una relación simbiótica. La ciudad, amén de otras funciones como la defensiva y la religiosa, es compendio de taller y mercado. Los gremios suministran todo tipo de manufacturas esenciales para el desarrollo normal de la vida cotidiana, en tanto que el crecimiento de la población favorecerá el progreso del sector menestral. En gran medida asumieron el papel de vertebradores de la economía urbana, promotores y beneficiarios a un tiempo del resurgimiento de las ciudades medievales. Participaron también en la estructuración del urbanismo, dando lugar a numerosos topónimos que perviven aún en el callejero del casco antiguo de muchas localidades[4]. Su influencia económica no quedaba circunscrita sólo al marco urbano, también al territorio circundante diseminado en hábitat disperso o concentrado en aldeas y pueblos, que a su vez abastecían de alimentos a las urbes. Toda ciudad aspiraba a la autosuficiencia o, en su defecto, a compensar las carencias con un ágil comercio. El disponer de una surtida actividad artesanal contribuía a cumplir este propósito, a la par que significaba prosperidad y progreso.

 

      Pero lo que había nacido para escapar del rígido panorama feudal reproducirá formas de aquél como el hermetismo social y la fuerte jerarquización (maestros, oficiales y aprendices). Se legitimará un control del funcionamiento de las profesiones artesanas mediante ordenanzas encaminadas a regular su actividad, pero tendió a transformarse en un recurso para homogeneizar su ejercicio y fijarlo:

 

      «Todos los trabajadores estaban incluidos en algún gremio o collegium. No solamente les estaba prohibido cambiar de gremio, sino que ni siquiera podían abandonar la ciudad (…)»

 

      «Había cofradías que tenían prohibido enseñara el oficio a quienes no fueran descendientes de antiguos cofrades, con lo cual nadie ajeno al grupo podía entrar a desempeñar esa profesión.»[5]

 

      El funcionamiento del sector menestral ejercido en monopolio entrañaba el riesgo de dejar a la población a merced de los intereses de los agremiados. Para delimitar sus atribuciones y en beneficio del común, el concejo cuidará con celo de hacer cumplir las Ordenanzas y actualizará sus contenidos. A menudo se anticiparán a imponer condiciones, legisladas en los fueros de las ciudades o villas recién fundadas o en los núcleos repoblados tras la Reconquista -como Plasencia y Cáceres respectivamente-. Estas normas tienen por objeto «la defensa del consumidor», al tiempo que otorgan disposiciones ventajosas para asegurar el funcionamiento normal de los oficios y atraer a artesanos y mercaderes.

 

      «La forma de los ladriellos ay en luengo palmo et medio et en ancho I palmo et en gruesso dos dedos et sean bien cochos, et si ante de anno se desfizieren por crudo, el maestro peche. Viendo el millar de los ladriellos por Imr, et non mas. Et si alguno este pleyto quebrantar peche X mrs. al querelloso. El maestro que al dia establecido ladriellos e teias non pagar, delas dobladas.» Art. 649 del Fuero de Plasencia.»[6]

 

      En el caso de los olleros -o alfareros-, entre otros cometidos, el municipio establecerá los precios, disposiciones para delimitar el lugar de extracción de arcilla y del acopio de leña, regulará la actividad, por ejemplo, fijando las horas permitidas para cocer o controlando la calidad y las cabidas de los recipientes. El incumplimiento de las Ordenanzas era sancionado con multas de diferente cuantía según el tipo de falta reprendada. Para ello existía la figura del veedor, representante por oficio del municipio, encargado de inspeccionar la producción y la venta y de velar por el cumplimiento de las normas.

 

      Aunque el origen de los gremios es medieval en la forma y el contenido, las condiciones venían esbozadas desde la Antigüedad merced a tres rasgos básicos coincidentes en que se estructura la producción artesana:

 

      1º. La existencia de varios niveles profesionales dentro de cada taller. Maestro, oficiales y aprendices constituían la plantilla de trabajadores de un obrador, si bien el régimen esclavista conllevaba otros matices en el funcionamiento interno de las officinae  contrarios a la movilidad. Pese a los cambios acaecidos en las  ciudades desde la caída del Imperio, en la Hispania visigótica se dará el mantenimiento del orden jerárquico profesional, como así consta en una ley de tiempos de Recesvinto. Esta regulación es reflejo de una realidad económica presente en núcleos como Mérida que, al contrario de otras muchas urbes coetáneas europeas, disfrutará de una próspera actividad artesanal durante los siglos VI y VII.

 

      2º. La producción permanecerá ligada esencialmente al núcleo familiar cuyas artes se perpetuarán con la transmisión de la tradición a las generaciones venideras. En este sentido, el edicto de Justiniano en el siglo VI, que obligaba a los hijos a seguir la condición profesional del padre, no hará más que fijar por escrito un comportamiento que tradicionalmente ya se daba en el sector menestral.

 

      3º. La concentración de talleres de un mismo ramo ocupando una misma zona de la ciudad conferirá una conciencia de entidad diferenciada a cada sector artesanal agrupados en calles o barriadas de producción especializada, circunstancia que contribuirá al posterior asociacionismo medieval. Además de en el mercado, en las ciudades romanas se comercializaban también las manufacturas allí donde se producían, de tal manera que la población sabía a qué parte de la urbe debía dirigirse si necesitaba un determinado artículo[7]. Marcial para situarnos espacialmente en una zona de la Roma alto imperial recurre a este hecho[8]:

 

      «(…) al comienzo de la calle Suburra (…) en donde muchos zapateros están frente por frente del barrio de los alfareros.»

 

      En el entramado urbano de la ciudad portuaria de Ostia se constata la agrupación de locales comerciales (tabernae) a cargo de «empresarios» dedicados a un mismo ramo en torno a plazas porticadas. Organizados en collegia, costearon la construcción de sus propios templos dedicados a divinidades que propiciaran el éxito de sus negocios. De este modo la organización por sectores de ocupación repercute en el ámbito de lo económico, social y religioso, llegando, inclusive, a manifestar aspiraciones de tipo político. En las pintadas callejeras de Pompeya ha quedado plasmado el espíritu corporativo de los diferentes oficios al proponer candidatos a las elecciones municipales con el convencimiento de que favorecían su actividad laboral[9].

      No obstante hay que apuntar la posibilidad de que la concentración de talleres y locales de venta e incluso los dos puntos (1º y 2º)  a los que antes se hizo referencia sean rasgos consustanciales al sistema productivo artesanal presente en los núcleos urbanos previos a la Revolución Industrial; es decir, que sean una respuesta elemental, dada por sociedades que han alcanzado un determinado grado de civilización y que, por lo tanto, compartirían diferentes culturas en ámbitos geográficos también distintos. Sin posibilidad de conexión aculturativa, es, por ejemplo, la realidad con que se encuentra Hernán Cortés en Tenochtitlán, artesanos y vendedores reunidos por sectores en barriadas controladas por veedores:

 

      «Cada género de mercaduría se vende en su calle, sin que entremetan mercaduría ninguna, y en esto tienen mucho orden.»

      – Segunda relación de la Conquista de México[10]

 

      Las corporaciones gremiales rebasarán el Medievo proyectándose con éxito a lo largo del Período Moderno. Las artesanías sustentarán el sistema productivo de manufacturas del Antiguo Régimen, de hecho, será durante esta etapa cuando los gremios ostenten mayor fuerza. El sistema se implantará en las ciudades coloniales de América. Pero también será en el transcurso del Antiguo Régimen cuando se pongan de manifiesto las carencias del modelo y empiece a dar muestras de agotamiento.

      Las críticas a su fracaso se centran en el ejercicio del monopolio, en las rígidas reglamentaciones que lo regularon, en el conservadurismo -raíz misma de la tradición- extremo en todos los órdenes, en la incapacidad de asimilar los cambios técnicos, en la escasa competitividad, en la homogénea y rutinaria oferta de manufacturas, etc., sin que falten acusaciones de corruptelas y de conflictos internos e intergremiales y entre éstos y el municipio[11].

      Los gremios serán un lastre en la economía española del siglo XVII, inmersa en una crisis general durante el reinado de los últimos Austrias. En el siglo XVIII  el anacronismo se hará cada vez más patente, aferrado todavía a la comodidad de un estadio anquilosado de precapitalismo antagónico a la liberalización del trabajo. La Corona Borbónica, en sus esfuerzos por modernizar España y dinamizar la economía, será consciente del obstáculo que significan los gremios y de la conveniencia de desmontar el caduco sistema productivo para dar paso a las nuevas fórmulas que ya se estaban implantando en otros estados europeos. Su preocupación se pone de manifiesto al querer censarlos e interesarse por su correcto funcionamiento. Tras los informes del Catastro de Ensenada se vuelva a hacer hincapié en el Interrogatorio de la Real Audiencia de 1791, cuyo punto tercero es bastante explícito en este sentido:

 

      «III. Qué vecindario tiene cada pueblo, su aplicación y oficios, el número de cada clase: si forman gremio con ordenanzas o no: si hacen exámenes para el ingreso, y su costo (…), si en los oficiales, o jornaleros se advierte abuso en el modo, u horas de trabajo, y el precio corriente de sus jornales.»

 

      El sistema gremial se convertirá en blanco de los ataques de los ilustrados que denunciarán el estado general de estancamiento que padecen y les responsabilizarán de actuar de freno al progreso. En Francia serán prohibidos al proclamarse la Revolución. En España probablemente los gremios hubieran  desaparecido languideciendo poco a poco hasta extinguirse por incapacidad de competir con la nueva industria, pero será en las Cortes de Cádiz donde los liberales se apresuren a desarticularlos. Con todo, algunos restaurarán su influencia a la vuelta de Fernando VII hasta ser definitivamente derogados en 1833.

      Pese al acoso sufrido a finales del Período Moderno y su arrumbamiento definitivo en la Contemporaneidad, pervivirán algunos aspectos de su funcionamiento refugiados en la actividad artesanal. La desaparición de los gremios como sistema asociativo no implicó el fin de la producción artesana, porque será precisamente su tecnología rudimentaria, su nula dependencia de materias primas del exterior y su oferta de artículos básicos para la comunidad lo que le seguirá confiriendo validez en el medio rural.

      Como ya hemos apuntado, la incidencia de los gremios en Extremadura no tuvo un carácter uniforme. Por regla general todos los núcleos de población con un número superior a 200 vecinos contaban con alguna actividad artesanal, sin embargo pocas localidades disponían de un colectivo del mismo ramo lo suficiente numeroso para constituir un gremio y, en aquellas poblaciones donde los había, hay que atribuirlo más a la idoneidad de la zona para la producción de un determinado artículo que al existencia de una economía boyante, heterogéneamente «industrializada». Así, es frecuente hallar localidades especializadas en un determinado género que, por contra, son deficientes en otras artesanías básicas.

      En el Antiguo Régimen, el sector alfarero estuvo ampliamente representado en ciudades como Plasencia, Trujillo y Mérida. En tanto que en núcleos como Cáceres y Badajoz la presencia de olleros fue casi siempre exigua y deficitaria. Algunos centros de ámbito rural reputados por sus barros fueron: Montehermoso, Torrejoncillo, Hornachos, Magacela y Castuera. Muchos otros pueblos disponían de alfarerías pero exclusivamente para el consumo local y todo lo más para abastecer a alguna población del entorno. Localidades como Fregenal de la Sierra y Olivenza tuvieron también una actividad importante en este ramo, aunque entonces pertenecían a Sevilla y al reino de Portugal respectivamente.

      Pero, sin lugar a dudas, los centros eminentemente alfareros de la región fueron Arroyo de la Luz, entonces denominado «del Puerco» y Salvatierra, topónimo al que con posterioridad se le añadió «de los barros» para subrayar su vocación. En estas localidades gran parte de la población estuvo vinculada de una u otra forma al oficio. Alfareros, jornaleros en el desempeño de tareas auxiliares, acarreadores y arrieros conformaban un conglomerado socio-económico centrado en un solo ejercicio menestral. Los dos centros produjeron todo tipo de obra en basto, pero por lo que merecieron especial distinción fue por las excepcionales calidades de sus barros en dos tipos de obra: la de fuego en Arroyo y la de agua en Salvatierra. De entre estos dos centros, Salvatierra fue en los siglos pasados -y es en la actualidad- el más destacado de los pueblos alfareros extremeños y probablemente, en su género, el más importante del Reino. Durante el Antiguo Régimen será el único núcleo alfarero extremeño que abastecerá asiduamente a otros muchos puntos de España.

      Sin embargo, hasta el momento no disponemos de documentos escritos o arqueológicos que prueben la existencia en Extremadura de talleres de loza fina pintada semejantes a los de Puente del Arzobispo, Talavera, Manises, Paterna, Sevilla o Málaga, aunque en el Antiguo Régimen hubo intenciones de instalarlos en Trujillo, proyecto que no llegó a realizarse, y aunque en Plasencia don Luis de Toro, en 1574, alabe las excelencias de las lozas locales, de «adornos dorados», cuestión que esperamos tratar en otra ocasión. Las minoritarias clases pudientes demandaban lozas finas para sus vajillas y demás recipientes domésticos que eran traídas mediante arrieros a través de una maltrecha red viaria.

      En el siglo XVI, aprovechando la prosperidad coyuntural, se producirá el mayor auge del gremio alfarero en el Período Moderno, pero al igual que en la alfarería pocos productos de otros ramos traspasarán los límites de la Región. En el siguiente siglo, varias circunstancias históricas impedirían el pleno desarrollo del sistema gremial como la expulsión de los moriscos, vinculados tradicionalmente a estos oficios, cuyo vacío nunca llegó a llenarse, la larga guerra de desgaste con Portugal, que tendrá por escenario el territorio extremeño, la situación general de penuria económica, el fenómeno de la emigración a América y el aislamiento provocado por la situación periférica marcarán profundamente a la Región y las secuelas se arrastrarán a lo largo de los siglos venideros.

      Conocemos, de acuerdo con las respuestas al Interrogatorio de la Real Audiencia, la ausencia generalizada de organización gremial en la provincia de Extremadura en los inicios del reinado de Carlos IV. Salvo alguna excepción como es el gremio textil de Berlanga, el resto del panorama productivo se limita a una modesta actividad artesana que suplirá entonces -y mucho después- la carencia de industria fabril. En lo referente a la alfarería es importante señalar que ningún centro extremeño tiene constituido gremio a finales del siglo XVIII. Los ilustrados tendrán presente la distinción de la fábrica como unidad de producción mayor frente al sistema menestral asociado de ordinario a la producción familiar. Sirva de ejemplo el expediente de Magacela (1791) en el que se informa en el punto tercero de: «Alfareros de obra vasta doze», para en el punto onceavo añadir: «En esta villa no hay fabricas (…) y no pensamos haia fondos para establezerlas aunque fueran muy útiles.»[12]

      No obstante, prosperará la ambigüedad del término y Madoz[13] en 1841 cita varias alfarerías extremeñas empleando el término de fábricas. También durante el siglo XX funcionarán con el título de fábricas talleres en Mérida, Plasencia, Arroyomolinos de Montánchez, Guareña, Talarrubias y Fregenal, aunque el sistema de producción haya sido hasta su clausura -en la década de los ochenta- genuinamente artesanal en todos ellos.

      Alejados de los incipientes focos de industrialización el fenómeno no sólo no desaparecerá sino que además las artesanías siguieron desempeñando un papel importante en la economía extremeña.

      Industria y artesanía tomarán caminos divergentes. La incompatibilidad de ambos sistemas se pondrá de manifiesto con la desaparición progresiva de las artesanías allí donde tienen acceso los productos fabriles. Debido a esta carencia, Extremadura mantendrá una rica muestra, en calidad y variedad, de oficios artesanos en los dos últimos siglos. La revolución siguiente, la de los transportes, se hará notar incidiendo en primer lugar en las ciudades -también en las de tradición agropecuaria como son las extremeñas- y después en el medio rural, último refugio en que se había mantenido su vigencia. Con todo, hay que señalar que en lo que a localidades alfareras se refiere en la década de los ochenta de este siglo aún continuaban veinte centros[14] en funcionamiento (un total de ochenta y tres alfarerías), dedicados a la producción de cacharros en basto, si bien muy hostigados por la crisis. Localidades como Salvatierra, Mérida, Cabeza del Buey o Arroyo se sirvieron del ferrocarril -con anterioridad a la Guerra Civil-, alcanzando precisamente en este siglo el mayor auge de producción y ventas de su historia.

      La alfarería, como tantos otros oficios menestrales, está cimentada en la tradición[15]. La razón de la persistencia es comprensible si consideramos que el sistema gremial se basaba en la repetición de fórmulas. Exentos de las normas gremiales que habían encorsetado el oficio y haciendo uso de la libertad de trabajo, los alfareros mantuvieron rasgos que habían proporcionado operatividad al sector.

El resultado cabe atribuirlo a una experiencia selectiva antes que a la reproducción de conductas enraizadas por simple inercia. Desde el vacío gremial registrado en la segunda mitad del siglo XVIII hasta la crisis del oficio acaecida en el transcurso de la década de 1960, muchos han sido los cambios que han desfigurado el viejo sistema, pero algunos rasgos se han infiltrado y mantenido en el registro etnográfico. Son persistencias compartidas en algunos casos por diversos núcleos extremeños, otras se han mantenido en un solo centro y ciertas pautas gremiales subsisten transformadas. Destacaremos las siguientes:

 

      1. Persistencia en el emplazamiento de los obradores reunidos en una parte concreta de la localidad. Las alfarerías se hallaban agrupadas tradicionalmente en la periferia de las poblaciones a causa de dos motivos fundamentales: por razones de seguridad, debido a la posibilidad de incendios que accidentalmente pudiesen ocasionar los hornos y para evitar molestias al vecindario provocadas por las densas humaredas características de la fase inicial de cocción. Al lado de éstas, hay otras razones para la elección de una zona concreta del extrarradio que explican la concentración de las alfarerías en una calle o en una barriada como son: la proximidad al agua (recurso imprescindible), la necesidad de acortar distancias a los barreros o el hecho de disponer de instalaciones comunales, a las que hay que añadir el mantenimiento de una conciencia de grupo profesional reforzada por razones de parentesco. El crecimiento urbanístico tenderá a absorberlas ocasionando el desplazamiento de las alfarerías hacia nuevas zonas periféricas. Tales movimientos de convierten en un claro indicio de la evolución demográfica de la localidad. Por ello, excepcionalmente coinciden las áreas productivas alfareras del Antiguo Régimen con las del presente siglo y, a su vez, aquéllas con las medievales. En una veintena de centros se ha documentado esta premisa, pero destacaremos dos circunstancias singulares: en Monesterio, el único alfar de loza basta estuvo integrado en la calle de los ladrilleros y tejeros, oficios, en cierto modo, afines en la materia. En Salvatierra, donde cerca de ochenta alfarerías estaban en activo en 1930, la distribución se extendía por la mayor parte de las calles del pueblo, ya fuesen más o menos céntricas o periféricas.

 

      2. Persistencia en el disfrute del colectivo alfarero de una serie de derechos relativos a la extracción de materia prima del mismo lugar. Generalmente se mantienen los barreros desde tiempo inmemorial y de forma gratuita y, sólo en ocasiones, los lugares para abastecerse de agua y de leña, como por ejemplo en Oliva de Mérida. Así ocurre en Ceclavín, Ahigal, Plasencia, Montehermoso, Talaván, Torrejoncillo, Arroyo de la Luz, Salvatierra, Fregenal, Berlanga y Cabeza del Buey. Dos casos dignos de reseñarse son los de Casatejada y Trujillo. En Casatejada, por estar sujetos los alfareros al pago de una cuota simbólica denominada montaratía generación tras generación. En Trujillo, por existir una antigua cláusula que asegura el suministro de arcilla de una finca particular denominada Mordazo, debido a la calidad superior del barro de este lugar. En el supuesto de que el terreno cambiase de dueño, el nuevo proletario se comprometía a respetar el derecho de los alfareros a aprovechar el subsuelo de la finca en tanto que el podrá disponer a voluntad del uso y aprovechamiento de la tierra de cultivo.

 

      3. Persistencia de conductas como las de realizar tareas en grupo. Las labores que daban ocasión para reunirse varios alfareros de diferentes talleres eran la extracción de tierra, ir a por leña y esporádicamente la comercialización exterior de la obra con caballerías o carros. Sirvan de ejemplo para ilustrarlo centros como Talaván, Arroyo de la Luz, Talarrubias, Oliva de Mérida, Salvatierra y Berlanga. Este comportamiento es signo evidente de las buenas relaciones entre artesanos, relaciones que por lo común tendieron a enturbiarse conforme se intensificó la crisis del oficio con la caída de la demanda.

 

      4. Persistencias en la utilización de instalaciones comunales -o del mismo solar para emplazarlas- para el desenvolvimiento del proceso técnico. El ejemplo que mejor lo ilustra son los hornos comunales de Arroyo de la Luz y de Trujillo, ubicados en las calles del Rollo y Margarita Iturralde respectivamente, en los que había que concertar día para cocer, y en los pozos abiertos o lagunas de la Oliva de Mérida. También dispusieron de un horno de uso colectivo Magacela, Talaván y Zarza la Mayor. Con respecto al agua, en Trujillo, Mérida y la mencionada Oliva, las construcciones de batir y colar el barro, aun siendo de uso particular, se hallaban en el mismo terreno, muy próximas entre sí. Particularmente en Trujillo donde las balsas están dispuestas en batería y adosadas las unas a las otras, con una canalización que las flanquea por donde se surtían de agua.

 

      5. Persistencia en la organización de un estatus diferenciado. Al frente el maestro, responsable del control de todo el proceso de elaboración; los oficiales, trabajadores asalariados y especializados en tareas concretas, y los aprendices que, a cambio de iniciarse en las artes del oficio, contribuían apoyando en tareas auxiliares sin percibir jornal. Esta triple categoría existía hasta hace pocos años en todos los centros alfareros extremeños y se cumplía fuese o no el taller familiar. Trabas de tipo legal y administrativo han hecho desaparecer la figura del joven aprendiz. La exención del trabajo físico a los niños físico a los niños, la escolarización hasta los dieciséis años, la obligatoriedad de dar de alta en la Seguridad Social a cualquier empleado y del pago de un salario mínimo, junto a la situación general de crisis en el oficio, son factores que han contribuido a su desaparición.

 

      6. Persistencia del núcleo familiar como base productiva. Padre e hijos asumen el papel de maestro y oficiales respectivamente. Los lazos de respeto filial son reforzados por el respeto a la jerarquía profesional y viceversa. Cualquier taller podía contar entre sus miembros con oficiales contratados y aprendices acogidos que no pertenecieran a la familia, pero éstos casos eran los menos habituales,  siendo lo más frecuente que los componentes fueran de la familia nuclear o en su defecto de la familia extensa. El oficio se transmitía de generación en generación, de padres a algunos hijos varones entre los cuales el primogénito normalmente se convertía en alfarero sin opción. Este patrón de conducta heredado vinculará el oficio a determinadas familias, que no aceptarán aprendices fuera de ella como medida de protección (aprendiz hoy, competidor mañana). Casi la totalidad de los alfareros extremeños lo son por tradición familiar, por dedicarse a ello la familia «desde siempre», «de toda la vida» -son las contestaciones más usuales al respecto-. El oficio queda limitado a determinados apellidos y además es corriente hallar matrimonios de alfarero con hija de alfarero, lo que no sitúa ante casos de endogamia profesional, quizás propiciada por poseer las familias la misma consideración económico-social o sencillamente a consecuencia del mayor contacto desde la infancia por vivir en la misma calle, por amistad entre familias, etc. Los casos documentados pertenecen a Salvatierra, Arroyo, Montehermoso y Berlanga. En centros como Quintana, Guijo y Monesterio ocurre de igual forma, pero los alfareros son originarios de Salvatierra.

 

      7. Persistencia en no alterar el rol que se establece por sexos. La liberación del trabajo no significó la incorporación reconocida de la mujer al proceso productivo alfarero a excepción de tareas «eminentemente femeninas» como la decoración. Un maestro que sólo tuviese hijas quedaría sin descendientes en el oficio y la herencia profesional terminaría con él. La conducta estaba tan arraigada que desde la mentalidad de hace tan sólo veinte años ninguna hija hubiera siquiera reclamado la posibilidad de aprender y más impensable aún habría sido que la propuesta hubiera partido del padre. La figura de la mujer alfarera es inexistente en la región extremeña, del mismo modo que nunca hubo hombres bruñidores en Salvatierra.

 

      8. Persistencia en mantener un control de calidad que el maestro se considera en la obligación de hacer. La mayor parte de los artesanos separan la obra correctamente realizada de aquella que presenta algún defecto aunque éste sea mínimo, como puede ser el que la vasija no tenga una coloración uniforme tras la cocción. Las piezas que antaño habría sido arrojadas al testar, en cumplimiento de un estricto control de calidad gremial, son almacenadas a parte y comercializadas a mitad o a una cuarta parte de su precio entre la clientela más humilde, pero la selección se sigue produciendo.

 

      9. Persistencia en la consideración del justiprecio, basado en la idea de que los objetos poseen un valor tasativo que no es más ni menos que el que deben tener. Para hacer cumplir esta norma «ético-comercial», a falta de gremios que lo regulen, en el Antiguo Régimen era normal que los municipios se ocupasen de actualizar las tasas de precios «razonables». Sin embargo, la liberalización de los precios no trajo la especulación incontrolada, sino que las tarifas tendieron a seguir siendo constantes con leves alteraciones a largo plazo. Esta estabilidad explica la costumbre de la gran mayoría de los alfareros de nombrar a los recipientes del mismo tipo pero de distinto tamaño por su precio para distinguirlos entre sí: barril de a ocho, de a gorda, de perra chica, de real y medio, etc. Inclusive tales denominaciones se transmitían a la generación siguiente hasta ser nuevamente actualizada la nomenclatura. Desde mediados de los años sesenta, los precios, aunque bajos, comienzan a fluctuar a un ritmo sin precedentes para equiparse al costo de la vida, pero los nombres en función a su importe se han mantenido. En Arroyo de la Luz pervive la más arcaica de estas nomenclaturas fundamentada desde época gremial en un sistema de contabilidad que tiene a la moneda del maravedí como base. Al margen de las pervivencias en el lenguaje, la idea del justiprecio siguió siendo válida aplicada a las manufacturas esenciales, como las que proporcionaban los alfareros a la comunidad. La tendencia, siempre que fue posible, estuvo dirigida a consensuar los precios. Precios bajos en consonancia con el poder adquisitivo de la población rural. En los últimos años ha podido observarse la aparición de una doble categoría de precios: una para el vecindario, fiel al justiprecio tradicional, y la otra es la que se aplica al forastero o al turista que es algo más alta. Se justifica el incremento con los argumentos de que «la gente de fuera no compra para usar sino para decorar» (y lo decorativo siempre ha sido más caro que lo utilitario), «conceden más valor a las piezas y por lo tanto valen más» y porque «justo es que pague algo más el que bien lo gana»; en cierto modo no deja de ser una manera de adaptar el justiprecio.

 

      10. Persistencia en la celebración de la festividad anual de las Santas Justa y Rufina, patronas del gremio alfarero. En Salvatierra, en plena vigencia y en Arroyo de la Luz, hasta hace pocos años, el 19 de Julio se celebraba el día de las mártires protectoras del oficio. La jornada era, y es, de obligado descanso laboral. Por la mañana se oficiaban varios actos religiosos como la misa, la bendición a la puerta de cada alfar y una procesión con las imágenes de las Santas que recorría las calles donde se emplazaban los talleres. Hay que tener en cuenta que los gremios en su origen tuvieron un marcado carácter religioso y antes que gremios se denominaron cofradías  y hermandades[16]. A medio día la solemnidad de los actos religiosos daba paso a otros típicamente lúdicos que fomentaban la convivencia entre los alfareros y las familias de éstos.

 

      11. Persistencia en conservar el régimen de mutualidad. Los gremios estaban  inspirados en el principio cristiano de socorrer a quien lo necesitase dentro de la hermandad de oficio. En casos de invalidez, enfermedad, penuria económica, fallecimiento del maestro y desamparo de la familia, accidente que destruyese el taller, etc., los agremiados estaban obligados a prestar ayuda a cualquiera de sus miembros. Este servicio solidario continuó prestándose regularmente en Salvatierra hasta finales de la década de los años sesenta de este siglo. Con tal fin se pagaba una cuota anual para disponer de fondos.

 

      Por último, resulta significativo que el término gremio lo utilicen los alfareros para referirse, de forma restringida, a los compañeros de oficio en aquellas localidades donde los talleres han sido hasta hace poco tiempo numerosos y, con una visión más global, para nombrar el colectivo del mismo ramo independientemente del centro al que pertenezcan. Por lo demás, el concepto, para los alfareros, está vacío del sentido original. Las pervivencias son también extensibles al proceso técnico y a la obra resultante, aunque ello no quiere decir en modo alguno que se hayan conservado inmutables, en estado fósil. Los cambios son continuos, asimilados y transmitidos por la tradición. Documentar las transformaciones producidas en la cultura material y en el proceso de elaboración sólo puede hacerse desde una óptica de análisis etnoarqueológico.

 

 

 

RESUMEN

 

      En el Medievo se produce la asociación de artesanos de un mismo ramo en torno a hermandades o cofradía: son los gremios. Este sistema organizativo prolongará su existencia a lo largo del Antiguo Régimen y desaparecerá con aquél. Pero el fin de los gremios no arrastró la producción artesana que mantuvo su vigencia en aquellas zonas alejadas de los focos de la nueva industria. El marcado carácter agropecuario de Extremadura prorrogó el mantenimiento del sector menestral ocupado en el suministro de manufacturas básicas para la comunidad rural. Es por ello por lo que la Región dispone de tan rico patrimonio etnográfico en cuanto a oficios artesanos se refiere, pese a su progresiva desarticulación en los últimos treinta años. Tras hacer un repaso por el fenómeno gremial y centrados en la alfarería tradicional extremeña, se trata de reconocer algunos rasgos heredados y transmitidos por la tradición propios del viejo sistema gremial e incluso anteriores a éste.



     [1]Sirva de muestra el caso que recoge Antonio Rubio sobre un contencioso iniciado por menestrales contra los señores regidores de la villa de Cáceres por prevaricación en las licencias para aprovechamiento de leñas, puesto en conocimiento de los Reyes Católicos. Finalmente,

                «los Reyes ordenaron que en lo sucesivo se permitiese a olleros y tintoreros cortar la leña necesaria para su industria y que para los demás se guardase la ordenanza, hecha para regular el aprovechamiento de leña en los montes comunales.»

Antonio Rubio Rojas, Cáceres. Resumen de la historia local,  Tomo I (desde lo orígenes al año 1598), Cáceres, 1986, pág. 87.

     [2]Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la Lengua Castellana o Española,  Alcalá de Henares, 1611. Edición de Martín Riquer, Barcelona, Alta Fulla, 1993. S. V.: gremio.

     [3]«Artesanos y comerciantes se asociaban en gremios, a cuyo frente se hallaba un síndico nombrado por la administración y responsable de la honradez de los agremiados, que se agrupaban en calles por oficios o junto a los mercados, extendiéndose éstos alrededor de las mezquitas.»

Luis M. LLubiá, Cerámica Medieval española,  Barcelona, Labor, 1973, pág. 45.

     [4]La ciudad de Plasencia ha conservado un buen número de topónimos que recuerdan la antigua dedicación profesional de sus vecinos: Calle Zapaterías, de los Quesos, Curtidores, Bataneros, Podadores, Barrerías, etc. Como también existen en Trujillo la calle Tintoreros, Herreros, etc.

     [5]AAVV, Nueva Historia de España. Los reinos cristianos en la Alta Edad Media, tomo VII, Madrid, Edaf, 1980, pág. 71.

     [6]Eloísa Ramírez Vaquero, El fuero de Plasencia.  Estudio histórico y edición crítica del texto, Vol. I, Mérida, Editora Regional, 1987.

     [7]En Mérida los últimos hallazgos arqueológicos van dirigidos en este sentido, a juzgar por la localización de la zona alfarera.

     [8]Marco Valerio Marcial, Epigramas completos y libro de los espectáculos, Barcelona, Iberia, 1976. (Traducción, prólogo y notas de José Torrens Béjar)

     [9]Robert Etienne, La vida cotidiana en Pompeya,  Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1992. Vid. Capítulo IV, «Fiebre electoral», pp. 123-151.

     [10]Hernán Cortés, Cartas de la conquista de México, Madrid, Sarpe, 1987, pág. 51.

     [11]C. Laorden y otros, La artesanía en la sociedad actual, Barcelona, Salvat, 1982, pág. 9.

     [12]Interrogatorio de la Real Audiencia (1791), Expediente de Magacela, Archivo Histórico Provincial de Cáceres.

     [13]Pascual Madoz, Diccionario geográfico, estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, Tomo III, Madrid, 1846.

     [14]H. Velasco, Guía de la artesanía extremeña, Madrid, Dirección General de Industrias alimentarias y diversas, 1980.

     [15]Remitimos a las observaciones que sobre la tradición expusimos en «Pervivencia de un rasgo de cultura material en la frontera luso-extremeña: el enchinado», Revista de Extremadura, nº 7, 1992.

     [16]AAVV, Nueva historia de España…, pág. 71: «Si bien la finalidad primera de estas cofradías o hermandades fue la mutua protección y las manifestaciones religiosas de sus miembros, pronto evolucionaron hacia la ordenación de las actividades económicas.»

Oct 011993
 

Miguel Alba Calzado y Mª Jesús Fernández García.

La vinculación entre mujer y alfarería está contenida en los relatos míticos sobre el origen de esta ocupación en culturas diversas y distantes. Muchas de estas interpretaciones míticas hacen depender la existencia de la alfarería de una divinidad femenina, identificada a veces con la propia Madre Tierra, que transmite el conocimiento en beneficio de la humanidad, en ocasiones a través de un agente también femenino[2].

Estudios etnográficos sobre sociedades africanas y americanas que hasta el presente siglo se han mantenido en estadios tecnológicamente primarios nos revelan que, en muchos de estos pueblos, la elaboración de vasijas de arcilla es tarea fundamentalmente femenina[3]. Pese a la distancia geográfica, se dan entre ámbitos culturales tan dispares como el africano y americano una serie de características coincidentes en lo que a la práctica alfarera se refiere: en primer lugar, es la mujer la responsable de todo el proceso de elaboración, un proceso técnico caracterizado por la ausencia de construcciones específicas y máquinas que determinan su factura totalmente manual. Además, el fin último de la producción es el abastecimiento local, cuando no se restringe al consumo propio, de modo que la comercialización rara vez supera los límites del poblado. De igual manera que para el hombre se reservan funciones muy específicas como la defensiva, la pastoril y la cinegética, entre las funciones domésticas de la mujer se incluye la manufactura de recipientes cerámicos junto a otras actividades artesanales como la elaboración de tejidos, de curtidos o la cestería. La cerámica resultante reúne unas características técnicas afines: además de su factura a mano (modelado estático)[4], las pastas son groseras, cocidas a baja temperatura en una atmósfera reductora o mixta que no siempre precisa de hornos. Las formas son simples y eminentemente utilitarias sin que la presencia o ausencia de decoración presente una pauta fija.

Si retrocedemos en el tiempo, encontramos esas mismas premisas técnicas en la cerámica Neolítica, Calcolítica y de la Edad del Bronce (Inicial y Pleno) de los yacimientos arqueológicos del actual territorio extremeño[5]. Si bien se carece de pruebas concluyentes acerca de su autoría, por paralelismo etnoarqueológico apoyado en la división del trabajo por sexos se podría argumentar que la alfarería pudo ser en su origen una actividad sino exclusiva sí mayoritariamente practicada por mujeres. De ser así, la producción cerámica femenina habría predominado alrededor de cinco mil años frente a los últimos dos mil quinientos mil de alfarería masculina. Con los profundos cambios aculturativos acaecidos en el Bronce Final y en la Edad del Hierro, aparecen entre los materiales arqueológicos[6] vasijas modeladas con torno rápido, de pastas decantadas y cocidas en hornos a alta temperatura en atmósfera oxidante[7], combinadas con otras de factura rudimentaria y de características semejantes a las anteriormente enumeradas para la cerámica más arcaica. La lectura que se ha hecho de este contraste es que coexisten dos tipos de producción: una, la autóctona, y otra foránea de las «cerámicas finas» llegadas en una primera fase a través del comercio en respuesta a una demanda promovida, entre otras razones, por motivos de prestigio social. Estas cerámicas torneadas, con el paso del tiempo, se generalizarán en el mundo ibérico mediante producciones de artesanos locales, artífices masculinos, probablemente, como entre griegos y fenicios. De igual forma «la nueva cerámica» aumentará progresivamente su presencia en las comunidades celtíberas castreñas del interior (por ejemplo, entre lusitanos y vettones), relegando paulatinamente a las de modelado estático atribuibles, como hipótesis, a la mujer dentro de una economía doméstica que pretende la autosuficiencia. Las vasijas a torno, «finas» y comunes denotan una ascendente especialización profesional, reflejo de los cambios sociales operados en la última fase de la Edad del Hierro, truncados por la completa asimilación cultural romana. Desde la romanización, el oficio es una actividad eminentemente masculina, plenamente especializada.

En resumen, sin desestimar motivos culturales importados relativos a la mentalidad y al comportamiento, parece que entre las causas que motivan el cambio de la actividad alfarera como tarea femenina a oficio masculino se hallan la profesionalización de los artífices (dedicación exclusiva), la asunción del torno rápido, el aumento de la producción a media y gran escala y la comercialización exterior.

Con la desarticulación del Imperio romano, las invasiones y el posterior establecimiento del reino visigótico, reaparece la cerámica modelada a mano (y a torneta), que coexiste con la producida a torno, por lo que cabe preguntarse si de nuevo la realización de la vajilla doméstica es asumida por la mujer en el marco de una economía autárquica rural. En cambio, en ciudades como Mérida[8], la cerámica altomedieval mantiene una ejecución técnica propia de alfareros de oficio que perpetuará la comunidad mozárabe hasta ser relevados por los artífices islámicos.

En los casos aún vigentes en la Península Ibérica de cerámica femenina, reducida a ámbitos rurales muy concretos, se mantienen atávicamente algunos de los rasgos que la enlazan con antiguas formas de elaboración alfarera. Así en Moveros y en Pereruela, provincia de Zamora, las mujeres protagonizan todo el proceso de elaboración[9]. Realizan sus vasijas, que constituyen una producción reducida, sobre una torneta baja que impulsan intermitentemente con la mano. Un caso semejante era el de Mota del Cuervo[10] (Cuenca) y el de algunas localidades asturianas. En territorio portugués, Emili Sempere documenta los centros de Pinhela, localidad próxima a la frontera con Zamora, y Malhada Sorda en la Beira Alta[11]. En Canarias[12], las alfareras prescinden del torno y de la torneta en la factura de sus piezas completamente manual. Un ejemplo de sistema mixto pervive en Molelos (Portugal), donde la mujer comparte con el hombre todas las funciones a excepción del torneado que compete al varón, en tanto que la cocción, en hornos de soenga, es responsabilidad femenina.

Las circunstancias que rodean hoy la participación femenina en Extremadura son muy distintas a las de los centros citados. A grandes rasgos, el papel de la mujer en la alfarería tradicional extremeña[13] se centra en la realización de tareas subsidiarias, habitualmente ocasionales y dependientes de la categoría económica del taller. Se da el caso de ausencia total en el proceso técnico en los centros dedicados a la producción de grandes recipientes de almacenamiento como tinajas[14] y conos, en tanto que su participación es prácticamente inexistente en los alfares desvinculados del espacio doméstico, denominados «fábricas»[15], o en aquellos donde, aun compartiendo el mismo espacio el obrador y la vivienda, en el pasado dispusieron de una plantilla amplia de oficiales y aprendices que cubrían cualquier aspecto del proceso, salvo lo relativo a ciertos tipos de decoración de los que tradicionalmente se ocupaba la mujer. Tampoco se ha dado presencia femenina en los obradores de elementos cerámicos para la construcción: teja, ladrillo, baldosa y tubos.

En lo referente a la comercialización hay una presencia tímida de la mujer, aunque poco a poco irá aumentando su protagonismo hasta compartir en algunos casos esta función con el hombre.

A modo de regla general para el ámbito extremeño, se puede afirmar que el grado de intervención de la mujer es mayor cuanto más limitados son los efectivos humanos y económicos de un alfar. En efecto, se observa la siguiente constante en todas las localidades alfareras: cuando el número de operarios[16] es tres o más, las posibilidades de intervención de la mujer se reducen al mínimo, si es que se dan; con dos, aumentan, aunque no deja de ser su participación ocasional y restringida; y en los que el alfarero trabaja en solitario es cuando la mujer pasa a asumir ciertas responsabilidades en el proceso de elaboración. En muchos casos, coincide este momento de mayor participación femenina con los primeros años de matrimonio y el establecimiento de un alfar propio y concluye cuando los hijos alcanzan la edad suficiente para reemplazarla. Con todo, en ningún caso se puede hablar de mujeres alfareras, sino de la esposa o la(s) hija(s) del alfarero que realizan esporádicamente unas funciones auxiliares muy concretas, tales como el acarreo de agua para proceder a la mezcla de las arcillas, retirar las vasijas de la mesa del torno, enasar, vigilar las fases de oreo y secado y cargar y descargar el horno. Tareas como la extracción de arcilla, desmenuzamiento, batido y colado, amasado, torneado y cocción son actividades reservadas por completo al hombre. Los motivos que sustentan tal exclusión son fundamentalmente las limitaciones físicas y causas de naturaleza sociocultural. Las primeras se deben al gran esfuerzo que hay que desarrollar en las actividades anteriormente mencionadas, para las que se considera al hombre más capacitado. La segunda argumentación basada en causas socioculturales, enraizadas en la mentalidad de un sistema patriarcal, va encaminada a conservar y reproducir unos patrones de comportamiento inquebrantables: la alfarería era una profesión privativa del rol masculino, por ello nunca se enseñaba el oficio a las hijas. El hermetismo llegaba incluso a privar de la transmisión del oficio a los hijos varones de las hijas del alfarero y a los hijos de los hermanos de la esposa.

En aquellos talleres más prósperos hay que añadir un tercer motivo: el hecho de alcanzar un determinado estatus económico implicaba liberar a la mujer de cualquier actividad manual fuera del ámbito doméstico.

En cambio, donde la mujer adquiría un protagonismo hegemónico, bien dentro o fuera del núcleo familiar, era y es en la decoración cerámica y, más concretamente, en determinadas técnicas decorativas. Como en el resto del panorama peninsular, la alfarería tradicional extremeña reúne una serie de motivos decorativos que de forma más o menos testimonial acompañan a la obra utilitaria. De ordinario, los sencillos motivos impresos o incisos, realizados durante el torneado, son obra del hombre. Sin embargo, a la mujer le corresponden aquellas decoraciones que son resultado de esquemas laboriosos con motivos florales o geométricos de factura esmerada, minuciosa y precisa que ocupan gran parte de las piezas. En el pasado dos técnicas decorativas eran exclusivas de la mujer: el enchinado y el bruñido. Ambas tienen como soporte preferentemente la obra de agua (jarro, botijos, cantarilla, jarra de agua, dama de noche, etc.) El bruñido consiste en efectuar dibujos sobre la superficie del recipiente, bañado en un engobe colorado muy fino, antes de que se haya secado la pieza, valiéndose de una piedra pulida (un pequeño canto de río) humedecida con la lengua; el resultado es un trazo brillante de rápida ejecución que, combinado con otros, da lugar a motivos vegetales preferentemente florales. El enchinado es la técnica decorativa basada en la incrustración de pequeñas piedras de cuarzo blanco sobre la superficie plástica de las piezas cuando están a medio secar. Los motivos, de composición libre, son vegetales y estrellados y se desarrollan en un solo lado del recipiente, en tanto que el bruñido circunda toda la pieza. En uno y otro caso las mujeres trabajaban en grupos, en un quehacer reiterativo, fiel a un patrón tradicional pero abierto a la incorporación de matices que permiten reconocer la procedencia de un taller e inclusive su autoría. En Salvatierra de los Barros o en los centros con alfareros originarios de allí, la esposa e hijas del artesano solían ser bruñidoras; en Ceclavín ocurría de forma similar con las enchinadoras. Dos técnicas decorativas tradicionales, que realizan indistintamente el hombre o la mujer, son el dibujo con tierra blanca bajo cubierta de vidriado transparente (plomo) y el esgrafiado sobre este mismo engobe blanco.

En plena década de los noventa parece ya incuestionable la evolución que el sentido de la mayor parte de obra alfarera ha experimentando desde una función fundamentalmente utilitaria hasta una meramente decorativa. Esta inversión de prioridades en la obra alfarera que han traído los nuevos tiempos ha hecho que a veces el recipiente de barro sea un simple soporte material para la labor decorativa. Pese a que en algunos centros esta tarea es exclusiva de las manos femeninas, no se ha dado un cambio parejo en la consideración de la autoría de la pieza, de modo que cualquiera que sea el grado de participación de la mujer en las distintas fases del proceso alfarero e incluso aunque su papel sea preponderante en la decoración y ello le confiera el interés comercial a la pieza, la obra final es considerada siempre resultado del trabajo masculino y será el hombre el que la firme si es que la obra va así diferenciada. Las propias decoradoras suelen restar importancia a su labor y considerar que no es equiparable al buen hacer del torneado.

En lo referente a la venta, antaño era frecuente que cada alfar dispusiese de un arriero, con preferencia miembro de la familia, que se encargaba de la comercialización exterior de la obra. La venta directa en la vivienda-alfar daba alguna ocasión de intervenir a la mujer cuando el maestro estaba ocupado o se hallaba ausente. Sin embargo, diversas circunstancias irían dando un mayor protagonismo a la mujer posibilitando su incorporación a la venta local y a la ambulante. Serían éstas la falta de hombres disponibles durante y después de la Guerra Civil, la recesión económica de la posguerra, que redujo las plantillas de operarios al mínimo y obligó a los alfareros a asumir el papel de arrieros o, en su lugar, a recurrir a la ayuda de la esposa o de alguna hija, y el vacío provocado en el sector por la fuerte emigración en respuesta a la crisis del oficio conforme decreció el consumo de obra utilitaria a lo largo de los años 60 hasta nuestros días. A diferencia del hombre, cuando el transporte aún se hacía en caballerías, la mujer encargada de la venta en los pueblos aledaños solía ir siempre acompañada y recorría trayectos cortos que le permitieran el regreso en el mismo día.

En una región eminentemente agrícola como Extremadura, la actividad artesanal en general y la alfarería en particular no pueden desvincularse del mundo rural. Dentro del entramado de relaciones y consideraciones sociales que se desarrollan en este medio, la categoría del alfar (medida en términos de producción, calidad de las instalaciones, número de trabajadores, ventas, etc…) determina el estatus social que la familia alfarera alcanza entre sus convecinos. Entre las diversas dedicaciones profesionales, la consideración social de los menestrales era y es siempre superior a la del campesinado. En nuestros días, la consideración social de la mujer, colaboradora o no en el oficio, ha ido pareja a la del alfarero (marido o padre), revalorizándose en los casos en los que la producción se ha orientado hacia una cerámica con intención decorativa, se ha modernizado el taller o se han abierto nuevas vías a la comercialización. Más precaria es la situación en aquellos talleres que, fieles al esquema productivo tradicional, no han sido capaces de afrontar la crisis.

Los cambios profundos que el oficio ha experimentado en los últimos decenios han si no acabado sí minimizado algunos de los inconvenientes y de las barreras que la mujer tenía planteadas para el acceso al trabajo alfarero como plena protagonista de él. Por un lado, la fase de preparación de la materia prima se ha simplificado con la comercialización a bajo costo de arcilla empaquetada lista para modelar, la adquisición de esmaltes y engobes industriales amplía el campo de la decoración y la mecanización del alfar (torno eléctrico, horno de gas o eléctrico, batidora, amasadora, etc.) ha suplantado la fuerza manual por la de tipo artificial. Por otro, el oficio no ha quedado ajeno a la incorporación de la mujer al mundo laboral en todos los campos. Escuelas de Bellas Artes, escuelas taller y cursos esporádicos del INEM han tenido y tienen como principales demandantes a mujeres. Para algunas de ellas la cerámica creativa se convierte en una opción profesional.

En la actualidad, es en el campo creativo donde la mujer reencuentra la cerámica, desligada de su antiguo sentido utilitario y erigida en expresión artística. En Extremadura existen algunos ejemplos renombrados de mujeres ceramistas[17] que enriquecen con su obra el campo experimental e inagotable de la cerámica.


NOTAS:

[1] Un extracto de esta comunicación se publicó en el catálogo de la exposición «La mujer en la alfarería española», (coord. Ilse Schütz, Agost, Museo de Alfarería, 1993, pp. 34-35)

[2] C. Lévi-Strauss hace en su libro La alfarera celosa (Barcelona, Paidós, 1986) un análisis de algunos de los mitos sobre el nacimiento de la alfarería entre tribus del Continente americano y observa cómo la mayoría de ellos presentan una figura femenina como dueña del arte de hacer vasijas de barro:

«De cualquier modo que se la llame: madre-Tierra, abuela de la arcilla, dueña de la arcilla y de las vasijas de barro, etc., la patrona de la alfarería es una bienhechora, pues, según las versiones, los humanos le deben esta preciosa materia prima, las técnicas cerámicas o bien el arte de decorar las vasijas». (pág. 35)

[3] Así lo señala C. Lévi-Strauss para el Continente americano:

«Sin pretender remontarnos a los orígenes, no hay duda de que en América es más frecuente que la alfarería incumba a las mujeres.» (Op. cit., pág. 34)

Ian Hodder para ilustrar las posibilidades del análisis etnoarqueológico referido a la tecnología cerámica se sirve de la alfarería femenina keniata (The Present Past.An Introduction to Anthropology for Archaeologists, London, Batsford Ltd, 1982).

[4] Esta terminología más precisa es la que emplea Emili Sempere (Rutas a los alfares. España y Portugal, Barcelona, 1982, pág. 46), pues hay que tener en cuenta que inclusive con el torno rápido el trabajo no deja de ser «manual».

[5] Son datos extensibles al resto de la Península, pero en los que a Extremadura respecta disponemos, hasta la fecha, de un representativo conjunto cerámico que han proporcionado yacimientos como Cueva de la Charneca (Oliva de Mérida), de época neolítica; del período calcolítico, los Barruecos (Malpartida de Cáceres) y la Pijotilla (Vega del Guadiana) y de la Edad del Bronce, Palacio Quemado (Alange) y Cueva del Conejar (Cáceres), entre otros. Algunos de los estudios sobre estos yacimientos arqueológico pueden encontrarse en el volumen Extremadura Arqueológica II, Mérida, Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura y UEX, 1991.

[6] Sirvan de referencia los materiales cerámicos hallados en los yacimientos del Bronce Final (período orientalizante) de Cancho Roano (Zalamea de la Serena) y la Necrópolis de Medellín; de la Edad del Hierro, Castro de Villasviejas del Tamuja (Botija) y Castro prerromano de la Ermita de Belén (Zafra).

[7] Sin embargo, responden a estas mismas características y coinciden en este mismo horizonte cultural las llamadas cerámicas grises, realizadas en cocción reductora.

[8] Tal y como revelan los datos proporcionados por la excavación en curso del solar de Morerías (Mérida).

[9] Se refieren a la alfarería de estos centros J. LLorens Artigas y J. Corredor Matheos en su obra Cerámica popular espñola, Barcelona, Editorial Blume, 1982, pp. 63-70.

[10] Natacha Seseña, «La alfarería en Mota del Cuervo (provincia de Cuenca)», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, nº XXIII, 1967, pp. 339-346.

[11] Emili Sempere, op. cit., pp. 332 y 327 respectivamente.

[12] Respecto a Canarias, J. LLorens Artigas y J. Corredor Matheos, op. cit., pp. 180-183.

[13] Para el contenido de los datos expuestos, nos hemos basado en los centros activos de la región extremeña durante la década de los 80: un total de veinte localidades alfareras, distribuidas nueve en la provincia de Badajoz y once en la de Cáceres. En lo básico, la información es válida también para la región del Alentejo portugués.

[14] Centros productores de recipientes de gran envergadura fueron Guareña, Castuera y Miajadas en la provincia pacense y Arroyomolinos de Montánchez en Cáceres, junto con Torrejoncillo única localidad que se mantiene en activo.

[15] El término «fábrica» es el que registra Pascual Madoz en 1846 en su Diccionario Geográfico, Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de ultramar para referirse a las alfarerías corrientes. Tal denominación ha pervivido en algunos centros extremeños hasta nuestros días. Sirvan de ejemplo los de Plasencia, Fregenal de la Sierra, Talarrubias, Mérida, etc.

[16] En los años 80, por la falta de demanda de recipientes utilitarios, ningún alfar de los registrados disponía de más de tres operarios, aunque muchos disfrutaron de plantillas más numerosas en el pasado.

[17] Cabe señalarse algunos nombres como los de Isabel Torrado (Cañamero), Inés Madejón (Navalmoral de la Mata), Paloma Sánchez (Cáceres) o María de Elena (Mérida).

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