Oct 011979
 

Antonio Muñiz Sánchez.

A través de la historia, Guadalupe es un monumento capital del arte mudéjar; una soberbia y formidable representación del mismo.

Carlos, nuestro glorioso Emperador, fue un admirador del mismo, a pesar de que en su gobierno floreciera tan espléndidamente el Renacimiento.

Ser el arte que más influencia y representación tiene en el famoso monasterio, es lo primero que tenemos que afirmar.

Nada hemos dicho acerca de las generalidades del estilo y su origen.

Y por ello, queremos hacer una breve descripción del mismo.

A pesar de ser un estilo, que no salió de nuestras fronteras patrias, pero por eso mismo el más genuinamente español y característico.

Todos sabemos que nuestra patria se vio envuelta en la lucha secular contra la morisma, y que dicha lucha, iniciada hacia 721, en la abruptas montañas de Asturias, y bajo la advocación gloriosa de otra imagen mariana, Covadonga, no terminó «oficialmente» hasta la toma de Granada por los Reyes Católicos, en 1492. Aproximadamente ocho siglos.

Los siglos VIII, IX y X marcan una vacilante oscilación entre la cultura cristiana y la musulmana, entre la manera de vivir oriental o europea; pero en el siglo XI, arruinado ya el Califato de Córdoba, los cristianos se imponen política y militarmente a los musulmanes.

Que siempre la influencia religiosa y la devoción mariana fueron factores muy decisivos en la secular lucha de la Reconquista. «Tú diste, Madre mía, valor a nuestros reyes, por Ti la media luna pudimos abatir».

Formidables luchas existieron en tan dilatado tiempo, con sus avances y retrocesos, altos y bajos. La acción militar, un tanto desordenada y aislada, hizo que en los territorios ocupados o ganado hubiera diversas vicisitudes.

Mantener una seguridad fue el deseo recíproco de ambos contendientes; si ganaban los árabes y la población cristiana quedaba sometida, se llamaban «mozárabes». Si los vencedores eran cristianos, la población vencida se llamaban «mudéjares», nombre que significa «tributario», ya que llevaban el peso fundamental de las contribuciones. En los tres primeros siglos de la Reconquista, por el predominio musulmán, casi no había; su número aumentó muchísimo en los siglos XI, XII y XIII. Los de las ciudades se dedicaban a los oficios y al comercio; los del campo, a la agricultura.

La primacía del predominio cristiano, a partir de entonces, se hizo manifiesta: Vivieron sometidos al dominio cristiano, pero conservaron sus costumbres, justicia y religión. Sus barrios se llamaron «aljamas» o morerías. Estaban obligados a pagar el diezmo a la Iglesia y a arrodillarse al paso del Santísimo Sacramento; no podían ser testigos sino en causa propia; se les prohibió el uso de determinadas telas y se les obligó a llevar barba.

Gran empuje y categoría social alcanzaron en el siglo XI, ya que, además de las especialidades anteriormente descritas, fueron diestros en la construcción y oficios auxiliares a ella, por lo que pudieron colaborar al desenvolvimiento artístico de España.

Familia artesana y campesina los llamó el rey Enrique IV, en el que tuvieron un gran protector, y el cual yace hoy bajo los ábsides mudéjares de la basílica guadalupense.

De fulgurante podemos considerar su incidencia en el campo de las bellas artes y de la arquitectura.

Por origen primero del estilo se tiene la introducción en el arte románico, especialmente en Castilla y León, de elementos moriscos; San Juan de Duero, en Soria, y la Vera Cruz y San Millán, en Segovia, son buenas pruebas de cuanto estamos afirmando.

Resumiendo, la características generales del estilo son: el arco de herradura; las cubiertas, generalmente de madera, con lindos artesonados; como elementos árabes: el uso constante del ladrillo, como material de construcción, ya solo, ya alternando con mampostería. Los azulejos son un elemento muy socorrido de su ornamentación. En el pleno esplendor del arte mudéjar, Toledo y Andalucía son los centros más representativos.

Ostensible y asombrosa es la cantidad de monumentos mudéjares que existen en la imperial ciudad: la iglesia de Santiago del Arrabal, las torres de San Miguel y Santo Tomé, la basílica de Santa Leocadia, la sinagoga del Tránsito, la Puerta del Sol, Santa María la Blanca, el Cristo de la Vega, la Concepción Francisca… Ya en la provincia, es preciosa y esbelta la torre de Santa María de Illescas, la patria de Fray Gonzalo, el prior inmortalizado por Zurbarán en un cuadro de la sacristía y que hoy duerme el sueño eterno bajo los arcos de herradura del claustro mudéjar guadalupense.

A pesar de que nos gustaría, no podemos extendernos sobre el mudéjar andaluz, exuberante, lujurioso, riquísimo de estructura y ornamentación; con sus formidables monumentos civiles, como el palacio de Las Dueñas, la casa de Pilatos y los reales alcázares sevillanos. Ni tampoco podemos describir, porque sería muy extenso, las airosas torres de San Martín y del Salvador, de Teruel, ni la profunda diversidad de muestras que encierra Zaragoza en torres, ábsides, frisos, de los cuales el de La Seo es la más impresionante muestra de la azulejería y riqueza ornamental del estilo.

Sobre los cenobios franciscanos y jerónimos (¡vaya un cruce glorioso para la historia del monasterio guadalupense!) se sirvieron también de albañiles y carpinteros mudéjares, llamados «alarifes», para la construcción de sus conventos e iglesias, principalmente en Extremadura y Andalucía

A profusión de ejemplos podríamos recurrir, los tenemos en el famoso monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo, en Sevilla; Santa Clara, de Moguer, y el histórico convento franciscano de La Rábida: su claustro, construido a principios del siglo XV, cargado con el peso glorioso de su evocación colombina, esta construido de ladrillo, sobre pilares octogonales, llenos de encanto y sencillez.

Convento magnifico es, en Castilla, el cenobio franciscano de San Antonio el Real, que es la construcción religiosa mudejar más notable de Segovia.

Cariño y predilección debió sentir hacia el convento de Santa Clara, de Tordesillas, el gran rey Alfonso XI, y que en sus inicios fue palacio suyo (el magnánimo fundador del monasterio de Guadalupe, el victorioso del Salado); tiene en la capilla mayor de su iglesia, el «alfarje», la ornamentación de carpintería en su techumbre más rica de España.

Y recordando nuestra querida Extremadura, sin tener en cuenta ahora el santuario de la Hispanidad, existen algunas muestras mudéjares: en Abadía, la tierra llana cacereña, en el límite con Salamanca, a orillas del Ambroz, se alza el original patio mudéjar del siglo XIII. También en Badajoz, en Tentudía, tenemos un sencillo claustro.

Profunda visión causa a quien por primera vez contempla, en Granja de Torrehermosa (no en vano le viene el nombre), la airosa y esbelta torre mudéjar, con una bellísima y caprichosa disposición de ladrillo. En Fregenal de la Sierra es maravilloso el techo de alfarje de la capilla de Santa Catalina, que prueba una vez más el dominio profesional de aquellos artesanos. Finalmente, Fuente del Maestre, ciudad señorial y franciscana, junto a los muros de su impresionante parroquia, asoma, esbelta y sencilla, una torre mudéjar, que es todo un poema de belleza y hermosura.

Admiración causa un arte grande, tratado con pequeñas pretensiones; un estilo que alcanzó grandes fines arquitectónicos, con medios limitados y humildes. Sólo el yeso y el ladrillo, materiales pobres, como correspondía a poblaciones vencidas, hicieron verdaderas filigranas artísticas. Y es que hasta en la arquitectura, utilizando la expresión evangélica, el que se humilla será ensalzado.

Oct 011979
 

Antonio Muñiz Sánchez.

Alimentarse y comer es la más primaria necesidad que la naturaleza nos ha impuesto, la inteligencia del hombre fue capaz de modificar la forma natural de hacerlo, evolucionando y preparando los alimentos de las más variadas maneras, llegando a confeccionar la cantidad de guisos y preparados que actualmente poseemos.

El acto de comer ha constituido una de las más representativas formas de unirse familiarmente en las mismas órdenes religiosas, el refectorio es una de las más importantes piezas, y su asistencia al mismo, inexcusable. No digamos lo solemne y ritual que era el cabeza de familia presidiendo la mesa y bendiciendo los «dones que hemos recibido de vuestra largueza».

Reunida la familia alrededor de la mesa o al calor de una lumbre, en el «hogar era un simpático cuadro de armonía, felicidad y amor, en un acto tan sencillo como el comer, pero cargado de una enorme fuerza aglutinante. Extremadura, región agrícola por excelencia, ha conservado, con religioso afán las tradiciones y costumbres que nos fueron legadas por nuestros antepasados, entre las que son destacadas los platos típicos y las diversas formas de prepararlos. Como región interior, la pesca nos es preponderante; como agrícola, los platos sencillos y pastoriles, son frecuentes; ello sin excluir los sabrosos asados o fritos, comunes a todas las regiones españolas, pero nos limitaremos a los más representativos.

Sea el primero el cocido extremeño: Es una derivación de la «olla podrida» cuya principal diferencia fue el añadido de legumbres, especialmente garbanzos. Podríamos definirlo como «vianda preparada con carne, tocino, chorizo y legumbres, todo lo cual se cuece y sazona juntos».

El gran aperitivo del cocido es su sopa, que se prepara extrayendo el sabroso caldo del cocido, para tomarlo aparte. Varias formas hay de consumirlo primera, tomándolo según se extrae, en forma de consomé; segundo, haciéndolo hervir

aparte, añadiendo pastas, tales como fideo… etc. y dándolo un breve punto de cocción; y finalmente, y esta es la forma más clásica, calando dicho caldo en las rebanadas de pan, previamente cortadas en finas lonchas, para que empape bien cosa de unos minutos, ya si excede de tiempo, se convertiría en una pasta.«Ufrasia, vélas calando c’a sonao el din din» Se refiere a la campana de coro que en Guadalupe, a las doce solares sonaba para llamar a los religiosos, y avisaba a los guadalupenses que ya era la hora del «yantar».

La legumbre típica del cocido es el garbanzo, que entra exclusivamente, (aunque también admite alguna patata), ya que las mezclas con arroz, judías, verdura, etc. son más propias del potaje.

Esto no quita, para que bien aparte o juntamente, se cueza verdura, berzas, calabaza, etc. para suavizar un tanto el enérgico del representativo plato extremeño. Finalmente viene la «cecina» como genéricamente se denomina al conglomerado de carne, tocino, chorizo, jamón, etc. y que se empringaba en rebanadas de pan. Algunos cabezas de familia, a los que cariñosamente recuerdo, tomaban este acto como un sagrado rito jurisdiccional. Extremadura ha sido y es una fuente inagotable de valores humanos, de virtudes excelsas.

Se me olvidaba decir que la sopa puede ser normal cuando no lleva aditamento alguno y entonces tenía un color amarillo; y si tiene chorizo, su grasa la confiere un atrayente color rojo, que despide un olor fragante.

También debo decir que la sopa, una vez calada puede añadírsele un poco de «pellejerana» hierba buena y consumirse con la ayuda de aceitunas, cebollas, pimientos. etc.

La ventaja del cocido es que él solo se hace; no necesita la presencia constante de la cocinera; no hay que estar mirándole y meneándole, añadir ahora esto y luego lo otro. Así que a la categoría de plato fuerte, une la ventaja de lo práctico.

La sopa de ajo es también otro plato, famoso por la sencillez y rapidez de su hechura y lo económico de su coste.

La primera base para una buena sopa de ajo, es tener buen aceite. En una cazuela o sartén se pone el aceite a calentar y se echan los dientes de ajo y el pimentón; se rehoga lentamente dándole vueltas para que se haga por igual; se le agrega el agua fría; se sazona de sal y se deja cocer muy despacio unos cinco minutos. Se calan las sopas, que como siempre, deben estar finamente cortadas, y se deja reposar unos minutos.

Esta es la forma clásica de prepararlas, al menos, en Extremadura. Admite tropezones de carne frita, pedazos de huevo cocido, también un huevo escalfado… etc. pero ya digo, esto son filigranas que se apartan un poco de las verdaderas y sencillas sopas de ajo.

El famoso «ajo cano» tan común en los pastores de nuestra tierra y que tan gran solución presta a su problema de manutención, no es otra cosa que la sopa de ajo con dos variantes; primera se fríen unas rebanadas de pan o «pringadas» para adornar la sopa de pan; segundo, el añadido de agua se cambia por leche, lo cual las convierte en doblemente atrayentes y nutritivas. Dejando aparte su mayor valor alimenticio ¿será que muchas veces los pastores encuentran más a mano, la leche que el agua? Todo un tratado de filosofía natural.

Las migas es también otro plato suculento y característico extremeño. El pan debe ser «sentado», quiere decirse que no debe ser tierno, ya que así no se presta a ser cortado en finos trozos. Conque sea del día anterior es suficiente. Varias cucharadas de aceite, algunos dientes de ajo, pimiento, algo de pimentón y una buena cantidad de tocino, son los fundamentales ingredientes. Se fríen los dientes de ajo, se le añade el pimentón y posteriormente el agua; inmediatamente se echa el pan, removiéndolo con una paleta, hasta que alcance el punto debido, que se notará, cuando las migas estén sueltas y doradas.

En la zona de Badajoz, el tocino, muy picado, se entremezcla con el pan, confundiéndolo con las migas, lo que le proporcionará agradable sabor.

Sin embargo en Cáceres, las migas se rehogan sin el tocino, que en pedazos relativamente gruesos, se fríen antes, apartándolos después, para en forma de «torreznos» comerlos como aperitivo con las migas.

A mitad de plato, especialmente en las zonas pastoriles, se rematan añadiéndole una cantidad de leche caliente, lo cual multiplica su valor y ayuda a comerlas con más facilidad.

La cocina extremeña se sienta sobre los pilares de tres monasterios famosos: Alcántara, Yuste y Guadalupe; la cocina monacal, pacientemente, día a día, año tras año, fue añadiendo fórmulas y recogiendo experiencias, que fueron la base de la gastronomía regional.

Hasta ahora, los anteriores platos calientes, son propios del invierno: existe otro, de tipo refrescante, más propio del verano. Nos referimos, sin duda, al gazpacho; en Badajoz se hace de la siguiente manera: Se frota el interior del mortero con unos dientes de ajo, machacándolo luego con un puñado de sal y agregando un buen migajo de pan. Se añaden tomates crudos y pimientos. Cuando todo está bien majado, se echa el aceite, a pequeños chorros, batiéndolo bien, para que ligue la mezcla. Conseguido esto, se echa la suficiente agua fría. El aderezo se completa con algo de vinagre y se migan pedazos de pan no tiernos y rodajas de pepino.

En Cáceres, el gazpacho se hace así: Se machaca el ajo con el mortero (en algunos lugares, además se le echa poleo) a continuación se depositan en un recipiente aceite, algo de vinagre, una miga de pan desmenuzada y una yema de huevo cocido, todo ello se bate bien, agregando agua fría poco a poco. Se pica un poco de cebolla, tomate, la clara del huevo cocido, pepino, un poco de pimiento verde y pequeños trozos de pan.

Refiriéndonos a Guadalupe, son proverbiales los platos de la matanza, tales como la «probadura» o masa fresca de chorizo, tan suculenta como indigesta, o la «cachuela» hecha para aprovechar el hígado fresco del cerdo y suavizada con miga de pan, qué es una delicia saborearlo.

En cuanto a dulces, el bizcocho, a base de harina y huevo, para mojar en chocolate o café, o bien se puede comer solo, por lo magnífico de su sabor: lo mismo digamos de las magdalenas, las perrunillas, cargadas de aceite o manteca, resultan un manjar que debe tomarse «en seco». El muégado o bizcocho alto, amorosamente unido con miel, es por su alto porte y exquisito sabor, golosina propia de las grandes ocasiones.

Existen también platos propios de determinadas localidades, como son: gallo a la manera de Hervás, lagarto a la plasentina, faisán alcantarino, pastel de perdices coriano, huevos emeritenses, capón asado a lo Almendralejo, bizcocho borracho de Cáceres, ajioli zoritano, buñuelos alianos, caldereta pastoril navezueleña, carne encebollada de Jerte, chorizos dombenitenses, menestra trujillana, puchero cañamerano, farinatos de Gata y patas de cordero torrejoneras. No he hablado de los platos derivados del cerdo, porque esto sería imposible; baste recordar que la cocina extremeña tuvo como base los más ricos alimentos que del mismo proceden; acaso no haya ninguna otra región de España, donde pueda evocarse un ambiente gastronómico de tal intensidad, creador de una tradición que todavía perdura.

Lo único que ha faltado en esta excursión, es que la lectura de cosas tan ricas y sabrosas, en vez de entrarnos por los ojos, hubiera sido por la boca, como era menester.

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