Juan García Murga Alcántara.
LOS VALORES ARTÍSTICOS DE LOS RELATOS DE VIAJEROS
Los relatos de viajes, tengan éstos la finalidad que se les hubiese querido dar (diplomática, económica, bélica, etc.), han constituido siempre una inestimable fuente de valoraciones artísticas, aún contando con que, casi hasta nuestros días, los que podían conocer lo que se hacía en otras regiones de un país o en otras partes de la tierra, en el terreno artístico, eran contados (dada la dificultad de las comunicaciones), y estos escasos viajeros actuaban como portadores de ideas renovadoras o simplemente de noticias, que a veces llegaban a configurar verdaderas corrientes culturales, como en el caso tan conocido de las rutas de peregrinación, aunque en este caso fueran muchas las personas que se desplazaban.
Además, las noticias de los viajeros se limitaban forzosamente a relatos, porque hasta el siglo XIX no empezaron a descubrirse o inventarse medios de reproducción que, de alguna manera, pudieran compararse a los actuales, que permitiesen captar instantáneas; el viajero narraba lo que había visto y, en ocasiones, lo plasmaba en estampas o grabados: pero incluso con esta técnica había que dejar gran parte del trabajo a la composición en el taller, fase de larga duración y en la que había facilidad teórica para cambiar o añadir matices que desvirtuasen o transmitiesen de forma incorrecta la noticia de la forma u obra artística que se estuviese reproduciendo: el relato cumple la delicadísima misión de hacer posible, en gran parte, el conocimiento de una obra de arte desde el punto de vista evolutivo, al darnos noticia de ésta y una constancia documental de la misma, se convierte, en ocasiones, en el único testimonio que permite rastrear las raíces de una forma estilística o nos da la clave de la formación de algún artista que basaría su aprendizaje teórico en relatos y repertorios, y en su propia experiencia viajera.
UTILIDAD DE LOS LIBROS DE VIAJES
Resulta innegable el valor de relatos y libros de viajes para el conocimiento del estado de los monumentos en el pasado y de su recorrido hasta llegar a nosotros, más o menos transformados, o para conocer su existencia, si han llegado a desaparecer: el historiador del arte va más allá de lo que puramente ve e investiga, raíces culturales que, como en el caso de los monumentos desaparecidos, permanecen invisibles.
Conocer el estado de los monumentos en el pasado hace que éstos nos cuenten su verdadera historia, evitando el considerarlos como simples “montones de piedras” o “testigos mudos de un pasado glorioso o triste”. Del conocimiento del estado de los monumentos en el pasado, pueden salir motivos de lamentación al haber desaparecido obras de arte, debido a la incultura o cerrilismo de los hombres, únicos animales que sienten placer en destruir; o bien expresiones de satisfacción por haberse puesto en nuestros días remedio, en lo posible, a situaciones insólitas del pasado.
El historiador del arte, como los demás científicos, trabaja con documentos; pero existen muchas clases de documentos y muchas formas de obtenerlos; y no vamos a quedarnos con la creencia de que el único criterio de fiabilidad de un trabajo de investigación sean los documentos escritos, sino que la descripción como referencia de un vestigio del pasado también tiene el inapreciable valor de herramienta de trabajo.
EL LENGUAJE ARTÍSTICO DE LOS VIAJEROS COMO REFLEJO DE UNA ÉPOCA.
Los autores de libros o relatos de viajes utilizan el lenguaje propio de su tiempo para dirigirse a sus contemporáneos, sin poder pensar que quizás la mayor valoración de su esfuerzo al contar o describir lo que han visto lo van a hacer gentes de generaciones posteriores, dotadas de otro equipaje dialéctico, de otra forma de pensar y de expresarse para referirse a los monumentos emeritenses, se emplea hoy especialmente la palabra “ruina”, pero no significa lo mismo que en el siglo XVII, cuando Moreno de Vargas (no viajero, pero sí historiador de las cosas de su pueblo, Mérida) la da a esta palabra un sentido nostálgico, de recuerdo de un pasado que se pretende más glorioso: “… de algunos edificios que, por las ruinas que han quedado de ellos, se manifiestan, y el tiempo, consumidor de todo, no ha podido del todo ponerlas en el olvido”.
En el siglo XVIII un famoso viajero, Ponz, habla de las ruinas emeritenses (se entiende de las romanas, porque también trata de las de su tiempo, como las morales: ej.: el maltrato a los monumentos del pasado con la mentalidad propia de su tiempo, que minusvalora todo lo que no tenga un rendimiento práctico a la vista: “no es de mi genio gastar muchas palabras en cosas destruidas y que no se han de reedificar… quando no tienen ningún uso en nuestra edad”. La palabra “ruina” pone de manifiesto aquí una situación irremediable: se puede demostrar un erudito interés por conocerlas, pero sin pensar en reconstrucciones o posibles empleos que no tengan relación con su uso primitivo.
En el siglo XIX, época del romanticismo cultural (especialmente en el campo literario fue donde más pervivió el lenguaje romántico), la palabra “ruina” se asocia a lo solemne, a lo cuasi-sagrado de una mentalidad que sobrevaloraba el pasado histórico, a veces sin someterlo a investigación crítica. Así se expresa Díaz Pérez, cronista de estos tiempos, en su libro “Extremadura”, al que, por otra parte, hay que considerar con cierta reserva, porque en algunos momentos adopta una forma excesivamente literaria.
Otro vocablo que ha variado de significado según la época es el de “antigüedad”, que hace referencia a la duración en el tiempo de restos, no expresamente a su estado físico: un cronista o viajero del siglo XVI, Andrés Navagero, los llama “antigüedades”, valorando ese término al decir que “existen en Mérida muchas de ellas”.
Un derivado de esta palabra, “antigualla”, alcanza en Ponz una apreciación que creemos peyorativa o despectiva, que es también el significado que tiene entre nosotros; veríamos así cómo una palabra, al no emplearse con demasiada frecuencia, puede cargarse de un significado negativo, sin existir una razón objetiva para que tal hecho suceda. Ponz hablará de notables “antiguallas”, localizadas en un magnífico templo.
La palabra “resto”, todavía más imprecisa, referida únicamente a la situación incompleta de un objeto, en este caso monumento romano de Mérida, puede llegar a representar la sensación experimentada por muchos contempladores de éstos, que creen estar ante una conservación milagrosa, como si una fuerza especial los mantuviese sobre la tierra.
Otros términos dignos de ser tenidos en cuenta serían los de “arqueólogo”, “anticuario”, de significados distintos en siglos pasados y en nuestros tiempos.
Nos parece que es posible afirmar que el origen del significado de estos términos empleados al hablar de los “monumentos” romanos de Mérida le debe mucho a la tarea de los escritores viajeros que dieron su opinión sobre el estado de estos “recuerdos”. Las citadas opiniones, al transmitirse y ser recogidas como propias por los lectores de sus obras, adquieren autoridad y pasan a llenar de contenido unos conceptos que, de lo contrario, resultarían genéricos y sin explicación.
NOTICIAS CONCRETAS
Siglo XVI
Espiguemos algunas noticias de viajeros de este siglo que nos hablan de la monumentalidad de Mérida; desde la admiración que causa toda maravilla del pasado hasta la lamentación por el estado en que se encuentran aquéllas.
A los autores de esta centena los admira, como a todos los posteriores, el puente, el teatro, sobre todo por el lamentable estado en que se encontraba, limitado con tapiales, en parcelas y sembrado de legumbres y melones. En los viajeros más cultos, como Gaspar Barreiros, aparece la crítica (sólo con la pura descripción) al empleo de las piedras romanas desmontadas en edificios posteriores, caso desgraciadamente frecuente incluso casi en nuestros días. Por tanto, el respeto al patrimonio artístico pasado podemos considerarlo poco menos que inexistente, lo cual provocaba lamentaciones nostálgicas a cerca de un mejor tiempo pasado, como dicen P. Medina y D. Pérez de Mesa: “Y de otras muchas ciudades se lee también auer sido muy grandes, que agora no lo son por auerlas acabado el tiempo. Assi le sucedió a esta ciudad en la que agora parecen señales de edificios muy antiguos…”.
Siglo XVII
Aunque Moreno de Vargas fue historiador de su lugar de residencia, Mérida, interesan sus noticias, aunque no sean crónicas de viajero, para establecer comparaciones con lo descrito por otros viajeros. Así, cuando describe el panorama del teatro y del anfiteatro en su tiempo, se aprecia que nada había cambiado en relación con el siglo pasado, ya que ambos (teatro y anfiteatro) estaban en una cerca de su propiedad que se sembraba de cebada cada año; la culpa de esta situación la tendrían el tiempo y la fortuna, “que tan diferentes sucesos producen en las cosas de este mundo”.
En cuanto a la exageración literaria, el acueducto de los Milagros es comparado a las siete maravillas del mundo. Finalmente, apunta remos que la idea de que Mérida era una segunda Roma por sus ruinas, que expresaban un pasado glorioso, aparece ya formada en el siglo XVII, aunque el pueblo emeritense no parecía sentir este aprecio como propio, dada la situación en que se encontraban esos monumentos, como nos cuanta el mismo Moreno de Vargas.
Siglo XVIII
En el siglo XVIII, según ve Ponz, se plantea con mayor insistencia el tema de la utilidad de los monumentos romanos, que él juzga grandiosos, pareciéndole que los más útiles son los puentes y los acueductos, a los que compara con los de Roma, describiendo la técnica de construcción del acueducto de los Milagros, que había tenido repercusiones en la arquitectura hispanomusulmana y románica, y la del acueducto de San Lázaro, del que dice que “es menester verlo para creer en la fortaleza de su argamasa”.
El saneamiento, la preocupación por la higiene pública, la admiración que despiertan en el viajero ilustrado las obras públicas utilitarias romanas, aparece constantemente en la obra de Ponz quien, hablando del pantano de Cornalvo, dice: “se han descubierto últimamente maravillosas cañerías subterráneas, con comunicaciones de unas a otras, tan espaciosas y cómodas, que se puede caminar a pie por ellas”. También expresa cómo puede variar el concepto de cultura de un tiempo a otro “… en aquellos contornos… de monte espeso e inútil, que era, se reduzca a cultura, y monte claro”; se refiere, indudablemente, a la zona que en la actualidad se querría reservar para parque natural.
La excavación arqueológica va poniéndose de actualidad en este siglo XVIII; ha cambiado la mentalidad, como dice Ponz refiriéndose a Moreno de Vargas. Éste habla en su “Historia de la Ciudad de Mérida” de que la zona del teatro y anfiteatro pertenecían a su mayorazgo, lo que me parece extraña cosa en un sujeto, que manifestaba tan buen gusto e inteligencia de las antigüedades, a lo menos el no haberle ocurrido hacer antes en aquellos espacios muchas excavaciones, donde seguramente hubiera encontrado cosas dignas de aprecio.
Los testimonios de viajeros-escritores del pasado pueden ayudar a fijar las zonas de actuaciones arqueológicas, tapadas en nuestros días por construcciones de épocas en las que no se le ha dado mucho valor al pasado histórico-artístico.
La erudición propia de la época ilustrada, en la que los restos de la antigüedad son valorados con una visión teorizante del pasado histórico y sin querer llegar a la valoración e intento de reconstrucción de formas de vida antiguas, se nos muestra en detalladas descripciones propias de un observador directo y atento: “es preciso hablar de otras notables antiguallas: una de ellas está situada hacia el medio de la ciudad, en la casa del Conde de Los Corbos, edificada entre una porción de columnas estriadas de orden compuesto. Estas se dexa ver que eran de un magnifico templo…; dicho templo es de los que Vitrubio llama Perípteros, por tener columnas en lo exterior de las quatro alas, ó lados de él, cuya figura es quadrilonga”.
Siglo XIX
En el comentario de los grabados de Laborde, aparece inicialmente el contraste que nota el viajero en el primer tercio del siglo XIX, entre lo que ve y lo que ha estudiado sobre Mérida en la antigüedad: Mérida era “una de las ciudades más pobres y abandonadas de la monarquía española, con apenas 5000 habitantes”.
En Laborde podemos ver al estudioso-erudito y entusiasta además del espectáculo que sus ojos contemplan. No es ya el simple turista de paso, sino el viajero atento que se detiene cuanto tiempo estima oportuno para ver todo con detalle. Al tratar de los acueductos Laborde también los compara con los de la misma Roma, haciendo una minuciosa descripción técnica de los materiales constructivos del acueducto de los Milagros; admira los puentes, deteniéndose en el estudio del que salva el valle del río Albarregas, algo menos conocido.
Uno de los monumentos más destacados, el anfiteatro, es visto por Laborde como de los más degradados, sólo reconocible por la forma elíptica característica de estos edificios. También el “Arco de Santiago”, ahora llamado vulgarmente de Trajano, es objeto del interés de este ilustre viajero francés, que afirma que sólo queda el esqueleto de lo que debió ser antes, como así lo recoge en su grabado.
Como conclusiones finales, debemos señalar el interés que ha tenido para el visitante, desde todos los puntos de vista, el pasado artístico emeritense, en cuya consideración y protección todos los esfuerzos son pocos: los viajeros han transmitido su información, con mayor o menor objetividad, y se ha ido formando un verdadero cuerpo conceptual-documental que va llenando de sentido la contemplación de los monumentos romanos emeritenses, y los mismos monumentos, de una forma progresiva y creciente.