Oct 152024
 

César Rina Simón

UNED

Resumen

En el año 2023 se cumplió el 150 aniversario de la proclamación de la I República, lo que supuso la primera experiencia democratizadora española del siglo XIX y la ventana de oportunidad para culturas políticas, modelos de estado e identidades nacionales y subestatales que protagonizaron posteriormente la historia contemporánea del país. En esta conferencia pretendemos hacer un recorrido por los principales acontecimientos y proyectos de la I República, vigente entre el 11 de febrero de 1873 y el 29 de diciembre de 1874, atendiendo a las aportaciones y enfoques historiográficos que han permitido superar las lecturas teleológicas y fatalistas en torno a su historia. La I República heredó todas las expectativas de transformación y modernización de la revolución gloriosa y los anhelos de participación política no satisfechos por la monarquía liberal. Durante su corto y convulso período de existencia, los gobiernos republicanos y federales tuvieron que hacer frente a la conflictividad social y a varios frentes de guerra de abierto a uno y otro lado del océano, no muy diferentes a los que habían vivido otros gobiernos y modelos de Estado precedentes, pero lo suficientemente desequilibrantes para legitimar dos golpes de Estado y una restauración monárquica en torno a una dinastía que tuvo que huir del país apenas seis años antes.

 

La I República, vigente desde el 11 de febrero de 1873 hasta el 29 de diciembre de 1974, fue la primera tentativa de articular un régimen democrático de la historia de España. El proceso, como veremos, estuvo marcado por la inestabilidad gubernamental, por la incapacidad para satisfacer las expectativas de los movimientos populares que la habían sustentado, por las presiones militares -que venían determinando la dirección política del país en las décadas precedentes- y por la fuerte oposición de monárquicos, esclavistas y carlistas. La división de los grupos republicanos y la posterior restauración canovista, presentada como la vuelta al “orden” frente a un período de anarquía, proyectaron una imagen negativa y estereotipada de una forma de gobierno y de unas experiencias democratizadoras que no se retomarían hasta 1931. Estos condicionantes, sumados a las memorias confrontadas del período republicano, han supeditado los enfoques historiográficos sobre este momento clave en la configuración de las culturas políticas contemporáneas.[1]

 

Tópicos historiográficos en torno a la I República.

Las lecturas historiográficas en torno al desarrollo y la significación de la I República española se han visto lastradas por posicionamientos maniqueos que han proyectado sobre el proceso sus prejuicios políticos. Hay una serie de tópicos interpretativos que se han retroalimentado generacionalmente para, en la mayoría de los casos, demonizar el período, no tanto por sus acontecimientos sino por su modelo de Estado. La legitimación monárquica alfonsina y juan carlista, así como la memoria construida durante el franquismo, trenzaron una genealogía caracterizada por la sucesión de tiempos republicanos, caracterizados por el caos, y por etapas monárquicas, que vendrían a restaurar el orden y la dirección “adecuada” de la nación.[2] A continuación, exponemos sintéticamente los principales tópicos perpetuados en el tiempo a partir de unas preguntas que surgen cuando nos acercamos a esta etapa histórica.

¿Fue un proceso político específico de la capital y de las grandes ciudades? No. El republicanismo y los anhelos de democratización estuvieron presentes en todo el territorio y también en las zonas rurales. Extremadura, por ejemplo, fue un importante foco de tensión socioeconómica, sobre todo en lo relativo a la ocupación de tierras y el rechazo al modelo de propiedad que el liberalismo había impuesto mediante las desamortizaciones. El campesinado extremeño, a la altura de 1873, se encontraba muy ideologizado, las ideas republicanas se habían extendido por muchos pueblos y se había movilizado contra la distribución y explotación liberal de la tierra, contra el latifundismo, el absentismo, las elevadas rentas, la arbitrariedad e incertidumbre laboral de los braceros, la escasa productividad y la falta de inversiones de los nuevos-viejos señores de la tierra. La pérdida paulatina de los usos comunales de la tierra durante la primera mitad del siglo XIX fue contestada en el campo extremeño con robos, motines, ocupación y reparto de tierras, quema de títulos de propiedad y de archivos, tentativas de restablecer las prácticas y los derechos comunitarios seculares, tala de arbolado, incendios provocados o derribo de muros y lindes. El Estado, para contener estas movilizaciones, reprimirlas y hacer imponer su modelo de propiedad, había creado en 1844 la Guardia Civil. Ésta garantizaba la propiedad y los usos de la tierra en las zonas rurales, pero no pudo impedir, sobre todo en tiempos de carestía, que el campesinado luchara por unos derechos que consideraban históricos. El 30 de abril de 1871 estalló un motín en Serrejón pidiendo la nulidad de la venta de los bienes del común efectuada durante la desamortización de 1855. Entre el motín y la desamortización tan sólo mediaban dieciséis años. Todas estas acciones se recrudecieron durante la I República, sobre todo en momentos clave en los que el campesinado vio peligrar las expectativas transformadoras del régimen. Los gobiernos republicanos, principalmente vinculados al moderantismo y al conservadurismo, reprimieron con firmeza las revueltas y la ocupación de tierras, no así muchos municipios como el de Jerez de los Caballeros, cuyo consistorio apoyó el restablecimiento de los giros -una práctica comunal antigua eliminada por las desamortizaciones- por convicciones políticas o, quizá, por incapacidad para contener las protestas populares.[3]

Si nos centramos en las ideas republicanas, en Extremadura tenían arraigo político, así lo constatan publicaciones periódicas como El Cantón Extremeño de Plasencia y El Defensor del Pueblo de Badajoz y como se desprende del significativo número de extremeños que se alistaron en los Voluntarios de la Libertad y en los Voluntarios de la República, cuerpos civiles armados bajo la jurisdicción municipal, garantes a nivel local de las reformas políticas y del orden republicano.[4]

¿La I República fue un tiempo de inestabilidad? Sí, pero no superior al de los sistemas políticos precedentes y posteriores. Los últimos años del reinado de Isabel II también se caracterizaron por los contantes cambios y crisis de gobierno. También fue ésta una de las claves del reinado de Amadeo de Saboya -hasta el punto de llevarle a abdicar del trono- y de los gobiernos de la Restauración, con la salvedad que en este último período las crisis de gobierno se zanjaban con la alternancia, no democrática, entre los dos partidos legitimados por el régimen para la acción política. La libertad de expresión y de asociación y la creación de numerosos partidos políticos provocó una diversidad parlamentaria muy frágil a la hora de construir equilibrios, pero esto se explica por la propia dinámica de la experiencia democratizadora y no por el régimen republicano. A mayor libertad política, mayor fragmentación de partidos y de posicionamientos ideológicos, pero leer esto en clave de inestabilidad supone cuestionar los principios sobre los que se rige cualquier régimen democrático. Si hubo menor inestabilidad en otros períodos, cuestión que podríamos entrecomillar, se debió a que no había libertad de partidos, de asociaciones ni de prensa.

¿Había republicanos cuando se proclamó la I República? Sí, y contaban con una amplia trayectoria organizativa y movilizadora. Cuando se proclamó la República, el 11 de febrero de 1873, los republicanos habían sido elegidos principal fuerza política en muchas circunscripciones y fueron los vencedores en las primeras elecciones democráticas no amañadas de la historia de España. Eran también el grupo más organizado y movilizado, configurándose tempranamente como partidos de masas modernos.

La tradición republicana europea se remonta a las revoluciones liberales burguesas. En el caso español, fue determinante el horizonte de posibilidad abierto con las Cortes de Cádiz, sobre todo en lo relativo al derecho de rebeldía, por el cual el pueblo estaba legitimado a sublevarse si el monarca no cumplía con sus funciones constitucionales. Las nuevas nociones políticas y filosóficas relativas a la soberanía popular y a la democracia directa se divulgaron ampliamente en España, especialmente en momentos en los que se relajaba la censura. Desde la década de los cuarenta del siglo XIX, el republicanismo experimentó un crecimiento exponencial, pese a estar prohibido y sus líderes ser perseguidos. Se organizaron en sociedades secretas, distribuyeron manifiestos y libros extranjeros de forma clandestina y publicaron obras con mensajes más o menos cifrados. En esta década, republicanos y demócratas formaban parte de la misma cultura política. Su programa político se desarrolló a la par que sus propuestas sociales, relativas en las zonas rurales al cuestionamiento de las desamortizaciones y de su herencia. El hecho de que se organizaran en sociedades secretas y que estuvieran en la clandestinidad dificulta que podamos dar cifras, si bien su amplia proyección en períodos de mayores libertades políticas, como durante el bienio progresista, entre 1854 y 1856, invitan a pensar que se trataba de un movimiento nada anecdótico. Durante el bienio, por ejemplo, se crearon numerosas asociaciones, escuelas y periódicos de vertiente republicana, aunque utilizaron el término “demócratas” para evitar la censura. Se observa ya en estos periódicos una clara influencia de Proudhon y una proyección ideal hacia el modelo confederal norteamericano y suizo. A mediados del siglo XIX, el republicanismo en España, al igual que en otros países europeos, rechazaba el centralismo y abogaba por la configuración de estados federales que confluyeran en confederaciones de ámbito mayor: ibérica, latina, europea, etc.[5]

¿El cantonalismo fue un movimiento independentista? No, las revueltas cantonales no reclamaban la independencia de sus territorios. Estos movimientos insurreccionales abogaban por una federación española sinalagmática, no conformada por un estado unitario, sino resultado de un pacto libre entre territorios. Es decir, para el republicanismo federal la nación no era una unidad política esencialista. Al contrario, se construía de abajo hacia arriba, a partir de la suma de sus partes. Por esto mismo, el fenómeno cantonal no puede explicarse desde postulados independentistas, sino como forma de presión, sobre todo en momentos en los que parecía ralentizarse la agenda transformadora que había llevado a la proclamación republicana, para que el gobierno central desarrollara políticas sociales y democratizadoras maximalistas.

¿La I República estuvo gobernada por los sectores radicales y de izquierdas? No. En los aproximadamente veintidós meses que estuvo vigente la República, los federales de Pi y Margall, que capitalizaban las reformas sociales y políticas más ambiciosas, apenas estuvieron en el poder dos meses. El resto del tiempo, el gobierno recayó en republicanos conservadores o en una dictadura militar autoritaria. Durante todo el período, las cortes republicanas contaron con mayorías conservadoras que defendían el modelo liberal de propiedad. Los latifundistas contaron con voz en el parlamento y con el apoyo de sectores republicanos que garantizaron el statu quo de la propiedad. Si hoy día pensamos lo contrario en relación con la memoria de la I República es por la fuerte ofensiva historiográfica-ideológica de los alfonsinos, continuada por los historiadores legitimistas de la restauración, del franquismo y de la transición.[6] También, por los libros de los protagonistas de este proceso, que aprovecharon sus memorias para ajustar cuentas con las diversas familias del republicanismo.

 

El Sexenio Revolucionario

El 18 de septiembre de 1868, el almirante Topete llevó a cabo un pronunciamiento militar en Cádiz apoyado por los sectores liberales, descontentos con la monarquía isabelina, bajo la dirección del general Prim. El golpe militar, que no difería de otros pronunciamientos precedentes que venían determinando la vida política española, derivó en una movilización ciudadana sin precedentes que se extendió los días siguientes. Fue la movilización popular la que convirtió el pronunciamiento en una revolución. Entre finales de septiembre y comienzos de octubre de 1868, se extendieron los motines, la ocupación de tierras y la formación de juntas revolucionarias en los principales municipios.[7] La proclama de la Junta Revolucionaria de Badajoz sintetiza las expectativas abiertas:

 

“Extremeños: la bandera de la libertad ondea triunfante en nuestra capital. El pueblo y las fuerzas de la guarnición han fraternizado, se han unido en un solo pensamiento: cambiar la base y naturaleza de todo lo existente. Han sucumbido, pues, los desertores de todas las causas políticas; los secuaces de la inmoralidad, de la depravación monárquica, los repugnantes histriones de una camarilla estúpida y milagrera.

Extremeños: aprovechemos el tiempo para fecundizar, para asentar de manera estable la causa de la revolución; para que al fin se realicen por el voto nacional en Cortes Constituyentes todos los progresos, todas las grandes reformas que la razón, la justicia y los derechos de la humanidad reclamen.

No olvidéis que, para cimentar sólidamente el nuevo edificio social, se necesita el concurso, la fuerza, el poder y la enérgica iniciativa de todos los elementos verdaderamente liberales.

Secundad por tanto las patrióticas aspiraciones de los que nombrados por el pueblo y constituidos en Junta de gobierno, os dirigen hoy su voz. Extremeños: ¡Abajo lo existente! ¡Viva la libertad! ¡Viva la soberanía nacional! ¡Viva la Marina y los valientes generales que han iniciado el movimiento!”

 

Las juntas locales se valieron de un grupo civil armado, denominado Voluntarios por la libertad, encargado de garantizar el orden y el respeto a las nuevas autoridades políticas. La conformación de estas partidas de voluntarios era heterogénea, pero compartían las expectativas de democratización y la crítica al sistema de propiedad de la tierra impuesto por el liberalismo. La conformación de estas juntas alentó las expectativas democratizadoras. Una de las primeras medidas fue la proclamación de libertades políticas y de imprenta, lo que supuso el pistoletazo de salida para la organización y movilización de los republicanos, aunque también de los neocatólicos y los carlistas, estos últimos sublevados en armas contra la revolución desde el principio. También se abrió la posibilidad de reestructurar el territorio tras la división provincial de Javier de Burgos de 1833, lo que alentó la configuración de narrativas identitarias autonomistas.

El movimiento político y popular surgido con la Revolución Gloriosa tenía perfiles regeneracionistas. Partía de la toma de conciencia de la decadencia nacional, acrecentada por los últimos años del reinado de Isabel II, y planteaba la modernización, civilización y europeización del país estableciendo medidas políticas progresistas: libertad de culto y de imprenta, sufragio universal, deshacer las medidas desamortizadoras, acabar con las quintas y con impuestos impopulares como el de consumo, y garantizar constitucionalmente derechos civiles inalienables. Estas medidas, planteadas por las juntas revolucionarias y, posteriormente, por los republicanos, generaron unas elevadas expectativas posibilistas que no se tradujeron en medidas concretas. El Sexenio Revolucionario fracasó por la incapacidad política de satisfacer las demandas de los grupos que lo habían propiciado.

La monarquía de Isabel II cayó porque amplios sectores sociales y grupos políticos la identificaron como la causa principal de la decadencia, como la regente de una monarquía “podrida” y “degenerada sexualmente”[8], acuciada por múltiples casos de corrupción política y económica. La “corte de los milagros”, que retratara Valle Inclán o la influencia que tenían el padre Claret o sor Patrocinio, “la monja de las llagas”, minaron la credibilidad de una institución que se consideraba incompatible con el progreso del país. En las zonas rurales, el sistema de propiedad de la tierra implantado por las desamortizaciones había generado hambre, crisis de subsistencia e incertidumbre entre el campesinado más empobrecido. Como denunciara en las Cortes Constituyentes Juan Andrés Bueno, diputado electo por Llerena, las tierras “habiendo salido a la venta en grandes porciones, sólo los ricos, los que podían disponer de algunos capitales, fueron los que se presentaron en las subastas y por consecuencia de ello ha acontecido especialmente en las dos provincias de Extremadura, que la propiedad en general se halla hoy en manos de unos cuantos. Los proletarios, las masas del pueblo, se encuentran enteramente reducidos a trabajar en campo ajeno. Y esto señores es muy grave, esto ha traído gravísimos conflictos”. Las crisis políticas: el descontento popular con los llamamientos a quintas -el impuesto de sangre de los pobres-, la subida de impuestos al consumo, la represión ideológica, el sufragio limitado y los gobiernos autoritarios de los moderados; y la gran crisis financiera global de 1866 generaron espacios de confluencia entre la oposición: progresistas, unionistas y demócratas comenzaron a conspirar contra la reina. El 16 de agosto de 1866, en la ciudad belga de Ostende, opositores como Prim, Olózaga, Ruiz Zorrilla, Martos, Pi y Margall o Castelar firmaron un pacto para derrocar a la reina. Entre ellos había múltiples diferencias ideológicas, pero les unía su animadversión por la reina, las expectativas democratizadoras y el deseo de superar la decadencia mediante la regeneración. También fue determinante la experiencia del exilio, que les permitió acercar posiciones y empaparse de principios políticos democratizadores y de ideologías en boga en Europa -Pi y Margall, por ejemplo, tradujo y divulgó en España la idea de pacto sinalagmático de Proudhon. También fueron determinantes en la caída de la monarquía acontecimientos concretos, como la ley de 1865 que pretendía privatizar el patrimonio de la monarquía y cuya contestación provocó que Castelar fuera apartado de su cátedra. La represión, el exilio y el cierre de asociaciones y periódicos hizo cada vez más incompatible la corona con la regeneración del país. Así mismo, los principales militares que habían sustentado la corona o habían muerto, como Narváez u O’Donnell, o estaban desterrados, como Serrano. La reina, sin apoyos políticos en los que apoyarse, tomó conciencia en San Sebastián de la irrevocabilidad del proceso revolucionario y, el 29 de septiembre, se marchó del país.

Las expectativas de cambio de la movilización popular y de las juntas revolucionarias pronto chocaron con la conformación de un gobierno de orden liderado por liberales progresistas y unionistas, que dejaron fuera a los sectores demócratas. El gobierno provisional de Serrano desarmó las partidas de voluntario, reprimió las movilizaciones sociales y trató de desactivar la tensión social. A finales de 1868 se celebraron elecciones municipales, las primeras con sufragio universal masculino -para mayores de veinticinco años-. Los electores pasaron de unos 400.000 a 4 millones. Los resultados fueron muy favorables para los republicanos, que ganaron en ciudades como Barcelona, Sevilla, Zaragoza o Valencia. A diferencia de los procesos electorales previos, éstos sí tenían validez a la hora de valorar la opinión ya que, además de ampliarse significativamente el censo, los ciudadanos pudieron elegir con mayor autonomía entre múltiples propuestas ideológicas.

El 11 de febrero de 1869 se celebraron elecciones a Cortes Constituyentes. Esta vez, el gobierno activó más controles -y restricciones- para condicionar el perfil del voto. Los progresistas obtuvieron la mayoría de los escaños, seguidos de los unionistas, los federales -que entraron en la cámara con ochenta diputados-, los demócratas y los carlistas. En este contexto se escindió el republicanismo -partidario de medidas sociales más ambiciosas, de la instauración de un régimen republicano y del federalismo- de los demócratas, que veían factible la configuración de su modelo político bajo un régimen monárquico democrático. Nuevamente, los resultados en las principales ciudades reflejaban la extensión de los partidos republicanos: en Cataluña obtuvieron veintiocho diputados de treinta y siete posibles; en Sevilla, cuatro de cinco; y, en Cádiz, los cuatro. Sin embargo, las reclamaciones políticas que estaban detrás de la movilización popular no habían encontrado un cauce institucional en unas cortes que ratificaron una nueva Constitución de corte liberal progresista el 1 de junio de 1869.

El Gobierno Provisional comenzó a establecer un régimen de libertades políticas sobre la base de la nueva Carta Constituyente y a buscar un nuevo monarca, mientras intentaba reprimir los motines que surgieron por todo el país. El proceso fue boicoteado por el carlismo, que comenzó a armar sus filas en aquellos territorios en los que tenía arraigo. También se produjeron numerosas ocupaciones de tierras porque la Constitución venía a sancionar el sistema de propiedad planteado por las desamortizaciones y revueltas lideradas por republicanos y federales, que no veían resueltas las condiciones que habían motivado la revolución popular. Entre octubre y diciembre de 1869, el gobierno decretó el estado de excepción, que se saldó con millares de represaliados.

En paralelo, el 10 de octubre de 1868, se produjo una insurrección independentista en Cuba siguiendo el manifiesto conocido como “Grito de Yara”, que derivó en una guerra con la metrópoli con nefastas consecuencias, tanto políticas como económicas y humanas. El lobby esclavista, muy influyente en el Gobierno, le convenció para que defendiera con todo su potencial militar y económico la integridad nacional de las colonias.[9] Los argumentos nacionalistas escondían los intereses económicos de los negreros: en las colonias españolas, la mano de obra esclava suponía el ochenta por ciento de la fuerza de trabajo. La movilización militar para sofocar la insurrección generó constantes gastos, lo que paralizó numerosas medidas que requerían de una Hacienda solvente y no enfocada sólo hacia el esfuerzo militar. Pero el principal problema social estaba en el llamamiento a quintas, que contaba con una amplia oposición popular. El Gobierno Provisional dejó de lado las peticiones que habían provocado la Revolución Gloriosa y, presionado por los esclavistas, que no dejaron de medrar e incluso de planificar golpes de estado y asesinatos contra aquellos que cuestionaran la esclavitud o que fueran partidarios de dejar marchar la colonia cubana, convocó sucesivas quintas y puso las clases populares al servicio de la defensa de los intereses que tenían las élites económicas a millares de kilómetros de distancia.

El fracaso de las expectativas revolucionarias para unos, o, el programa reformista para otros, justificaba acciones violentas, insurrecciones y pronunciamientos militares, lo que provocó que la “cultura del golpe” y de la violencia fuera asumida como solución posible para las culturas políticas en liza. Pero, en paralelo al empleo de la fuerza, durante el Sexenio Revolucionario surgieron los partidos de masas, que ya no eran comunidades de intereses de élite. Al contrario, precisaban de herramientas movilizadoras para convencer a millones de votantes: ateneos, sedes, estructuras, divulgación, educación, asociaciones. En este sentido, el partido federal fue el que comprendió más rápido los nuevos perfiles de la política de movilización de las masas.

Tras varios intentos infructuosos de encontrar un monarca para la corona constitucional española, y no pocas presiones internacionales, el 2 de enero de 1871 fue proclamado rey Amadeo de Saboya, apenas unos días después de que fuera asesinado su principal valedor y el sostenedor de los consensos entre progresistas y unionistas: el general Prim. Amadeo llegó a un país inmerso en dos guerras: la cubana y la tercera carlista, con un Estado frágil, una situación política fragmentada, marcada por las amenazas del lobby esclavista y por las revueltas republicanas, y una conflictividad social en los campos y en las fábricas no resuelta. A ello hay que sumarle dos acontecimientos internacionales desestabilizadores. La Comuna de París de 1871 provocó un pánico generalizado que derivó en el cierre de fronteras, la persecución política y la extensión de medidas profilácticas que impidieran la extensión del modelo revolucionario a España. El anarquismo y el socialismo marxista ya contaban con estructuras en España, que fueron clausuradas y perseguidas.  En noviembre de 1871 fue ilegalizado su principal herramienta de extensión de ideas: la Asociación Internacional de Trabajadores, que tenía presencia en España desde en enero de 1869 y en 1872 ya contaba con unos treinta mil socios repartidos en más de cien federaciones.

En abril de 1872 se convocaron elecciones generales con sufragio universal masculino intervenido desde el gobierno. Resultó vencedora la coalición conservadora de Sagasta, seguido de lejos por el Partido Republicano Federal de Pi y Margall, el Partido Radical de Manuel Ruiz Zorilla y la Comunión Católica-Monárquica de Cándido Nocedal. El parlamento se dividió entre aquellos que consideraban que la Constitución de 1869 era el punto final del proceso revolucionario, y aquellos para los que era sólo un punto de partida para transformaciones más ambiciosas. Las tensiones políticas y sociales provocaron que, el 11 de febrero de 1873, Amadeo de Saboya abdicara del trono, dejando un vacío de poder que las cortes ocuparon inmediatamente.

 

La I República.

            El mismo día que se hizo pública la carta de abdicación del monarca[10], las cortes proclamaron la I República española con doscientos cincuenta y ocho votos a favor y treinta y dos en contra. Castelar señaló en la cámara que “con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella. Ha muerto por sí misma. Nadie trae la República, la trae una conjuración de la sociedad, la naturaleza y la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria.” El Congreso y el Senado se fusionaron para crear una Asamblea nacional y se formó un gobierno de concentración de republicanos de todas las sensibilidades ideológicas. La presidencia provisional recayó en Figueras hasta la convocatoria de otro proceso constituyente.

El primer problema que tenía que solventar el nuevo régimen era el de la legitimidad: la República había sido proclamada para evitar el vacío poder, pero la mayoría de la cámara era monárquica. A las guerras carlistas y coloniales, se sumó el aumento de la conflictividad social, sobre todo en los campos. Numerosos campesinos vieron en la proclamación de la República la consecución de sus demandas sobre la propiedad de la tierra. Los días que siguieron al 11 de febrero se produjeron numerosas ocupaciones de tierras por todo el país dando por hecho unas reclamaciones que ni siquiera habían sido planteadas en la Asamblea Nacional. Las principales ocupaciones se produjeron en el campo extremeño y andaluz. Lo mismo hicieron miles de obreros en las fábricas del arco mediterráneo. Las nuevas autoridades republicanas reprimieron estas movilizaciones con la esperanza de que la consolidación del régimen las fuera canalizando por la vía política e institucional.

El 10 de mayo de 1873 se celebraron las primeras elecciones democráticas -masculinas y limpias- de la historia de España. El proceso electoral lo había organizado Pi y Margall, entonces ministro de Gobernación. El censo se amplió hasta llegar a los cuatro millones y medio porque se rebajó la edad mínima de voto a veinte años. Pi y Margall, que días antes había frustrado una intentona golpista contra la República, veló para que el proceso fuera democrático y envió cartas circulares a los responsables de cada circunscripción en estos términos:

“es necesario, indispensable, purificar el régimen electoral. Y la manera mejor de purificarlo es que los empleados públicos cesen de considerar su empleo como un medio de ganar votos, y los gobernadores, sobre todo, dejen de considerar su gobierno como una agencia ministerial. Bien al revés de la creencia hasta aquí divulgada y de la práctica hasta aquí seguida, el empeño de los dependientes del gobierno debe ser asegurar la libre expresión de todas las ideas y el voto libre de todos los ciudadanos. Desde estas elecciones debe concluir para siempre el candidato oficial, las recomendaciones administrativas, la conversión de los empleados públicos en agentes del poder, las amenazas de turbas armadas, los impedimentos en el local de los comicios, la repartición arbitraria de papeletas, las falsificaciones y la milagrosa resurrección en los escrutinios generales de los vecinos en las urnas.”[11]

El partido federal arrasó en las elecciones, fruto, en este caso, no del pucherazo sino de las expectativas puestas en las transformaciones políticas y sociales del país. La aplastante mayoría federal, con trescientos cuarenta y ocho diputados, es relativa si tenemos en cuenta que la abstención rondó el sesenta por ciento, ya que la mayoría de los partidos monárquicos, católicos y conservadores optaron por el retraimiento, es decir, no concurrir a las elecciones para no legitimar la República. Del mismo modo, el partido federal estaba dividido entre los postulados de consenso de Pi y Margall, los sectores conservadores que lideraban Salmerón y Castelar, y los intransigentes de José María Orense, que deseaban transformaciones sociales urgentes. Pi y Margall trató de armonizar, con escaso éxito, las voluntades de todos los sectores republicanos y la construcción de un régimen de orden con la satisfacción de demandas sociales.

La falta de concordancia entre las expectativas revolucionarias y la praxis de gobierno alentaron los conflictos sociales y las revueltas cantonales. En las zonas rurales, la victoria del partido Federal fue nuevamente interpretada como un reconocimiento de sus postulados relativos a la propiedad de la tierra. El 7 de junio se proclamó la República Federal. Con el término federal no sólo se hacía alusión a la administración territorial, sino que federal en las culturas políticas del republicanismo era sinónimo de un programa de reformas sociales y económicas más profundo. El gobierno de Pi planteó la extensión del sistema educativo, la separación Iglesia-Estado, el final de la esclavitud y apaciguar la cuestión agraria mediante la venta a censo de los bienes comunales que aún quedaban con el objetivo de generar una clase de pequeños propietarios de la tierra.[12]

Pero la lentitud administrativa y la falta de fondos económicos, orientados hacia las guerras carlista y cubana, impacientó a los sectores republicanos más maximalistas y a numerosos campesinos y obreros, que no vieron satisfechas sus expectativas o querían que se materializasen de forma inmediata. En julio comenzaron los levantamientos cantonales, que no tenían nada que ver con proclamas independientes. Eran sublevaciones populares -armadas o no- que pretendían asumir el poder político y presionar al gobierno para que acelerase las transformaciones y que no llegara a acuerdos con los republicanos conservadores. Los cantones no eran otra cosa que la materialización de las frustraciones por la revolución política y social proyectada, pero no desarrollada. En Extremadura también se dio el fenómeno cantonal: Badajoz, Garrovillas, Fregenal de la Sierra, e incluso se proclamaron cantones de perfil socialista en Medina de las Torres que pretendían enmendar el modelo de propiedad liberal de la tierra. En estas fechas hay documentada la presencia de agentes de la AIT -Asociación Internacional de Trabajadores- en pueblos de Extremadura: Acehuchal, Calzadilla, Fuente del Maestre, Burguillos del Cerro, Jerez de los Caballeros o Guijo de Granadilla, entre otros. También se produjeron insurrecciones obreras que pusieron contra las cuerdas al ejecutivo, como la de Alcoy. El 12 de julio se proclamó el cantón de Cartagena, el más fuerte y duradero que se levantó contra la República para exigirle, desde abajo y sin previa negociación política, la instauración de un modelo federal ideológicamente “intransigente”. La ciudad era un fortín inexpugnable por su condición geográfica y su sistema defensivo. A ello hay que sumarle que contó con la protección de la marina, sublevada también en la plaza, y con un ejército de seis mil hombres llamados a quintas. Esto explica que resistieran hasta el 12 de enero de 1874, pensando quizá que tenían más oportunidades de sobrevivir en Cartagena que en Cuba.[13]

El gobierno de Pi tuvo que hacer frente a las revueltas cantonales a la par que buscaba acuerdos parlamentarios amplios con diferentes sensibilidades del republicanismo y el reconocimiento internacional que se le negaba a la Republica española. Asimismo, la guerra carlista se había recrudecido. Los carlistas, que habían conseguido movilizar un ejército de setenta mil hombres armados, formaron un pseudo estado con la capital en Estella, controlaban amplios territorios de Cataluña y Aragón, tenían cercado Bilbao, estaban en las proximidades de Barcelona y dominaban las zonas rurales de País Vasco y Navarra.

El 17 de julio, apenas cinco días después de la sublevación del cantón de Cartagena, Pi y Margall presentó un proyecto de constitución federal que fue rechazado en cortes. El mismo día presentó su dimisión. El Gobierno fue asumido por los sectores republicanos conservadores que consideraban que la tarea primordial para consolidar la República era acabar con las guerras y las revueltas y establecer un Gobierno de orden que garantizara el cumplimiento de las leyes. Los republicanos intransigentes, como respuesta, extendieron las revueltas cantonales por Andalucía, Valencia y Murcia, logrando escaso éxito en las zonas cercanas a las áreas de influencia carlistas.

Entonces Salmerón, perteneciente a las corrientes conservadoras del republicanismo, se convirtió en el tercer presidente de la República con un programa para fortalecer el poder ejecutivo y hacer llegar el control del Estado a todo el territorio. Para ello se valió de una intensa represión política y se apoyó en generales monárquicos con el objetivo de atajar las revueltas cantonales: Pavía en Andalucía y Martínez Campos en Valencia. Éstos consiguieron rendir a los cantones, a excepción del de Cartagena, con un uso indiscriminado de la violencia. En el verano de 1873, los alfonsinos alcanzaron mayor visibilidad y se presentaron ante la opinión pública como la única alternativa posible de orden. El 7 de septiembre de aquel año, Salmerón presentó su dimisión alegando la negativa a firmar las condenas a muerte de los militares sublevados en el cantón, gesto que forma parte de la memoria democrática y humanitaria, si bien ha sido matizado por la historiografía, que ha puesto el foco en la tolerancia que tuvo durante las semanas de mandato con la represión de los cantones.

Le sustituyó en la presidencia de la República Emilio Castelar, cuya primera medida fue la suspensión de las Cortes. Castelar fue, por tanto, presidente de una república autoritaria y gobernó con medidas propias de un régimen dictatorial. Suspendió las garantías constitucionales y se apoyó en militares y políticos monárquicos para llevar a cabo su programa de orden.  Durante su mandato, Castelar continuó con los llamamientos a quintas -y con los impuestos al consumo que permitían la obtención de recursos económicos para la movilización militar- apoyándose en la Liga Nacional de Hacendados, que tenían intereses esclavistas en Cuba y Puerto Rico. También se valió de generales monárquicos para extender la autoridad del Estado, llegó a acuerdos con la Iglesia católica buscando reconocimiento internacional y garantizó el respeto a la propiedad privada. Castelar aprovechó la suspensión de control parlamentario para intentar consolidar un modelo republicano turnista apoyado sobre dos únicos partidos. El día 2 de enero, cuando se abrieron nuevamente las cortes, se evidenció el rechazo generalizado de la cámara a su etapa ejecutiva. Castelar presentó su dimisión e inmediatamente el general Pavía dio un golpe de Estado apoyado por los sectores conservadores que temían que la República volviera a caer bajo el control de federalistas e intransigentes. El lobby esclavista participó activamente en la organización y ejecución de este golpe.

Sin embargo, el régimen republicano subsistió durante un año más, hasta el pronunciamiento monárquico del general Martínez Campos el 29 de diciembre de 1874. En este período, conocido como República unitaria, se retomó la Constitución de 1869, salvo en aquellos puntos relativos a la forma monárquicas de gobierno y, con el liderazgo del general Serrano y de Sagasta, se pusieron las bases de un régimen moderado de participación política restringida como el que se estaba desarrollando en la III República francesa. Se llevó a cabo una política de reemplazos en el alto funcionariado y en los cargos intermedios del Estado, produciéndose un control de la administración por parte de los monárquicos que anticipó el cambio de sistema de gobierno. Incluso se repuso la estatua de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid. Los republicanos, derrotados en los cantones y agotados en términos de movilización social, vieron limitados sus libertades políticas en contraste con los alfonsinos, cuya organización fue tolerada. Durante esta etapa, la República española recibió el tan ansiado reconocimiento internacional. Vaciada de perfil político y desgastada ideológicamente por dos años de guerras y de expectativas nunca satisfechas, fue sustituida a fines del año 1874 por la monarquía mediante un pronunciamiento militar.

 

Conclusiones

A lo largo de estas páginas hemos hecho un breve recorrido diacrónico por las vicisitudes que atravesó la I República española, poniendo el foco en aquellos tópicos historiográficos que lastran un conocimiento desapasionado sobre el período. Desde su proclamación el 11 de febrero de 1873, la República sufrió una crisis de legitimidad, incapaz de contener las diversas expectativas abiertas por la experiencia revolucionaria. Los gobiernos se vieron desbordados por las reivindicaciones de las juntas, las partidas armadas de voluntarios y los cantones, que exigieron transformaciones políticas y sociales más rápidas y profundas. Estos acontecimientos no sólo se produjeron en la capital o en horizontes urbanos. En Extremadura, la conflictividad social, sobre todo la relativa a la cuestión agraria, provocó motines y revueltas que condicionaron el quehacer político en el ámbito estatal.

Pese a los usos públicos llevados a cabo durante la restauración, la dictadura franquista y la transición, que relacionaban la república con la inestabilidad política, el desorden o la izquierda revolucionaria, lo cierto es que la mayoría de gobiernos que tuvo este régimen fueron conservadores y autoritarios. Los federales de Pi y Margall, la facción de centro-izquierda, apenas tuvo el poder durante dos meses, entre junio y julio de 1873. Las revueltas sociales y el cantonalismo no fueron movimientos del régimen republicano, sino que pretendían derrocarlo para desarrollar el programa revolucionario. Los gobiernos republicanos las combatieron valiéndose de todas las herramientas represivas a su disposición.

La inestabilidad gubernamental se explica por la división interna de los republicanos, la ineficacia del Estado y la lentitud a la hora de desplegar las medidas que habían justificado su implantación. Pero, sobre todo, la República se vio lastrada por la guerra carlista y la guerra colonial en Cuba, por las conspiraciones monárquicas y del lobby esclavista y por los pronunciamientos militares que acabaron con ella. La democratización en la práctica no se acompañó de la institucionalización de una democracia funcional. La escisión entre las autoridades políticas y la movilización popular lastraron un sistema de gobierno que no pudo hacer frente al horizonte de expectativas que había generado. En cualquier caso, como se ha apuntado, convendría tener en cuenta, a la hora de valorar el orden o la inestabilidad de los regímenes políticos, la libertad de expresión y asociación que propiciaron, ya que en no pocas ocasiones los períodos de “orden” se dieron cuando las diversas ideologías y movimientos políticos no encontraron cauces de expresión ni de legalidad.

Pese al fracaso institucional, la I República -y el Sexenio Revolucionario- fueron el principal proyecto modernizador y democratizador de España en el siglo XIX. La República fue el primer régimen de la historia instaurado por una votación parlamentaria. Durante esta etapa, se produjeron avances políticos fundamentales y se experimentaron medidas democratizadoras. Se configuraron los partidos políticos de masas y proliferaron espacios de sociabilidad política imprescindibles para las culturas políticas modernas: casinos, ateneos, asociaciones, bibliotecas populares, mítines, etc.

 

 

 

 

 

 

[1] Entre las obras publicadas con motivo del 150 aniversario de la Primera República, caben destacar: Peyrou, Florencia, La Primera República. Auge y destrucción de una experiencia democratizadora, Madrid, Akal, 2023 y Suárez Cortina, Manuel (ed.), La Federal. La Primera República española, Madrid, Sílex, 2023.

[2] Es la línea argumental que sostienen libros recientes, como Vilches, Jorge, La Primera República Española (1873-1874). De la utopía al caos, Madrid, Espasa. 2023.

[3] Cfr. la cuestión social en el campo extremeño en Sánchez Marroyo, Fernando, Movimientos populares y Reforma Agraria. Tensiones sociales en el campo extremeño durante el sexenio democrático, 1868-1873, Badajoz, Diputación de Badajoz, 1992.

[4] Cfr. un acercamiento a la historiografía extremeña Rina Simón, César, “Historiografía sobre el republicanismo en Extremadura. Ausencias, presencias y caminos transitables”, en Berjoan, Nicolas, Higueras Castañeda, Eduardo y Sánchez Collantes, Sergio (eds.), El republicanismo en el espacio ibérico contemporáneo, Madrid, Casa de Velázquez, 2021, pp. 101-106.

[5] Cfr. Orobon, Marie-Angèle, Campos Pérez, Lara, Sánchez Collantes, Sergio y Mira Abad, Alicia (coords.), Diccionario simbólico del republicanismo histórico español (siglos XIX-XX), Granada, Comares, 2024.

[6] Así, para Marcelino Menéndez Pelayo, en las páginas de Historia de los Heterodoxos españoles, publicada en 1882, se refería a la I República en los siguientes términos: “Eran tiempos de desolación apocalíptica; cada ciudad se constituía en cantón; la guerra civil crecía con intensidad enrome; en las Provincias Vascongadas y en Navarra apenas tenían los liberales un palmo de tierra fuera de las ciudades; Andalucía y Cataluña estaban, de hecho, en anárquica independencia; los federales de Málaga se destrozaban entre sí, dándose batalla en las calles, a guisa de banderizos de la Edad Media; en Barcelona el ejército, indisciplinado y beodo, profanaban los templos con horribles orgías; los insurrectos de Cartagena enarbolaban bandera turca y comenzaban a ejercer la piratería por los puertos indefensos del Mediterráneo; dondequiera surgían reyezuelos de taifas, al modo de los que se repartieron los despojos del agonizante imperio cordobés; y entretanto, la Iglesia española proseguía su calvario.”

[7] Cfr. una panorámica general del proceso en Pérez Garzón, Juan Sisinio, “El Sexenio Democrático, 1868-1874”, en Blanca Buldain Jaca (coord.), Historia contemporánea de España, 1808-1923, Madrid, Akal, 2011, pp. 273-389. Para el caso extremeño, cfr. Merinero Martín, María Jesús, “Extremadura durante el Sexenio Democrático (1868-1874), en García Pérez, Juan, Sánchez Marroyo, Fernando y Merinero Martín, María Jesús, Historia de Extremadura. IV. Los tiempos actuales, Badajoz, Universitas, 1985, pp. 883-912; España Fuentes, Rafael, El Sexenio Revolucionario en la Baja Extremadura, 2 vols, Badajoz, Diputación de Badajoz, 2000.

[8] Buena muestra sería la colección de láminas pornográficas y textos satíricos elaborados por los hermanos Bécquer -aunque hay dudas respecto a esta atribución- bajo el pseudónimo de SEM. Cfr. SEM, Los borbones en pelota, edición y estudio introductorio de Isabel Burdiel, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2012.

[9] Análisis de estos lobbies en Piqueras Arenas, José Antonio, La revolución democrática (1868-1874). Cuestión social, colonialismo y grupos de presión, Madrid, Ministerio de Trabajo, 1992.

[10] Expresada en estos términos: “Dos años largos ha que ciño la corona de España y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean (…); y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tanta y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera y más imposible todavía hallar el remedio para tantos males”. Más textos en Fuente Monge, Gregorio de la y Serrano García, Rafael (eds.), La Revolución Gloriosa: un ensayo de regeneración nacional (1868-1874). Antología de textos, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005.

[11] Gaceta de Madrid, núm. 123, 3 de mayo de 1873.

[12] Cfr. Hennesssy, Charles Alistair Michael, La República Federal en España. Pi y Margall y el movimiento republicano federal, 1868-1874, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2010, original de 1962.

[13] Cfr. Moisand, Jeanne, Federación o muerte. Los mundos posibles del Cantón de Cartagena (1873), Madrid, Los Libros de Catarata, 2023.

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