Oct 012003
 

Rosario Rubio de Orellana.

No hace mucho que hemos empezado a conocer poco menos que la existencia de Doña Francisca Pizarro. Evocamos en estos Coloquios, su figura, cuyo recuerdo expresa, como homenaje el lema que preside.

Vemos que su figura irrumpe en la Plaza Mayor de Trujillo, instalada en el mascarón de proa de ese galeón de piedra llamado Palacio de la Conquista, que llena, completa y remata la Plaza, señorial y popular a la vez, y la convierte en una de las más entrañables y bellas de la geografía universal.

Desde la atalaya privilegiada del balcón de esquina, joya a ella debida, ha contemplado durante siglos, la vida de Trujillo, mejor dicho la de los Trujillanos que pasan o pasean, sin que por otra parte sea fácil saber quienes hacen una cosa u otra, ajenos a una figura de la que tan deudores son. Dio a Trujillo a través de sus iniciativas y apoyos, definitiva monumentalidad, en el más amplio sentido, con la construcción del Palacio, la fundación del Convento de La Merced, y la creación de una institución en favor de los menesterosos de Trujillo, que más tarde se llamaría “Obra Pía de los Hermanos Pizarro”.

La Plaza más que embrujar encanta. Ella la primera encantada en ese retrato familiar de piedra, con su marido y padres que orlan el escudo concedido, junto con el marquesado, por el emperador Carlos V a su padre, quién, por su sencillez, seguiría usando el antiguo de los Pizarro, ahora situado en el centro de aquél nuevo, en abismo, -dicen los heraldistas- , un excusón con las armas antiguas de los Pizarro.

Su efigie, nos recuerda José Antonio del Busto, el mejor biógrafo de Pizarro, “ser la primera de una mestiza que se legara a la posteridad”, condición ésta de la que el Inca Garcilaso se enorgullece y explica, cuando dice que “a los hijos de español y de india o de indio y española, nos llaman mestizos por “dezir” que somos mezclados de ambas “nasciones”; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me llamo yo a boca llena y me honro con él”.

Esta mujer que avizora la Plaza fue presa codiciada, cual reina de ajedrez, por cuantos se movían en el tablero de la “Conquista”, a veces también “damero maldito”.

Ya en su día hubo que guardarla de los asesinos de su padre, y, se podría decir, también resguardarla siempre de los amigos de aquel; librarla de asechanzas de todo orden, siempre presumiblemente interesadas dada su condición de heredera de inmensas heredades y legitimidades, descendiente de los hijos del Sol, y de un de aquellos dioses nacidos en la lejana Extremadura, factoría de conquistadores.

Había nacido en Jauja, por entonces la capital en 1534, hija de Inés Yupanqui cuyo nombre cristiano de Inés, tomaría al bautizarse. En su lengua se llamó, “Quispe Sisa” nacida en 1517 poco antes del fallecimiento de su padre Huayna Capac y hermana de Ataulpa y Huascar, aquél se la había ofrecido a Pizarro como muestra de buena voluntad y signo de amistad. Y a la que Pizarro siempre llamaría “Pizpita” por la semejanza eufónica de su antiguo nombre Inca con el de un dulce pájaro de su Extremadura remota en el tiempo ya, y en la distancia siempre.

No duró mucho esta unión de Pizarro e Inés, lo que no quiere decir que en su transcurso no se amaran, como pretenden algunos, por el hecho de no haber contraído matrimonio. Aparte de darse en aquél tiempo, bastante usualmente, uniones de hecho, que las circunstancias podían propiciar, parece que más bien se hubiera debido a una consideración política, temerosa de la reacción que pudiera producir en algunas esferas; “por evitar las sospechas que en los émulos de su felicidad podía causar la envidia de verlo casado con la sucesora de aquellos reinos”, que diría el propio Francisco Pizarro y lo que no fue óbice para la legitimación de Doña Francisca que tuvo lugar a los dos años de edad por concesión real.

Desde muy joven -catorce años aún no cumplidos-, edad por otra parte propia en la época, fue cortejada por caballeros muy principales, posiblemente con fines políticos de predominio, dice el cronista; cabría decir, con fines de todo estilo, pensamos, pues era agraciada y la mujer más rica del Perú, es decir doblemente o múltiplemente agraciada. Entre los pretendientes, parece ser que también se encontró su tío Gonzalo Pizarro, quién habría albergado igual deseo, con lo que de haberse realizado Doña Francisca se habría transformado de pupila, – quedó bajo su protección a la muerte de su padre-, en esposa. Tan verosímil supuesto quedaría corroborado al conocerse, por informaciones reservadas, haber despachado Gonzalo emisarios a Roma para pretender del Papa dispensa del impedimento de parentesco que en grado tan próximo tenían.

La posibilidad de este matrimonio alarmaba mucho a la Corona por el temor con que esta contemplaba los sueños de Gonzalo, para ella, “inquietante” Pizarro.

El tiempo demostraría ser efectivamente, en cualquier caso, inquietante para la Corona, por la oposición decidida que adoptó contra las llamadas “Leyes Nuevas” supresoras de las Encomiendas en América y que tras aquél hipotético matrimonio podría haber quedado en condiciones de alzarse con pretensiones independentistas, que más tarde y por si mismo contemplaría Gonzalo en actitud decididamente opositora a aquellas Leyes Nuevas que suprimían las encomiendas y al que al propio tiempo así se lo instaban seguidores suyos, tales como Francisco de Carvajal, su maestre de campo, en el período culminante de la rebelión.

En aquel tiempo Gonzalo Pizarro que tenía treinta años y Doña Francisca como descendiente del Gran Marqués y de la Casa Real Inca hubieran compuesto, una excelente pareja, como temió el Consejo de Indias, para poder intentar coronarse rey del Perú.

Las “Leyes Nuevas” que movilizaron a Gonzalo en el sentido ya conocido de oposición frontal a las mismas, movilizarían a Doña Francisca para calmar el peligroso estado de ánimo que la promulgación y aplicación de aquellas Leyes Nuevas habían suscitado en los damnificados por sus efectos.

Es entonces cuando se produce el desencuentro de tío y sobrina, ya que para cumplir la misión a ella encomendada había de trasladarse a “La ciudad de Los Reyes”(hoy Lima) y cuya proximidad física al Gobernador facilitaría a éste su intentona de alejarla del Perú, y enviarla a España, lo que entrañaba notables riesgos de todo orden, intentona que consiguió frustrar Agustín de Zárate, al tiempo que Gonzalo abandonara definitivamente su destino y tomara partido abierto en contra del Virrey Blasco Nuñez.

La marcha de Doña Francisca a España quedaría pospuesta hasta 1549. Cuando contaba dieciocho años de edad, llegada a España en 1550, su tío Hernando la reclama a Medina de Campo en cuyo Castillo de La Mota se encontraba cumpliendo condena por la muerte de Diego de Almagro, de la que había sido declarado culpable cómodo expediente, que a la Corona le permitiría tenerlo controlado. Contrajeron matrimonio el año 1552, ella con dieciocho años; él tenía cincuenta. Vivieron en el Castillo de La Mota, hasta la liberación de Hernando, nueve años, y libres ya otros diecinueve años más, pasando a vivir a “La Zarza”.

Vivieron, dice el cronista una vida feliz y armónica, lo que es un éxito, en cualquier caso. Máxime cuando no dejaba de ser un matrimonio de conveniencia, acentuado por la notable diferencia de edad entre ambos.

Se habían malogrado los intentos de Gonzalo para matrimoniar con la sobrina, la que en todo caso estaba, al parecer, predestinada a celebrar una boda de igual tono. La fórmula era la misma, cambiaba el consorte, y sobre todo las circunstancias políticas; el Pizarro de aquí estaba a buen recaudo. Un factor que tranquilizaba tanto al Consejo de Indias y a la Corona, tan recelosos de los Pizarro, por su predicamento y poder. Con Hernando mantenía pleitos, que le obligaban a este a distraer grandes sumas de dinero, y a quién por otra parte, ésta le embargaba muchos de sus cuantiosos bienes.

Hernando fue el único hijo legítimo de Gonzalo “El largo”, y de Isabel de Vargas; había nacido en La Zarza, posteriormente rebautizada Conquista, lugar donde se encontraba la residencia familiar, en ruinas, hoy apuntando aún una torre, que usualmente significaba, la condición de ser su propietario señor del lugar.

Al lado de su padre figuró en varias campañas, entre ellas en la de Navarra, tras la cual había sido nombrado capitán de infantería. Según Pedro Pizarro, pariente de los Pizarro y de los que hace una semblanza, dice de Hernando que era “hombre de buen cuerpo, -apuesto entendemos nosotros-, valiente, sabio, muy animoso, aunque hombre pesado a la gineta. Posiblemente esto último, por causa de su propia corpulencia; consta también haber recibido una educación esmerada y ser el más cultivado intelectualmente.

Siempre obedeció a su hermano Francisco de un modo disciplinado y fiel, aunque en alguna ocasión tomara decisiones por su propia cuenta. Tal fue la ejecución de Diego de Almagro, decisión que objetivamente considerada, a pesar de sus funestas consecuencias, – el asesinato de Francisco, al parecer en todo caso, decidido por los almagristas-, puede que evitara ulteriores complicaciones y problemas derivados de la esquinada actitud de Diego de Almagro y sus seguidores para con la política a desarrollar en la Gobernación del Perú. A los efectos de las cuestiones familiares siempre fue conceptuado por todos los hermanos, incluido Francisco, como el jefe de la familia.

Doña Francisca había estado hasta entonces envuelta en la vorágine que fue el mundo de los Pizarro, tanto por ellos mismos, como por los escenarios en los que se movieron, por su entorno, tanto por los leales que le seguían, como por los enemigos que los perseguían, más taimada que gallardamente.

Fallecido Hernando, termina para ella una etapa que resulta ser una primera parte de su vida, densa y azarosa, y es un nuevo matrimonio el que reabre nuevamente su vida, no demasiado sosegada pero no más tumultuosa.

Lo suficiente para que también sea la intensa vida de la corte, adonde se traslado, el lujo que tanto amó, y los pleitos en los que también andaba inmersa su nueva familia política. El marido, don Pedro Arias de Portocarrero, era hijo de los Condes de Puñonrostro, cuya familia profesaba también un gran afecto a “La Merced” y cuya propia vinculación, recordaba a la de los Pizarro y lo que puede que tal tipo de relación no anduviera lejos de las causas que propiciaron tal matrimonio. También, al igual que los Pizarro, se habían relacionado con “La Merced” en Indias.

Posiblemente se diga que ya no era joven en su segundo matrimonio; sí puede decirse que gozaba de una segunda juventud, edad en la que a veces, cuando se contempla la proximidad de su fin, se reavivan los deseos de vivirla. En su caso especialmente, dado que había tenido una existencia en la que siempre habían pesado circunstancias que la condicionaron. El segundo matrimonio, con su consiguiente instalación en la Corte, en una familia cortesana, en la que el padre de su marido alternaba con el Rey, la impulsa a disfrutar intensamente de la libertad que da la ausencia de responsabilidades de Estado, cual las vividas por ella, protagonista involuntaria de un encuentro entre dos mundos, de los de cada uno de ellos ella fue parte.

Disfruto ese tiempo, decimos, de una vida de algún modo apacible y libre del peso de ser la heredera, la síntesis de ambos mundos. Doña Francisca entendió que quienes tantos reconocimientos recibieran, como fue el caso de su familia, estaban obligados a honrarlo y a perpetuar su memoria mediante obras que enmarcaran su recuerdo y agradecimiento y que estuvieran a la altura de la grandeza de la ciudad de Trujillo.

Parafraseando a Tirso de Molina “avant la lettre” podríamos decir que Doña Francisca sería la autora de otra “Trilogía de los Pizarro”, el Palacio, La Merced y la Fundación.

Doña Francisca junto con su marido Don Hernando Pizarro fundan mayorazgo, por el que se dispone la construcción de una Iglesia Colegial que serviría para el culto divino y enterramiento de ellos y sus sucesores, fundación que se realizó, según voluntad real, en dos Cédulas: la primera de 1571 era otorgada a Doña Francisca, por el privilegio de ser la hija y heredera del conquistador del Perú; la segunda, de 27 de mayo de 1577, “seis años de diferencia”, dada por el rey Felipe II, era acordada a Hernando y autorizaba unir su mayorazgo con el de su mujer, disponiendose en aquellos, que si se dieran determinadas circunstancias, las cuales tuvieron lugar, se construiría junto a la Iglesia Colegial, origen de la fundación, un hospital donde se atendiera a los enfermos pobres de la ciudad de Trujillo, y que se nutriría con los fondos de aquellos mayorazgos. Vicisitudes relacionadas con interpretaciones diferentes por parte de algún heredero, causa de largo litigio, dio lugar a qué ninguna de las construcciones fuera realizada, ni constituido el patronato hasta pasado el 1880, como consecuencia de Sentencia dictada el 13 de febrero de 1880 por el Tribunal Supremo, dado que la interpretación de que traía causa este pleito había sido impugnada en su día por quienes les corresponderían ser sus patronos. El patrimonio llegaría muy mermado, tanto por los muchos gastos de pleito tan largo, como por el tiempo transcurrido; también por el criterio legal que se aplicó en dicha Sentencia. Disponía ésta que los bienes desviados en su día por constitución de un nuevo mayorazgo, tocaban y correspondían a la Fundación, no pudiéndose construir sin embargo, ni el templo ni el hospital, dado lo mermado que llegaron los bienes del dicho mayorazgo, que lo hizo imposible. Asimismo los efectos de las leyes desamortizadoras, entendemos, que incidieron de modo negativo en la masa de bienes de los mayorazgos.Habiéndose hecho cargo en su día la persona idónea que como patrono le correspondía regir la Fundación, según los estatutos: él, en entonces, Marqués de La Conquista.

Normalizada ya la existencia de la Fundación y regida por el orden de sucesión establecido, pudo desarrollar funciones hospitalarias, cuando este grado de asistencia era escaso y necesario. Llenada sobradamente, tales necesidades, con los modernos medios de la medicina pública actual la fundación viene atendiendo en la medida de sus posibilidades a otra nuevas, necesidades donde la sociedad no llega o llega de un modo insuficiente.

Doña Francisca fue inspiradora e impulsora de la construcción del Palacio, y al final en una segunda fase de su construcción, fallecido su marido, su ejecutora única y definitiva.

Las obras habían sido paralizadas durante ocho años de 1571 a 1579, por causa de litigio que mantuvieron Hernando y quienes impugnaban su construcción so pretexto de ser excesivo el peso que se cargaría sobre los soportales, litigio que finalizó dándole la razón a doña Francisca, muerto ya don Hernando, continuadora del pleito.

Se trata de un edificio abierto al exterior a través de numerosos vanos que colocados simétricamente dan ritmo a la fachada acentuando su carácter palaciego, especialmente en relación con otras edificaciones similares, cuyo hermetismo y severidad acentúan más su condición de fortaleza que de residencia.

La vida de los Pizarro había transcurrido en una relación constante con la Orden de La Merced; la propia vida de Doña Francisca estaba ligada a ella desde muy temprana edad. Tenía siete años cuando hubo de iniciarse en esta relación que duraría toda su vida. Era ésta la edad que tenía, cuando para ponerla a salvo de las intenciones homicidas de los asesinos de su padre, fue escondida en el propio convento de La Merced en la ciudad de Los Reyes (Lima). Fue la abnegada y valerosa Inés Muñoz, viuda de Martín de Alcántara, el medio hermano de Francisco Pizarro, muerto también en el asalto de los amotinados a la casa de Pizarro, quién la llevaría hasta allí para proteger su vida en peligro.

La Merced estuvo siempre con los Pizarro, los acompañó desde los primeros instantes del descubrimiento del Perú; sus servicios, desde el punto de vista religioso, fueron grandes e incondicionales siempre. Fue la primera orden religiosa que acompañó de un modo decidido a los Pizarro, dándose la circunstancia, signo visible de tal recíproca buena relación con la empresa acometida, como la de los muchos mercedarios, que hubo hijos de conquistadores. Llegó a ser tanta su lealtad hacía esta familia, que la propia orden pudo llegar a tener problemas por causa de algún mercedario que siguió acompañando a Gonzalo, sublevado contra la Corona, con motivo de la promulgación de las llamadas Leyes Nuevas que abolían las encomiendas.

Muestras igualmente de la buena relación fueron también las diversas donaciones que Francisco Pizarro hizo a los mercedarios de Cuzco y de Lima. La propia Doña Francisca tenía su, llamémosle personal ejecutoria en favor de la Orden, y siguiendo la estela de su padre, ya en Quito había donado cuatro solares a La Merced. Se ve que el afecto hacia la Orden continuaba, como queda patente, en su máxima expresión en el documento de la Fundación de La Merced, extendido al efecto en el que doña Francisca, manifiesta, entre otros extremos significativos “que yo la dicha marquesa de Las Charcas, en honor de Dios Nuestro Señor, y a honra de su bendita Madre y por el particular afecto que profeso a esta Orden y la que tuvo el Marqués, Don Francisco Pizarro, que tan devoto fue de esta sagrada religión, llevando consigo a la pacificación y conversión del Perú, religiosos de esta orden, fundando casas en Trujillo, Quito y la Ciudad de Los Reyes (Lima), y en otras partes, a su imitación y para que Nuestra Señora la Sacratísima Virgen sea mi Abogada y de mis descendientes quiero fundar y erigir como tal patrona de esta Obra Pía, que sea de religioso de la dicha Orden, nuestra señora de La Merced, en la dicha Ciudad de Trujillo, diócesis de Plasencia”. Manifiesta también que quiere que dicho Monasterio se intitule “De nuestra Señora de la Piedad”, acaso en recuerdo de dicha advocación peruana en Iglesia mercedaria. Dispone también que se ponga en la puerta del Monasterio de la Merced, las armas del Marqués, Don Francisco Pizarro, su padre.

Años más tarde, pasaría por el convento, del que sería prior, Fray Gabriel Tellez, Tirso de Molina, quién siguió manteniendo el tradicional afecto de La Merced a los Pizarros escribiendo como signo de admiración por la familia, la “Trilogía de los Pizarro” en cuyas respectivas partes los glorifica , y entre cuyos personajes aparece tratado del modo más afectuoso la persona de Doña Francisca.

Su vida familiar puede decirse que fue normal aunque condicionada por su orfandad, una fractura que marca dolorosamente muchas veces la vida de los niños, más o menos paliado según las circunstancias personales o familiares de cada uno de ellos. En el suyo creemos que fue superado por el cariño que le profesaba y la entrega que para con ella tuvo, su siempre protectora Inés Muñoz, viuda del leal Martín de Alcántara, quién murió en defensa de su hermanastro Francisco Pizarro.

También contaba, como no, con el cariño de su madre. Ambas, su madre e Inés Muñoz, se habían desposado de nuevo. Eran sus esposos Francisco de Ampuero, el de su madre, y Antonio Ribera, de Inés Muñoz. Con Inés había pasado a vivir cuando su padre es asesinado; fue su tutor su tío Gonzalo, hasta que paso a vivir con su madre, entregada por la familia Ribera a su padrastro, Francisco de Ampuero, con los que vivió hasta su marcha a España.

Siempre la acompañaron, la leal y entrañable Catalina de La Cueva, y el mayordomo de su padre, Francisco Hurtado de Encina. Con ellos pasó a España y en España quedaron. Fue persona de muy buenos sentimientos, como puede apreciarse en las disposiciones que estableció en su temprano testamento, previo a su venida a España, documentos de los que lo aleatorio y peligroso de aquellos viajes explica lo frecuente y en este caso lo temprano de su iniciación en redactarlos.

Así, entre otras manifestaciones, confesaba haber amado y querido mucho a su tio Gonzalo, tutor suyo a la muerte de su padre, y el gran interés que por ella tuvo siempre.

Igualmente para con su madre, contra lo que se ha querido insinuar, mostraba un profundo sentimiento filial y para la que disponía un generoso legado .

Tomaba también una serie de disposiciones, todas de una generosidad y cariño hacia aquellos beneficiarios de su voluntad, efectuando donaciones y legados que demostraban cariño y generosidad.

Iguales muestras dio en el último testamento que redactó para con su esposo. Facilitó que pudieran ampliarse sus muestras de generosidad, el desprendimiento de su hijo superviviente de los cinco que tuvo en su primer matrimonio, y el que amplia con el beneplácito de éste, las limitaciones legales que para disponer hasta un punto tuviera su madre

Hay constancia de que la felicidad de su matrimonio fue grande. Así lo manifestaba su esposo en Testamento, acto en los que se manifiestan las voluntades y se expresan sinceramente los sentimientos.

Realzaban sus buenas cualidades la esmerada educación que recibió por especial interés de Don Francisco, su padre. Se ha dicho que lo fue de pequeña soberana. El clérigo Cristobal de Molina le enseñaba el clavicordio y un entañedor le enseñaba a danzar.

La vida de Doña Francisca no habría podido ser imaginada por el mayor fabulador del mundo. Su mestizaje era algo más que la mezcla de dos sangres: era la síntesis de dos mundos, de dos culturas esencialmente diferentes y ucrónicas, en las que la primacia de los valores religiosos radicalizarían sus enormes contrastes.

Su primer matrimonio, como decíamos, resultó un matrimonio feliz. Su vida por encima de momentos felices o desgraciados la había hecho protagonista y rehén de la Historia y en cierto modo de la Política. Alguien puede ser poderoso y no ser libre, por mucho que lo parezca, ser símbolo o icono, como se dice ahora, de un momento histórico o heredero de una estirpe instalada en la Historia tiene la servidumbre de toda grandeza. Esta reclama y permite tener un lugar en la Historia, no cabe desaparecer de ella. No hay deserción posible.

Un segundo matrimonio pudo ser ocasión de eludir algunas obligaciones protocolarias, sin evadirse de su condición. Su segundo matrimonio pudo ser un ejercicio de desmemoria, de liberación de aquella enorme losa de historia que se le había venido encima desde sus tiernos años y que bien supo sobrellevar.

Su nueva vida en la Corte, a la que se había trasladado a poco de contraer segundas nupcias, era de intensa vida social y de lujo, con lo que neutralizaría, contrarrestaría, el dificil papel que durante su vida arrostro con sencillez, y más que con dignidad, pensamos que “con grandeza”.

En este ejercicio de desmemoria no fue incluida, no fue olvidada La Merced. Fue en aquél tiempo cuando dispuso de su Fundación. Olvidarla hubiera equivalido a dejar de ser “Pizarro”, algo imposible para quién toda su vida había estado presidida por su condición de Pizarro, de hija de su recordado y bienamado padre, a quién ella honro siempre. Una muestra de tantas, fue la de usar el título de Marqués, Marquesa de Charcas, tan unido a su memoria.

Ha pasado el tiempo, su pátina se encarga de dar relieve o borrar las obras del hombre.

Las de doña Francisca también sufrieron sus embates.

La fundación de su bienamada “Merced” fue desarbolada; naufragó víctima de los huracanes y las tempestades de las Desamortizaciones.

El Palacio, de recia y severa traza y atisbos renacentistas, quedo desnudo de habitantes, nave fantasma y gloriosa varada en la esquina de su historia, protegidas sus cuadernas por ese “anónimo” timonel, por todos conocido, tan cerca de Trujillo y tan cerca de su gente como lo muestra también por su estirpe y mecenazgo. El mestizaje, la síntesis de ambos mundos, ha transcendido de su fachada; se conservan en sus adentros, en su interior. Sus grandes estancias desiertas están ornadas por artesonados de madera y por esgrafiados, representando ambos motivos y símbolos de la iconografía incaica. Parece entre otras cosas, que por aquellas desfilara en su inmovilidad una, a modo de, Santa Compaña del Incario.

También hubo de soportar vendavales La Fundación, pero estos vientos no la hicieron naufragar, pero sí zozobrar y llegar muy disminuida al actual escenario social, con un renovado espíritu y entusiasmo para colaborar, como así lo viene haciendo en la atención y ayuda de necesidades y demandas actuales, dentro siempre de sus medios.

La Fundación recuerda su propio origen, un ir y volver, un encontrarse ambos mundos que contempla también la posibilidad de prestar ayudas a necesidades de allende los mares, de tierras que fueron nuevo solar de los viejos Pizarro de la Reconquista de España y de las que la Corona arteramente los desposeyó.

Sigue pues viva, y con nuevos y mayores brios, la obra más viva de Doña Francisca que junto con su marido fundaran por y para Trujillo, como ella quería; al frente de ella los Pizarro, como también quería, acompañados de algún modo de otro de sus amores “La Merced”, personificada en este caso en el mercedario: Padre Luís Vázquez, estudioso erudito de la figura de Doña Francisca y gran admirador de su persona yde cuyos trabajos sobre la familia Pizarro, le es deudora reconocida esta ponencia.

Entre los estros del Padre Vázquez, todos brillantes, está el de la poesía. Dice en un soneto suyo, que dedica a los hermanos Pizarro de hoy en su libro de Poesía“Alma y Calma de Trujillo”, y que avala cuanto decimos y con ello acabamos:

! Hernando y tus hermanos; el futuro
tiene el verdor de vuestra juventud,
y, si se va dorando de virtud,
adquiere calidades de maduro.

Yo, que no soy profeta, os aseguro
que en vuestras venas late la inquietud
del que aspira alcanzar la plenitud
en el sutil fulgor del claroscuro.

Por lo de pronto juzgo ya un hallazgo
el haber restaurado la Obra Pía
orientada esta vez a la cultura.

El ámbito de todo mecenazgo
va adquiriendo sutil policromía,
y en esa luz lo más noble perdura.¡

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