Oct 012007
 

Rosario Rubio Orellana.

 La presencia de la mujer española en América fue muy temprana, presencia que con el tiempo se iría incrementando de modo gradual pero rápido hasta llegar a equilibrarse con la población masculina.

En 1540 la población femenina había llegado a alcanzar el diez por ciento de aquella, pasando a ser un veintitrés por ciento en el período de los años de 1540 a 1575. En el último cuarto de siglo el porcentaje de la mujer aumentaría considerablemente, en unas proporciones, que junto a las anteriores circunstancias, mayor mortalidad masculina, se iría acercando a un pronto equilibrio con la del hombre.

Desde el primer momento tuvo un papel importante,- otra cosa es que así se le reconociera-, dado que el planteamiento de la colonización de América no tendría un carácter mercantil, como pretendía Colón al tiempo de negociar las Capitulaciones con la Reina Isabel, sino, como postulaba la Reina, lo tendría de evangelización y establecimiento de un modelo de familia cristiana que habría de componer una sociedad al modo de la española. De ahí su importancia inicial y que iría a mas con el transcurso del tiempo.

Pensaba la reina Isabel que América siempre sería española si hablaba y rezaba en español. A ella le movía la evangelización de nue vos pueblos lo que sería el verdadero motivo de su patrocinio indiano porque creía – diría ella-, “que nuestra Santa Fe sería acrecentada y su real señorío ensanchado”.

Hablar de evangelización en el Siglo XVI era hablar de colonización, este sería el caso, y de no haber sido así planteado habría quedado, al decir de Analola Borges, “en un coloniaje de explotación o en una factoría comercial dentro de un territorio de población híbrida o frustrada”.

Este principio sería el que dominará la política española respecto a las Indias y como ejecución de la misma la de fomentar el establecimiento de población que fuera lo suficientemente denso para marcar su impronta y su perpetuación.

Esta línea de pensamiento propiciaría la presencia de la mujer primero y seguidamente la preocupación por que aquella fuera a las Indias en número que hiciera factible aquella política. A tal efecto se dictarían medidas que intentaban fomentar y estimular la marcha de la mujer no sólo casada, sino, también visto las pretensiones señaladas, facilitar la presencia de mujeres solteras que casaran en Indias con españoles.

La mujer que pasara a Indias puede decirse que se correspondería de algún modo con alguno de los tipos que seguidamente señalamos: mujer “principal”, es decir de elevada condición social.

Esposas y familiares de funcionarios, capitanes, oidores y oficiales reales.

Esposas de conquistadores y vecinos en las Indias cuyos maridos habían marchado sin aquellas.

Mujer soltera, mujer doncella según el dicho de la época, que a aquellas tierras iría para allí matrimoniar.

El orden de exposición responde a sucesivos momentos en cada uno de los cuales predominó la figura de mujer que respectivamente  se menciona. De unas, podríamos decir, viajeras que se corresponderían con las señaladas, por la forma en que habrían hecho el viaje, excepción hecha de las emigrantes, solteras, pioneras de la emigración, dadas las diferencias y más penosa forma en que marcharían.

Las llamadas principales, serían esposas, familiares, séquito incluso invitadas acompañando a dignatarios que ostentarían importantes cargos o encomendadas misiones especiales y de confianza de la Corona. Las solteras de este grupo casarían ventajosamente con gente de su mismo rango instalados ya allí en aquellas tierras.

Las esposas de funcionarios o militares comprenderían otro grupo de un menor nivel social. Las esposas de conquistadores o vecinos de las Indias igualmente tendrían lo que hemos venido en llamar condición de viajeras sin que se les considerara significación social alguna.

La presencia de la mujer en tan temprana fecha en aquellas tierras, hizo que se encontrara involucrada, muchas veces, en situaciones comprometidas de violencia o en acciones bélicas diversas con propias intervenciones que resultarían tan importantes y decisivas como para poder afirmar que de no haber sido así podrían haber tenido consecuencias irreversibles para consolidación de posiciones conquistadas y seguridad de permanencia de los españoles.

Un breve resumen de alguna de sus hazañas resultaría ser el contenido de ponencia sobre este tema presentado en ocasión anterior.

El presente trabajo las menciona a éstas últimas como referencia pero no son propiamente objeto de él, sino el de la mujer casada que había de marchar, para reunirse con el marido, soltera para conseguirlo; encerrada en el anonimato que reviste a toda persona que sea pueblo; la auténtica emigrante de la época con las connotaciones que tal condición encierra.

 

En una etapa entre simultanea y posterior, predominaría la mujer que marchaba a reunirse con el esposo, requerida por él de modo voluntario o bien porque a éste le viniera impuesto en pos de soluciones que además de serlo de humanidad lo serían de acertada política, puesto que estarían contribuyendo a garantizar la permanencia y arraigo de quienes allí marcharon evitando tentaciones de un regreso que bien pudiera resultar deserción ante el reto y la meta de la existencia española en Indias en un futuro del que ellos serían cimiento. Tal reagrupamiento familiar tendría importantes efectos sociológicos, pero una incidencia menor, como decíamos, en lo que pudiera resultar un incremento de población.

Esta mujer estaría entre lo que hemos dado en llamar viajera y la propiamente emigrante; no iba tras lo desconocido y no iba  a encontrar marido sino reencontrarlo.

En Indias residían un gran contingente de españoles solteros; allí habían marchado dando lugar a que la escasez de varones que en España se daba desde el final de la Edad Media tomara unas proporciones desorbitadas; gran número de ellos mantenían variadas clases de uniones con mujeres del lugar pero sin el carácter que supone la existencia de vínculo matrimonial.

La realidad que se contemplaban y los fines moverían a los organismos de la metrópoli a buscar fórmulas de fomento de la natalidad, que hoy diríamos, tratando de incrementar la celebración de matrimonios, cuyos posibles respectivos componentes, -hombres en Indias, mujeres en España-, estaban  distanciados por la mar oceana.  Se trataría de acercarlos en la forma en que se considerara más propia, cual sería la de marchar a América aquellas mujeres solteras para encontrarse allí con expectantes candidatos a esposos que las aguardarían anhelantes, consiguiéndose el deseado resultado de celebración de matrimonios.

Se producía con ello un cambio en las costumbres amorosas la de no ser la dama la que espera el regreso del caballero, sino ser la doncella, quién con riesgo de su vida va al encuentro del desconocido heroe.

La mujer soltera marcharía no tanto por el empeño del gobierno por que así fuera, sino por cuanto la coincidencia de aquél con la voluntad de ellas, que habían decidido ir a buscar marido donde estaban los hombres solteros, en donde alcanzarían el hogar soñado y el conquistador, ese descanso del guerrero que lo fijarían definitivamente en la tierra y en ella nacería y viviría su prole, nuevos ciudadanos del nuevo mundo.

Sevilla, adonde habrían llegado desde las diversas procedencias, sería su puerto de entrada en Indias, previo recorrido del Guadalquivir y atravesado el Atlántico, una travesía dura y en duras circunstancias de un penoso viaje.

No serían llevadas ni conducidas, lo harían de “motu propio” y no como les sucedía a las que hemos dado en llamar viajeras, sin acompañamiento protector. Serían ellas quienes iniciarían tan largo y aleatorio viaje. Auténticas emigrantes y pioneras de la emigración envueltas en su propio anonimato hacia un destino cierto en cuanto punto de llegada, incierto en cuanto a que la suerte que le esperara.

Desde aquél punto, rendiría otro viaje terrestre, en muchos casos fluvial y en todos penosos y arriesgados hacia los lugares en donde residiría y fundaría su familia, nueva andadura, ésta en la que naturalmente no iría sóla, marcharía con su marido, con el que habría matrimoniado al tiempo de llegar, y con el que el que iniciaba una nueva vida en su nuevo estado de casada, razón de su viaje. Repuesta ya del impacto del encuentro con el candidato que la desposara, asignado, previamente, y de modo inapelable por el gobernador o autoridad a él afín.

 

Durante la travesía podría haberse ilusionado con el encuentro que le esperaba y en ningún caso sentirse defraudada ante la realidad que seguidamente encontrarían.

En general sus inmediatos – no futuros-, maridos resultarían ser gente acomodada, -conquistador o vecino-, imbuidos generalmente de un espíritu aventurero y consecuentemente sujetos en muchos casos a los azares de la fortuna. Solían disfrutar de un rango social que les proporcionaba un “status” honorable. Por las propias circunstancias de lo que habría sido su protagonismo en aquellos escenarios, no todos gozarían de la lozanía deseable aparte edades, jóvenes y menos jóvenes, por los avatares propios de vidas muy duras, muchos con cicatrices de heridas sufridas y en ocasiones víctimas de mutilaciones.

Hubo una política protectora en favor de la mujer, en la que, en algunos casos coincidirían el interés político en mayor o menor medida con la defensa de su condición. En el fondo se trataría más de un empeñado voluntarismo, sobre todo en lo concerniente a la mujer soltera, pues no cabría medida alguna que pudiera forzarlas a marchar, suponiendo en todo caso que ello se tomara como protección cuando en realidad hubiera resultado ser una coacción, que ni siquiera prosperaría el intento de así hacerlo con esclavas blancas.

Si fueron y fueron tantas, se debería a lo que fue su propia decisión. La única medida protectora, si cabe llamarla así, que de algún modo podríamos interpretar, sería las grandes facilidades que para viajar se les daban.

Puede decirse que si fueron posibles lo que resultarían medidas indirectas, en forma de gravámenes en unos casos, y de beneficios en otros a solteros dado que los estimulaba y en algunos casos o en muchos,  los obligaría a contraer matrimonio, coincidiendo así con las pretensiones que movían a la mujer solteras a pisar aquellas tierras.

Hubo si mediadas protectoras, como las que obligaban a los casados que hubieran marchado a Indias sin sus esposas a hacérselas llegar, para lo que se establecían diversos plazos bajo amenaza de severas sanciones si incumplían este mandato. En el entretanto se les obligaba a la remisión de una cantidad que sufragara sus necesidades y cuantas necesidades familiares se dieran, medida que tuvo plena efectividad dependiendo esta del grado de mejor o peor funcionamiento de los organismos de vigilancia y ejecución de los diferentes territorios.

El marido estaba obligado a hacerla marchar consigo. La mujer sin embargo no estaba a así proceder a hacerlo; podía negarse, otra forma de protección, la de respetar su voluntad y no imponerle las inevitables molestias y peligros de toda índole que tamaño viaje comportaba.

A partir de determinado momento a ningún hombre casado le fue permitido marchar sin su esposa.

El papel de la esposa era meramente doméstico. Nada más y nada menos. Recordemos que la madre ha sido siempre quién ha transmitido a los hijos el sentido de los valores. De hecho rebasaría a veces su esfera tomando decisiones propias aunque en algunos casos las enfrentaran con los propios maridos o incluso con los gobernadores.

La mujer tomó conciencia del papel histórico que habría de corresponderle, aceptando tal realidad. Sería un papel con frecuencia heroíco el que la providencia le deparara, inicio de la huella que marcaría un poblamiento compuesto por hogares cuya firmeza de principios y solidez de sus costumbres hábitos y acciones constituirían el germen de las Indias, la fundación de América, una

América española que bien podría decirse que conquistada por hombres fuera fundada por mujeres.

 

Hemos pretendido exponer el papel de la mujer en el Descubrimiento, Conquista y Colonización de América, de tan temprana presencia, que bien pudiera decirse que tamaña empresa hubiera sido realizada a la par por hombres y mujeres con mayor relevancia de los hombres en lo que llamaríamos la primera parte, y de la mujer en una segunda parte que correspondería a un tiempo de afianzamiento de la presencia española y de aseguramiento y perennidad de aquella. Ello fue posible gracias a las mujeres para asentar las bases de un nuevo mundo, no el descubierto, sino por el por ellas creado a través de la familia y los hijos.

De ella diría una eximia historiadora “Mercedes Gabrois”, terminando una conferencia sobre este mismo tema, y con ello asimismo finalizamos lo siguiente:

 

“Cuando se hable de la gloria de los conquistadores y los misioneros que civilizaron todo un mundo, debe asociarse siempre en esa misma memoria a las mujeres que con ellos fueron, y que sencillamente, silenciosamente, rectamente, como cumple a toda obra creadora, fundaron más allá de los mares el hogar cristiano y español, base de las más firmes de ese gran contenido histórico que es la Hispanidad”.

Valencia, 29 de Agosto de 2007

 

 

BIBLIOGRAFIA

 

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Oct 012004
 

Rosario Rubio Orellana.

Conmemoramos este año el quinto centenario de la muerte de Isabel La Católica, figura histórica situada, peligrosamente, entre el mito y el tópico, con el consiguiente riesgo de que dándola por sabida acabe en desconocida.

Obviamente no pretendemos sumergirnos en su oceánica e inabarcable biografía. Las hay muchas y muy buenas, y por muchas, muchas incompletas. Sí pretendemos detenernos en el perfil del fondo de sus actuaciones. También, detenernos en una página de su reinado.

Su perfil nos dice que en toda su actuación existiría un criterio político que fue la piedra angular, la clave, de aquél arco que amparara su trayectoria; en él quedaban comprendidos un sentido de legalidad y de justicia, de firmeza y autoridad, de generosidad y flexibilidad, virtudes, éstas que componen la mejor figura del gobernante.

Sí detenernos, decíamos también, en una página de las primeras de su reinado y del que sería prólogo, prólogo denso y brillante, de un grueso y rico tomo de historia de un reinado del que cualquiera de sus capítulos sería causa suficiente de glorificación. El prólogo sería Extremadura, el tomo España, síntesis de unos reinos en que aquélla se fragmentó.

El criterio político del que hablamos, y que todo lo rigió, podemos apreciarlo en todas cuantas acciones acometió y a las que hubo de hacer frente.

Así lo vemos cuando, de una manera terminante, rehúsa aceptar el trono de Castilla de mano de los nobles que se lo ofrecían, que no sería principalmente por negarse a ser objeto de banderías políticas, sino, sobre todo porque tal nombramiento, al que ella pretendería, carecía de base legal, diciéndole a aquellos nobles señores,-Marqués de Villena, Arzobispo Carrillo, Conde de Benavente-, al tiempo de la negativa: «Primero es menester que él (el Rey) sea quitado de los ojos de los hombres que yo acometa tomar el nombre de Reina»

Sólo con el rey trataría, y de un modo directo, la cuestión de su posible condición de heredera del trono, reivindicando para si tal condición, que le fue reconocida por aquel, proclamándola Princesa de Asturias y heredera de la corona de Castilla y León, el 18 de septiembre de 1468, en la Concordia de los Toros de Guisando, lugar éste a mitad de camino entre Ávila y Madrid.

Otro signo de lo que venimos llamando criterio político, con su componente de autoridad, -una monarquía a la que la crisis de autoridad la había debilitado-, sería, a poco de su proclamación como reina, cuando con motivo de un motín en el Alcázar de Segovia, dice y se impone a los amotinados: «Soy la reina de Castilla y no estoy acostumbrada a recibir órdenes de mis súbditos reales…», y sigue diciendo a los amotinados, pasando del tono autoritario al comprensivo y amoroso: «y bien ¿qué queréis? ¿cuáles son vuestros agravios? Yo los remediaré, en cuanto pueda, porque estoy cierta de que vuestro bien es el mío y el de toda la Ciudad».

También cuando depuesto, arbitraria e ilegítimamente, el Alcaide del Alcázar de Segovia por los linajes que pretendieron, más tarde, negociar con la reina, a la que querían imponer condiciones, les respondería así a sus emisarios: «Decid a esos caballeros y ciudadanos de Segovia que yo soy la reina de Castilla y esta ciudad es mía y me la dejó mi padre; y para entrar en lo mío no son necesario leyes ni condiciones».

Su relación con Fernando tropezó con algunas dificultades al principio de su reinado, pero que con su destreza política fueron suavizadas.

Fernando tenía pretensiones de suceder a Enrique IV, como pariente varón más próximo, olvidando que en Castilla no primaba la condición de varón sino el pariente más cercano, fuera este varón o mujer, para la sucesión en el trono.

Al tiempo de convencerlo de lo equivocado de su postura le hace la reflexión de qué es con esa norma, como su hija podrá acceder, en su día, al trono y que no fuera un colateral quién lo heredara, lo que convendría, decía: «porque placiendo a la voluntad de Dios la princesa nuestra fija ha de casar con príncipe extranjero, el cual se apropiaría de él».

La concordia de Segovia, acordada al poco de su proclamación como Reina, dirimirá felizmente esta cuestión y situará a Fernando en un plano de igualdad formal.

También, siguiendo en esta línea, la desvinculación de los nobles del cargo de maestres de las Ordenes Militares, que para pasar a ser ejercidos por la Corona.

Los anteriores muestras, en modo alguno exhaustivo, son significativas de quién se dispondría a iniciar su entrada en la Historia.

La página fue Extremadura, una página con ribetes de partida de ajedrez, en el que, como tal, la jugaban dos damas, una pretendida reina y una reina muy sobrada, valga la expresión, acompañadas de sendos reyes, Alfonso V de Portugal, pretendido también rey de Castilla a la que querría anexionarse y anular; y Fernando cuyo matrimonio con Isabel supuso la unión de los dos reinos, de Aragón y Castilla, arquetipo éste del político, según Maquiavelo, quién no parece que llegara a reparar en Isabel; de otro modo, estamos seguros habríamos conocido su arquetipo del estadista.

Los primeros años del reinado fueron muy difíciles y duros, los que transcurren entre 1474 y 1479. A la muerte de Enrique IV se suscita una lucha sucesoria entre los partidarios de Juana, motejada la Beltraneja, y cuya filiación, como hija del difunto monarca, más que dudosa, la negaban, los que por tal causa se oponían a su ascenso al trono, siendo el propio Alonso de Palencia, en su crónica en latín de Enrique IV que llama farsa a su primer matrimonio diciendo que «Mientras ella (su esposa) se esforzaba en agradarle y ganar su cariño, el hubiera deseado que otro cualquiera atentara al honor conyugal para conseguir, a ser posible, con su instigación y su consentimiento, ajena prole que asegurara la sucesión al trono». La segunda esposa debió, al parecer, no ser tan escrupulosa; abunda a esta creencia su propia conducta personal.

Apoyaban la causa de Juana sus partidarios con idea de mediatizarla gran parte de ellos y Alfonso V de Portugal y Alfonso XI de Francia. De la otra parte los partidarios de Isabel.

Esta lucha reaviva más que enciende, la guerra civil en el interior y origina una contienda internacional en las fronteras comunes.

El reinado de Isabel se iniciaría, bajo el signo de la pasión itinerante, proclividad fomentada y entendemos que acentuada, por las circunstancias en que se desarrollaban los acontecimientos. Necesidad la mayoría de las veces y conveniencia otras de la presencia real en los lugares más dispares y distantes de la geografía española. Ningún monarca español antes o después los superaría por este notable afán de recorrer incansables aquellos territorios, juntos o separados, los Reyes Católicos transitan Castilla y León, principal escenario de la contienda en un primera fase, -la segunda y definitiva se libraría en Extremadura-.«Los reyes en poco tiempo plantaron la justicia, andando por el reino de unas provincias a otras, para que con su presencia temiesen los insolentes y osasen pedir justicia los temerosos».

Le contaba al emperador, de sus abuelos, su consejero Galíndez de Carvajal. Gracián, dos siglos más tarde, abundando en el significado de su itinerante reinado, decía » que más que el lugar importaba el centro real de mando».

La caída de Zamora y de la fortaleza de Burgos, en poder de los rebeldes, son hitos importantes en la lucha por la causa de Isabel. A partir de este momento se producen adhesiones a su causa, por arrepentimiento, que contempla con satisfacción y magnanimidad. Más tarde la encarnizada Batalla de Toro, contra las huestes de Portugal, el1 de marzo de 1474, inclina la balanza a favor de Isabel la Católica, batalla victoriosa, pero que resultaría no haber sido decisiva.

En cualquier caso Castilla y León estaban pacificadas, circunstancia ésta que le permitiría realizar nuevos viajes en cumplimiento de la misión que se había impuesto: pacificación de los territorios previo al desarrollo de un programa político. Así iniciarían los Reyes Católicos viaje a Sevilla por diferentes rutas, separándose en Casarrubios del Monte.

Isabel más que pasar por Extremadura, recalará en Extremadura en donde permanecería algún tiempo retenida por los numerosos problemas planteados en la región y por el fantasma de la guerra con Portugal, un fantasma tangible y por ello de temer.

Su lugar de arribada será el Monasterio de Guadalupe, un buen lugar para la oración, el reposo y la meditación.

Entre la meditación podemos incluir, en su caso, el estudio de estrategias para el restablecimiento de la paz interior y exterior. Erigido por Alfonso XI hacía ciento treinta años en cumplimiento de voto hecho a la Virgen Santa María en el campo de batalla.

Con frecuencia sus frailes actuarían de consejeros de los reyes y escuchados con respeto.

Toda su vida estaría vinculada a Guadalupe. Desde su infancia a su muerte.

De niña, sería el Prior de Guadalupe, Fray Gonzalo de Illescas, en cumplimiento del deseo expresado por su padre el rey Juan II, en testamento, quién se ocupará del nombramiento de sus maestros y de la vigilancia de su educación.

En su muerte, disponiendo que su propio testamento, -el más importante de la Historia de España-, se guardara y custodiara en el Convento: «Para que cada e cuando -decía- fuera menester verlo originariamente lo puedan así hallar».

En el año 1502 se había despedido de la Virgen y a la que en él volvería a recordar asignándole sustanciosa manda.

Para Isabel, Guadalupe lo fue todo. Allí tenía ella su «paraíso». Así llamaba a un pequeño oratorio que se ha había hecho construir y en el que oraba al tiempo que, en las horas canónicas, lo hacían los frailes, a la que distinguían dándole un trato espiritual fraterno

En su itinerante reinado siempre, si próxima, desviaría su ruta para visitarlo si es que no se dirigía a él.

Ahondando en su vinculación a Guadalupe, sería Fray Hernando de Talavera, fraile de Guadalupe, su director espiritual, «He aquí el confesor que yo buscaba»decía, cuando al tiempo de iniciarse su relación, le recuerda la Reina a aquél que el confesor de reyes, se arrodilla ante ellos para recibir su confesión». Ante su negativa: «No lo haré yo así, -respondía aquél-, que en el Tribunal de la Penitencia represento a Dios, que ante ningún señor de la tierra dobla rodilla»; la soberana inicialmente perpleja aprecia haber encontrado a alguien a su altura y con humildad se plegaría.

Poseía una amplia preparación y cultura de los que es muestra el paralelismo de su biblioteca con la del Monasterio de Guadalupe, de la que un veinte por ciento era libros de religión.

Seguía con mucho interés lo relacionado con la cultura religiosa; recibiendo a su solicitud lecciones que Fray Hernando escribió y que a los frailes impartía; entendía Fray Hernando que «lo que a los religiosos se enseña y exige no es conforme con lo que los seglares deben oír», rindiéndose al final Fray Hernando ante el argumento que en sus insistencia aducía Isabel: «Que religiosos y laicos coinciden en el mismo camino de la búsqueda de la perfección».

Lo anterior es muestra de que la anécdota que seguidamente contamos no es signo de frivolidad sino señal de persona vital e interesada en todos los aspectos del momento y la época en que vive y el rango en que se desenvuelve.

En ocasión de estar en Barcelona la reina le daba cuenta de su estancia en la ciudad; decía no haberse hecho vestidos nuevos. «Sólo uno de seda con tres cenefas de oro, lo más sencillo posible», también le decía que «si no se suprimía la fiestas de los toros»– acababa de formar allí, en Barcelona, el firme propósito de no volverlos a ver. Curioso su antitaurinismo para quién su vida, la posibilidad de su reinado se había enmarcado entre toros,-perdón por lo festivo del comentario-, entre los toros de Guisando y la batalla de Toro, y la finca de ganadería de toros donde se desarrolló la batalla de la Albuera.

En Guadalupe reposaban los restos de su hermano Enrique IV, al que siempre tuvo en su memoria, al que honró en su vida respetándolo, y para el que dispuso un sepulcro digno de un Rey de Castilla, concluidas las obras del enterramiento dispondría el depósito de los restos mortales de Enrique IV en aquél y la celebración de solemnes honras fúnebres en sufragio de su alma.

Determinados acontecimientos históricos de importancia sobrevendrían residiendo ella en el Monasterio. Este sería el caso de 1479 tan pródigo en ellos: así ratificación de la paz con Francia en enero, y muerte del Rey de Aragón, Juan II; la batalla de la Albuera en febrero, que pone fin a la guerra con Portugal, negociaciones de paz con Portugal en Trujillo, adonde se ha trasladado, y seguidamente a Alcántara, para seguirlas y sacarlas adelante:

Su «paraíso» será el Monasterio de Guadalupe, en él haría larga escala, eran muchos y muy serios los asuntos que la ocuparían. Los problemas suscitados con la nobleza estaban ya resueltos de «iure», de hecho había, en algunos casos, dificultades de tipo técnico, diríamos hoy, pero que, en ningún caso, supondría regresión.

Las derivadas de las relaciones con la nobleza estaban prácticamente resueltas con escasas, pero preocupantes, excepciones. Atrás quedaban dificultades de entendimiento y dolorosas y traumáticas defecciones.

La habilidad negociadora de Isabel, su buena voluntad y generosidad no habían servido para satisfacer las peticiones, peticiones imposibles, planteadas al propio tiempo en términos de ultimátum de dos controvertidos personajes. Se trataba de la Condesa viuda de Medellín, Beatriz Pacheco, bastarda del Marqués de Villena y el Clavero de Alcántara. Aquella pretendía apoderarse de los bienes y derechos de su hijo, al que tenía aherrojado y al que le venía usurpando aquellos.

El Clavero, Alonso de Monroy, quería el Maestrazgo de Alcántara comprometido en las difíciles negociaciones con la Casa de Stuñiga, y cuya última decisión correspondía, por otra parte, al Papa.

Isabel supo hacer compatible la justicia con la clemencia confirmando a los linajes y haciéndoles ver la imposibilidad de incrementar sus estados por medio de revueltas políticas. Desde entonces el servicio de la monarquía habría de ser lo más importante para ellos.

«Aquella mujer sentada en el trono y gobernando bien, anotaba, – asombrado y admirado-, Alonso de Palencia, cronista de la corte y habitual acompañante en su nomadismo: «Que en lugar de castigar a quienes se le enfrentaron como aquellos Girón o Stúñiga y a muchos más que hicieron todo lo posible para que nunca llegara a reinar los admitía a su servicio» «Se reconciliaba con ellos y triunfaban mucho en la corte» terminaba el cronista.

Esta conducta correspondía al programa político que se dispondría a desarrollar y para el que necesitaba la colaboración de aquél estamento. No olvidó, como se ha insinuado en alguna ocasión, a sus leales que sirvieron a su causa de forma entregada y generosa.

Concertó acuerdos con emblemáticas casas nobles -cuatro fueron estas-, contribuyendo con ello a un mejor conocimiento de su política pacificadora. Una de ellas sería la extremeña casa de Stuñiga de solar navarro afincado en Extremadura y cuyo apellido quedaría castellanizado en Zúñiga. Las negociaciones fueron difíciles y harto generosas y satisfactorias por lo que sin merma ni daño se incorporaban al nuevo régimen.

Tales acuerdos servirían a la nobleza de pauta, y en cierto modo de garantía, admitiéndose por aquella haber incurrido en errores que se disponían a rectificar, reconociendo la legitimidad de los Reyes Católicos.

Entre los llamados errores de la nobleza, recordamos uno, de Stuñiga, titulado Duque de Arévalo, Conde de Plasencia, su «error» estuvo, entre otros similares, nada menos, que haber protegido en su señorío de Plasencia, la proclamación como Rey de Castilla de Alfonso V de Portugal camino de, la entonces sublevada, Castilla.

Se había respetado al máximo en lo posible situaciones creadas, e incluso apropiaciones indebidas, que las razones políticas atenuarían lo que de injusto pudieran tener. En algunos casos, no obstante, los excesos habían llegado tan lejos, que, en determinadas situaciones se impondría la restitución de propiedades y derechos adquiridos ilegítimamente.

Este sería el caso de Trujillo, ciudad de realengo, usurpada por el muy poderoso, ambicioso y belicoso Marqués de Villena, al que la política de Isabel había conseguido atraer, aunque se dudaba si definitivamente, a su causa, dada su tornadiza e interesada condición. Este mantenía contenciosos con la Corona en diversos lugares de sus extensos dominios en Chinchilla, Almansa y Albacete, y estaba aún en posesión del Castillo de Trujillo, usurpado al amparo de las luchas con la Corona en tiempo de Enrique IV, y que había de devolver, a lo que se resistía con añagazas, tales como, retenerlo en garantía del cumplimiento de compromisos para con él de la Corona.

Estas situaciones perturbaban el clima de armonía que se pretendía conseguir. Isabel ante renuencia tal, desde el mismo Guadalupe, ordenaría al Alcaide de la fortaleza que procediera a su entrega quién rehusaría así hacerlo, invocando las leyes de la Caballería. Con arreglo a éstas no podía entregarla sino de quién las hubiera recibido.

Respetuosa la reina, aquí aflora su sentido de la legalidad, con tan justificada excusa por parte del Alcaide conminó desde el mismo Guadalupe, al marqués para su inmediata personación en Trujillo bajo severas penas de destierro si su orden no fuera acatada. Lo que aquél procedió a cumplir de modo tan rápido como le fue posible, haciendo entrega a la Corona, previamente este la había recibido del Alcaide del Castillo. El principio de autoridad quedaba a salvo y su ejemplaridad resplandeciente.

Particular interés y grave preocupación revestía la presencia de tropas portuguesas en la frontera de Extremadura, presencia que cabía interpretar como tácito aviso de intenciones conocidas y recordadas con frecuentes acciones hostiles, incluso con ocupación de algunos lugares como sería el caso de Alegrete, cuya orden de reforzar su guarnición dada por Isabel había sido desobedecida por causa de discordias internas de los Extremeños, la reina decidió lo que de momento estaba a su alcance: ordenar a sus capitanes de la frontera, Alfonso de Cárdenas, el Conde de Feria y Alonso de Monroy que tuvieran preparado y alerta a su gente, reforzándole sus poderes y pidiendo a las ciudades andaluzas el envío de formaciones de caballería.

Tal situación prolongada acentuaba una sensación de precariedad y debilidad defensiva, lo que causaría grave alarma en los Reyes y el desplazamiento desde Sevilla del propio Fernando y del apresurado regreso de Isabel a Guadalupe desde aquella.

Alarma, atenuada, al constatarse los escasos apoyos con que se habían quedado los portugueses caso de alguna iniciativa por su parte, creencia un tanto engañosa, pues si bien los apoyos serían escasos las posiciones y lugares con que sus aliados contaban podían ser estimadas como decisivas por aquellos. El Clavero de Alcántara, Alonso de Monroy, dominaba Montánchez, Azagala y Piedrabuena, imponentes fortalezas que aguardaban el paso de Portugal al interior del reino; Beatriz Pacheco, condesa viuda de Medellín, tenía guarniciones fieles: Mérida y Medellín, donde todavía se reconocía como reina a doña Juana.

No recibirían, sin embargo, ayuda alguna por parte del Marqués de Villena en contra de lo presumido por los portugueses que recibían supuestas noticias desde Chinchilla y Garcimuñoz de insurrecciones que, sin embargo, no llegarían a acaecer. Un ejército en pie de guerra necesita poco para disponerse a entrar en ella. Cualquier incidente, provocado o fortuito, serviría de pretexto para iniciarla.

En este caso sería la llamada revuelta de Medellín, en las que el pueblo se amotinó a favor del Conde de Medellín, víctima de la ambición de su propia madre que con diversas argucias lo había tenido secuestrado, anulado y usurpados todos sus derechos, funciones y privilegios.

Las fuerzas reales no llegaron a tiempo, como fuera su deseo, de intervenir a favor del Conde de Medellín. Ambas formaciones, las del Clavero de Alcántara y la de Alfonso de Cárdenas, tuvieron más tarde un encuentro fortuito en el que entablada lucha entre ambas quedaría derrotada las del Clavero de Alcántara que se replegaría a Mérida. Este y la Condesa de Medellín ante la dificultad de sofocar por ellos mismos la sediciosa actitud de los sublevados pedirían ayuda a los portugueses lo que sirvió a éstos de pretexto para cruzar la frontera e irrumpir en tierras extremeñas. A la vista de la situación Alfonso de Cárdenas, capitán de las fuerzas reales, concentró estas, siguiendo órdenes de la Reina, en Lobón, lugar equidistante de todos los posibles puntos de ataque, al propio tiempo que aquella disponía de envío de refuerzos posibles.

El campo de lucha elegido por Alfonso de Cárdenas resultó ser muy favorable, entre Mérida y la frontera portuguesa en medio el río Albuera, posición que resultaría una sorpresa para los portugueses, y que reforzaría la superioridad de las tropas castellanas: Badajoz, fuertemente guarnecido queda a espalda de los portugueses que estaban obligados a cumplir un objetivo conocido: el socorro de Mérida. Planteada batalla se ajustaría en todo, todavía al molde clásico medieval.

No sería una gran batalla pero sí, que es lo importante, una batalla decisiva, al contrario de la que resultó ser la de Toro. Un triunfo rotundo de las fuerzas de Isabel vencedoras y dueñas totalmente del terreno. En todo caso, repetimos, una batalla muy importante: pone fin a aquel turbulento proceso histórico, al tiempo de las armas, abriendo el camino de la paz. Una paz a construir firme, estable y duradera.

El tiempo siguiente, sería el de las negociaciones, negociaciones que de forma inmediata va a proponer abrir, quizá con afán de parecer más personalizada que inducida su iniciativa, la Duquesa de Braganza y cuya postura personal y la de su marido había sido contraria a esta guerra y ello en un intento, al parecer, inicialmente de mediación pero que lógicamente tendría que ser, como así resultaría, de negociación.

Actitud favorecida por el príncipe heredero y boicoteada más o menos subrepticiamente por Alfonso V y el Clavero de Alcántara, al tiempo que alimentaban focos a aplastar: Mérida, Medellín, Deleitosa, Azagala, Castilnovo, Piedra buena y Mayorga.

Sería Alcántara, perteneciente a la Orden de Alcántara, y de la que ésta tomó nombre, en su fortaleza, el lugar elegido por las egregias damas, apresurándose a acogerlas el administrador de la Orden, Álvaro de Stuñiga, y padre del preconizado Maestre, a ponerla a la disposición de aquellas. Las negociaciones, cabe decir de ellas, serían una conversación de estado envuelta en «Plática de familia», entre tía, doña Beatriz, y sobrina, reina Isabel, hablada en el portugués de aquella y en el de su infancia en Arévalo junto a su madre portuguesa, y sus azafatas todas portuguesas.

En esta nueva fase, como en todas sus actuaciones, decíamos, aparece ese criterio político que las rige y envuelve que potenciaba su propia intervención ante lo vital., que para ella fuera alcanzar la paz con Portugal, concluir de modo satisfactorio esta larga lucha fratricida y dar paso a situaciones esperanzadas ya presentidas. Aquellas negociaciones marcarían el rumbo futuro de ambas monarquías.

Las materias a tratar eran las propias de los contenciosos que habían venido manteniendo: uno la cuestión dinástica; las demás cuestiones lo serían de intereses o conflictos políticos o económicos. Así respecto al primero, había de convenirse el destino y situación que tendría doña Juana; respecto a los demás: las futuras relaciones entre Portugal y Castilla; tratamiento a castellanos que hubieran militado en el bando opuesto; las navegaciones en aguas africanas.

El papel de Isabel fue relevante, negociando con notable y sorprendente habilidad, se ha dicho y así consta documentalmente, habiendo dado signos de gran inteligencia y sensatez. Lo corroboraba el Condestable Pedro Fernández de Velasco, su más directo consejero en aquél momento y alcanzaron positivos resultados en las sesiones del 20 y 21 de marzo. La tercera y última tuvo lugar el 22, con un cariz sorprendente. Beatriz retrocediendo inesperadamente en el camino por el que mucho se había adelantado. Una explicación posible de ésta actitud sería la de que Beatriz hubiere traspasado los limites que le estuvieran permitidos, o también que formaran parte de maniobras dilatorias de Alfonso V para ganar un tiempo, sin pensar, seguramente, que su tiempo se había acabado.

Isabel se había adelantado en veinte días a la llegada a Alcántara de la Duquesa de Braganza , que lo hizo en 19 de marzo, para mejor estudiar los asuntos a tratar en aquellas transcendentales conversaciones que se avecinaban. En un afán de apurar al máximo todas las posibilidades permanecería Isabel en Alcántara hasta un mes más tarde: el 23 de abril, esperando, inútilmente, una actitud constructiva y abierta que permitiera concluir formalmente aquellas negociaciones en las que se había llegado muy lejos y en las que se recogían propuestas y fórmulas para una armonía y convivencia entre ambos reinos, que en modo alguno podrían dejarse de acordar y materializar. Podía concluirse que aunque no se hubiera llegado a un buen fin constituían una base sólida y definitiva tan interesantes y ricos materiales, para un ulterior tratado que ineluctablemente habría de tener lugar, como así acabaría siendo.

A tal fin la reina otorgó poderes para negociarlo a Rodrigo Maldonado de Talavera que culminaron en el llamado Tratado de Alcáçoba, firmado en esta localidad el 4 de septiembre de 1479. El 27 del mismo mes lo confirmaba Isabel en Trujillo, entre esta última fecha y el 5 de octubre fue sometido a estudio y tomado las medidas iniciales para el cumplimiento de los documentos que componían un grueso paquete. El 30 de septiembre a punto de abandonar Trujillo, disponía que todos los presos fueran puestos en libertad sin rescate.

Isabel, sola o con Fernando frecuentó Extremadura. Guadalupe fue visitado en 1477 dos veces, en 1478 y 1479, en 1482 y 1483, en 1486 y 1489, en 1492 dos veces y en el nuevo siglo, en 1502, lo que suma once visitas; en su reinado siete fueron las visitas que hicieron a Trujillo, y otras tantas a Cáceres.

Se convino en el Tratado que Doña Juana podía optar entre el matrimonio y el estado religioso, lo que finalmente hizo. El tratado era de muy amplio contenido, hasta el punto se puede decir que equivalía a cuatro tratados dada la diversidad y extensión de su contenido.

En él se reconoce el legítimo derecho de los reyes portugueses, adquirido por Conquista y ocupación, sobre todas las tierras situadas desde el Cabo Bojador hacia el sur, incluyendo las islas Azores, Madeira y Cabo Verde, excepto las islas Canarias descubiertas y por descubrir. El Papa Sixto IV el 21 de junio de 1481, por la Bula «Aeternitis Regis» confirmaba este tratado. Quedaba así prohibido a los castellanos navegar al Sur de Canarias.

Isabel estuvo, estaría siempre y siempre querría estar en Guadalupe. Estuvo varias veces en Trujillo, en Cáceres, en Alcántara. En ese su primer viaje, que sería decisivo para un afianzamiento en el trono. Trazó la espina dorsal de su futura creación, transitó aquellos caminos intransitables, la que hemos llamado pasión itinerante, era realmente peregrinación, un peregrinar por unos fines que se extendían y transcendían de lo meramente territorial, una España, síntesis de aquellos reinos en que se transformó la verdadera España fragmentada; no establecería la unidad de España meramente por la territorialidad, importante como base física, pero insuficiente si sobre ella no se establecía un criterio, un espíritu de unidad, en el que se envolviera o sintetizara una unidad espiritual.

Realmente no se trataría de establecer, sino de reestablecer la nación española, que nace y se conforma definitivamente el 8 de mayo del año 589, fecha del tercer concilio de Toledo, y en el que nació la unidad de la nación española. Fundía en una fe, en un espíritu los elementos étnicos de España. No se funda en una razón étnica, -tan propensa al surgimiento de hechos diferenciales-, sino en una razón espiritual: en una unidad de fe.

La primera eficacia de este histórico Concilio sería la de fundir en el crisol de aquella fe, toda la multiplicidad étnica que por entonces habitaba en la península. No se temería ya a un fantasma de entonces, una invasión oriental; el genio nacional estaba ya fraguado, en una sola fe, que era la fe católica. Así se pensaba y así de algún modo sería. La reconquista fue la prueba, informada y conformada, ella en la naturaleza con que nació en Toledo dicha unidad de fe.

A una situación más abigarrada, confusa, étnica y social, habrían de enfrentarse los Reyes Católicos, Isabel de modo principal pues el espíritu de Castilla y de cuanto ella dependía estaba imbuido de aquellos principios, como lo demuestra su contumacia en finalizar la Reconquista.

La población de los reinos peninsulares estaba constituida por un mosaico que iba desde cristianos viejos, -en minoría en muchos territorios-, morisco s, cristianos de dudosa sinceridad, judíos, todos ellos de costumbres muy diferentes entre sí y tan arraigadas, que hacían imposible alcanzar el denominador común de una fusión de pueblos o razas. Sobre tan difícil realidad obrarían los Reyes Católicos para lograr la unidad ideológica sobre la base religiosa.

En este sentido, la política real cumple unas etapas, a las que hacen referencia en su documentado e interesante artículo de la Revista de la Asociación de Amigos de la Real Academia de Extremadura, Don Santos Benítez Florián y don José Antonio Ramos Rubio. En él, certeramente, señalan las etapas en que había de basarse la política a seguir para lograr aquella unidad: «1ª Tutela Real de la Iglesia, cuyas jerarquías son seleccionadas por la corona; 2ª Expulsión de los adictos a religiones extrañas; 3ª Instauración de un régimen que vela por la pureza de los dogmas como instrumentos de unidad; y 4ª Reforma y disciplina del clero para su fortalecimiento»

Ese camino andado de Guadalupe, Trujillo, Cáceres, Alcántara, compondría el hilo de seda oro y acero, con el que Isabel tejería el tapiz de diversos y armónicos colores del que emergería España, y con ella la creación del estado moderno, fuerte, en el que los señores no eran señores feudales (la Sentencia de Guadalupe extinguiría en 1484 el feudalismo residual de Cataluña), y los reyes no eran reyes absolutos.

Esta monarquía original y moderna sería lo que ha dado en llamarse MONARQUIA HISPANICA ya la que estudiosos y tratadistas, vienen prestando una atención y un interés creciente. Fue su máxima creación.

Los Molinos, 20 de agosto de 2004.

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