Oct 011978
 

Valentín Alonso Montequín.

Lo conocí el 7 de marzo de 1930, festividad (entonces) de Santo Tomás de Aquino. Fue con motivo de la inauguración del curso escolar en el Seminario Metropolitano de Córdoba, República Argentina.

Yo debía terminar allí mis interrumpidos estudios, coronándolos con las disciplinas filosóficas y teológicas.

El P. Martínez llegaba para explicar Teología Dogmática y Sagrada Escritura, y como Prefecto de Estudios. En 1936 dejó la Prefectura de Estudios y fue nombrado Director Espiritual.

¿De dónde venía? Inmediatamente, de una parroquia de la Diócesis en el centro geográfico de Argentina. Mas allí había llegado de Chile, tras una breve estancia en Buenos Aires.

¿Qué había pasado? Un obispo chileno, de vuelta de la visita «ad Limina», se detuvo en España. Aquí conoció al joven presbítero -no sé si en Oviedo, Santoña o Madrid-, y prendados de sus dotes tanto espirituales como intelectuales, de subida ciudad de carácter y connatural aristocracia -se lo llevó de Canciller-secretario a su Diócesis sudamericana. Allí permaneció… hasta que dimitió su Obispo.

En Chile es tal vez donde más se dedicó a la gran oratoria sagrada; y más de una vez fue aplaudido en los templos. Subrayó la palabra sagrada porque en él siempre la predicación era genuinamente evangélica, cualquiera fuera su forma. Pero era un orador nato, de naturales aptitudes extraordinarias para la transmisión de la verdad; palpitante de celo, transido de vida interior. Era un predicador con mucha alma, de una fe ardiente que brotaba de las más profundas entrañas del espíritu y vivificaba todo su ser y su obrar: era esa fe que se ilumina en la cabeza, pero se calienta y se empapa en la propia sangre del corazón.

¡Cuántas anécdotas podría reproducir de las que con tanta gracia y oportunidad y enseñanza nos contaba!

Un día el pequeño (futuro gran) orador hacía sus primeros ensayos en el comedor del Palacio Altemps, ya en Roma; y al clamar con la ingenuidad de un niño contra la moderna sociedad que se despeñaba hacia el abismo por sus pecados, se desplomó él al fondo del púlpito al caerse del taburete que le habían puesto por su exigua estatura. En otra ocasión el Rector, ante la insistencia ante el fervoroso seminarista por llevar cilicio, le colocó uno en la cintura, sobre la sotana… con las púas hacia fuera.

Hablaba siempre con gran cariño de sus años romanos: cómo le impresionaba por ejemplo ver a los grandes maestros de la Gregoriana -los Werz, los Vidal, los Billot- practicando, como niños, el Mes de María.

Por los días de los sucesos extraordinarios de Limpias dirigía, según entiendo, un Colegio en Santoña. También don Raimundo creyó ver moverse los ojos de la Imagen de Jesucristo Crucificado, y sintió que se clavaban en él; y con un gesto instintivo se llevó las manos al pecho, frotándolo de arriba abajo como para raspar del corazón cualquier adherencia menos pura que pudiera herir los ojos infinitamente santos del Señor.

Mas vengamos a sus múltiples ocupaciones cordobesas.

Córdoba del Tucumán o Córdoba de la Nueva Andalucía, fundada en 1573 por el sevillano Jerónimo Luis de Cabrera, es la tercera ciudad argentina por el número de habitantes; la segunda en importancia cultural, militar y política; la primera por el glorioso pasado religioso que ha supuesto un protagonismo espiritual en el catolicismo argentino, no perdido aún. Baste saber que fue la capital de la antigua Provincia Jesuítica del Paraguay (Paraguay y Argentina, con algo de Uruguay y Brasil), la de las famosas Reducciones. En Córdoba tenía la Compañía el Noviciado y el Colegio Máximo, primera Universidad argentina.

El trabajo del P. Martínez, tanto en el Seminario como fuera de la ciudad, era sencillamente extraordinario. De una laboriosidad incansable, asombrosa, sin baches, sin altibajos, sin nerviosismo, continuada, serena… Podría haber un trabajo distinto para las vacaciones, mas apenas si había vacaciones para el trabajo.

En el Seminario del 30 al 36, fue Prefecto de Estudios; del 36 al 50, Director Espiritual. Al mismo tiempo, clases de Teología y Escritura. En el primer período dirigía también la Academia Literaria de Santa Teresa de Jesús para los teólogos; en el segundo no faltaba la plática semanal a todos los seminaristas.[1]

Piénsese lo que todo esto supone en un hombre como el P. Martínez, que preparaba siempre a concienciar todas sus actuaciones; y más todavía si se tiene en cuenta que, por su modo de ser muy personal, se tomaba la molestia de apuntes y resúmenes. En los creía convenientes para facilitar y potenciar el aprovechamiento de los alumnos; éstos, en cambio no siempre lo agradecían: porque, si los resúmenes eran una ayuda, los apuntes del profesor no mejoran necesariamente el texto del autor…

¿Y fuera del Seminario? Durante todo ese tiempo fue Capellán del Hospital Español, el que gozaba de más prestigio entonces en Córdoba. A él se encaminaban indefectiblemente todos los días hacia las cinco, para permanecer allí gran parte de la mañana en la visita y confesión de enfermos. Dios le había dotado de una gracia especial (¿carisma?) para esto: nadie se le resistía.

Esto ya era proverbial en la docta ciudad argentina. A él se acudía en los casos más difíciles o de mayor compromiso y significación: lo mismo hallaríais al P. Martínez a los pies del más pobre y abandonado de los enfermos que junto al lecho del más afamado profesor o político más distinguido y… discutido. Tenía un don de gentes singular unido a una bondad espontánea y caridad sobrenatural y exquisita finura, que le permitían introducirse en todos los medios y en las más diversas circunstancias con toda naturalidad.

Después de todo eso todavía le quedaba tiempo, o le obligaban sus admiradores a encontrarlo, para conferencias habituales en un centro cultural femenino y para algún que otro sermón de más altos vuelos. Pero él solía negarse a esto último entre otras razones por un instintivo pudor que le hacía rehuir cuanto pudiera proyectar brillo sobre su persona y sombra sobre los demás.

¡Cuánto podría recordar dehesas tan peculiares actuaciones suyas excitaban tan animados y admirados y prolongados comentarios! Aquella disertación de fin de curso, como profesor de Escritura, cree que enumeró hasta cuarenta (40) aspectos distintos en el milagro del ciego de nacimiento (sin notas y papeles, que no utilizaba nunca); o la presentación de otro conferenciante del año 34, con una felicísima digresión a los tempranos martirios de los seminaristas asturianos, que él consagró como los primeros claveles rojos que se deshojan a los pies del Señor; o la ingeniosa y atrevida definición de los jesuitas (de entonces) cual veras hipóstasis ignacianas…

Un último dato interesante y harto significativo. Don Raimundo fue el confesor y director espiritual de Manuel de Falla en su retiro de Alta Gracia (Villa serrana a 40 kilómetros de Córdoba) en los años postreros del genial compositor, mientras daba a los últimos toques a La Atlántida. Más aún, entiendo que se preocupó de asegurar la conservación de la gran epopeya musical procurando se depositara en el Banco Español.

Resumamos en una palabra estas desordenadas memorias.

La República Argentina tenía en aquellas fechas de nuestro relato un Clero por lo general excelente: culto, trabajador, piadoso, muy sacerdotal. Córdoba sobresalía por su Clero entre las otras diócesis. Pues bien, no es exageración afirmar, ni a nadie se hace injuria por ello, que EN CONJUNTO el sacerdote más apreciado, a quien todos recurrían con plena confianza, sobre todo en los trances más arduos, y en quien todos veían al sacerdote, era justamente, el sacerdote placentino, don Raimundo Martínez Módenes.

Después de mi vuelta a la patria me enteré que había partido a Estados Unidos, y no he sabido más. Pero estoy seguro que en cualquier parte habrá dejado muy altos: la dignidad del sacerdocio, el honor de la Iglesia y el nombre de España.

Valentín Alonso Montequín, Pbro.
Madrid, 19 de abril de 1978


NOTAS:

[1] Estas pláticas revestían siempre el mayor interés: mezcla indefinible de penetración aguda, fina y exacta observación, y más que nada, la gracia singular que produce siempre la palabra más fiel ajustada al más luminoso pensamiento. Poseía don Raimundo la rara virtud de desvulgarizar las cosas más triviales; de espiritualizar la materia y sensibilizar la vida; de transfigurar, universalizándolos, los más simples elementos, y de hallar eco amigo, para penetrar en el alma, en todos los oyentes…

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