Oct 011980
 

Vicente González Ramos.

La figura del dominico Fray Vicente de Valverde, tan destacada en la conquista y evangelización del Perú por los españoles, ha sido diversamente presentada por los historiadores, especialmente en la histórica «batalla de Cajamarca.

Nos proponemos en este modesto trabajo una finalidad sencilla: hacer algunas citas de diferentes libros y presentar el resumen de un folleto que con el título de VINDICACIÓN DE FR. VICENTE DE VALVERDE, PRIMER OBISPO Y MÁRTIR DEL PERÚ, original del P. Manuel I. Hernández, O. P., encontramos el verano de 1979 trabajando en la organización de la biblioteca de una asociación religiosa de Madrid. Como el folleto fue impreso el año 1927 en la imprenta de HERDER CÍA FRIBURGO DE BRISGOVIA (ALEMANIA) estimamos que, por los años transcurridos desde entonces, no será conocido de muchos. Sin embargo este trabajo conserva intacto un gran valor apologético e histórico.

Comenzamos las citas por el MANUAL DE HISTORIA DE ESPAÑA (duodécima edición) del que es autor el célebre historiador Don Pedro Aguado Bleye. En el tomo 22, capítulo XVIII, en el epígrafe 6 PIZARRO EN CAJAMARCA. PRISIÓN Y MUERTE DE ATAHUALPA escribe en la pág. 527: «Francisco Pizarro reunió a los capitanes y les expuso su plan: hacer prisionero a Atahualpa, delante de su ejército, con lo que éste quedaría aterrorizado. Era el medio mejor de evitar traiciones y asechanzas futuras. En efecto, al día siguiente, 16 de noviembre, por la tarde, se presentó Atahualpa en Cajamarca, llevado en rica litera abierta y acompañado de 500 o 600 indígenas. Al llegar a la plaza, se adelantó a saludarle Fray Vicente Valverde y le pidió, que abrazara la fe cristiana y reconociera la soberanía del rey de Castilla, el emperador Carlos V. El Inca le preguntó en nombre de qué autoridad hablaba. Fray Vicente, como respuesta, le mostró la Biblia. Atahualpa miró el libro y lo arrojó al suelo. Fray Vicente, escandalizado por el desacato y la irreverencia, fue a buscar a Pizarro, pidiendo venganza. Entonces salieron a la plaza las gentes de Pizarro, disparando sus arcabuces».

El querido e ilustre sacerdote e historiador trujillano Don Juan Tena Fernández en su libro FRANCISCO PIZARRO, de la colección HIJOS ILUSTRES DE ESPAÑA, dice en el capítulo XXXVI titulado ATAHUALPA PRISIONERO: «¿Qué es de estos barbudos?», preguntó con ufanía de su poder el Inca. «Estarán escondidos de miedo», contestó el cacique de Maixicavela.

Entonces una figura de impolutas vestiduras, como el ángel de los designios de España sobre un mundo nuevo, saliendo de la casa en que se ocultaba. Pizarro, y seguido del intérprete Felipillo, se adelantó hasta el portátil trono del Inca. Era el buen religioso dominico Fray Vicente de Valverde que con el crucifijo en la mano ofrecía la paz a Atahualpa, a la vez que le exponía los propósitos civilizadores de España al llegar hasta aquellas tierras. Pero como el Inca no buscaba la paz, sino la guerra, no atendió a lo que el Padre Valverde le exponía, o mejor dicho, no lo entendió. Comenzó a impacientarse y a dar muestras de indignación. Avizor Pizarro, conoció ser llegado el momento de ser acometido por aquella ingente muchedumbre de indios, que bajo sus ropas guardaban sus armas, y gritando ¡Santiago! se lanzó con los suyos al combate». (Págs 78-79).

En la VIDA DE FRANCISCO PIZARRO de Manuel José Quintana (C. Austral númº 388) leemos en las páginas 62 y 63: «Empiezan, en fin, a entrar los indios en la plaza… » En esto se le presenta con un intérprete el dominicano Valverde enviado por al gobernador a hacer las intimaciones y requerimientos de estilo (l). Llevaba en una mano una cruz, en la otra la Biblia. Puesto delante del Monarca peruano le hizo reverencia y le santiguó con la cruz, y después le dijo que él era sacerdote de Dios, cuyo oficio era predicar y enseñar las cosas que Dios había puesto en aquél libro y le mostró la Biblia que llevaba; añadió, según se dice, alguna cosa de los misterios de la fe cristiana, de la donación de aquellas regiones hecha por el Papa a los reyes de Castilla, y de la obligación en que el inca estaba de ponerse a su obediencia; y concluyó diciendo que el gobernador era su amigo, que quería la paz con él y se la ofrecía con la misma voluntad que hasta allí lo había hecho. El como sacerdote se lo aconsejaba también, pues Dios se ofendía mucho de la guerra; y que entrase a ver al gobernador en su aposento, donde le esperaba para conferenciar con él sobre todos aquellos puntos. Dicho esto, presentóle la Biblia, que el Inca tomó en sus manos, y volvió algunas hojas y la arrojó al fin al suelo con muestras de impaciencia y de enojo. Ni el libro, ni gran parte de las palabras del religioso podían en manera alguna ser inteligibles para él, por bien interpretas que fuesen, lo cual es muy de dudar. Pero lo que si entendió perfectamente bien fue lo que se le decía de las intenciones pacíficas de aquellos extranjeros, pues al tiempo de arrojar al libro, «bien sé dijo -lo que habéis hecho por ese camino y cómo habéis tratado a mis caciques y tomado la ropa de los bohíos». Quiso disculpar el religioso a los suyos echando la culpa a los indios; pero él insistió en su reclamación, afirmando en que habían de restituir cuanto habían tomado. Entonces Valverde, cobrado su libro, se fue para el gobernador a darle cuenta del mal suceso de su conferencia. Las antiguas Memorias varían sobre las razones con que lo hizo; pero todas convienen en que no dejaban tregua al ataque ni lugar al disimulo. Al mismo tiempo el inca se volvió a poner en pie y habló a los suyos; de que resultó entre ellos ruido sordo y movimiento, que probablemente fue la causa inmediata de precipitarse la acción, tomando aquel aspecto atroz y espantoso con que ha pasado a los siglos posteriores».

La nota (1) del texto dice: «El padre Remesal, en su HISTORIAS DE CHIAPA, dice que fue poco afortunado este fraile en escribirse sus sucesos por personas poco afectas a la religión dominicana y a la persona del mismo Valverde, para echarle la culpa, «que no tuvo», de la prisión del inca, por las voces que suponen dio cuando Atahualpa arrojó la Biblia en el suelo, como si, aunque hubiera dicho que creía en Dios como San Pedro y San Pablo, dejara de hacer lo que hizo quien antes de enviarle tenía apercibida la gente y a punto los arcabuces y mosquetes para lo que sucedió después. Es probable que la suerte del inca no hubiera sido otra le la que fue aunque el mismo Bartolomé de las Gasas fuera capellán de la expedición; pero Remesal debiera probar con documentos fidedignos la verdadera conducta de su fraile, el cual, aún por las relaciones antiguas que manos le cargan, y son las que se siguen en el texto, queda siempre con bastante culpa de lo que acaeció con al inca». (Véase la HISTORIA DE CHIAPA, lib. 9, cap. VII).

F. A. Kirpatrick, lector de español en la Universidad de Cambridge, escribe en su obra «Los Conquistadores Españoles» (C. Austral nº 130) lo siguiente: «Atahualpa se detuvo en el centro le la plaza y miró a su alrededor sin ver a nadie. «¿Dónde están los extranjeros?», preguntó, y los de su séquito le aseguraron que los españoles se escondían por miedo. Entonces Valverde, el capellán español, se adelantó solo y, acercándose al monarca, pronunció un discurso basado en la famosa «requisitoria», concerniente a la religión católica, la autoridad del Papa y la supremacía de la corona española. Al oír este sermón, cómicamente mal traducido por el indio Felipillo, pero inteligible en lo que se refería a las pretensiones de supremacía, Atahualpa contestó con indignado desprecio, y cuando le entregaron un breviario como muestra de la verdad, lo arrojó al suelo. Entonces se dio la señal con un disparo y surgió al grito de batalla: «¡Santiago!»; cañones, arcabuces y ballestas lanzaron sus proyectiles». (Cap. XIII La CONQUISTA DEL PERÚ (1530-1535) pág 112)

El recordado historiador extremeño Conde de Canilleros, en su libro TRES TESTIGOS DE LA CONQUISTA DEL PERÚ (C. Austral nº 1168) recoge los relatos de Hernando Pizarro, Juan Ruiz de Arce y Diego de Trujillo.

En la CARTA DE HERNANDO PIZARRO A LOS OIDORES DE LA AUDIENCIA DE SANTO DOMINGO, dice:

«Entraron hasta la mitad de la plaza, reparó allí e salió un fraile dominico (no nombra a Fray Vicente de Valverde) que estaba con el Gobernador a hablarle de su parte, que el Gobernador le estaba esperando en su aposento, que le fuese a hablar. E díjole como era sacerdote e que era enviado por el Emperador para que les enseñase las cosas de la fe, si quisiesen ser cristianos. E díjole que aquél libro era de las cosas de Dios. Y el Atabaliba pidió el libro e arrojóle en el suelo e dijo:

– Yo no pasaré de aquí hasta que deis todo lo que habéis tomado en mi tierra; que yo bien sé quién sois vosotros y en lo que andáis.

E levantóse en las andas e habló a su gente e hubo murmullo entre ellos, llamando a la gente que tenían las armas.

El fraile fue al Gobernador e díjole que qué hacía, que ya no estaba la cosa en tiempo de esperar más. El Gobernador me lo envió decir«. (Pág. 53)

En las ADVERTENCIAS DE JUAN RUIZ DE ARCE A SUS SUCESORES podemos leer:

«Entra Atabalica en la plaza con tanto poderío, que era cosa de ver. En medio de la plaza se paró. Como el Gobernador vio aquello, envióle un fraile, (tampoco nombra a Fray Vicente de Valverde) para que llegase más adelante a hablar con el Gobernador, porque se saliese más la gente.

El fraile fue y le dijo estas palabras:
– Atabalica: el Gobernador te está esperando para cenar y te ruega que vayas, porque no cenará sin tí.

El respondió:
– Habéisme robado la tierra por donde habéis venido y ahora estáme esperando para cenar. No he de pasar de aquí si no me traéis todo el oro y plata y esclavos y ropa que me traéis y tenéis, y no lo trayendo téngoos de matar a todos.

Entonces le respondió el fraile y le dijo:

– Mira, Atabalica, que no manda Dios eso sino que nos amemos a nosotros.

Entonces le preguntó Atabalica:
– ¿Quién es ese Dios?

El fraile le dijo:
– El que te hizo a tí y a todos nosotros. Y esto que te digo lo dejó aquí, escrito en este libro.

Entonces le pidió Atabalica el libro y el fraile se lo dio. Y como Atabalica vio el libro, arrojólo por ahí, burlando del fraile. Toma su libro y vuelve donde el Gobernador estaba, llorando y llamando a Dios. Y luego el Gobernador hizo la seña que estaba concertada y, como vimos la seña, salimos de tropel, con muy gran grito, y dimos en ellos y fue tanto el temor que hubieron, que se subieron unos encima de otros, en tanta manera, que hicieron sierras, que se ahogaban unos a otros». (Págs 93-94)

Concluimos con lo que dice la RELACIÓN DE DIEGO DE TRUJILLO:

«Entrado que fue Atabalipa en la plaza de Caxamalca, como no vio cristianos ningunos, preguntó al Inga que había venido con nosotros de Maricavilca y Varran.

– ¿Qué es de estos de las barbas?
Y respondió:
– Estarán escondidos.

Y hablando él que se bajase de las andas en que venía, no lo quiso hacer.

Y entonces, con la lengua, salió a hablarle Fray Vicente de Valverde y procuró darle a entender al efecto que veníanos, y que por mandado del Papa, un hijo que tenía, Capitán de la cristiandad, que era al Emperador nuestro señor. Y hablando con él palabras del Santo Evangelio, le dijo Atabalipa:

– ¿Quién dice eso?
Y él respondió:
– Dios lo dice.
Y Atabalipa dijo:
– ¿Cómo lo dice Dios?
Y Fray Vicente le dijo:
– Véslas aquí escritas.

Y entonces le mostró un breviario abierto, y Atabalipa se lo demandó y le arrojó después que le vio, como un tiro de herrón de allí, diciendo:

– ¡Ea, ea, no escape ninguno!

Y los indios dieron un grande alarido diciendo: «0h, Inga», que quiere decir: «hágase así».

Y el alarido puso gran temor. Y entonces se volvió Fray Vicente y subió adonde estaba el Gobernador:

– ¿Qué hace vuestra merced?, que Atabalipa está hecho un Lucifer.

Y entonces el Gobernador se demudó y tomó un sayo de arma y una espada y una adarga y una celada. Y con los veinticuatro que estábamos con él salimos a la plaza y fuimos derechos a las andas de Atabalipa, haciendo calle por la gente». (Págs 133-135)

Después de haber transcrito estas citas -que diversamente narran la actuación de Fray Vicente de Valverde en Cajamarca- vamos a resumir el folleto VINDICACIÓN DE FR. VICENTE DE VALVERDE, PRIMER OBISPO Y MÁRTIR DEL PERÚ. -Trabajo histórico presentado al concurso abierto, por el «Ateneo de la juventud» Arequipa, 20 de julio de 1926 y del que es autor el Padre Manuel I. Hernández, hermano de hábito de Fray Vicente de Valverde. Tiene el folleto 20 páginas, con algunas ilustraciones y la foto del autor, y está impreso -como decimos al principio- en la imprenta HERDER de FRIBURGO DE BRISGOVIA (ALEMANIA).

Se abre este trabajo con una introducción titulada DOS PALABRAS, firmada por S. HERMOZA S. (Cuzco, 10 de julio de 1927). De esta introducción queremos recoger dos párrafos. El primero de ellos dice: «No le importa al Padre Hernández que, en cerca de cuatro siglos de constante martilleo de calumnias contra el P. Valverde, el criterio histórico se haya visto poco menos que cohibido a devastar el monte de falsedades acumuladas sobre la verdadera actuación del ilustre y santo dominico». El segundo: «El P. Valverde en los primeros tiempos de ese abrazo fusional de dos razas que, por necesaria condición de la pendiente histórica, no se puede realizar sin desgarramientos dolorosos, representa a la Iglesia.

Era casi necesario que ese apóstol, a merced de pasiones encontradas, apareciera cual un monstruo apocalíptico, para deducir de ahí en contra de la misma Iglesia.

Es por esto que al breve pero jugoso estudio del P. Hernández viene a sumarse una significación de valor imponderable con caracteres de apología religiosa dentro del concepto histórico».

Entrando ya en la materia del folleto del Padre Hernández escribe éste: «Con el auxilio de la historia y de la razón, voy, pues, a embarcarme en esta difícil empresa, y contestar a las apasionadas diatribas que el Dr. Germán Leguía y Martínez endilga, impunemente, al venerable Padre Valverde. -Claro está que nada más ha hecho este elegante historiador, sino seguir las huellas de uno que otro historiador malévolo, sin pasarlas por el crisol de una crítica elevada y serena, cual convenía que lo hiciese, escribiendo como escribía en los comienzos del presente siglo (1910), heredero del espíritu crítico del anterior. Voy, pues, a compulsar, a pesar y aún a contrapesar, igual que en una balanza, las apasionadas y acusadoras frases del Dr. Leguía y Martínez con los testimonios paladinos e inapelables de no pocos autores de excepción. El autor de la «Historia’ de Arequipa» dice así: «La repugnante silueta de Vicente de Valverde, vagando siniestramente sobre las trágicas alturas de Cajamarca, proyecta su sombra fatídica sobre los claustros de la Iglesia colonial, manchándola de complicidad horrenda en las cruentas maniobras de la conquista». Y algunas páginas más adelante vierte su bilis en estos términos: «En su desesperada agonía, vio sin duda desenvolverse ante sus ojos, allá en el espacio inmenso, fija, pavorosa, sangrienta, la sombra vengativa de Atahualpa». (Págs 1-2)

Líneas más abajo escribe: «Pues bien, en oposición a este afirmativo categórico, veamos lo que dicen otros historiadores, a quienes se les concederá, por lo menos, tanta importancia y respetabilidad como a Don Germán»,

Para apoyar su defensa el Padre Hernández hace citas de Francisco de Jerez, Pedro Pizarro, Hernando Pizarro, Garcilaso de la Vega, el Padre Remesal, Pedro Sancho, Fernández de Oviedo y Manuel de Mendiburu. Y, al final de las mismas, formula esta pregunta: «¿Dónde está aquí la decantada «complicidad: horrenda del fraile maldito»?

En gracia a la brevedad vamos a recoger solamente la cita de Garcilaso de la Vega. Dice: «Garcilaso de la Vega, «con más larga y clara noticia que la que hasta ahora los escritores han dado», siquiera difiera de los otros cronistas en el detalle de la entrega del libro, refiriéndose a la inculpación hecha a Valverde, dice lo siguiente: «A Fr. Vicente de Valverde levantan testimonio los que escriben que dio arma pidiendo a los españoles justicia y venganza por haber echado el rey por el suelo el libro que dicen que pidió al fraile. Lo que dicen de Fr. Vicente de Valverde, que tocó arma pidiendo contra los indios, y que aconsejaba a los españoles que no hiriesen de tajo ni revés, sino de estocada porque no quebrasen las espadas; y que por esto fue la mortandad de los indios tan grande; ello mismo dice que fue relación falsa que hicieron los historiadores que escriben en España lo que pasó tres mil leguas della: que no es de imaginar, cuanto menos de creer, que un fraile católico y teólogo dijese tales palabras, que de un Nerón se puede creer, mas no de un religioso, que por su mucha virtud y buena doctrina mereció ser obispo, y murió a manos de indios por predicar la fe católica… Esto fuera mejor (enviar a Atahualpa a España) mas hicieron lo otro, a instancias de los que Almagro llevó; los cuales pensaban, o se lo decían, que mientras Atabalipa viviese no tenían parte en oro alguno hasta henchir la medida de su rescate. Pizarro en fin determinó matarlo por quitarse de cuidado, y pensando que muerto tenia menos que hacer en ganar la tierra». -¿Dónde está aquí la decantada «complicidad horrenda del fraile maldito»? (Págs 5-6)

Seguidamente escribe el Padre Hernández: «He aquí algunos testimonios que he podido haberlos a la mano. Si no son tan numerosos como habría deseado, son sobradamente selectos. Tres de ellos son protagonistas de la gesta conquistadora. Los restantes son de tanto peso, que inclinan la balanza en su favor, cuando la imparcialidad, no la pasión, son los jueces. Después de estos testimonios, respetables como los que más, ¿qué razón le asiste al Dr. Leguía y Martínez, archi-hiper-ultra enemigo del venerable Padre Valverde, para lanzarle, como desde un Olimpo, aquellos dardos inflamados, que si no ya su persona, el nombre quisieran aniquilarle? ¿Se dirá que sigue las huellas de Prescott, Gómara, Zarate? ¡Lástima grande que tan claro ingenio como le reconozco y admiro a Don Germán, no haya seleccionado mejor sus autores! ¿Prescott? Pero Prescott, don Guillermo H. Prescott, es luterano y a fuerza de tal no tiene empacho en desautorizar y aún denigrar los méritos del catolicismo y de sus ministros. Peca, pues, de parcial por sistema, y no se le debe seguir, a menos de contrariar la ley de crítica, según la cual no se ha de tener por inconclusas las afirmaciones de un autor cuyas costumbres, leyes, pasiones e ideas diversas lo apartan del resto de los autores que de la misma ciencia entienden; ni se ha de aceptar livianamente porque el Maestro lo dijo, sino que se las debe someter a detenido examen para ver si son o no ajustadas a los hechos.

¿Y Zárate? ¿Y Gómara? Autores son muy inferiores a los en que me apoyo para defender mi tesis, y hay grandes reparos que hacer a su voracidad y moralidad de historiadores». (Págs 8-9)

De la defensa que sigue haciendo de Fray Vicente de Valverde transcribimos los párrafos siguientes:

«A) Pero aun quiero dar mayor extensión al raciocinio.

Un seso no influenciado por juicios preconcebidos, no obnubilado por el error, es decir, una razón recta, sabe bien que una persona es tanto más digna de fe, cuanto su vida pública y privada trasuntan mejor la verdad moral e histórica; y como quiera que varios informadores e historiadores -cuéntanse entre estos Prescott, Gómara y Zárate- de los que han tratado la conducta del P. Valverde en la conquista, se resiente de la integridad moral y de la verdad histórica; se deduce legítimamente que sus afirmaciones, o deben aceptarse con las reservas consiguientes, o deben rechazarse de pleno como atentadoras contra la verdad histórica, ¿Se me motejará acaso porque en un estudio de índole netamente histórica incrusto un raciocinio filosófico con humos de escolasticismo? Pero esta censura implicaría indiscreción, por no decir ignorancia del íntimo parentesco que existe entre la filosofía y la historia, y de que por algo se ha reconocido y aceptado la ciencia que se llama «Filosofía de la Historia».

B)Pero sigamos argumentando con el silogismo favorito de Don Germán -el dilema-: El Venerable Padre Valverde o fue realmente el «fraile maldito» y el «fanático empedernido», como afirman sus enemigos, o fue «el santo y celoso misionero», como le llaman los imparciales. Si lo primero, ¿cómo se concibe que los Reyes Católicos, tan celosos de la libertad del indio y tan encarecedores de su cristianización, le nombraran, casi a raíz de la rota de Cajamarca, protector absoluto y defensor único de los regnícolas? Si lo segundo, ¿cómo hombres que se precian de historiadores probos y verídicos cometen la avilantez de enlodar su nombre venerando, dando testimonio inequívoco de carencia de aquella misma probidad y veracidad que blasonan?

C) El P. Valverde era todo un teólogo de Salamanca, por consiguiente conocía la pureza de los principios católicos, entre los cuales está el de autoridad; el P. Valverde era todo un fraile dominicano, es decir, uno de los más acérrimos propugnadores de los principios católicos. Ahora bien, si conocía aquel principio y estaba obligado a defenderlo, ¿en qué se fundan los adversarios para afirmar que desconoció y quebrantó la autoridad del César y del Papa, que le ordenaban defender y evangelizar a los conquistados?

D) Principio de sana moral es éste: «Nemo praesumitur malus nisi probetur; pues bien, ¿quién ha probado hasta la fecha, no digo ya apodícticamente, pero ni siquiera someramente, la culpabilidad del P. Valverde en la prisión y muerte de Atahualpa? Y si no se ha probado esta» maldad», si es imposible probarla, como dice Mendiburu, ¿en nombre de qué razón se calumnia y aún se maldice al primer apóstol del Perú? Se me volverá a citar unos cuantos autores malévolos; pero ya se ha visto que esas fuentes son impuras y hasta emponzoñadas, y por ende, indignas de que se las tome como «genovesi», criterio recto de verdad, emanado del común sentir de los doctos. Pero aun esos mismos, en algún momento en que su razón no está perturbada por el obstáculo intrínseco de una conciencia apasionada, han dicho por excepción una verdad: «Si la historia ha de ser justa, jamás debe olvidar que el P. Valverde fue religioso de un celo infatigable lo mismo por la conversión de los indios que por la bonificación de su condición». (Prescott)

E) Es condición humana, inherente a nuestro ser, el defender generalmente si no hay algún motivo especioso o verdadero que suspenda temporalmente esta obligación, -los fueros de la sangre y los vínculos de familia, porque en ello va no menos que el honor y la dignidad de uno mismo. Ahora bien, si Atahualpa fue preso y muerto por instigaciones del P. Valverde, ¿por qué el cronista Pedro Pizarro no lo expresó claramente para descargo de su primo el Marqués, a quien tanto y tanto se empeña en disculparlo?

F) Sin injuriar impunemente a los Reyes Católicos que por sí o por sus Consejos de Indias dictaron aquellos códigos, leyes y cédulas, de las que cada frase y aun cada palabra respira una humanidad admirable y la protección más completa a los indios, igualándolos en todo a los españoles; sin perjudicarlos, digo ¿cabe admitir que, como premio de la infame conducta que se atribuye al P. Valverde en Cajamarca, le presentasen para primer obispo del Perú?

G) Por mayo de 1534 los soberanos de España enviaron al Perú dos cédulas: en la primera de ellas reprenden acremente a Pizarro y a Almagro por haber ajusticiado al emperador de los Incas, manifestando que ha sido «muy en deservicio de la Corona y injurioso a la Divina Magestad»; en la segunda agradecen al P. Valverde por la parte que ha tomado, como fiel ministro de Dios, en los sucesos de Cajamarca. He aquí dos actos diametralmente opuestos de una misma autoridad; luego responden a dos estados de ánimo, también opuestos: de desagrado por la conducta reprensible de aquellos, de aplauso por el proceder caritativo de éste». ( Págs 10-14)

Después de referirse a la acusación del licenciado Antonio de la Gama, escribe: «¡Cuánto mejor harían los detractores del P. Valverde, si supieran siquiera dudar, antes que enlodar injustamente un nombre venerando! ¡Cuánto más viable se conceptuaría que, con espíritu verdaderamente crítico, estudiaran la psicología de aquel momento y de las circunstancias aquellas! De entre las muchas que pudieran señalarse apunto éstas: la ignorancia y torcida intención del intérprete Felipillo, con el que Pizarro fue menos afortunado que Cortés con su india Marina; el seguro y completo aniquilamiento de los castellanos si éstos no adelantaban el golpe; la ambición de Almagro y de muchos oficiales suyos; la esterilidad de todos los sacrificios hasta allí soportados; la permanencia de estos pueblos en la gentilidad, Dios sabe por cuanto tiempo más; etc» (Págs 14-15)

Se refiere luego el autor del folleto a las informaciones adversas contra el Padre Valverde dentro y fuera del Perú, a cómo no se le ocultó que con el transcurso del tiempo se habían de hacer cargos contra su persona y a la rectitud de su proceder en todo tiempo, para escribir más adelante: «Apenado su pecho apostólico a presencia de las infinitas gentes que aun vivían y perecían en las tinieblas de la ignorancia y de la idolatría por falta de sacerdotes, únicos capaces de disipar una y otra, él, cuyas entrañas eran devoradas por el celo de la religión católica, solicita el inmediato envío de los más idóneos obreros evangélicos que por entonces tenía la Península: los dominicos y los franciscanos». (Pág 17)

La conclusión del folleto encierra tales elogios de la persona y la obra del Padre Valverde que juzgamos necesario transcribir íntegros todos sus párrafos, con lo que damos fin a este modesto trabajo: «Pero en lo que el santo prelado se hombrea con los más aventajados apóstoles del mundo y emula el celo de los Montesinos, Las Casas, los Javieres, es en la defensa de la libertad del indio y en el empeño, por su bienestar político y religioso.

¿Pruebas? Hélas aquí: «Ansí mesmo, indios e indias libres de otras provincias que están en ésta quieren usar de su libertad y irse a sus tierras, han venido a mí que les ampare en ello, e no he podido, porque los tenientes y justicias me los han sacado de entre las manos encomendándoles por cédulas y quitándoles su libertad. Suplico a V. M. no consienta semejantes cosas que, éstas, porque se ofende grandemente Dios Nuestro Señor en ello, y semejantes injurias que éstas, cargan la conciencia de V.M.»

A poco de escritas estas frases se exhibe profundo filósofo y sociólogo, como lo acreditan estas palabras suyas: «V. M. tenga por cierto que estas proposiciones que se siguen: que los indios no se hagan esclavos, ni se les quite su libertad por otra vía, ni se echen a minas, ni se saquen de sus tierras y asientos, son proposiciones tan verdaderas y tan per se notas, en todo lo que descubierto ha de indios, que quienquiera que hablare contra ellas, no debe ser oído. Y pues que Dios Nuestro Señor, cuyo imitador V.M. debe ser, suavemente dispone todas las cosas y se sirve de cada una según su manera, que no ande cristiano sobrellos fatigándolos».

A vista de estos testimonios tan evidentes, y elocuentes además, ¿cabe todavía, honradamente, repetir y conceder valor histórico a la frase aquella de Don Germán: «La repugnante silueta de Vicente de Valverde proyecta su sombra fatídica sobre los claustros de la Iglesia colonial»?

A buena fe que son mucho más simpáticas y hasta más conformes a la historia -aunque no tengan la altisonancia de la frase leguiamartineza- estas palabras del P. Alberto M, Torres que cincelan la personalidad de «el venerable P. Valverde, compañero inseparable de Francisco Pizarro en la conquista del Perú; cofundador de las ciudades de Piura, Jauja y Cuzco; fervoroso catequizador de Atahualpa, a quien dio vida eterna mientras los hombres le quitaban la mortal; amoroso protector de los desvalidos hijos del Monarca; defensor ardiente de los indios de Sur-América; fiscal incorruptible de los oficiales reales en todos los ramos de la administración; fundador y primer Obispo efectivo de la Iglesia católica en América meridional; celoso guardador del culto y disciplina eclesiástica; impertérrito defensor de los derechos de la Iglesia; inconmovible sostén da la doctrina católica; pobre, cuando sus diocesanos nadaban en riquezas; tolerante y sufrido, cuando el bien de la paz lo exigía; intransigente, severo, siempre recto, cuando estaban de por medio los intereses de Dios».

Tales fueron los merecimientos y la dignidad de este santo obispo, que tiñó el Pontifical con la más pura grana de su sangre vertida por su Dios. Tal fue este varón ilustre, cuyo solo nombre nos trae a la imaginación una idea que revela toda su alma, que condensa toda su vida. Diríase que su alma, su vida, toda su acción no tienen más que una razón de ser: guiar a los hombres hacia la luz de la civilización y de la fe.

¡Padre!… ¡Maestro!… ¡Amigo!… todo lo fue. Fue verdad, fue abnegación, fue consuelo, fue paz, fue justicia, fue ejemplo… Fue amorosa providencia y tierna caridad con que apagó odios, aventó fraudes, desvió ignorancias, confortó desmayos, enamoró corazones, y como todo hombre justo y bueno provocó las iras del egoísmo avasallador de hombres sin entrañas».

Oct 011977
 

Vicente González Ramos.

La Providencia, nombre cristiano de la suerte, ha hecho que venga a mis manos un ejemplar del diario «HOY» correspondiente al sábado 27 de agosto del año actual. Al leer en un artículo de mi distinguido amigo el M.I. Sr. Don Francisco Fernández Serrano que los VII COLOQUIOS HISTÓRICOS DE EXTREMADURA «no quieren estar ausentes del recuerdo y los homenajes que se van a tributar a la memoria del novelista extremeño Don Antonio Reyes Huertas, con motivo del 25 aniversario de su fallecimiento», una emoción vivísima -sincera y profunda- nació en mí. Y, tras ella, surgió el deseo de participar de alguna forma en ese justo y merecidísimo homenaje. El motivo no puede ser más íntimo y cordial. Don Antonio Reyes Huertas, cuando yo era muchacho -allá por los años de la guerra- fue mi maestro de periodismo, mi consejero y amigo. Un maestro excelente. Un consejero leal. Un amigo nobilísimo. Un sentimiento de acendrada gratitud y afecto me obliga a recordar su extraordinaria figura y a escribir algo de ella. Esa es la justificación de mi presencia.

Dice Don Armando Palacio Valdés al comienzo de su «TESTAMENTO LITERARIO»:

«El más alto interés de la vida es saber para que hemos sido llamados, el por qué de nuestra existencia. El engaño en este punto es fatal, pues de el dependen nuestra dicha y los destinos del mundo. Son muchos los hombres que se equivocan, que se obstinan, aunque a todos nos habla al oído la sabia Naturaleza».

Pero esta voz es tan baja que en ocasiones no la percibimos. Mejor nos sería estarnos quietos, no introducir en nuestra vida parcialidades y apetitos y esperar que una ola benéfica nos empuje a puerto seguro. Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto de su caballo. Donde es más fácil tropezar y estrellarse es en el bosque de las bellas artes, sobre todo de la literatura. La literatura atrae y fascina a una gran parte de los hombres, no solamente porque significa la celebridad con poco esfuerzo, sino porque realmente todos sentimos la belleza y nos creemos aptos para expresarla. En esto último se cifra el engaño. La distintiva cualidad del literato no es el sentimiento vivo de la belleza, sino el poder de hacerla ostensible.»

Bellísimas y acertadas frases sobre las que más de una vez he meditado. Mi vocación a la Literatura apuntó muy temprano. No puedo decir si la voz que me llamó fue alta o baja, pero sí clara. Empecé a escucharla desde los años de mis estudios de Bachillerato en el Instituto cacereño. En la clase del Rvdo. Sr. Don Agustín Bravo Riesco, catedrático de Lengua y Literatura. Don Agustín era competentísimo. Un talento que me consta fue alabado por Don Miguel de Unamuno. Las clases de Literatura ejercieron sobre mí una fascinación especial. En ellas leíamos el Quijote. Con mucha frecuencia Don Agustín me preguntaba el significado de algunas palabras o me pedía hiciese un comentario de algunos párrafos. Fui afortunado y Don Agustín llegó a cobrarme especial afecto, hasta el punto de llamarme familiarmente «nuestro Vicentico».

De ahí, de las clases de Literatura, arranca mi vocación a las Letras. No tardó en concretarse en el nacimiento de un humilde periódico del Aspirantado de la Juventud Masculina de Acción Católica. Mi sincera devoción a la excelsa Patrona de Cáceres determinó el título: «LA MONTAÑA». Hice yo mismo los primeros ejemplares en papel de barba y a tinta china. Luego aquel ensayo se transformó en algo más serio. Intervino el Presidente de la Obra, Don Juan Durán García-Pelayo, prestándole su apoyo. El periódico se hizo en multicopista, en una antigua casa del barrio medieval cacereño, en la que habitaban mis antiguos compañeros de Asociación Juan y Enrique Gil de Larrazábal. Hacíamos el periódico manejando planchas de gelatina. !Y el periódico empezó a circular por el Centro! !Cuánto siento no conservar ningún ejemplar! Ahora sería para mí un recuerdo y una satisfacción.

Si apunto brevemente estos recuerdos es porque pertenecen a la prehistoria de mi vocación literaria, antes de que Don Antonio Reyes Huertas, al que voy a referirme en seguida, me llamara un feliz día que señaló el comienzo de mi iniciación en el periodismo.

Ser cacereño es para mí un honor. En el Colegio de Santa Cecilia de las Hermanas Carmelitas hice mis estudios primarios. Y allí, entre otros amigos, conocí a un hijo del eximio novelista Don Antonio Reyes Huertas, al que ahora exaltamos justamente con motivo de cumplirse veinticinco años de su tránsito a la Casa del Padre. El hijo de Don Antonio llevaba su mismo nombre. Tan fuerte se anudó el afecto que llegué a ser, hasta su prematura muerte, su mejor amigo. Corriendo los años, Don Antonio, con una enorme generosidad que estaba lejos de merecer, había de expresarlo afectuosísimamente en la dedicatoria que me escribió en un ejemplar de su bellísima novela «LA CANCIÓN DE LA ALDEA», editada como homenaje de las dos provincias extremeñas a su gran cantor En ella escribió: «A Vicente González Ramos, que ya no es una promesa sino una realidad en la cosecha de frutos literarios extremeños. Con el afecto entrañable a través del hijo querido y muerto, su mejor amigo, Antonio Reyes Huertas. Mayo, 1952″.

Todavía hoy, esta dedicatoria, cada vez que la leo, humedece mis ojos y conmueve mi sensibilidad.

La amistad con el hijo y el hecho de ser mi padre practicante de Don Antonio determinaron mi encuentro con la valiosa personalidad que había de ser mi maestro de periodismo. Ya conocía él mis aficiones y primeros escritos.

Un buen día mi padre me dijo a la hora de la comida: -Don Antonio quiere que vayas a verlo. No sé que te querrá. Posiblemente sea algo relacionado con el periódico. Preséntate a el y ya me dirás de qué se trata y lo que habéis hablado.»

Las palabras paternas me llenaron de expectante curiosidad. Creo que mi corazón latía más deprisa. Las horas que faltaban para la visita se me hacían interminables. Pasó, por fin, el tiempo y me presenté en su casa. Don Antonio me inspiró respeto pero no temor. Era hombre afable, con un corazón enorme, muy buen psicólogo, exquisito en sus maneras. Todo un señor de la mejor ley. Cuando le conocí estaba en una edad más que mediada. Pausadamente me explicó su generosa invitación: Se trataba de ayudarle como repórter en la información que diariamente enviaba al periódico «HOY», del que era Corresponsal-Delegado en Cáceres. En líneas generales me expuso el ámbito de mi misión, animándome mucho.

Haría información de calle. Recorrería los hoteles para enterarme de los viajeros y visitantes distinguidos que llegaban. Iría a la Casa de Socorro, buena fuente de sucesos y accidentes. Frecuentaría los centros oficiales para recoger sus notas, avisos y comunicaciones. También pasaría a diario por el despacho de las Autoridades, con objeto de recoger la información que quisieran dar.

Estaría atento a los lances y sucesos de la calle. Abriría, en fin, los ojos a todo cuanto tuviera algún interés noticiable y pudiera trasladarse a las columnas del periódico.

Como retribución a mi labor me ofreció una modesta gratificación, con la perspectiva de irla aumentando a través del tiempo y a vista de mi labor.

Acepté con muchísima ilusión. Y comencé a trabajar en seguida. Don Antonio fue dándome enseñanzas y prudentes normas de actuación. Una de ellas fue la de que el periodista debe parecerse algo al policía. Tiene que saber husmear, deducir, descubrir… Tener olfato, en suma. La noticia es una presa a veces difícil pero hay que capturarla a todo trance. Supe también por él lo que, en lenguaje profesional, se llama «hinchar el perro» cuando, en determinadas circunstancias, la noticia debe ser arreglada, ampliada o comentada de cierta forma.

Aunque en el transcurso de dos o dos horas y media, aproximadamente de doce a dos y media de la tarde, había que hacer la información -por ser este el tiempo de mayor actividad en los centros oficiales- el ejercicio físico no me resultaba entonces penoso. Por el contrario: me era grata la actividad. Parte de la información había que redactarla de prisa para que se la llevase a las tres el mismo automóvil que por la mañana traía a Cáceres los periódicos. Si durante la tarde o la noche ocurría alguna noticia de importancia o surgía alguna información que valiera la pena, se daba a la noche por conferencia telefónica.

Naturalmente esta actividad fue creando en mí hábitos que iban familiarizándome con la labor periodística, facilitándomela y haciéndame conocer sus dificultades y el modo de vencerlas.

El ejercicio profesional fue causa de que entablara numerosas amistades y me relacionase con las autoridades que, por aquellos años, ejercían sus funciones en la capital y provincia. Ninguna me atendió con displicencia. De todas ellas recibí atenciones y afecto. Pudiera nombrarlas pero, en gracia a la brevedad, solamente citaré al Alcalde de Cáceres, Don Narciso Maderal Vaquero, que me estimó mucho. Aunque zamorano de nacimiento residió en Cáceres hasta su muerte, ocupando diversos cargos, entre ellos el de Delegado de Información y Turismo. Como experto periodista que era, nos trataba a los informadores con toda clase de deferencias. Siempre efusivo y cordial, nos suministraba a diario una amplia información.

Como yo era un muchacho que empezaba a vivir, sin duda tenía mucho que aprender. De la vida y del periodismo. Por eso voy a referir lo que puedo calificar de un fracaso y un triunfo de mi incipiente actividad.

Entre la relación de multas de la Alcaldía me llamó la atención una mañana la impuesta a un comerciante por valor de cien pesetas. Y la destaqué con el título de «Multa ejemplar». Al día siguiente me llamó el comerciante, afectado y molesto. Con palabras moderadas me expuso sus razones y dio sus quejas, diciéndome que la sanción no era merecedora de ese adjetivo. Le conté el caso a Don Antonio y entonces recibí de él una sabia enseñanza que puede resumirse en la frase de la Moral «Favores sunt ampliandi et odia restringenda».

Me enseñó que, sin incurrir en lisonjas -de las que debe huir el periodista- ni tampoco quebrantando la libertad profesional, no hay nadie que se moleste por excederse algo en un elogio puesto que la vanidad humana es cosa corriente y una realidad con la que hay que contar. Por el contrario, la censura y la critica, aunque sean justas e incluso leves, siempre molestan al hombre. Por ello y por otras razones, el periodista debe estar adornado de un gran sentido de la ponderación y la medida. ! Magnífica lección valedera para los periodistas y el Periodismo de todos los tiempos y países! Este envidiable sentido de la ponderación y la medida lo tuvo en grado eminente Don Antonio Reyes Huertas. Quienes hayan leído sus escritos y artículos podrán comprobarlo, valorarlo y admirarlo. Ni adulador ni ofensor de nadie, la Verdad y la Justicia, aunque él no fue noble de sangre ni heredó blasones heráldicos, presidieron siempre -como destacadas insignias o inquebrantables lemas- su ideal escudo profesional.

El triunfo al que he aludido se refiere a una información que obtuve y publique con anterioridad a otro periódico. Sabido es lo que en Periodismo se llama «el refrito». El periodista debe siempre procurar adelantarse, tratar de conseguir una novedad, una exclusiva, no dejarse «pisar» la información. Don Antonio me reñía por los refritos. Y un día conseguí una información de la que siento no recordar el asunto. Era algo relacionado con un acto en un hospital. Acaso la celebración de la Pascua Musulmana. El caso es que yo conseguí la información y la publiqué, adelantándome. Cuando llegué al día siguiendo para entregarle la información, Don Antonio, adoptando un aire solemne, me dijo sobre poco más o menos:- Varias veces te he reñido por tu bien. Pero hoy mereces una felicitación y no sería justo si la omitiera. Has publicado una información que solamente aparece en nuestro periódico. Por ello te doy una sincera y cordial enhorabuena».

Aquella felicitación de mi maestro de periodismo me emocionó, como es natural.

Acaso salí de su casa frotándome las manos o entonando una canción. Fue pasando el tiempo. Don Antonio debía sentirse satisfecho de mi labor porque me aumentó la gratificación y por Navidad, a propuesta suya, el periódico me concedía una extraordinaria.

Día tras día fui ejercitándome en la práctica del periodismo. Con el transcurso del tiempo ya no me limité solamente a la recogida de noticias y apresurada redacción de la información diaria. Ensayé el comentario y fui soltándome en el artículo. Recuerdo una glosa que hice sobre la Cruz de los Caídos, monumento de lograda belleza y armonía, levantado a la entrada de Cáceres por aquellos años, merced a la iniciativa del mencionado Alcalde de Cáceres, Don Narciso Maderal Vaquero. Aquel comentario tuvo eco. Gustó. Y ello me produjo, como es humano, una íntima y sentida satisfacción.
Trabajaría con don Antonio Reyes Huertas unos dos años. Hasta que me incorporé, movilizado, al Ejercito Nacional. Posteriormente la flecha de mi vida siguió diferentes direcciones. Pero, a través de los años, siempre seguí escribiendo. ¿Poco? ¿Mucho? ¿Bueno? ¿Malo? No soy precisamente el indicado para enjuiciar mi labor. Lo cierto es que la semilla plantada por Don Antonio Reyes Huertas ha dado su fruto. A él debo conocer los secretos, dificultades, sacrificios y también satisfacciones que la profesión periodística tiene. A él, un gran hombre de bien, ejemplar en su amor a la familia, en su sentido consciente de la responsabilidad, en todas las facetas de su vida profesional y social, en su cariño entrañable a la región extremeña, por la que fue entregando lentamente su vida; católico de cuerpo entero y alma selectísima, que nunca dobló servilmente su espalda ante el Becerro de Oro ni ante la hipocresía social.

Muchas cosas podría escribir del gran novelista, poeta, periodista y excelente caballero que fue Don Antonio Reyes Huertas. Todas ellas quedarían por debajo de sus méritos efectivos. Ya estoy maduro. Me falla la memoria y no son mis fuerzas las que eran. Reciba este humilde tributo de gratitud y afecto. El, uno de los pocos hombres desaparecidos que me hacen llorar al recordarlo, pedirá al Todopoderoso desde la mansión de los bienaventurados, por esta Extremadura suya y nuestra que tanto enalteció con su pluma de oro, por su familia y por todos los que, siguiendo su ejemplo, procuramos mantener encendida la llama de unos valores y de unos ideales que eleven nuestra Región a las cimas más altas de la Fe, de la Cultura, del Arte y de un merecido desarrollo en todos los aspectos existenciales.

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