Oct 012006
 

Francisco González Cuesta.

Canónigo Archivero emérito de la S.I.C. de Plasencia

No cabe duda de que uno de los obispos más ilustres, con un pontificado tan largo como glorioso, en la historia ocho veces centenaria de la diócesis placentina es don Gutierre Vargas de Carvajal. Podemos considerarle como el prototipo del obispo renacentista -un auténtico príncipe de la Iglesia-. Es cierto que nuestro obispado, a lo largo de los siglos, tuvo prelados muy relevantes, como don Bricio, don Domingo II, don Vicente Arias Balboa, los cardenales Juan y Bernardino de Carvajal, don Pedro Ponce de León, el obispo Laso, Don Cipriano Varela, don Pedro Casas y Souto y otros de no menor renombre. Pero quizá ninguno como Vargas de Carvajal dejó una huella tan profunda, no sólo humana, sino también pastoral, en la iglesia que peregrina en Plasencia.

Por otra parte, nos encontramos en el V centenario del nacimiento de este extraordinario prelado placentino, razón más que suficiente, aparte de los indudables méritos de su colosal figura eclesial y humana, para dedicarle estos XXXV Coloquios Históricos de Extremadura, que dirige el Centro de Iniciativas Turísticas de Trujillo. Antes de nada, pues, mi más cordial enhorabuena a los organizadores de estos Coloquios, por el acierto de esta elección, a todas luces merecida.

Porque un príncipe renacentista -tanto el eclesiástico como el seglar- vive como un señor feudal, que ha abandonado el castillo para residir en un palacio, es amante del progreso, impulsor de la cultura y mecenas del arte, y, a veces lleva una vida mundana. Sinceramente creo que todas estas cualidades y defectos caracterizan la vida de nuestro obispo, que, por sus ideas, por su mecenazgo, e incluso por su mundanidad, además de por su actuación pastoral, merece el tratamiento que le damos.

De ahí que a don Gutierre Vargas de Carvajal, le podemos considerar: 1.- como Hombre, que tiene unos orígenes y una trayectoria; 2.- como Príncipe Renacentista, que realiza importantes obras de renovación; y 3.- como Prelado de la Iglesia, que se comporta como un pastor auténtico. Estos tres aspectos marcan la línea divisoria de esta charla.

I.- EL HOMBRE

1.- Infancia y juventud

El primer enigma con que nos encontramos, al intentar hacer una biografía completa de don Gutierre, es el año de su nacimiento, objeto de controversia entre los historiadores. No tenemos documentos que lo acrediten con certeza absoluta. Sin embargo, la página web de la Catholic Hierarchie, escrita en inglés, de fecha 8 de agosto de 2006, nos proporciona datos interesantes[1]. No olvidemos que la Hierarchia Católica, que inició en Munich en 1898 el P. Conrado Eubel, de la Orden de Franciscanos Conventuales y que continuaron diversos historiadores de su misma congregación durante casi un siglo, es una obra monumental -lleva publicados nueve voluminosos tomos- digna del máximo crédito. Proporciona las listas de papas, cardenales y obispos de todas las diócesis del mundo, basándose en los documentos que obran en los archivos pontificios. Pues bien, en dicha página podemos leer que vio la primera luz en Madrid en 1506. Si, al ser consagrado obispo, tenía 18 años y 4 meses, y al morir contaba 53 años y 3 meses, como indica la referida página, no cabe la menor duda de que nació en enero de 1506.

Su padre, Francisco Vargas, del Consejo Supremo de Castilla durante los reinados de los Reyes Católicos, de la reina doña Juana y de Carlos I, y alcaide de Trujillo, era un extraordinario jurista, con una vastísima cultura -algunos le llaman “el sabihondo”-. Parece que a él se refería el Rey Católico, cuando se le preguntaba por algún dato o conocimiento difícil, como último recurso para esclarecer una cuestión. El monarca respondía siempre con la frase, hoy acuñada como un dicho popular: “Averígüelo Vargas”. Como si dijese: “Preguntádselo a Vargas, que es el único que puede llegar a saberlo”. Su madre, doña Inés de Carvajal -según consta en el epitafio de su mausoleo, aunque otros la llaman Catalina-, era hermana del purpurado Bernardino de Carvajal.

El primer historiador serio de la diócesis, el maestrescuela Juan Correas Roldán, dejó escrito en 1580, en el manuscrito inédito titulado Annales de la Santa Iglesia Cathedral de Plasencia desde su fundación estas clarificadoras palabras: “Fue don Gutierre hombre de altos pensamientos, y, quando mozo, más inclinado a armas que a letras, aunque el mucho ingenio que tenía suplía lo que de éstas le faltava”. Parece, pues, que en su juventud no frecuentó las aulas universitarias. Al contrario, se inclinaba más hacia la carrera militar, a la que se acogía normalmente la segunda nobleza. Nacido en Madrid, como hemos dicho, debió vivir allí, en el palacio que tenía su familia en la Plaza de la Paja (hoy del Marqués de Comillas) los avatares políticos de los últimos años del reinado de Fernando el Católico y el comienzo del de Carlos I.

Sin embargo, el peso de la tradición familiar y la influencia de su tío, el cardenal de Santa Cruz de Jerusalén, además de la voluntad de su padre de situar a su segundo hijo, inclinaron al joven hacia el estado eclesiástico. Su progenitor en la corte castellana y su tío, Bernardino de Carvajal, en la pontificia, consiguieron en 1519 para don Gutierre, pese a sus pocos años, un canonicato y la abadía de Santa Leocadia en la iglesia de Toledo, con lo que comienza su fulgurante carrera clerical. En tierras de dicha abadía se encontraba la ermita de Nuestra Señora de Atocha, que don Gutierre cedió en 1522 a la Orden de Predicadores. El 20 de enero de 1519 el cardenal de Santa Cruz había recibido del papa León X la expectativa de la diócesis de Plasencia. Este abuso -la expectativa-, tan frecuente en aquella época, consistía en la promesa por parte de la Santa Sede de un obispado, que entonces estaba cubierto, para cuando éste vacase. Lo que solía concederse a cambio, o como recompensa, de otros servicios. Y el 2 de diciembre de 1519 don Bernardino de Carvajal logró del papa que se extendiese su expectativa a su sobrino Gutierre. Además el futuro obispo placentino recibió la encomienda de la abadía del monasterio benedictino de San Juan de Corias, en Asturias, próximo a la villa de Cangas. Años después, en 1533 permutó dicha abadía por una pensión vitalicia de 800 ducados.

2.- Plasencia en 1520

Como el futuro obispo placentino no se encontraba en esta ciudad durante la revuelta de los Comuneros de Castilla, además de ser demasiado joven, para intervenir en asuntos políticos -tendría entonces sólo 14 años-, él no participó en los conflictos y altercados que agitaron y dividieron al cabildo y a los vecinos de Plasencia entre 1520 y 1521. Las dos familias, los Zúñigas y los Carvajales, que pretendían controlar la capital de la diócesis, no se pronunciaron inicialmente por el bando comunero. Más bien permanecieron leales al rey. Sin embargo, el pueblo, que se decantó por las Comunidades en el motín del 27 de agosto de 1520, eligió como procurador a Pedro Fernández de Paniagua, afín a los Zúñigas, que estaban capitaneados por el deán de la catedral, don Gómez de Jerez. Entonces, los Carvajales, cuyo jefe era el arcediano titular, don Bernardino de Carvajal (que no debe confundirse con su pariente, el cardenal), como no querían dejar la ciudad en manos de sus rivales, propusieron como procurador a Luis de Trejo. Tras un tumulto y un duro enfrentamiento entre las dos facciones, que tuvo lugar el 23 de septiembre, los Carvajales se presentaron a la Junta como los únicos comuneros. En consecuencia, el 9 de octubre Paniagua fue suspendido de todas sus funciones y, reunidos todos los placentinos en la iglesia de San Esteban, eligieron procurador a Martín Ruiz de Camargo. En noviembre una pequeña fuerza militar, venida de Salamanca, siguiendo el informe del corregidor, expulsó a algunos caballeros, todos del bando de los Zúñigas. El arcediano de Plasencia, por lo que había trabajado para la Comunidad, fue felicitado por la Junta, que le concedió amplias atribuciones militares y le nombró capitán de la ciudad y de toda la tierra de Plasencia, y aun de toda Extremadura. Las cosas comenzaron a cambiar en el mes de Diciembre, cuando las tropas realistas ocuparon Tordesillas. Plasencia, en vista de que Cáceres, Trujillo, Ciudad Rodrigo y el duque de Béjar se mantenían fieles a Carlos I, comenzó a vacilar en la obediencia a la Junta, negándose a acudir en ayuda de Padilla, al que, decía, no podía socorrer ni con hombres ni con dinero, porque la cosecha había sido muy mala y necesitaba comprar trigo. El 15 de abril, viendo el cariz que presentaban los acontecimientos, los placentinos dijeron que estaban dispuestos a abandonar el bando de las Comunidades, a cambio de ciertas garantías.

Finalmente, dos días después de la derrota de los rebeldes en Villalar el 23 de abril de 1521, las tropas realistas, mandadas por Pedro Manrique, reconquistaron la ciudad placentina. Quizá gracias a la influencia de Francisco de Vargas, padre de don Gutierre, el almirante de Castilla, aun reconociendo la lealtad de los Zúñigas al rey, e incluso admitiendo que los Carvajales habían sido comuneros, no tomó represalias contra éstos, sino que estableció el statu quo anterior, para no entregar la ciudad al bando contrario, haciéndoles señores de ella.

Insistimos en que el futuro obispo, que se encontraría junto a sus padres, no participó en los acontecimientos reseñados. Sin embargo, algunos -tanto capitulares como ciudadanos- no vieron con buenos ojos que, fallecido el obispo Solís, se entregase la sede de Plasencia sucesivamente a dos miembros de la familia Carvajal, primero al cardenal don Bernardino, y luego a su sobrino don Gutierre. Porque, a la muerte del prelado placentino don Gómez de Solís y Toledo, que falleció en Coria, tratando de sosegar aquella ciudad, revuelta por el asunto de los comuneros, el pontífice Adriano VI, en 1521, nombró obispo de Plasencia al cardenal Bernardino de Carvajal (1521-1523). La designación se hizo, en cumplimiento de la expectativa que le concediera León X, tal vez para compensar al purpurado de la pérdida del obispado de Sigüenza, que sufrió al ser excomulgado por Julio II, como consecuencia de su intervención en el conciliábulo cismático de Pisa. El desagrado del deán y de los Zúñigas fue manifiesto.

Lo mismo ocurrió en el nombramiento del sucesor de don Bernardino. En septiembre de 1523 muere el cardenal de Santa Cruz de Jerusalén y el 25 de mayo de 1524, su sobrino Gutierre Vargas de Carvajal es designado obispo de Plasencia, en cumplimiento de la expectativa, concedida en 1519. Contaba entonces el nuevo prelado 18 años y cuatro meses, una edad excesivamente temprana para aceptar las responsabilidades inherentes al episcopado. Se explica, pues, que algunos biógrafos pretendan anticipar la fecha de su nacimiento, retrotrayéndola al año 1500. En su ordenación episcopal participó, como consagrante principal, el arzobispo Fernando Valdés.

II.- EL PRÍNCIPE RENACENTISTA

1.- “Señor de la villa de Jaraicejo”

El Renacimiento supone una ruptura con la Edad Media, considerada como una época bárbara, por lo que trata de enlazar la Edad Antigua -el mundo clásico- con la Edad Moderna. Sin embargo, el hombre renacentista no consigue despojarse de algunas viejas ideas medievales, y manifiesta su predilección por la vida y costumbres propias del mundo feudal. Los príncipes renacentistas viven como auténticos señores feudales.

En el lejano 1294, cuando agonizaba el siglo XIII, Pedro Sánchez, con la aprobación de Sancho IV, dona Jaraicejo al obispo y cabildo de Plasencia. A partir de ese momento, el prelado y el deán son señores de aquella villa. Sin embargo, en el último cuarto del siglo XV, surgen desavenencias entre los capitulares y la mitra, en relación con el gobierno del señorío. Por esa razón, el cabildo, para evitar conflictos, y porque además necesitaba dinero para hacer frente a los gastos que le suponía la construcción de la catedral nueva, iniciada en 1497, decidió vender al obispo Gutierre Álvarez de Toledo la mitad que le pertenecía de la villa de Jaraicejo. En 1503 Julio II aprobó la permuta, pero el obispo recurrió a la Santa Sede, por estimar que la mesa episcopal resultaba muy perjudicada, puesto que las rentas ofrecidas valían mucho más que la mitad de dicha villa. Finalmente, el prelado don Gómez de Solís firmó una concordia con el cabildo, aprobada por León X en 1513. A partir de ese momento todos los obispos de Plasencia han ostentado el título feudal de “Señor de la Villa de Jaraicejo”, hasta que, en la segunda mitad del siglo XX, don Juan Pedro Zarranz y Pueyo, siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II, renunció a utilizar dicho título, que ya carecía de sentido.

Don Gutierre, pues, fue el tercer obispo de Plasencia que pudo hacer gala de un señorío temporal, con plenitud de derecho. Como todos los príncipes renacentistas de su época, era un señor feudal en el más estricto sentido de la palabra.

Para hacer honor a este título, puso un enorme empeño en el embellecimiento de la población que daba nombre a su señorío, construyendo en ella un palacio, comunicado por un pasadizo con el nuevo monumental templo parroquial, también levantado a sus expensas. En su testamento se queja de la ingratitud del pueblo, al que, a pesar de todo, perdona todas sus deudas. Su generosidad y grandeza de espíritu queda patente en estas palabras:

“Item digo que, por quanto yo he tenido particular cuidado de acrecentar la villa de Jaraicejo, y hacer una iglesia muy principal y una plaza y calles, y empedrar las calles y he hecho otros edificios públicos, y todo eso he gastado de mi hacienda, y no ha habido [re]conocimiento de parte de los vecinos de esta villa, antes me han puesto muchos pleitos, que no se cobre cosa alguna, porque yo les hago de todo gracia”.

Y no sólo vivió, pasando grandes temporadas en aquella villa, alternando con su residencia en Madrid, sino que quiso que ella fuese la sede del II Sínodo Diocesano que se celebró en Jaraicejo. entre el 13 de enero y el 1 de febrero de 1534.

Y, como último detalle, su predilección por dicha villa se manifiesta en el hecho de querer morir allí. Sintiéndose muy enfermo en Madrid en la primavera de 1559, emprendió su último viaje a su villa de Jaraicejo, donde hizo su impresionante testamento y donde falleció el 27 de abril de aquel año.

2.- El progreso. “Las naos del obispo de Plasencia”

Los príncipes renacentistas, son, como hombres de una época que ha roto con el oscurantismo medieval, por encima de todo, amantes del progreso. De ahí que nuestro obispo pensase también en el Nuevo Mundo, descubierto por Colón a finales del siglo XV. Por cierto, que esta faceta ha sido ignorada por los biógrafos de don Gutierre. Sin embargo, hoy tenemos documentos fehacientes del importante evento.

El prestigioso historiador chileno Diego Barros Arana, en su obra Historia General de Chile, dice textualmente: “El Rey, cediendo a los empeños del obispo de Plasencia, había autorizado a un pariente de éste, llamado Francisco de Camargo, para ir a fundar una gobernación. No pudiendo éste llevar a cabo su empresa, la tomó a su cargo el caballero don fray Francisco de Rivera, que consiguió equipar tres embarcaciones”. El tal Francisco de Camargo era hermano del obispo, según consta en un documento manuscrito sobre el linaje de los Carvajales y los Camargos. Dice así el manuscrito: “Martín Ruiz de Camargo otorgó su testamento a 2 de agosto, año de 1527, y casó con Dª Menzía Rodríguez de Xerex, hija del Protonotario Dn. Diego de Xerez, deán de Plasencia y no tuvo hijos. Fundó mayorazgo de todos sus bienes y haziendas, y juntamente de todos los que tenía en Extremadura Francisco de Vargas (con poder mío), año de 1523, a 19 de marzo, en Francisco de Camargo, hijo 3º de dicho Francisco de Vargas y de Dª Inés de Carvaxal, su muxer, la qual era su sobrina, hija de su prima hermana Dª Catalina de Camargo y de Gutierre de Carvajal, su marido”.

Efectivamente, en la Colección de documentos inéditos para la historia de Chile, editada por la Universidad de Chile, nos consta que el 6 de noviembre de 1536 Carlos I otorga en Valladolid una Cédula Real, autorizando a Francisco de Camargo para “conquistar y poblar la costa del Mar del Sur”. Un mes más tarde, el 8 de diciembre, se le nombra “Gobernador de las tierras que caen hacia el Estrecho de Magallanes, con el título de Adelantado y Alguacil Mayor, la dignidad de conde y diez mil vasallos”. En dicha Real Cédula el emperador faculta al heredero o sucesor de Francisco de Camargo para que pueda acabar su descubrimiento y población.

Pasa más de un año, y el 2 de junio de 1538, el emperador en otro documento se refiere a los religiosos que han de ir en la expedición de Camargo. Siguen los preparativos, pero los barcos no se hacen a la mar. El 6 de septiembre de 1538 el monarca prorroga el plazo concedido a Camargo. Éste desiste definitivamente de su empresa, por lo que el 25 de julio de 1539 el rey concede licencia a don fray Francisco de Rivera para que vaya a hacer el descubrimiento concedido a Camargo.

Por fin, las naos zarpan del puerto de Sevilla en el mes de agosto de 1539. El 5 de septiembre se otorga otra Real Cédula, dando por libre y quito a Francisco de Camargo de lo pactado con él acerca de su expedición. Sin embargo, es Alonso de Camargo -quizá hijo de Francisco- el que manda una de las naves, la que llegó a las costas de Chile. Conservamos incluso fragmentos de los diarios de navegación, en dos versiones diferentes, de la expedición al Estrecho de Magallanes de lasnaos del obispo de Plasencia, al que debieron mover más los fines económicos que los espirituales -aunque éstos no son descartables, puesto que en la expedición figuran religiosos misioneros-. Diego de Rosales en su Historia de Chile afirma que buscaba la ruta más cómoda para “el comercio de la especiería”. Por consejo de su cuñado Antonio de Mendoza, virrey de Méjico, el obispo de Plasencia financió la expedición de tres navíos -algunos aseguran que fueron cuatro- que pretendían llegar a las costas de Perú, cruzando el Estrecho de Magallanes. De esta forma, aunque el viaje era más largo, resultaba mucho más cómodo y barato para conducir hasta allí los hombres y los avituallamientos y para traer desde las costas del Pacífico las especias que buscaban en las Indias. Para ello deberían bordear el cono Sur, sin tener que cruzar el istmo de Panamá. Como hemos dicho, Alonso de Camargo, sobrino del prelado, mandó las naves que zarparon de Cádiz en agosto de 1539. Navegando a lo largo de la costa desde la desembocadura del río de la Plata, se encontraban en el Estrecho de Magallanes el 20 de enero de 1540. Allí embarrancó la nao capitana y los expedicionarios tuvieron que soportar dos fuertes temporales. Una de las embarcaciones regresó a España, desandando el camino desde Punta Arenas. Lo que no resultó demasiado fácil, puesto que debió permanecer desde febrero hasta noviembre en el llamado Puerto de las Zorras, que corresponde a los actuales puertos de San José o de San Miguel. En cambio, la otra llegó a las costas de Chile. El historiador Mariño de Lobera habla de que Pedro de Valdivia tuvo noticias de una nave que en 1541 había sido vista a la altura de Valparaíso.

El hecho de que no acompañara el éxito a la empresa proyectada, por las dificultades de la navegación, no empequeñece el gesto ni el espíritu aventurero del obispo placentino.

3.- El arte. La catedral y las iglesias

El entusiasmo por el arte y por los artistas es otro de los rasgos distintivos de los príncipes del Renacimiento. Todos ellos son Mecenas, protectoresde arquitectos, escultores y pintores. Roma, Florencia y Nápoles son las capitales del nuevo movimiento cultural, que rápidamente se extiende por España, tan ligada a la historia de la península italiana en aquella época. Las cortes de los papas -Julio II, León X y Clemente VII-, las de los reyes -Carlos V, Felipe II y Francisco I-, lo mismo que la familia de los Médicis en Florencia, encargan importantes obras de arte a los numerosos genios -Leonardo, Miguel Ángel o Rafael-, creadores y difusores del nuevo estilo.

Es cierto que don Gutierre Vargas de Carvajal no tenía, al menos que sepamos, una formación humanística universitaria. Sin embargo, nos consta que era muy aficionado a la arquitectura, hasta el punto que “aprobaba e incluso diseñaba él mismo las trazas de los templos”.

Durante su largo pontificado prosiguió la construcción de la catedral nueva, levantada por los mejores arquitectos de la época. Sabido es que el autor de las trazas, Enrique Egas, inició sus trabajos en 1497. En 1513 compartían la dirección del nuevo templo catedralicio Juan de Álava y Francisco de Colonia. Siendo ya obispo don Gutierre Vargas de Carvajal, las obras continuaron, aunque hubieron de suspenderse dos veces, en 1535 -con un paréntesis de tres años- y en 1555, en que hay un paro que resultaría definitivo. Contando con otras interrupciones esporádicas más breves, los arquitectos Juan de Álava, Alonso de Covarrubias, Rodrigo Gil de Ontañón y Diego de Siloé completaron la fábrica del precioso e inacabado templo catedralicio actual. La acumulación de trabajos por parte de los arquitectos, que intervinieron simultáneamente en monumentos tan relevantes como las catedrales de Valladolid, Zaragoza, Salamanca y Granada, el alcázar de Toledo y la universidad de Alcalá, aparte de la ocasional escasez de dinero, fueron dilatando durante décadas la finalización de la empresa acometida. En 1555 las obras quedan prácticamente paralizadas. A partir de entonces, las tareas se centran en la ornamentación y consolidación de lo ya construido, esculpiendo figuras, decorando pilares y preparando las vidrieras y otros motivos ornamentales. Durante estos años se termina la bóveda de la capilla mayor (1534) -ambos muros están decorados por dos grandes escudos, de Carlos V y del cardenal Bernardino de Carvajal- y se cubren las capillas laterales, se trabaja en los muros y se dan por cerrada las bóvedas del crucero y de la capilla del coro (1554), se concluye la parte superior de la fachada norte, o “de las cadenas”, y se fabrican las capillas laterales, así como la fachada sur, “la del enlosado”, en la que figuran los escudos del emperador y del obispo.

Por si fuera poco, don Gutierre fue un gran impulsor de la construcción de templos parroquiales. Más de 30 se levantaron durante su pontificado, como prueban las armas episcopales que los decoran. Algunos de ellos son grandiosos, monumentales, de gran capacidad y extraordinario valor artístico, como las iglesias de Malpartida de Plasencia, Santa María y San Martín de Trujillo, las de Jaraicejo, San Miguel de Jaraiz, Garciaz, Berzocana, San Andrés de Navalmoral, Santa María de Guareña y Santiago de Don Benito. En realidad, toda la diócesis está sembrada de templos construidos en esta época, Oliva de Plasencia, el Villar, Jarilla, Mirabel, Monroy, Tejeda, Villanueva y Aldeanueva de la Vera, Zorita, Escurial, Santiago de Miajadas, Saucedilla, Almaraz, Serrejón, y otras que no citamos, lo testifican.

Por otra parte, en Plasencia, amplió y embelleció el palacio episcopal, reformó la antigua parroquia de Santiago, hoy dedicada al Cristo de las Batallas, y comenzó y supervisó la construcción del Colegio de los Jesuitas y la fachada de la iglesia de Santa Ana.

4.- La cultura. El Colegio de la Compañía

Pese a que, como hemos dicho, su formación humanística, e incluso teológica, no era demasiado brillante, sin embargo, don Gutierre demostró una profunda preocupación por la elevación del nivel cultural de sus diocesanos. De ahí que, en los últimos años de su vida, tras contactar con el jesuita P. Diego Laynez en Trento, decidió patrocinar la construcción en Plasencia de un Colegio, dirigido por los PP. de la recién nacida Compañía de Jesús. >Quería erradicar “la mucha ignorancia, que en los eclesiásticos de este nuestro obispado se ha arraygado”, según confiesa el prelado en la escritura fundacional, otorgada en 1555. El edificio se levantó próximo a la antigua fortaleza en un solar, con su huerta correspondiente, donado por el Ayuntamiento. Para darle mayor amplitud, se compró la iglesia contigua de San Vicente Mártir, que fue demolida por completo, y la de Santiago, que se restauró a costa del obispo. Don Gutierre se volcó sobre esta institución, como demuestra el hecho de sufragar todos los gastos de la construcción de la iglesia y Colegio, además de dejar un capital de 28.000 ducados para el sostenimiento de los cursos de teología y filosofía. Así mismo vigiló personalmente las obras y, en su testamento, hizo un legado de 22.000 ducados para equipar la biblioteca de la institución. Mientras duró la construcción, el prelado, para supervisar los trabajos, se instaló en la casa de don Francisco de Trejo (el antiguo Colegio de San Calixto o del Marqués de la Constancia), alojando en su residencia a los primeros jesuitas. La iglesia, dedicada a Santa Ana, no estaba concluida, cuando falleció el 0bispo en 1559. El Colegio de los Jesuitas se inauguró oficialmente en 1562, aunque ya había empezado a funcionar en 1555. Unos 170 alumnos asistían poco después a los cuatro estudios de gramática y uno de retórica y latinidad. A los correspondientes maestros se agregaron luego dos lectores de artes y otros dos de teología.

Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, el edificio se convirtió en Hospicio y luego en Manicomio, hasta que se construyó el actual Sanatorio Psiquiátrico en la última mitad del siglo XX. Hoy es la sede de la Universidad a Distancia.

5.- La mundanidad

El Renacimiento, al menos en sus inicios, ofrece un matiz marcadamente pagano. No olvidemos que se trata de un movimiento cultural que pretende revivir el mundo clásico, las ideas y costumbres de Grecia y de Roma, civilizaciones anteriores al cristianismo y, por tanto, paganas. Por otra parte, el teocentrismo medieval deja lugar al antropocentrismo moderno. El hombre cobra un interés primordial, quedando Dios relegado a un segundo plano. Surge el Humanismo. Sin embargo, con el tiempo, la Iglesia influyó en el nuevo pensamiento, dando paso al Renacimiento cristiano, que se cobijó en las cortes de los papas, y en los palacios de los cardenales y de los obispos de la época. No obstante, perduraron algunas reminiscencias paganas relativas a la moralidad y a las costumbres, más propias de las gentes del mundo que de los eclesiásticos.

Para no ser menos que los príncipes renacentistas de finales del siglo XV y primeros años del XVI, el obispo Vargas de Carvajal se asemejó en su conducta mundana a la que, en ocasiones, observaron los sumos pontífices, cardenales, obispos y señores de aquel entonces. Conducta a todas luces reprobable, pero que en aquellos tiempos -por aquello de que assueta vilescunt (lo frecuente pierde su importancia)- no llamaban demasiado la atención.

Un biógrafo suyo en 1868 ha dejado escrito:

“La posesión en su juventud de estas dignidades y rentas (se refiere a las abadías de Santa Leocadia de Toledo y del monasterio de San Juan de Corias, en Oviedo y al episcopado placentino) fue causa de que su vida fuese algo relajada, y en una señora noble hubo a don Francisco Carvajal, para quien fundó, con Real privilegio, un mayorazgo, y de este caballero resultó una dilatada y noble sucesión. Mudó de costumbres después nuestro obispo, y especialmente tan luego como trató con el gloriosísimo duque de Gandía, S. Francisco de Borja”.

Este hijo bastardo, llamado Francisco de Carvajal y Mendoza, nacido de doña María de Mendoza, fue reconocido por su padre, según consta en una bula de Paulo III de 20 de octubre de 1546. Murió víctima de la peste en León, socorriendo a los enfermos. Doña Luisa de Carvajal, declarada Venerable por la Iglesia, era nieta de don Gutierre.

Hay que tener presente que recibió la abadía de Santa Leocadia en 1519, cuando don Gutierre era casi un niño. Contaba entonces sólo trece años. Y que accedió a la sede episcopal de Plasencia en 1524, cuando apenas tenía 18 cumplidos. Las rentas de sus beneficios eran cuantiosísimas. Se habla de que sólo su obispado producía más de 30.000 ducados. Juventud, dinero y posición social fueron el mejor caldo de cultivo -en un ambiente propicio- para que sus costumbres no fueran todo lo santas que debieran.

Sin embargo, pasados los ardores juveniles, el obispo cambió de conducta y llevó una vida moral de acuerdo con su dignidad eclesiástica. La prueba es que en 1534 intenta iniciar en su diócesis la tan ansiada reforma, por la que clamaba la cristiandad, para lo cual celebró en Jaraicejo el segundo Sínodo Diocesano. La conversión completa y definitiva se operó en Trento, durante la segunda etapa del Concilio, gracias a su contacto con los jesuitas, sobre todo con el P. Laynez, y, ya en Plasencia, mientras se construía el Colegio, con San Francisco de Borja. La sinceridad de esta conversión queda patente en su mausoleo, donde se esculpe la imagen de Pedro arrepentido llorando sus negaciones. Además en la Constitución 15 de las fundacionales de la “capilla del obispo”, en la que está enterrado, se manda que se celebren dos funerales por su eterno descanso, uno en el día de la Conversión de San Pablo, y otro en el de la fiesta de Santa María Magdalena. Todo habla de arrepentimiento.

La conducta mundana de don Gutierre, como la de los papas, cardenales y obispos del Renacimiento, demuestra, por una parte, que la Iglesia es una sociedad humana -está integrada por hombres pecadores- y que a la vez es de origen divino, puesto que no pueden acabar con ella ni siquiera las debilidades y miserias de sus jerarcas.

III- EL PASTOR

Pero don Gutierre no sólo fue un gran hombre de su época, una gran figura del Renacimiento placentino. Fue también, y por encima de todo, un gran prelado. Son muchos los detalles que avalan esta afirmación.

1.- El II Sínodo Diocesano

Bastaría quizá un solo hecho, la celebración de Sínodo Diocesano de 1534, para que el nombre de Vargas de Carvajal pasase a la historia.

La consumación del fraccionamiento de la Iglesia Católica, que produjo la herejía de Lutero, condenado por León X en 1520, avivó el clamor de los cristianos que suspiraban por una reforma tam in capite quam in membris, que debería llevar a cabo un Concilio Ecuménico. El Lateranense V (1512-1517) había constituido un fiasco. Por otra parte, la Reforma Luterana estaba exigiendo una Contrarreforma. El papa Clemente VII, de la familia de los Medicis, muy cercano a la política francesa de Francisco I, el eterno rival de Carlos V, se resistía a la celebración de otro Concilio, porque creía que el problema protestante era sólo de carácter político, que afectaba a Alemania, porque la dividía. Un Concilio, por tanto, vendría únicamente a favorecer la política imperial. Paulo III (1534-1549), se decidió, por fin, a convocar la magna asamblea de todos los obispos, que, tras varias dudas, vacilaciones y aplazamientos, comenzó sus trabajos en Trento en diciembre de 1545.

El obispo de Plasencia se anticipó al Concilio Tridentino, celebrando el Sínodo de Jaraicejo, el II en la historia de la diócesis. Este valiente gesto dice mucho a favor de aquel obispo contradictorio, joven mundano a la vez que piadoso y lleno de celo. El Sínodo intenta ordenar el gobierno y administración de la diócesis, corrigiendo los principales abusos de la época. La apertura tuvo lugar el 15 de enero. El cabildo y el clero placentinos se opusieron a que las sesiones se celebrasen en Jaraicejo e incluso pidieron su traslado a Plasencia, petición que fue rechazada por los padres sinodales el día 17, por considerar que la villa, de que el obispo es señor, está situada más al centro del obispado que la ciudad del Jerte. La ausencia de los capitulares y clérigos placentinos fue reprobada por el Sínodo, declarando “rebeldes y contumaces” a los que debiendo estar presentes, se negaron a asistir. Aquel mismo día se ofició la Misa del Espíritu Santo. Las constituciones comenzaron a leerse el 30 de enero, acabando su lectura el 1 de febrero, en que se dio por terminado el Sínodo. Sin embargo, todavía la villa de Jaraicejo expuso sus quejas, a las que contestó el prelado el 12 del mismo mes.

Se promulgaron 107 constituciones, precedidas por un largo Proemio y seguidas de una Conclusión -la 108-. En ellas se manda, con anterioridad al decreto tridentino, que en todas las parroquias haya un libro de bautizados. Destacan las relativas a la vida y costumbres del clero, cuyos abusos se quiere corregir, y a los diezmos y primicias, a los que se da una gran importancia.

Como expresión de su celo pastoral, se consignan las fiestas de guardar establecidas por el Sínodo. Son las siguientes:

Además de todos los domingos, “las fiestas de Nuestro Señor, que son la Natividad con tres días siguientes, la Çircunçisión, la Epiphanya, la Resurrección con dos días siguientes, la Ascensión, Pentecostés con dos días siguientes, la Trinidad, la fiesta de Corpus Christi la Transfiguración; las fiestas de nuestra Señora, que son Purificación, Anunciación, Asumpçión, Natividad, Concepçión, santa María de la O; todos los días de los apóstoles, sant Juan Baptista, sant Marcos, Santa Cruz de Mayo y Todos los Santos”. En cambio, no son de precepto, pero sí fiestas “recomendables” “sancta María Magdalena, sant Lorenço, sant Miguel de Septiembre, sant Françisco, sant Martín en Noviembre, sant Antón, sant Sebastián, sant Blas, santa Ana, santa Chatharina”. La Misa en estos días está enriquecida con cuarenta días de indulgencia.

2.- Otras acciones pastorales

En la breve biografía de don Gutierre, contenida en el Synodicum hispanum, después de hacer mención del Sínodo,podemos leer:

“Pero no es menos importante el hecho de que eligió como provisor al ejemplar y celoso clérigo Juan de Ayora, después inquisidor de Cuenca y más tarde, obispo ovetense. Formó además un equipo de tres teólogos que recorrieron la diócesis enseñando y predicando, como medio de renovación espiritual, porque, según afirma un historiador, “decía ser empeño suyo, que fuesen buenos todos sus feligreses, ya que el obispo era malo”“.

Es un dato que pone de manifiesto su celo pastoral y su humildad.

Por otra parte, la preocupación de don Gutierre por las celebraciones litúrgicas se manifiesta también en la publicación del Misal y del Breviario Placentinos, editados en Venecia en 1554 por Andrés y Jacobo Spinellos. El obispo de Plasencia se anticipa a las resoluciones de la tercera etapa conciliar y a la magna obra realizada posteriormente por San Pío V para la Iglesia universal. El título completo del Misal es el siguiente: Missale secundum consuetudinem almae Ecclesiae Placentinae, eliminatius quam antea et iam nulla ex parte confusum. Desgraciadamente no queda ningún ejemplar de este Misal en el Archivo Catedralicio, aunque sí hay otro más antiguo, de principios del s. XVI. Sin embargo, si se encuentra uno en la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla. Del Breviarium secundum consuetudinem Ecclesiae Placentinae se conserva un valiosísimo ejemplar en el Archivo de la Catedral de Plasencia. Parece que don Gutierre, aprovechando su estancia en Trento, se acercó a Venecia para encargar la edición de estos libros litúrgicos, que no vieron la luz hasta 1554.

Además la preocupación del prelado por levantar templos amplios, dignos y artísticos en las diversas parroquias del obispado -sin contar la continuación de las obras de la catedral-, su interés en el progreso espiritual y su afán por la educación del clero y de todos sus feligreses hablan muy claro y muy alto de la talla eclesial de este obispo.

3.- Don Gutierre en Trento

El obispo >Vargas de Carvajal no asistió a las sesiones de la primera etapa del Concilio Tridentino (1545-1547), aunque en una carta el príncipe don Felipe dice a su padre, el emperador, en junio de 1546, que don Gutierre estaba dispuesto a partir para el Concilio, cuando se le ordenase. Carlos V, que quería que los principales teólogos protestantes fuesen a Trento -lo que no pudo conseguir-, manifestó también un gran interés en que todos los obispos españoles concurriesen a la convocatoria de Paulo III. Sin embargo, un viaje tan largo y penoso al norte de Italia exigía una salud de hierro. Y quizá la convocatoria coincidiese con la realidad -o con el temor- de alguna crisis en la enfermedad de la gota, que tanto hizo sufrir al prelado placentino, y que le llevaría a la tumba. Lo cierto es que su nombre no figura entre los prelados asistentes.

Sin embargo, sí nos consta que participó en la segunda etapa (1550-1552). Cuando el emperador, en 1551, le invitó a desplazarse a Trento, excusó su asistencia, por su mal estado de salud. Su misiva, dirigida al César Carlos el 2 de febrero de 1551, es clara y concluyente. Dice así:

“Porque en verdad yo he quedado tal de mi enfermedad, que cada día pienso en volver al estado en que estuve, porque quedé con tanta gota y temblores, y otras enfermedades, que lo más del tiempo estoy en la cama, que por dos veces han venido mis hermanos y sobrinos, casi por la posta a mi muerte, y ansí han acordado de no dejarme hasta ver lo que Dios fuere servido hacer de mí”.

Es muy posible que en los meses siguientes se produjese una sensible mejoría en su salud, por lo que no quiso desairar al monarca. Algunos dicen que esto es perfectamente explicable, teniendo en cuenta que su padre, Francisco de Vargas, participó como jurista de Carlos V en el Concilio. Otros aseguran que su progenitor ya había fallecido muchos años antes, en 1524. De cualquier forma, sí sabemos que entre los canonistas seglares del emperador figura don Francisco de Vargas Megía, fiscal del Supremo Consejo de Castilla, que fue embajador de Carlos V en Venecia y de Felipe II ante Pío IV. Es muy posible que se trate de algún sobrino del obispo. Lo cierto es que don Gutierre estuvo en Trento durante la segunda etapa. Tuvo alguna intervención irrelevante en la magna Asamblea. “A fin de gobernar bien su obispado -dice un biógrafo- procuró tener siempre a su lado buenos letrados bien dotados, y así es que, cuando asistió al concilio de Trento, llevó en su compañía sabios doctores, teólogos y juristas”. Dichos teólogos fueron Alfonso de Torres y Luis Galico, que acompañaron a su prelado como asesores.

Pero fuera del aula conciliar obtuvo un inmenso provecho espiritual en su contacto con los obispos y teólogos que participaron en las sesiones. Principalmente se benefició del trato con el P. Diego Laynez, que sucedió a san Ignacio como Prepósito General de la Compañía de Jesús. Además de su conversión personal -practicó los Ejercicios Espirituales, que marcaron su vida- su convivencia con los jesuitas le llevó a convenir con ellos la fundación en Plasencia del Colegio de la Compañía de Jesús, al que nos hemos referido.

4.- Preparándose para bien morir

Durante los últimos años de su vida, don Gutierre incrementó el tiempo de su residencia en la capital de la diócesis, para vigilar personalmente las obras del Colegio de la Compañía, aun sin dejar su estancia habitual en Jaraicejo. Tenía empeño en dejar una institución que simbolizase su cambio moral y garantizase la futura educación de su clero y de su pueblo.

En 1556 el César Carlos, tras abdicar el imperio en su hermano Fernando y los estados españoles en su hijo Felipe II, se retiró al monasterio de Yuste, dentro de los límites territoriales de Plasencia. Según insinúan las actas capitulares, muchas personas graves criticaban al estado seglar por no haber salido a recibir a S. M. cuando llegó al término municipal placentino. Y murmuraban también contra el cabildo por no haber ido a visitar al emperador, “estando sólo a seis leguas de aquí”. Por eso, cuando, el 18 de septiembre de 1558, los señores capitulares tuvieron noticia del agravamiento de la enfermedad de la augusta persona, organizaron oraciones y rogativas por la salud de Su Majestad Imperial. Platicaron sobre una procesión de Rogativas que llegase hasta la iglesia de El Salvador, e incluso algún prebendado opinó que se debía prolongar hasta el santuario del Puerto. Los acontecimientos se precipitaron y la muerte del emperador, que tuvo lugar el 21 de septiembre, no permitió que se llevasen a efecto los acuerdos. Como se ha dicho, el cabildo decidió celebrar los funerales en la catedral nueva, que hubo de desescombrarse a toda prisa para que en ella se celebrasen las exequias por el eterno descanso del César. Era el 2 de octubre de 1558. El obispo, muy enfermo ya, no pudo asistir a las solemnes honras fúnebres.

Aquejado de gota, según advierte Correas Roldán, su dolencia se agravó en la primavera de 1559. Se encontraba entonces en Madrid, quizá revisando el lugar donde quería ser enterrado. Pero no quería morir fuera de su Jaraicejo, hacia donde dispuso hacer su último viaje.

El 22 de abril de 1559 hizo un “impresionante” testamento en la mencionada villa. Un jesuita, el rector del Colegio de Plasencia, recoge sus últimas voluntades, rubricando cada folio, porque el prelado no podía hacerlo. En él se refleja su magnanimidad, perdonando las deudas contraídas por los habitantes de aquella población, pese a que no se habían mostrado excesivamente agradecidos con su espléndido bienhechor. Prohíbe que a nadie se le dé cantidad alguna para luto -ni quiere que lo lleven por él- por considerarlo pura vanidad. El dinero que debía emplearse en esto, quiere que se gaste en obras piadosas por su alma. A los pobres de Plasencia les deja mil ducados. Ordena también que se entregue al Colegio de la Compañía una casa que él comenzó a hacer en la calle nueva, que se abrió junto al nuevo edificio. Encarga al P. Francisco de Borja “que haga con parte de sus bienes lo que él crea conveniente” y lega, como queda dicho, 22.000 ducados para comprar libros para la biblioteca del Colegio. En un codicilo manda que “hasta que pueda ser llevado su cuerpo a la capilla de Madrid, se le deposite en la iglesia de Torrejón el Rubio, en la bóveda de don Garci López de Carvajal”.

Días más tarde, el 27 de abril, el obispo Vargas de Carvajal entregó piadosamente su alma a Dios en su palacio de Jaraicejo. Había manifestado su deseo de que su cuerpo descansase en la villa de Madrid, donde había nacido y por la que sentía un gran afecto. Inicialmente había querido labrar su tumba en el convento de los dominicos junto a Nuestra Señora de Atocha, que pertenecía a la abadía de Santa Leocadia, pero luego cambió de parecer. Su cadáver debía permanecer en Torrejón “hasta que acabasen las obras en la capilla del obispo”, que habían fundado y donde estaban sepultados sus padres, en la parroquia de san Andrés. Cuando estuvo concluida dicha capilla, fueron depositados en ella los restos mortales de don Gutierre, trasladados con gran pompa desde Torrejón. Un mausoleo renacentista, obra de Francisco Giralte, colocado en el muro de la derecha, con una estatua orante del obispo, de rodillas sobre un reclinatorio, con amplia capa pluvial, perpetúa el recuerdo de este insigne prelado placentino. Su epitafio dice así:

“AQUÍ IACE LA BUENA MEMORIA DEL ILUSTRÍSIMO
I REBERENDÍSIMO SEÑOR DON GUTIERRE
DE CARABAJAL, OBISPO QUE FUE DE PLASENCIA, HIJO
SEGUNDO
DE LOS SEÑORES, EL LICEN-
CIADO FRANCISCO DE BARGAS, DEL CONSEJO DE LOS REIES
CATÓLICOS I REINA DOÑA
JUANA: I DE DOÑA INÉS DE CARABAJAL, SUS PADRES. RE-EDIFICÓ I DOTÓ ESTA DI-
CHA CAPILLA, A ONRA I GLORIA DE DIOS: CON UN CAPE-
LLÁN MAIOR: I DOZE CA-
PELLANES. PASÓ DE ESTA BIDA A LA ETERNA EL AÑO
DE 1556”.

Nótese el error en la fecha de la muerte. Es indudable que no murió en 1556, sino en 1559.

IV.- CONCLUSIÓN

De todo lo expuesto se deduce que don Gutierre Vargas de Carvajal (1524-1559) es una figura señera en el episcopologio placentino. Su pontificado es uno de los más largos de la historia de la diócesis -dura 35 años, sólo superados por el obispo Laso (1767-1803)-, y marca una época gloriosa, que no deberíamos olvidar.

Nuestra época no difiere demasiado de la de don Gutierre. Por fortuna la Iglesia jerárquica de hoy goza de una salud moral, cultural y espiritual, muy superior a la del siglo XVI. Pero el ambiente del mundo es muy similar. En lugar de un Renacimiento pagano, tenemos en nuestros días un Postmodernismo laico de carácter antirreligioso. Quizá una figura como la de don Gutierre, con sus virtudes y sin sus defectos podría hacer resurgir los valores cristianos que se están perdiendo.

Recordemos -perdón por la insistencia- los principales hitos de este gran obispo. Sus virtudes y valores positivos resaltan en su biografía hasta tal punto que, quedan oscurecidos sus fallos humanos, de los que se mostró arrepentido. Incluso éstos, dada su juventud y la corrupción de la época, si no justificables, resultan perfectamente explicables. De noble familia, hijo de un extraordinario jurista y político, y sobrino de dos famosos purpurados, el maestrescuela Correas Roldán dice de él que fue “hombre de altos pensamientos” y que “el mucho ingenio que tenía suplía lo que de letras le faltaba”. El cabildo dejó constancia en el acta del 28 de junio de 1559, dos meses después de su muerte, de que el obispo difunto “era una notabilidad en el arte de construir” y “sapientísimo en este arte”

Fue, pues un hombre inteligente, autodidacta en materia arquitectónica, de gran corazón, capaz de perdonar las ingratitudes, generoso en extremo, casi manirroto, audaz en empresas de gran riesgo y enorme coste, como la expedición al Estrecho de Magallanes. Y como prelado, demostró su gran amor a la Iglesia de la Contrarreforma, participando en el Concilio de Trento, y a la Iglesia local que presidía, cuyos abusos trató de corregir en el Sínodo de Jaraicejo. Buscó la elevación del nivel cultural y moral de sus feligreses, con el mecenazgo sobre el Colegio de la Compañía y procuró la mayor dignidad del culto construyendo templos, en los que perdura la memoria de este gran obispo. Por toda la diócesis -y la ciudad de Trujillo lo acredita- están diseminados los escudos de don Gutierre Vargas de Carvajal.

Creemos, pues, que ningún homenaje tan merecido como el que le tributan estos XXXV Coloquios Históricos de Extremadura, que organiza el Centro de Iniciativas Turísticas de Trujillo. Una vez más -y termino-: ¡Enhorabuena por esta feliz iniciativa!,

¡Gracias por su atención!. ¡Muchas gracias!

Trujillo, 18 de septiembre de 2006

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

  • ARCHIVO DE LA CATEDRAL DE PLASENCIA (ACP), leg. 95 / 13, Los Camargos de Plasencia, man. inédito
  • BARRIOS ARANA, Diego, Historia General de Chile, tomo I, cap. IV, n. 9
  • BENAVIDES CHECA, José, Prelados placentinos, Plasencia 1999.
  • CADIÑANOS BARDECI, Inocencio, “Los jesuitas en Plasencia: de colegio a Hospital, en VIII Centenario de la diócesis de Plasencia…. Plasencia 1990.
  • CORREAS ROLDÁN, Juan, Annales de la Santa Iglesia Catedral de Plasencia, desde su fundación, man. inéd. (ACP, leg. 129 / 11),
  • FERNÁNDEZ HOYOS, Asunción, El obispo don Gutierre de Vargas, un madrileño del Renacimiento, Madrid 1994.
  • GARCÍA y GARCÍA, Antonio, Synodicum Hispanum, v. V, Madrid 1990 (BAC).
  • GARCÍA MOGOLLÓN, Florencio José, “La arquitectura diocesana placentina en tiempos de Don Gutierre de Vargas carvajal (1523-1529), en VIII Centenario de la diócesis de Plasencia (1189-1989). Jornadas de Estudios Históricos, Plasencia 1990.
  • GONZÁLEZ CUESTA, Francisco, Los Obispos de Plasencia. Aproximación al Episcopologio Placentino, Plasencia 2002.
  • HERRERA, Antonio de, Historia de las Indias Occidentales, Madrid 1730. Década VII, libro I.
  • HARDUIN, Conciliorum Collectio, t. X, París 1714.
  • INSTITUTO HISTÓRICO DE LA MARINA, “Colección de diarios y relaciones para la historia de los viajes y descubrimientos, Camargo (Naos del obispo de Plasencia), Madrid 1943.
  • LÓPEZ DE AYALA, Ignacio, El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, 1798. Apéndice I.
  • LÓPEZ MARTÍN, Jesús Manuel, “La Arquitectura religiosa en Plasencia. Las catedrales vieja y nueva”, en VIII Centenario de la diócesis de Plasencia (1189-1989). Jornadas de Estudios Históricos, Plasencia 1990.
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  • MARIÑO DE LOBERA, Pedro, Crónica del Reino de Chile, Madrid 1960.
  • REUNIÓN DE ECLESIÁSTICOS Y LITERATOS, Biografía Eclesiástica Completa, vol. XXXIX, Madrid 1868.
  • UNIVERSIDAD DE CHILE, Colección de documentos inéditos para la historia de Chile. Primera Serie. www.historia.uchile.cl/CDA/…
  • VAN GULIT, Guilielmus, et EUBEL, Conradus, Hierarchia Católica Medii Aevi, v.III, Munich 1902.

NOTAS:

[1] Http://www.catholic-hierarchy.org/bishop/bvargc.html., (8-8-2006).

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