Jacinto J. Marabel.
1. Introducción. 2. Las sábanas de Wellington. 3. La fiebre del campamento. 4.Bibliografía.
- Introducción.
En nuestra anterior comunicación, presentada en la XLVI edición de los Coloquios Históricos de Extremadura, tratamos la penosa marcha emprendida por el Ejército británico en retirada tras la batalla de Talavera. Quisimos dejar constancia entonces de un hecho que la propaganda bélica trató de ocultar, pues en las postrimerías del verano de 1809 en nada convenía a la estrategia de los aliados que los franceses supieran del estado de enfermedad y abandono en que se encontraban aquellas tropas.
Desorganizadas, famélicas y extenuadas, tal y como recogieron en sus diarios los capitanes Charles O’Neil y William Stother, los tenientes Andrew Leith-Hay y Edward Costello, así como el sargento Thomas Garrety, entre otros, consiguieron acampar en las inmediaciones de Trujillo, donde finalmente fueron abastecidas antes de continuar el vergonzante repliegue hasta la frontera portuguesa. El otoño se prometía apacible en Badajoz, donde los británicos establecieron su cuartel general, celebraron galas y disfrutaron con el acogimiento dispensado por los vecinos, hasta que una terrible e implacable epidemia de tifus se desató en los campamentos.
Según las estimaciones de los propios servicios médicos, alrededor de diez mil hombres habrían enfermado de distinta gravedad en apenas seis semanas. Y más de quinientos de ellos, entre oficiales y simples soldados, murieron como consecuencia de las fiebres padecidas. Estas cifras representaban la tercera parte del Ejército británico desplazado a la Península, por lo que en aquellos momentos su debilidad era extrema. El contingente pasó el otoño oculto, sin posibilidad de maniobrar, pues en caso de haberse conocido su situación, los cuerpos del Ejército francés que ocupaban el norte de Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía, habrían caído sobre ellos cambiando el curso de los acontecimientos y, probablemente, el resultado de la Guerra de la Independencia. No es arriesgado afirmar que la historia de Europa y la hegemonía que el Imperio británico sustentó en sus ejércitos durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, no habría sido posible si en el otoño de 1809 el contingente liderado por Lord Wellington hubiera sido aniquilado a orillas del Guadiana.
En el presente trabajo trataremos de acercarnos a aquellos días, a través de las impresiones que dejaron registradas en sus diarios algunos de estos hombres. Como tendremos ocasión de comprobar, la mayor parte de aquellos que durante este tiempo residieron o visitaron Badajoz, pasaron de exaltar su clima, su patrimonio o sus gentes, a relatar el horror, la enfermedad y la muerte que se adueñó de sus contornos en los últimos días de aquel nefasto 1809.
Los británicos abandonaron la ciudad a su suerte, desatendiendo sus compromisos con el Ejército español y no volvieron hasta dos años más tarde, cuando irremediablemente cayó en manos francesas. Le pusieron un cerco en abril de 1811 que hubieron de levantar a los pocos días, para hacer frente al mariscal Soult en La Albuera. Pese a que sobre aquellos campos se dejaron más de siete mil hombres, volvieron a cercar Badajoz. Pero tras dos fallidos ataques al fuerte de San Cristóbal y otros quinientos muertos, nuevamente hubieron de internarse en Portugal. Regresaron finalmente con toda la rabia acumulada en abril de 1812 y, tras sucumbir ante sus muros poco menos de cuatro mil británicos, la ciudad fue finalmente tomada y arrasada en el transcurso de dos días y tres noches de ebria vorágine e impía depravación.
En el corto período de dos años y medio, la ciudad de Badajoz acabó con la vida de cuatro mil británicos, doblando estos números los que sufrieron la agonía de las lesiones, heridas o enfermedades derivadas de los asaltos. Las bajas se contaron por millares y la ciudad acabó por representar para la opinión pública británica un lugar execrable e infame. El episodio que hoy presentamos supone probablemente el primer eslabón de este marchamo de calificativos que el imaginario colectivo trató de resolver, tal y como apuntamos en nuestro anterior trabajo, a través de una catarsis editorial sin precedentes.
- Las sábanas de Wellington.
El 7 de octubre de 1809 Lord Wellington celebró una velada en el Palacio del Conde de la Torre del Fresno, la residencia que le fue proporcionada por las autoridades españolas durante su estancia en Badajoz, con ocasión de imponerle la Orden del Baño al teniente general John Coape Sherbrooke. La gala se prolongó hasta altas horas de la madrugada gracias a la intervención de notables damas de la ciudad, encargadas de entretener con bailes y canciones a lo más granado de la oficialidad británica, por lo que el general irlandés habría dormido escasas horas cuando al día siguiente emprendió camino de Lisboa. Acompañado del jefe de sus ingenieros, el teniente coronel Richard Fletcher, se dirigía a inspeccionar sobre el terreno el proyecto de reductos que, con el nombre de líneas de Torres Vedras, tan buen resultado acabaría por cosechar en los meses sucesivos.
Dejó de apoderado al propio Sherbrooke y concedió al destacamento acantonado en los apacibles contornos de Badajoz un merecido descanso, antes de verificar la estrategia defensiva que había planeado para su vuelta. Pero jamás llegaría a imaginar el siniestro panorama que habría de encontrarse tres semanas más tarde.
Y es que, después de meses de agotadoras marchas y contramarchas, las tropas habían agradecido abandonar finalmente la campiña para detenerse en este, en apariencia, idílico lugar situado a cientos de kilómetros del enemigo. Como referimos en nuestro anterior trabajo, cerca de veinte mil hombres acamparon por entonces en poblaciones próximas a Badajoz, mientras que algunos privilegiados batallones, los dos de Guardias, así como el tercero y el primero del 27º y 40º regimientos de infantería ligera respectivamente, junto a una compañía de fusileros del 60º y otra de ingenieros reales, unos dos mil tres cientos cincuenta soldados, pasaron a ocupar los conventos intramuros en las primeras semanas de octubre.
Los comandantes de las unidades exigieron residir agrupados en un único edificio, por lo que no sin algún estorbo hubo que plegarse a sus condiciones. Se decidió entonces albergarlos en un magnífico inmueble, quizás el mejor de la ciudad por entonces: el Hospicio de Nuestra Señora de la Piedad. El instituto había sido fundado por Fernando VI mediante Real Orden de 12 de abril de 1757 para acoger expósitos y huérfanos, mujeres de mala vida y pobres de solemnidad, aunque no fue sino en tiempos de Carlos III y en 1773, cuando tras derribar las casas de don Gonzalo de Carvajal y del marqués de Velamazán, situadas entre el seminario diocesano y el Hospital de Caridad de San Sebastián u Hospicio Viejo, se erigiera finalmente un edificio, finalizando las obras a la par que el siglo. El 6 de octubre y en contra de la voluntad del director del mismo, Francisco Vior, los papeles del archivo y contaduría fueron trasladados al Hospicio Viejo[1], dejando espacio para los muebles y enseres que serían entregados seis días más tarde a fin servir al alojamiento del mando británico.
Los oficiales de la brigada de Guardas, conocidos como los hijos de los lores por la gran cantidad de aristócratas que formaban esta unidad de élite, fijaron su residencia en la casa de Ordenandos u Hospicio de Nuestra Señora de la Piedad y obligaron a los seminaristas, según el general Henry Mackinnon, a mudarse al Palacio de Godoy, levantado apenas tres lustros antes sobre las ruinas de la familia de los Rocha Calderón[2].
Por su parte, cuando debían realizar algún trámite u obtenían licencia para su asueto, los oficiales adscritos a las unidades acantonadas en las localidades próximas, fueron acogidos en casas particulares. A todo ellos les llamó la atención la notable apariencia de los edificios, plazas y jardines de Badajoz, la bondad de su clima y la cordialidad de sus gentes. El teniente Andrew Leith-Hay, llegó a confesar que
“Nada de lo que he experimentado iguala este delicioso, calmo y placentero clima, cuya perfección se alcanza durante el crepúsculo de una tarde de septiembre en la Alameda de Badajoz”[3].
Esta era “el prado o paseo público cerca del río, donde los habitantes de todos las clases se congregaban por las tardes para tomar el aire”, según el capitán William Stother[4].
Para el general Henry Mackinnon “Badajoz presenta infinitamente más apariencia de capital que cualquiera de las ciudades que he visto en España. Aquí hay jardines y paseos públicos, que jamás había visto”[5]. Espacios de la localidad que también llamaron la atención del cirujano Charles Boutflower, quien encontró en el lugar una “pureza superior a todo lo que había observado hasta el momento en Portugal”[6].
Sin duda, queriendo ser partícipes de esta idílica atmósfera y alentados por el escaso celo de sus superiores, facciones de incontrolados acantonados en las inmediaciones vagaron merodeando, hasta que finalmente y a mediados de septiembre se atrevieron a asaltar algunas casas y un negocio particular. El general Arthur Wellesley resolvió el asunto de inmediato:
“Ha llegado a conocimiento del Comandante de la Fuerzas que anoche varios soldados entraron en la ciudad de Badajoz y saquearon una panadería, así como las casas de varios vecinos. El Comandante de las Fuerzas muestra gran consternación por el mal comportamiento de los soldados, determinado que, por difícil que sea, debe ponerse fin al mismo. Se pasará lista en las diferentes unidades de la IV División, cada hora y hasta nueva orden, pues el Comandante de las Fuerzas desea que a ningún soldado y por ningún motivo, se le permita salir de sus líneas, excepto permiso de un oficial.
El Preboste General sancionará a todos aquellos que desobedezcan esta orden. Un piquete de guardia será colocado en la puerta de la ciudad y todo soldado que trate de pasar será hecho prisionero. El Preboste General expulsará de inmediato de la ciudad a todos los soldados que aún pudieran encontrarse en ella”[7].
El Ejército británico tan solo estaba facultado para realizar labores de policía tendentes a mantener la disciplina de sus tropas, por lo que no podía extralimitarse en las atribuciones conferidas a la guarnición española de la Plaza. En este sentido, puede referirse el incidente propiciado el 25 de noviembre por dos tenientes del 27º regimiento de infantería ligera en la casa donde se alojaban, así como el robo de unas mulas por parte de un capitán de la misma unidad que, pese a ser enjuiciados, fueron sumariamente resueltos con un exiguo apercibimiento en ambos casos[8].
Salvo conflictos puntuales, en general la convivencia resultó pacífica durante este período. A los británicos, le sorprendieron tanto las demostraciones de folclore y tradiciones populares como las muestras de patrimonio y liturgia católica que encontraban a cada paso, pero mientras aquellas eran asimiladas a un seductor exotismo, estas eran rechazadas como rémoras de incomprensibles arcaísmos.
Al puritano Boutflower le molestaba sobremanera el tañido de las campanas:
“Las campanas de las iglesias están continuamente repicando, mientras los feligreses entran y salen constantemente de los templos. En todas las casas se puede escuchar a las familias implorando largas oraciones. Y en las calles, a cada tanto puede observarse alguna muestra de devoción”[9].
El 1 de noviembre asistió a misa y, un mes más tarde, quedaría impresionado con el funeral de un personaje principal de la ciudad:
“El día de Todos los Santos se celebra aquí con extrema solemnidad. Sobre las ocho de la mañana me sentí atraído por unas voces femeninas procedentes del convento de Santa Catalina. Al entrar, descubrí gran número de monjas arrodilladas ante el altar, entonando con gran dulzura; poco después, pasaron a un capilla, tras cuyo enrejado recibieron la comunión. A medida que fue clareando tuve la oportunidad de escrutar sus rostros y, para mi sorpresa, se revelaron todas ellas muy ancianas, ninguna aparentaba menos de sesenta años.
Alrededor de las nueve se celebró la misa mayor en la Catedral con gran asistencia de personas de ambos sexos. El trasfondo musical consistía en una refinada melodía compuesta para órgano y violín, acompañada de otros instrumentos y apoyada un excelente coro de laicos reunidos al efecto. La selección de maestros como Pleyel y otros fue realmente bien ejecutada y encontré gran placer en ello. Una vez celebrada la liturgia, el sacerdote predicó un sermón que, por mi desconocimiento de la lengua, apenas pude seguir.
Esta tarde [5 de diciembre de 1809] tuve oportunidad de presenciar el funeral de una persona principal. Encabezaban la procesión gran cantidad de clérigos y monjes de diferentes órdenes, seguidos de los familiares y amigos varones del difunto. El cuerpo fue transportado en una especie de medio ataúd, vestido con los hábitos que habría llevado en vida. Durante la procesión el clamor de todas las campanas se trababa de manera inarmónica, de tal modo que un italiano de fino oído habría envidiado al propio difunto. Al entrar en la Iglesia el cadáver fue colocado sobre una mesa y sus allegados se coloraron alrededor, portando cada uno de ellos una gran vela de cera. Seguidamente, se celebró una solemne misa en la que con frecuencia se invocaba la intercesión de la Virgen María. Al finalizar, el cadáver fue depositado en una tumba, cubriéndolo de tierra tras taparle pudorosamente el rostro. En las iglesias se entierran tanto pobres como ricos, aunque tan solo a estos se les permite hacerlo cerca del altar. No hay costumbre de sepultar al fallecido en un ataúd, como hacemos en Inglaterra”[10].
Tres días más tarde, el capitán Stother asistió a la liturgia para conmemorar el Día de la Virgen en la Catedral:
“Es esta una fiesta que los españoles celebran siempre con gran suntuosidad y boato. Se ofició una solemne misa en la catedral, que es de arquitectura árabe y está toda adornada en su interior con cortinajes de terciopelo carmesí, ribeteado con encajes de oro. La ceremonia, grave e impresionante en todo momento, fue repentinamente interrumpida a causa del desvanecimiento de uno de los oficiantes, un venerable sacerdote de ochenta y cinco años de edad que, después de ser llevado al exterior, acabó por recuperarse”[11].
En un lugar de la Catedral que no llegó a precisar, Charles Boutflower encontró una lista de libros prohibidos por la Inquisición, entre los que le llamó la atención las cartas de Lord Chesterfield y de Lady Mary Wortley Montagu, así como una recopilación del pensamiento de Neckar[12].
La mayor parte de los visitantes quedaron deslumbrados por la belleza de las mujeres de Badajoz y por su galante manera de vestir[13]. Entre ellos, el comandante del 29º regimiento de infantería de línea, el coronel Charles Leslie, que fue autorizado a hospedarse el día 5 de noviembre de 1809 en una casa de la localidad.
“Era una vivienda muy notable, al igual que la señora de la misma. Además de interesante, era una mujer realmente joven y bella. Me recibió afablemente, esforzándose por hacerme cómoda la estancia y asegurándome que su marido estaría feliz de acogerme en su casa. Pregunté a qué se dedicaba su marido y respondió que era un coronel retirado. Expresé mi sorpresa, pues no acababa de entender cómo una mujer tan joven podía ser la esposa de un pensionista, y con gran ingenuidad respondió que, efectivamente, aunque se encontraba jubilado, su marido aún conservaba todo su vigor y constantemente le ofrecía muestras del gran afecto que le profesaba. Me pareció, con todo, que mi anfitrión se encontraba más cerca de los sesenta que de los cincuenta.
En todo caso, ambos fueron obsequiosos en extremo y aquella noche dispusieron una cena donde pude servirme varias raciones de ternera, fruta y vino. A la mañana siguiente me agasajaron con un excelente desayuno, instándome a pasar otro día en su casa. Pero el deber me impelía continuar con mi cometido”[14].
Según el general Henry Mackinnon, los oficiales que puntualmente fueron autorizados a pernoctar en la ciudad, reseñaron con malicia las numerosas “atenciones que les prodigaron generosamente las mujeres españolas”[15]. Incluso el puritano Boutflower quedó,
“Particularmente sorprendido de la gran superioridad que presentan las mujeres españolas sobre las portuguesas, tanto en comportamiento, como en distinción y apariencia. En cuanto a esto último, las portuguesas son por lo general descuidadas en el vestir, mientras que las españolas están dotadas de una elegancia natural, un porte y gravedad que jamás había observado en ningún otro lugar”[16].
Y casi en idénticos y elogiosos términos se expresó el capitán Stother, muy crítico por el contrario con el arquetipo ignorante y sumiso al que contribuían la mayor parte de nuestras féminas por aquel entonces.
“Encontré bastantes mujeres bonitas, de encantadoras figuras y engalanadas presencias, que destacaban por el gracejo de sus andares. El velo con el que se cubrían enmarcaba sus bellos rostros. Y todo atavío del que hacen gala, sencillo y elegante en su conjunto, está dispuesto de manera admirable y sutil a fin de estilizar sus bonitas figuras… En general, las damas españolas están refinadamente educadas, pero muy pocas hablan otro idioma que no sea el propio y su cultura es, como por otra parte la de los varones, extremadamente limitada”[17].
Por el contrario, algunas damas organizaban tertulias en sus casas. El cirujano Boutflower dejó escrito que una de las principales familias de Plaza celebraba todas las tardes una “pertiglia” (sic) en su casa.
“Allí se reúnen las más distinguidas personas de ambos sexos junto a algunos oficiales británicos. Llama la atención el número de oficiales congregados porque la mayor parte de ellos desconocen el idioma y, además, consideran tediosas las conversaciones con los españoles. Cuando no tengo otra cosa mejor que hacer, suelo acercarme a estas reuniones, porque me parece una ocasión inmejorable para practicar el idioma. Mis frecuentes visitas me han ofrecido la oportunidad de conocer a muchas damas del lugar, que me han confirmado la superioridad de las mujeres de mi país sobre el resto. Por costumbre y mal ejemplo, las mujeres de aquí, incluso las del más elevado rango, muestran una absoluta falta de dialéctica y entendimiento que incluso llegaría a horrorizar a las más abandonadas de Inglaterra”[18].
Las tertulias entretuvieron las tardes de aquel otoño en Badajoz. Las damas más ilustres de la ciudad pujaron organizando fastuosas veladas para atraerse a lo más selecto de la oficialidad británica. Sin duda, una de las más célebres era la que tenía lugar todas las noches en casa de Ignacio Payno, antiguo corregidor de la Plaza, y que era organizada por su esposa, conocida entre los británicos como Lady Payna, como detalló el capitán Stother en sus cartas.
Según el mismo, en esta reunión, además de comentar los avatares cotidianos, los españoles debatían sobre la actualidad política y los pormenores del conflicto, mientras los oficiales británicos se dedicaban a beber y jugar a las cartas. Por encima de la anfitriona, en todo momento dos damas se encargaban de mantener la atención de los invitados: la Marquesa de Almeida y la viuda doña Manuela.
El general Wellesley solía asistir a estas veladas, siendo especialmente recordada la del 28 de octubre, a la que se incorporó nada más llegar de su viaje a Lisboa y que daría origen a algún que otro velado y mordaz comentario. Es especial, aquellos referidos a los entretenimientos privados a los que se abandonó el vizconde de Wellington durante su estancia en la ciudad, pues esa noche,
“Sobre las diez, llegó el Comandante de las Fuerzas seguido de su Estado Mayor. La viuda doña Manuela, acompañada a la guitarra por el señor Fuentes, cantó una balada española con exquisitas maneras y complaciente estilo. Siguieron después unos bailes, al cabo de los cuales doña Josefa Vázquez nos deleitó con un bolero, tocando al mismo tiempo las castañuelas con elegante destreza. Esta misma joven, junto a doña Payna, entretuvieron a los concurrentes el resto de la velada con impresionantes muestras de su baile nacional, el fandango”[19].
Probablemente el general Wellesley gozó de una amante en Badajoz. Pese a que el coronel Gurwood dejó constancia de su inagotable capacidad para dictar diariamente extensas cartas, órdenes y despachos, no hay registro de activad epistolar alguna en la jornada que sucedió a aquella velada. Durante todo ese tiempo, Lord Wellington permaneció en sus aposentos dando pábulo a una serie de suspicaces rumores que, no mucho después, pasaron a ser difundidos en Gran Bretaña, como llegó a confesar la madre del coronel Charles Napier, Lady Sarah Lennox, en una carta[20].
En aquellas escasas biografías de Arthur Wellesley que dejan translucir algún apunte sobre sus aficiones privadas, se muestra una tendencia al galanteo que le habría causado no pocos problemas desde muy temprana edad. Se dice que el joven Wellesley, que no llegaba al metro setenta y cuyo rasgo más definitorio era la nariz aquilina que marcaba su largo y pálido rostro, mantuvo relaciones con Jemina Smith, hija del vicegobernador de Madrás, mientras estuvo destinado en La India. A su regreso en 1805 pudo desposar finalmente a Catherine Dorothea Sarah Pakenham, conocida como Kitty en su círculo íntimo, después de haber sido desautorizado en dos ocasiones por su padre el barón de Longford, quizás porque eran públicamente conocidas sus relaciones con la afamada cortesana Harriet Wilson.
Fue esta una actriz, nacida el 2 de febrero de 1786, hija del relojero suizo Jean Dubochet establecido en la ciudad seis años antes. Aunque no era especialmente bella, hacía gala de unas dotes amatorias que traían de cabeza a la aristocracia londinense, incluido el mismísimo Príncipe de Gales. Uno de sus más afamados clientes fue Walter Scott, quien no obstante disfrutar de sus servicios, nunca llegó a considerarla “especialmente hermosa, sino más bien una chica descarada con unos ojos bonitos, el pelo oscuro y las maneras de un colegial salvaje”[21].
En 1825, abandonada por todos aquellos hombres poderosos, publicó unas memorias que fueron un escándalo en la época[22]. Harriet tenía veinte años y el joven coronel Wellesley treinta y seis cuando se conocieron. Tuvieron relaciones de manera ininterrumpida durante meses, después el gobierno tory le nombró Secretario para Irlanda y partió a Dublín, donde el 3 de febrero de 1807 nació su primogénito, Arthur Richard, casi un año después, el 16 de enero de 1808, nacería Charles.
Sus relaciones conyugales, probablemente acabaron aquí, pues tras dirigir una expedición contra Copenhague, puso rumbo a La Coruña siguiendo al Ejército de John Moore y, cuando fue llamado a Londres a fin de que un tribunal militar evaluara las favorables estipulaciones que había firmado en Sintra, no dudó en acudir de nuevo a Harriet.
Finalmente, exonerado por aquella corte marcial, Arthur Wellesley fue nombrado comandante del Ejército de Portugal. Llegó a Lisboa el 22 de abril de 1809 y pasó seis años combatiendo en la Península en los que, sin duda, volvería a ser infiel a su esposa. Precisamente, el cronista Charles Greville, que describió mejor que nadie el carácter privado del duque de Wellington, dejó escrito que:
“Este era de difícil trato y nunca expresó verdadero afecto por nadie, hombre o mujer, en los últimos años de su vida desde la muerte de Mrs. Arbuthnot[23], a quien estuvo muy unido y en la que sin duda confió. Nunca gozó de una vida doméstica porque su esposa se le hacía insufrible, pese a que decorosamente mantuviera las apariencias. De todos fue conocido que buscó entretenimiento en otras damas de la sociedad y gozó de una gran variedad de caprichosos romances que, ya en la edad madura, representaron un escándalo tras otro, pero que él siempre justificó como fruto de su refinada inclinación…. En su juventud fue muy partidario de estas galanterías y tuvo gran éxito con las mujeres que, particularmente en España, obtuvieron gran influencia sobre él y llegaron a ponerlo en serios aprietos”[24].
Así pues, no es descabellado pensar que Josefa Vázquez o alguna otra dama badajocense compartieran su lecho en aquellas jornadas. Esta teoría explicaría, en parte, la demora de las operaciones militares durante meses. En todo caso, lo cierto es que Lord Wellington comenzó a plantear la estrategia defensiva de Torres Vendras cuando fue fehacientemente informado de la derrota de Austria. Fue entonces cuando se decidió a escribir a su hermano Richard para decirle que, dado que el Gobierno británico había resuelto defender Portugal, consideraba “muy difícil, si no imposible, ligar la defensa de Portugal a la de España”[25].
Con este fin, el 8 de octubre cruzó la frontera con el comandante de sus ingenieros, continuando inmediatamente después, salvo los cuatro días que paró en Badajoz, hasta Sevilla. Aquí debía encontrarse con su hermano Richard, marqués de Wellesley, que acababa de ser nombrado embajador por su viejo amigo George Canning, en sustitución del prudente John Hookham Frere. El mayor de los Wellesley, que era partidario de una alianza con los españoles, traía sin embargo órdenes para someter a estos a ciertas presiones encaminadas a remover los mandos militares, reformar las instituciones políticas y satisfacer las rutas comerciales británicas.
Y en estas intrigas por la Regencia, en las que el duque de Infantado y el general Palafox por un lado y el marqués de La Romana por otro trataron de atraérselo a su partido, se entretuvo hasta que el 11 de noviembre fue llamado a Londres por la nueva administración de Spencer Perceval. Por entonces, el general Wellesley se encontraba en Badajoz haciendo frente a una crisis sanitaria sin precedentes.
- La fiebre del campamento.
Desde mediados de septiembre, una epidemia de tifus comenzó a extenderse entre las distintas unidades. En Campomayor, donde se encontraba acantonada la IV División, la compañía del capitán Leslie, del 95º regimiento de infantería de línea, llegó a perder casi todos sus efectivos[26]. La situación llegó a agravarse en los días sucesivos, de modo que a mediados de octubre una tercera parte del Ejército británico de la Península, salvo cuatro batallones guarnicionados en Lisboa, Abrantes y Santarem, se encontraba enfermo en distinto grado de consideración.
En términos absolutos, esto quiere decir que las bajas en aquel momento alcanzaban ochenta y ocho oficiales y nueve mil dieciséis soldados, de los cuales, ocho mil ochocientos veintisiete habían enfermado de gravedad. En las semanas siguientes, los casos más graves aumentaron un 50%: del 15 de octubre al 1 de noviembre, los enfermos terminales pasaron de dos mil trescientos cincuenta y siete a tres mil ciento setenta y tres; sin contar que en tan solo esos quince días también murieron seiscientos cincuenta y cinco hombres[27].
En tres meses, el Ejército británico había perdido la mitad de sus efectivos. El 10 de noviembre de 1809, el general Rowland Hill aseguraba en una carta a su hermana que el Ejército había quedado reducido a trece mil hombres y que, “en las últimas semanas, han muerto un promedio de cincuenta hombres al día”[28].
La enfermedad afectó por igual a los comandantes de todos los cuerpos del Ejército. El propio Wellington, llegó a temer por la vida de sus generales: John Coape Sherbrook, se encontraba incapaz de valerse por sí mismo y Charles William Stewart había empeorado gravemente desde mediados de agosto, por lo que llegó a escribir al embajador británico en Lisboa para que facilitara la llegada de su mujer, Lady Catherine, hasta el hospital general de Elvas[29].
Ambos generales acabarían regresando a Gran Bretaña, siguiéndoles al poco tiempo multitud de oficiales, como el teniente Andrew Ley-Hay, que acompañó al capitán Tucker, después de que un comité médico recomendase su traslado[30], o el mismo coronel Leslie, que hasta diciembre no pudo montar a caballo y permaneció convaleciente en Badajoz[31].
El 13 de noviembre el general Wellesley regresó de Sevilla y comenzó a tomar medidas. Escribió al conde de Liverpool solicitando más oficiales médicos[32] y ordenó que todos los cirujanos regimentales, junto a sus asistentes, se trasladaran al hospital general instalado en el convento de San Pablo de Elvas[33]. Pero aquí se encontraban muchos de los heridos aún convalecientes de la batalla de Talavera que, desprotegidos, fueron fatalmente contagiados por los enfermos de tifus y, débiles como estaban, gran parte de ellos acabaron muriendo[34].
El 20 de noviembre, Lord Wellington dictó un plan para evacuar aquellos doscientos cincuenta heridos que aún no se encontraban enfermos de gravedad a Estremoz. Con ello se trataba de dejar sitio para otros cuatrocientos procedentes de Talavera, Lobón y Montijo. Cada día, las asistencias médicas subían a los enfermos en quince carros y los trasladaban Badajoz, donde eran evaluados antes de ser enviados de nuevo a Elvas en grupos de cincuenta y hasta completar cuatrocientos[35].
En Elvas, los enfermos fueron apiñados en el convento de San Pablo, como dejó escrito el sargento Edward Costelo tras haber sido trasladado desde el campamento de Campomayor. En su diario aseguraba que habían muerto ya unos trescientos hombres de su regimiento y, precisamente en el convento portugués, hubo de probar los violentos métodos empleados para tratar a los pacientes, que
“Fundamentalmente consistían en arrojarles agua fría procedente de las cantinas o de los comedores, tantas veces como fuera posible. En ocasiones, este remedio resultó eficaz y creo que en mi caso llegó a curarme. Sin embargo, debo reconocer que mi estancia fue corta porque afortunadamente me repuse de la enfermedad en poco menos de seis semanas, gracias a mi buena constitución y no a ninguno de aquellos salvajes que en el transcurso de los delirios frebriles llegaban a golpearme furiosamente con el palo de una escoba.”
Por su parte, al sargento William Lawerence, convaleciente en el mismo lugar, le impresionaron
“Las decenas de carretas con muertos que salían de la ciudad cada día para ser enterrados en el suelo más allá de las fortificaciones. Cuando al cabo de seis semanas reuní fuerzas suficientes para poder pasear por los terraplenes, quedé impresionado por una terrorífica visión. Los muertos eran sacados de los conventos completamente desnudos y después de ser apilados en carretas como vulgares troncos de madera, unos rufianes los lanzaban a fosas en las que apenas cabían todos los cuerpos.
Esta desagradable manera de dar sepultura a los muertos la realizaban convictos portugueses y era sorprendente ver a estos hombres realizar dicha tarea. Agarraban un cuerpo al mismo tiempo, poniéndole las piernas sobre los hombros, mientras la cabeza colgaba detrás y, cuando llegaban a las fosas, como el agujero era demasiado estrecho para el enterramiento, empacaban su carga con maestría.
Sin duda esta visión fue la mejor de la curas, pues con tal de escapar a la siniestra labor de estos hombres y regresar a Badajoz con mi regimiento, aceleré mi restablecimiento lo más pronto posible”[36].
De este siniestro espectáculo también fue testigo el sargento Costello. En su diario contó que una vez repuesto del proceso febril le pasaron
“A unos barracones donde con frecuencia estábamos obligados ver las pilas de cadáveres que iban a ser enterrados. En esta horrible sala donde recibíamos asistencia, éramos forzados espectadores del desagradable acarreo de cientos de muertos hasta las carretas en las que eran transportados para darles sepultura. A las afueras de la ciudad, un poco más allá de los glacis, fueron cavadas unas fosas que, a la postre, se antojaron demasiado pequeñas para los cuerpos, por lo que dos fornidos portugueses se encargaban de doblegar los cadáveres uniendo la cabeza con los talones. Y realmente estos bárbaros parecían haber nacido para la labor, pues puedo asegurar que nunca antes había visto a dos rufianes trabajar con tanto placer.
Sin duda fue repulsivo asistir al grotesco espectáculo de aquella pareja que doblegaba los cuerpos antes de ser apilados en carros; cada uno de ellos portaba un pellejo de vinagre con el que se rociaban el cuello y la cara; después, ayudados por algún que otro desgraciado, agarraban el cadáver por los hombros y, sin ningún tipo de miramientos y desnudo como vino al mundo, lo lanzaban a la carreta como si de un tronco se tratase.
Las mujeres que, no obstante, también cayeron víctima de aquella terrible epidemia, no recibieron un trato especialmente privilegiado. Si acaso y a modo de sudario, algunas de ellas fueron cosidas y envueltas en lienzos de algodón, para acabar arrojadas en el mismo agujero que los hombres. Reconocí entre ellos a muchos de mis camaradas, desnudos como los vieran sus padres, y hube de soportar con resignación las burlas soeces que les dirigían sus indignos sepultureros”[37].
Los muertos continuaron aumentado hasta las primeras semanas de diciembre, con el tiempo frío y seco[38], puesto que tras las lluvias siguieron “los malos efectos de las nieblas de los distritos de Badajoz”[39]. El 6 de diciembre, el general Rowland Hill escribió a su hermana desde Montijo, confesándole que en los últimos dos meses había perdido sesenta hombres de su División y que, teniendo en cuenta el estado de los enfermos más graves hospitalizados, probablemente esta cifra alcanzaría los cien[40].
Los diarios de Lisboa recogieron que el 87º regimiento de infantería ligera, compuesto de novecientos veinte hombres al desembarcar, había quedado reducido a doscientos sesenta, y de los casi mil efectivos con que contaba el 33º regimiento tan solo quedaban doscientos. Entretanto, en los hospitales de Elvas, Campomayor y Badajoz, el número de enfermos sobrepasaba con creces los cinco mil[41].
Casi con toda seguridad los hombres enfermaron en las montañas del norte de Extremadura. El agotador y apresurado repliegue que sucedió a la batalla de Talavera, sumado al calor y las insalubres condiciones que debieron afrontar, durmiendo a la intemperie, hacinados en las estrecheces de la sierra y comidos de las garrapatas, focalizó la aparición de terciarias a finales de agosto.
El tabardillo, más conocido como fiebre del campamento, se extendió después entre la tropa acantonada en las proximidades de Badajoz, debido entre otras causas y como aseguró el coronel Leslie, a que con las lluvias de otoño las maniobras fueron suspendidas y los hombres permanecieron durante muchas jornadas apiñados en barracones, con el solo amparo de sus mantas sobre el frío suelo de ladrillo o arcilla[42].
Según el sargento Thomas Garretty, aunque en los últimos tres meses la disentería había acabado con las vidas de más de cinco mil hombres[43], la enfermedad comenzó a remitir a mediados de diciembre, fecha en la que Lord Wellington pudo finalmente ordenar la marcha del Ejército. El 14 de diciembre escribió al conde de Liverpool para informarle que,
“Pese a que el número de enfermos en el Ejército sigue siendo muy grande, en los últimos días la epidemia parece haber remitido, por lo que creo que la marcha hará bien al Ejército. En todo caso me veo obligado a pedirle al menos treinta cirujanos, que deberán ser enviados a Portugal lo antes posible”[44].
Con la mayor parte de los hombres recuperados, comenzaron los preparativos para iniciar la marcha. Por fin, el día de los Santos Inocentes el general Arthur Wellesley dictó las ansiadas órdenes de partida y los británicos abandonaron la ciudad maldita y sus contornos. El Ejército británico escapó a Portugal, alegando que sus cuentas estaban saldadas[45] y que no debían nada a Extremadura[46]. Esto no era del todo cierto, puesto que como señalamos en la introducción a este trabajo ostentaron desde entonces un resentimiento visceral hacia Badajoz. Después de su particular otoño de padecimiento, intentarían tomar la ciudad dos veces más, acumulando despecho y muertos a partes iguales, hasta que finalmente descargaron aquel turbio y feroz rencor en los indefensos badajocenses que tan noblemente les acogieran en el otoño de 1809. Pero esa historia ya ha sido contada.
- Bibliografía.
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- STOTHER, William. A narrative of the Principal Events of the Campaigns of 1809,1810 & 1811. Londres, 1812.
- WILSON, Harriette. Memoirs of Harriette Wilson, written by herself. Londres, 1825.
[1]GÓMEZ VILLAFRANCA, Román. Extremadura en la Guerra de la Independencia. Memoria Histórica y Colección Diplomática. Badajoz, 1908; pp. 241-243
[2]MACKINNON, Henry. A Journal of the campaign in Portugal and Spain. Londres, 1812; p 41. Lamentablemente el diario de Mackinnon se interrumpe con la llegada a Badajoz. Su labor como Inspector General de Hospitales debió abarcarle todo el tiempo que pasó en esta ciudad y dirigiendo el Hospital General de Elvas los últimos meses del año. El siguiente registro de su diario es de 2 de enero de 1810, ya en Beira.
[3]LEITH-HAY, Andrew. A Narrative of The Peninsular War. Volumen I. Edimburgo, 1831.
- 183-184.
[4]STOTHER, William. A narrative of the Principal Events of the Campaigns of 1809,1810 & 1811. Londres, 1812; p. 122.
[5]MACKINNON, Henry. A Journal…., Ob. cit; pp. 39-40.
[6]Además del aire, el facultativo del 40º regimiento que el día 10 de septiembre acababa de entrar en España procedente de Elvas, “encontró notables diferencias entre los habitantes de ambas nacionalidades en la corta distancia que separa Elvas de Badajoz, pues hay un celo tal, e incluso odio entre ellos, que cada cual evita cuidadosamente imitar los usos y costumbres de su vecino”. BOUTFLOWER, Charles. The Journal of an Army Surgeon during the Peninsular War. Manchester, 1912; p. 14.
[7]CLOVES, William (Editor). The Principles of War, exhibited in the practice of the camp; and as developed in a series of general orders of Field Marschal the Duke of Wellington, K.G. Londres, 1815; p. 65-66.
[8]GURDWOOD, John. Supplementary Dispatches, Correspondence and Memoranda of Field Marshal the Duke of Wellington. Volumen VI. Londres, 1860; pp. 348 y 437.
[9]BOUTFLOWER, C. The Journal…, Ob.cit; p. 18.
[10]Ibid; pp. 20, 25-26.
[11]STOTHER, W. A Narrative…, Ob.cit; p. 135.
[12]BOUTFLOWER, C. The Journal.., Ob.cit; p. 19.
[13]SIDNEY, Edwin. The Life of Lord Hill, G.C.B. late Commander of the Forces. Londres, 1845; p. 118.
[14]LESLIE, Charles. Military Journal of Colonel Leslie. Aberdeen, 1887; p. 176.
[15]MACKINNON, H. A Journal…., Ob. cit. p. 41.
[16]BOUTFLOWER, C. The Journal…, Ob.cit; p. 14.
[17]STOTHER, W. A Narrative…, Ob.cit; pp. 121-122. Además, refiere con sarcasmo que “un español no tendrá obstáculo para poder ver a su amada al menos una vez al día, si ciertamente no se indispone para poder acudir a la iglesia. El ama aún es parte esencial de los hogares españoles y dispone de cierta autoridad y privilegios. Una dama de cierto rango nunca saldrá de casa sin una doncella que la asista, aunque si es joven, podrá proveerse de una de su misma edad, más proclive a sus deseos que aquella otra mayor rígida sermoneadora de sus acciones.”
[18]BOUTFLOWER, C. The Journal…, Ob.cit; p. 17.
[19]STOTHER, W. A Narrative…, Ob.cit; pp. 123-124.
[20]MURRAY, John. The life and letters of Lady Sarah Lennox. Volumen II. Londres, 1901; p. 228.
[21]LOCKHART, John Gibson. Memoirs of the life of Sir Walter Scott. Volumen III. Paris, 1837; p.338
[22]Vid. WILSON, Harriette. Memoirs of Harriette Wilson, written by herself. Londres, 1825.
[23]Se refiere a Harriet Arbuthnot, esposa del provecto diputado tory Charles Arbuthnot. Entablaron una pública e íntima amistad que, a partir de la segunda década del siglo, dio pábulo a numerosos rumores en los que, ambos amantes llegaban a compartir lecho con el consentimiento explícito de su esposo.
[24]ROSE, James Anderson. A Collection of Engraved Portraits. Volumen II. Londres, 1894; p. 350.
[25]GURWOOD, J. The Services.., Ob.cit; p. 112.
[26]SMITH, Harry. The autobiography of Harry Smith. Londres, 1903; p. 20.
[27]GURDWOOD, J. Suplementary…, Ob.cit; p. 420.
[28]SIDNEY, E. The Life of Lord Hill…, Ob.cit; pp. 116-117.
[29]GURDWOOD, J. Suplementary…, Ob.cit; p. 378 y 383.
[30]LEITH-HAY, A. A Narrative…, Ob.cit; pp. 186-188.
[31]LESLIE, C. Military Journal…, Ob.cit; p. 180.
[32]GURDWOOD, J. Suplementary…, Ob.cit; p. 311.
[33]Ibid; p. 282.
[34]LESLIE, C. Military Journal…, Ob.cit; p.176.
[35]GURDWOOD, J. Suplementary…, Ob.cit; pp. 296-297.
[36]LAWRENCE, William. The Autobiography of Sergeant William Lawrence, a hero of the Peninsular and Waterloo campaigns. Londres, 1886; pp. 57 y 58.
[37]COSTELLO, Edward. The adventures of a soldier. Londres, 1841; p. 38.
[38]LESLIE, C. Military Journal…, Ob.cit; p. 179.
[39]Vid. Gazeta de Madrid, de 3 de diciembre de 1809.
[40]SIDNEY, E. The Life of Lord Hill… Ob.cit; p.120.
[41]Vid. Gazeta de Madrid, de 6 de diciembre de 1809.
[42]LESLIE, C. Military Journal…, Ob.cit; pp. 175-176.
[43]GARRETTY, T. Memoirs of a Sergeant…, Ob.cit; p. 76.
[44]GURDWOOD, J. Supplementary Dispatches.., Ob.cit; p. 358.
[45]Se tiene por cierta la fecha de partida a partir del último oficio del vizconde de Wellington dando conocimiento de ello al embajador británico en Lisboa, fechado en Badajoz el 27 de diciembre de 1809. GURWOOD, J. Supplementary Dispatches…, Ob.cit; pp. 378 y 379.
[46]Vid. Oficio dirigido por Lord Wellington a la Junta Suprema de Extremadura, de 7 de diciembre de 1809, publicado en la Gazeta de la Regencia, de 14 de diciembre de 1809.