Macario Díez Presa.
No es solamente historia. Trujillo es también estampa. Y es poema. El todavía recién editado Canto a Trujillo, en el que historia, estampa y poesía se han dado tan espléndida cita, viene a proclamarlo. Muy en tono mayor, por cierto.
Permítaseme dar eco, aquí a unas palabras, que han servido de introducción a dicho Canto, pero que fueron ya, desde el momento en que se emitieran, toda una llamada, que no tardaría en ir obteniendo una generosa y deslumbrante respuesta.
“La historia de Trujillo ya está escrita, pero el poema de Trujillo espera al hombre de la inspiración y del arrebato genial que cante la grandeza de una Ciudad que llenará el mundo con su nombre. Aquí no hay piedra sin misterio. Ni sombras sin leyenda. Pero lo más llamativo de Trujillo es su interior; es decir, el alma, la pasión, el empuje que vibra y salmodia en cada cosa. Y cada cosa no es sino la huella y la abultada sombra de un santo, un héroe, un conquistador, un virrey, un labriego o un pastor”.
Se llamó en vida Máximo González del Valle. Misionero claretiano. Y él fue quien, tras su primer emocionado encuentro y su avizor recorrido por esta señorial e histórica villa cacereña, pronunciara las palabras transcritas, con las que, hoy, aquí y ahora, nos place evocar su figura. Poeta entre los poetas, no se contentó con haber sabido apresar (tal vez como ningún otro) el misterio y el alma de tan señera noble villa extremeña. Quiso, además, darle resonancia. Pero con el único lenguaje capaz de traducir ese secreto y fascinante embrujo que sobre nosotros ejerce siempre toda realidad rebosante de alma y de misterio. Y, como la contraportada del espléndido y aludido Canto a Trujillo, “Trujillo tuvo ya al poeta, al juglar, que cantó generosamente sus grandezas. Tan generosamente, que llegó (si así es lícito expresarse) a codificar el alma y misterio de Trujillo nada menos que en ciento treinticinco sonetos, sesenta de los cuales se nos brindan hoy bellamente emparejados con la histórica imagen de sus respectivos fastuosos monumentos y sus más célebres personajes.
Decía Tolstoi que, sea cual fuere la sosa que describe el poeta, lo que buscamos, vemos o experimentamos nosotros es el alma del propio poeta. Pero no en su desnuda subjetividad (añadiríamos ahora nosotros), sino como alma contemplativa que sabe escuchar, acierta a traducir y logra transmitir la “música callada” de lo que encuentra a su paso. En efecto. En efecto el lenguaje poético no es sino el intento de hacer propias las cosas mismas en lo que tienen de más secreto, misterioso y trascendente. Una verdad palmariamente confirmada, con respecto a su juglar, en Canto a Trujillo. Por lo que no es, a su vez, menos verdad que asomarse, aquí y ahora, el alma de nuestro poeta puede enseñarnos a leer el presente poemario en empática sintonía con el pathos o pasión poética que lo inspirara. Asomémonos, pues, al alma de nuestro poeta.
González del Valle nació (“me nacieron”, diría él, evocando a su admirado Unamuno), en 1.913. En San Vicente de la Barquera, encantadora villa santanderina, hija por igual, del mar y de la tierra, esos “dos eternos hontanares de poesía”, como él los denominara. Y muere en 1´989. En Palencia, su hogar durante la más prolongada y, tal vez, más fecunda etapa de su vida.
¿Quién es González del Valle como poeta? A raíz de su muerte, se dijo de él ser un hombre “desmesurado”. Hiciéronle merecedor de tal calificativo su desbordante producción literaria, su “sobrecogedora y tremenda fecundidad, y su amplísimo elenco de premios literarios, entre los que figuran cincuenta flores naturales.
González del Valle parece mostrar ya desde muy pronto seguridad en sí mismo como poeta. Solo así cabe interpretar la osadía con que tan prematuramente se lanzase a la palestra. Lo cuenta él mismo. “Era por los años treinta. El río Ebro socavaba los cimientos del Pilar de Zaragoza. Y se convocó un concurso de poesía para llamar la atención sobre el tema. Tenía yo cariño por el Ebro, que nace cerca de mi tierra. Y tenía gran devoción al Pilar. Me salieron unos versos muy espontáneos. Y gané el concurso. Tenía entonces poco más de quince años”.
Y, a partir de ese momento, más que simple y gradual progreso fue el suyo un correr “acelerado” y un fluir “torrencial”. “Hoy he compuesto cuatro sonetos y otras tantas cancioncillas”, exclama González del Valle tan pronto como viera aparecer a unos reporteros que se disponían a entrevistarle con ocasión de un premio nacional que se le había otorgado. “A las cinco de la tarde, me recluyo en mi habitación conventual; desconecto el teléfono interior; y, contemplando el sol poniente, me viene la inspiración”.
Y, como un sol poniente que arrebola todo lo que toca, la inspiración de González del Valle lo coloreó todo de poesía. Porque lo contempló, tocó, escuchó y vivió todo poéticamente. ¡Qué penetrantes “ultra-ver” y “ultra-oir” los de su imaginación poética, cuyas creaciones hacen crecer la realidad de las cosas! S, como bien alguien ha dicho, “sólo lo expresado existe”, con su inspirada y creadora forma de verlo, tocarlo, escucharlo, vivirlo y expresarlo todo, estaba González del Valle no sólo descubriendo sino dando, incluso, a todo una nueva existencia. Por lo que, aunque pudiera parecerlo, no es, no, ninguna tautología afirmar que nuestro poeta respondiera poéticamente, es decir creatívamente -poesía significa creación a su inspiración poética. En efecto, en los poemas de González del Valle se da una lograda sintonía entre esa numinosa poesía que lleva en sí cualquier cosa (real o soñada) y el númen creador, que sabe, por un lado, descubrirla y acierta, por otro, a expresarla poéticamente. Ya hemos dicho que el lenguaje poético no es sino un intentar apropiarse las cosas o hacerlas propias. González del Valle parece saber por propia experiencia (y son palabras suyas) que:
“Detrás de cada cosa, hay otra cosa….
Todo oculta un misterio. No reposa
la vida en apariencias. Lo no cierto
concha es, a veces, del radiante acierto;
la noche…estuche de alba prodigiosa.
Por eso, la esperanza. Y la esperanza
dardo hacia Dios, áncora que alcanza
fondos intactos….”
(Luz en la luz), Bilbao, sin fecha, p. 32.
Más aún: parece, incluso, convencido nuestro poeta de que, aun sin el cultivo de técnicas literarias, agraciados hemos sido todos con ese númen poético. ¿No será por eso por lo que nos invita a todos a lanzarnos por tales sendas de “aventura?”
“Salgamos a vivir: a la aventura
de robar un misterio a cada cosa…
Ver, abrir, oler todo. La criatura,
siendo nuestra, es más suya, más dichosa:
desde nosotros va, piensa, reposa…
Cada ser nos reserva una tonada.
Cada punto es un pórtico de gloria.
No seamos cobardes. ¡Al camino!
¡A llegar por lo humano a lo divino,
y en el riesgo aparvar gozo y victoria!”
(Ibis. p. 11)
Los sesenta sonetos de Canto a Trujillo no son sino eso: “Un robar su misterio a cada cosa…”. Se fraguaron, sí, en la fantasía (ese privilegio sentido del misterio y del alma de las cosas), pero, como confiesa el mismo González del Valle, “brotaron del corazón, en su lento y continuo contacto con ellas”. “¿No es esto la poesía?, se pregunta él y nos pregunta. “Pues, si lo es, para ti mi poesía”, sigue diciendo. “Y, si no lo es, perdona lance al viento los frutos de mi fraternidad con el universo”, ese “vasto símbolo de Dios”, en expresión de otro poeta (Carlyle), que González del Valle hace también suya. “Yo (sigue diciendo nuestro poeta) acaricio, beso, diálogo con todo ese “vasto símbolo. No puedo, no sé olvidar que la creación es la voz del Verbo, y que todas las cosas son como un coro de voces que lo van repitiendo. De ahí que a mí (como a todos los poetas) me resulte gratísima tarea intimar con las cosas, sumergirme en ellas, barruntar lo eterno y absoluto a través de ellas” (Oraciones de barro, Palencia 1972, solapas).
Tal es, a grandes rasgos dibujada, la estampa de nuestro poeta, por él mismo versificada en el siguiente soneto:
“Soy todo lo que soy por ser nacido
de raíz muy cristiana, y en un monte
donde Dios es color, paz, horizonte,
sorpresa para el alma y el sentido.
Desperté en la belleza. Fui invadido
por la gracia del mirlo y del bisonte.
Me encontré elemental y cuatrifronte
sobre cualquier misterio, flor o nido.
Todo me supo bien. En todo hallé
la música de Dios. Y el universo
me injertó en todo, para todo, en todo.
Creí, amé, esperé. Fiel a mi fe,
busqué una luz más alta y me hice verso
para todos, en todo, y a mi modo”.
(Flor y raíz, Palencia 1.970, p. 107).
Muy acertadamente, pues, ha podido decir de González del Valle la crítica literaria que “es un gran poeta, de cuerpo entero, que busca dentro de sí mismo y se hunde en el mundo de las cosas con verdadero amor, con apasionado afán, con humildad y grandeza”.
González del Valle cultivó casi todas las formas de expresión poética. Pero mostró su clara preferencia por el clásico soneto. Poemarios nos ha legado cuyas composiciones son solamente sonetos, como Cúspide y abanico, con ciento cuarenta y tres; Juventud, es tu hora, con treinta y uno; Luz en la luz, con cuarenta y uno. Y ahora su póstumo: Canto a Trujillo, con sus sesenta sonetos.
El 23 de Marzo de 1.974, el crítico literario del diario nacional “Ya” emitía el siguiente juicio: “Hay una gran vitalidad en la poesía de González del Valle y un excelente dominio del lenguaje y de la preceptiva. Como suele suceder en poetas de su temperamento y disciplina, los sonetos son las composiciones más rotundamente logradas”. Canto a Trujillo no deja de ser una magnífica muestra (por no decir demostración) de tan acertado juicio crítico-literario. El impactante y seductor embrujo de Trujillo desató torrencialmente la inspiración de González del Valle. Y de su inagotable vena poética brotó este efluvio de poemas, como otros tantos pálpitos del alma trujillana y su misterio.
¿No es, pues, ahora más fácil ya también para nosotros apresar ese misterio que respiran, por una parte, y esa alma que, por otra, informa los sesenta sonetos de Canto a Trujillo?
¿Quién consideraría, por tanto, exagerado afirmar que Trujillo no ha tenido intérprete ni cantor tan generoso, ni tan inspirado, como González del Valle? ¡Qué poemas ten rebosantes de musicalidad y con colorido! Como nacidos de un vate audaz y enamorado, que supo plasmar en ellos belleza a raudales, filigrana, originalidad y calor humano, incluso colosalismo verso a verso. Su lectura nos trae a la memoria una feliz expresión de E. Deschamps, tal vez pocas veces, como en este caso, hecha tan plástica realidad, y que reza así: “La poesía es la pintura o imagen que se mueve y la música que piensa”.
En Canto a Trujillo, González del Valle aparece trascendiéndose a sí mismo, ya que su inspiración poética so se agota nunca ni en la pura imagen ni en su simple expresión verbal. En este poemario es su poesía algo así como un místico parentesco de realidad y percepción, de experiencia y de lenguaje, de palabras y de cosas, de misterio y de fantasía adivinadora.
Si se nos permite la analogía, diríamos ser aquí González del Valle un orfebre que, con el diamante de su creadora fantasía y su mágica palabra, talla y pulimenta la realidad sensible en lo que de más diamantino lleva ya ésta en sí misma. En su Tratado de orfebrería, dice el famoso Benvenutto Cellini que “no puede tallarse un diamante si no se dispone de otro con el que tallarlo”. Un recorrido por Trujillo: “La encina secular”, “Las Chumberas”. “Las Huertas de Ánimas”. “La Alberca”. “El Pago de San Clemente”. “Las Murallas”. “Las Puertas del Triunfo”, “De San Andrés” o “De Santiago”, “El Rollo”, “La Alhóndiga”, “La Torre de los Bejaranos”, “El Alcazarejo”,”La Torre del Alfiler”, y todo un largo etc., son como diamantes al natural, cuyos más secretos reverberos (que no todos aciertan a descubrir), nos ha alumbrado González del Valle con el diamante de su pasión por la belleza, incentivada dicha pasión por su musa poética. Diríase que su lirismo poético brota aquí de su realística, pero hipnotizadora contemplación de las cosas con que, por Trujillo, fuera tropezando ensoñadoramente.
En Canto a Trujillo, González del Valle es, sí, un idealizador; pero que, lejos de restar realismo a los personajes, monumentos, plazas y calles; les confiere, no sólo, como ya hemos dicho, nueva, sino incluso numinosa existencia. Numinosa, sí: Porque su contemplación de tales realidades es algo así como una visión a lo divino, en la que no se sabe ya donde termina lo subjetivo y dónde empieza lo objetivo, y viceversa. En pocos poemas, como en Canto a Trujillo, se hace tan patente lo que el mismo González del Valle expresara en un poema suyo, que reza así:
“Yo solo, casi nada. Conjugando
desde mí, puedo ser (soy) universo.
Yo penetro en las cosas,
las cosas me penetran:
ellas se me hacen yo, yo nazco en ellas…
Son la vida de mi vida.
quieren, piensan y adoran desde mí,
por mí son ellas;
y en ellas guiña el OTRO.
Por esta conjugación -¡Qué gozo, hermanos! –
yo comulgo las cosas, las cosas me comulgan:
Dios, el hombre, las cosas… ¡Unidad!”.
(Vértice y corazón, Palencia 1.974, p. 44)
Subrayemos este último verso: “Dios, el hombre, las cosas. ¡Unidad!”, por lo que, como sería fácil de adivinar, tiene de cumplimiento en nuestro caso concreto.
En Canto a Trujillo, cada personaje, cada monumento, cada plaza, cada cosa reciben (si así vale expresarse) un rebautismo poético, que ni la historia ni la imagen, como tales, con sus aguas podías conferirles, pero que esperándo estaban se lo confiriese con las suyas un inspirado poeta, tras haber dado renacimiento a esa misma historia, perpetuada en la piedra y objetivada en la imagen, ¿Quién, si no un poeta, podía rebautizar a Francisco Pizarro como
“centauro y fuego— (p. 76)
Y a Francisco Becerra con el sobrenombre de
“padre de catedrales, mayoral
de la piedra y el hierro… ”? (p. 84).
¿Quién, más que un poeta, contemplando a Francisco de Orellana, puede dirigirse a él y decirle:
“….Tus ojos, amarillos
de polvo, de trigales y esteperas,
sueñan un mar azul sobre riberas
de enormes cactus y rosados brillos”? (p. 78).
Y solamente un poeta ha podido rebautizar a un Juan de Tena con el sobrenombre de:
“Buzo de pergaminos. Concha, fuente
de la historia dormida. Bieldo y viento
de sombras. Luz mas luz. Hombre aliento
de Trujillo en la piedra perviviente” (p. 88).
Y seguimos con los ejemplos. Sólo un poeta es capaz de contemplar el Castillo como:
“Frente señera de la hispanidad,
ideas en sillares encarnadas,
anclas al sol y velas desplegadas
de la impaciencia de la cristiandad” (p. 32).
O unas Murallas, calificándolas de:
“Versos escalonados hacia el cielo,
pasos petrificados nube arriba,
costillares de un ímpetu que estriba
sobre las alas de su enorme vuelo” (p. 34).
Frente a una Puerta del Triunfo, con su arco agudo, solamente un poeta era capaz de darle el nombre de:
“…….saeta
del alma de Trujillo disparada,
y oración del camino y de la arada
con figura de arpón y fe secreta” (p. 36).
Y ante la Puerta de San Andrés, solamente un poeta era capaz de ver en ella:
“Más que puerta un abierto corazón
con rumor de amorosas despedidas,
con esquilas de llanto, con heridas
en la carne vivaz de la ilusión” (p. 38)
Frente a la Torre de los Bejaranos, sólo la creadora fantasía de un poeta podía denominarla:
“Lanza cuadrada sobre nube dura,
Cuarteto de un divino trovador,
Escala hacia la luna, erecta flor,
La más erecta al sol de Extremadura”. (p. 50).
Nadie más que un poeta podía dar al Alcazarejo la bella denominación de:
“Cuadratura del sol, vela en el viento” (p. 54).
O al Palacio de los Orellana la no menos bella de:
“Platería de estrellas y de alas,
disfrazada de piedra; filigrana
del bulto y de la sombra; alta ventana
del alma y las pupilas españolas” (p. 60).
Solo un poeta, ante la Torre del alfiler, podía sintonizar con la tal vez más secreta imagen de su constructor, ya que los maestros del arte suelen tener siempre un común punto de partida y de referencia o de llegada:
“Alfiler desprendido de una estrella
se clavó, punto arriba, sobre el suelo,
Es de allá y es de aquí. Es tierra y cielo,
Torciendo y retorciendo una querella…
Es Trujillo que sube, poco a poco.
Tras un astro ideal…..” (p. 62).
Solamente un poeta, a lo González del Valle, podía dar al Templo de Santa María la inspirada calificación de:
“Palmeral de granito bautizado,
bosque de salmos con pasión de estrellas” (p. 110).
Y tan solo un poeta, como González del Valle, tal vez en oración contemplativa, dentro de su sagrado recinto, pudo en el Templo de San Martín exclamar:
“Oh nave capitana, oh palo y quilla
de este imperio de piedra que es Trujillo:
proa y timón a Dios, y un alto brillo
de luna y de bitácora amarilla.
Apuntas, más no llegas a la orilla
de un atrevido afán. Huele a tomillo,
no a juncos, tu costado. Y es sencillo,
casi humano, tu olor a maravilla.
Te quedas en la ruta, no madura
tu obsesión de llegar. Y es tu hermosura
querer ser y no ser, y ser no siendo.
Poco importan tu forma y tu color.
tu misterio está dentro. En tu interior
Dios está eternamente amaneciendo” (p. 114).
Y aquí es donde hay algo que no puede dejar de subrayarse. En efecto, como en los sonetos inspirados por El Berrocal, Huertas de Ánimas, Belén de Trujillo, Puerta del Triunfo, etc., etc., éste que acabamos de transcribir explícitamente fe de cómo en González del Valle (y según reza el último verso de un ya aludido poema suyo) “Dios, el hombre y las cosas… ¡unidad!”.
¿Por qué (preguntamos una vez más) todas estas intuiciones de la imaginación poética han de suponerse menos reales que las de la percepción sensible? Tales imágenes (que, por deslumbradoras, pudieran calificarse de “excesivas”, y que tal vez nosotros mismos no sabemos plasmar, pero que recibimos del poeta) ¿no vienen a ser algo así (valga la expresión) como “drogas virtuales” que nos abren o nos transportan a un mundo de ensueño, sí, pero cargado de realismo y rebosando historia? Alumbradas por el poeta, y por un lector o por un oyente percibidas, tales imágenes poéticas transmiten un supercontenido que (por efímero que pueda calificarlo un psicólogo) no deja de conferir panorámicas y horizontes de inmensidad a las cosas.
Y concluyamos ya. Frente a una poesía puramente virtuosista, nutra o sin horizontes hacia lo alto, la de González del Valle (y Canto a Trujillo no deja de ratificarlo) comporta una clara desvelación, revelación y sentido transcendente de todo lo real, por nuestro poeta intuido y cantado desde dentro y mirando hacia arriba. Cabalmente, por eso, llega, sin duda, Canto a Trujillo a hacer vibrar las más secretas cuerdas de nuestra sensibilidad.
No volverá ya nuestro poeta a inspirarse en ese fascinante misterio y esa volátil alma que definen lo mejor de Trujillo: “su interior”. Pero aquí queda su obra poética confiriéndole, más allá de su muerte, presencia en Trujillo y cercanía. Como Juan Ramón Jiménez, también González del Valle pudiera haber dicho: “Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando”. No sólo los pájaros. En Trujillo seguirán todas sus cosas interpretando a coro sea “música callada”, que tan generosa y tan bellamente acertara a traducir nuestro poeta, para brindárnosla después en estos sesenta sonetos que han venido a dar cuerpo y alma a este ejemplar y modelo de elegancia editorial, titulado Canto a trujillo, que ahí queda también ya para siempre como una “ultra-visión” de tan noble y señorial villa extremeña.