Felipe Lorenzana de la Puente
Sociedad Extremeña de Historia
felilor@gmail.com
XLVI COLOQUIOS HISTÓRICOS DE EXTREMADURA
Lección inaugural. Trujillo, 2017
RESUMEN: Trujillo continuaba presidiendo en el siglo XVIII uno de los cuatro grandes partidos de realengo de Extremadura. Su relieve institucional radicaba en la administración de la herencia recibida, sobre todo en el hecho de haber sido la primera ciudad en representar a la provincia en las Cortes, a mediados del siglo anterior, y constituirse en su primera capital, lo cual revalorizó los oficios municipales e incrementó el control por la Corona. Este control se ejercía a través de los corregidores y alcaldes mayores, de nombramiento real, que tenían enormes responsabilidades políticas y administrativas en el extenso partido trujillano, si bien habían de lidiar con las actitudes no siempre colaborativas de un cabildo de regidores donde se hallaban representadas las principales casas nobiliarias de la ciudad. Las reformas del Despotismo Ilustrado afectaron a la hacienda municipal e introdujeron nuevos oficios en el regimiento, pero coincidieron con una etapa de declive urbano, también en el ámbito de la política municipal. La dinámica institucional no se circunscribió al gobierno local y del partido, sino que se proyectó hacia toda la monarquía gracias a la participación de Trujillo en las Cortes y en la Diputación de los Reinos.
- EL AYUNTAMIENTO EN SU ENTORNO
“Esta ciudad, centro de Extremadura, tan escasa de medios para el cultivo racional como abundante de héroes que la ilustran…”[1].
La frase que introduce la petición elevada en 1783 por el Ayuntamiento de Trujillo a Madrid para que se le permitiese crear una universidad contiene tres afirmaciones que vienen a resumir el devenir de la ciudad durante el siglo XVIII. En primer lugar, asume su importancia geohistórica, pues el ser el centro de Extremadura no refiere tan solo a su posición medular en la provincia sino también a su protagonismo en la vertebración histórica del territorio; en ese mismo sentido, Trujillo nunca omitió en cuanta documentación emitió a instancias superiores que era una de las ciudades de voto en Cortes, y en alguna ocasión se define también como la “llave” de Extremadura desde su supuesta fundación por Julio César, el lugar estratégico desde el cual aquella podía ser dominada[2]. En segundo lugar, la ciudad refiere con orgullo a su pasado épico como cuna de personajes ilustres (“abundante de héroes que la ilustran”), una clara alusión a su protagonismo en el descubrimiento y conquista de las Indias. La defensa que hacía siempre la ciudad de su relevancia histórica era tal que en 1735 se querelló contra Don Benito para que borrase del memorial que entregó al rey encaminado a convertirse en villa que entre sus servicios se contaba el haber venido sus vecinos a “conquistar esta ciudad”, frase que se consideraba en Trujillo injuriosa a su honor y falsa en su narrativa[3]. En tercer lugar, y como contraste a todo lo anterior, Trujllo reconoce escasez de medios para desenvolverse en estos nuevos tiempos que imponen, por ejemplo, una mayor dedicación a la instrucción pública o “cultivo racional”. Aquí radicaba el problema y él será el hilo conductor de este trabajo que se sitúa temporalmente entre 1701 y 1808.
Se puede decir, pues, que Trujillo era en el siglo XVIII una ciudad abrumada por su propia historia, de modo que su dinámica institucional se instala en un precario equilibrio entre las reponsabilidades heredadas que debe asumir, más las presentes, y la precariedad de medios humanos y materiales para estar a la altura de los tiempos. Todo ello en un espacio urbano con tendencia al estancamiento demográfico y económico, lo que vino a agravar la situación. Su población en 1712 sumaba 717 vecinos, la mitad de los que tenía a finales del siglo XVI; según algunas fuentes, acusó un incremento significativo hacia mediados del siglo, si bien el propio Concejo fija su número en 825 vecinos en 1752; en todo caso, en 1791 repetía prácticamente la cifra primigenia: 720 vecinos[4], un comportamiento que en realidad difiere poco del observado en otros núcleos que pudiéramos considerar urbanos en la Extremadura del Setecientos[5]. Sumaba la ciudad, según cuentas del propio cabildo municipal, algunos vecinos más en 1798, pero lo hacía con comentarios tan desazonadores que dan a entender con claridad que son más que los que podían soportar sus recursos: “el total número de vecinos de esta antigua y ruinosa población es de 777”, de los que 304 son exentos y no contribuyen, y en cuanto a los demás son “tan miserables la mitad de éstos que tocan en la clase de mendigos”; el caserío se hallaba, según esta misma fuente, entre la cortedad y la ruina, con buena parte de la población viviendo en caserías y chozos de campo[6].
La riqueza económica dependía en gran medida de la gestión concejil, pues su inmenso patrimonio rústico en forma de dehesas y pastizales de uso común, al que haremos después referencia, era la principal fuente de trabajo de los menos afortunados. No obstante, los sectores laborales presentan en Trujillo porcentajes más equilibrados que en el conjunto de Extremadura. Aunque los jornaleros son más de la mitad de quienes conforman la estructura socio-profesional a finales del XVIII y comienzos del XIX, la abundancia de eclesiásticos, comerciantes, profesiones liberales y letrados dan cierto sentido al sector terciario, aunque destaca muy por delante de los demás el personal doméstico (18% en 1825); mientras que los artesanos suponen una proporción que, según la fuente y el año, se sitúa entre 20 y 36% de la población activa, en cualquier caso una de las más elevadas de la provincia[7].
Aunque el testimonio de 1798 sobre la decadencia de la población que hemos visto arriba forma parte de una petición encaminada a librarse de un alojamiento militar, lo que induce a pensar que los regidores exageraban en sus apreciaciones, lo cierto es que existen estudios que vienen a confirmar que la ciudad apenas creció durante los siglos XVII y XVIII y que la zona de la villa presentaba ya ruinas destacables[8]. Conservaba sus cinco iglesias y nueve conventos, pero habían tenido que cerrarse dos de sus cuatro hospitales. La pérdida de población eclesiástica y nobiliaria incrementaron las dificultades de conservación de sus imponentes edificios, y estas ruinas llamaron poderosamente la atención del más ilustre viajero del siglo, Antonio Ponz, así como de otros visitantes extranjeros y del oidor de la Real Audiencia de Extremadura que visitó Trujillo en 1790[9]. Las fuentes extienden las ruinas a establecimientos concejiles como la cárcel, el archivo de los escribanos, la alhóndiga o Casa de Comedias, las casas de corregimiento e incluso las consistoriales, por no hablar de los viales: “las calles están hechas un asco”, decía el diputado del común Joseph Pajares en 1791[10]. No menos llamativa era la situación de la cárcel ya a la altura de 1718, de la que los presos se escapaban sin gran esfuerzo por el mal estado del edificio y por la falta habitual de un alcaide responsable[11].
La conciencia de decadencia que tenía la ciudad de sí misma se manifiesta con frecuencia en la documentación finisecular. Sus palabras de 1798 aludiendo a “esta antigua y ruinosa población” que hemos visto párrafos atrás pretendían liberar a los vecinos de alojar a casi ochocientos oficiales del ejército que debían reunirse en un congreso sobre nuevas tácticas militares ordenado por el rey. Se agradeció la elección pero se propuso trasladar el cónclave a Don Benito y Villanueva de la Serena, entre otras cosas por estar más habitadas y ser sus vecinos “ricos porque cuasi todos se ejercitan en la agricultura y han florecido por los altos precios de los granos”[12]. En el siglo de la Fisiocracia, el Ayuntamiento de Trujillo sabía que el futuro estaba en la agricultura, pero al mismo tiempo tenía que proteger los intereses ganaderos de la oligarquía y por eso se negaba a facilitar los terrenos de labor prescritos en la legislación del Consejo de Castilla paralela al pleito de Extremadura contra la Mesta[13]. Hay más contradicciones de esta guisa que impedían evolucionar al compás de la nación. También sabía, por ejemplo, que el futuro estaba en las políticas de fomento y por ello abrazó con ilusión la erección de una Sociedad Económica en 1787, pero la misma acabó siendo monopolizada por los grupos tradicionales y se extinguió sin pena ni gloria a la altura de 1802[14]. También sabía que el futuro estaba en la educación y por eso solicitó en 1783 una universidad literaria, que gozaría para su financiación (una propuesta que mejor parece un monumento local al regalismo) de las rentas de cofradías y hospitales suprimidos, sobrantes de obras pías y un beneficio curado de la parroquia de Santa María; y sin embargo, proyecto tan ilustrado encontró un rechazo más propio del arbitrismo barroco por parte de los famosos fiscales de Castilla: “la muchedumbre de personas que dedican sus hijos a la carrera literaria … defrauda en mucha parte la aplicación a las artes, oficios y aún la cultura de los campos, en que no menos se interesa el estado. Y lo que merece mayor consideración es el que, acostumbrándose a este destino … quedan con poca aptitud para dedicarse a trabajos corporales”[15].
Volvamos a la realidad. Las casas consistoriales continuaban ubicadas en la Plaza Mayor, donde se levantaron a finales del siglo XV en plena expansión urbana, pues ya por entonces se había rebasado el límite de las antiguas murallas[16]. Estaban adosadas a ellas otras dependencias concejiles como la casa del peso real y la carnicería. El gobierno municipal estaba en manos de un conjunto de regidores perpetuos pertenecientes a oligarquía local, presididos por el corregidor, que contaba con la ayuda de un alcalde mayor, ambos agentes reales. Las dos partes, regimiento y corregimiento, cuerpo de ciudad y cabeza, trasunto del binomio reino/rey que se juntaba en las Cortes, confluyen o se ayuntan en forma de concejo celebrando dos cabildos semanales, o plenos, a son de campaña tañida, según establecían las ordenanzas locales de 1676. Con el tiempo, y en paralelo a la disminución de capitulares, los cabildos se reducirán a uno a la semana, los viernes, aunque en la práctica no solían convocarse más de dos al mes, como luego veremos.
El trabajo diario correspondía a los dos agentes reales como responsables del gobierno político y de la administración de justicia, a los regidores organizados en comisiones y a los oficiales del municipio. Para determinar las comisiones y la identidad de los oficiales había una fecha clave en el calendario local: el 30 de noviembre, día de San Andrés, en torno a la cual se celebraba –aún se hace- en la ciudad la feria ganadera, una de las más importantes de la provincia. En el pleno de ese día, y según vemos en los libros de Acuerdos, los regidores hacían correr el turno para ejercer la vara de alcalde por el estado de los hijodalgo y la de alcalde por el estado general, y también para elegir a los guardas de montes. Se sorteaban a continuación comisiones de dos capitulares para las tareas de gobierno habituales: administrar las posturas de los abastos esenciales (vino, aceite, pescado, jabón y velas, a veces también el de tocino), portar las llaves del archivo, la correspondencia, el arriendo de los propios y arbitrios, y además salían elegidos dos regidores por mes para evacuar los asuntos cotidianos. Finalmente, y también por sorteo, cada uno de los concejales elegía a los oficiales ordinarios, en número variable conforme transcurre el siglo, que desempeñaban en los empleos municipales: procurador síndico del común, mayordomo de propios, responsable de pesos y medidas, alcalde de la dehesa de los Caballos, alcalde de la dehesa de las Yeguas, capellán, alarife, fieles, receptores de rentas, repartidores de la alcabala, porteros, veedores, alcalde del peso de la harina, depositario del trigo, del pósito, de bellotas, receptor de cortes y quemas, de bulas, marcador y contraste, responsable de la alberca, sellador de paños… Andando el siglo, algunos de estos oficios y comisiones desaparecen al perder la ciudad sus competencias o quedarse obsoletos (como la comisión de propios, o el oficio de guarda mayor, no pocas veces acusado de venderse a los poderosos), y aparecen otros nuevos como el preceptor de Gramática o el maestro de primeras letras. El día de San Andrés también se irá apagando y muchos oficiales serán nombrados en otros momentos del año. Los más decisivos en la dinámica concejil, además del mayordomo, eran los escribanos, en número de dos o tres, pero estos oficios habían sido enajenados y eran propiedad del monasterio de Guadalupe desde 1386; la ciudad, a pesar de intentarlo en repetidas ocasiones, nunca logró recuperarlos[17].
Existían otros oficiales cuyo nombramiento no se hacía por San Andrés ni se renovaban anualmente, bien por ser muy cualificados, bien por requerir de cierto tiempo para sintonizar con la idiosincrasia concejil. Se trata del abogado, el procurador, los médicos, el cirujano, el relojero, el alguacil mayor, el clarinero y el pregonero. Especial importancia tenían el agente de la ciudad en Madrid, cuya misión principal era intermediar entre el concejo y la burocracia cortesana y, junto al abogado, llevar a buen término los negocios y pleitos capitulares. Estas funciones también podían ser cometidas a regidores de la ciudad que residían en la capital y estaban bien situados en la red polisinodial, o por quienes recibían una comisión especial. Pero la constante complejidad que adquiere el mundo de la administración y de la justicia hace que esta práctica entre en desuso en la segunda mitad del XVIII y los regidores sean definitivamente sustituidos por profesionales. Eran tan decisivos que, además del salario ordinario (1.350 reales al año en 1800), eran agasajados con productos locales cuando se aproximaban las navidades o cuando se entraba en la fase decisiva de un contencioso y era preciso disponer voluntades. En 1711, por ejemplo, se mandaban a Madrid “dos arrobas de azúcar esponjado, doce jamones y doce docenas de chorizos para que pueda regalar y obsequiar a las personas que intervienen en dicha dependencia”[18].
El día de San Andrés se practicaba también la costumbre de abonar a los regidores que estuvieran en ejercicio sus salarios, lo que se hacía en especie, en forma de gallinas vivas, costumbre que la ciudad remontaba a una facultad de los Reyes Católicos de 1487, aunque su práctica es anterior[19]. Dependiendo del rendimiento de las dehesas de propios, había más o menos gallinas. Por ejemplo, en 1719 se repartieron 1.512 gallinas entre 17 regidores, mientras que en 1750 fueron 878 y entraron en el reparto, además de los nueve regidores en activo, el corregidor, el alcalde y los oficiales concejiles más relevantes (contadores de rentas, escribanos, contador de propios, abogado); durante algún tiempo (años 1754 y 1755) también se repartieron carneros, en torno a cincuenta. Hechos los repartos, lo que sobraba se entregaba a los conventos y a los pobres. Estos gajes, siempre muy criticados, y que divertían de los propios 6.600 reales anuales en torno a 1764, fueron suprimidos este año por la Contaduría General, pero se logró establecer en su lugar una asignación de 300 reales a cada regidor en activo (había doce) y una ayuda de costa a los oficiales antes reseñados, con lo cual el ahorro fue mínimo y lo único que se logró fue convertir una renta variable en otra fija[20].
Las finanzas locales acusaban a comienzos de siglo un déficit con la hacienda real muy elevado, en torno a los 300.000 reales[21], que no hará sino empeorar por las continuas exigencias de la Guerra de Sucesión. Por una cantidad similar se solicitó un crédito sobre sus rentas en 1706[22], lo que no libró a la ciudad de recibir la clásicas visitas de la tropa armada para cobrar las deudas[23], un procedimiento ya conocido durante la guerra anterior contra Portugal, origen por cierto del brutal endeudamiento que se padecía. La guerra presente duplicó el débito con Hacienda, dejó los propios empeñados y el patrimonio concejil mermado (se cedió a la Corona la dehesa comunal de Mata Bodiona a cambio de una transacción con la deuda fiscal y se tuvieron que vender las andas de plata de la custodia del Corpus)[24]. Su conclusión apenas permitió aliviar el estado de las arcas, que presentaban en 1721 un alcance de 729.763 reales, por lo que no quedó más remedio que plantear la venta de la dehesilla de la Carnicería. La solución, sin embargo, fue solicitar más créditos contra los propios[25], que estaban gravados en 1725 ya con 981.843 reales en virtud de distintas facultades reales; los réditos anuales ascendían a 29.455 reales. La asfixia económica, sin embargo, no impedía que se gastasen cantidades muy crecidas en fiestas y limosnas piadosas, más de mil ducados al año. El intendente se desesperaba por la inoperancia de los capitulares en la gestión de la deuda y les amenazaba con represalias sobre sus personas y haciendas[26], pero esta actitud solo servirá para alentar la desafección de los poderosos por el ayuntamiento.
La deuda total no se va a incrementar mucho en las décadas siguientes, pero tampoco se logró reducirla. Cuando se elaboró en 1763 el Reglamento de Propios, ascendía a 1.064.947 reales; este mismo reglamento estimaba el valor de los propios en 152.435 reales, que procedían del arriendo de treinta y ocho dehesas situadas en el sexmo y dos casas, aunque faltaba por añadir lo procedido por la renta del aguardiente y las penas de cámara; la ciudad quedó autorizada para un gasto de 93.438 reales (generándose, pues, un sobrante de 58.996) y quedó por ello bastante descontenta. Los salarios absorbían el 45% del presupuesto y los corridos de los censos el 34%. El gasto autorizado para fiestas (San Gregorio, San Roque, los patronos San Hermógenes y Santo Donato, la Candelaría y el Corpus) y limosnas (lámpara de Nuestra Señora de la Victoria, la Coronada, la Asunción, cinco conventos, el Hospital de la Caridad y los presos de la cárcel) quedó establecido en 5.335 reales, de los que la mayor tajada se la llevaba el Corpus con 3.000. Los funcionarios mejor pagados, por encima incluso del salario nominal del corregidor, eran los dos médicos (6.000 reales cada uno) y el cirujano (3.300), a continuación el mayordomo (quince por mil del producto de propios, en torno a 2.300) y el guarda mayor de montes (2.200). El salario del preceptor de Gramática quedaba en 1.500 y el del maestro de primeras letras tan solo en 400, y aún los había más pobres[27].
La hacienda local quedó mejor administrada gracias al Reglamento, pero las deudas seguían imponiendo fuertes restricciones en el gasto, lo que impedía pagar con puntualidad a los oficiales y aún a los censualistas, y menos aún afrontar una política de inversiones que adecentara la imagen de la ciudad y la viabilidad de sus infraestructuras. En 1793 el corregidor proponía varias soluciones: solicitar a Madrid una nueva tasación de las dehesas de propios (que podrían rendir más) descargar a los propios de ciertas contribuciones y repartirlas entre los vecinos y forasteros, y por último vender los sobrantes de pastos de las dehesas de los Caballos y de las Yeguas, con lo que podría suprimirse el siempre polémico oficio de guarda mayor de montes y también el de alguacil de campo[28].
Estas propuestas, sin embargo, fueron recibidas con escaso entusiasmo entre quienes, en cambio, no tenían el menor empacho en cargar sobre los fondos públicos los impuestos de los que ellos hubieran sido principales contribuyentes, o vender el patrimonio que pertenecía a todos[29], y que fueron señalados repetidamente como causantes del mal estado de las finanzas locales: los regidores. Ya en los cargos de residencia de 1749 se hicieron variadas referencias a su liberalidad y descontrol en el despacho de los dineros[30], y en 1792 un comisionado por el fiscal de la Cámara de Castilla y el intendente Uztáriz emitió un informe demoledor, al que luego volveremos, en el que se acusaba a los poderosos de gestionar tan mal los propios que éstos rendían menos de lo que debieran; tan solo el arbitrio de la bellota, con la que se engordaban 30.000 cerdos, produciría en justa subasta un valor de 140.000 reales; el archivo para comprobar las cuentas era un desastre y el Reglamento de propios se violentaba continuamente con gastos no autorizados como la compra de cabezas de gigantes, organizar rogativas para el agua, comprar unas nuevas andas de plata, etc.; en lugar de los sobrantes de propios acumulados, que deberían ascender a 450.000 reales, lo que había encontrado en las arcas era un agujero de 1.124.674 reales. En fin, como vemos, la deuda total apenas se había incrementado, pero no deja de llamar la atención la cifra en la que el comisionado estimaba el valor de los ingresos anuales si se diera el justo valor a las fincas y frutos y tuviesen una gestión correcta: 424.000 reales, casi tres veces lo que en realidad se recaudaba[31].
Como vemos, la aplicación de las políticas centralizadoras de los Borbones despojó al ayuntamiento de su autonomía en el manejo del presupuesto, pero la falta de controles seguía dotando al regimiento de suficiente capacidad de maniobra. La instauración de la intendencia extremeña en 1711 apenas aportó novedades, si acaso redoblar la fiscalización sobre las rentas reales que recaudaba el Ayuntamiento, tarea que previamente habían desempeñado los administradores provinciales y los superintendentes. Apenas existían otras instancias de poder con las que el municipio tuviera que compartir su soberanía. Alguna vez se tuvieron diputas jurisdiccionales con el personal de la administración de rentas, pero no parece que fueran muchas[32].
El Ejército de Extremadura y sus exigencias se convertían en una pesadilla en tiempos de guerra, mientras que en tiempos de paz la calamidad se centraba en los alojamientos de tropas, de los que Trujillo, por su ubicación en el camino real, se sentía especialmente agraviado, tanto que su principal reivindicación durante este siglo, aunque frustrada, fuera contar con un cuartel con capacidad suficiente. La instalación de los regimientos de milicia tuvo en la ciudad un éxito sorprendente, tanto que sus novecientos voluntarios la convirtieron en la segunda mitad del siglo en la tercera ciudad extremeña (tras Badajoz y Alcántara) con mayor número de individuos acogidos al fuero militar[33], lo cual, por otra parte, dificultaba la aplicación de la jurisdicción ordinaria encarnada en el corregidor. Por su parte, la Iglesia, un factor de distorsión en la vida política municipal siempre considerable en las ciudades episcopales, tuvo un peso menor en Trujillo. Los mandatarios quedaban lejos, en Plasencia, y aunque no faltaron los roces y pleitos con el obispado (sobre todo los relacionados con los diezmos de las hierbas de los predios municipales y con el uso del grano de las cillas trujillanas del deán y cabildo placentino)[34], y más aún con el poderoso monasterio de Guadalupe (sus términos eran limítrofes, reclamaba su parte en los aprovechamientos concejiles, era arrendador habitual de los propios, participaba en los abastos públicos, suministraba trigo, era propietario de todas las escribanías de la ciudad y no renunciaba a incrementar sus posesiones en ella[35]), las relaciones con el clero local no fueron malas: de hecho, sacerdotes y frailes se citan a veces en las actas capitulares en calidad de mediadores y abogados[36], y los conventos (el de franciscanos en especial) como prestamistas.
Pero era en la jurisdicción donde se manifestaba realmente el señorío de la ciudad y su relevancia en el contexto extremeño. Dicha jurisdicción no es en el Antiguo Régimen un tema fácil de analizar, pues es una realidad cambiante, la terminología confusa, el apoyo cartográfico muy débil y la documentación a veces contradictoria. Se manifestaba a través de círculos concéntricos en los que la autoridad de la capital se ejercía bajo distintas formas. El primer círculo correspondería a la propia ciudad y sus arrabales, en los que el poderío del concejo era absoluto y exclusivo; a continuación estaba la tierra o sexmo, que era el espacio económico conjunto de Trujillo y sus aldeas, muchas de ellas convertidas ya en villas, y donde su jurisdicción era con unos absoluta y con otros acumulativa, y en cualquier caso contestada y litigiosa; el tercer círculo era el del partido o espacio judicial, el término hasta donde llegaba la autoridad del corregidor, que no necesariamente de la ciudad, como representante de la jurisdicción ordinaria, segunda instancia judicial y subdelegado de varios ramos: guerra, montes, etc.; y el cuarto y más extenso círculo era el de la tesorería de rentas o espacio fiscal, que conformaba el distrito en el que se recaudaban los efectos reales que se centralizaban en las arcas trujillanas y se ponían a disposición de la hacienda real o del reino.
Como decimos, la tierra o el sexmo es, usando palabras y términos literales, “jurisdicción y directo dominio” de la ciudad, donde radican sus intereses económicos y los de sus vecinos (dehesas de propios y tierras comunales). Aquí es donde nace lo que el profesor Ladero Quesada ha llamado “vocación de capitalidad”, citando a Trujillo como parte de una consolidada red de núcleos urbanos del centro de Castilla que actuaban como polos de atracción de los entornos rurales circundantes[37]. Se componía su tierra de veinticinco entidades de población, ya fueran lugares o villas[38]. A diferencia de otras sexmerías extremeñas como la de Plasencia, la de Trujillo nunca alcanzó un cierto nivel de institucionalización, con juntas regulares y oficios propios con plena capacidad, lo que no significa que no se reuniesen sus poblaciones para defender sus intereses frente a las imposiciones de la ciudad, siendo la más repetida de éstas intentar cargar sobre las tierras compartidas los tributos y gravámenes que creía pertinentes[39]. Cualquier decisión que tomaran las villas y lugares, como poner un guardia o establecer una multa, debía ser ratificada por la ciudad, mientras que el sexmero y los diputados que nombrara la tierra debían jurar sus cargos en el Ayuntamiento de la capital. Su opinión era siempre que los montes “son privativos de esta ciudad” e incluso se oponía a que el corregidor tomara parte en los contenciosos con la tierra[40]. En efecto, los pleitos fueron continuos, pero los mayores medios e influencias de Trujillo jugaron en su favor; cuando esos medios e influencias dejaron de existir ante la falta de regidores, a la altura de 1803-1804, y el sexmero pudo acceder por fin al archivo municipal a recoger munición para el enésimo contencioso, la tierra ganó el pleito decisivo y la ciudad tuvo que renunciar al arbitrio sobre las treinta y seis dehesas caballerías, un privilegio que disfrutaba desde 1672[41].
El partido sí que era responsabilidad del corregimiento. La identificación entre ambos era tal que, cuando el agente real se despedía de la ciudad, no cesaba su autoridad hasta tanto no hubiera abandonado el último pueblo del partido[42]. Se componía de 56 poblaciones en 1655 y 61 en 1741 (la diferencia estriba en el cómputo o no de ciertas aldeas). Trujillo fue uno de los cuatro grandes corregimientos de realengo de Extremadura junto a Badajoz, Cáceres y Plasencia. Las ventas de lugares y la concesión de villazgos a lo largo de la Edad Moderna fueron muy numerosas[43] y limitaron el alcance de la autoridad corregimental, sobre todo en la elección de las autoridades locales y la primera instancia judicial, pero ésta siguió desarrollándose con normalidad en las competencias delegadas (guerra, hacienda, montes, etc.) y como tribunal de apelaciones. Logrosán fue el último lugar en eximirse en 1792, propósito que la ciudad, ya muy debilitada, conocía desde cinco años antes sin que hiciera mucho por evitarlo[44]; tiempo atrás hubiera desencadenado una guerra.
Finalmente, la Tesorería o espacio fiscal marca los límites de la influencia territorial de la ciudad. Aunque el Ayuntamiento en su momento y la mayoría de los lectores en la actualidad piensen que el relieve histórico de Trujillo estriba en sus hombres ilustres, la verdad es que ninguna otra circunstancia histórica como la capitalidad de este distrito le ha conferido tanta significación. En los comienzos de los tiempos modernos, Trujillo era uno de los dos partidos fiscales (también denominados impropiamente provincias), junto a San Marcos de León, con capital en Llerena, en los que se dividía lo que luego va a ser la provincia de Extremadura, lo que significa que centralizaba las arcas del servicio ordinario y extraordinario y la alcabala. Cuando se creó la provincia de Extremadura en 1655, separándose de Salamanca, se formaron las tesorerías de millones, en torno a las cuales acabarán con el tiempo centralizándose todas las demás rentas. Trujillo logró tres cosas importantes con el voto en Cortes: primero, ser una de las seis ciudades de la provincia con capacidad para nombrar procuradores; segundo, tras el sorteo del turno provincial, ser la primera en hacerlo, por lo que le correspondió la tesorería provincial de millones, la cual mantuvo hasta finales del siglo XVII, lo que viene a significar (en la aún balbuciente organización provincial castellana) el haber sido la primera capital que tuvo Extremadura; tercero, incrementar los límites de su partido con la agregación a su tesorería de otras poblaciones, en concreto las diez del partido de Medellín (entre ellas Don Benito, segunda entidad poblacional extremeña en el XVIII tras Badajoz) y otras ocho procedentes del partido de Plasencia; más adelante se le agregaron las tres del condado de Belalcázar. En el siglo XVIII el partido se diluye en la tesorería, refundiéndose ambos distritos e incrementando las capacidades de los gobernantes trujillanos. En total, con 77 poblaciones, que serán 82 al establecerse la Real Audiencia de Extremadura en 1790, incluyendo desde entonces a Guadalupe y a otras poblaciones orientales, era el partido fiscal más extenso de la provincia (Fig. 1)[45]. No olvidemos, además, que el fisco era un poderoso instrumento de control social y político, y que permitía obviar las jurisdicciones exentas. Ahí tenemos, por ejemplo, al alcalde mayor y corregidor interino D. Joaquín de Tapia y Valcárcel (1728-1731) procediendo contra las justicias y poderosos del estado de Medellín en la averiguación de diversos delitos[46].
Fig. 1: Mapa de Extremadura de 1790 (elaboración propia)
2. CORREGIDORES Y ALCALDES MAYORES
Desde fecha temprana, segunda mitad del siglo XIII, tuvo Trujillo corregidores; la presencia de arcas reales, la importancia económica del término, la magnitud de sus distritos y la circunstancia arriba descrita de ser una de las ciudades de voto en Cortes y primera tesorería provincial, de la que era responsable último el corregidor a falta de administrador, no hicieron sino incrementar durante los siglos XVI y XVII el celo de la Corona por asegurar el nombramiento de corregidores y alcaldes competentes, mucho más teniendo en cuenta el poderío del regimiento trujillano que habían de presidir[47]. Recordaba el intendente de Extremadura a los regidores en 1718 la imagen idílica de “el cuerpo que resulta de la unión de VS con su corregidor, ser éste cabeza según el ministerio en que el rey le ha puesto y enseñar la naturaleza que cuando la parte principal padece, los demás miembros acuden inmediatamente a su socorro para libertarla del riesgo que amenaza”[48]. Poco caso le hicieron.
Un total de 29 corregidores pasaron por Trujillo entre 1702 y 1808, ejerciendo durante tres años y diez meses de media cada uno, un tiempo ligeramente superior al registrado en la segunda mitad del siglo anterior; no olvidemos que a partir de 1784 el empleo pasó de ejercerse durante un trienio a hacerlo durante un sexenio[49]. El tiempo real de ejercicio es menor: el cálculo está hecho tomando como intervalo las fechas de posesión, pero lo normal es que el corregidor cesante, como veremos, abandonase la ciudad antes de que llegase el nuevo. Tan sólo uno fue prorrogado en el empleo, D. Bernardo de Torrejón y Velasco (1752-1759), oficial que había cosechado excelentes informes en sus destinos anteriores y que incluso escribió un libro[50], al tiempo que otros cuatro terminaron el mandato antes de tiempo por fallecimiento (D. Pablo Antonio Becerra en 1744, D. Manuel de Silva en 1745, D. Miguel Crespo en 1752 y D. Antonio de Zambrana en 1764). Otros dos también se fueron pronto: A D. Pedro Varona lo cesaron en 1706 cuando se evaporó “intempestivamente” ante la cercanía del ejército austracista durante la Guerra de Sucesión, y D. Urbano de Ahumada cesó al año de su nombramiento (1728) para integrarse en el Consejo de Hacienda. Aparte de los titulares también ejercieron otros seis corregidores provisionales; dos de ellos fueron jueces de residencia, abogados, que llegaron a presidir algún pleno, y los cuatro restantes regidores habilitados oficialmente para desempeñar funciones de corregidor ante la desaparición o marcha del titular. Estos últimos casos se dieron en su totalidad antes de 1739, cuando Trujillo disponía aún de un regimiento poderoso y sus miembros, al parecer, eran preferidos al alcalde mayor para estas funciones, si bien éste tenía la facultad de sustituir al corregidor en cualquier momento. En todo caso, los corregidores provisionales tan sólo ejercieron una media de cuatro meses.
Todos los corregidores titulares excepto dos fueron de capa y espada. Su extracción social era bastante afín a la de los regidores, predominando la pequeña nobleza y los oficiales medianos del ejército. Así, tenemos a siete militares, dos de ellos coroneles (D. Joseph de Avellaneda y el marqués de Espinardo, 1710 y 1736 respectivamente) y los otros cinco capitanes de caballería. En comparación a lo ocurrido en la segunda mitad del XVII, destaca ahora la abundancia de militares, si bien se trata de un fenómeno propio de la primera mitad del XVIII, pues el último corregidor castrense llegó en 1744; en plena Guerra de Sucesión, los regidores solicitaron el grado de coronel para el corregidor para así poner orden en los alojamientos militares, pues los alojados “se adelantan con el motivo de decir que no es su juez el señor corregidor”[51]. La nobleza titulada tan sólo tuvo un exponente, el ya referido marqués de Espinardo, pero hay siete caballeros de hábito y tres señores de vasallos. En cuanto a los oficios desempeñados con anterioridad, además de los corregimientos, se computan cinco regidores, dos antiguos procuradores de Cortes, un diputado y cinco individuos relacionados con la burocracia cortesana (un gentilhombre del rey, un caballerizo de la reina, un consejero honorario de Hacienda, un oidor de la Chancillería de Santa Fe y un miembro de la Contaduría Mayor de Hacienda). El hecho más significativo que constatamos es que el perfil socio-profesional de los corregidores de la primera mitad del siglo es bastante más elevado que el de la segunda mitad: acumulan más títulos y oficios y éstos son más relevantes, lo cual puede entenderse como un síntoma de la pérdida progresiva de reputación del Ayuntamiento trujillano en el contexto castellano, o bien como una prueba de la apuesta de la Cámara por un tipo de oficial en el que se valoraban otras cualidades distintas al abolengo y la milicia. Refuerza la primera hipótesis el hecho de que la vara trujillana fuera considerada de primera clase o de entrada en la reforma de 1784 (la inferior de las tres categorías), por lo que a partir de entonces los agentes reales no proceden ni serán destinados a ciudades importantes, lo cual sí ocurría antes.
En cuanto a los corregidores letrados, los dos que tuvo Trujillo son los que cierran el listado (D. Manuel Pérez de los Ríos, 1801-1807; D. Antonio Martín Rivas, 1807-1808), ambos con las titulaciones de doctor en Derecho y abogado, y en el caso del primero también la de profesor de la Universidad de Salamanca. La ciudad había solicitado en 1796 reunir en una sola persona las dos varas de corregidor y alcalde por la imposibilidad de mantener sus dotaciones con un mínimo de decoro; el personero, que lideraba esta iniciativa, propuso que la vara resultante fuera letrada, pero los ediles preferían que se mantuviese la clase de capa y espada porque la ciudad ha estado siempre mejor gobernada con los corregidores “de conocido lustre”, y también por prestigio, por creerse “análogo a la de ser una de las de voto en Cortes”, dejando entrever que la ignorancia que los caballeros manifestaban de las leyes no era un impedimento, antes bien, solían despachar con mayor prontitud que los alcaldes los asuntos del juzgado[52]. Posiblemente sea ésta una opinión interesada, pero no es la única que hemos hallado alusiva a que el juzgado del corregidor funcionaba mejor que el del alcalde. La Cámara, como era lógico, prefirió nombrar a partir de 1801 letrados, una situación novedosa en la ciudad y que se saldará con continuos conflictos entre las partes constituyentes de la corporación[53], tanto que la ciudad volverá a pedir la reinstauración de las dos varas (“aunque fuesen malos, se temían, se refrenaban mutuamente y formaban un equilibrio del poder muy favorable a la libertad de los vecinos”[54]) Esta fue la puntilla al declive del corregimiento trujillano.
Las delegaciones más usuales cometidas a los corregidores fueron las de capitán de guerra y superintendente (desde 1791 subdelegado) de rentas; no nos consta que fueran lo primero cinco corregidores: los dos letrados ya citados, D. Manuel de Silva (quien era en todo caso capitán de caballería), D. Martín de Rojas y D. Manuel de Vega (consecutivos entre 1776 y 1784); no nos consta que fueran lo segundo otros cinco: los tres corregidores que sirvieron entre 1705 y 1709 (D. Pedro de Varona, D. Tomás Moreno y D. Enrique Ponce), D. Manuel de Vega y D. Juan Cervera (consecutivos entre 1780 y 1791). En algunos casos es posible que se omita citar o insertar los títulos de las delegaciones en los libros de Acuerdos y realmente tuvieran estas competencias. La delegación de montes aparece algunas veces en los títulos a partir de 1762 (en tres en concreto); en otras ocasiones se cita al gobernador de Almadén como subdelegado de montes con jurisdicción en el partido de Trujillo, e incluso se cita al superintendente general de montes y plantíos, en Madrid, como persona competente para confirmar los nombramientos de guardas en los años ochenta y para nombrar en derechura al guarda mayor. Otro ejemplo de cómo la centralización fue vaciando de funciones al Ayuntamiento.
Tampoco suele referirse la procedencia de los corregidores y su destino después de servir en Trujillo, por lo que los datos disponibles se han obtenido de noticias indirectas y de consultas bibliográficas variadas. Conocemos hasta el momento diez procedencias y trece destinos y aparecen en ellos las ciudades de voto en Cortes un total de diecisiete veces (Cáceres o Plasencia se repiten en siete ocasiones), siempre antes de 1784. Esto significa, como antes hemos comentado, que con antelación a la clasificación efectuada entonces de la vara trujillana como de entrada, ésta participaba de una especie de circuito privilegiado formado por las capitales provinciales, primando generalmente un criterio de proximidad.
El análisis de los alcaldes mayores siempre es más sencillo por la homogeneidad que presenta el grupo, pues todos fueron licenciados en Derecho y abogados. Su formación académica e intelectual era superior a la de la mayoría de los corregidores, pero habían de estar sujetos a sus dictados, lo que no todos, como veremos, acataron. Hasta la supresión de esta vara en 1799 y su agregación a la de corregidor pasaron por Trujillo veintiocho alcaldes, uno de ellos interino, y un teniente de alcalde. El nombramiento de este teniente, en 1728, estuvo motivado por la circunstancia de tener que asumir el alcalde titular el corregimiento durante casi dos años tras el traslado precipitado de D. Urbano de Ahumada al Consejo de Hacienda. Hubo otros cuatro alcaldes que fueron nombrados corregidores interinos debido al fallecimiento o cese del titular, sin que volviera a recurrirse a la figura del teniente. Como ya hemos dicho, el alcalde podía sustituir en cualquier momento al corregidor cuando éste se ausentaba temporalmente; la diferencia es que, si obtenía el título de corregidor interino cobraba el salario del titular, mucho más jugoso.
Los alcaldes confirieron estabilidad y consistencia legal al gobierno local, pues le asesoraban en todas las cuestiones legales y garantizaban la continuidad de la autoridad real, pues se ausentaban menos que los corregidores. Hubieron de ser también más jóvenes, pues hay menos noticias de achaques y licencias por enfermedad, y sólo dos de ellos fallecieron mientras ejercían. El tiempo medio de mandato se ha calculado en tres años y cinco meses; recordemos que hasta 1749 fueron nombrados por el corregidor y sus ejercicios corrían en paralelo; desde entonces serán nombrados por la Cámara de Castilla y su ejercicio no tenía por qué ir necesariamente asociado al de los corregidores. Al igual que éstos, desde 1784 serán nombrados para un mandato de seis años. De los dieciocho destinos y procedencias conocidos, las ciudades de voto en Cortes aparecen también con frecuencia (once veces), mientras que las ciudades y villas extremeñas lo hacen en seis ocasiones.
El criterio de proximidad a la hora de nombrar y remover corregidores y alcaldes no incluía a vecinos de la ciudad, pues como es lógico se intentaba evitar individuos que congeniasen (o estuvieran enfrentados por cualquier causa) con los regidores. Tan sólo nos consta que esta regla se rompiese una vez, y fue con el nombramiento del licenciado D. Pedro Tomás de Alcoba y Medina como alcalde mayor interino en 1753, cesando al año siguiente con la llegada del titular; su carrera profesional es digna de narrativa: había sido alcalde de Cáceres (1740), de Plasencia (1744) y de Tortosa (1751), el primero no catalán que ejerció en esta ciudad, a la que volvió tras la experiencia trujillana si damos por buena la fecha que se ha ofrecido de su cese, 1755[55]; experiencia que no hubo de desagradarle, pues al año siguiente adquirió un título de regidor en Trujillo por seis mil reales. De la jurisdicción de la ciudad, en concreto de Garciaz, procedía D. Diego Sánchez de León, alcalde entre 1724 y 1728, y que lo había sido antes de Badajoz. Y de la provincia fueron los corregidores D. Matías Crespo Suárez (Badajoz), 1717-1720; D. Diego de Tenza Vera y Fajardo (Mérida), 1736-1739; D. Pablo Antonio Becerra Monroy (Cáceres), 1740-1744; y D. Manuel de Silva Figueroa (Badajoz), 1744-1745. Estos dos últimos fallecieron en Trujillo. Alcaldes extremeños, además de Alcoba y Sánchez de León, lo fueron también D. Antonio Moriano (Mérida), 1736-1737, y D. Joseph García de Peñalosa (Montánchez), 1737. Finalmente, la aportación de la nobleza y los letrados trujillanos al gobierno de otras ciudades extremeñas a lo largo del siglo XVIII se concretó, según nuestras fuentes, en cuatro casos: los corregidores D. Antonio de Orellana y Tapia y D. Fernando de Mendoza Híjar (ambos destinados a Plasencia en 1707 y 1744 respectivamente[56]), el alcalde D. Diego Quílez de Castro, nombrado por Orellana para acompañarle a Plasencia, y el juez de residencia D. Pedro Vicente de Ullauri, destinado a Cáceres en 1762. De nuevo volvemos a una constante, cual es el menor interés que tiene la segunda mitad del siglo, siendo notoria entonces la ausencia de extremeños en la administración territorial, algo que hemos constatado también en los listados de agentes reales de otras ciudades, una tendencia que sólo cambiará con la llegada de D. Manuel Godoy al valimiento[57].
El salario nominal del corregidor al nacer el siglo era de cien mil maravedíes, y la mitad el del alcalde[58], lo mismo que cincuenta años antes. Sin embargo, derechos sobre condenaciones y otros de carácter judicial, dietas, visitas, administración de rentas, reparto de gallinas y otras ayudas de costa podían hacían incrementar bastante esas percepciones. Lo difícil es saber cuánto, y también cuándo se cobraban. Por ejemplo, en 1718 se reducen estas percepciones dentro del programa de minoración de gastos, de forma que el alcalde se quedó sin su ayuda de costa general y el corregidor se la redujo a la mitad (eran otros cien mil maravedíes para el corregidor y treinta mil para el alcalde)[59]. Pero sabemos que este recorte no duró mucho. El reglamento de propios de 1763 establece el salario fijo del corregidor en 2.947 reales y 6 maravedíes, y el del alcalde en 2.176’16[60], por lo que comprobamos que apenas se habían incrementado, sobre todo el del corregidor; está claro que ahí no se incluyen sus complementos, porque no se explica que cobren menos que los médicos y que el cirujano. Datos posteriormente consignados nos dicen que su salario fijo ascendía a 5.550 reales sobre los propios, más trescientos por adealas o gallinas, más otro salario de cuatro mil reales que le satisfacía Hacienda como subdelegado de rentas del partido, más una tercera nómina de 7.958 reales en caso de encabezamiento de las rentas de la ciudad y el trabajo de registrar los ganados que acudían a la feria de junio, y una última percepción de 1.500 reales por el registro del ganado de cerda que entraba en los comunales de todo el sexmo, y que le pagaban los granjeros. En total, 19.258 reales, una cantidad más acorde a la de un alto funcionario de la monarquía. Al alcalde sí se le reconocía en el reglamento como salario fijo la ayuda de costa de treinta mil maravedíes, pero no las adealas, que cobraría aparte, y aún así el guarda mayor estaba mejor pagado que él. Las quejas del antequerano Miguel Fernández de Zafra ante el Consejo, y el hecho de que el juzgado apenas le dejase dividendos, entre otras cosas porque se los quedaba impropiamente el corregidor, como más de una vez se denunció, motivaron que en 1767 se le subieran sus haberes en 1.470 reales y 20 maravedíes (total, 3.647 reales) menos de la mitad de lo que estimaba justo para igualar lo percibido en su anterior destino, Gerona, pero más de lo que le hubiera gustado gastar a la ciudad[61], que ya hemos visto pedirá el consumo de la vara a finales de siglo. La Cámara de Castilla acabó fijando en los títulos de nombramiento de estos oficiales el salario que debían percibir para evitar equívocos. El último alcalde de Trujillo, según consta en su título, debía cobrar 4.400 reales sobre los propios más los derechos inciertos que le correspondieran[62].
Si los salarios fueron durante todo el siglo un motivo de discusión entre corregidores, alcaldes y regidores, no menos lo fueron las fianzas que los dos primeros estaban obligados a ofrecer en cuanto tomaran la posesión a fin de cubrir sus responsabilidades en los juicios de residencia. Fieles a los códigos de honor caballerescos, los agentes reales consideraban un desafuero que la ciudad se las exigiera (el alcalde Juan Antonio Aguiar expresaba en 1752 que pedírselas era “sonrojarle”), y ésta no solía hacerlo como muestra de confianza, pero se guardaba bien las espaldas: ni hacía constar esta anuencia en los libros de Acuerdos ni tampoco dudaba en exigirlas en cuanto ambas partes tenían el primer percance, y es en ese momento cuando surgía el conflicto[63]. El procedimiento no había cambiado a la altura de 1805: obligado el corregidor Pérez de los Ríos por la Audiencia a presentar fianzas tras un tortuoso gobierno, el marqués de la Conquista, alférez mayor y primer voto en el regimiento, depositario de los códigos de honor aristocráticos, las admitió sin verlas, pero los regidores añales las examinaron a conciencia y las rechazaron tras observar varias irregularidades, por lo que hubo de presentar otras nuevas[64]; tres años antes, la ciudad le había dicho “que jamás fue su ánimo exigírselas … por ser de costumbre inmemorial no haberlas exigido a sus antecesores … y que desde luego se hacían cargo de cualquiera responsabilidad que les pudiese sobrevenir por no exigirlas, mediante a la conducta y desinteresado manejo con que se portaba su señoría”[65]. En más de una ocasión, las fianzas fueron utilizadas como armas arrojadizas contra aquellos alcaldes y corregidores que se empeñaban en fiscalizar la labor de los capitulares.
Los Acuerdos nos informan de que catorce de los corregidores (la mitad de todos los que ejercieron) y seis de los alcaldes (el 20%) vivieron situaciones conflictivas con los regidores e incluso entre sí. Esto último estaba motivado por la confusión de competencias; el corregidor era la primera autoridad pero los alcaldes, como expertos en leyes, sabían que la jurisdicción de ambos era la misma y difícilmente divisible. Bien claro se lo dijo el licenciado D. Joseph de Perete al alférez mayor, el marqués de la Conquista, cuando éste quiso preferirle y sentarse junto al corregidor en 1778: “[ambos] forman una cabeza y que su jurisdicción, autoridad y representación es la misma”[66]. Y también el alcalde Marcos González a su corregidor en 1794, al indicarle que no era “un juez pedáneo suyo”; claro que su exceso de celo para hacerse respetar le granjeó la enemiga de los escribanos y alguaciles, a los que pretendía alejar del corregidor, y que le acusaron de estar siempre “perturbado del vino”; por su parte, el corregidor señalaba que el origen de los males, o “de su ojeriza”, era que los vecinos acudían a su tribunal y no al del alcalde[67]. Los casos de disputa entre ambos agentes reales son relativamente frecuentes, y por lo general era el alcalde, con menos apoyos, el que llevaba las de perder.
En los conflictos con el regimiento, el tema de las fianzas, como hemos visto, era el motivo más frecuente, pero casi siempre formaba parte de otro más grave. Lo peor que podían hacer los agentes del rey era cometer abusos de autoridad o alterar los inveterados procedimientos de los regidores en el gobierno urbano. Seleccionemos algunos episodios. El corregidor Íñigo de Aranguren se granjeó la enemiga del capítulo al mandar encarcelar en 1705 al regidor D. Antonio de Tapia cuando más necesario era en los menesteres bélicos; y su alcalde D. Juan Bautista Banfi hizo lo propio ese mismo año cuando ordenó disparar, causándole la muerte, a un vecino que intentaba huir cuando era llevado preso, hecho que produjo un motín popular; para calmar los ánimos de los vecinos, el corregidor encarceló al alcalde y posteriormente fue enviado a Madrid[68]. Su sucesor, Ponce de León, fue acusado en 1709 de injerencias en la administración de alcabalas en perjuicio de la libertad que habitualmente habían tenido los regidores comisionados. Al alcalde Aguiar (1752) se le ocurrió husmear en las cuentas del pósito y rápidamente fue reprobado y sus fianzas exigidas. El corregidor D. Bernardo de Torrejón recibió en su posada, en 1757, la visita intempestiva (“acudieron de tropel”) de un grupo de regidores descontentos por haber mandado librar unos dineros al alcalde sin preceder acuerdo de la ciudad, acusando aquel a su vez a los regidores “que tenían bastante que disimular”; antes habían discutido por un reintegro al pósito, la facultad de nombrar alguacil mayor y la concesión de licencias de cortes y labores en los montes. D. Martín Joaquín de Rojas (1778) se enfrentó a toda la bancada capitular cuando quiso sustituir al abogado, que consideraba apasionado del regidor decano y propicio a encubrir corruptelas. Y D. Manuel Pérez de los Ríos (1802-1805) se negó a ejecutar la orden de que se procediera a la elección de regidores anuales para poder gobernar sin oposición; fue un conjunto de siete vecinos los que le denunciaron por sus arbitrariedades y lograron su suspensión por la Real Audiencia.
También existió la acusación inversa, esto es, la de connivencia de los agentes reales con los regidores para que estos pudieran actuar con absoluta libertad; lo que ocurre es que rara vez se denuncia esto en los Acuerdos, al menos hasta que llegaron los diputados del común y el síndico personero en 1766. De forma que el personero de 1772 acusó al corregidor D. Domingo Adorno de estar coaligado con los capitulares para no permitirle desempeñar el cargo con independencia y poder denunciar las corruptelas. Lo que estaba claro era que los corregidores necesitaban la infraestructura material y funcionarial del Ayuntamiento para poder gobernar, pues medios propios no tenían para hacerlo, y aquella dependía del regimiento, por lo que no era buena idea fomentar querellas y disensiones[69]. Una vez desatado el conflicto, los capitulares podían contar con la complicidad de los otros caballeros y de los vecinos, pero los corregidores se quedaban solos. Un instrumento de organización de los regidores y caballeros que utilizaban para coaccionar a los corregidores que no se avenían a sus deseos eran las juntas, tal como se explicaba en el caso que vamos a ver a continuación, las cuales se convocaban “para cualquier cosa que se les ofrece a cualquiera de ellos, así fuera como dentro del ayuntamiento, empeñándose con las justicias de tal suerte que cualquiera juez que corre con cualquiera de los de la junta corre con todos y consiguen del todo lo que ellos quieren”.
El conflicto más grave, y que resume a la perfección los motivos y las tramas de implicados en los conflictos entre corregidor y regimiento, ocurrió durante del gobierno de D. Matías Crespo (1717-1720), a quien se le imputaron múltiples desafueros en su forma de gobernar, como nombrar oficios que no le correspondían, minorar los sueldos de los oficiales y regidores, intentar fiscalizar las cuentas de propios, etc. En definitiva, que era una persona severa en el cumplimiento del deber y honrada: “estando bien querido el dicho corregidor de todos los pobres, están opuestos a él los caballeros porque no lo han manejado como a otros corregidores … lo han perseguido y le han tenido grande odio por ser el dicho corregidor muy recto en la administración de justicia”. Se hicieron las consabidas juntas, “todos parientes y regidores”, según un testigo. La reacción del público, animado por algunos regidores, por la nobleza local (en la que destacaba el marqués de Sofraga), por miembros del clero, letrados, etc., fue organizarle a la una de la madrugada un “fuego de la mariquilla con cencerros” a las puertas de sus casas, una especie de escrache moderno, “que se reduce a prorrumpir en voces infamatorias contra el honor de ese ministro”, algo que al parecer formaba parte de la tradición: “un estilo antiguo en esa ciudad, practicado con suma libertad de sus vecinos con otros corregidores y ministros de justicia”. El regidor que señalan todos los testigos como más “bullicioso” era D. Antonio de Eraso, líder del numantinismo capitular durante casi toda la primera mitad del siglo, del que se decía que “lo que intenta o quiere dentro y fuera del ayuntamiento, lo consigue … y que en esta ciudad se teme en disgustarle por la mano y el poder que tiene”. Lo curioso del caso fue que los regidores acusaron al corregidor de haber inducido al altercado por su comportamiento, y todo hace pensar que los sospechosos de mayor postín, a pesar de la investigación abierta por jueces foráneos, entre ellos el intendente, a quien no le cabían dudas de la implicación de los regidores, salieron incólumes. De hecho, ya se ocuparon los regidores de convencer al alcalde para que se abstuviera en las investigaciones y de apartar del lado del corregidor a cualquier vecino que le sirviera; uno de ellos relataba así las amenazas que tuvo que oír: “porque el corregidor se iría y el testigo se quedaría odiado del pueblo por haberle asistido”[70].
Por otra parte, los regidores tenía una facilidad tremenda para anular las medidas del agente real que no le agradaban una vez se despedía éste de la ciudad. La minoración de salarios del corregidor de la “mariquilla”, D. Matías Crespo, fue derogada en 1720, y el abogado que nombró el corregidor Rojas en 1778 fue despedido después por unos capitulares “resentidos” que no habían aprobado su designación, acusándole de no haber defendido a la ciudad en una causa que tenía contra el anterior mayordomo, suegro suyo; en su lugar nombraron como abogado al actual mayordomo, un caso clamoroso de incompatibilidad[71].
Finalmente, tenemos que indicar que el procedimiento de relevo de los corregidores no estaba reglamentado, lo que permitía que cada uno hiciera lo que estimase oportuno. Lo normal era abandonar la ciudad al cumplir el trienio o conocer el nuevo destino, sin esperar a su sustituto, incluso a veces solían pedir licencia para retirarse a sus casas durante un intervalo. La ciudad no ponía inconvenientes siempre que estuviera afianzado o no hubiera sospecha de irregularidades que pudieran comprometerle en un juicio de residencia. Sin embargo, los alcaldes no podían hacer lo mismo porque necesitaban licencia del corregidor para abandonar la ciudad, más bien les tocaba sustituirlos hasta la llegada de un nuevo titular, que podía tardar semanas, incluso meses. Sobre la identidad del nuevo solía dar noticia, y algún juicio de valor, el agente de la ciudad en Madrid, por lo que los regidores ya sabían lo que les esperaba[72]; era en la corte donde en teoría habían de jurar el cargo, pero si suponía mucho trastorno podían solicitar hacerlo ante el obispo de Plasencia. Llegado a la ciudad, le recibían dos regidores “que a su nombre y con la decencia que corresponde a la misma ciudad, le visiten, cumplimenten y asistan”; si el corregidor saliente permanecía en la ciudad, éste invitaba a comer o a cenar, dependiendo de la hora de llegada, y si no era la ciudad quien se ocupaba de ello. Cuando el corregidor o el alcalde fallecían en Trujillo, la ciudad, normalmente sensibilizada por sus presuntas estrecheces y amplia parentela a su cargo, se hacía cargo de los gastos de entierro y en alguna ocasión consta que se organizaba un funeral por todo lo alto, con la asistencia del cabildo eclesiástico y varias comunidades de religiosos[73]; sin embargo, e independientemente de lo que hiciera cada capitular, el protocolo no contemplaba la presencia del regimiento, esto es, de la ciudad como corporación, quizá por su afán de mantener las distancias con el delegado regio incluso más allá de la muerte[74].
III. LOS REGIDORES
Trujillo tenía entre treinta y tres y treinta y cinco -según la fuente y el cálculo- oficios de regidores perpetuos al comenzar el siglo XVIII, y sin embargo cien años después no se podían celebrar plenos por falta de asistentes, constituyendo otro ejemplo -extremo en este caso- de la decadencia a la que se vieron abocados muchos de los concejos españoles de esta centuria, sobre todo en su segunda mitad. Vayamos con los datos y luego intentaremos explicar el fenómeno.
Entre 1701 y 1808, y obviando las lagunas documentales (faltan libros de Acuerdos de catorce años y los de otros ocho están incompletos), se presentaron en el pleno del Ayuntamiento un total de setenta y dos títulos de regidores, pero si descontamos los que no pertenecen a ese grupo de treinta y tantos, es decir, los que no son perpetuos y fueron designados por causas excepcionales (regidores de providencia y regidores anuales), el total de títulos se reduce a cuarenta y uno; el ritmo va decreciendo conforme avanzamos en el siglo, de forma que a partir de 1766 sólo se anotan seis. Como los títulos son de propiedad privada, el regidor que cesa tiene libertad para transmitirlo; algunos, pero pocos, van de padres a hijos (ocho casos), otros entre hermanos (cinco), entre familiares diversos (nueve), y en el resto (diecinueve) aparentemente no hay relación de parentesco entre titular y anterior.
Hay que diferenciar entre la propiedad y el ejercicio del oficio, pues a veces el propietario no es quien lo ejerce, lo que ocurre en la mitad aproximada de los casos, de lo que se deduce que la mitad de los regidores trujillanos no eran dueños del oficio, sino que lo detentaban por el tiempo de la voluntad de aquellos. Esta circunstancia se relaciona con la forma de transmisión: son traspasos definitivos y por tanto se cede en ellos la propiedad cuando media una herencia (quince casos), una compraventa (un caso), o una renuncia formal ante notario (tres casos); y son traspasos provisionales cuando el propietario tiene facultad de nombrar un teniente que sirva por él (un caso), cuando lo renuncia reservándose la propiedad (suelen ser alquileres encubiertos, lo que era ilegal; tenemos diez casos) o cuando el propietario es menor o mujer y cede el oficio a otra persona hasta tanto el niño alcanza la mayoría de edad o bien la mujer se casa y entonces pasa, en teoría, al marido (son los llamados traspasos por incapacidad, tenemos once casos y también aquí puede haber cesión lucrativa). Un regidor interino, sin embargo, puede pasarse toda la vida sirviendo un oficio del que no es dueño, dada la falta de interés del propietario por recuperarlo, e incluso continúan ejerciendo una vez fallecido o alcanzada por aquel la mayoría de edad[75]; de hecho, en Trujillo el tiempo medio de ejercicio de los interinos (veinticinco años y siete meses) es superior al de los regidores propietarios (veinte años). En cualquier caso, es mucho tiempo y denota una clamorosa falta de renovación del consistorio, que además de corto estaba muy envejecido[76].
A diferencia de otras ciudades como Badajoz o Plasencia, en Trujillo apenas había oficios preeminentes. Los que fue ofertando la Corona durante el siglo anterior los fue consumiendo la ciudad con su propio dinero y de esta forma evitó crear distinciones en el interior de un regimiento muy propicio ya de por sí a la división. Tan sólo tenemos al alferazgo mayor, propiedad de los marqueses de la Conquista por compra que de él hiciera en 1566 D. Francisco Pizarro por 2.812.500 maravedíes, el segundo más caro de los que se vendieron entonces, por debajo del de Sevilla y por delante del de Madrid[77]; su titular se sentaba a la derecha del corregidor o alcalde en las sesiones plenarias, tenía derecho a entrar en ellas con armas, a nombrar teniente y a tremolar el pendón de la ciudad cuando viniera al caso. Debido a estas prelaciones y a la soberbia con la que las exhibían, los marqueses tuvieron muchos roces con otros ediles, sobre todo con los alcaldes mayores y los regidores decanos, con los que disputaba lugar preferente en los actos públicos y el derecho a sustituir al corregidor. La toma de posesión del alférez D. Pedro Pizarro Godoy en 1735, tras heredar de su tío un oficio que llevaba mucho tiempo sin inquilino, fue contradicha por enviar a un apoderado a cumplimentar el trámite en lugar de hacerlo en persona, y tampoco se le permitió entrar con espada; dieciocho años después, cuando el oficio recayó en D. Fernando María de Orellana y Pizarro, éste fue instado a justificar documentalmente sus preeminencias. Había otro oficio, aunque acabó vacando, que tenía también el derecho a nombrar teniente: el de depositario general con voz y voto en el Ayuntamiento, propiedad del ducado de Peñaranda[78].
La mayoría de los regidores trujillanos pertenecía al estamento nobiliario. Destaca la fuerte presencia de títulos de Castilla: el marqués de San Miguel (posesión en 1702), el duque de Peñaranda (y otros siete títulos más, y el señorío de cuarenta y ocho villas y valles, posesión en 1703, aunque ejerció mediante teniente), el marqués de Lorenzana (1713, 1751), el de la Conquista (1735, 1760), el de Santa Marta (1747, 1759), el de la Matilla (1747) y el conde de Oliva (1736, 1777); cuatro de ellos lograron traspasar el oficio al menos una vez a lo largo del siglo y los otros tres fueron absentistas natos. Además de estos, otros cuatro regidores eran señores de vasallos (D. Pedro Joseph de Chaves, señor de Maderal y Castroverde; D. Fernando Joseph de Orellana Pizarro, señor de La Cumbre; D. Fernando de Mendoza Híjar, señor de la Casa de Ribera; y D. Antonio de Eraso, señor de Plasenzuela, Guijo y Abilillas). Tenemos también seis militares: un brigadier (D. Pedro de Loaisa, marqués de la Matilla), un coronel (el primer marqués de Lorenzana) y cuatro capitanes (los ya citados D. Pedro Joseph de Chaves y el conde de Oliva, más D. Jacinto María Saz y D. Antonio Risel). Como se sabe, la identificación entre la nobleza y la milicia formaba parte de las consignas mentales y simbólicas en la representación de la sociedad estamental, pero en realidad el espíritu marcial estaba de capa caída, mucho más en localidades alejadas de la frontera como Trujillo[79]. Sirva como ejemplo la convocatoria obligatoria para ayuntamiento en 1707, en plena Guerra de Sucesión, para organizar la remisión por los propios regidores de hombres de socorro y de hidalgos a la frontera, al que no acudió ninguno, alegando indisposiciones variadas o bien no tener el vestuario adecuado (“hallarse en traje indecente por haber transportado sus vestidos”)[80]. El siguiente grupo destacado sería el de los altos funcionarios, tanto de capa y espada como letrados, como los ya referidos Orellana, Quílez, Mendoza Híjar y Alcoba, y finalmente un puñado de abogados, aunque éstos empiezan realmente a destacar con la implantación de las regidurías anuales en 1805, junto a otros oficios inéditos en las casas consistoriales, por más que fueran abundantes puertas afuera, como labrador y comerciante. En 1736, cuando tomaron posesión ocho regidores de providencia, la idea había sido introducir caras nuevas pero mantener el monopolio aristocrático; se puede decir que en 1805 los regidores anuales cambiaron el panorama sociológico del ayuntamiento trujillano, pero lo cierto es que cuando entraron al mismo ya apenas quedaban regidores perpetuos.
La hidalguía adscrita al ayuntamiento quiso mantener la ficción de la antigua división del consistorio entre nobles y ciudadanos, que tiene su origen en la venta de oficios durante la etapa de los Austria y la introducción de nuevos propietarios procedentes de la burguesía financiera o del mundo de las letras, aunque también de familias nobiliarias pero distintas a las que habían venido ejerciendo el monopolio capitular[81]. Eran también parte de la oligarquía (y no pocos acabaron fundiéndose con la otra), pero de una oligarquía digamos que advenediza. De hecho, en el XVIII ya no se distingue entre nobles y ciudadanos, sino entre “regidores de preeminencia” o “precedencia” por una parte y “regidores perpetuos” por otra. Los nobles de siempre quisieron mantener en el siglo XVII las diferencias de clase en el seno del cabildo atribuyéndose prelaciones que los nuevos rechazaron de plano, pero que sí se observaron en ciertos protocolos; igual ocurre en el siglo XVIII, de forma que en la visita real de 1729 aparecen diferenciados ambos grupos: en el primer grupo aparecen Herrera Loaisa, Orellana Tapia, Eraso, de las Casas Orellana, Orellana Pizarro y Quiñones, esto es, la nobleza titulada, señores de vasallos y apellidos ancestrales, mientras que en el segundo estaban los Cervantes, Orozco y Camargo, apellidos de menos prosapia[82]. La solución de compromiso fue que la distinción se mantendría en los actos honoríficos, pero no en la mecánica institucional: por ejemplo, los regidores de preeminencia se sentaban en bancos diferentes en la sala de cabildos, pero en las votaciones el orden de intervenir y de formar comisiones sólo lo establecía la antigüedad. Eso no significa que no hubiera problemas a la hora de considerar un acto como honorífico/público o político, por ejemplo sustituir al corregidor en ausencia del alcalde[83]. El corregidor de 1752 declaró que desconocía los motivos de esta diferenciación entre precedencia y sin ella, no había hallado papel alguno sobre eso y además en los propios títulos reales no se establecía ninguna categoría[84].
El coste de una regiduría continuaba siendo elevado, pero no tanto como en el siglo anterior. Las informaciones que nos han llegado proceden de tasaciones en expedientes de partición de bienes, y los precios fluctúan entre los 22.500 y los 29.700 reales. Pero se trata claramente de sobrevaloraciones, ya que a D. Pedro Tomás de Alcoba tan sólo le costó 6.000 mil reales el oficio que adquirió en 1756, un oficio que no se servía desde el siglo anterior y que le había costado a su primer propietario 22.000 reales en 1651, siendo adjudicado poco después a uno de los herederos por 30.000[85]. El mercado de regidurías se movía poco por falta de interés por los oficios; de haberlo habido, la ventaja hubiera estado en la gran oferta existente, pero la dificultad estribaba en que la mayoría estaban sujetos a vinculaciones y por tanto eran inalienables (el 73% de los que se traspasaron eran bienes de mayorazgo).
El problema más grave que tuvo el Ayuntamiento de Trujillo en este siglo fue, por tanto, la falta de regidores, un problema que tiene dos variantes: la menguada asistencia a los cabildos y la gran cantidad de oficios vacos. Teniendo en cuenta que el total de regidurías perpetuas, como ha quedado dicho, era de 33, la evolución del fenómeno se presenta en el siguiente cuadro, que contiene una muestra de diez años:
CUADRO I: REGIDURÍAS EN EJERCICIO Y ASISTENCIA A LOS CABILDOS[86]
AÑO | REGIDORES EN ACTIVO | SESIONES CONVOCADAS | MEDIA DE ASISTENTES |
1710 | 21 | 81 | 6’5 |
1720 | 17 | 73 | 5’1 |
1731 | 12 | 42 | 4’7 |
1740 | 15 | 59 | 6’6 |
1751 | 9 | 35 | 4’4 |
1763 | 12 | 28 | 6 |
1775 | 5 | 28 | 3’6 |
1788 | 8 | 27 | 3’7 |
1800 | 4 | 30 | 2’2 |
1807 | 6 | 29 | 3’5 |
En las tres columnas tenemos la evolución descendente de la actividad concejil: cada vez hay menos regidores con el título habilitado, por lo que cada vez asisten menos a los cabildos, y en consecuencia cada vez se convocan menos sesiones. Cierto es que la asistencia a los cabildos podría ser más elevada, pues en el primer año de la muestra todavía hay un número muy respetable de regidores en activo y sin embargo sólo van por término medio 6’5 de ellos a cada sesión plenaria, el 31%, pero este no es un problema de aquí ni de ahora. La nobleza, a la que, como decíamos, estaba adscrita la mayoría de los oficios, era absentista por naturaleza, no percibía la regiduría como un servicio público sino como un instrumento de prestigio y lucro, de ahí que la asistencia a las sesiones ordinarias sea raquítica y sin embargo el día de San Andrés, cuando se repartían las comisiones y las gallinas, o en la procesión del Corpus, no faltase casi nadie. Aparte de esto, se trata de individuos ocupados en la gestión de sus negocios, oficios (burocracia, milicia) y patrimonio, a menudo lejos de Trujillo[87]. Sin olvidar los problemas asociados a la edad, que presumimos elevada, como ha quedado expuesto antes. Si un regidor se jubilaba pero quería mantener la propiedad del oficio (y por tanto los honores subsiguientes en los actos públicos) había de obtener la llamada “cédula de preeminencia”, a la que la ciudad se oponía, si bien la superioridad concedía de forma invariable[88].
El problema de fondo era que los propietarios de los oficios no sacaban el título y por tanto no podían servirlo aunque fuera muy de cuando en cuando. ¿Por qué? La respuesta al interrogante tiene que ver con los vicios asociados al sistema de los oficios perpetuos, que habían recaído en un grupo reducido de familias, las cuales a su vez los habían sujetado a su patrimonio vinculándolos a mayorazgo. Cuando ellos no quisieron o no pudieron servirlos, nadie más pudo hacerlo en su lugar. Las fuentes coetáneas, comenzado por el fiscal del Consejo de Castilla, tenían claro que la patrimonialización de las regidurías había motivado la parálisis de los ayuntamientos[89]. La política matrimonial endogámica de la hidalguía local hizo el resto: cada vez había más oficios concentrados en pocos propietarios, y éstos perdieron el interés por ellos por causas diversas: por no residir en Trujillo, por los costes que conllevaba la expedición del título y la media anata y por la política fiscalizadora de la Corona (incompatibilidades, controles, burocratización de la labor capitular, etc.)[90]. En el cuadro II podemos ver una muestra de las relaciones de parentesco que se observan en el Ayuntamiento; como decimos, la costumbre de traspasar los oficios sin salir de estos circuitos tan restringidos fue un obstáculo a la renovación del consistorio:
CUADRO II: RELACIONES DE PARENTESCO EN EL AYUNTAMIENTO
1708 | Francisco y Joseph de las Casas Orellana | hermanos |
1708 | Francisco y Andrés de Herrera y Loaisa | padre e hijo |
1709 | Antonio Vázquez y Joseph Sedeño de Tapia | tío y sobrino |
1710 | Diego y Miguel Quílez de Castro | hermanos |
1730 | Joseph y Nicolás de Orozco | hermanos |
1730 | Los anteriores y Diego Esteban de Camargo | hermanastros |
1730 | Los anteriores y Matías de Orozco | tío y sobrinos |
1736 | Antonio y Vicente de Eraso Tapia y Paredes | padre e hijo |
1736 | Marqués de Sofraga y los anteriores | tío/cuñado y sobrinos |
1736 | Juan Joseph y Fernando María de Orellana Pizarro | padre e hijo |
1736 | Antonio de Eraso y Fernando Contreras | hermanastros |
1736 | Fernando Contreras y Antonio de Torres | primos hermanos |
1736 | Vicente de Eraso y el marqués de Sta. Marta | primos |
1736 | Antonio de Torres y Vicente de Eraso | tío y sobrino |
1736 | Juan de Orellana y Antonio de Torres | primos hermanos |
1752 | Juan de Orellana y Pedro J. de Vargas | cuñados |
1752 | Juan de Orellana Pizarro y Antonio de Torres | primos |
1770 | Nicolás Francisco y Joseph Vicente de Orozco | hermanos |
1788 | Nicolás Francisco y Jacinto María Orozco | tío y sobrino |
No obstante, aunque la Corona tuviera cada vez más vigilados a los regidores y éstos tuvieran menos posibilidades de lucrarse, tampoco conviene despreciar las ventajas que conllevaba la posesión de un oficio. Como hemos visto, las gallinas y los carneros no eran una propina despreciable (en ningún otro concejo extremeño, que se sepa, se cobraba tanto[91]), aparte el ejercicio de ciertas comisiones, y si bien las cuentas de propios quedaron muy controladas desde 1763 -y aún así ya hemos visto la desidia que presidía su gestión, según el informe del comisionado del intendente de 1792- la riqueza que representaba la inmensidad de tierras comunales estaba prácticamente expedita a sus intereses, que como ya se sabe son intereses mayormente ganaderos[92]. En ese informe, de hecho, se dice que en los repartos anuales los poderosos se reservaban las mejores parcelas y “a los pobres solo les resta sembrar entre peñascos”, lo que motivaba como efecto añadido el descenso en la recaudación de los diezmos, porque tampoco es que fueran labradores demasiado eficientes; además, construían o permitían los cercados, ampliaban las parcelas adjudicadas, se apropiaban de los abrevaderos, fuentes y caminos públicos, y además subarrendaban lo obtenido. El comisionado nos ofrece como conclusión la siguiente frase lapidaria: “me es doloroso a la verdad haber visto aumentos considerables en caudales particulares con detrimento y menoscabo de estos fondos, usurpando la sangre de los pobres”[93]. La solución que proponía era mandar más comisionados y dotar de más facultades a los intendentes, esto es, más centralización, la cual devoraba la autonomía que les quedaba a unos ayuntamientos ya suficientemente castigados por la inoperatividad y la corrupción.
El problema del absentismo y de los oficios vacos, repetimos, se padecía en toda la monarquía; la diferencia es que en Trujillo se manifestó temprano y de forma muy aguda. La Guerra de Sucesión dañó enormemente las economías familiares[94] y muchas casas nobiliarias comenzaron desde entonces a abandonarse. El dinero y la gloria de las Indias, fermento de la nobleza trujillana moderna[95], eran cosa del pasado. Los palacetes vacíos que viera Ponz sobre 1768 llevaban ya mucho tiempo así: “alrededor de este lugar fuerte [las murallas] están las casas de la mucha y distinguida nobleza que antiguamente vivía en Truxillo”[96]. Al comenzar los años treinta, la situación comenzaba a ser crítica, con dos tercios de los oficios vacos y una asistencia a los cabildos por debajo de cinco capitulares como media. Según el corregidor, había dos enfermos incurables (los marqueses de la Conquista y de Lorenzana, ambos enfrentados para más inri), otros dos muy mayores, otro enfermo circunstancial, otro que residía a tres leguas… Sólo los hermanos Orozco, su hermanastro Diego Esteban de Camargo, un tío carnal de todos ellos, Matías, viejo y sordo, y Juan Quiles Cervantes estaban más o menos en condiciones. Pocos en número y en nobleza (de los llamados “de precedencia” sólo quedaba D. Juan de Orellana, y también estaba enfermo) y además emparentados. La alta nobleza urbana estaba a un paso de su extinción como poder local[97].
El Consejo de Castilla intervino entonces, a petición del corregidor, ordenando por providencia interina que entrasen a servir como regidores diez caballeros de la ciudad, que luego se quedaron en ocho y arribaron al pleno a finales de 1736[98]. Sus apellidos son bien conocidos: Contreras, Calderón, Eraso, Orellana, Mendoza Híjar, Quiñones, Torres y De las Casas. El marqués de Sofraga y D. Antonio Eraso (Señor de Plasenzuela, Guijo y Abilillas) fueron también propuestos pero no nos consta que tomaran posesión; no obstante, al menos Eraso sí continúa apareciendo en los Acuerdos[99]. Se trata de hidalgos en cuyas familias había oficios de regidor en propiedad (varios, en algún caso) que no habían activado, y sin embargo no les importa convertirse ahora en lo que se conocerá como “regidores de providencia económica”, la tercera categoría, pues, de regidor, pero no necesariamente los terceros, pues en teoría entraban en igualdad de condiciones que los que ya servían y además eran más próximos sociológicamente a los de preeminencia, primera categoría, razón por la cual acabaron por preferir a los de la segunda (los perpetuos de origen plebeyo) en actos públicos como las procesiones[100]. La diferencia entre ser propietario y regidor de providencia estaba en que éstos se ahorraban los gastos de expedición y conservación del título[101]; otra cosa será que quienes sí lo habían hecho permitieran que estos nuevos regidores estuvieran en igualdad de condiciones a la hora de cobrar salarios y ser admitidos en comisiones lucrativas u honoríficas (“útiles y de esplendor”, usando sus palabras) como las derivadas del voto en Cortes.
Aunque la providencia del Consejo se entendía provisional, hasta que se lograra que los propietarios sacasen sus títulos, estos nuevos regidores continuaron de por vida ocupando los oficios, con lo que la ratio de asistencia mejoró (6’6 de media en 1740) y los regidores disponibles volvieron a superar la quincena. Pero a la altura de 1751 sólo quedaban tres de providencia y la renovación de los perpetuos seguía fallando, por lo que la convocatoria de plenos y la asistencia tornaron a registros harto exiguos: 35 y 4’4 respectivamente. Decía entonces el corregidor que “de día y de noche nos falta tiempo para los negocios públicos”[102]. Sin embargo, al año siguiente fueron cesados los regidores de providencia que quedaban a instancias del siempre crítico marqués de Lorenzana, y esta circunstancia parece que animó a éstos y también a otros propietarios a sacar reglamentariamente sus títulos, por lo que en los cinco años siguientes se presentaron ocho a tomar posesión; de ahí que en el año de muestra de 1763 se refleje una mejora de las cifras. Pero no fue sino el canto del cisne, el primero.
La solución universal adoptada por el gobierno central por auto acordado de 3 de junio de 1766, a la vista de la generalización del problema del abandono de los ayuntamientos, fue introducir diputados del común y síndicos personeros extraídos del pueblo. La medida supuso una mejora importante en la representatividad social del concejo y un mayor control y eficiencia de sus tareas cotidianas, sobre todo las de abastecimiento. Pero, al menos en Trujillo, distanció aún más a los regidores en activo, y sobre todo a los potenciales, del Ayuntamiento; esta nueva crisis ya venía manifestándose desde antes, pues en los nueve años anteriores al auto acordado sólo se había presentado un nuevo título de regidor, en 1765, pero es que ahora tardaremos veinte años en ver anotado el siguiente en los Acuerdos. Influyó en esta nueva retracción el hecho de que en 1768 se prohibiera por Real Cédula que los oficios fueran servidos por individuos distintos a los propietarios, a fin de evitar los arriendos. En 1769 son los propios representantes del común los que piden solicitar al rey que providencie alguna solución al problema de haber tan sólo cinco oficios en ejercicio y ser menos aún los que asisten a las sesiones, propuesta que apoyan los incombustibles hermanos Orozco, D. Joseph y D. Nicolás, capitulares del banco de los ciudadanos, quienes apuntillan que ellos eran los únicos que asistían con regularidad; tenían más de sesenta años, estaban achacosos y llevaban cuarenta y treinta y dos años de ejercicio respectivamente [103]. El problema estaba ahora en que los regidores perpetuos, sobre todo los nobles, ni querían codearse con la plebe en lo que había sido hasta ahora su espacio distintivo, ni mucho menos querían sentirse fiscalizados por los nuevos componentes del cabildo, con los que entraron en guerra nada más pusieron éstos los pies en el Ayuntamiento.
Pero el caso es que tampoco tenían efectivos para ganar esa guerra. En 1775 seguían esos cinco regidores en activo, eso sí, bastante cumplidores, pues la asistencia media estaba en 3’6 por sesión. Notamos cierta recuperación entre 1785 y 1789, con la presentación de cinco títulos, posiblemente animados por las posibilidades que ofrecía la nueva legislación agraria en el aprovechamiento de los términos municipales. Fue el segundo canto del cisne, pues de aquí hasta 1808 sólo hemos visto un título de regidor. Como podemos apreciar en el Cuadro II antes insertado, en 1800 se había tocado fondo: cuatro regidores en activo (uno con cédula de preeminencias y dos sirviendo como militares), de los que sólo asistía la mitad. Sabe el intendente que ha habido veces que no se pudo reunir el Ayuntamiento por no haber ni un solo capitular en la ciudad. No quedó más remedio que recurrir a lo que ya en otras partes se estaba experimentando, y que no era sino volver a los orígenes medievales del concejo: la introducción de regidurías anuales[104]. Pero la discusión de este proyecto llevó al Ayuntamiento trujillano a una crisis sin precedentes.
La medida fue propuesta por el regidor perpetuo y noble D. Joaquín Paz de Loaisa en este mismo año de 1800, al indicar que la falta de capitulares impedía que el Ayuntamiento atendiese al real servicio y a sus obligaciones con los vecinos, “porque uno no puede hacer como dos”, y que si no se obligaba a los propietarios a activar sus títulos habría que elegir o nombrar regidores añales; y el corregidor añadió que esto mismo lo había representado al Consejo de Castilla dos años atrás a fin de que autorizase el nombramiento todos los años de “doce personas honradas y de buenas prendas”[105]. El Consejo libra providencia el 10 de febrero de 1803 para que se elijan cuatro vecinos para servir como regidores anuales siguiendo el procedimiento establecido para los diputados del común y personero. No obstante, ni el corregidor ni los regidores perpetuos quisieron aplicarla, incluso prefirió el primero suspender la actividad concejil, de forma que entre 1803 y 1804 nos encontramos ante un hecho insólito: no se celebró ningún cabildo, fue como si el Ayuntamiento se hubiera evaporado[106]. Las consecuencias no tardaron en advertirse. Así, durante este intervalo el sexmero aprovechó para entrar en el archivo y obtener documentación para ganarle un pleito a la ciudad, al tiempo que el corregidor abandonaba la administración de justicia, los abastos, la policía y tenía “apurada la paciencia del vecindario”, incluso le acusaron de provocar incendios en las dehesas para facilitar las carreras de galgos; el fondo del pósito desapareció y los labradores y ganaderos tuvieron que crear una junta de beneficencia para la asistencia y socorro del vecindario[107].
Siete vecinos, como ya habíamos adelantado, elevaron sus quejas a la Audiencia de Extremadura y ésta determinó en 1805 la suspensión del corregidor y el embargo de los títulos de los regidores[108], y a continuación procedió a nombrar a los primeros cuatro de carácter anual, que serán ocho a partir de 1806. El corregidor amparaba su inacción aduciendo que nadie quería servir los oficios, pero los siete vecinos rebatían que no se trataba de “convidarles” sino de obligarles, pidiéndole al alto tribunal cacereño que nombrase ella a los cuatro elementos antes de que el corregidor eligiera a los menos convenientes. Lo significativo es que los siete vecinos quejosos no querían que el procedimiento electoral fuera igual que el usado para los diputados y personero, al entender que el electorado de las parroquias se componía de gentes humildes y pobres “sin inteligencia ni conocimiento”, a resultas de lo cual habían salido elegidos últimamente oficiales un tanto modestos (se referían a un zapatero y a un chocolatero)[109]. Eligió finalmente el regente de la Audiencia a Corral Atalaya, Chaves Vargas, Tamayo Vélez y Lospitao. Sus apellidos son casi todos inéditos. Los dos primeros eran del grupo de los siete vecinos; el segundo, de nombre Juan Capistrano, será nombrado en 1810 diputado de Extremadura para las Cortes, aunque murió cuando se encaminaba a Cádiz[110]. De los dieciséis que sirvieron entre 1806 y 1807, sólo podría adscribirse a la vieja oligarquía un tal Rodrigo Paredes.
La entrada de los añales reanimó por completo el Ayuntamiento, volvieron los plenos semanales, el orden del día repleto de puntos que tratar, se renovaron las ordenanzas municipales sobre el uso de los términos comunes y hasta se llevaron a cabo por fin algunas adjudicaciones de terrenos incultos según la normativa de 1793[111]; incluso se recuperó la tradición de la asistencia de los ediles a las fiestas religiosas. Los pocos perpetuos que había antes de su suspensión recobraron sus títulos y por supuesto exigieron la precedencia sobre los añales[112]. La entrada de caras nuevas en el viejo salón de plenos, sin embargo, tuvo lugar gracias a un procedimiento –su elección por el regente de la Audiencia- nada democrático. El siguiente episodio fue, como era lógico, una disputa entre la ciudad y el regente arrogándose ambos el derecho a nombrar a estos regidores, alegando la primera querer el segundo apropiarse de un derecho de la ciudad (bien reciente, desde luego), por lo que finalmente se ordenó volver a la idea original: había que elegirlos al modo de los diputados y personeros. El rechazo a lo popular se advierte de nuevo en las expresiones del clan de los siete: “atendida la costumbre de apandillarse el pueblo bajo para semejantes nombramientos…”, resulta que salieron electos cuatro menestrales, lo que consideraban “poco decoro de tan alto ministerio”[113]. Otro episodio más en 1818 con sabor medieval: el marqués de la Conquista y otros tres regidores perpetuos piden -y logran- que en las elecciones de anuales se practique la mitad de oficios. Se argumenta que antes todos los regidores de Trujillo eran nobles y ahora no queda casi ninguno, y que el sistema actual se parece mucho a eso que el rey absoluto quiere desterrar a toda costa:
“Este tránsito que puede decirse ha sucedido en Trujillo de una forma aristocrática a la democrática, tiene su raíz en estos últimos tiempos en que las novedades de esta especie han prevalecido. Mas aunque desapareciesen todos los oficios perpetuos, no por eso dejan de existir muchas familias del estado noble quienes, conforme al orden generalmente observado y más particularmente al lugar que la nobleza ha ocupado en Trujillo, no parece justo se hallen repentinamente confundidos y en igualdad de circunstancias con el estado llano y general”
Esta nueva defensa de la historia local tradicional chocaba, no solo con la paradoja de que Trujillo, como el resto de España, ya había tenido una primera experiencia de gobierno constitucional (1812-1814), sino con una evidencia demográfica de la que da cuenta el secretario municipal en 1820: había 1.029 vecinos de los que nobles sólo eran 34 (de los cuales 18 se apellidaban Alvarado, estando el resto también emparentados), individuos, añade ahora el Ayuntamiento en acuerdo mayoritario, “a quienes da mérito su nacimiento y no sus cualidades”. Si se siguiera una regla proporcional, aducen, la nobleza sólo tendría derecho a uno de los ocho regidores cada cinco años y cuatro meses. Todavía en 1830, con menos nobles aún entre el vecindario, pretendían éstos preservar su derecho a la mitad de oficios, sin reparar en que, por entonces, para acceder a un cargo público había que estar purificado y demostrar la posesión de caudales suficientes para afrontar posibles responsabilidades. Les daba igual; la nobleza, aún escuálida, nunca renunciará a sus privilegios hasta que se suprima definitivamente la figura del regidor perpetuo por decreto de 23 de julio de 1835. Pero tampoco pensemos que los concejales anuales que rechazaban en 1820 -todavía no se había restablecido la Constitución- y de nuevo en 1830 la petición de los nobles eran muy amigos del gobierno del pueblo: “que si la nobleza procura evitar la democracia, es por establecer la aristocracia. Los dos son males y no se sabe cuál es el peor”[114]. Estamos, en definitiva, ante una oligarquía de nuevo cuño contraria a los privilegios estamentales que intenta sustituir a la de viejo cuño; pero oligarquía a fin de cuentas por actitud y mentalidad, y en eso precisamente consistió en España la transición al Liberalismo.
- LOS REPRESENTANTES DEL COMÚN
Aunque en principio todos los oficios municipales representaban a la ciudad y velaban por los intereses del común de vecinos, existen algunos de ellos concebidos específicamente para llevar al Ayuntamiento la voz del pueblo. Ni en Trujillo ni en general en el resto de Extremadura se instituyó nunca, como sí ocurrió en ciertas ciudades de la Corona, el cabildo de jurados, un cuerpo paralelo al de los regidores para cuyo ingreso había menos exigencias de índole social. Sí existía la figura del síndico o procurador del común, concebida en origen para promover los intereses del pueblo, defender sus derechos y quejarse de los agravios que padecía, pero ya muy desnaturalizada por las ansias acaparadoras de los regidores, al igual que ocurría en otros concejos similares de la provincia[115]. De hecho, en Trujillo era un cargo sin ejercicio hasta que la ciudad fue conminada en 1696 por Real Provisión a que lo proveyese[116]. Solía hacerse el día de San Andrés junto a los demás oficios y comisiones, y normalmente recaía en sujetos de escaso relieve o en otros próximos a los capitulares a fin de que no molestasen en exceso; así, el síndico elegido en 1752 decía que antes de tomar posesión “quería dar cuenta a los Excelentísimos Señores conde de Miranda y marqués de San Juan, a quienes estaba sirviendo, para que les constase o le ordenasen lo que fuese de su agrado”[117]. Su presencia en los plenos, a los que tenía que pedir permiso para acceder, fue meramente testimonial y sus intervenciones poco relevantes[118]. No casualmente este oficio recupera el interés de los regidores a partir de 1766, año de implantación de los diputados del común y personeros, en un intento de contrarrestar la labor de éstos utilizando un cargo que aquellos podían controlar; fue contradicho por los nuevos representantes, hubo pleito y deja de nombrarse desde 1771, si bien se rescató en ocasiones puntuales, como en 1784, ante la falta temporal de personero[119].
La práctica del concejo abierto había caído también en el olvido hasta que en el reinado de Carlos III se hicieron obligatorios para decidir si una ciudad quería encabezarse de las rentas provinciales; al de 1764, por ejemplo, acudió un centenar de vecinos y representantes de los arrabales de la ciudad (Aldeanueva de Centenera, Aldea del Obispo, Huertas de Ánimas y la Magdalena)[120]; la asistencia fue menguando y ya dejaron de convocarse sobre 1777 al decidirse por Hacienda que las rentas entrasen en administración. Que los trujillanos no habían olvidado esta tradición y estaban deseosos de recuperarla en cuanto fuera posible, lo demuestra el sorprendente número de miembros de la Junta local constituida al comenzar la Guerra de la Independencia: 171 individuos[121].
Con lo cual, la representación popular se redujo a los oficios aprobados por el Auto Acordado de 1766: los diputados del común, dos, y el síndico personero. Los Acuerdos nos informan de la elección entre aquella fecha y 1808 de cincuenta y dos diputados y cuarenta y un personeros. Son muy pocos los datos personales que se apuntan como para hacernos una idea del perfil sociológico de estos representantes; tan solo sabemos que dieciséis de ellos están relacionados con la abogacía y la burocracia y ocho con los oficios mecánicos y el comercio; no pocos conocían la dinámica concejil pues aparecen en la relación de proveedores de la ciudad, e incluso algunos fueron prestamistas suyos (Jerónimo Alia, Jerónimo Cantero, Pedro Lanot, Juan Zabala). Pero de la mayoría no sabemos gran cosa; la ausencia de títulos y oficios explícitamente reseñados puede ser considerada un indicio del origen popular de estos oficiales, que es por otra parte lo que se pretendía con el Auto Acordado.
En páginas anteriores hemos referido a varias actuaciones suyas que nos han ayudado a entender la importancia que tuvieron estos nuevos oficios en la revitalización de la vida municipal y en la apuesta por una gestión más honesta y transparente. Una de las limitaciones más importantes para el desempeño de sus funciones era la escasa duración del cargo (los diputados eran elegidos por un año hasta 1770 y para dos desde entonces; los personeros siempre fueron anuales), insuficiente para acometer un programa mínimamente ambicioso, razón por la cual algunos solicitaron una prórroga hasta ver fenecidos los asuntos pendientes, y no pocos repitieron en el empleo, en concreto el 28% de los electos ya lo había sido antes. Una segunda limitación era la escasa colaboración, cuando no enfrentamiento radical, que obtuvieron del regimiento. La desconfianza que profesó el Ayuntamiento hacia estos empleos se manifestó desde el principio, 1766, cuando el corregidor se citó con 125 vecinos y salieron elegidos como primeros diputados del común el marqués de Santa Marta y el marqués de Sofraga (ambos emparentados con varios regidores, lo que era contrario a las instrucciones), que por supuesto no acudieron a ninguna sesión plenaria. Aunque se trató de justificar elección tan elitista aludiendo a la fuerza de la costumbre (“el pueblo tampoco está entendido de que estos empleos pueden recaer promiscuamente en nobles y plebeyos”), la manipulación de la voluntad popular había sido tan evidente que las elecciones tuvieron que repetirse a finales de año, aunque no se inserta en las actas el resultado de las mismas, ni tampoco las del año siguiente[122]. A partir de 1768 conocemos sus identidades porque se les da posesión en el primer cabildo del año, y desde entonces también se recogen sus intervenciones. La más destacada en este primer año de visibilidad fue la pretensión del diputado D. Pedro Sanguino de viajar a Madrid a procurar una reivindicación histórica de la ciudad: la construcción de cuarteles para las tropas en tránsito, solicitando el apoyo del regimiento para actuar “unidamente y a voz de ciudad”, así como una ayuda de costa. Las dos cosas se le negaron a pesar de reconocerse la importancia del asunto, pero estaba claro que el Ayuntamiento no admitía ser representado por oficios plebeyos y advenedizos[123]. Un detalle más sobre ello: los electos sin tratamiento de “don” (según las actas de las elecciones), sí aparecen con él en las actas plenarias, de lo que se infiere que el regimiento reconocía la dignidad inherente al cargo, o más bien intentaba evitar que se resintiese su propia dignidad dando entrada a gente humilde sin oropeles de ningún tipo. En todo caso, la adquisición de esta “gracia” pudo estimular a muchos vecinos deseosos de ascender en el escalafón social a presentarse como candidatos.
Los diputados y personeros no se amilanaron ante los regidores. La ausencia y apatía de éstos les llevará en breve a ser los concejales más activos. Desde luego, fueron bastante más cumplidores que aquellos, pues en los muestreos realizados resulta que los diputados asistieron de media al 90% de las sesiones y los personeros al 75%. Además, sus intervenciones no se limitaron al tema de los abastos, su especialidad, sino que también opinaron sobre montes, rentas y cualquier otro asunto de interés municipal, hasta darse la paradoja de haber sido ellos quienes más se quejaron de la falta de regidores (como ya hemos visto que hicieron en 1769), en teoría sus enemigos, llevándoles su celo incluso a fiscalizar la labor de los agentes reales: en 1770 solicitaba el diputado Constantino de Quirós al alcalde mayor testimonio -se le negó- del número de ayuntamientos convocados y de las cuentas del encabezamiento, afeándole las continuas e injustificadas ausencias que hacía de la ciudad[124]. Otro caso próximo a éste: en 1772 los regidores protestaban por haber apresado el corregidor al personero en la sala capitular, privilegio exclusivo de aquellos, y pedían que lo llevase a la cárcel; le acusaban de fraudes y deudas, pero aún más les dolía que acudiera a los plenos sin ropa adecuada (llevaba gorro y no peluquín) y se empeñara en ocupar un asiento que también era exclusivo de la justicia, declarando cuando le pidieron que se levantase “que la ciudad o sus caballeros comisarios no hacían falta alguna”. En realidad, el problema era que el personero había pedido ver las cuentas del municipio desde 1763 (tuvo que recurrir para ello al intendente) y en lugar de los 47.000 reales de sobrantes de propios que esperaba ver se encontró con un alcance de 240.000; finalmente denunció una confabulación entre el corregidor, cuatro ediles y el mayordomo: “se han tragado todas las cantidades del sobrante de propios y son capaces de tragarse a los vecinos”[125]. La lista de casos de corrupción de los regidores y de los poderosos locales, siempre cómplices, que exhibía un personero posterior, Francisco de Soria, era bastante completa: invadir los lugares del sexmo, deber trigo y dinero al municipio, apropiarse de espacios públicos, cometer irregularidades en las cuentas del fisco… Cuando le afeó al marqués de la Conquista, alférez mayor, que se apropiara de un cercado en el arrabal de Belén, en perjuicio de un vecino que tenía preferencia, aquel respondió “que no correspondía a sus cualidades ni debía igualarse con los sujetos de la mayor categoría” [126].
Lo más significativo del caso anterior quizá sea la afirmación del personero de que algunos antecesores suyos habían sufrido represalias por hacer frente a los poderosos, aduciendo casos concretos, lo cual eleva a la categoría de proeza la labor que desempeñaron estos modestos oficiales frente al poderío decadente de los muy antiguos e impenetrables regidores perpetuos de Trujillo[127]. Además, ellos fueron la cantera de los futuros dirigentes urbanos, pues buena parte de los regidores anuales establecidos desde 1805 y de los concejales del primer ayuntamiento constitucional de 1812[128] habían ejercido con anterioridad la diputación o la sindicatura.
- PROYECCIÓN POLÍTICA.
“La muy noble y muy leal ciudad de Truxillo, en Extremadura, una de las de voto en Cortes…”
Este era el encabezamiento que solía utilizar la ciudad en sus documentos más solemnes. Trujillo era una de las capitales extremeñas capacitadas para extender su influencia al ámbito nacional gracias a la posesión del privilegio del voto en Cortes desde 1655, siendo, como ha quedado dicho, la primera que nombró procuradores y detentó la administración provincial de rentas, que perderá en beneficio de Badajoz a finales del XVII[129]. El voto extremeño era colegiado entre seis ciudades y villas y se ejercía por turnos de dos; desde 1698 el turno se renovaba cada seis años, que era lo que duraba la prorrogación de los servicios de millones que concedían las ciudades de voto en Cortes en ausencia de éstas, que no volvieron a reunirse para cosas importantes desde 1664. Sí lo hicieron seis veces en el XVIII para jurar y tomar el juramento de reyes y príncipes, y a veces también para ser consultadas sobre ciertas materias; pues bien, Trujillo y su compañera de turno, Mérida, asistieron a tres de esas convocatorias: las de 1709, 1724 y 1760.
En la primera, cuya misión era el juramento del príncipe Luis, la ciudad estuvo representada por su regidor D. Fernando de Orellana Pizarro, señor de La Cumbre, tras haberse efectuado nombramientos y sorteos previos de hasta cuatro individuos que excusaron su participación. Para pagar los gastos del procurador en tiempos tan calamitosos hubo de recurrirse al crédito de varios particulares y reunir doscientos doblones de a dos escudos de oro (doce mil reales de vellón), amén de comprometer varios rendimientos del fondo de propios. Eso sí, la ciudad tenía en su representante un embajador de lujo para gestionar otros asuntos ante los Consejos centrales de la monarquía; a Orellana le cometieron lograr facultades para imponer arbitrios con los que erigir el ya mencionado cuartel militar. A su retorno a Trujillo refirió como uno de sus méritos el haber logrado preferir en los actos al diputado de Mérida[130].
Las Cortes de 1724 fueron convocadas para jurar al príncipe Fernando y tratar otros asuntos si se propusiesen. Fue elegido procurador por Trujillo, con no pocas irregularidades de por medio, uno de sus más carismáticos regidores, nuestro ya conocido D. Antonio de Eraso Tapia y Paredes, Señor de Plasenzuela, Guijos y Abilillas y patrono de la cofradía de San Lázaro y San Blas de los Caballeros de la ciudad. También en este caso se aprovechó su estancia en la Corte para cometerle asuntos de gravedad: había de pedirle al rey que suspendiera la aplicación en Trujillo de la pragmática recientemente aprobada sobre fomento de la cría de yeguas por tener comprometidas las dehesas que se requerían para ello. Presentó además un memorial al rey solicitándole facultad para vender la dehesa de las Yeguas con sus tres molinos y la albuhera a fin de salir la ciudad de los atrasos en los que se hallaba desde la última guerra, y poco después se le encomienda que solicite un arbitrio del que obtener sus propios honorarios como procurador (doce mil reales)[131]. Los procuradores reunidos en Madrid fueron despedidos en enero de 1725 cuando tan sólo habían efectuado el juramento y no se habían abierto las Cortes propiamente dichas; la correspondencia entre Trujillo y Mérida (ambas ciudades se hallaban por entonces ideando una iniciativa de carácter provincial contra la Mesta) deja entrever que el motivo residió en la imprudente actitud de algunos representantes, que hizo que la Corona decidiera no asumir riesgos[132].
De nuevo estaban Trujillo y Mérida en turno cuando se convocaron las Cortes de 1760 para jurar al futuro Carlos IV y tratar otros asuntos como el patronato de la Inmaculada Concepción. Duraron sólo unos días y su contenido político fue nulo. Ejerció de procurador en esta ocasión D. Joseph de las Casas Herrera y Loaisa, hijo del marqués de Santa Marta, quien pidió al rey como merced por su asistencia a los actos el título de gentilhombre de cámara sin ejercicio. No tenemos constancia de que se le concediera. Los gastos fueron más o menos los mismos que en las anteriores convocatorias: 12.600 reales, pero tuvo que justificarlos con detalle[133]. Se había iniciado como regidor un año antes de ir a las Cortes y ya sobre 1765 desaparece del Ayuntamiento, donde su labor había sido más que discreta. También hubo de serlo en Madrid, pues en este caso fue el emeritense quien mostró en su ciudad la satisfacción de haber preferido a su compañero de Trujillo en todos los actos[134].
Aún tuvo Trujillo una oportunidad añadida de participar en unas Cortes tradicionales, y fue con motivo del juramento de la reina Isabel II en 1833, punto de partida, además, de la primera Guerra Carlista. En esta ocasión fueron elegidos dos representantes de distinto origen, fruto de los cambios operados en el consistorio local en los estertores del Antiguo Régimen: D. Lesmes Bravo, regidor perpetuo, y D. Antonio Espina, regidor anual[135]. Peor suerte tuvo la ciudad a la hora de entrar en la Diputación, la institución que funcionaba en el hueco de Cortes y cuyas cuatro plazas para representantes castellanos se sorteaban cada seis años; el único que tuvo Trujillo fue el médico y regidor D. Manuel Malo de Molina, quien ejerció, primero como diputado y después como secretario de la Diputación de los Reinos, entre 1818-1820 y 1827-1834. Se trata de un personaje que vivió todas las vicisitudes habidas en Trujillo y en España desde 1808 hasta bien entrados los años cuarenta, y que sin duda merece una atención más detallada.
Además de elegir procuradores y diputados, las ciudades con voto en Cortes también ejercían otras funciones en nombre de su distrito, que en el caso de Trujillo –siempre en su turno- era la provincia de Extremadura; se trataba de funciones propias de la asamblea hasta 1664, y nunca después desempeñadas. La principal era sin duda la prorrogación cada seis años (más o menos) de los servicios de millones, el más cuantioso tributo recaudado en Castilla (perduró hasta 1845). A Trujillo le tocó consentir en la prórroga, según ha quedado anotado en sus Acuerdos, en 1710, 1722, 1739, 1760, 1775, 1793 y 1817. Nunca puso el menor inconveniente, es más, con motivo de la última, y puesto que los millones y todo lo que oliese a Cortes tradicionales, en contraposición a las Cortes constitucionales, era mirado con simpatía en los ayuntamientos de la restauración absolutista, la ciudad los aprobó con notorio alborozo: “puestos de pie y unánimes … rebosando de júbilo los corazones de cada uno, con las expresiones más afectuosas y tiernas al servicio y amor hacia nuestro amado soberano … y la necesidad urgente mayor que en otras épocas de mantener con esplendor la dignidad real, sus derechos y expugnación de los enemigos exteriores…”[136]. Más irregulares y algo confusas en el cumplimiento de los turnos provinciales fueron las prórrogas del impuesto sobre el crecimiento de la sal, establecido en 1695, y que también precisaban del acuerdo favorable de las ciudades de voto en Cortes, correspondiendo a Trujillo las de 1695, 1698, 1700, 1704 (en dos ocasiones), 1706, 1710, 1717, 1721, 1724 y 1749. Tan sólo hubo vacilaciones a la hora de conceder la segunda de 1704, no estando muy claro que lo hiciese, y en 1717 acompañó a su acuerdo favorable una queja sobre su “miserable estado a que la han conducido sus repetidos empeños para ocurrir a su real servicio en las urgencias de la pasada guerra”[137].
Tener voto en Cortes implicaba también disfrutar en exclusiva de otros privilegios que en la época estaban cargados de solemnidad y simbolismo, proyectando el prestigio de la ciudad hacia el exterior y patentizando su relación aventajada con la Corona, tales como tremolar el pendón con la proclamación de los reyes, organizar funerales a su muerte o hacer rogativas por el feliz alumbramiento de las reinas preñadas y celebrarlo a continuación[138]. Igualmente era competencia del Reino el consentimiento para naturalizar extranjeros y fundar establecimientos eclesiásticos, pues para ello era necesario dispensar las condiciones de millones que lo prohibían, algo que sólo podían hacer las Cortes o, en su ausencia, las ciudades con voto. Trujillo fue requerida entre 1669 y 1818, que nos conste, a conceder veintinueve naturalizaciones y catorce autorizaciones para abrir conventos o colegios religiosos, sin que en ningún caso pusiera tampoco en esto ningún inconveniente. En la autorización dada en 1816 para erigir un colegio de padres escolapios en Sabadell y en Calella, la ciudad volvió a exhibir su espíritu ilustrado (“cuyo ejemplo ojalá imitaren otras poblaciones de la monarquía para desterrar de nuestro suelo la estúpida ignorancia y otros vicios opuestos a los progresos…”) y quizá volvió a recordar cómo en su día le negaron un instrumento para tal progreso como era la universidad.
Finalmente, y sobre todo, el voto en Cortes también se manifestó en la creación de una diputación virtual extremeña formada por sus capitales, y que fueron capaces de poner en funcionamiento, aunque con ritmos variables, un sistema de comunicación interna que les permitió compartir información y afrontar proyectos de cooperación. Esta problemática tiene el interés y las complejidades suficientes como para merecer una monografía, por lo que sólo podemos establecer aquí su enunciado[139]. Trujillo fue, precisamente, la ciudad que, según nuestros datos, y al menos en la primera mitad del siglo, mayor preocupación mostró en mantener los contactos con las otras capitales y que mayor número de iniciativas propuso para su defensa en mancomún ante los poderes centrales. Su propio declive concejil le impedirá sostener el liderazgo provincial en la segunda mitad, pero a pesar de ello nunca faltó a las citas fundamentales. Como productos más destacados de esta concurrencia de ciudades tenemos el pleito que toda la provincia le puso a la Mesta en 1764, dirigido por D. Vicente Paíno y Hurtado, y la consecución en 1790 de la institución civil más importante creada en Extremadura durante el Antiguo Régimen, y que subsiste en la actualidad: la Real Audiencia. Fueron, sin embargo y por desgracia, productos tardíos:
“Si esto se hubiera hecho doscientos años hace y los habitadores entonces de esta provincia hubieran advertido que la Mesta lo hacía contra ellos, no hubiera logrado tantas ventajas, que las más han sido por carecer de defensas y tratar un formidable y unido cuerpo con particulares que no han querido abandonar sus caudales por todos”[140]
[1] Archivo Histórico Nacional, Consejos (AHN, Cons.), lg. 905, s/f.
[2] “Señora, los trujillanos son los depositarios de las llaves de Extremadura desde que Julio César fundó la villa con el nombre de Torre Julia 48 años antes de nuestra redención. Así, ellos cerraron las puertas a los infantes de Aragón D. Pedro y D. Enrique, que pretendieron tomarla en deservicio de su legítimo rey D. Juan I, y ellos las abrieron a la reina Dª Isabel la Católica reconociéndola por su señora a pesar de las turbulencias que agitaban la España en el año de 1466”: carta de felicitación remitida por el Ayuntamiento a Isabel II: Archivo Municipal de Trujillo (AMT), libro de Acuerdos de 1833, f. 73.
[3] Ibídem, Acuerdos, sesión del 29-XII-1735.
[4] Datos procedentes de las series de BLANCO CARRASCO, J.P. Demografía, familia y sociedad en la Extremadura moderna, 1500-1860, Cáceres, 1999, pp. 438, 448 y 458. El dato de 1752, en AHN, Cons., lg. 210, s/f.
[5] Como se sabe, el crecimiento demográfico experimentado por Extremadura en esta centuria fue básicamente de índole rural: MELÓN JIMÉNEZ, M.Á. Extremadura en el Antiguo Régimen. Economía y sociedad en tierras de Cáceres, 1700-1814, Mérida, 1989, pp. 39-42.
[6] AMT, Acuerdos, sesión del 25-VI-1798.
[7] MELÓN JIMÉNEZ, M.A. “La industria en Extremadura a mediados del siglo XVIII. Una aproximación a su estructura a través de los Estados Generales del Catastro de Ensenada”; LLOPIS AGELÁN, E. “La formación del ‘desierto manufacturero’ extremeño: el declive de la pañería tradicional al final del Antiguo Régimen”, ambos estudios en ZAPATA BLANCO, S. (Ed.) La industria de una región no industrializada: Extremadura, 1750-1990, Cáceres, 1996, pp. 69-91 y 93-113 respectivamente. Vid. también BLANCO CARRASCO, J.P. Demografía, familia…, p. 326, y TOVAR PULIDO, R. “Mercado laboral en un núcleo urbano de la España de finales del Antiguo Régimen: la ciudad de Trujillo”, Chronica Nova, 42, 2016, pp. 367-397.
[8] PIZARRO GÓMEZ, F.J. Arquitectura y urbanismo en Trujillo (Siglos XVIII y XIX), Cáceres, 1987, pp. 28-31 y 80-96; RAMOS RUBIO, J.A. y MÉNDEZ HERNÁN, V. El patrimonio eclesiástico de la ciudad de Trujillo, Jaraíz de la Vera, 2007, p. 26.
[9] Cit. En PIZARRO GÓMEZ, F.J. Arquitectura y urbanismo…, pp. 31-34, y en RAMOS RUBIO, J.A. “Referencias a la ciudad de Trujillo en viajeros y cronistas en el siglo de las Luces”, en ORTIZ MACÍAS, M. y PEÑAFIEL GONZÁLEZ, J.A. (Coords.) Actas de las Jornadas Juan Pablo Forner y la Ilustración, Mérida, 2007, pp. 295-319.
[10] AMT, Acuerdos, sesión del 10-I-1791.
[11] Llevaban años el corregidor y los regidores derivándose entre sí el nombramiento de alcaide porque nadie quería asumir las responsabilidades por las fugas de presos. La propiedad de la alcaidía había recaído, por obra y gracia de las enajenaciones de oficios públicos, en el convento de religiosas del Sacramento de Madrid. La ciudad hubo de obligar a los vecinos a que se hiciesen cargo de la alcaidía en grupos de cinco, que se turnarían cada ocho días: Ibídem, 7-VI-1718.
[12] AMT, Acuerdos, sesión del 25-VI-1798.
[13] AHN, Cons., lg. 1.027: “El sexmero y diputados de los pueblos del partido de Trujillo, que se les conceda facultad para sacar de los propios 15.000 reales para costear recursos contra la ciudad sobre pastos de tierras de labor”.
[14] DEMERSON, P. “Las Sociedades Económicas de Extremadura en el siglo XVIII”, Revista de Estudios Extremeños, XXVIII, 1972 (pp. 579-596), p. 585; SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á., TESTÓN NÚÑEZ, I., SÁNCHEZ RUBIO, R. y ORELLANA-PIZARRO, J.L. (DE) Trujillo y la Guerra de la Independencia. Un triste monumento de una ciudad desgastada, Badajoz, colec. Ciudades en Guerra (1808-1812), 2008, p. 43.
[15] AHN, Cons., lg. 905, exp. 5. También sobre este y otros proyectos universitarios, vid. ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza extremeña en el siglo XVIII, Mérida, 1990, p. 616; PÉREZ GONZÁLEZ, F.T. “Enseñanza e Ilustración en Extremadura”, Alcántara, época III, nº 29, 1993 (pp. 7-35), pp. 14-15; RODRÍGUEZ GRAJERA, A. “La Ilustración en Extremadura”, en ORTIZ MACÍAS, M. y PEÑAFIEL GONZÁLEZ, J.A. (Coords.) Actas de las Jornadas Juan Pablo Forner…, (pp. 67-92), pp. 78-80.
[16] Según noticia que debemos (y agradecemos) a José Antonio Ramos, el traslado del Ayuntamiento al edificio actual, que era la alhóndiga, se produjo en 1888.
[17] SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á. El concejo de Trujillo y su alfoz en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, Badajoz, 1993, p. 142.
[18] AMT, Acuerdos, sesión del 28-VII-1711.
[19] SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á. El concejo de Trujillo…, p. 126.
[20] Todas las informaciones sobre las comisiones y sorteos anuales, así como las de las gallinas, se han obtenido de los libros de Acuerdos. La noticia de la facultad de 1487 se inserta en las elecciones de San Andrés de 1718. El arreglo de salarios de 1764, en la sesión del 17-IX. También sobre los oficios, comisiones y salarios en Trujillo, vid. ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza extremeña…, pp. 540-543.
[21] Según alegato de la propia ciudad: AMT, Acuerdos, sesión del 20-VIII-1703. El corregidor se sorprendía de ello teniendo en cuenta que los propios rentaban 44.000 reales y los gastos apenas subían de los 30.000: ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, p. 552.
[22] AMT, Acuerdos, sesión del 5-I-1706. El hecho llamó la atención del Consejo de Castilla, que convocó al corregidor para recibir explicaciones.
[23] Ibídem, 3-VIII-1712: “por parte del sr. intendente de esta provincia se despachan tropas a la cobranza de lo que esta debiendo de su encabezamiento de alcabalas y cientos, servicio ordinario y extraordinario y otros débitos y valimientos…”
[24] Ibíd., 1-IX, 17-XI-1712 y 22-II-1718.
[25] Ib., 21-II-1721.
[26] Ib., 9-XI-1716.
[27] Ib., 17-VI-1763.
[28] Ib., 15-XII-1793. La pérdida de interés por el oficio de guarda mayor se explica por que su nombramiento ya no dependía de la ciudad ni del corregidor.
[29] Ambas prácticas volvieron a producirse con motivo del donativo de 1798, que se pagó vendiendo una lámpara de plata: RODRÍGUEZ CANCHO, M.; MELÓN JIMÉNEZ, M.Á.; RODRÍGUEZ GRAJERA, A. y BLANCO CARRASCO, J.P. “Política bélica y desobediencia fiscal. El donativo de 1798 en Extremadura”, en GUIMERÁ, A. y PERALTA, V. (Coords.) El equilibrio de los imperios: de Utrech a Trafalgar, Madrid, 2005 (pp. 295-316), p. 305.
[30] ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, pp. 553-554. En opinión de este autor, “si los nobles no se preocupaban gran cosa de ahorrar, como gestores del dinero público se mostraban aún más atolondrados”.
[31] AHN, Cons., lg. 1.465, s/f.
[32] En 1778 se suscitó un conflicto de competencias entre el alcalde mayor y el administrador de rentas cuando el primero prendió a un fiel cobrador: Ibídem, lg. 1.265, s/f.
[33] Ibíd., lg. 20.284, exp. 1, pieza 15.
[34] Otra cuestión que molestaba era la arrogancia de los jueces diocesanos, razón por la cual la ciudad ganó repetidas veces a lo largo del siglo provisiones reales para que los provisores del obispado de Plasencia no citasen a su tribunal a los legos trujillanos.
[35] Razón por la cual Trujillo había ganado ejecutoria, a la que se refieren los capitulares en 1724, que impedía al monasterio de Guadalupe seguir adquiriendo heredades y bienes raíces en la jurisdicción: AMT, Acuerdos, sesión del 4-II-1724.
[36] En 1703 fue enviado a Madrid el presbítero D. Luis de Paredes para negociar un sorteo de soldados, y en 1707 se nombró como abogado al doctor Juan Durán Montesinos, cura de Santa María: Ibídem, 26-IX-1703 y 22-III-1707.
[37] LADERO QUESADA, Manuel F. Las ciudades de la Corona de Castilla en la Baja Edad Media (siglos XIII al XV), Madrid, 1996, p. 14.
[38] Una relación completa de ellas la tenemos en AMT, Acuerdos, sesión 8-I-1707. Los lugares se convertían en villas cuando compraban su jurisdicción, dotándoselas entonces de un concejo y un término independientes de la ciudad, lo que no significa que dejaran de pertenecer a la tierra y renunciaran a sus aprovechamientos; a principios del XIX sólo quedaban 9 lugares, habiéndose eximido los demás: SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á. y SÁNCHEZ RUBIO, R. “Jurisdicciones en venta: la tierra de Trujillo en los siglos XVII y XVIII”, en La tierra de Trujillo desde el Barroco al Neoclasicismo, siglos XVII y XVIII, Badajoz, 2007 (pp. 11-97), pp. 75-88.
[39] En 1703, por ejemplo, quiso costear los 140.000 reales que valía una compañía de cincuenta caballos con la venta de la bellota de tres montaracías compartidas, dejando incólumes las otras tres dehesas comunales que aprovechaban en exclusiva los vecinos de Trujillo: AMT, Acuerdos, sesión del 18-II-1703.
[40] Así se dice y así se hace en 1740 en un pleito sobre daños en los montes: Ibídem, 22-X-1740.
[41] Ibíd., 9-VIII-1805.
[42] Véase por ejemplo el comentario con el que se marchó el corregidor Vega Meléndez: “entendiéndose esta despedida en lo económico y político y no en lo jurisdiccional, puesto era visto no dejarla hasta tanto que se verificase haber salido su señoría del partido y la sargentía”: Ib., 12-II-1784.
[43] SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á. y SÁNCHEZ RUBIO, R. “Para vos e para vuestros herederos”. Señorialización en la Tierra de Trujillo a mediados del siglo XVI (Madroñera, El Puerto, Torrecillas, Plasenzuela, La Cumbre y Marta), Badajoz, 2007; CILLÁN CILLÁN F. Venta de Santa Cruz de la Sierra, un lugar del alfoz de Trujillo, Garrovillas de Alconétar, 2012.
[44] AMT, Acuerdos, sesión del 22-II-1787.
[45] Todos los aspectos relativos al voto en Cortes y a la tesorería de Trujillo proceden de nuestro libro, en prensa: Extremadura, voto en Cortes. El nacimiento de una provincia en la España del siglo XVII.
[46] BARRANTES, V. Aparato bibliográfico para la historia de Extremadura, Madrid, 1875, Badajoz, eds. de 1977 y 1999, vol. III, p. 464.
[47] Sobre el origen y actuación de los corregidores y alcaldes mayores en el tiempo precedente, vid. LORENZANA DE LA PUENTE, F. “Corregidores y alcaldes mayores de Trujillo en la segunda mitad del siglo XVII”, Revista de Estudios Extremeños, LXXII-I, 2016, pp. 527-562.
[48] AMT, Acuerdos, sesión del 29-IV-1718.
[49] Los datos alusivos a la segunda mitad del siglo XVII que se insertan en este texto refieren siempre al artículo de nuestra autoría citado más arriba. Las cuantificaciones que aparecen en este epígrafe y en los siguientes son elaboraciones propias procedentes de la lectura de los libros de Acuerdos de 1701 a 1808; también de aquí proceden los datos cualitativos que se citan, si no se indica otra cosa. Aunque tenemos elaborada nuestra propia relación, existe un listado de corregidores que ejercieron en Trujillo entre 1700 y 1800 en ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, pp. 765-766.
[50] Su título: Avisos importantes a toda la juventud y a los que siguen la profesión militar, en el que recordaba a los jóvenes sus obligaciones patrióticas para resucitar las glorias de España, según consta en GIMÉNEZ LÓPEZ, E. “El corregimiento de Teruel en el siglo XVIII”, en Franch Benavent, R. y Benítez Sánchez-Blanco, R. (Eds.) Estudios de Historia Moderna en Homenaje a la profesora Emilia Salvador Esteban, Valencia, 2008, t. I (pp. 229-247), p. 237.
[51] AMT, Acuerdos, sesión del 12-I-1708.
[52] Ibídem, 6-VIII-1796, 21-I-1799 y f. 15 del libro de Acuerdos de 1800. AHN, Cons., lg. 2.057, exp. 4.
[53] El avance de los letrados en el siglo XVIII se ha constatado también en otras ciudades españolas: GIMÉNEZ LÓPEZ, E. “Caballeros y letrados. La aportación civilista a la administración corregimental valenciana durante los reinados de Carlos III y Carlos IV”, Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 8-9, 1988-1990, pp. 167-182; HIJANO PÉREZ, Á. El pequeño poder. El municipio en la Corona de Castilla. Siglos XV al XIX, Madrid, 1992, p. 120; ÁLVAREZ CAÑAS, M.L. “Los corregidores de letras en la administración territorial andaluza del siglo XVIII”, Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 13-14, 1995, pp. 123-149; GONZÁLEZ FUERTES, M.A. “La reestructuración de la administración judicial local en la Corona de Castilla (1700-1749)”, en DUBET, A. y RUIZ IBÁÑEZ, J.J. (Eds.) Las monarquías española y francesa (siglos XVI-XVIII). ¿Dos modelos políticos?, Madrid, 2010, pp. 131-141.
[54] SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á. et. al. Trujillo y la Guerra de la Independencia…, p. 33.
[55] Cerro NargáNez, R. “Los alcaldes mayores de Cataluña: una evolución desigual y conflictiva (1717-1808)”, Hispania, 207, 2001, p. 298.
[56] La carrera de Orellana fue progresando: corregidor de Segovia, intendente de Salamanca en 1711, corregidor de Valencia entre 1716 y 1718 y de Ronda con posterioridad. Sobre su actuación en Valencia, vid. GIMÉNEZ LÓPEZ, E. Militares en Valencia (1707-1800). Los instrumentos del poder borbónico entre la Nueva Planta y la crisis del Antiguo Régimen, Alicante, 1990, pp. 124-125.
[57] Los datos contenidos en este párrafo referentes a corregidores y alcaldes de otras ciudades extremeñas proceden de la lectura de los libros de Acuerdos correspondientes. Sobre la carrera profesional de los corregidores, vid. también ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, pp. 489-505.
[58] AMT, Acuerdos, sesión del 26-VI-1702.
[59] Ibídem, 7-X-1718.
[60] Ibíd., 17-VI-1763.
[61] Ib., 4-II-1767. Sobre la extensa carrera de Fernández de Zafra en la administración territorial, vid. GIMÉNEZ LÓPEZ, E. Militares en Valencia…, p. 146.
[62] Ib., 13-IV-1795.
[63] En plena guerra con el alcalde y el regimiento, el corregidor Matías Crespo obligó al escribano a asentar en los Acuerdos que la ciudad “no quiere ni pide ni pedirá en ningún tiempo a dicho señor corregidor fianzas algunas por no necesitarlas, satisfecha la ciudad de sus arreglados procedimientos”: Ib., 3-X-1718.
[64] Ib., 23, 24 y 26-X-1805.
[65] Ib., 12-VIII-1802; también en AHN, Cons., lg. 2.132, exp. 13, s/f.
[66] AHN, Cons., lg. 947.
[67] Ibídem, lg. 1.666, exp. 4, s/f.
[68] AMT, Acuerdos, sesión del 4-VII-1705.
[69] Algunos corregidores, en su afán por congraciarse con los capitulares, llegaron a adelantar de su dinero la compra de trigo (D. Joseph de Avellaneda, 1710), el pavimentado de las calles (D. Matías Crespo, 1718) o una corrida de toros (D. Juan Fernández de Bazán, 1724): ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, pp. 492 y 698.
[70] Ibídem, 7-X-1718 y 29-IV-1719; AHN, Cons., lg. 20, s/f.
[71] AHN, Cons., lg. 947, s/f.
[72] ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, pp. 489-490.
[73] Así se hizo tras la muerte de D. Miguel Crespo: AMT, Acuerdos, sesión del 17-VI-1752. También dos corregidores anteriores, D. Pablo A. Becerra y su sucesor D. Manuel de Silva, fueron sepultados a costa de la ciudad: Ibídem, 21-VI-1744 y 15-XI-1745 respectivamente. Con el alcalde D. Juan González se tomó este mismo acuerdo ante la inminencia de su muerte y estrechez de medios: Ibíd., 5-V-1761.
[74] Esta práctica se rompe en 1818 con ocasión de la muerte del corregidor D. Alfonso Astudillo con este argumento: “Que sin embargo de no ser de ley la asistencia del ayuntamiento al entierro y demás duelos del difunto corregidor, en honor al cadáver de su presidente, acuerda unánimemente que la corporación en cuerpo asista a todos los actos del funeral” (Ib., 17-I-1818).
[75] Esta circunstancia no pasó desapercibida para quien puso una demanda en 1768 en la Chancillería de Granada para que fuesen cesados los regidores que ocupaban oficios cuyos propietarios hubiesen fallecido o hubieran alcanzado la mayoría de edad, decisión que afectó a tres individuos: Ib., 27-VII-1768.
[76] Todos los cálculos ofrecidos son de elaboración propia a partir de la lectura de los títulos de regidores insertados en los libros de Acuerdos entre 1701 y 1808. Santiago ARAGÓN, utilizando fuentes parroquiales, ha establecido que la edad media al tomar posesión de la regiduría era de 34 años, siendo más elevada la de los tenientes y regidores de providencia: La nobleza…, p. 511.
[77] CUARTAS RIVERO, M. “La venta de oficios públicos en el siglo XVI”, Actas del IV Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1983 (pp. 225-260), p. 238.
[78] Además de voz y voto en el cabildo, el depositario general, que fue un oficio acrecentado a mediados del siglo anterior, tenía como atributo custodiar los depósitos, embargos y secuestros judiciales de bienes, y no era incompatible con tener tratos y mercaderías. En Extremadura existía este oficio también en Cáceres. Muy discutido por los regidores, no pocos ayuntamientos decidieron consumirlo: ARANDA PÉREZ. F.J. “ ‘Nobles, discretos varones que gobernáis a Toledo’. Una guía prosopográfica de los componentes del poder municipal en Toledo durante la Edad Moderna (corregidores, dignidades y regidores)”, en ARANDA, F.J. (Coord.) Poderes intermedios, poderes interpuestos. Sociedad y oligarquías en la España moderna, Ciudad Real, 1999 (pp. 227-309), p. 231.
[79] ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, p. 475.
[80] El corregidor, que no se fiaba, envió un escribano a casa de uno de los “indispuestos”, en concreto a la de D. Fernando de Orellana, y tuvo que referir con todo lujo de detalles cómo dos médicos y un cirujano procedían a sangrar al enfermo: “vi la sangre en un baño y el pú con la ligadura de la sangría”. Por su parte, Herrera Loaisa se hallaba “achacoso de la gota” y D. Antonio Eraso estaba “enfermo de la jaqueca”: AMT, Acuerdos, sesión del 8-X-1707.
[81] Sobre las ventas de oficios en Trujillo en los siglos XVI y XVII, vid. WHITE, L.G. War and Government in a Castilian province: Extremadura, 1640-1668, Universidad de East Anglia, Tesis Doctoral, 1985, pp. 192, 208 y 491.
[82] AMT, Acuerdos de 1729, f. 59.
[83] Así ocurrió en 1769, disputándose el cargo el marqués de Lorenzana, regidor más antiguo de precedencias, y D. Joseph Orozco, decano: “porque es evidente que en la referida ciudad tienen executoriada particularmente la preferencia en los actos públicos los caballeros hijosdalgos”: Ibídem, 4-II-1775.
[84] AHN, Cons., lg. 210, s/f.
[85] AMT, Acuerdos, sesión del 3-IV-1651.
[86] Fuente: AMT, Libros de Acuerdos, elaboración propia. También tenemos datos de oficios vacos y asistencia a los cabildos en ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, pp. 527-528.
[87] Motivación de D. Francisco de Herrera Loaisa para renunciar al ejercicio de su regiduría: “Digo que la crecida familia con que me hallo y consta a sus señorías me ocupa todo el cuidado y obligación natural de su manutención y para ella con la intendencia de mis granjerías y hacienda de campo para que me es preciso residir siete meses fuera de esta ciudad y los que en ella estoy tan ocupado que para mis propias dependencias falta tiempo, en cuya atención suplico se sirva de haberme por excusado del servicio de oficio de regidor que hasta ahora he servido”: AMT, Acuerdos, sesión del 1-X-1703. El marqués de Lorenzana hizo la misma súplica años después aludiendo a sus achaques y a “tener que hacer ausencia a reconocer las cosas y dependencias de que se componen mis rentas y haciendas que tengo y poseo en diferentes ciudades, villas y lugares”: Ibídem, 20-VI-1716.
[88] Tal fue el motivo de las largas disputas ocurridas entre el alférez mayor, marqués de la Conquista, y la ciudad que comenzaron en 1789: Ibíd., 22-VII-1789 y 2-II y 21-III-1796. La Audiencia le concedió finalmente la cédula a la vista del informe médico: “artritis vaga, cuya enfermedad habitual, sobre ser muy dolorosa, le obliga a permanecer por mucho tiempo en cama en diferentes tiempos del año, experimentando no poca perturbación del ánimo, le es indispensable permanecer varias temporadas en su casa de campo, a que se agrega su crecida edad”.
[89] RODRÍGUEZ DE CAMPOMANES, P. Apéndice al Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento, parte 1ª, Madrid, 1775-1777, p. 244.
[90] No es necesario insistir aquí que la política centralizadora de los Borbones puso en su punto de mira a los Ayuntamientos, estableció nuevas autoridades supramunicipales para fiscalizarlos y fue aprobando medidas para controlar las haciendas locales. Cualquiera que repase esa legislación comprobará que los regidores, y por extensión los poderosos locales, son tratados a veces como delincuentes en potencia y sus patrimonios una especie de garantía de sus posibles delitos. De ahí la advertencia del intendente de Extremadura a los regidores de Trujillo en 1716 por no ser capaces de reducir el endeudamiento municipal, “de lo que indefectiblemente recaerá de ahora en adelante sobre sus personas y haciendas si continuaren en la culpable omisión que han tenido hasta aquí” (Ib., 9-XI-1716). No eran amenazas baldías, por otra parte. En 1798, por ejemplo, los regidores y diputados tuvieron que pagar el alcance que presentaba el pósito tras hacer un llamamiento sin respuesta a los “sujetos pudientes” para que colaborasen (Ib., 30-VII-1798).
[91] Por estudios propios, sabemos que en los otros concejos extremeños de voto en Cortes no se igualaba lo cobrado en Trujillo, ni tampoco en los que ha analizado Santiago ARAGÓN: La nobleza…, pp. 540-541. La propina en forma de gallinas, por cierto, también se aplicaba en Plasencia.
[92] ARAGÓN MATEOS, S. “La composición de las rentas de la nobleza trujillana en el siglo XVIII”, Actas I Encuentro de Jóvenes Investigadores Extremeños, Cáceres, 1990, pp. 119-126.
[93] AHN, Cons., lg. 1.465, s/f.
[94] Incluso la convocatoria para asistir al juramento del príncipe heredero en 1709 no encontró regidor que quisiera viajar a la Corte con sus propios medios “por estar todo tan apurado y exhausto por los continuos contratiempos y calamidades que se padecen, los cuales experimentan muy inmediatamente los caballeros regidores de esta ciudad por la gran quiebra y disminución a que están sus rentas reducidas por esta misma causa”: AMT, Acuerdos, sesión del 21-III-1709.
[95] SALINERO, G. Une ville entre deux mondes. Trujillo d’Espagne et les Indes au XVIe siècle, Madrid, 2006.
[96] Cit. en PIZARRO GÓNEZ, F.J. Arquitectura y urbanismo en Trujillo…, p. 32.
[97] AHN, Cons., lg. 210, s/f.
[98] AMT, 24 y 30-XI-1736.
[99] De hecho, en 1752 el corregidor aducía que la providencia de 1736 había sido instigada por el propio Eraso porque no disponía de un oficio propio y el dueño le estaba presionando para que se lo devolviera; se da también la circunstancia –no sería extraño que fuera una falsificación documental, de hecho no sería la primera en la que aparece involucrado este regidor- de que el Consejo insistía en que uno de los regidores que fuera nombrado por el corregidor fuera Eraso: AHN, Cons., lg. 210, s/f.
[100] ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza…, p. 508.
[101] “Por ahorrarse los gastos del título y media annata”, diría el marqués de Lorenzana años después: AMT, libro de Acuerdos de 1753, f. 148v.
[102] AHN, Cons., lg. 210, s/f.
[103] AMT, Acuerdos, sesión del 22-IV-1769.
[104] GIMÉNEZ LÓPEZ, E. e IRLES VICENTE, Mª.C. “Los municipios de realengo valencianos tras la Guerra de Sucesión”, Estudis. Revista de Historia Moderna, 17, 1991, pp. 75-113; SÁNCHEZ SALAZAR, F. “El control del poder local: elecciones municipales en tierras de Jaén en el siglo XVIII y primer tercio del XIX”, Hispania, 188, 1994, pp. 845-864.
[105] AMT, Acuerdos, sesión del 26-VIII-1800. La solicitud se vio en el Consejo en 1801: GUILLAMÓN ÁLVAREZ, F.J. Las reformas de la Administración local durante el reinado de Carlos III, Madrid, 1980, p. 425.
[106] Hasta ahora se tenía la idea equivocada de que habían desaparecido los Acuerdos de esos años, pero la realidad es que no llegaron a realizarse. Así, en la sesión del 19-VIII-1805 declaran los regidores añales que “los señores sus antecesores había muchos años que no hacían formal ayuntamiento”.
[107] AHN, Cons., lg. 2.057, exp. 14, s/f.
[108] Según se explica en AMT, Acuerdos, sesiones del 30-VII y 9-VIII-1805.
[109] AHN, Cons., lg. 2.057, exp. 14, s/f.
[110] RUBIO ANDRADA, M. “La presencia de Trujillo en las Cortes de Cádiz. Proceso de un deseo frustrado”, Actas XLI Coloquios Históricos de Extremadura, Mérida, 2013, pp. 195-237.
[111] RODRÍGUEZ GRAJERA, A. “Las transformaciones del espacio agrario en la Extremadura de finales del Antiguo Régimen”, Norba. Revista de Historia, 25-26, 2012-2013, pp. 247-260; PÉREZ MARÍN, T. “El Real Decreto de 28 de abril de 1793: su aplicación en el municipio de Badajoz”, Revista de Estudios Extremeños, LXXII-I, 2016, pp. 209-264.
[112] AMT, Acuerdos, sesión del 6-VII-1805; SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á., et al., Trujillo y la Guerra de la Independencia…, p. 34.
[113] AHN, Cons., lg. 2.057, exp. 14, s/f.
[114] Ibídem, exp. 15.
[115] LORENZANA DE LA PUENTE, F. “Los representantes del pueblo del ayuntamiento de Mérida, 1766-1808”, en ORTIZ MACÍAS, M. y PEÑAFIEL GONZÁLEZ, J.A. (Coords.) Actas de las Jornadas Juan Pablo Forner… (pp. 295-319), pp. 301-303.
[116] AMT, Acuerdos, sesión del 7-IX-1799; la petición fue formulada por el presbítero Fernando Grande Calderón, solicitando la convocatoria de concejo abierto: BRAVO LOZANO, J. “Lenguaje político de los concejos rurales: el Concejo Abierto”, en ARANDA PÉREZ, F.J. El mundo rural en la España moderna. Actas de la VIIª Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna, Cuenca, 2004 (pp. 1.159-1.170), p. 1.168.
[117] Ibídem, 19-VII-1752.
[118] Una aparición del síndico en 1761 fue para expresar que se debía a la virgen de la Victoria el hecho de que los terremotos últimamente padecidos no hubiesen afectado en demasía a la ciudad; poco después se quejaba del excesivo precio de los bizcochos y esponjados y de que los fabricantes los hacían “del tamaño que les parecía”: Ibíd., 1-IV y 11-VIII-1761.
[119] Ib., 21-XII-1768, 8-I-1769 y 12-II-1784.
[120] Ib., 15-I-1764.
[121] SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á., et al., Trujillo y la Guerra de la Independencia…, p. 42.
[122] Ib., 23-V, 27-VI y 24-X-1766; ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza extremeña…, pp. 562-563. También en Valencia tres de los primeros diputados electos pertenecían a la nobleza titulada: GARCÍA MONERRIS, E. La Monarquía absoluta y el municipio borbónico. La reorganización de la oligarquía urbana en el Ayuntamiento de Valencia (1707-1800), Madrid, 1991, p. 357.
[123] Ib., 20-IX-1768. La falta de fondos para sostener las iniciativas de los diputados y personeros fue constante; no olvidemos que el libramiento de dinero era una competencia exclusiva de los regidores. En 1680 el personero comunicó al intendente esta dificultad y el regimiento, a instancias de éste, respondió con argumentos más bien extravagantes: que antes debía afianzarlos “por ser absolutamente pobre, y dificultoso volver a reintegrarlos en caso de que no dé salida de ellos”, y además debía detallar “qué asuntos son los que tiene que seguir en beneficio del público, con distinción de cada uno, para que se venga en conocimiento de la utilidad que pueda redundar en dicho beneficio público, y para que además de lo dicho pueda este noble ayuntamiento consultar con abogados de su satisfacción de ciencia y conciencia que puedan dar dictámenes ciertos y seguros a su parecer de si lo que propusiere el referido personero es de seguro derecho o voluntariedad en él, pues si fuese así sería gastar inútilmente los referidos caudales”.
[124] Ib., 8-X-1770 (ff. 64v-65).
[125] AHN, Cons., lg. 1.156; ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza extremeña…, pp. 551-552. Los conflictos protocolarios fueron norma en toda la Corona; en Cáceres, por ejemplo, quisieron asistir los diputados a la toma de posesión del corregidor, pero les fue denegado; éste y otros conflictos, en GUILLAMÓN ÁLVAREZ, F.J. Las reformas de la Administración…, pp. 99-101. Otro caso relacionado con la vestimenta, en MAESTROJUÁN CATALÁN, F.J. “Ser y parecer en el Antiguo Régimen. Los problemas de un regidor bajito”, Memoria y Civilización, 3, 2000, pp. 107-125.
[126] Ibídem, lg. 1.328, exp. 6 (año 1787). Otro ejemplo con los mismos protagonistas: el personero Joseph Pajares se opuso en 1791 a la destitución del guarda de la dehesa de los Caballos, pues su único delito había sido aprehender los ganados que en ella introducían ilegalmente los vaqueros del inefable marqués de la Conquista: AMT, Acuerdos, sesión del 10-I-1791.
[127] Cierto es que tampoco faltaron episodios oscuros, como la posible componenda entre los diputados y personero con el abastecedor de aceite y jabón en 1771 para repartirse los beneficios: ARAGÓN MATEOS, S. La nobleza extremeña…, p. 563.
[128] SÁNCHEZ RUBIO, Mª.Á., et al., Trujillo y la Guerra de la Independencia…, pp. 98-100.
[129] Nos remitimos para todas estas cuestiones a nuestro libro (en prensa cuando se redactaron estas líneas) Extremadura, voto en Cortes…
[130] AMT, Acuerdos, sesiones del 20, 21, 27, 28 y 30-III; 3, 13 y 14-IV; 4 y 31-V-1709.
[131] Ibídem, 26-IX; 3 y 6-X; 6, 18 y 19-XI-1724; 9 y 12-I-1725.
[132] LORENZANA DE LA PUENTE, F. La representación política en el Antiguo Régimen. Las Cortes de Castilla, 1655-1834, Madrid, 2013, pp. 651-652.
[133] AMT, lg. 2-3-370 y 371. Sobre estas Cortes, vid. Ibídem, pp. 652-676.
[134] Archivo Municipal de Mérida, lg. 26-13; Ibídem, Acuerdos, sesiones del 4 y 11-VIII-1760.
[135] AMT, Acuerdos, sesiones del 16-IV; 10, 17 y 22-V-1833.
[136] Ibídem, 7-VII-1817.
[137] Ibíd., 19-XI-1717.
[138] Todo eso se hizo hasta el final, entre 1832-1833, con el alumbramiento de la reina de su segunda hija, la muerte de Fernando VII y la proclamación de Isabel II: “Dimos cuenta de la real carta de Su Majestad que Dios guarde, fecha 31 de enero último dirigida a esta ciudad como de voto en Cortes, por la cual se ha dignado el rey nuestro señor anunciar el feliz alumbramiento de nuestra amada reina y señora, que se verificó a las dos y cuarto de la tarde del treinta de dicho mes, dando felizmente a luz una robusta infanta que fue bautizada en el día siguiente con los nombre de María Luisa Fernanda…”: Ib., 11-II-1832.
[139] Un avance de la misma se extiende en nuestra ponencia “Extremadura en tiempos de Meléndez Valdés. Inquietudes políticas y acción provincial”, Actas IX Jornadas de Historia de Almendralejo y Tierra de Barros (en prensa cuando se redactaron estas líneas).
[140] Comunicación de Trujillo a la provincia en 1785: AHN, Cons., lg. 1.077.