
Francisco Cillán Cillán
Hemos intentado recoger en este trabajo uno de los últimos episodios que realizó el menor de los hermanos Pizarro en la conquista del Perú, antes de emprender su empecinado error de considerarse el gobernador del imperio de los incas, recién conquistado, en contra de la voluntad real, cuando la desobediencia a la corona estaba castigada con la muerte. Gonzalo se muestra como un gran conquistador dispuesto a realizar la gran empresa que le encomendó su hermano mayor, Francisco Pizarro, y que emprendió, al frente de un puñado de hombres dispuestos a todo, con ilusión, decisión y valentía en busca del dorado y del árbol de la canela. Sin miedo a lo desconocido, ni a la selva intransitable, ni a las continuas y pertinaces lluvias ecuatoriales, y lo que es peor, a la carencia de alimentos sin saber dónde encontrarlos. Ante tanta carestía, toma las decisiones que considera más oportunas y construyen un bergantín, que entrega a su pariente Orellana, para que vaya a buscar víveres, con la promesa de encontrarse en un lugar concreto transcurrido un tiempo. Pero las turbulentas aguas y la fuerte corriente del río Marañón-Amazonas cada vez los aleja más del punto de reunión y les impide el regreso.
Mientras tanto, Gonzalo y su gente vagaban por selvas y pantanos sin un rumbo concreto y después de año y medio sin localizar riqueza alguna de las que buscaban, sólo despoblación, soledad y naturaleza salvaje, y de pasar incontables penurias y sufir sueños desvanecidos, regresaron a Quito menos de la mitad de los españoles que formaron la expedición, enfermos, desnutridos, famélicos y harapientos.
Palabras claves: El Dorado, Árbol de la canela, río Marañón-Amazona. expedición.
Cronología de Gonzalo Pizarro Alonso
Juan y Gonzalo son los menos conocidos de los cuatro hermanos Pizarro conquistadores, a nuestro parecer, el primero porque falleció pronto y el menor de ellos, porque oscureció sus múltiples hazañas bélicas en la última etapa de su vida, por el levantamiento que tuvo contra la Corona. Sin embargo, no cabe duda de que merece un trato muy diferente pues su participación fue muy activa en toda la conquista, a pesar de su juventud. Era hijo de Gonzalo Pizarro, el Largo, que tuvo cuatro vástagos varones, uno legítimo, Hernando, tenido con su esposa Isabel de Vargas, y tres naturales, el mayor de todos ellos fue Francisco, que lo tuvo a los veinte años con Francisca González, una joven al servicio de las freiras del convento de la Coria de Trujillo. Juan y Gonzalo, habidos con María Alonso, molinera del lugar de la Zarza (actualmente Conquista de la Sierra). Pero en este estudio nos vamos a centrar en el menor de los hermanos bastardos, Sabemos poco por no decir nada de su infancia y adolescencia, pero sí que se unió a Francisco para participar en la conquista del Perú, junto con los otros vástagos, en el 1529. No está claro su fecha de nacimiento, aunque debió acaecer a finales de la primera década del siglo XVI, o principio de la siguiente. Sin embargo, es conocido su defunción tras la batalla de Xaquixaguana, 9 de abril de 1548, en la que fue condenado y ajusticiado, por rebelde contra la Corona, con la decapitación. Aquí nos vamos a centrar principalmente en el descubrimiento del País de la Canela y del río Amazona, tras una reseña de otros hechos bélicos, que hubo con anterioridad, en los que participó nuestro protagonista. Su persona está presente en los acontecimientos más destacados de la conquista del imperio de los incas. A temprana edad ya destaca en la toma de Cajamarca, siendo uno de los que apresaron a Atahualpa y derrotaron su numeroso ejército, el 16 de noviembre de 1532. Participa en el reparto del botín del rescate[1] y en la toma de Cuzco, noviembre de 1533. Asiste a la pantomima de nombrar rey de los incas a Manco Inca o Capac II.
En abril de 1536 Manco se levanta en arma contra los españoles y los incas toman la fortaleza de Sacsayhuamán en Cuzco, desde donde se dominaba las viviendas de los dos hermanos naturales y gran parte del resto de la población, poniendo en peligro la vida de los cristianos, que vivían en la ciudad. Hernando encomienda a sus medios hermanos Juan y Gonzalo dicha toma, en cuyo empeño Juan fue herido gravemente el 16 de mayo de dicho año, de una pedrada en la cabeza, que le ocasionó la muerte, pero los indios son desalojados y huyen a las montañas.
En el 1537 se enfrentan los españoles en dos bandos, lo que da origen a las guerras civiles en las que los dos hermanos Pizarro desempeñan un papel fundamental. Los hombres de Almagro regresan de la campaña en Chile fracasados pero convencidos de que Cuzco les pertenecía, toman la ciudad y encarcelan a Hernando y su hermano menor junto con los más destacados pizarristas. El Legítimo fue liberado y Gonzalo consigue fugarse de la cárcel. Reorganizan sus tropas, se enfrentan en la batalla de las Salinas, cerca de Cuzco, el 6 de abril de 1538 y vencen a los almagritas. Las consecuencias fueron fatales, Almagro quedó preso y poco después ejecutado, con todo lo que eso trajo después, ya que era Adelantado y gobernador de la provincia de Nueva Toledo nombrado por SM. Toda la responsabilidad recayó sobre Hernando.
Gonzalo en el 1538, al frente de 100 españoles y miles de indios fieles a los cristianos, exploró el territorio de los Yamparás, Cara-caras y los Charcas, y descubrió la mina de plata del cerro de Porco. En sus proximidades fundó el 29 de septiembre de dicho año la villa de La Plata sobre el poblado indio de Chuquisaca[2]. Y Pedro de Anzúrez, liderando un grupo de españoles, refundó de nuevo dicha población el 16 de abril de 1540. En donde con posterioridad se asentaría la Audiencia de Charcas. Hoy se conoce como la ciudad de Sucre en territorio boliviano.
Manco Inca, tras su salida de Cuzco, se refugió en Vilcabamba con un grupo cada vez más numeroso de nativos que le siguieron, en los límites de los Andes y la selva amazónica y desde allí estableció una especie de guerra de guerrilla contra los vecinos de la ciudad imperial sin que los españoles pudieran llegar hasta él por lo inaccesible del terreno, y en su persecución y captura fracasaron los más valientes y destacados conquistadores hispanos, incluido Almagro con su general Orgóñez, o el mismo Francisco Pizarro directamente o mediante su hermano Gonzalo. Cuenta el cronista Pedro Pizarro, que participó directamente en los acontecimientos, dado que iba como soldado, que Francisco nombró al menor de sus hermanos de padres al frente de una expedición de trescientos hombres con sus capitanes para que capturara a Manco. Llegaron a un punto donde los caballos no podían pasar y los dejaron con algunos soldados para su cuidado y el resto continuó la marcha a pie. Las montañas se presentaban muy escarpadas y de difícil acceso con senderos que conducían al refugio del Inca y su gente, pero con tramos tan estrechos que sólo podían caminar de uno en uno. El menor de los Pizarrro ordenó a Pedro del Barco que encabezara el desfile, formando la vanguardia. Los indios habían construido sobre dos riachuelos sendos puentes que conducían a un angosto camino que iba por la ladera de una alta montaña, por donde solo podía pasar un hombre a veces en cuclillas y agarrándose fuertemente para no despeñarse. Del Barco ordenó que se pasara por ellos, sin percibir que pudiera ser una trampa, pues no era la primera vez que los indios usaban este tipo de estratagema, y cuando habían pasado unos treinta españoles comenzaron a arrojar desde los alto de la montaña grandes piedras o galgas, que rodaban con tanta velocidad y fuerza que destrozaban cuanto cogían a su paso, entre ellos a cinco cristianos que alcanzaron. El resto pudo llegar hasta una pequeña explanada donde recibieron tal lluvia de flechas, enviadas por los indígenas escondidos en la espesura del monte, que de no haber bajado al cauce del río por otro sendero, que descubrieron, hubieran perecido todos[3].
Gonzalo, al ver el desastre producido, comprobar las pérdidas y el número de heridos que había, lo bien resguardados y reforzados que estaban lo indios y el desánimo de su gente, decidió retirarse a donde dejaron los caballos e informar al Marqués de lo que ocurría para que le enviara más personal, como así hizo. Cuando llegaron los refuerzos volvió de nuevo a atacar y mandó a los cien mejores peones que subieran sigilosamente hasta la cima de la montaña, para tomar por sorpresa el refugio de Manco Inca y deshacer todas las fortificaciones y trampas que tenía preparadas. En algunos de estos enfrentamientos se dio el caso que los naturales intentaron defenderse con cuatro o cinco arcabuces que habían quitado a los españoles y como no sabían atacar el arma debidamente con la pólvora, cuando disparaban la pelota iba poco más allá de la boca del arcabuz. Cuando los guardianes del Inca vieron que se dirigían hasta ellos, cogieron entre tres a su Señor por brazos y piernas y en volandas lo llevaron al cauce del río y de esa forma lograron ocultarse en la selva, mientras el resto de los naturales huían despavoridos a esconderse en la espesura selvática.
El reinado de Manco Inca duró hasta 1545, cuando un grupo de almagristas, después de asesinar a Francisco Pizarro, le dieron muerte en la misma población de Vilcabamba. No obstante dejó un pequeño estado incaico, que heredaron sucesivamente cuatro de sus hijos con la categoría de monarcas. A su muerte le sucede Titu Cusi Yupanqui, que dejó el trono a su hermano Túpac Amaru, quien al parecer ordenó el asesinato de los religiosos encargados de cristianizar el reino y posteriormente a unos embajadores que envió el virrey don Francisco Álvarez de Toledo[4], por lo que éste ordenó su invasión y el 24 de junio de 1572 cayó Vilcabamba, la población más importante del pequeño reino que se había formado, después de rendirse otros poblados. El último rey inca, el joven Túpac, huyó río abajo en una canoa de enea, con la intención de esconderse en la selva, pero fue apresado días después y llevado a Cuzco, donde, tras un breve juicio, el 24 de septiembre de dicho año, fue acusado de tiranía y traición al rey de España, y sin que quisiera convertirse al cristianismo, es ajusticiado por orden del virrey.
Además de la responsabilidad que Francisco Pizarro da a su medio hermano Gonzalo, cuando le encarga la captura del Inca, muestra igualmente el gran aprecio que siente por él en el nombramiento que le hizo en noviembre de 1539, cuando se encontraba en Yucay, termino de la jurisdicción de Cuzco, tras sufrir la burla del Inca. Ante la posibilidad de que Benalcázar se trasladara a España para conseguir del Rey la gobernación de Popayán, nombró a Gonzalo el 30 de noviembre de 1539 gobernador de la provincia de Quito, que comprendía además los lugares de San Francisco, Villaviçiosa de la Concepción, Popayán, Caly con Puerto Viejo, la ciudad de Santiago con su término y lo demás que se descubriera, pues se encontraba con un gobernador interino. El Conquistador reconoce que dichos territorios fueron descubiertos y conquistados por Benalcázar bajo sus órdenes, y por la potestad que el Rey le había concedido de poder traspasar la gobernación de los mismo, nombraba a “Gonzalo Piçarro por gobernador de las dichas provinçias, ciudades e villas para que las tenga en justiçía e gouierne como gouernador de S. M.”. Porque dicho Gonçalo Piçarro “le ha ayudado a conquistar y mantener toda esta tierra, haciendo a S. M. muy señalados servicios”, pues como capitán “es hábil e persona de toda confianza, zeloso del serviçió de Dios e de S. M. e de su justicia y en todo fiel servidor suyo”[5]. Fueron testigos de este nombramiento el capitán Diego de Horvina (Urbina), don Pedro Portocarrero y Rodrigo de Pineda. Actuó de escribano, como notario público, Ginés de Castañeda[6]. Francisco confía que este generoso nombramiento fuera confirmado por el Emperador, tras la presentación que le hiciera su hermano Hernando en su traslado a España, pues así se lo había encomendado.
Gonzalo Pizarro en el País de la canela
Por otra parte, Se sabía que Gonzalo Días de Pineda había realizado incursiones a un país lejano situado más allá de las montañas al que denominaban las tierras de Quijos y de la Canela, por la abundancia de esta especia culinaria, aunque se había perdido toda clase de ruta que condujera hasta el mítico lugar. El Gobernador dotó a su hermano de un ejército de más de doscientos hombres, cien de ellos de a caballo, para lo que gastó cincuenta mil castellanos de oro, con la idea de que llegara hasta dicho lugar y con la intención igualmente de que verificara ciertos rumores, que más parecían leyendas que realidades[7]. Gonzalo Pizarro era joven y su insaciable espíritu aventurero y emprendedor no pudo resistir aquella honrosa proposición, y partió lo más pronto que pudo hacia la capital del norte. Tuvo en el camino algunos encuentros con indios de guerra hasta llegar a Quito a mediados de 1540, donde reformó el gobierno y dio un impulso nuevo a la ciudad y a los demás poblados de cristianos pertenecientes a su gobernación.
Allí el rumor de la existencia de un valle muy rico y frondoso, allende de los Andes, donde se cultivaba el árbol de la Canela, era cada vez más constante e intenso. Gonzalo Fernández de Oviedo asegura que dicha canela, “aunque tiene forma diferente a la que se trae de la isla de Bruney en las Molucas, sabe tan bien o mejor que aquella”[8]. Pero también dice el cronista en el capítulo citado, que los indios contaban que allí vivía un príncipe o cacique al que llamaban el Dorado, porque todas las mañanas embadurnaba su cuerpo con un ungüento a especie de goma, que olía muy bien, sobre el que pega polvo de oro, desde los pies hasta la cabeza, de forma que quedaba tan resplandeciente como si hubiera salido de manos de un buen artífice o platero. Y por las noches se lavaba y arrojaba todo el oro, plata y pedrerías, con los que había cubierto su desnudez. Las armas eran de iguales metales[9]. Es lógico que Gonzalo Pizarro y sus hombres pensaran si esto hace todos los días este reyezuelo es porque habrá abundantes minas del preciado metal, luego con dicho viaje aumentaran considerablemente las rentas reales, su patrimonio y el de quienes nos acompañaren.
El menor de los Pizarro, ya en Quito, juntó cuantas armas, caballos y hombres quisieron unirse a su aventura, “proveyó su ejército de indios de carga y servicio y de otras muchas cosas necesarias” y dejó en la ciudad por su teniente a Pedro de Puelles. En la Navidad del 1540, como afirman unos, o a comienzos del 1541, como dicen otros, partió hacia el país desconocido para dar riendas sueltas a su aventura. Iba con los doscientos hombres que trajo desde Cuzco más cincuenta jinetes que se le unieron, unos cuatro mil indios y tres mil ovejas, puercos y perros domesticados[10]. Tomó el camino hacia el norte, siguiendo las huellas de Pineda, y ordenó a su maestre de campo don Antonio de Ribera que fuera en vanguardia, con orden de juntarse en Quijos. Aquí le salieron muchos indios de guerra, que temerosos de la presencia de los cristianos, huyeron y no presentaron batalla.
El capitán Francisco de Orellana, que según algunos cronistas estaba de teniente de gobernador en Guayaquil y según otros fue enviado por Gonzalo para que reclutara gente, salió de dicho lugar en busca de su gobernador. Había nacido este capitán en Trujillo por el año 1511, sus padres eran Francisco de Orellana y Francisca de Torres Orellana, conocidos hidalgos de la ciudad extremeña, que bautizaron a su hijo con el nombre de Francisco Bejarano Pizarro Torres de Altamirano. En el 1527 se embarca el joven trujillano hacia las Indias Occidentales donde se puso bajo las órdenes de Francisco Pizarro, interviniendo en la conquista del Perú. Funda Puerto Viejo (1533). Participa en la batalla de las Salinas en el bando pizarrista, frente a Diego de Almagro, el Viejo. Tras el éxito, el Marqués en el 1538 le envía desde los Reyes a Cuzco al frente de un pelotón de soldados en ayuda de Hernando Pizarro. Ese mismo año le entrega el gobierno de la provincia de Culata, para que reconstruyera la ciudad de Santiago de Guayaquil, que había sido destruida por los indios, tras fundarla Benalcázar en el 1534. Fue tan importante la reconstrucción, que algunos consideran a Orellana su verdadero fundador. En el 1540 era teniente de gobernador de dicha ciudad y de Portoviejo, y en marzo de 1541 prepara una expedición en la que gasta unos 40.000 pesos de oro de su pecunio particular, y se fue a Quito con 23 españoles en busca de Gonzalo Pizarro. Siguió sus huellas y tras duras penalidades y combates con los indios pudo unirse a él en el valle de Zumaco.
Gonzalo llegó a Muti, tomó ochenta hombres y siguió el camino de acceso a las cumbres, arduo y penoso, donde muchos indios perecieron por el intenso frío y el hambre que pasaron y por la aspereza del terreno. Tardaron setenta días hasta llegar a Zumaco[11], lugar próximo a la línea equinoccial, situado en la falda de un volcán. Dicen Gomara y Zárate, a quienes seguimos, que tembló la tierra con tanta intensidad, que se abrió por varias partes y más de sesenta casas se hundieron[12], y, para mayor sorpresa de aquellos expedicionarios, se oyeron tantos truenos acompañados de tan gran número de relámpagos y de torrenciales lluvias, que estaban todos “maravillados” y sorprendidos de lo insólito del hecho. El dramaturgo español en Amazonas en Indias, después de describir las penalidades que pasaron los españoles en este viaje, pone en boca de fray Gaspar de Carvajal, el cronista de la expedición, los siguientes versos:
Dimos en un valle, “al cabo”,
que el Marañón fertiliza,
de yucas y de maizales,
cuyas gentes se apellidan
Zumacos, donde un volcán
sobre una sierra vomita
cerros enteros de llamas
la vez que se encoleriza.
(Tirso de Molina: vers. 1242-1249)
Gonzalo recibió con los brazos abiertos a su paisano y amigo en Zumaco, donde más tarde se fundaría la ciudad de Ávila, y pronto le otorgará cargos de confianza. Los expedicionarios echaron a los nativos de la población para robarles la comida y allí estuvieron durante dos meses hasta que duraron los alimentos que capturaron, pero las intensas lluvias ecuatoriales, que no cesaron ni un solo día, no dejaban enjugar las ropas que llevaban puesta, y terminaban pudriéndose, lo que originó graves enfermedades. Solo el hallazgo de parte de lo que buscaban alivió en algo la situación, pues en esta comarca y en cincuenta leguas a la redonda se encuentra el árbol de la canela, que tanto ansiaban.
“El árbol es grande y tiene la hoja como de laurel, y unos capullos como de bellotas de alcornoque. Las hojas, tallos, corteza, raíces y fruta son de sabor de canela, mas los capullos es lo mejor. Hay montes de aquellos árboles, y crían muchos en heredades para vender la especiería, que muy gran trato es por allí. Andan los hombres en carnes, y atan lo suyo con cuerdas que ciñen al cuerpo; las mujeres traen solamente pañicos”[13].
El dramaturgo español en Amazonas en las Indias, acto II, pone en boca de fray Gaspar de Carvajal unos versos que describen con claridad cómo eran esos árboles que vieron los primeros exploradores.
Son unos árboles estos
que a los laureles imitan
en la siempre verde hojas,
con ramas tan presumidas,
que se burlan de las flechas
sin que se osen a sus cimas;
su corpulencia tan grande,
que no es posible la ciña
tres personas con los brazos;
su flor blanca y amarilla;
su fruto ciertos capullos
que se aprietan y arraciman
formando mazorcas de ellos
y en cáscara quebradizas
conservan menudos granos,
que, sembrados, son semillas.
(Tirso de Molina, vers. 1269-1284)
Los indios tienen esta planta en gran estima, aunque nace de forma espontánea en toda la comarca, incluso la cultivaban, con lo que mejoraron el producto, que usaban para el trueque de vestimentas, víveres y todo lo necesario para la sustentación y la vida, con los pueblos vecinos.
Los españoles anduvieron más de 200 leguas, pasando múltiples penalidades y necesidades de toda clase, pero el hambre se hacía presente en variadas ocasiones, y cuando conseguían algunos alimentos eran principalmente ñames, especie de batatas que asaban o cocían; guayabas, papayas, cocos. Se encontraron ríos caudalosos que formaban grandes saltos de agua y para atravesarlos construyeron puentes con palos, bejucos, pitas, que torcían para formar grandes sogas. Sufrieron plagas de sabandijas, arañas, tábanos y mosquitos, que ocasionaban profundas picaduras. Pero en la mente de Gonzalo y de sus hombres bullía también la idea del Dorado, aunque a veces se desvanecía casi por completo, mientras adquiría mayor presencia el fantasma del hambre. Dejó en Zumaco la mayor parte de sus gente y continuó la marcha con los más sanos y fuertes en busca de un camino que le condujera a poblaciones más importantes, pensando que dicho príncipe debía encontrarse allí, pero sobre todo que hallarían más alimentos. La marcha no fue fácil, pues la información, que recibían de los nativos, la mayor parte de las veces era engañosa o confusa con tal de echarlos de sus tierras. En su caminar llegaron a los pueblos de la Coca, donde fueron recibidos pacíficamente por el curaca de la tribu. Allí permanecieron durante mes y medio, mientras esperaban al resto del contingente para continuar todos juntos la búsqueda desesperada, sin que supieran a ciencia cierta a donde los conducía. Partieron de nuevo siguiendo el cauce de un caudaloso río y llegaron donde se forma una profunda catarata de más de doscientos estados[14], que al caer el agua produce un estrepitoso ruido que se oye a más de seis leguas, afirma Zárate. Continuaron por el cauce encajonado que conduce a una angostura formada por altas y verticales rocas cortadas rectamente y separadas ambas orillas unos veinte pies. Estaba defendido este paso por los nativos hasta que los arcabuceros se apoderaron de él, y allí construyeron un puente con cuerdas y palos para llegar a la otra orilla.
Siguieron la marcha por las montañas y penetraron en una región que denominaron Guema, que era algo llana y estaba cubierta de ciénagas y algunos ríos, donde había gran escasez de alimentos y los pocos nativos se nutrían de frutas silvestres, hierbas y unos sarmientos que sabían a ajos, dice Gomara. Sus habitantes andaban desnudos por el mucho calor que hacía o porque no conocían la vestimenta, y solamente tenían atado los prepucios con una cuerda de algodón al muslo, mientras las mujeres se cubrían con pañete sin otra clase de ropa. Llegaron por fin a tierra más poblada, habitada por gentes que comían pan de maíz y vestían su cuerpo con prendas de algodón, pero las grandes lluvias ecuatoriales seguían empapándolos día y noche. Toparon con un gran río y para atravesarlo construyeron un bergantín y algunas canoas, improvisaron dos fraguas, que funcionaban con el carbón que hicieron de los árboles de la selva, y utilizaron todo el hierro que tenían disponibles, herraduras de los caballos muertos, armaduras de los fallecidos o en desuso, cascos, armeses, y con ello construyeron los clavos, escuadras, ángulos y demás material necesario. El dramaturgo del Siglo de Oro en la obra anteriormente citada y en boca del mismo protagonista pone unos acertados veros en los que resalta la laboriosidad del auténtico Jefe:
Don Gonzalo era el primero;
que porque todos le sigan
ya en el taller, ya en la fragua
trabaja, sopla, martilla,
compasa, mide, dispone,
desbasta, asierra, acepilla…;
porque en tales ocurrencias
más noble es quien más se tizna.
(Tirso de Molina, vers. 1421-1428)
Embadurnaron el casco con la resina de los árboles a falta de brea, y por estopas usaron las camisas viejas y el algodón que deshilaban de las mantas. Mientras tanto, los alimentos cada vez se escaseaban más y fue tal el hambre que pasaron que se comían los perros y los caballos que morían, y en más de una ocasión no les faltó deseos de comerse a los propios compañeros que fallecían.
Descubrimiento del río Amazona
Francisco de Orellana se hizo cargo del bergantín, al que dieron el nombre de San Pedro, y de las canoas, donde metieron el oro, joyas, esmeraldas, pólvora, fardos y otras cosas que pudieron conseguir, con el fin de eliminar peso al resto de los expedicionarios y llevar a los enfermos. Gonzalo Pizarro con los demás hombres, que aún quedaban vivos, continuó por la orilla, abriéndose paso por las ciénagas y atolladeros o por la espesura de cañaverales y selva con espadas, machetes y hachas, y cuando no podían caminar por una orilla se pasaban a la otra en el bergantín. Así anduvieron más de doscientas leguas, según les pareció, pero con la desesperación de unos y otros porque no hallaban víveres ni riqueza alguna de las que buscaban, sólo despoblación, soledad y naturaleza salvaje. Gonzalo mandó entonces a su paisano y pariente Francisco de Orellana, con el grupo de hombres que llevaba, que fuera a por bastimento río abajo y dejara en el cruce del río Coca y Napo, que estaban a unas ochenta leguas de allí, dos canoas para que pudieran pasarlos. Tirso de Molina describe con otros versos, dentro de la misma obra que venimos citando, la entrega del barco y la orden dada por Gonzalo a su pariente y paisano.
A Francisco de Orellana,
por ser persona de estima,
de su sangre y de su tierra,
su gobierno le confía,
y con cincuenta españoles
le manda que a toda prisa
por el Marañón abajo
descubrimientos prosiga
y que a las ochenta leguas
aguarde porque le avisan
que allí con el Marañón
dos ríos pierden la vida.
(Tirso de Molina, vers. 1441-1452)
El 26 de diciembre del 1541 partió Orellana al frente de su reducida flota con sus cincuenta y cuatro hombres[15], entre los que iban el comendador Francisco Enriquez, natural de Cáceres; el alférez de la expedición Alonso de Robles, nacido en Don Benito; dos capellanes, el dominico fray Gaspar de Carvajal, natural de Trujillo, que escribiría la crónica del viaje, y fray Gonzalo de Veras, de la orden de la Merced; un negro y unos pocos indios. Habían iniciado una odisea donde la lucha por conseguir alimentos y sobrevivir era el primer objetivo, pero los naturales de aquellas regiones se lo iban a poner muy difícil. El segundo día, un madero que estaba suelto en la corriente rompió una tabla del barco y hubo que repararlo. Aquellos aguerridos hombres pronto sintieron el fuerte arrastre de las aguas sin que pudieran dominar plenamente el bergantín. Fray Gaspar dijo una misa a bordo, “como se dice en la mar”, encomendando a Nuestro Señor sus personas y vida, “y suplicándole nos sacase de tan manifiesto trabajo y perdición”. Pero el hambre cada vez era más intensa por la falta total de alimentos, y tuvieron que sustentarse con “cueros, cintas, y suelas de zapatos cocidos con algunas yerbas,… de manera que era tanta nuestra flaqueza que sobre los pies no nos podíamos tener”[16].
Pasaron del río Coca al Napo tras sufrir mil vicisitudes, sin que encontraran víveres ni población a quienes pudieran quitárselos, pues algunos que bajaron a tierra en busca de ellos comieron ciertas hierbas que estuvieron a punto de morir. Volver les era imposible, por las fuertes corrientes en contra. El día de Año Nuevo del 1542 tuvieron alucinaciones al oír tambores próximos, que denotaban población cercana, pero pronto comprobaron que era tan solo un sueño. Orellana se siente mal, sabe que ha desobedecido a su jefe y general, Gonzalo Pizarro, y eso suponía un severo castigo. El 4 de enero de dicho año, en el pueblo de los Irimares, gobernados por el cacique Aparia, nombró por escribano a Francisco de Ysásaga y de sus manos recibió el requerimiento de sus compañeros para no volver atrás. Ya era independiente, se sentía fuerte con aquel simple documento para seguir adelante a la aventura, arengaba a sus hombres con palabras llenas de fe y esperanza en tiempos mejores, aunque recibió la protesta de algunos de su confianza, entre los que se encontraba fray Gaspar de Carvajal, de la orden de predicadores, que estaban dispuestos a cumplir los mandatos de su general por encima de todo. El 8 de enero el sueño se hizo realidad, divisaron poblaciones próximas, fueron bien recibidos y pudieron ampliamente saciar sus necesidades alimenticias.
Orellana tomó posesión de aquellas tierras en nombre de S. M., con la parafernalia de la época, luego reunió a su gente y les comunicó la decisión de hacer un segundo bergantín de mayor eslora, dado que el que llevaban le parecía pequeño para navegar por el mar, y la situación les era favorable, pues tenían alimentos y eran bien acogidos por aquellos nativos. Dividió a sus hombres en cuadrillas y a cada uno les encargó trabajos diferentes: a unos que trajesen la cuaderna; otros, dos “estamenas”; a otros, la quilla, las rodas o que aserrasen tablas. De esa forma tuvo a todos activos y contentos, aunque nunca habían trabajado en astilleros, y en siete días cortaron y acarrearon toda la madera necesaria a pesar de que era invierno y el acarreo distante. Hicieron carbón para fabricar clavos de las herraduras de los caballos muertos y de materiales de deshecho y otras piezas necesarias, y en treinta y cinco días echaron al agua el nuevo bergantín, al que pusieron el nombre de Victoria, “calafateado con algodón e betunado con pez”, que los indios traían, porque así se lo pedía el Capitán, igual que hacían con los alimentos diarios[17]. Adobaron también el barco pequeño porque iba ya podrido y con ambos bergantines continuaron la navegación por el río Napo, aumentado su caudal con el agua del Curaray. La madrugada del 12 de febrero del 1542 pasaron del río Napo al río Marañón en tierras del Perú actual, que recibiría el nombre de río de Orellana y posteriormente río Grande o de las Amazonas, en la actualidad el Amazonas, ya en tierras brasileñas[18]. El mayor y más largo caudal de agua dulce de la tierra.
El doce de mayo llegaron al territorio de Machiparo, un gran señor que dominaba muchas poblaciones, que estaban junto al río. Eran esta gente muy belicosas, dice el fraile dominico que llegaban a juntar ejércitos de hasta “cincuenta mil hombres de edad de treinta años hasta setenta, porque los mozos no salen a la guerra ni en cuantas batallas con ellos tuvimos les vimos, sino fueron viejos, y muy dispuestos”[19]. Pronto aparecieron gran número de canoas que cercaban por un lado y otro a los bergantines, y para colmo de males la pólvora estaba humedecida y los arcabuces no disparaban. Tuvieron que defenderse solamente con las ballestas y, aunque hacía mucho daño a los nativos, no dejaban de llegar refuerzos. Pero saltaron a tierra la mitad de los españoles, mientras los otros quedaban en los barcos para su defensa y así consiguieron echarlos de una de sus poblaciones. Había abundante comida, “tortugas en corrales y alberques de agua, y mucha carne y pescado y bizcochos”. Orellana ordenó a su alférez, recientemente nombrado, Cristóbal Maldonado, que tomara una docena de hombres y llevaran cuanta comida pudieran a los barcos. Pero la tarea no fue fácil, pues más de dos mil indios que habían regresado, para evitar que los españoles les quitaran sus víveres y dispuesto a todo, les hicieron luchar hasta la extenuación. No obstante, lograron acarrear más de mil tortugas, no sin quedar todos mal heridos, a los que hubo que curar con ensalmos, a falta de medicamentos, y en quince días sanaron excepto Pedro de Ampudia, natural de Ciudad Rodrigo, que falleció a consecuencia de las heridas recibidas[20].
Continuaron por el cauce fluvial donde sufrieron mil vicisitudes y toda clase de peripecias. En una ocasión les cercaron unas canoas que llevaban cuatro o cinco hechiceros con “las bocas llenas de ceniza, que echaban al aire” y con un hisopo arrojaban agua al río a manera de hechizos, y después de dar alguna vuelta a los bergantines “llamaban a la gente de guerra, y comenzaban a tocar cornetas y trompetas de palo y atambores y con muy gran grita nos acometían”. Los españoles se defendían desde los bergantines con los arcabuces y ballestas y, aunque herían o mataban a muchos, pronto eran sustituidos por otros más feroces. Venía al frente de todos ellos un señor que alardeaba de valiente y desafiador, y acertó Hernán Gutiérrez de Celis a enviarle una pelota de arcabuz que le penetró en el pecho, ocasionándole la muerte. Los indios desmayaron y acudieron a ver a su señor; mientras, los españoles pasaron al centro del río, donde tenían mayor defensa. No obstante, estuvieron durante dos días y dos noches centenares de nativos, persiguiéndolos sin dejarles reposar, hasta que salieron de los dominios de Machiparo y llegaron al territorio de otro gran señor, Oniguayal, no menos agresivo. Recorrieron desde que salieron de Aparia hasta que entraron en el nuevo territorio 340 leguas, de las cuales 200 estaban completamente despobladas. Allí tuvieron que echar a los indios de un pueblo para conseguir alimentos, y lograron “buenos bizcochos de maíz y de yuca, y mucha fruta de todos los géneros”[21].
Salieron de aquellos dominios y entraron en los de Omagua, poderoso señor, el domingo siguiente después de la Ascensión, y no habían recorrido dos leguas cuando les entró por la derecha otro río más caudaloso, que al juntarse ambos formaban tres islas, de tierras muy fértiles y muy pobladas, por lo que le denominaron río de la Trinidad. En uno de esos pueblos había una “casa de placer” con mucha loza muy variada, vidriada, esmaltada, con dibujos y pinturas muy conseguidas. Tinajas y cántaros de más de veinticinco arrobas, platos, escudillas, candeleros. El cronista afirma que era la mejor del mundo, superior en calidad incluso a la de Málaga, que por entonces tenía fama de ser muy buena, y los indios afirmaron que todo lo que en esta casa hay de barro en otro poblado “más adentro es de oro y plata”. Pero Orellana sabía que en esos momentos no contaba con personal suficiente para ir en busca de aquellos tesoros ni tampoco era su misión y desistió de ello. Allí encontraron “dos ídolos tejidos de pluma de diversa manera, que ponían espanto, y eran de estatura de gigante y tenían en los brazos metidos en los molledos unas ruedas a manera de arandelas, y lo mismo tenían en las pantorrillas junto a las rodillas: tenían las orejas horadadas y muy grandes, a manera de los indios del Cuzco y mayores”[22].
Recorrieron más de cien leguas por la tierra de Omagua y llegaron al señorío de Paguana, otro poderoso señor con gran número de pueblos bajo su mando y abundantes ovejas de las del Perú y la tierra es generosa en comida y frutas, como ciruelas, guanas, piñas y peras, que en su lengua se llaman aguacates, y otras muchas y variadas. Llegaron a otra provincia de gente muy belicosa, y a pocas leguas les entró por la izquierda otro gran río con las aguas negras como la tinta, al que denominaron Río Negro. El miércoles, siete de junio, víspera de la festividad del Corpus Christi, fueron atacados a la salida de la luna por indios, que los pusieron en gran apuro, y tres días después llegaron a otro pueblo, sito en la desembocadura del río Madeira, que tenía una gran plaza donde había un tablón muy grande de unos diez pies cuadrados, que contenía en relieve una gran ciudad amurallada con una puerta, y en ella dos torres muy altas, y cada torre tenía una sola puerta frente a la otra, y cada puerta tenía dos columnas. Toda esta obra la ostenían dos leones muy feroces[23]. Aquí capturaron a un sujeto que dijo que adoraban al sol y eran tributarios de las Amazonas, y por tributo les entregaban plumas de guacamayos y de papagayos, que ellas usaban para forrar “los techos de las casas de sus adoratorios”[24]. Continuaron el viaje y dieron por fin con un pueblo donde los indios usaban flechas. El martes 22 de junio divisaron otra gran población en la margen izquierda del río “donde estaban blanqueando las casas”, y el jueves, 24 de junio penetraron en el señorío de las Amazonas. Allí les salieron un número de guerreros que a las propuestas de paz del Capitán le hicieron burla y nos amenazaron con llevarnos ante las mujeres guerreras. Orellana ordenó a su gente que se dirigieran con los bergantines hacia el puerto, que estaba defendido por multitud de soldados, pues había gran necesidad de obtener alimentos. Los nativos comenzaron a arrojar una lluvia de flechas, y los españoles se defendían con los arcabuces y las ballestas y, a pesar del daño que los cristianos hacían con sus armas, “andaban (los indios) unos peleando y otros bailando”. No obstante, consiguieron herir a cinco castellanos, entre ellos a fray Gaspar, quien afirma que le dieron con una flecha en la ijada que le “llegó a lo hueco, y si no fuera por los hábitos allí me quedara”[25].
La batalla fue dura, los remeros no podían remar por el número de flechas que se les venía encima, y muchos españoles saltaron del barco y con el agua por la cintura continuaron la lucha. Los indios, aunque veían a los suyos muertos, pasaban por encima y volvían con más fuerza. Era este pueblo tributario de las amazonas y habían pedido su ayuda cuando tuvieron noticia de la llegada de los intrusos. Y éstas se pusieron al frente de ellos, como capitanas, cuenta fray Gaspar que
“peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos, y esta es la cabsa por donde los indios se defendían tanto”. Eran estas mujeres “muy altas, membrudas y blancas, con el cabello muy largo, trenzado, rebuelto a la cabeza, en cuero, cubiertas sus partes secretas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; y en verdad que hubo mujer de éstas que metió un palmo de flecha por uno de los bergantines, y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín”[26].
Continúa el cronista afirmando que mataron siete u ocho amazonas de las que estaban luchando, y ello fue causa para que los indios huyeran y fueran vencidos. Pero en la lucha fue herido por segunda vez fray Gaspar, cuenta él mismo que le entró una flecha por un ojo que pasó a la otra parte, “de la cual herida he perdido el ojo y no estoy sin fatiga ni falta de dolor” y que a esa provincia la llamaron de San Juan, porque en ella entraron dicho día, que era fértil y tan buena y natural como las de España. El Capitán ordenó embarcar temeroso de que corrieran mayor peligro, cuando los indios se rehiciesen, pues venían de los otros pueblos muchos socorros. Habían recorrido ya 1.004 leguas desde que dejaron a Gonzalo Pizarro. Cuando consiguieron entenderse con el indio capturado, intentaron averiguar la procedencia y el modo de vida de las mujeres guerreras. Y éste les relató que “vivían la tierra adentro siete jornadas de la costa”, en casa hechas de piedra y no de paja, eran muchas, pues ocupaban setenta pueblos, no eran casadas y acostumbraban a extirparse un pecho para el mejor manejo del arco, engendraban a sus descendientes con guerreros que capturaban de otros poblados vecinos, a los que después de pasar un tiempo con ellos los dejaban en libertad. Solo las niñas formaban parte de su sociedad, mientras los hijos varones eran entregados al padre, los abandonaban o los ejecutaban sin piedad. Todas ellas estaban bajo el mando de una gran señora llamada Coñori[27]. El indio continuó contando que estas señoras usan vasijas de oro y plata, menos las plebeyas que la utilizan de palo y barro. Tienen adoratorios y casas dedicadas al sol, que llaman Caranain. El suelo lo tiene a medio estadio y el techo cubierto de pinturas de variados colores. En ellas se guardan figuras de mujer hechas del argentífero y áureo metal. Visten con ropas fabricadas con finas lanas de llamas, y por traje llevan una manta ceñida al pecho que las cubre hasta abajo y otras la abrochan por delante con unos cordones. Llevan el cabello suelto y coronado con una corona de oro de dos dedos de ancho. Tiene por norma que en poniéndose el sol no podía quedar ningún varón dentro de sus ciudades, y son varios los lugares que las tributan y sirven. En su tierra hay dos lagunas saladas de las que se surten de sal[28].
Pasaron después a la provincia que denominaron de los Negros, porque iban con la cara tiznada en muchas piraguas a guerrearlos, y los atacaron varias veces. Estaban bajo el mando de Arripuna, eran de gran estatura e iban trasquilados. Llegaron al territorio de Timamostón, gran señor, que gobernaba a gentes muy feroces que comían carne humana, sin que las demás tribus que fueron dejando atrás fueran caníbales. La necesidad les hizo que asaltaran un pueblo pequeño que estaba junto a otro más grande y los nativos para defenderse usaron flechas envenenadas con curare, un veneno que surtía efecto a las pocas horas, y sin bajar del barco mataron a Antonio de Carranza, natural de Fría (Burgos), pero al fin pudieron llenar los bergantines de maíz. Atrás fueron dejando los grandes robledales y llegaron a la desembocadura del río Xingo, donde la selva da paso a la sabana y posteriormente a terreno más bajo de islas, en el que se siente el fuerte empuje de la marea marítima. Hubo muchos momentos en que la fortuna no estuvo de su lado y estuvieron a punto de perder la vida, en esta ocasión el bergantín pequeño chocó contra un tronco suelto, que vagaba por el río y produjo una vía de agua, que le hizo zozobrar. Hubo que enderezarlo y repararlo, hacer de nuevo clavos y todas las demás faenas, en lo que tardaron 18 días. Durante ese tiempo escasearon los alimentos y los indios no cesaban de atacarlos, y tuvieron que comer lo granos de maíz contados, y un animal que localizaron muerto en el cauce del río. Sólo les quedaba la esperanza de que el mar estuviera próximo y eso les daba ánimo. Adobaron los bergantines y les pusieron mástiles, jarcias de hierba y las mantas en que dormían sirvieron de velas, en lo que tardaron otros 14 días, “de continua y ordinaria penitencia por la mucha hambre y poca comida que había”. Con escasos alimentos de maíz tostado y agua, que les dieron los indios del estuario, que eran más pacíficos, y sin rumbo fijo, pues carecían de piloto, aguja y carta de navegación, salieron al Mar del Norte u Océano Atlántico el 26 de agosto de 1542, y siguieron por la costa norte, pero una noche el bergantín pequeño se apartó del otro, y sin saber donde estaban ni a donde iban y alimentándose solo con una especie de ciruelas que encontraban en la costa, el 11 de septiembre llegaron a la ciudad de Nueva Cádiz en la isla de Cubagua. Allí hallaron a la tripulación del bergantín pequeño que había llegado dos días antes con gran alegría para todos al encontrarse vivos, pues ya se daban unos a otros por muertos, y fueron muy bien recibidos por los habitantes de aquel poblado, quienes les dieron cobijo y cuanto hubo de menester. Ocho hombres habían perdido la vida, bien por enfermedad o por ataque de los indios, y más de ocho meses de dura navegación transcurrieron por la mayor y más caudalosa corriente de agua dulce de la tierra, que en muchos trayectos presentaba la anchura de un brazo de mar, y la vía fluvial que ponía en comunicación la parte más oriental del Perú con el Océano Atlántico. Dice el cronista que anduvieron desde donde salieron “hasta la mar mil ochocientas leguas, ante más que menos”, “trescientas de marea y mil quinientas sin ella”, y desde la desembocadura “hasta la isla de Cubagua hay cuatrocientas cincuenta leguas de altura”[29].
Desde Cubagua partió Orellana con trece de sus hombres a Santo Domingo en la isla la Española, para regresar a España y dar noticias a su Rey del nuevo descubrimiento. En el 1543 llegó a Valladolid, donde se encontraba la Corte y fue acusado y juzgado de traición, pero resultó absuelto, y jamás volvió a verse con Gonzalo Pizarro[30]. En febrero de 1544 firma las Capitulaciones en la Real Chancillería de Valladolid por las que se le nombra Adelantado, Gobernador y Capitán General de la Nueva Andalucía. En noviembre se casa en Sevilla con doña Ana de Ayala y prepara la expedición que saldrá el 11 de mayo de 1545 de Sanlúcar de Barrameda con quinientos hombres, para conquistar y colonizar las tierras por él descubiertas. En diciembre llegan al estuario del Amazonas y en noviembre de 1546 muere Orellana a los 36 años de edad por enfermedad sin poder llevar a cabo su empresa[31].
Muerte de Francisco Pizarro
Volviendo unos años atrás, antes de que Orellana se hiciera cargo del bergantín y comenzara su odisea por el rió Amazona, y Gonzalo quedara en plena selva ecuatorial con sus hombres, abandonado sin víveres ni vestimenta, los acontecimientos acaecidos a Francisco Pizarro iban a trastocar toda la vida en el Perú. Pero no adelantemos sucesos y veamos cómo se desarrollaron los hechos. El Conquistador desde Yucay, una vez que entregó el gobierno de Quito a su medio hermano Gonzalo, como en su momento dijimos, se volvió a Cuzco y desde allí regresó a Lima, donde se respiraba un ambiente muy enrarecido por la diferencia social que se había creado después de la muerte de Almagro, el Viejo, entre los partidarios de su hijo y los leales a los Pizarro, hasta el punto que mientras unos nadaban en la abundancia, otros pasaban hambre y carecían de lo más elemental para la subsistencia, pensando que los pizarritas les habían arrebatado todo lo que a ellos les pertenecía.
Era un domingo frio y lluvioso en Lima, cuando aconteció el trágico suceso que a continuación vamos a narrar. El Conquistador faltó a misa, a pesar de que tenía por norma su asistencia. Unos cronistas piensan que siguió los consejos de sus más fieles asesores, que le advirtieron de que no era prudente que fuera, por el levantamiento de almagristas que se estaba preparando, y aunque no era hombre de temer a nada ni a nadie, sin que por ello cayera en la imprudencia, aceptó el consejo. Otros consideran que estaba algo refriado y el día no aconsejaba la salida de casa. Lo cierto es que varios vecinos al salir de misa, al ver que el Gobernador no asistió, fueron a visitarle y luego se marcharon para sus domicilios. Serían las once o las doce de la mañana, según la opinión de diferentes cronistas de la época, aunque otros afirman que era la hora en que todos comían[32], cuando Juan de Herrada aconsejó a don Diego de Almagro, el joven, que se quedara en casa y tomó a sus doce mejores hombres: “Martín de Bilbao, Diego Méndez, Cristóbal de Sosa, Martín Carrillo, Arbolancha, Hinojeros, Narváez, San Millán, Porras, Velásquez, Francisco Núñez, y Gómez Pérez”, a los que armó con cotas, coracinas y alabardas, dos ballestas y un arcabuz[33], aunque no se ponen de acuerdo los diferentes historiadores en el número de asaltantes que fueron al domicilio del Gobernador[34]. La casa de don Diego estaba a la izquierda de la catedral, y siguieron toda la plaza al sesgo hasta el domicilio del Marqués, que se encontraba en el otro rincón del recinto. Antes había dado orden a Pedro Picón, natural de Mérida, a Francisco de Chaves, capitán que fue de Almagro el Viejo, y a Marchena para que salieran a caballo a la plaza para tenerla vigilada y segura[35]. Y a cara descubierta, con las espadas desnudas, cruzaron el recinto público, con el asombro de los que en él estaban sin que nadie hiciera nada por detenerlos. Mientras gritaban, según algunos historiadores, ¡Viva el Rey! ¡Mueran traidores! Sin embargo, Gomara y Garcilaso aseguran que el grito fue “¡Muera el tirano traidor, que ha hecho matar al juez que el Emperador enviaba para su castigo!”[36]. Decían eso para que la gente se indignara contra el Marqués y no salieran a defenderlo y tal vez para acallar su conciencia ante un hecho que sabían que no debían hacer, pues el Gobernador representaba a su rey, que lo había nombrado. Al llegar a la casa del Gobernador, Herrada dejó a un compañero en la puerta de la calle para que cuando ellos entraran gritara que ya habían matado a Pizarro, y de esta manera acudieran todos los de Chile, que eran más de doscientos, en su ayuda, mientras el subía con los otros diez[37].
El profesor peruano presenta también un listado de gentes “desocupadas y turbulentas” de poco renombre, a los que califica de “rostros patibularios, malas trazas, torvos gestos”, entre los cuales estaban Santiago, el de la cuchillada, porque tenía una cicatriz que le cruzaba la nariz; Juan y Antón, hermanos de Almagro, pobres villanos; Ramírez, el Manco; Pedro de Porras; Francisco Coronado, el Alto; Juan Navarro, el de la Pedrada. Continúa con el grupo de los vizcaínos, “los más impetuosos y decididos”, tales como Alonso de Enriquez, antiguo médico del Mariscal; Bartolomé de Arbolancha; Jerónimo Zurbano, clérigo; Juan Balsa; Martín de Bilbao, al que considera el autor de la estocada mortal a Pizarro[38].
El Gobernador se encontraba reunido con su hermano Francisco Martín de Alcántara, el doctor Juan Velázquez, el capitán Francisco de Chaves, el bachiller don Garcí Díaz Arias, obispo electo de Quito, el veedor García Salcedo, Juan Ortiz de Zárate[39], Alonso de Manjarre, Don Gómez de Luna, el secretario Pedro López de Cáceres, Francisco de Ampuero[40], Diego Ortiz de Guzmán, el capitán Juan Pérez, Alonso Pérez de Esquivel, y otros muchos. En total unos cuarenta hombres en el domicilio, armados únicamente con capa y espada. Un paje del Marqués, Diego de Vargas, hijo de Gómez de Tordoya[41], que oyó las voces, salió a ver que sucedía y vio a los de Chile que venían cruzando la plaza con gran alboroto.
Diego de Vargas, asustado y tembloroso, volvió donde estaba el Gobernador y dando voces dijo: – “¡Armas, armas, que vienen a matar al Marqués! Y dirigiéndose a su amo exclamó: – “Señor: los de Chile vienen a matar a Vuestra Señoría”. Cuando el Gobernador lo oyó dijo a Francisco de Chaves, que era natural de Trujillo en la Extremadura española: – “Señor Chaves: cerrad esa puerta y guardádmela mientras me armo”. Pero el desleal trujillano, a quien el Marqués en su testamento de 1537 le había nombrado tutor de sus hijos y le asignaba el cargo de gobernador en la minoría de su vástago, en caso de su fallecimiento y ausencia de su hermano Gonzalo, abrió la puerta.
La casa del Marqués tenía dos patios, en el primero había una puerta estrecha y fuerte, que de haber echado el cerrojo, como dijo Pizarro a Chaves, no hubieran podido entrar en ella ni doscientos hombres que vinieran, afirma Cieza. El otro espacio abierto tenía una puerta, que si se hubieran puesto los que en el interior estaban tampoco hubieran conseguido entrar los amotinados. Las habitaciones estaban agrupadas alrededor de los patios. En el segundo se encontraban la sala, la cámara y la recámara del Gobernador. Al fondo había una huerta cercada con una tapia con puerta trasera. Francisco de Chaves se encontraba en el corredor, delante de la puerta que acababa de abrir y allí se topó con los de Chile que venían subiendo las escaleras y les dijo: – “No a los amigos”[42]. Pero Juan de Herrada, que iba de los primeros, no le respondió y dio de ojo a los que venían detrás para que lo matasen y en medio de las escaleras cayó muerto con la cabeza seccionada, tras recibir múltiples estocadas, sin poder siquiera sacar la espada. Los demás huían despavoridos o se escondían debajo de las camas o en los armarios, al oír el griterío que traían. El doctor Juan Velázquez corrió hacia una puerta y de allí a una ventana que daba al río y con la vara de la justicia en la boca, para no llevarla en la mano y así se cumplieran sus palabras, saltó hacia la calle y corrió sin saber donde esconderse. Otros muchos hicieron lo mismo, de tal forma que se quedó el Marqués con su hermano Francisco Martín y los pajes Diego de Vargas o Tordoya y Cardona solos en la cámara. Pizarro entró a armarse en la recámara mientras los otros dos se pusieron a la puerta para impedir el paso de los amotinados. El Gobernador se colocó la coraza y cogió la espada ancha de la conquista a la que dijo: – “Venís acá vos, mi buena espada, compañera de mis trabajos”[43].
Puede que la escena que acabamos de describir sea propia de la imaginación del cronista, y que nunca existiera en la realidad, pues no la he encontrado entre los demás historiadores de la época. Cieza sabe que está narrando los hechos de un héroe y, como en los poemas épicos, crea la prosopopeya en la que el protagonista habla con seres inanimados íntimamente ligados a él. Pizarro adquiere de nuevo la grandiosidad del héroe, mientras casi todos huyen él se enfrenta al peligro, sin miedo ni alboroto, se desprende de una capilla larga de estar en casa, se pone la coraza y con amables palabras personifica a su espada. Es uno de los grandes momentos de su vida, que recuerdan la isla del Gallo y Cajamarca, no quiere que la fama conseguida se pierda en este trance crucial de enfrentarse a la muerte. Se ha transformado en el personaje heroico del que podríamos decir, aquellas palabras con las que el poeta calificó al Cid: “El que en buena hora ciñó espada”.
Los amotinados entraron gritando: – ¡Muera el traidor! ¡Acabemos con él, que se termina el tiempo y puede que le vengan refuerzos! Y llegaron hasta la puerta donde estaba Francisco Martín de Alcántara y los pajes Cardona y Vargas, quienes luchaban denodadamente por defender la entrada. Ya estaban heridos don Gómez de Luna, Gonzalo Hernández de la Torre, Francisco de Vergara, Ortiz de Zárate, y Hurtado. El Gobernador desde dentro lleno de valor se dirigió a los amotinadores: – ¿Qué desvergüenza es ésta? ¿Por qué me queréis matar? Pero los asaltantes enfurecidos, llamándole traidor, pugnaban por entrar hasta donde estaba sin atender a razones. Con una coracina a medio abrochar salió a recibirlos gritando: – “A ellos, hermano, ¡mueran! que traidores son”. Y durante un tiempo se defendieron con coraje y valentía, “que aunque uenían bien armados y ellos no lo estauan, mataron a dos”. Pero en un lance abatieron a Francisco Martín de Alcántara y a los dos pajes, y el Gobernador se enardeció más al ver a su hermano y a los dos sirvientes muertos en el suelo. Y como si hubiera recobrado la fortaleza y el vigor de años juveniles los llamaba traidores y felones mientras se enfrentaba a la mayoría de los conjurados, sin mostrar flaqueza ni desánimo. Los de Chile cuando vieron que no podían rendirlo, a pesar de la diferencia de edad que los separaba, empujaron a Diego de Narváez para que el Marqués se entretuviera con él y mientras, los otros consiguieron entrarle por los lados. Martín de Bilbao aprovechó el momento para atravesarle la garganta con su espada, y los demás descargaron todo el odio y rencor que guardaban sobre su cuerpo gravemente herido a base de estocadas y cuchilladas[44]. Calló al suelo pidiendo confesión, asegura Pedro Pizarro, untó los dedos de su diestra en la sangre de sus heridas, hizo una cruz y la besó. Así expiró «el capitán que de descubrir reinos y conquistar provincias nunca se cansó», escribiría Cieza, nombrando a Cristo, nuestro Dios, y pidiendo confesión. El poeta lo refleja en el último terceto de su soneto con los siguientes versos:
Un imperio es tu alfombra. Y hombre luz
no te apagas: te vas sobre la Cruz
que haces tú con tu sangre traicionada.
(González del Valle: 76)
El fraile mercenario español ve una estrecha relación entre la cruz que hace el Héroe con su propia sangre y la que un día le concediera el emperador Carlos V al otorgarle el hábito de Santiago, que con tanta ilusión y orgullo lució en los actos más solemnes, bordada sobre su pecho. Así en Amazonas en Indias pone en boca del nuevo gobernador, Vaca de Castro, las siguientes redondillas, para ensalzar al Conquistador.
La cruz que hizo en el postrero
curso de su heroica vida,
sacándola de la herida
que abrió el desleal acero,
autorizó la que al pecho
el Cesar Carlos le puso,
pues católico dispuso
en la conquista que ha hecho
el laurel para eterna grana;
que, en quien triunfo apetece,
más noble la cruz parece
de sangre, que la de grana.
(Tirso de Molina: vers. 1046-1057)
Cieza concluye con un extenso epitafio, que nos permite conocer detalles de la vida del Gobernador y no nos deja poner en duda la edad, fecha y hora de su fallecimiento.
“Fue su muerte á hora de las once del día, á veinte é seis días del mes de Junio, año de nuestra reparación de mil é quinientos é cuarenta y un años; gobernó por él é por sus Tenientes, desde la villa de Plata hasta la ciudad de Cartago, que hay nuevecientas leguas y más; no fue casado, tuvo, en señoras de este reino, tres hijos y una hija; cuando murió había sesenta é tres años é dos meses”[45].
Inés Muñoz, la esposa de Francisco de Alcántara, escribe en su diario que el 26 de junio de 1541, domingo frío y lluvioso, muere en Lima víctima de una conspiración el conquistador Francisco Pizarro. Se encontraba en su palacio, donde había invitado a comer a varios de sus amigos, cuando una docena de almagristas interrumpieron el banquete. Después de cometer el magnicidio en la forma que ya hemos narrado los asesinos salieron a la plaza con las espadas ensangrentadas gritando ¡Yo maté al Marqués! “Inés Muñoz queda consternada por este suceso”. Pero con valentía y coraje consigue guardar en un convento a los hijos de su cuñado, y después va a dar sepultura a los cadáveres del Gobernador y de su marido, con la ayuda de algunos sirvientes. Varios historiadores, tanto antiguos como contemporáneos, consideran que la demasiada confianza de Francisco de Chaves, al no cerrar la puerta, fue la causa fundamental de la muerte del Marqués, pues de haberla cerrado habrían tenido tiempo los que estaban dentro a armarse y la sorpresa no hubiera causado sus efectos, para que todos los que le acompañaban salieran huyendo al verse sorprendidos. Cuatro almagristas perdieron la vida en el enfrentamiento y otros varios quedaron heridos, mientras murieron siete “por parte del Marqués, y entre ellos un criado de Francisco de Chaves”[46].
El regreso de Gonzalo Pizarro del País de la canela
Hacía año y medio que Gonzalo Pizarro había marchado en busca de la Canela, sin que se supiera nada de él[47], cuando un día tuvieron noticia en Quito de que habían visto a unos andrajosos que venían hacia la ciudad. El nuevo teniente de gobernador, Sarmiento, procuró informarse bien de quienes eran, y cuando supo que se trataba del resto de la expedición que había ido en busca de la apreciada especia, mandó a su gente con algunos caballos para que les aliviaran la marcha. Venían menos de cien españoles, todos enfermos, desnutridos y harapientos. La mayoría de los indios murieron y los expedicionarios se comieron gran número de caballos, agotaron los cerdos, ovejas y hasta los perros que llevaban. Los que regresaron contaban que uno de los nutrientes que más echaron en falta fue la sal, que no encontraron en la mayor parte del terreno por donde anduvieron. Cuando llegaron hasta donde había españoles, que los socorrieron, besaron la tierra. Gonzalo quedó sorprendido de que el teniente de gobernador que él había dejado en la ciudad fuera reemplazado por otro, y rechazó los caballos y los primeros suministros que le ofrecieron, porque no había para todos. Se puso al frente de sus hombres y entraron en Quito una mañana a pie y se fueron a oír misa y dar gracias a Dios porque les había librado de tantos peligros y males. Los vecinos sintieron gran lástima y compasión al verlos en el estado en que estaban. Iban desnudos, los brazos llenos de heridas de los rasguños de zarzas y matorrales o de picaduras de insectos y sabandijas, con llagas en las espaldas y en los pies. La ropa estaba podrida, algunos cubrían el cuerpo con pellicos de venados por delante y por detrás. Calzaban unas antiparras del mismo animal y tapaban la cabeza con unos capeletes de igual piel. Traían las espadas sin vainas llenas de orín. “Venían tan flacos y desfigurados, que no se conocían; y tan estragados los estómagos del poco comer, que les hacía mal lo mucho y aun lo razonable”[48].
Gonzalo lloró profundamente la muerte de su hermano Francisco, cuando le contaron como había sucedido. Se lamentó de no haber regresado antes para enfrentarse a los asesinos, y sintió gran amargura cuando se enteró de que Cristóbal Vaca de Castro estaba por gobernador, pues consideraba ingrato al Rey, al no confirmarle en el cargo que por herencia le pertenecía, hasta que su sobrino fuera mayor de edad, pero acató la orden sin replicar. Mandó emisarios ante el Comisionado, ofreciéndose para vengar la muerte de su hermano, que Vaca rechazó, asegurando que bastaba él sólo para hacer justicia. Gonzalo se retira a Chaqui, lugar próximo a Cuzco, pues se encuentra sin ejército y con fuertes deudas, debido a la expedición en busca de la canela, y allí esperó acontecimientos, mientras Vaca de Castro intenta poner orden en el Perú. Una vez enterado de la victoria sobre los de Chile decidió marchar a los Reyes. Allí encontraría un grupo de partidarios que le acogerían favorablemente, pero Vaca no se fía de las intenciones del menor de los Pizarro y mando a Juan Velez de Guevara a los Reyes como su teniente, con la orden de que no consintiera ningún alboroto ni siquiera palabras de desacato. Y envió una misiva a Gonzalo Pizarro para que viniese a Cuzco, luego ordenó al capitán de su guardia, Gaspar Rodríguez de Camporredondo, que tuviera preparada gente por lo que pudiera suceder y cuidado en mirar por su persona.
Gonzalo partió para Cuzco con cuatro hombres de los suyos y fue bien recibido por el nuevo Gobernador, y después de pasar allí algunos días sin que hubiera el menor enfrentamiento ni desacato, pidió licencia para irse a los Charcas, donde tenía una encomienda de indios. Vaca le concedió la licencia solicitada y él partió para Lima. En el camino tuvo noticia de la llegada de Blasco Núñez Vela, con el nombramiento de virrey del Perú, dado en abril de 1543. Dicho virreinato se creó el 20 de noviembre del 1542, por Real Cédula dada en Barcelona y firmada por el rey Carlos I de España. Pero sobre todo traía las “Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su majestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios”, que se conocieron vulgarmente como Las Leyes Nuevas o Las 40 Leyes. En ellas se prohibían fundamentalmente la esclavitud de los indios, las encomiendas de tipo hereditario, y las guerras de conquista quedaron muy limitadas. Tampoco se consentía castigar a los indios o mandarlos a trabajos penosos, sin previo consentimiento de los interesados y con ajuste de un salario, igualmente se ordenaba quitar las encomiendas y el repartimiento de indios a obispos, monasterios, hospitales y a los que hubieran sido gobernadores u oficiales de S. M., aunque renunciaran al cargo para mantener sus privilegios. Se ordenó, del mismo modo, privar de indios en el Perú a los que hubieran estado implicados en las luchas entre Francisco Pizarro y Almagro, aunque se les hubiera otorgado por derecho de conquista. Los tributos de ellos y sus tierras pasarían directamente a la corona. Esta disposición implicaba por igual a todos los conquistadores de Nueva Castilla, por lo que quedaban sin aquello por lo que habían luchado e incluso puesto su capital, lo que les condenaba a la ruina.
Como podemos comprobar, se había creado una situación nueva en el Perú inaceptable por los antiguos conquistadores. Dichas normas, tan pronto llegaron a oídos de los conquistadores, fueron violentamente rechazadas, pues atentaban directamente contra lo que les había motivado a emprender la conquista, jugándose la vida y la escasa hacienda que tenían. El poseer tierra y tener mano de obra barata que la cultivara, fue uno de los objetivos que se plantearon al iniciar la conquista, ahora con las nuevas ordenanzas no podían resarcirse y pagar las muchas deudas en las que cayeron, lo que les condenaba a la miseria de por vida. Soñaban, además, en fundar un linaje a quién dejar sus heredades, como hacían los grandes señores terratenientes en la Península, que a gran parte de ellos les había venido por herencia de los caballeros de la Reconquista o por otras acciones similares. En un principio se consintió encomiendas a los conquistadores, pero con las Nuevas Leyes se derogó el derecho de que pudieran heredarlas sus hijos. Todo esto creó un malestar difícil de contener principalmente en el Perú, donde la mayoría de la población se veía afectada de una manera u otra, y fue tal la angustia que se creó al verse desposeído de sus propiedades, que con tanto esfuerzo habían ganado, que “no comían los hombres, lloraban las mujeres y niños, se ensoberbecían los indios, que no poco temor era”, afirma Gomara. Si a eso añadimos que el nuevo virrey era poco apto para llevar a cabo la nueva implantación por su carácter «irascible y en extremo arbitrario, nada cauteloso, imprudente, precipitado en sus pasos, ligero y mordaz en el hablar”[49], podemos comprender como la situación que se presentaba era muy conflictiva y poco halagüeña, sobre todo para Gonzalo Pizarro, que se erigió o lo eligieron líder y cabecilla de todos los descontentos, lo que le ocasionaría su perdición total. Pero eso se sale fuera de la extensión de nuestro trabajo y puede ser objeto de un nuevo estudio.
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[1] El 26 de julio de 1533 Atahualpa recibe la sentencia de muerte por traición.
[2] La villa de La Plata se fundó con gente que Gonzalo Pizarro había dejado en manos de Diego de Rojas y las que el propio Anzúrez llevaba, y está próxima a las minas de Porco y Potosí. En el 1555 Carlos I la elevó a categoría de ciudad. Pedro de Anzúrez ostentó el título de marqués de Campo Redondo.
[3] PIZARRO, 1571, cap. XXVII.
[4] Parece que la venganza de los indios es porque culpaban a los españoles de haber envenenado a Títu Cusi, cosa que al parecer no fue cierto.
[5] Hemos mantenido los textos que hemos entresacado de dicho nombramiento con la grafía original del siglo XVI. Así podemos observar que hay una gran confusión durante dicho siglo con las grafías u, v y b, por lo que b se usa con valor de vocal u en palabras como cibdad por ciudad. Igualmente, encontramos la grafía u con valor de consonante bilabial en la palabra gouernador por gobernador. A veces los tres grafemas actuales (u, v y b) alternan su uso como consonante o con valor de vocal. Hay otras grafías propias de dicho siglo, como es el fonema dental africado sordo con grafía c ante e, i o con ç ante cualquier vocal, y su correspondiente sonoro con grafía z, como se pueden observar fácilmente en los textos escogidos.
[6] Provisión de Francisco Pizarro invistiendo como Gobernador de Quito a Gonzalo Pizarro. Libro I de Cabildos de Quito, Tomo II.
[7] El primer gobernador de Quito fue Benalcázar, pero su espíritu aventurero le hizo avanzar hacia el norte en busca de nuevos horizontes, y Pizarro nombró por gobernador a Lorenzo de Aldana, hasta que fue sustituido por Gonzalo Pizarro.
[8] OVIEDO, lib. XLIX, cap. II.
[9] También cuenta Gonzalo Fernández estos hechos en carta al cardenal Bembo, fechada el 20 de enero del 1543, donde hace un relato sobre la navegación por el Amazonas.
[10] Zárate asegura que fueron “quinientos españoles bien aderezados y más de cuatro mil indios amigos y tres mil ovejas y puercos” los que formaban la expedición de Gonzalo Pizarro hacia el país de la Canela (ZÁRATE, lib. IV, cap. II). Cieza de León dice que salió con 240 españoles, seis mil puercos, trescientos caballos y acémilas, y novecientos perros, y muchos carneros y ovejas, y todo se perdió (Chupas: LXXXI). Otros cronistas dan cifras diferentes. Toribio de Orteguera en Historiadores de Indias, de SERRANO Y SANZ, Tomo II, cap. XV, habla de 280 hombres con 260 caballos, y da fecha de salida de San Francisco de Quito, adelantándola a febrero de 1540. Los perros desempeñaron una función importante en la lucha contra los indios en toda la conquista.
[11] Gomara escribe “Cumaco” pero debe ser “Çumaco”.
[12] Zárate afirma que se hundieron más de quinientas casas y el desbordamiento de un río les impedía salir a por comida. Íbidem.
[13] GOMARA, cap. CXLIII. Hay diferentes variedades del árbol de la canela, aunque no eran iguales a las que se crían en Ceilán y las Malucas, que los portugueses se encargaban de distribuir por Europa, sí tenían un sabor parecido. Su olor se asemeja al vino rancio y se usan para sazonar manjares, bebidas y poseían incluso valor curativo de algunas enfermedades.
[14] El “estado” era una medida de longitud que correspondía a la estatura ordinaria de un hombre, y equivalía a 7 pies o a 1,67 m. aproximadamente. Se usaba para apreciar alturas o profundidades. El SMD terminó con las medidas antropomórficas utilizadas en la antigüedad por el hombre a falta de otro patrón que le fuera más útil.
[15] No se ponen de acuerdo los diferentes cronistas, mientras unos hablan de que fueron cincuenta hombres los que acompañaron a Francisco de Orellana, otros agregan siete más, según afirma fray Gaspar de Carvajal. Sin embargo, hemos tomado la cifra que da CIEZA DE LEÓN, cap. XXIV.
[16] FRAY GASPAR DE CARVAJAL, 2011: 17. Vid. también HERRERA, Déc. VI, lib. VIII, cap. VII para ampliar conocimientos.
[17] FRAY GASPAR DE CARVAJAL, 2011: 27 y ss.
[18] El río Amazona recibe el nombre de Marañón en tierras peruanas porque fue descubierto por un capitán de igual denominación, aunque CIEZA DE LEÓN, cap. XXIV, atribuye su descubrimiento a Diego de Ordás, capitán y amigo de Hernán Cortés, que participó con él en la conquista de México. Descubridor y explorador del río Orinoco y conquistador de la extensa zona entre el Marañón y el territorio de Maracapana, alrededor de Caraca (Venezuela), tras partir de Sanlúcar de Barrameda el 20 de octubre de 1530 con 500 hombres y treinta caballos. Orellana le dio el nombre de Amazonas en recuerdo del mito griego contado por Heródoto y Diodoro, que narran la lucha de las mujeres guerreras de Asia y África. El primero que descubrió este río fue Pinzón en el 1502, que llegó a su desembocadura, y le denominó Río Santa María de la Mar Dulce o simplemente Mar Dulce, pero ese nombre también se dio al Río de la Plata.
[19] FRAY GASPAR DE CARVAJAL, 2011: 32
[20] Ibidem, 2011: 34 y ss.
[21] Ibidem, 2011: 40.
[22] Ibidem, 2011: 41.
[23] Nos parece un relato ficticio, que pone en duda la crónica del dominico, pero una vez leída con detención toda su crónica, he aceptado la mayor verosimilitud posible, ya que fue un cronista presencial de los hechos.
[24] Ibidem, 2011: 45.
[25] Ibidem, 2011: 52
[26] Ibidem, 2011: 52.
[27] Ibidem, 2011: 57 y ss. HERRERA, Déc. VI, lib. IX, cap. IV y otros, vierte en su obra gran parte del libro de fray Gaspar al pie de la letra, sin indicar procedencia. El mito de las amazonas estaba muy extendido por toda Sudamérica cuando los españoles llegaron, y en muchos lugares hablaban de ellas. Hoy se pone en duda su existencia y se piensa que podían ser forzudos y aguerridos guerreros que se dejaban el cabello largo y fueron confundidos con mujeres, a pesar de que el indio capturado dijo que él había estado en varios de sus poblados.
[28] Ibidem, 2011: 58.
[29] Ibidem, 2011: 63 y 68.
[30] HERRERA, Déc. VI, lib. IX, cap. VI.
[31] El resto de la expedición decide regresar y un mes más tarde desembarcan en la isla Margarita.
[32] Zárate, lib. IV: Cap. XVII, piensa que sería entre las doce y la una del mediodía, puesto que la gente estaba sosegada en sus casas y los criados del Marqués se habían ido a comer. Y admite el mismo número de participantes en el crimen y el mismo grito que Gomara y Garcilaso.
[33] INCA GARCILASO, lib. III, cap. VI.
[34] GOMARA, cap. CXLIV, dice que fueron once, elegidos por Juan de Rada, porque no cita a Gómez Pérez. El Inca Garcilaso, que los toma de Gomara, completa el número. CUNEO-VIDAL, cap. LI, toma al pie de la letra los doce de Garcilaso. Pedro Pizarro habla de quince o dieciséis. Cieza de León aumenta el número a veinte o treinta. Antonio Herrera dice que no fueron más de diecinueve, y advierte que cruzaron la plaza donde había más de mil personas que, al verlos, decían “estos o van a matar al Marqués o a Picado” (HERRERA, Dec. VI, lib. VI, cap. X). Raúl Porras mantiene el mismo número de participantes directamente en el crimen que Cieza, entre los que están: Baltasar Gómez, Diego de Hoces, Juan Guzmán, Juan Sajo, natural de Navarra; Francisco Núñez, de Granada; Juan Rodríguez Barragán, natural de los Santos; Porras, de Ciudad Rodrigo; Jerónimo de Almagro; Bartolomé de Inciso; etc.
[35] MENDIBURU, T. II, asegura que Francisco de Chaves, el Almagrista, participó en la preparación del asesinato del Gobernador, pero no intervino directamente porque se quedó al cuidado de Diego Almagro, el Mozo.
[36] López de Gomara afirma que el crimen se cometió el día de San Juan. Los asaltantes se dirigieron a la casa de Pizarro vociferando “Muera el tirano, muera el traidor, que ha hecho matar a Vaca de Castro” (GOMARA, cap. CXLIV).
[37] GOMARA, cap. CXLIV.
[38] PORRAS BARRENECHEA, 1978: 595.
[39] Este Ortiz de Zárate fue el que avisó a los almagristas de que el doctor Velázquez quería matarlos por orden del Marqués, pero Cieza considera que era un bulo del pueblo y que no hubo tal mensaje, pues él también fue herido en el asalto a la casa del Gobernador. Raúl Porras considera que era el espía que estaba en la casa de Pizarro la mañana del crimen e informaba a los de Chile de lo que allí sucedía, luego fue gobernador de Río de la Plata.
[40] Recordar que Pizarro casó a su criado Ampuero con doña Inés, la madre de los dos hijos mayores del Conquistador, que luego se convertiría en un personaje importante de la política local. Por entonces ya se había celebrado dicho matrimonio, pues se piensa que fue a finales del 1538 o principios del 39, antes de que naciera el primer hijo de las nuevas relaciones del Marqués con doña Angelina.
[41] Pedro Pizarro afirma que el paje se llamaba Tordoya sin aclarar más. Mientas que Cieza cree que el grito de Diego de Vargas fue: ¡Armas, armas, que los de Chile vienen a matar a mi Señor!
[42] Pedro Pizarro pone tan solo esas palabras en boca de Chaves, pero Cieza asegura que Chaves al verlos venir dijo: “¿Señores qué es esto? No se entiendan conmigo en enojo que traéis con el Marqués que yo siempre fui amigo”. Arbolancha le dio una estocada mortal, que luego el capitán Francisco de Chaves cayó dando arcadas con las ansias de la muerte, y fue rodando hasta el patio (Chupas, cap. XXXI). Garcilaso afirma que Chaves entendió que sería alguna pendencia entre soldados y salió a apaciguarla, cuando subían los amotinados las escaleras. Y turbado, al verlos, preguntó: “¿Qué es lo que mandan vuesas mercedes?”. Recibió por respuesta una estocada, luego otro le cortó la cabeza y rodó el cuerpo las escaleras abajo (GOMARA, cap. CXLIV) y (INCA GARCILASO, lib. III, cap. VII). A este Capitán se le atribuye uno de los episodios más crueles de la conquista del Perú, aunque no se sabe con certeza si fue totalmente cierto o en gran parte invención de los almagristas. Sucedió de julio a septiembre de 1539, cuando Chaves era teniente de gobernador de Lima y el cabildo le encargó que fuera a apaciguar las tribus de Huaura, Huaylas y Conchucos, que se habían alzado en rebeldía contra los españoles. El jefe de la expedición española entró a saco en los poblados indios, saqueó y quemó los campos, ahorcó a sus pobladores y no respetó a mujeres, ancianos ni niños, ocasionando más de 600 muertos, hasta que los indios capitularon y pidieron la paz. El emperador Carlos V, mediante Real Cédula dada el 25 de diciembre de 1551 en Innsbruck, para reparar tan cruel hecho, ordenó que de las encomiendas de Chaves se dieran de comer a cien niños nativos y se crearan escuelas para ellos.
[43] Chupas, cap. XXXI.
[44] Algunos cronistas aseguran que le adelantó la muerte cuando ya estaba gravemente herido Juan Rodríguez Barragán, su antiguo criado, que le dio un gran golpe en la cabeza con una alcarraza de plata que contenía agua, cuando el moribundo pedía confesión. Así se puso de manifiesto la ingratitud en este personaje vil que mordió la mano de quien en tiempos le dio de comer (CUNEO-VIDAL, cap. LI). Consideramos que este Barragán no es el tal Barbarán del que nos habla Zárate, que le dio sepultura, al coincidir también el nombre Juan, pues hay gran confusionismo en ocasiones de unos escribanos a otros al escribir los nombres o los apellidos.
[45] Chupas, cap. XXXI. Antonio Herrera, que en su momento dijimos que copia con frecuencia a los cronistas anteriores sin indicar de donde lo toma o recoge referencias de los documentos oficiales que recibieron los monarcas, escribe al pie de la letra frases de Cieza como “tuvo en mujeres nobles de aquellas tierras tres hijos y una hija”, o refiere el fenómeno lunar presagio de su muerte y admite igualmente que murió a los 63 años (HERRERA, Déc. VI, lib. X, cap. VI). López de Gomara describe así la muerte del Marqués: Cunando terminó de armarse Pizarro ya habían muerto los dos pajes y sólo quedaba en la lucha Francisco Martín de Alcántara, al que dijo: “¡A ellos, hermano; que nosotros bastamos para estos traidores!”. Cayó luego Francisco Martín, y Pizarro esgrimía la espada tan diestro, que ninguno se acercaba, por valiente que fuese. “Rempujó Rada a Narváez, en que se ocupase. Embarazado Pizarro en matar aquél, cargaron todos en él y retrujéronlo a la cámara, donde cayó de una estocada que por la garganta le dieron. Murió pidiendo confesión y haciendo la cruz, sin que nadie dijese «Dios te perdone», a 24 de junio, año de 1541” (GOMARA, cap. CXLIV). Como se puede comprobar Gomara adelanta en dos días la muerte del Marqués, sin citar la hora en que sucedió.
[46] INCA GARCILASO, lib. III, cap. X.
[47] Gomara cree que “tardaron en ir y volver año y medio” en busca de la Canela, y que a mediado de junio de 1542 regresó Gonzalo con el escaso número de expedicionarios que le quedaban, aunque hay quien considera que vuelve después de la muerte de Diego Almagro, el Mozo.
[48] GOMARA, cap. CXLIII y ZÁRATE, lib. IV, cap. V.
[49] MENDIBURU: 132.
[50] Este libro estuvo perdido desde el siglo XVI que lo escribió Cieza y se publica por primera vez en el año 1881, conforme al manuscrito propiedad de los señores Marqués de Fuensanta del Valle y D. José Sancho Rayón, colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, T. LXXVI. Madrid.
