Oct 312024
 

 Teodoro Martín Martín

(R. S. G.)

 

Resumen

En este artículo sobre la actividad viajera de don Miguel de Unamuno nos detendremos en su percepción del paisaje extremeño. A través de sus escritos es posible aproximarse a la forma en que ve a nuestra región el rector salmantino, así como la valoración que de la misma lleva a cabo. En escritos en prosa sobre los monasterios jerónimos de Guadalupe y Yuste, la ciudad de Trujillo, la comarca de las Hurdes, su visión de y desde las cumbres de Gredos o su evocación de Mérida. Su obra poética alude a la ciudad de Cáceres, la sierra de Gredos y el pueblo de Hervás, entre otros. Aunque polémica e interpretable en muchos sentidos su visión de Extremadura es sin duda apasionante. Tratamos pues de construir la noción y el peso  que tiene la naturaleza en nuestro autor, apoyándonos en una base documental muy completa de sus escritos como viajero y con una actualizada bibliografía sobre el tema.

 

 1Introducción

1.1Marco general

Nacido en Bilbao en 1864 y fallecido en Salamanca en 1936, don Miguel es una figura esencial en la vida intelectual y política de nuestro país en los tiempos contemporáneos. Cultivó todos los géneros literarios y se conformó como un rebelde inconformista y un contradictorio personaje. Su gran preocupación, el sueño de la inmortalidad, se lo planteó desde un cierto agnosticismo. No es este el lugar para comentar su biografía y obra. Para todo ello remito al lector interesado a los trabajos de Emilio Salcedo (1964), Luciano González Egido (1997) y Collette y Jean Claude Rabaté (2009), referenciados en la bibliografía complementaria.

El tema que deseamos abordar aquí se enmarca más bien en la relación de nuestro personaje con la Naturaleza, su visión del paisaje. Para ello debemos preguntarnos por la noción de paisaje. “Éste determina la psicología de los pueblos” (Juaristi, 10). Para nosotros, se trata de un concepto en el que es preciso integrar dos elementos activos, el sujeto observador (el que visualiza) y el objeto observado (el terreno), del que se destacan fundamentalmente sus cualidades visuales y espaciales. El paisaje es una porción de la superficie, vista como un paraje o sitio peculiar con la necesaria integración del hombre en el tiempo histórico. Nuestro concepto es distinto para el geógrafo, el espacio, para el artista, representación gráfica de aquel, para el escritor literario, que prefiere la descripción del mismo o para el ensayista, que integra sabiamente paisaje y paisanaje.

Los tipos de paisajes varían según las variables desde las que nos acerquemos a ellos. Según los elementos que lo componen hablamos de paisaje natural, urbano, onírico, marino, desértico, costumbrista o etéreo, entre otros. Según el estilo del dibujo nos referimos a un paisaje realista, impresionista o abstracto. Ateniéndonos a la evolución histórica percibiremos muy bien el paisaje medieval, donde los tipos populares, la Iglesia y la Monarquía están presentes. En la Edad Moderna sobresalen los cielos en lo natural y su preocupación estética es por la belleza y la idealidad. El siglo XIX se decantó por las arquitecturas insertas en el medio natural, en su ocaso y en la centuria del XX, es la perspectiva del artista lo que nos hace posible la contemplación de obras impresionistas, surrealistas o futuristas.

Centrados en la percepción del paisaje en Unamuno existen ya trabajos notables. Nos parecen dignos de destacar los siguientes: La tesis doctoral, defendida por J. A. Figueroa López, en la Universidad Complutense de Madrid en 1987 y titulada La incidencia del paisaje en la filosofía de Miguel de Unamuno. En ella alude a tres tipos de paisajes y sensaciones a ellos vinculados. El de Vasconia, de su infancia, lleno de luz y color verde, que se decanta por la ternura, es un paisaje doméstico. En el de Castilla, que le supone el descubrimiento de las contradicciones paisajísticas y la distinción de hombres enraizados en múltiples espacios, lo gris matiza esta etapa; lo ve grave, estoico, teatral. Canarias representa la dureza del aislamiento, el destierro, la angustia por la muerte y la trascendencia; es la lucha contra la nada, lo volcánico.

En 1999 el húngaro Dezsö Csejtei publicó un interesante artículo titulado La Filosofía del paisaje en los ensayos de Unamuno, en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza de Madrid. Era el prólogo a su reciente trabajo, en colaboración con Aniko Juhász, denominado Meditaciones filosóficas sobre el paisaje, editado por la Universidad de Salamanca en 2019. Esta obra aborda, desde sus raíces filosóficas, ontológicas y hermenéuticas a autores alemanes como G. Simmel y su obra Filosofía del paisaje, O. Spengler y su Decadencia de Occidente o Martín Heidegger autor de El ser y la nada. Estos autores lo explican desde lo psicológico, desde la morfología de las culturas y desde la ontología del paisaje respectivamente. Señalan también que el paisaje en Ortega y Gasset o Unamuno presentan aportaciones al mismo nivel que los alemanes. Debemos resaltar así mismo, el interesante artículo de la profesora sevillana Gloria Luque Moya, El paisaje en la antropología de Unamuno, publicado en “Thémata”, Revista de Filosofía, en 2012. En él aborda brevemente la relación del hombre con la naturaleza y el amor inteligente hacia aquella de don Miguel.

De lo expuesto por estos autores y de la lectura de los ensayos y obras de nuestro autor, podemos decir que el paisaje en Unamuno es hijo legítimo de Herder y Renan, Ve en el adusto paisaje castellano ese monoteísmo que está en la base de las contradicciones de su vida. Según éstos el paisaje es quien configura el alma, el carácter de los pueblos. Don Miguel ahorma y postula una España quintaesencia del paisaje. En síntesis se desprende en él una noble y poderosa idea de la España inmortal. Es una cosmovisión de alguna manera romántica. Hay una constante en la percepción de Unamuno, siempre existe un hito, un lugar destacado desde el que contemplar la naturaleza; suele ser una cumbre, desde la que se produce la unidad del sujeto y el objeto paisajístico. “Gredos y la Peña de Francia son las aras del templo que es España” (en Juaristi, 85). Señalar por último que en tiempos de globalización como los que vivimos el paisaje reivindica la defensa de lo local frente a lo universal.

 

1.2Base documental

A parte de la bibliografía sobre Unamuno y el tema que nos ocupa, que referenciamos al final de este artículo, hemos empleado especialmente las siguientes obras de don Miguel.

Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza, editado por Oportet, Madrid 2017. Unamuno, con 25 años, viajó en el verano de 1889 por los mentados países recalando al final en Paris para visitar la exposición universal más la torre Eiffel. El viaje en ferrocarril duró 45 días y le acompañó su tío Claudio.

Paisajes. Editado por los talleres Calón, Salamanca 1902. En la portada lleva una foto de Vicente Gombau. Consta de cinco artículos.

De mi país. Librería Fernando Fe, Madrid 1903. Contiene quince relatos.

Por tierras de Portugal y España. Espasa Calpe, Madrid 1976. La primera edición la hizo Renacimiento en 1911. Consta de veintiséis artículos, de ellos doce sobre tema portugués. Son trabajos de los años 1906 a 1909.

Andanzas y visiones españolas. Espasa Calpe, Madrid 1975. La primera edición es de 1922. Contiene cuarenta artículos e inserta una dedicatoria a algunos compañeros de excursiones como Legendre, Chevalier, Alomar y Cañizo, entre otros. Los ensayos están ordenados cronológicamente y fueron apareciendo en el diario “La Nación” de Buenos Aires y en “El Imparcial” de Madrid.

Paisajes del alma. Alianza, Madrid 1986. La primera edición corrió a cargo del gran estudioso Manuel García Blanco en Salamanca en 1944, en Revista de Occidente. Los ensayos se agrupan por orden cronológico y geográfico. Son treinta y cuatro artículos; en su mayoría, salvo el primero de 1918, son posteriores a 1922; si bien el de Pompeya es de 1892. Vieron la luz en diarios de América o en revistas españolas.

Obras completas. Don Manuel García Blanco hizo una edición con notas para la editorial Afrodisio Aguado, Madrid 1958-64. Son 16 tomos, el primero se dedica a paisajes. Existe una edición posterior en 10 volúmenes a cargo de Ricardo Senabre para la Biblioteca Castro, Madrid 2002. En el volumen VI se hallan los recuerdos y paisajes.

Salvo en la novela Paz en la guerra (1897), don Miguel rehuyó de las descripciones de paisajes y hasta de situarlas en época y lugar determinados, ni darles color temporal o local. Ello obedecía al propósito de otorgar a su narrativa la mayor intensidad y el mayor carácter dramático posible. No obstante hemos tratado, como muestra, de ahondar en obras sustanciales de Unamuno. Como En torno al casticismo de 1895 que consta de cinco artículos, utilizamos la edición  de Jean Claude Rabaté para Cátedra en Madrid 2005 y San Manuel Bueno y Mártir, del año 1930, en la edición que Cátedra hizo en ese año. Esta última obra está considerada como el testamento espiritual de don Miguel.

Sobre el tema que nos proponemos abordar existe ya una bibliografía concreta, más o menos interesante. De ella destacamos los siguientes trabajos: En 1993 se publicó el libro Extremadura, con bellas fotografías de Juan Antonio Fernández, ilustradas con textos de Unamuno, llevaba un breve prólogo de Laín Entralgo, Círculo de Lectores-Incafo, Madrid. Miguel de Unamuno, Viajes por Extremadura, editado por la Institución Cultural El Brocense de Cáceres en 2004. Viajes y paisajes de Unamuno, edición de Jaime Axel  Ruíz Baudrihaye para ediciones Líneas del Horizonte, Madrid 2014, recoge treinta y cuatro artículos de los cuales sólo nueve son inéditos. Estos son de 1905, 1906, 1923, 1931, 1932 y 1936. Miguel de Unamuno. Extremadura. Editorial Casimiro libros, Madrid 2021.Merece ser citada, así mismo, la obra El viaje interior de Miguel de Unamuno, en edición de Miguel Ángel Rivero Gómez, Biblioteca Nueva, Madrid 2021.

El trabajo a mi modo de ver más elaborado y con mayor rigor sobre la Extremadura que visita Unamuno es la obra de Andreu Navarra Ordoño, titulada Piedra y Pasión. Los viajes extremeños de Miguel de Unamuno. Publicado por la Editora Regional de Extremadura, Mérida 2019. Consta de tres partes: Perfiles extremeños, Unamuno en las Hurdes y Unamuno en Mérida. En las mismas aborda la situación cultural de la región, zonas que visita, la incidencia negativa o positiva que tuvieron sus reflexiones sobre el paisaje y el paisanaje extremeños entre sus habitantes o sus élites, a la vez que nos presenta un pormenorizado estado de la cuestión sobre el tema.

 

1.3La Naturaleza en don Miguel

Es posible que Unamuno fuese el primero que introdujera el concepto de memoria cultural (Pièrre Nora) en nuestro país. El lema de Lezama Lima “lo único que crea cultura es el paisaje” está presente ya en los textos del rector de Salamanca. No olvidemos que su gran tema fue la intrahistoria de España, concebida ésta como vida secreta, espiritual y firme, que da sentido a lo inestable, a la historia cambiante y visible. No obstante, hay que resaltar que este concepto en don Miguel no aparece hasta los artículos de 1895. Él mismo nos decía: “El sentimiento de la Naturaleza, el amor inteligente, a la vez que cordial, al campo es uno de los más refinados productos de la civilización y de la cultura. El campesino la ama, pero la ama por instinto, casi animalmente y utilitariamente” (Por tierras de Portugal y España, 182.)

Nuestro filósofo sostiene que lo que hace en sus artículos es reflejar “sus impresiones y sensaciones” (Por tierras. 142). Para él el sentimiento es potencia unificadora, opuesta a la razón y continúa diciendo, “sí, amigo sí, soy y he sido siempre un gran amante de la Naturaleza, en su carácter más verdadero y simple; prefiero cualquier bravío rincón de la montaña a los jardines de Versalles, sin que esto quiera decir que no me gusten los jardines. Sí, en tratándose de naturaleza me gusta toda, lo mismo la salvaje y suelta que la doméstica o enjaulada” (Por tierras. 182). La concepción unamunesca del paisaje-al modo virgiliano-,es el reactivo de la propia emoción que brota al contemplarlo, mejor diríamos al vivirlo, si se recuerda aquella afirmación suya “no sé apreciar la Naturaleza más que por la impresión que en mí produce, formulada ya en 1885” (García Blanco, Paisajes del alma, 8). El jesuita bilbaíno Juan José Lecanda influirá de forma importante en el aprecio de Unamuno por el paisaje castellano.

“Aquellos paisajes que fueron la primera leche de nuestra alma, aquellas montañas, valles o llanuras en que se amamantó nuestro espíritu cuando aún no hablaba, todo eso nos acompaña hasta la muerte, forma como el meollo, el tuétano de los huesos del alma misma” (Andanzas y visiones españolas, 35). Y continúa diciendo, “en el paisaje ocurre lo que en arquitectura: el desnudo es lo último de que se llega a gozar. Hay quien prefiere una colinita verde, llena de arbolitos de jardín, a la imponente masa de uno de los grandes gigantes rocosos de la tierra” (Andanzas, 52). Y añade, “en música acaso se expresa lo más íntimo del paisaje, su sentimiento rítmico. Y hasta el silencio del campo. Pero yo, lector, aunque pueda tener algo de poeta y de loco, de música menos de poco tengo. Y sin embargo…mi sentimiento rítmico, en cierto modo musical, del campo y de las cosas de viso, no me ha cabido siempre en prosa y he tenido alguna vez que verterlo en versos” (Andanzas, 246).

A lo largo de su tiempo vital Unamuno contempla el paisaje desde un componente descriptivo (físico-humano), pero en sus últimos años sus paisajes son meramente simbólicos. Por ejemplo, en San Manuel Bueno y Mártir el lugar-ambiente no es descriptivo, aunque tenga el fondo implícito del León de los Paisajes. El espacio narrativo en este texto es simbólico. Hay una aldea remota situada entre las montañas y el lago. Aldea, montaña y lago representan los tres símbolos de la novela. La aldea de Valverde de Lucerna se identifica en el texto con un grupo selecto de nombres: aldea, villa, pueblo, monasterio y convento. En cambio, el lago se suele usar en combinación con montaña. Son tres tropos usados en el contexto de tres símbolos. Los símbolos dialécticos de montaña (fe) y lago (duda) se desarrollan primero como símil que personifica a don Manuel y luego como metáfora, como sentimiento trágico de la vida (San Manuel Bueno y Mártir, 83 y 84).

Como fiel miembro de la generación del 98 descubre el paisaje castellano. Lo contempla con demora, caminando, meditando, valorando la intuición y el sentimiento, y describe el paisaje siempre con hombres. Otros filósofos y escritores también prestarán atención al paisaje, como Azorín, Baroja. Ortega o J. Plá. Viajar, ver y descubrir han sido siempre medios para reflexionar sobre un país, una sociedad o una civilización. Pero el paisaje unamuniano es lírico y filosófico, es la metáfora de España. El verdadero patriotismo se manifiesta en el amor al paisaje y a la Naturaleza (Viajes y paisajes, 16 y 17). Una sinceridad apasionada unida a una entrega total y generosa se manifiesta en sus textos. Fueron facetas de nuestro personaje mostrarse como hombre dolorido, risueño, cáustico a veces, ilusionado y con “una indudable ansia de comunicación” (Robles, 1991, I, 28)

 

2Unamuno en la región extremeña

La relación del profesor salmantino con nuestras dos provincias tiene mucho de circunstancial, entendido este concepto en el sentido de anecdótico. Su reflexión sobre la intrahistoria de España le lleva por nacencia a su tierra vasca y por profesión a Salamanca y la meseta castellana. Aragón, Baleares, Cataluña, Galicia o Madrid son descritos pero solo en relación con específicas estancias en estos territorios, igual pasa con Extremadura. Su exilio en Canarias nos sirve para contemplar una visión de nuestro personaje más pesimista y dura, donde la angustia por la muerte está muy presente. Extremadura es concebida no como entidad, sólo la concibe dentro de España. A veces cuando la cita parece limitarse a un espacio geográfico sin más. También se ha dicho que “Extremadura es tierra de transición” (Laín Entralgo, 6).

El acercamiento a los monasterios de Guadalupe y Yuste o a la ciudad histórica de Trujillo son análisis concretos de sus periplos extremeños. También la visita a la comarca de las Hurdes. Las cumbres de Gredos, así mismo, le sirve para contemplar las comarcas del norte cacereño. Hay dos artículo de 1933, uno titulado “La Invasión de los bárbaros”, otro “Séneca en Mérida”, pensados ambos durante su estadía en Emérita Augusta, los cuales cierran los contenidos dedicados a nuestra región. Habría que precisar que el paisaje extremeño en Unamuno, al igual que el de otros espacios de España, es siempre de alguna manera un paisaje del alma, de su alma, un paisaje entrañado, sentido, esencializado (prólogo de Bernal Delgado al Viaje por Extremadura, Diputación de Cáceres, 7). Pero eso sí, fiel a su lema de que conocer una cosa es distinguirla de las demás.

Unamuno concibe nuestro paisaje a partir de la yuxtaposición de los elementos que observa en la naturaleza y el que ha dejado la huella humana. Logra así conseguir el Stimmung (Simmel, 18), tonalidad espiritual o estado de ánimo que imprime el espectador a la hora de enfrentarse a la realidad contemplada. Las ruinas de Emérita le indican que en las partes desaparecidas o destruidas de las obras de arte han hecho acto de presencia las fuerzas y las formas de la naturaleza, que crean una nueva unidad. En ella los efectos de la lluvia y el sol, de la vegetación, del calor y del frío, acaban dando a los edificios abandonados un tono de color semejante al del paisaje circundante. Igualmente desde la montaña, nuestro autor ve la vida como una liberación, como un aislamiento, un alejamiento de la pasión vital. En ella la existencia se halla como entretejida y atrapada en algo que es más sereno y estable, más puro y más elevado de lo que jamás podría ser la vida en el llano (Simmel, 56).

 

2.1En dos monasterios jerónimos

Alude a ellos en Por tierras de Portugal y España y en sus Andanzas y visiones españolas. Ambos cenobios los visitó en junio de 1908. A Yuste volvería en marzo de 1920.

2.1.1Guadalupe

Comienza su artículo don Miguel recordando que “la España pintoresca y legendaria sería mucho mejor conocida si tuviésemos mejores caminos y vías de comunicación y si fuésemos más entusiastas y menos comodones” (Por tierras, 98). Señala que llegó al mismo acompañado de dos amigos, entre la extrañeza de las gentes sencillas de aquellas tierras, las cuales sugerían que lo hacían por votos religiosos. El penoso viaje lo realizaron desde Oropesa, pasando por el Puente del Arzobispo. Unas diez horas tardó el coche en conducirles hasta el puerto de San Vicente. De allí, en carro, bajaron a Guadalupe “a través de unas montañas bravías y fragosas”. El corazón se entonaba al contemplar “las vastas verdes soledades tendidas al pie de la sierra” (Por tierras, 98). Y lentas espirales trazaban dos águilas en la garganta de la Peña Amarilla. Alude después a las mil vueltas y revueltas de la carretera, entre frondosidades de árboles hasta llegar al cenobio rodeado de la Puebla.

Para describir la ubicación de la comarca cita al padre Sigüenza y señala. “Entre las dos riberas del Guadiana y el Tajo, ríos conocidos de España, celebrados de los antiguos escritores naturales y extranjeros, se hacen unas montañas fragosas, inhabitables en muchas partes por su aspereza, en otras de mucha frescura y regalo, muchos valles que descienden al profundo, sierras que suben al cielo, llamadas de los comarcanos Villuercas. De una parte y de la otra apacientan los ganados los pastores extremeños, cuando en medio del estío, quedan abrasadas las dehesas, ansí por la parte del Norte, que mira al Tajo, como por la del Mediodía que riega Guadiana” (Por tierras, 98 y 99). Unamuno señala  que el gran escritor jerónimo del siglo XVI se detiene en los orígenes e historia del monasterio, sus eruditos, piadosas lucubraciones y leyendas.

Tras comentar lo poco de admirar que tiene por fuera la fábrica conventual, prosigue. “El pueblo de Guadalupe, que rodea y abraza al monasterio, es uno de esos típicos pueblos serranos llenos de encanto y de frescura. Sus soportales, sus fuentes, sus calles con entrantes y salientes y voladizos balcones de madera, sus casas señoriales, su sello, en fin, de reposadero” (Por tierras, 99). Respecto al cenobio, muy deteriorado, ofrece aún al visitante su magnífica iglesia, con una de las más hermosas verjas de hierro forjado que pueden verse, sus dos claustros, su relicario y su sacristía. Describe cada una de las partes del edificio, ponderando sobre todo la sacristía con las pinturas de Zurbarán. Su contemplación dice “merece todas las penosidades del viaje” (Por tierras, 100). Pero subraya que “es más hermoso aun lo que allí la Naturaleza nos ofrece. Subimos a Mirabel, dependencia del monasterio y bajamos de allí por medio de uno de los más espesos y frondosos bosques que en mi vida he gozado. Jamás vi castaños más gigantes y más tupidos. Y nogales, álamos, alcornoques, robles, quejigos, encinas, fresnos, almendros, alisios junto al regato, y todo ello embalsamado por el olor de perfumadas matas” (Por tierras, 100 y 101).

Y prosigue don Miguel. “Desde lo alto de Mirabel, tendido al pie de la Cruz del Mentidero, contemplaba las líneas de las sierras de los montes de Toledo, como series de bambalinas de un diurno teatro, y a un lado la llamada de Cáceres encendida por el sol. De todas partes afluía paz de vida. Y allí, en aquel repliegue que hacen las montañas, al pie de las inhiestas y desnudas Villuercas, en aquel espeso castañar, ahora en candela, ¡qué bien se descansara, luego de haber merecido el descanso con una vida de combates, esperando a una muerte dulce y natural en el seno de la Naturaleza! Y procuraba hartarme de visión de campo, llenar el alma de su verdura secular, como procura henchirse el pecho de aire el que va a hundirse por algún tiempo en el seno de las aguas. ¡Cuántos cuidados se me lavaron en aquella visión de verdura!” (Por tierras, 101).

Tras volver a hablar de la vida y personajes de los jerónimos que habitaron el lugar hasta la exclaustración, concluye diciendo “he querido dar aquí una impresión de viajero. Emprendí esta peregrinación artística apenas terminé mi curso universitario, buscando unos días de reposo y de baño en naturaleza para volver con renovadas fuerzas” (Por tierras, 101). Por lo señalado y por las múltiples referencias que el texto nos depara estimo que el viaje lo realizó en junio de 1908, continuando después a Yuste. Esto lo confirma al comienzo  de su artículo Camino de Yuste, que inserta en la página 210 de su obra Andanzas y visiones españolas.

2.1.2Yuste

Tras descansar un día en Navalmoral de la Mata, viniendo de Guadalupe, Unamuno se dirige a este recoleto monasterio, sito en el pueblo de Cuacos de la Vera. Recuerda que el mismo tuvo celebridad por el retiro del Emperador Carlos V. Se encuentra situado en un repliegue de las estribaciones de Gredos, en sus faldas, y hasta el rio Tiétar, que corre paralelo a la sierra, se extiende la llamada Vera de Plasencia, “región tan abandonada como hermosa, que me recordaba hace pocos días a mi tierra vascongada por el carácter de su paisaje” (Por tierras, 102).

Tras recordar el origen de este cenobio a comienzos del siglo XV nos dice. “Fuimos a caballo desde Navalmoral, atravesando en barca el rio Tiétar, vivero de fiebres palúdicas. Y pasado el rio empezamos la subida a la Vera, por unas tierras desoladas, de jara y brezo, atravesando una garganta por donde se precipitan las aguas de la sierra” (Por tierras, 102 y 103).Y añade “La Vera es rica en frutales y surte de cerezas a Madrid. El cultivo principal es, sin embargo, el pimiento, un cultivo terrible. A él hay quien atribuye el crecido número de abortos que en Jarandilla se registran” (Por tierras, 103).

Llegados a Cuacos y apeados de sus caballerías emprendieron a pie la subida a Yuste, un lugar consagrado por la Historia. No se ve el convento hasta que no se está en él; nos dice que sintió una cierta desilusión cuando llegó a sus muros. “Nunca debió de ser muy rico, pero hoy, desmantelado y empobrecido (por la desamortización), ofrece pobrísimo aspecto” (Por tierras, 103). Describe también la iglesia, los claustros y visita el palacio del Emperador anexo al edificio conventual. El Claustro de Oropesa en ruinas le causa un melancólico espectáculo, y el mirador del palacio sugiere que le llevaría al Cesar Carlos a meditar recordando sus éxitos y fracasos a lo largo de su dilatado reinado.

“Hoy los caminos para llegar a Yuste son malos, escarpados y pedregosos. Emprendimos la caminata a pie de Cuacos a Jarandilla por un camino que es un tormento para los pies y una delicia para los ojos. Frescura y verdor por todas partes. Corpulentos castaños encandelados y por entre ellos algún torrente que baja saltando y rompiéndose en las rocas de la Sierra. Una naturaleza risueña y amable, tal como suele ofrecerse en estas sierras de la meseta interior de España…Por mi parte prefiero los paisajes serranos de Castilla y Extremadura. Son más serios, más graves, más fragosos, menos de cromo. Están, además, menos profanados por el turismo y por la trivial admiración de los veraneantes” (Por tierras, 104).

Señala más adelante que el paisaje de Jarandilla es una delicia de fresco verdor, y en cuanto a la comarca dice que es hermosísima pero “languidece en triste retraso, por falta de adecuadas vías de comunicación. No puede explotarse ni la riqueza de sus frutos y maderas, ni la de sus paisajes. ¡Y el atraso moral! Los veratos o naturales de la Vera riñen en invierno por vino y en verano por el agua, la de los riegos…El alcohol hace estragos. Y por lo que respecta a las relaciones sexuales, ¡si os contara todo lo que me contaron!…Y todo lo que podría hacerse por remediar tanto mal” Y concluye, “da pena ver región tan hermosa, tan espléndidamente dotada por Dios de suelo y cielo, tan abandonada de los hombres. A pesar de lo cual mejora. La gente no emigra: más bien llegan otros de fuera. Es cosa triste” (Por tierras, 105).

En marzo de 1920, Unamuno vuelve a visitar el citado monasterio de San Jerónimo de Yuste. Lo hace por una ruta distinta y en el artículo Camino de Yuste. En vez de llegar por Navalmoral en esta ocasión lo hace desde Plasencia, ciudad que describe así; “guarda en su recinto un aire espiritual de tiempos imperiales. Era día de carnaval y de concentración de mozos para ir al servicio militar. Las calles y callejas, a las que a trechos se abre el portón de una vieja casona solariega, resonaban de cantos forzados, de una alegría de disfraz. Era la máscara de la alegría, no sin algo de vino. Y la ciudad ceñida en gran parte por sus murallas, con sus redondos torreones, que hoy son miradores al campo, se nos ofreció al sol de un invierno primaveral. Y en la amplia media catedral resonaba el viejo culto. Y aún se acurruca un resto de la primitiva, un cimborrio bizantino, testigo de lo más antiguo de la ciudad” (Andanzas, 211).

Comenta posteriormente a la visita, que salió en coche cruzando el Jerte y emprendiendo la ruta de la Vera, en las soleadas faldas meridionales de la gran sierra de Gredos. Señala que esta comarca ha estado siempre muy apartada de las grandes rutas de España, y últimamente más que en los tiempos de Carlos V. Después hace una serie de consideraciones sobre las vías de comunicación, sosteniendo la tesis de que en la Edad Media, con las peregrinaciones la conectividad entre los pueblos y las gentes de zonas montañosas fue mayor que en su época. Para el romero o peregrino medieval lo vivo era el camino no el destino. Hoy el camino es puro medio, no se convive al viajar. Sólo este aislamiento de la comarca verata puede explicar la leyenda de la Serrana de la Vera, personaje propio de estas fragosidades y tierras marginadas de las grandes rutas de intercambio.

Pasa a comentar después lo que vio en Jaraíz de la Vera, el pueblo mayor de la comarca. “Una villa serrana de unos 4.000 habitantes. Su caserío presenta el aspecto pintoresco de las poblaciones de sierra del interior de España. Las casas de trabazón de madera, con sus aleros voladizos, sus salientes y entrantes, las líneas y contornos que a cada paso rompen el perfil de la calleja, dan la sensación de algo orgánico y no mecánico, de algo que se ha hecho por sí, no que lo haya hecho el hombre. La callejuela se retuerce y no se ve de un extremo a otro. No es un canal de curso recto: es más bien como el cauce de un rio que fuera culebreando. Y se siente la intimidad de las sombras. La vida de la villa discurre también lenta y retirada. Se ha enriquecido bastante en estos años con la venta del pimentón. Hay pocos, muy pocos, poquísimos jornaleros en Jaraíz; los más de los que trabajan el campo o son pequeños propietarios o aparceros” (Andanzas, 212 y 213). Tras esta descripción de tipos y poblamiento elabora unas breves consideraciones sobre el individualismo radical del campesino, que le lleva a aborrecer cualquier tipo de colectivismo. El socialismo y el comunismo nacieron en las ciudades, dice.

El lunes de carnaval salió para Yuste haciéndolo a caballo. Al comienzo del artículo nos dice que su nueva visita al monasterio la hace para meditar la caducidad de la vida y de las estructuras políticas. Recuerda la primera guerra mundial y el fin del imperio de los Habsburgo. Como “devoto peregrino de la Historia” quiere volver a meditar desde la misma terraza en que lo hizo el gran Cesar hispano-germánico sobre lo finito de nuestra existencia.

En el segundo artículo de estas Andanzas titulado En Yuste vuelve a citar a Fray José de Sigüenza, gran historiador de la Orden Jerónima. Tras valorar su obra dice. ”Su lengua y el estilo de su relato casan a maravilla con el paisaje que hoy nos ofrece la comarca de Yuste” (Andanzas, 215). Para hablarnos en esta ocasión del mentado monasterio recurre a los capítulos 37 al 40 de la tercera parte de la Historia de la Orden de San Jerónimo.
Lo hace porque asume en su totalidad el texto del citado escritor renacentista. “En aquellas fragosidades pedregosas, donde se dan los más dulces frutos, donde el tomillo y la jara aroman a los berruecos, donde parece que el campo es música de armonio monacal y que pasa sobre los pliegues de la sierra, alas al suelo, el canto solemne  y litúrgico de los salmos penitenciales, se respira aire del siglo XVI español. El campo nos habla en la misma lengua grave, reposada y purísima de Sigüenza, Difícil sería encontrar en España un paisaje más castizamente español y español quincenista. Oscuros pensamientos de eternidad parecen brotar de la tierra” (Andanzas, 215).

Luego nos relata cómo dispusieron los aposentos que el Emperador habitaría, según la traza que el mismo había enviado desde Flandes; todo ello muy pobre, como se ve hoy en lo que queda. Con palabras de Sigüenza, Unamuno nos narra cómo era el palacio, su ubicación, las piezas que lo componían y la terraza o colgadizo, del cual dice es lo más hermoso, “en el que el Cesar fundía sus recuerdos de conquistas en la solemne paz sedante de aquel campo que habla de paz y reposo. ¡Sentía llover sobre una laguna! Llovían los recuerdos de gloria y de infamia, de lucha y de paz, de vida y de muerte, sobre el lago del pensamiento de la eternidad quieta” (Andanzas, 217). Relaciona la muerte de Carlos V con el hundimiento del Imperio Austro-Húngaro tras la primera contienda mundial.

Tras la visita al convento bajaron al pueblecito de Cuacos y menciona los conflictos que con el Emperador tuvieron sus vecinos y para ello vuelve a citar a Sigüenza. Por el contrario, Unamuno relata que cuando en su primer viaje estuvo en este pueblo, hizo noche en él y gozó de una sencilla pero muy confortable hospitalidad lugareña. Pese a lo cual la mala fama de Cuacos pervive en la comarca. Y concluye este relato con estas palabras: “Mientras volvíamos de Yuste a caballo, silenciosos todos, iba cayendo el día en la noche y la lluvia nos envolvía y nos aislaba a cada uno de los peregrinos. Cubierto con la capucha de mi impermeable, protegido por las perneras, dejaba a mi caballería que se buscase un sendero” (Andanzas, 218 y 219).

Unamuno vuelve a referirse a Yuste y a Carlos V en su artículo, De Tordesillas a Yuste. Publicado en el diario “Nuevo Mundo” el 18 de agosto de 1922.

 

2.2Hacia Trujillo

El 31 de octubre y los días 1 y 2 de noviembre de 1909, Unamuno emprende unas breves vacaciones huyendo, dice, de Salamanca y anhelando aire del campo libre. Su primera parada fue Béjar, ciudad industrial a la que iba regularmente, una vez al menos cada año. Desde la misma baja a Extremadura un día despejado, con anchos nubarrones y a ratos llovizna fina. Ante sus ojos se abría “la serena extensión de Extremadura, la tierra de las dehesas, de los vastos encinares, de las majadas y de los rodeos” (Por tierras, 174). Bordean Plasencia, la urbe de sus antiguos castillos y en el centro la fábrica de su inconclusa catedral, dejándola en “su secular siesta”, salvo de tiempo en tiempo por las intestinas disensiones de su bélico cabildo.

Siguiendo su camino hacia la patria de Pizarro veían desfilar a su lado solemnes encinares, henchidos de reposo, y de cuando en cuando los alcornoques despojados de su corcho nos mostraban su rojo tronco desnudo, como cuerpos desollados. Alguna vez se levantaba una bandada de perdices, otras les impedía continuar un rebaño de ovejas. Percibe una cierta hostilidad de arrieros, carreteros y trajinantes al auto que les transportaba, lo aborrecían porque les interrumpía la siesta. El camino a Trujillo les hizo cruzar el rio Tajo por el puente del Cardenal, junto a la confluencia con el Tiétar (la edición que utilizo señala por error el Alagón). Hermoso paraje este que contiene hoy el Parque Nacional de Monfragüe, con una abrupta hoz. Entre aquellos peñascos crecen las madroñeras y las jaras que perfuman el ambiente. Llama las Portilleras a lo que hoy denominamos el Salto del Gitano, con sus nidos de buitres. Éstos, dice, se ciernen solemnemente sobre las corrientes de agua y encima se yergue la ermita de Monfragüe, en las ruinas de su vetusto castillo.

“El rio es algo que tiene una fuerte y marcada personalidad, es algo con fisonomía y vida propias. La vena de agua es para los ríos algo así como la conciencia para nosotros, unas veces agitada y espumosa, otras alojada de cieno, turbia y opaca, otras cristalina y clara, rumorosa a trechos. El agua es, en efecto, la conciencia del paisaje, los árboles y las rocas en el agua se ven como en espejo, en el agua se desdoblan, adquieren reflexión de sí. Donde hay agua aparece el paisaje vivo. Y el agua del rio es conciencia viviente, conciencia movediza” (Por tierras, 175).

Después don Miguel sigue reflexionando sobre los ríos, que “simbolizan la vida de un hombre” y cita los versos de Jorge Manrique “nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir”. Pues los ríos tienen su infancia, su adolescencia, su madurez, su vejez y muerte. Alude al puente de Alcántara “una de las mayores hermosuras que en España pueden verse”. Nos comunica que pasaron la primera noche en una finca de encinas en medio del campo y a la tarde emprendieron la marcha hacia Trujillo.

Dedica dos párrafos a hablar de esta ciudad, cuna de Pizarro, prototipo de aventureros legendarios que desde el fondo de estas sierras y campos, sin saber nada del mar, se lanzaron en busca de El Dorado. Los extremeños, dice, son bravos y extremosos, como lo fueron en las armas Pizarro, en la oratoria Donoso y en la poesía Espronceda. Llega incluso a decir que el paludismo, azote de esta tierra, ha modelado el carácter de estas gentes. Les ha hecho irritables a la vez que apáticos, siendo poco capaces de la acción contenida y lenta. Los veranos son terribles.

“Dimos vista a Trujillo. La masa de sus torres y sus ruinas se recortaba sobre el cielo, entre las lloviznas. Entre esas torres la que hizo levantar Julio Cesar que es la más corriente etimología de Trujillo, Turris Juli. Con un chiquillo cualquiera de cicerone, que topamos al azar en las calles, emprendimos nuestra visita. Trujillo es una ciudad abierta, clara, confortable, regularmente bien urbanizada, apacible y que da una cierta sensación de bienestar de hidalgo campesino. Su plaza ofrece un hermoso punto de vista: casas señoriales, con escudos históricos, y entre ellas la que fundaron los marqueses de la Conquista, descendientes de Pizarro, y las torres de iglesias en derredor” (Por tierras, 177).

Subieron después a visitar la iglesia de Santa María y posteriormente el chiquillo les llevó a las ruinas de un antiguo convento,-debe ser el de franciscanas de la Coria hoy restaurado por Xavier de Salas-. En el claustro ruinoso encontraron a seis hombres acurrucados en el suelo en corro. El chiquillo les dijo que jugaban al cané, un tipo de juego de cartas con apuestas. De la casa natal del Conquistador observaron que no quedaba más que informes ruinas y por chumberas y nopales se dirigieron al casino. “Es lo que hay que ver en estas ciudades y villas extremeñas, es un verdadero hogar colectivo, en el casino es donde se les conoce. El extremeño de los pueblos es, sobre todo casinero; donde concurren los señoritos de estos pueblos, señoritos ociosos” (Por tierras, 178).

“La biblioteca del casino de Trujillo es la típica biblioteca que no se forma para lectores, sino para visitantes, para que no se nos tenga por incultos. Y sobre la mesa lo único que se lee: periódicos diarios y la indispensable “Ilustración Española y Americana”, para ver los santos. En la tal biblioteca no encontramos ni un alma; estaba completamente vacía” (Por tierras, 178). Luego les llevaron a ver el salón de baile y para ello tuvieron que atravesar la sala de juegos que estaba llena, recordando los jugadores del cané en las ruinas del convento de la puerta de Coria.

“El juego es el terrible azote de estos lugares, villas y ciudades de Extremadura: jugar a juegos de azar es la ocupación principal de los hacendados de Trujillo. Y esta pasión del juego, terriblemente absolvente en los extremeños, nos explica en gran parte la epopeya de la conquista…En el juego se busca salir de la monotonía  lógica y rutinaria de la vida, en el juego se busca satisfacer la imaginación. ¿Y por qué en el juego y no en el arte, en la ciencia, o en la política, o en la acción social? Pues por pobreza de imaginación. Es esa pobreza de imaginación, es este materialismo, es el predominio de la vida fisiológica, es su falta de idealidad, es todo eso lo que le lleva al juego. Es, digámoslo con su palabra, retardo en la civilización, cuyos más altos ideales son aquí incomprensibles” (Por tierras, 179 y 180).

“Emprendimos el retorno dejando allí, entre sus dehesas, entregado a la modorra y al juego, a este hermoso pueblo de Trujillo, digno de tener otra alma”, y concluye Unamuno con una interrogante. “¿Cambiará esta hermosa tierra extremeña? ¿Sabrán sus hijos sacudirse el paludismo espiritual, cien veces más dañino que el del cuerpo, esa ciega, loca y embrutecedora pasión por el juego y elevarse a otro nivel de vida?” (Por tierras, 181).

 

2.3La comarca de las Hurdes

En este artículo Unamuno nos comenta que su primer viaje a estos parajes fue en 1896, con el doctor J. B. Bide, con el que estuvo en Las Batuecas. Con posterioridad don Miguel hizo otros viajes a la comarca. El que aquí comentamos lo efectuó  en agosto de 1914. En él tomó conciencia del aislamiento y leyendas que sufría esta comarca del norte de Cáceres. Para documentar al lector les remite a la obra de Bide o de Blanco Belmonte, entre otros. Aún no había concluido Legendre su tesis doctoral sobre las Hurdes. Don Miguel señala que en estas líneas solo pretende anotar las impresiones que le causan como curioso excursionista. El viaje abarcó cinco jornadas.

Comienza su incursión desde Granadilla, con dos compañeros de andanzas, J. Chevalier y M. Legendre. También va con ellos el tío Ignacio de La Alberca. Recuerda a Gabriel y Galán y su temprana muerte, como gran amante de estas tierras; también la histórica población de Granadilla y su recinto amurallado. Su entrada en las Hurdes se produjo por Casar de Palomero, a donde llegaron al anochecer, a la cual la denomina la corte (entrada) sur de la comarca. La otra por el norte es La Alberca. Las dos capitales de esta tierra olvidada son Pinofranqueado y Nuñomoral. “Buen pueblo el Casar, atractivo para quien ama la paz del retiro y el retiro de la paz. Pueblo con dos médicos y con dos fábricas de luz eléctrica, lo que les permite alumbrase casi de balde…Excelente remanso de sosiego, con su fisonomía serrana y sus grandes balcones de madera para tomar el fresco” (Andanzas, 106).

Nos informa que el maestro del pueblo, gran conocedor de la comarca, les informó, les hizo un croquis utilísimo y les escoltó después por el valle del rio Los Ángeles hasta Pinofranqueado. Comenzamos a ver “montañas peladas, vestidas no más que de brezo, helecho y matorrales bajos; montañas de perfiles suaves, redondeadas, que bajan mansamente a bañar sus pies en el agua; pero montañas recias y ásperas, madrigueras de bestias  más que cunas de hombres” (Andanzas, 107). Continua señalando que en su disposición general la comarca forma tres hondos valles casi paralelos: el Esperabán, la Fragosa y el Hurdano, sin contar el citado Los Ángeles. Destaca lo intrincado de los repliegues de toda su traza. “Difícilmente se encontrará otra comarca más a propósito para estudiar geografía viva, dinámica, la acción erosiva de las aguas, la formación de arribes, hoces y encañadas” (Andanzas, 108).

Llegaron a Pinofranqueado, capital de las Hurdes Bajas. Un buen pueblo, dice, sin nada de la ridícula leyenda del salvajismo hurdano. No vieron a hombres ladrando vestidos de pieles, que huyen de la civilización. Pero había que penetrar en la zona profunda, aquella que su compañero Legendre decía era “el honor de España”. Porque grande ha sido el trabajo de los hurdanos para arrancar un misérrimo sustento a una tierra tan ingrata. “Ni los holandeses contra el mar” decía el hispanista francés. El secretario del pueblo de Pinofranqueado, hombre despierto y vivo, era uno de los mejores informantes en lo que respecta a las Hurdes. Les señaló lo mucho que la comarca debe al obispo de Plasencia, Francisco Jarrín, un alma benemérita para estos parajes. (Véase mi artículo sobre la revista Las Hurdes. LIII Coloquios Históricos de Extremadura, Trujillo 2023).

Penetrando en el valle del Esperabán, toparon con las primeras alquerías, la Muela y el Robledo y las típicas casas de piedras apiladas, tejados de pizarra, sin más hueco que la puerta de entrada. “Empezaba la visión de la miseria. Ya muy al atardecer llegamos a Las Erías, donde pasamos la primera noche verdaderamente hurdana. Casi todo el pueblo nos rodeó: niños, mozos y viejos, ¡pobres gentes! Hay que oírles quejarse de la triste y dura tierra que les ha cabido en suerte. ¡Pero no abandonan, no! Más bien se apegan a ella, con tanto más trágica querencia cuanto más dura es” (Andanzas, 109 y 110).

Y todo este mudo combate, apunta don Miguel, lo hacen solos, sin ayuda de bestias de carga, llevando a cuestas las piedras de las cercas o del bancal. Rico por no decir riquísimo es el que posee un borrico entero en uno de estos pobres pueblos. Partieron al amanecer de Las Erías trepando a unos altos para llegar a Horcajo. ¡Estupendo panorama! “Allí en lo hondo de la encañada, se apeguñaban los tejados de pizarra de las casucas de Las Erías, bien apretados unos a otros, como un testudo romano. Y todo ello, la alquería, como una roca en pedazos” (Andanzas, 111). En Las Erías en el invierno, dice, el sol no dura más de cinco horas. Pero más arriba en otra alquería, mucho más miserable, allí apenas hay sol. “Sus misérrimos moradores son, en su mayoría, enanos, cretinos y con bocio. ¡Pobres hurdanos! Pero, ¿salvajes? Todo menos salvajes” (Andanzas, 112).

“Una de las cosas que más han llamado mi atención en las Hurdes es la gran cantidad de niños preciosos, sonrosados, de ojillos vivarachos, que he visto. Luego se estropean en aquella terrible lucha por el miserable sustento. Y es curioso ver las grandes diferencias de unos a otros. Junto a hombres entecos, esmirriados, raquíticos, se ven recios mocetones quemados del sol, ágiles y fuertes, y junto a pobres mujerucas, prematuramente decrépitas, encuéntranse muy garridas y guapas mozas” (Andanzas, 113).

Pasaron después a El Gasco, sito en la barranca del rio Fragosa. Es el valle más decrépito de toda la comarca. Encontraron los míseros poblados de Fragosa y Martilandrán, con infernales callejuelas, entre aquellos hombres ceñudos y negros, y al penetrar en uno de los casucos vio la carita “fresca como una rosa y brillante como un lucero” de una niña en medio de aquella zahúrda. Estas gentes hablan castellano y lo hablan muy bien. Y no huyen de los visitantes, prosigue don Miguel. Al contrario, acercanse a ellos para pedirles  cigarrillos y por si cae alguna perrilla que les remedie.

Pasaron luego a Nuñomoral, donde junto a viviendas deplorables, hallaron excelentes casas modernas. Observa un cierto progreso en esta población, que confía se irradie a otras alquerías como La Segur, muy cerca de Casares, capital de las Hurdes Altas. La Segur es una población tan mala como cualquiera del valle de Fragosa. “Me asomé a la vivienda de uno que me dijeron era de los más ricos del pueblo y aquella visión cortaba la respiración. El hurdano es radical y fundamentalmente individualista. Como que por eso brega y pena allí y apenas emigra, y siempre vuelve” (Andanzas, 115). Tras una siesta y un refrigerio en Casares, de nuevo hacia las cumbres para rematar la excursión por las Hurdes Altas. Desde allí contemplaron el fondo de la tercera barranca, la del Hurdano, que se hurta a la vista en el intrincamiento de los montes. Al pie de esos montes se les aparecía el testudo de tejados pizarreños de Rio Malo de Arriba. “Y subían cantares del fondo. Y no la primera vez, pues ya otras, al acercarnos a estos misérrimos pueblecitos, oímos algún cantar humano subir barranca arriba, hacia los cielos” (Andanzas, 116).

Las Hurdes Altas desde Riomalo de Arriba hasta Las Mestas es, en conjunto, lo menos malo de la región hurdana. Unamuno y sus acompañantes hicieron un alto en el Ladrillar, “a tomar huelgo (aliento) y agua. Esa agua como no la hay otra” Y sigue el rector de Salamanca diciendo, “Ved porqué esos pobres heroicos hurdanos se apegan a su tierra: porque es suya. Es suya en propiedad; casi todos son propietarios. Cada  cual tiene lo suyo: cuatro olivos, dos cepas de vid, un huertecillo. Y prefieren malvivir, penar antes que bandearse más a sus anchas teniendo que depender de un amo y pagar una renta. Y luego es suya la tierra porque la han hecho ellos, es su tierra hija” (Andanzas, 117).

Del Ladrillar fueron a hacer noche en Cabezo. Entre éste y Las Mestas, en un repliegue del camino, hallaron ciertos restos o despojos humanos con unos pedazos de periódicos al lado. Dieron vistas después a los cipreses de Las Mestas, pueblecito encantador a la distancia, que ni pintado para un pintor, con sus callejuelas cubiertas de frondosas vides y todo ello engastado entre frescas y verdes arboledas. De allí marcharon “al famosísimo y legendario valle de las Batuecas, donde estuvo el convento carmelitano en un tiempo. El camino es de lo más frondoso que se puede encontrar, después de la desolada aridez de las cuestas hurdanas, pobremente vestidas de brezo, helecho y jara. Las Batuecas, como obra en gran parte de los frailes que poblaron su soledad, como obra de solitarios contemplativos, ofrece una riquísima variedad de especies arbóreas” (Andanzas, 119). Evoca don Miguel el anterior viaje que hizo a este “jardín botánico abandonado” hace diez y seis o dieciocho años.

“De las Batuecas salimos a la Alberca. Y luego a nuestra querida Peña de Francia, a tomar aire, sol y paz en aquella cumbre de silencio y sosiego” (Andanzas, 120). Dieron fin así a este viaje a las Hurdes que repetiría años más tarde.

 

2.4Desde Gredos

Esta montaña fue, después de Salamanca, la mejor metáfora de Unamuno. “En Gredos encuentra el alivio del alma, el panorama grandioso, el silencio cómplice, la exaltación optimista, la perspectiva cenital sobre los problemas humanos y la solidez berroqueña de las ideas y de los significados. Se le convierte en símbolo, en atalaya sentimental y en lección moral metareligiosa. Y sobre todo es su paisaje particular en la metabolización de Castilla. Es sobrio, eterno, denso y altanero (González Egido, 14 y 15).

Fueron numerosas las excursiones que don Miguel realizó a la sierra de Gredos. (Sobre este tema remito a mi artículo, La imagen de Gredos, publicado en el Boletín de la Real Sociedad Geográfica de Madrid en 1997, volumen 133). A principios de julio de 1909 volvió a la cumbre de Castilla con unos amigos, faldeando la brava sierra. Mientras viva, señala, me quedará recuerdo de mi correría por las laderas de esta gran atalaya. Y desde el puerto del Pico dice: “es posible atravesar el paradisiaco valle del Barranco e ir después a Arenas de San Pedro, al pie de los picos de Gredos. Allí es posible contemplar un paisaje musical, pero de música litúrgica, gregoriana, de pocas notas y ellas de órgano” (Por tierras, 124). Se acuerda de la majestad de Gredos y señala “nunca olvidaré una noche en que, durmiendo sobre el santo suelo de mi patria, sobre la tierra misma, en una de las cumbres españolas, me sorprendió antes del alba una tormenta. Viendo ceñir los relámpagos a los picachos de Gredos se me reveló el Dios de mi patria, el Dios de España” (Por tierras, 125).

En agosto de 1911 Unamuno vuelve a Gredos, esta vez en compañía de sus amigos Marcelino Cagigal y Eudoxio de Castro. En el que llama “espinazo de Castilla” acampó dos noches a dos mil quinientos metros de altura y bajo el cielo raso. También ascendió al risco de Almanzor para tentar sus piedras. Allí contempló “el imponente espectáculo del anfiteatro que ciñe a la laguna grande de Gredos, y viendo el Ameal de Pablo levantarse como el ara gigante de Castilla, conviviendo con el pastor de las cimas” (Andanzas, 16). Uno de los mayores encantos que experimentó en aquellas alturas fue carecer de diarios, no recibir cartas. El cuerpo así se limpia y restaura con aire sutil de aquellas cimas, aumentando el número de glóbulos rojos, según le decía un catedrático de Medicina. Y continúa, “el alma también se limpia y se restaura con el silencio en las cumbres” (Andanzas, 18).

“Desde allí arriba, desde los canchales de la cumbre de Gredos, contemplábamos con unos prismáticos los pueblecillos del valle del Tiétar, Madrigal, Villanueva de la Vera,…Unas montañas nos tapan a Yuste, donde fue a morir, hastiado de los hombres, nuestro emperador. No se veía a los hombres en aquellos pequeños hormigueros” (Andanzas, 20). Al bajar de esta excursión a Gredos, en agosto de 1911, Unamuno recurrió al verso para expresar sus emociones. Fruto de ello fue la composición poética titulada En Gredos, que inserta en sus Andanzas y visiones españolas. De la misma insertamos los siguientes versos.

Solo aquí en la montaña,

solo aquí con mi España

-la de mi ensueño-,

cara al rocoso gigantesco Ameal,

aquí mientras doy huelgo a Clavileño,

¡con mi España inmortal!

Y más adelante prosigue con unas estrofas en las que alude a Extremadura:

Del piélago de tierra que entre brumas

tiende a tus pies, aquí, sus parameros,

con leras por espumas,

volaron del Dorado a la conquista

buitres aventureros,

mientras hastiado del perenne embuste

de la gloria, enterraba aquí, a tu vista,

su majestad en Yuste

Carlos Emperador.

Aquel vuelo de buitres fue la historia,

tu pesadilla,

y este entierro imperial fue la victoria

sin mancilla,

la que orea la frente a tu Almanzor.

Concluye esta excelente composición con el verso

…aquí entre vosotros, aquí me siento yo!

(Andanzas, página 261 y siguientes)

“Ningún otro paisaje adquirió mayor sentido patriótico para Unamuno como Gredos… En el poema En Gredos de 1911, encontramos la más lograda expresión de lo que para él significaban estos montes, símbolo de su España Inmortal, y símbolo también de los desvelos que aturdían su alma atormentada” (Rivero, 71). Don Miguel le atribuyó un alto valor simbólico, que sintetiza las dimensiones religiosa y patriótica, llegando así a la clave de la identidad de Castilla y España (Ortega Cantero, 24).

En un breve artículo publicado en “El Bejarano” el 1 de enero de 1915, titulado Hay una Castilla serrana… señala “desde la cumbre de Gredos se ciñe con la mirada los campos extremeños, de donde salieron los conquistadores, aquellos navegantes de tierra, de mirada de águila, que fueron los que por primera vez, desde el Darién, vieron a un lado y al otro los dos más grandes  mares” (en Juaristi, 86).

En agosto de 1923 volvería a Gredos y nos dejó un nuevo testamento lírico que vería la luz en un artículo que publicó “El Liberal” de Madrid y en el que a la riscosa cumbre de Gredos le llama columna dorsal de Castilla.

 

 

2.5Evocación de Mérida

El 28 de junio de 1933 Unamuno envía al diario madrileño “Ahora” un extraño artículo titulado La invasión de los bárbaros. Fue recogido por don Manuel García Blanco en la edición de su volumen Paisajes del alma, sobre la obra periodística de don Miguel en sus últimos años. Para comprender este trabajo es preciso recordar que se le encargó traducir la obra de Séneca Medea, a fin de ser representada en el festival de teatro clásico de Mérida. A tal fin Unamuno viajó a la capital extremeña, asistiendo al estreno de la obra el 18 de junio anterior. Diez días después fue cuando escribió el artículo que mencionamos y que puede verse en las páginas 149 a 152 de la edición que consultamos.

Nuestro autor comienza recordando que se encuentra en torno a las ruinas romanas de Mérida. Menciona su interés por “lo fugitivo, que permanece y dura, se queda lo que pasa”. Señala que fue a la urbe citada desde Salamanca y antes de hacerlo meditó junto al puente romano sobre el Tormes. “Entramos en Extremadura, teatro hoy de extremosidades y de lucha (¿recordaría Castilblanco?), no de clases, sino de cábilas, de lugares, hasta de barrios, de cotarros en todo caso. Cantonalismo y guerra al meteco, al forastero” (Paisajes del alma, 150). Luego cuando remonta a la vertiente del rio Ana, nombre utilizado por los romanos, llega a Mérida con su imponente puente, que no es ruina porque se sigue utilizando, no así el acueducto de los Milagros, hoy inservible.

Este artículo está lleno de referencias a Quevedo, Jorge Manrique, Julio Senador y su Castilla en escombros y Spengler. Alude a la gran obra de este autor alemán y se pregunta ¿No será verdad lo del derrumbe de Occidente? “Contemplando estos campos, teatro de una nueva e incipiente invasión de los bárbaros, recordaba como en aquellos remotos siglos los bárbaros renovaron la vida del espíritu. Los de ahora, hambrientos de pan y de justicia, pero más aún de venganza, cumplen una obra providencial cuya finalidad desconocen y que les llevará tal vez a lo contrario de lo que figuran.  ¡Cualquiera traduce las oscuras intenciones del anarquista conservador que es nuestro campesino, ansioso de rematar al señorito para suplantarle como tal!…Por donde quiera un aliento de invasión bárbara. Barbarie es la acción directa: barbarie es la revolución” (Paisajes del alma, 151).

Y concluye con estos dos párrafos. “Aquella providencial invasión de los bárbaros que arruinaron al Imperio Romano acabó en el campo, en feudalismo; en las ciudades y villas, en gremialismo. ¿Y ésta? Los agüeros a la vista están. Escurrese el Guadiana al pie de las ruinas romanas de Mérida, y queda lo que se escurre, lo que pasa; queda la historia” (Paisajes del alma, 152). No es la primera vez que don Miguel visitó Mérida, en una entrevista que le hicieron en 1933, confesó que a principios del siglo XX estuvo en la urbe dando una conferencia sobre Arte (Navarra Ordoño, 85).

Unamuno firmó otro artículo sobre la ciudad emeritense. Como heredero tardío del romanticismo, también siente fascinación por las ruinas y su permanencia. Así lo expresa en su artículo Séneca en Mérida, en el que dice textualmente, “nada como una ruina robusta da la sensación de permanencia. Que no hay para soñar como las ruinas” (Manuel García Blanco: Obras Completas de don Miguel de Unamuno. Editorial Escelicer, Madrid 1966, volumen I página 697). Sobre algunos monumentos señala: “En el Museo de Mérida-cementerio arqueológico-, nos cabe soñar lo que hubo de haber sido Emérita Augusta”. Y añade “El teatro de Mérida, a cielo abierto de España, ha sido desenterrado, nos habla de un secular pasado de grandeza. Allí pretendí  con mi versión de la tragedia Medea de Séneca, hacer resonar bajo el cielo hispánico de Mérida el cielo mismo de Córdoba” Alude más tarde a la gran interpretación que hizo del personaje  Margarita Xirgú y concluye el artículo, “al salir de Mérida las cigüeñas del acueducto seguían desde las pingorotas de sus ruinas avizorando el campo”. Se publicó en el diario madrileño “Ahora” el 22 de junio de 1933.

 

2.6Otras expresiones unamunianas

Don Miguel visitaría Extremadura en múltiples ocasiones, especialmente la provincia cacereña. De ello tenemos noticias por sus escritos o por relatos indirectos de amigos suyos, los cuales le trataron o la invitaron a visitar Cáceres. “¿Bajó alguna vez Unamuno a Badajoz o no pasó de Mérida? Su desinterés por la mitad sur de la región extremeña es notorio”. (Navarra Ordoño, 44). Este mismo autor nos dice que Unamuno buscaba en nuestra región sobre todo silencio.

Concretamente a la capital provincial viajó el 13 de junio de 1908, con ocasión de la entrega a maestros nacionales de los premios concedidos ese año. No hay que olvidar que en aquellas fechas él era el rector de la Universidad de Salamanca y a su distrito universitario pertenecía el norte de Extremadura. Aprovecharía su estancia para componer un poema titulado Cáceres que se inicia con estos versos:

Y asín pasan las horas,

paso a paso,

al pie de las torres,

donde se alzan, centinelas de modorra,

las cigüeñas

de Cáceres.

Su cielo de fuego

Recorren palomas, aviones, cernícalos,

y la gente

paso a paso

come, bebe, duerme,

se propaga.

Esta composición fue publicada por primera vez en la revista “Papeles de Son Armadans” de Palma de Mallorca en 1966, en un artículo titulado De las andanzas de Unamuno por tierras extremeñas. Un recuerdo poético. El autor fue el catedrático de la universidad salmantina Manuel García Blanco gran estudioso de Unamuno y su obra. También hace referencia al poema Valeriano Gutiérrez Macías en su artículo, Cáceres en la poesía de Unamuno. “Alcántara” 1965. El poema que comentamos constaba de 52 versos. Posteriormente fue comentado y editado por Gerardo García Camino en Unamuno descubre poéticamente Cáceres en 1908. Publicado por la “Revista de Estudios Extremeños” nº 25, I, Badajoz 1969. Se trata de una composición rápida y apresurada, con un ágil y agudo esbozo impresionista, un poco a lo Van Gogh, en el que se nos muestra un paisaje urbano torturado y calcinado por el sol. Varios son los temas, señala García Camino, que en este breve poemita aparecen, sobre un paisaje urbano sumido en el sopor de la siesta de verano: las altas torres, la plazuela de San Mateo en que las piedras se alfombran con yerbas, los palacios en sus calles estrechas, la fuente de Concejo, la subida al santuario de la Montaña y el casino, asunto éste tratado en su artículo sobre Trujillo. Este tema a Unamuno debió de dolerle como expresión social de una vida provinciana sin aspiraciones ni horizontes.

Suelen presentarse en las antologías como de tema extremeño dos poemas de don Miguel que posiblemente compusiera en sus viajes en tren por la provincia de Cáceres. Me refiero a los que llevan por título En el tren  y Renacer durmiendo en el campo. Ambos son de 1910. Se les ubica en el trayecto de Unamuno entre Plasencia y Salamanca, y a decir verdad la descripción se acopla fielmente a la geografía de estos entornos, en los cuales los terrenos adehesados son protagonistas.

“En la poesía, medular en la personalidad literaria de Unamuno, la presencia e importancia del paisaje en relación con el hombre es incontestable” (Bernal Delgado, prólogo al libro Miguel de Unamuno Viajes por Extremadura, Cáceres 2004, página 8). Existe otro trabajo de Juan Pedro Vera Camacho en la “Revista de Estudios Extremeños” nº 23, I, en 1967 y titulado Cincuenta noticias curiosas de Extremadura, en el que el autor nos señala que don Miguel llamó al puerto de Mirabete “el altar de España”, por la belleza del paisaje que desde él podía contemplarse.

En carta de 25 de mayo de 1912, Unamuno agradece, en nombre del filólogo alemán Fritz Krueger, la ayuda que le prestaron los maestros de varios pueblos de Zamora y Cáceres. Ambos de su distrito universitario cuando era rector. Los de las poblaciones cacereñas de Casar de Palomero, Guijo de Coria, Granadilla, Villanueva de la Sierra, Guijo de Galisteo y Piedras Albas, habían ayudado al científico alemán en sus investigaciones sobre las peculiaridades dialectales en el habla de dichos núcleos poblacionales (Robles, 1989, I, 302 y 303).

Don Miguel también se carteó con Mario Roso de Luna (1872-1931), escritor y teósofo extremeño, natural de Logrosan. En la primera misiva el filósofo vasco le agradece el envío, por parte del citado abogado y también astrónomo, de su libro Hacia la agnosis. Por otra carta de Roso a Unamuno de 29 de marzo de 1922, el primero le sugiere que sea valedor de su persona. Estos datos nos los proporciona el profesor Robles en un trabajo titulado Algunas cartas y documentos de Mario Roso de Luna, publicado en la revista “Alcántara” nº 18, Cáceres 1989, páginas 159-200.

De 1930 es un poema dedicado a Hervás, compuesto de 12 versos, y que tiene por nombre el de esta población del valle del Ambrós. Fue publicado el 31 de agosto del referido año y dice así:

 

Hervás con sus castañares

recoletos en la falda

de la sierra que hace espalda

a Castilla; sus telares

reliquia de economía

medieval que el siglo abroga,

y a un rincón la sinagoga

en que la grey se reunía,

que hoy añora la verdura

de España, la que regara

con su lloro-de él no avara-

el zaguán de Extremadura.

(R. Senabre. Vol. V de Obras Completas, página 736 y 737)

Como es sabido en el año 1930 Unamuno vuelve del destierro que le impuso la dictadura de Primo de Ribera. El 1º de junio se va al lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, para ambientarse del paisaje y los elementos simbólicos que embargaran su San Manuel Bueno y Mártir. El 18 de agosto compone su poema, “Salamanca Salamanca/renaciente maravilla, /académica palanca/ de mi visión de Castilla…” Pues bien, su primera obra poética extremeña tras su destierro se la dedica a este bello pueblo de Cáceres, ya que confiesa que el 30 de agosto ha vuelto a visitar Hervás. Una serie de aspectos geográficos, económicos, religiosos y evocadores le sirven para construir un poema bien trabado.

Existe otra carta de Unamuno al pueblo de Moraleja, Cáceres, con una fotografía dedicada y guardada en la Biblioteca Pública de la población. La misma dice: “Vasconia-Bilbao-me dio con su sangre espiritual el hueso del alma, de Castilla-Salamanca-con su habla sobre todo me saldó y arreció el meollotuétano español. Carta de 11 de agosto de 1934” (Robles 1991, II, 325).

En otra colaboración para “Alcántara” nº 92, Cáceres 2021, podemos leer un artículo de Jonás Sánchez Pedrero titulado Don Miguel de Unamuno en Baños de Montemayor. Nos informa que el balneario lo visitó el escritor vasco, en febrero de 1903, agosto de 1910 y septiembre de 1913, entre otras ocasiones. Su estancia puede rastrearse en la correspondencia que tuvo con su amigo Marcelino Cagigal Valdés, profesor de aritmética y geometría en la Escuela de Artes y Oficios de Béjar. Se conservan las misivas de Cagigal a Unamuno, pero no las de éste a su colega. En aquellas aparece una crítica más que velada a Lerroux, que se había hecho cargo de la gerencia del citado establecimiento termal.

 

3Análisis conclusivo

Los textos precedentes son suficientemente expresivos y claros a la hora de entender la percepción del paisaje extremeño por don Miguel. No obstante, añadiremos algunos comentarios y estimaciones que, sin duda, nos ayudarán a hacer más comprensibles sus palabras e ideas. Comenzamos subrayando que en Unamuno se interrelacionan paisaje natural y paisaje humano, hombre y naturaleza están presentes en su cosmovisión filosófica de la realidad geográfica. Además, le interesa tanto la naturaleza brava y salvaje como la domesticada y ordenada. Así mismo, integra un elemento más en el paisaje, que es saludable y benéfico para el cuerpo. A Unamuno le sirve para reponer fuerzas, es un reposo y un “baño de naturaleza” el contacto con el territorio extremeño. Produce paz en el alma, un aspecto esencial en su percepción del entorno. Llega incluso a decir que el paisaje configura el espíritu y el carácter de los pueblos.

El rector salmantino, a lo largo de sus artículos de recuerdos y viajes, nos delimita lúcidamente los aspectos físicos y humanos del paisaje, sobre todo en las dos primeras décadas del siglo XX; para en los años posteriores abordar el valor simbólico de aquel, lo cual se hace presente en la obra San Manuel Bueno y Mártir de 1930. Aquí el paisaje es una metáfora del país y de sus tribulaciones personales.

Unamuno tiene debilidad por las poblaciones que visita, sean pueblos o ciudades, más que por los monumentos o las glorias históricas. También disfruta y goza analizando las sierras fragosas y los repliegues profundos de los montes. El agua y los ríos de Extremadura son la conciencia del paisaje, señala. En nuestro escritor vasco un hito permanente, dentro de la perspectiva de la Geografía de la Percepción, son las cumbres;  éstas son un observatorio privilegiado para contemplar el territorio. Menciona los puertos de Mirabete, San Vicente, Mirabel o la cima del Almanzor, por solo citar algunos. La plaza mayor es un nodo fundamental para “sentir Trujillo y visualizar su significado histórico”. Pero don Miguel no cultiva el descripcionismo minucioso, propio de la estética naturalista, sino más bien el poético, cargado de metáforas, de simbolismo, de expresividad y de evocaciones espirituales (Rivero, 58).

Como buen estudioso, antes de realizar su jornada viajera, trata de documentarse en libros, revistas o periódicos, que le sirvan para instruirse y profundizar en el objeto del itinerario a realizar, fases previas a la reflexión posterior. Las citas de Sigüenza para comprender Guadalupe y Yuste, o las de Jorge Manrique, Quevedo, Bide, Gabriel y Galán, Julio Senador o Spengler son muestras significativas. Los signos de origen literario forman otro estrato de los paisajes unamunianos. Como apunta González Egido, don Miguel descubre en cada paisaje que ve un antecedente escrito, que vivifica y humaniza el espacio contemplado. Siempre hay un libro, un autor, un poema en cada espacio unamuniano. Con esa documentación y sus percepciones es como construye sus recuerdos, que luego se transforman en poesía o ensayos de viajes.

Sus estancias en los dos monasterios jerónimos mencionados le sirven para remembrar las glorias de Zurbarán o Carlos V, pero también respiran un cierto anticlericalismo decimonónico. Éste se acentúa al hablar de los canónigos de Plasencia, ciudad que describe con cierta superficialidad. Más detalles incorpora al hablar de poblaciones pequeñas como la Puebla de Guadalupe, Jaraíz o Trujillo. La segunda visita a Yuste en 1920 le sirve para expresar una cierta melancolía, tras el ocaso de la dinastía de los Habsburgo en la primera guerra mundial. Al atravesar la comarca de la Vera repara en la deficiencia de sus caminos que, subraya, generan atrasos y mitos. Denuncia así mismo su bajo nivel cultural y educativo, a la vez que ensalza y valora la zona y sus riquezas agropecuaria y paisajística. Estas críticas se agudizan en la excursión que realiza en 1914 a las Hurdes. Pero hacia los hurdanos, dada su situación, don Miguel muestra su veta más humana y conmovedora. Un sentimiento de plena humanidad se manifiesta en toda su intensidad en esta comarca.

Resalta, de igual modo, el carácter individualista del campesinado extremeño, enemigo de cualquier tipo de colectivismo, resaltando sus virtudes convivenciales y la acogida a los forasteros. En el lado negativo fija como causas de origen físico en el carácter extremeño: el sol, el paludismo y la pobreza. Y en cuanto a causas morales: la siesta y el vicio del juego. Respecto a este último la estigmatización de una institución como el casino es determinante. Describe con detalles y acritud las partes del referido a Trujillo. El cual, ratifica, es un elemento paralizante de su población. La música es otra faceta presente en el paisaje extremeño, la cual intercala en sus estancias en Yuste, Guadalupe, las Hurdes o desde Gredos.

El simbolismo en el paisaje o desde un determinado espacio, al que aludíamos anteriormente, se pone en evidencia en el artículo La invasión de los bárbaros. Desde las ruinas de la Mérida Romana, en 1933, utiliza el símil de aquel hecho histórico como símbolo de los nuevos invasores de la sociedad liberal, que no son otros que los partidos y sindicatos revolucionarios de  la 2ª República. Emérita Augusta es el pretexto para asimilar y predecir que barbarie y revolución son una misma cosa. Es un ejemplo de crítica social, expresión del último Unamuno, ese hombre disconforme con todo y contra todos, que le lleva a los años más difíciles de 1935 y 1936, en que explosionan las múltiples contradicciones que embargan a su fructífero y contradictorio arco vital. Sin duda la concepción del paisaje de nuestro gran escritor es hija de Herder y el Romanticismo.

Como bien señala Rivero Gómez, “Unamuno dio un impulso renovador a la literatura de viajes a través de la espiritualización de su concepción del paisaje, como ya en su tiempo anotó Azorín. El paisaje en Unamuno se halla impregnado de espiritualidad. Casi no son paisajes, casi no vemos lo que pretende pintar el autor. Vemos el corolario moral, místico muchas veces, que el autor hace, apoyándose en las ciudades, en los bosques, en las montañas” (Rivero, 33). La estructura convencional, meramente descriptiva del viaje pintoresco del romanticismo, se ha transformado, se ha convertido en un auténtico viaje poemático hacia el interior del alma (Díaz Larios, 287).

La comunión espiritual con la naturaleza extremeña, en paralelo a la de otras regiones de España, llevó a Unamuno a alcanzar momentos sublimes. Y es más que seguro que en parte le ayudara a resolver sus conflictos permanentes. Como buen hijo del post romanticismo buscaba la relación armoniosa entre el hombre y la Naturaleza. Algo que ya había anhelado, en el Viejo Estudio Salmantino, el gran maestro Fray Luís de León.

Contrariamente a lo que una lectura superficial de estos textos pueda dar a entender, Unamuno no denigra a Extremadura y a los extremeños. Todo lo contrario, como buen regeneracionista y amante de su patria, se arriesga a denunciar el atraso, los defectos y contradicciones que observa en la región, la cual no concibe fuera de España, sino en una identidad consustancial de ambas. Ello es a nuestro entender un acto de amor, de aprecio, de preocupación por una parte importante del solar patrio. Quien se tome la molestia de consultar viajes de Unamuno a otros espacios hispanos, verá como la crítica a canarios, castellanos, catalanes, gallegos o vascos son parejas a las que dedica a nuestra región. Solo este perfil de análisis nos sirve para penetrar en el pensamiento profundo y las querencias de nuestro autor por la intrahistoria de España, que trataba de analizar. No olvidemos que don Miguel es hijo de la generación del 98 y la crisis que aquella denunció.

Al realizar este trabajo éramos conscientes de que ya existían estudios sobre el tema que  abordábamos. Se habían editado todos o algunos textos aquí comentados, como son los análisis de Juan Antonio Fernández en 1993, Bernal Delgado en 2004, J. A. Ruíz Baudrihaye en 2014 o los de la editorial Casimiro en 2021. El de M. A. Rivero Gómez contiene algunos de estos textos, pero los inserta dentro de todos los viajes unamunianos. El de Navarra Ordoño se centra en nuestra región, pero alude más al ambiente cultural que nuestro rector halla cuando la visita. He tratado pues de extraer de sus recuerdos y viajes lo que considero esencial en su contemplación del paisaje extremeño, siguiendo la tesis de la geografía de la percepción. Con sus salidas a la Naturaleza y su comportamiento vital, como decía hace unos años un buen escritor, “Unamuno fue el hombre más libre que ha dado España” (Trapiello, 53).

Como señalaba en 1913 Azorín, su compañero de generación, “Amamos el paisaje de España…y a la comprensión del paisaje queremos unir la comprensión de la raza y de la historia” (prólogo de Jorge Urrutia en su edición de Castilla, 21).

 

4Bibliografía complementaria

-Manuel Alvar (1966). Unamuno y el paisaje de España. Obra Cultural de la Caja de Ahorros de Málaga.

-Azorín (2013). Castilla. En edición de Jorge Urrutia. Alianza Madrid.

-Dezsö Csejtei (1999). La filosofía del paisaje en los ensayos de Unamuno. “Boletín de la Institución Libre de Enseñanza” nº 34-35. Madrid, páginas 153-180.

-Dezsö Csejtei  y Aniko Juhász ((2019). Meditaciones filosóficas sobre el paisaje. Publicaciones de la Universidad de Salamanca.

-Díaz Larios, Luís Felipe (1999). Paisaje para el alma y paisaje para los sentidos. Los viajes de Unamuno. En La crisis española de fin de siglo y la generación del 98 de A. Vilanova. Universidad de Barcelona, páginas 279-288.

Extremadura. Miguel de Unamuno (1993). Con prólogo de Pedro Laín Entralgo e ilustraciones de Juan Antonio Fernández. Círculo de Lectores Incafo. Madrid.

-José Antonio Figueroa López (1987). Incidencia del paisaje en la Filosofía de don Miguel de Unamuno. Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid.

-Luciano González Egido (1997). Miguel de Unamuno. Publicaciones de la Junta de Castilla y León. Valladolid.

-Ramón F. Llorens García (1991). Los libros de viaje de Unamuno. Caja de Ahorros Provincial de Alicante.

-Gloria Luque Moya (2012). El paisaje en la antropología de Unamuno. “Thémata, Revista de Filosofía”, nº 46. Sevilla, páginas 171-179.

-K. Lynch (1974). La imagen de la ciudad. Infinito. Buenos Aires.

-Teodoro Martín Martín (1997). La imagen de Gredos. “Boletín de la Real Sociedad Geográfica”, tomo 133. Madrid.

-Teodoro Martín Martín (2023). Las Hurdes. LII Coloquios Históricos de Extremadura. Trujillo.

-Andreu Navarra Ordoño (2019). Piedras y pasión. Los viajes extremeños de Miguel de Unamuno. Editora Regional de Extremadura. Mérida.

-Nicolás Ortega Cantero (2016). La valoración del paisaje en Unamuno, claves geográficas y dimensiones simbólicas. En “Cuadernos Geográficos” nº 55 (2), páginas 6-27.

-Colette y Jean Claude Rabaté (2009). Miguel de Unamuno. Biografía. Taurus. Madrid.

-Laureano Robles (1989). Algunas cartas y documentos de Mario Roso de Luna. “Alcántara” nº 18, Cáceres 1989, páginas 159-200.

-Laureano Robles (1991). Miguel de Unamuno. Epistolario inédito (1894-1936).  2 volúmenes. Espasa Calpe. Madrid.

-Emilio Salcedo (1964). Vida de don Miguel. Primera edición en Salamanca. Tercera edición en Anthema. Salamanca 1998.

-Georg Simmel (2013). Filosofía del paisaje. Casimiro libros. Madrid.

-Andrés Trapiello (2002). Las armas y las letras. Península. Barcelona.

-Miguel de Unamuno (1958-64). Obras Completas. Edición y notas de Manuel García Blanco. Afrodisio Aguado. 16 tomos. Madrid. En el primero, Paisajes.

-Miguel de Unamuno (1966-71). Obras Completas. Edición de M. García Blanco. Escélicer. 9 volúmenes. Madrid. En el primero, Paisajes.

-Miguel de Unamuno (2002). Obras Completas. Edición a cargo de Ricardo Senabre. Biblioteca Castro. 10 volúmenes. Madrid. En el sexto, Recuerdos y Paisajes.

-Miguel de Unamuno (2001). Madrid. Castilla. Edición de Jon Juaristi. Visor Libros y Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Madrid.

-Miguel de Unamuno (2021). Viaje Interior. Edición de Miguel Ángel Rivero Gómez. Biblioteca Nueva. Madrid.

-Miguel de Unamuno (2023). Epistolario II (1900-1904). Edición de Colette y Jean Claude Rabaté. Ediciones de la Universidad de Salamanca.

-Darío Villanueva (2023). Literatura y Música. En “Excellentia” nº 30. Madrid. Páginas 6-15.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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