Oct 012004
 

Felicísimo García Barriga.

Licenciado en Historia Moderna*

1.- INTRODUCCIÓN

Para T. R. Malthus la mortalidad era uno de los dos reguladores esenciales de la dinámica demográfica[1]; a partir de la realidad contrastada de que mientras la población crece en una progresión geométrica (multiplicándose) los recursos alimentarios lo hacen en una progresión aritmética (sumándose), Malthus dedujo que el crecimiento demográfico no puede ser indefinido, por cuanto debe alcanzar un límite a partir del cual se produce un desequilibrio entre la población existente y los recursos necesarios para su supervivencia; la mortalidad actúa, así, como un freno positivo al crecimiento demográfico, eliminando esa población «sobrante» y restaurando el equilibrio perdido.

A pesar de sus evidentes deficiencias, el modelo maltusiano ha servido desde su creación para poner de manifiesto dos aspectos que constituyen el argumento básico de toda investigación histórica sobre la mortalidad, la mortalidad «general» o «normal, que es la que se produce de manera habitual en el seno de una población, y la mortalidad «catastrófica», es decir, las crisis de mortalidad.. En esta comunicación intentaremos definir los fundamentos de la mortalidad normal, complementando su estudio con el análisis de la mortalidad infantil, que sin duda representa uno de los elementos más importantes del crecimiento de la población y del proceso de transición demográfica. En cuanto al análisis de las crisis de mortalidad, la falta de espacio nos obliga a no incluirla, a pesar de su extraordinaria importancia.

Toda esta labor se centrará en un espacio muy preciso, la zona situada al oeste de la ciudad de Cáceres, y más concretamente los pueblos de Casar de Cáceres, Malpartida de Cáceres, Arroyo de la Luz, Navas del Madroño y Brozas; en cuanto a la ubicación temporal, hemos optado por centrar nuestro estudio en los años comprendidos entre 1800 y 1860, durante los cuales se producen las últimas grandes crisis de mortalidad de la historia extremeña (si exceptuamos la gripe de 1918), y cuyos datos podrán compararse con los de otras zonas extremeñas y españolas en los que parece anunciarse el inicio de la transición demográfica.

2.- TASAS GENERALES Y ESPERANZA DE VIDA.

El análisis de la mortalidad durante el ciclo demográfico antiguo demuestra, según M. W. Flinn, que la inestabilidad a corto plazo era endémica y estaba sometida a fuerzas exógenas, considerando que las principales características del comportamiento de la mortalidad eran unas dramáticas fluctuaciones a corto plazo, baja esperanza de vida, alta mortalidad infantil y una importante incidencia endémica y epidémica de las enfermedades infecciosas, comunes a toda la Europa de Antiguo Régimen[2].

Por tanto, en este primer punto trataremos de identificar y analizar los elementos característicos de la mortalidad ordinaria, es decir, de aquella en la cual no está presente una crisis de sobremortalidad que altere los resultados obtenidos; dichos elementos son la tasa bruta de mortalidad (TBM), la esperanza de vida al nacer y los diversos componentes de la mortalidad infantil.

a) Tasas brutas de mortalidad.

Las muchas investigaciones realizadas en las últimas décadas parecen demostrar que, a largo plazo, la tasa bruta de mortalidad correspondiente a poblaciones insertas en el ciclo demográfico antiguo estuvo la mayoría de las ocasiones muy poco por debajo de la tasa bruta de natalidad, de lo que se deriva un crecimiento natural ciertamente escaso. Ocasionalmente, y sobre todo en una escala local, esta pequeña ventaja de la natalidad podía quedar anulada recortándose más aún la distancia entre las dos tasas o invirtiendo incluso sus posiciones.

Las dificultades que el cálculo de la tasa bruta de mortalidad implica para las poblaciones de la Edad Moderna prácticamente desaparecen en el siglo XIX, gracias sobre todo a la mejora notable de la calidad de los registros de los difuntos (que ya son mucho más que los antiguos libros de colecturía), tanto en la desaparición del subregistro de párvulos como con la inserción de datos cualitativos tan interesantes como la edad de defunción o la causa de ésta. Al mismo tiempo, el perfeccionamiento de los métodos de recuento y censo de la población hacen que los diversos censos existentes para esta centuria sean bastante más fiables, salvo excepciones, que los realizados en los siglos precedentes.

La siguiente tabla expresa las tasas brutas de mortalidad obtenidas mediante estos cálculos, junto con otras conseguidas en otros espacios regionales y peninsulares.

Tabla I: Tasas brutas de mortalidad. Siglo XIX (en tantos por mil)

AÑO Casar Arroyo Malpartida Navas Brozas Extremadura Cantabria España
1791 39,44 42,34 33,42 43,8 41,19 40,00 31,00 38,00
1813 44,38 38,13 32,42 59,02 39,83
1818 43,50 44,10 33,21 45,04 40,00 21,00
1829 50,04 47,34 36,27 48,66 42,50 36,00
1857 50,11 37,66 43,31 43,43
1860 55,21 50,18 41,05 47,14 46,13 38,00 26,00 27,00

Media móvil de 25 años centrada en el año del recuento, excepto 1857 y 1860 (media anual de los 25 años anteriores). Fuente: censos, registros parroquiales y elaboración propia. LANZA GARCÍA, R: La población y el crecimiento económico de Cantabria en el Antiguo Régimen, Madrid, 1991, p. 127. PÉREZ MOREDA, V.: Las crisis de mortalidad en la España interior. Siglos XVI-XIX. Madrid, 1980., p. 134; BLANCO CARRASCO, J. P. :Demografía, familia y sociedad en la Extremadura Moderna: 1500-1860. Cáceres, 1999.

Numerosas investigaciones han confirmado que las tasas brutas de mortalidad oscilaban en las poblaciones previas a la transición demográfica entre el 35 y el 45‰, con escasos cambios a corto y medio plazo. En el caso español, estos valores parecen ser comunes a todo el territorio hasta, aproximadamente, la segunda mitad del siglo XVIII, cuando el descenso que se observa en ciertas zonas conforma dos modelos: uno de «baja presión», característico de los territorios valencianos, catalanes y vascos[3], y otro de «alta presión», predominante en tierras del interior y Galicia[4]. Extremadura se situaría en este segundo grupo, con tasas en torno al 35‰ entre 1600 y 1700 y un descenso leve entre mediados del siglo XVIII y mediados del  siglo XIX[5].

Sin embargo, y como vemos en la tabla precedente, las tasas de los cinco pueblos analizados se sitúan siempre por encima de las medias regionales y nacionales, lo que determina una mayor precariedad y exigüidad del crecimiento demográfico, salvo coyunturas ciertamente excepcionales; el único dato discordante es el de Malpartida de Cáceres, que muestra tasas de mortalidad más propias de otros territorios, lo que se manifiesta, además, en altísimos crecimientos vegetativos (de más del 1% anual).

Estos datos, por tanto, caracterizan a la tasa bruta de mortalidad de los pueblos del oeste cacereño por sus fuertes oscilaciones entre períodos, que determinan, junto a la evolución de la natalidad, bien momentos de importante crecimiento vegetativo bien etapas de escaso avance o incluso de retroceso. En el primer caso nos encontramos, por un lado, con el período comprendido entre el final de la guerra de Independencia y el comienzo de una secuencia crítica a partir de 1830, y por otro, con un período un poco más prolongado pero de menor crecimiento, ubicado entre 1833 y 1855; en el extremo opuesto están varios momentos: la primera década del siglo, que supone para las poblaciones analizadas una crisis de intensidad comparable a los peores momentos del siglo XVII, gracias a una conjunción de problemas de subsistencias y de enfermedades epidémicas; la década de 1830, en la que 1831 y 1833-34 se erigen como años de crecimiento vegetativo negativo por las epidemias de sarampión, viruela y cólera que se viven en ellos; y por último el quinquenio 1855-1858, en el que de nuevo el cólera aparece como factor determinante del aumento de la mortalidad catastrófica.

Por supuesto, la evolución de esta variable en los diversos pueblos muestra variaciones, en algunos casos significativas. Así, los pueblos más pequeños, como el caso ya mencionado de Malpartida o Navas del Madroño, muestran crecimientos mayores y más prolongados en el tiempo, lo que parece indicar una dinámica demográfica y económica más saludable, que permite la rápida recuperación tras los momentos críticos. En el otro lado de la balanza nos encontramos a las grandes villas, sobre todo a Brozas y Casar, que muestran claros síntomas de agotamiento, relacionado posiblemente con una estructura de la propiedad muy desigual que está mostrando sus limitaciones para sostener a grandes contingentes de población y, consiguientemente, elevados porcentajes de crecimiento natural durante períodos prolongados de tiempo.

b) Estimaciones de la esperanza de vida al nacer.

La tasa bruta de mortalidad puede variar dependiendo de la distribución de la población por edades. Por ello, un indicador más preciso de esa mortalidad general es el de la esperanza de vida al nacer, que se puede definir como el número medio de años de vida de una persona tomada en el nacimiento[6].

La mayoría de los demógrafos e historiadores están de acuerdo en que durante la etapa preindustrial la esperanza de vida al nacer no cambió sustancialmente, y se situó casi siempre entre los 25 y los 35 años, como límites más probables[7]. La elaboración de este índice es, sin embargo, bastante dificultosa para épocas lejanas en las que los registros de defunciones no solían recoger la edad de la muerte, tanto de niños como de adultos. En nuestro caso, la omisión del registro de dichas edades al fallecimiento durante parte del período estudiado ha limitado la elaboración de este índice a partir de la década de 1830, optando por el empleo de tablas de mortalidad completas[8], que nos han permitido obtener los siguientes resultados.

Tabla II: esperanza de vida al nacer, 1ª mitad siglo XIX

Pueblos e0*
Casar 22,34
Arroyo 29,36
Malpartida 18,43
Navas 29,8
Brozas 26,5

Fuente: registros parroquiales y elaboración propia.

Los valores de  e0 obtenidos son similares a las cifras alcanzadas en otras localidades extremeñas por las mismas fechas[9]. Por supuesto, las oscilaciones eran inevitables; es significativo de nuevo el caso de Malpartida de Cáceres, que en esta ocasión se debe a que la tabla de mortalidad sólo se ha podido elaborar con datos comprendidos entre 1854 y 1860, caracterizados por una fuerte crisis de mortalidad que altera los datos de manera sustancial. El resto de las esperanzas de vida obtenidas confirman, en todo caso, la inexistencia de un modelo claro para toda España[10] ni, por supuesto, para Extremadura; por el contrario, parece que las diferencias entre las distintas localidades fue la tónica predominante, aunque siempre quedando insertas dentro del ya referido modelo de alta presión demográfica predominante en algunas zonas de la Europa anterior a la Revolución Industrial[11].

3.- LA MORTALIDAD INFANTIL.

Una gran cantidad de investigaciones aparecidas en los últimos años no ha hecho más que reafirmar la importancia cuantitativa y cualitativa de la mortalidad infantil en el pasado. Su predominio dentro del total de difuntos convirtió a esta variable en un factor clave para el crecimiento o el descenso de la población. Como afirma Pérez Moreda, una reducción de la mortalidad infantil y juvenil de sólo el 20% podía conseguir la duplicación del crecimiento vegetativo[12].

Los ya comentados problemas que el estudio de la mortalidad infantil comporta, por la omisión en el registro de la edad exacta en el momento de la muerte, impiden un análisis exacto de esta variable hasta bien entrado el siglo XIX. Ello hace que hasta esa fecha sólo podamos hacer referencia a la mortalidad de párvulos, es decir, el grupo de edad comprendido entre los 0 y los 7 años, con lo que estamos integrando dentro del cálculo de este indicador diferentes edades que muestran grandes diferencias en su comportamiento con respecto a la muerte, con los peligros que ello conlleva.

La importancia de la mortalidad de párvulos queda puesta de manifiesto al comprobar que en todos los pueblos analizados los párvulos superaban sobradamente el 55% del total de fallecidos considerado como promedio tanto en Extremadura como en el resto del interior peninsular[13]. En algunas décadas se alcanzan incluso porcentajes superiores al 70%, como sucede en Navas en los períodos 1821-1830 y 1831-1840, mostrando además la tendencia al alza que otros autores habían identificado anteriormente, y estando muy por encima de los valores alcanzados en otros territorios peninsulares incluso en épocas anteriores[14].

Todavía es más expresivo el cálculo de la mortalidad infantil (1q0), tramo de edad que padecía una mortalidad muy alta, posiblemente de un cuarto o un tercio, en las poblaciones pretransicionales sometidas a una alta presión demográfica, aunque se ha demostrado que el tramo inmediatamente posterior (4q1), padece una mortandad aún mayor[15]. Al igual que el cálculo de la esperanza de vida al nacer, hemos empleado las tablas de mortalidad completas de las que hablamos en dicho apartado.

Tabla III: tasas de mortalidad infantil y juvenil. Siglo XIX.

Zona Período 1q(‰) 4q1 (‰)
Brozas 1838-1860 275,17 374,51
Navas 1843-1860 278,65 371,69
Malpartida 1854-1860 386,39 417,14
Arroyo 1834-1860 280,88 325,96
Casar 1838-1860 376,78 370,02
Extremadura XIX (1ª mitad) 326 352
Levante y Cataluña XIX (1ª mitad) 161 187
Villacastín (Segovia) 1830-1839 254 333
Cuenca 1842-1862 228 233

Fuente: REHER, D. S., Town and country, op. cit., p. 111; PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 155; BLANCO CARRASCO, J. P., op. cit., p. 160; libros parroquiales y elaboración propia.

En todos los casos, salvo en el de Casar de Cáceres, la mortalidad de los grupos de edad de 1 a 4 años es superior a la mortalidad infantil propiamente dicha; en cuanto a ésta, salvo en Casar y Malpartida (en este caso por las razones expuestas anteriormente) los valores son inferiores a los de una muestra regional para el mismo período de tiempo, compensando de sobra el efecto negativo de las tasas de 1 a 4 años y posibilitando esperanzas de vida similares a las regionales, como hemos visto más arriba. En todo caso, estas elevadas tasas de mortalidad infantil inscriben a la población analizada dentro del modelo general predominante en la Europa meridional hasta las postrimerías del siglo XIX, caracterizado por una alta mortalidad infantil y juvenil; en España, esta tendencia es clara en el interior y sur peninsular, mientras que las zonas cantábrica y levantina, más desarrolladas económicamente y en un indudable proceso de crecimiento demográfico, muestran unas relativamente bajas tasas de  mortalidad infantil. Además, el hecho de que la mortalidad en el grupo de 1 a 4 años sea más elevada que en el grupo de 0 a 1 indica que las probabilidades de supervivencia más allá de la infancia eran bastante más bajas de lo que podría suponerse habiéndose utilizado solamente la tasa 1q0. En los pueblos objetos de nuestra muestra alcanzaban el primer cumpleaños el 70% de los niños, el quinto apenas el 45%, el 42% el décimo y el 40% el decimoquinto, porcentajes parecidos a las de otras localidades del interior peninsular[16].

Para profundizar en este análisis, puede resultar interesante analizar los componentes de la mortalidad infantil; para ello, es necesario recoger las defunciones de los niños menores de un año en las que se anote la edad, en días o en meses, en que se produce cada muerte. En estos aspectos, hemos utilizado la clasificación ideada por Bourgeois-Pichat, basada en la conceptualización de una mortalidad endógena, que se produce en los primeros días de vida (concretamente, en la primera semana) y que es debida a accidentes del parto, condiciones obstétricas generales o, simplemente, a malformaciones o debilidad congénita del recién nacido. La mortalidad acaecida durante el resto del primer año de vida es la mortalidad exógena, en el seno de la cual las defunciones infantiles están ligadas a factores exteriores relacionados con el medio social, económico y sanitario, tanto por infecciones como por falta de cuidados higiénicos y alimenticios[17].

Tabla IV: distribución interna de la mortalidad infantil (0q1) por mil nacidos

Lugar Período Endógena Exógena Total
Casar 1838-1860 17,09 359,69 376,78
Navas 1843-1860 20,55 258,11 278,65
Malpartida 1854-1860 29,45 356,94 386,39
Arroyo 1834-1860 27,2 253,68 280,88
BROZAS 1838-1860 46,24 228,93 275,17
Hervás 1801-1810 130 152 282
Hurdes 1838-1860 71 220 291
Otero de Herreros (Segovia) 1780-1816 153 164 317
Villacastín (Segovia) 1820-1850 66 208 274

Fuente: BLANCO CARRASCO, J. P.: Estructura demográfica y social de una leyenda extremeña. Las Hurdes en el Antiguo Régimen, Cáceres, 1994; PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 150; Libros de Difuntos de Brozas y elaboración propia.

En un plano nacional, Pérez Moreda insistió en la importancia cualitativa y cuantitativa de la mortalidad endógena, que oscilaría entre la quinta y la tercera parte de los fallecimientos totales ocurridos en este lapso de tiempo en condiciones demográficas de Antiguo Régimen. Si hacemos caso a lo expresado por J. Leguina, la responsabilidad de las malas condiciones higiénico-sanitarias en las elevadas tasas de mortalidad infantil de los pueblos objeto de nuestro estudio parece fuera de toda duda, ya que ni siquiera en Brozas, la villa con mayor mortalidad endógena, se alcanzan los porcentajes anteriormente mencionados aunque, desde luego, no podemos descartar en modo alguno la posibilidad de un subregistro de los niños fallecidos en su primera semana de vida que desvirtúe los datos obtenidos. Si utilizamos la mortalidad neonatal, es decir, la acaecida en el primer mes de vida, los resultados son muy similares: en Brozas se eleva al 76‰, mientras que la tasa más baja corresponde a Navas con sólo un 52‰, de nuevo muy inferiores a otros resultados obtenidos para el interior peninsular[18]; parece fuera de toda duda la pervivencia hasta finales del siglo XIX de condiciones sanitarias, médicas e higiénicas muy negativas para la infancia y, como consecuencia de ello, para la población extremeña analizada en este trabajo.

4.- LAS CAUSAS Y LOS TIEMPOS DE LA MUERTE.

a)Morbilidad ordinaria y causas de mortalidad: en el ciclo demográfico antiguo, el papel de la mortalidad se ha planteado frecuentemente a través del equilibrio entre la población y los recursos disponibles para su mantenimiento, un vínculo, pues, puramente económico, que asume que las posibilidades de supervivencia dependían de que las necesidades mínimas de subsistencia fueran cubiertas[19].

A pesar de la aparente claridad de este modelo explicativo, las relaciones entre la mortalidad y la economía poseen un grado de complejidad que supera la mera dependencia respecto al grado de alimentación y nutrición[20]: si la malnutrición hace aumentar considerablemente el riesgo de infección y con ello la mortalidad, desconocemos el punto de inflexión que separa una alimentación suficiente de la malnutrición; por otro lado, tampoco existe acuerdo en cuanto a la relación existente entre la aparición, duración y efectos nocivos de las enfermedades y los niveles de nutrición.

Una nueva duda que se despierta sobre la relación directa entre mortalidad y nivel económico es el hecho de que las costumbres y hábitos alimenticios, el clima y los medios utilizados para adaptarse a las condiciones del medio ambiente, los cambios de densidad y movilidad de la población y las relaciones que se establecen entre los agentes patógenos y sus huéspedes al margen de la acción del hombre, todos ellos no estrictamente económicos, poseen notable influjo sobre los niveles de nutrición y el poder profiláctico que alarga la distancia entre los agentes transmisores y los hombres, y que por lo tanto pueden hacer desaparecer o disminuir considerablemente los efectos de una enfermedad.

En otros casos, la enfermedad se desarrollaría sin tener en cuenta no sólo las condiciones económicas generales, sino también la capacidad de resistencia de la población susceptible de ser afectada. Su presencia y eliminación pueden no depender de acciones administrativas ni técnicas, sino de cambios en la virulencia del organismo responsable del contagio, de la inmunidad adquirida y del nivel de higiene y predisposición al contagio.

El estudio de las causas de muerte en el pasado se puede realizar a través de las expresiones diagnósticas que se recogen en las actas de defunción, en nuestro caso en las partidas de defunción anotadas por los párrocos en los libros de difuntos. De ello se derivará un problema de enorme gravedad para abordar este análisis de manera científica y rigurosa, y es que hasta las postrimerías del siglo XIX, la anotación de esas causas de muerte se caracteriza por la  imprecisión, la confusión y, en bastantes ocasiones, el error manifiesto por parte del anotador, que en la inmensa mayoría de las ocasiones desconoce la terminología médica adecuada. Así, a medida que retrocedemos en el tiempo, se hace más frecuente la presencia de unas cuantas enfermedades, de carácter además muy difuso, como «calenturas» o  «dolor», que resultan de muy difícil clasificación hace pensar en la poca fiabilidad de las fuentes anteriores a la segunda mitad del siglo XIX. Aun así, su clasificación por grandes grupos nos va a permitir establecer un panorama bastante esclarecedor de las condiciones de la morbilidad en las localidades objeto de nuestro análisis, ciertamente con variaciones temporales de un pueblo a otro.

La morbilidad ordinaria suele enmarcarse en el seno de tres factores fundamentales, relacionados con el desarrollo de las enfermedades infecciosas: medio ambiente, alimentación e inmunidad; en nuestro caso, y dada la escasez y dificultad de las fuentes relacionadas con el segundo aspecto mencionado, hemos optado por centrarnos en medio ambiente e inmunidad, utilizando para ello la información que nos proporcionan los archivos municipales. Lamentablemente, para realizar este trabajo sólo hemos podido disponer de la documentación municipal de los archivos de Brozas y Arroyo de la Luz

Las condiciones ambientales, y especialmente el clima, resultaban una condición central en la teoría médica para explicar la influencia y letalidad de las enfermedades, y será una constante en las convicciones científicas sobre las enfermedades durante casi todo el Antiguo Régimen. Incluso después del fin de la teoría de los miasmas entre los investigadores, la creencia popular seguía uniendo clima, medio ambiente y enfermedad.

En el caso de Brozas, existen diversas valoraciones de la situación de la villa y de su influjo en las enfermedades que afectaban a sus habitantes. Pascual Madoz en su diccionario nos dice: «Situada en la cúspide de un cerro de 100 varas de elevación; sin otras alturas que la dominen; bien ventiladas; de clima templado y sano, y sus enfermedades comunes son las intermitentes«[21].

La alusión a los vientos reinantes, el calor y la humedad como componentes de la incidencia de la enfermedad entre una población es una constante en todas las referencias conservadas. La teoría al respecto estaba perfectamente establecida desde la antigüedad; así, en su Tratado de la conservación de la salud de los pueblos y consideraciones sobre los terremotos, Benito Bails señalaba, siguiendo a Aristóteles, que «…el sitio más adecuado será el que estuviere expuesto al oriente, donde haya aguas vivas y corrientes, al cual se pueda llegar por muchas partes a un tiempo, a fin de que puedan entrar embarcaciones y carruajes, así en verano como en invierno; que no sea ni húmedo por extremo ni árido como las peñas; que lo ventilen antes los vientos fríos, quales son los de levante y norte, que no los de sur y poniente, que suelen ser húmedos y calientes«[22].

En este sentido es muy interesante esta información realizada, también en Brozas, para explicar las «razones» climáticas de la epidemia de cólera de 1855, finalizada recientemente:

«Los vientos que reinaron durante la epidemia fueron el Sur con más permanencia y algunos días el Norte y el Nordeste. Dichos vientos produjeron frecuentes lluvias y otras veces nubarrones o simples oclages (sic). Por lo general el viento del Sur traía ventiscón y lluvia, aumentándose con este accidente la epidemia, y disminuyendo luego que el viento soplaba del Norte o del Nordeste, cesando generalmente con estos vientos las precitadas lluvias»[23].

Asimismo, la existencia de charcas muy cercanas a los núcleos urbanos, algo presente en todos los pueblos que estamos analizando, preocupaba especialmente a los vecinos; las condiciones climáticas que soporta Extremadura durante buena parte del año, junto con la necesidad de mantener lagunas en las dehesas y ejidos vecinos como abrevadero del ganado, facilitaban la presencia de fiebres palúdicas en la mayoría de la región, convirtiéndose con ello en uno de los componentes principales de la morbilidad. Aun cuando se conocían los efectos perniciosos que la presencia de aguas estancadas tenía sobre la salud de una población, la teoría miasmática vigente hasta el siglo XIX era errónea; como ejemplo significativo destaca el informe elaborado en 1801, coincidiendo con una mortandad veraniega de tencas en la charca, por el médico titular de Brozas, d. Judas Navarro, acerca de los peligros derivados de la laguna, en el que se decía:

«Los miasmas que producen la calentura, son las que por la acción del calor se levantan de los pantanos, lagunas o charcas, o de territorios húmedos. en estos últimos tiempos e ha hecho un gran número de observaciones sobre esta materia, de modo que no se puede dudar que estos miasmas son generalmente la causa de las calenturas, especialmente de las intermitentes y remitentes… La conformidad del clima, de la estación y del suelo en las diferentes comarcas donde reinan las calenturas intermitentes y la semejanza de estas enfermedades, aunque engendradas en regiones diferentes, concurren a probar que dimanan de una causa común, que es el miasma de los pantanos, lagunas o charcas. Las sustancias vegetales de las lagunas se pudren, cuando por falta de renovación de agua y calores continuadas se ha reducido el agua a mui poca cantidad; perecen los peces porque el agua adquiere impureza y qualidad contraria. Puesta en este estado el agua, vegetales y los peces muertos, pueden formar el miasma, que comunicado a la atmósfera produzca una epidemia»[24].

Una vez vistas las condiciones medioambientales que podían determinar la morbilidad y mortalidad, intentaremos, sobre la base de las informaciones proporcionadas por los párrocos de nuestros pueblos desde principios del siglo XIX, establecer  las principales causas de muerte de sus habitantes. Para ello, hemos optado por usar la clasificación que T. McKeown elaboró hace unos años atendiendo a la naturaleza causal de las enfermedades; se diferencian así entre las causas infecciosas y no infecciosas, y divide las primeras según la  naturaleza de la transmisión entre las que lo son por el aire, agua y alimentos o por microorganismos. La virtud de esta clasificación reside en introducir una agrupación de las enfermedades que tiene mucho que ver con las condiciones socioeconómicas, higiénico-sanitarias y alimentarias de los colectivos analizados, consiguiendo además reducir a porcentajes muy bajos los casos sin identificar. Para elaborar esta clasificación hemos utilizado la modificación del trabajo de McKeown presentada recientemente por un equipo dirigido por J. Bernabeu Mestre[25]; además, para identificar las causas de muerte propuestas por dicho equipo investigador con las expresiones diagnósticas reflejadas en las anotaciones parroquiales, hemos empleado el clásico manual de diagnóstico de Gregorio Marañón[26].

Los resultados obtenidos están expresados cronológica y espacialmente en la siguiente tabla:

Tabla V: Causa de muerte por grupos generales, 1800-1860

CAUSAS DE MUERTE CASAR ARROYO MALPARTIDA NAVAS BROZAS
1805
-1821
1829
-1861*
1801
-1809
1855
-1858
1851
-1860
1841
-1860
infecciosas 64,7 44,3 50,4 60,3 68,0 50,7
transmitidas por agua y alimentos 2,0 9,8 4,7 25,0 24,6 9,0
transmitidas por aire 12,5 16,2 14,6 9,0 19,6 12,1
transmitidas por vectores 9,5 8,4 4,7 1,8 4,3 1,1
otras infecciosas 40,7 9,9 26,4 24,5 19,5 28,5
no infecciosas 32,3 52,6 46,5 38,5 31,5 47,6
carenciales 0,1 0,2 0,4 2,3 0,3 3,0
metabólicas 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,1
endocrinas e intoxicaciones 0,0 0,0 0,3 0,3 0,0 0,05
procesos cerebro-vasculares 0,1 0,2 0,3 0,5 0,0 0,4
sistema nervioso 8,1 18,0 3,7 13,0 4,0 3,3
sistema circulatorio 5,4 14,4 12,3 5,5 6,6 18,1
aparato respiratorio 2,7 5,2 3,0 0,8 1,8 9,0
aparato digestivo 3,5 3,9 7,7 2,7 15,5 6,6
sistema genitourinario 0,7 0,6 0,3 0,0 0,0 0,2
piel, tejidos y locomotor 0,1 0,0 0,2 0,3 0,1 0,0
parto, posparto y embarazo 1,2 3,3 1,8 1,0 0,9 1,3
vicios de conformación 6,6 0,8 5,7 7,7 0,8 3,7
cáncer y tumores 1,4 1,8 4,7 1,3 0,9 0,5
por causas exteriores 1,4 4,2 0,4 0,7 0,4 0,5
vejez 1,0 0,0 5,7 2,4 0,2 0,8
mal definidas 3,0 3,1 3,1 1,2 0,5 1,7

Fuente: Libros de Difuntos de Casar, Arroyo, Malpartida, Navas y Brozas, y elaboración propia.
*Datos referidos exclusivamente a mortalidad de adultos.

En la zona de Extremadura analizada, al igual que en el resto de la región, de España y de Europa hasta bien entrado el siglo XX, las enfermedades infecto-contagiosas, tanto endémicas como epidémicas, fueron las principales responsables de la morbilidad y la mortalidad[27]. Sólo en el Casar entre 1829 y 1860 aparece el grupo de enfermedades no infecciosas como predominante, y ello debido a la ausencia de datos sobre la mortalidad de párvulos. Dentro de este grupo, distinguimos entre las enfermedades a partir de la vía de transmisión; así, predominan las transmitidas por agua y alimentos, siendo las diarreas, colitis y enterocolitis las causas de muerte más habituales, sobre todo entre los niños; por tanto, enfermedades que hoy en día no pasan de ser molestias fácilmente curables, en el siglo XIX se convertían en letales debido a la deshidratación y a la escasa salubridad del agua y los alimentos consumidos.  La importancia de este grupo se acrecienta por la inclusión en él del cólera, que tuvo especial incidencia en la época y pueblos analizados.

Gráfico I: subtipos de enfermedades infecciosas, 1800-1860

img1Fuente: Libros de difuntos y elaboración propia.

En cuanto a las transmitidas por el aire, destacan dos grandes grupos: por un lado, las enfermedades propias de la infancia, como anginas, paperas, escarlatina, difteria (llamada en la documentación «garrotillo») y, sobre todo, la viruela y el sarampión, enfermedades ambas que en determinados años pasaban de ser endémicas a convertirse en auténticas epidemias que diezmaban la población infantil[28]. El otro gran grupo es el de las bronquitis, neumonías, bronconeumonías y tuberculosis, de mayor incidencia entre la población adulta. Con respecto a las transmitidas por vectores (es decir, por un organismo vivo animal o microbiano), ocupa un papel dominante el tifus, anotado bajo esta denominación, como «tabardillo» o como » fiebres intermitentes»; ello se debe a que el vector de transmisión de esta enfermedad es el piojo, por lo que en una época en la que las condiciones higiénicas eran muy precarias, la proliferación de este parásito era algo habitual, mostrando además repuntes en épocas de mayor miseria y escasez. Por último, el resto de enfermedades infecciosas agrupa a una larga serie de fiebres y calenturas que se resisten a una clasificación precisa y al resto de enfermedades relacionadas con el aparato digestivo, respiratorio o nerviosos, destacando entre ellas los casos de muerte por fenómenos relacionados con la dentición; al coincidir generalmente el abandono de la lactancia con la aparición de los dientes en el niño, las enfermedades infecciosas o directamente relacionadas con procesos gastroenteríticos ocupan un lugar determinante[29]. Así, de un total de 2150 muertes por esas otras enfermedades infecciosas, 477, el 22,18%, lo son por dentición.

Con respecto a las enfermedades no infecciosas, abarcan un amplio espectro de fenómenos. Encontramos, por un lado, las enfermedades cardiovasculares; las apoplejías e hidropesías son las anotaciones más frecuentes, correspondientes casi con toda seguridad a ataques cerebrales (hemorragias, embolias, trombosis), en el primer caso, y a insuficiencias cardiacas, que provocan la retención de líquidos o hidropesía, en el segundo. Tienen también gran peso las enfermedades relacionadas con el aparato respiratorio, destacando sobre todo el «dolor de costado», relacionado con insuficiencias respiratorias de muy variadas causas; en cuanto a las enfermedades del aparato digestivo, destacan las hernias, gastritis y úlceras de estómago. Aparecen también con frecuencia las causas de muerte relacionadas con el sistema nervioso, mencionadas como «epilepsia» o «histeria», y que se corresponden casi siempre con episodios de convulsiones relacionados con otras patologías que no conocemos, pero que sin duda no tienen nada que ver con el significado actual de dichas denominaciones. Para finalizar con este análisis, haremos referencia a las patologías relacionadas con el parto y los primeros días de vida; en el primer caso, bajo la denominación de «sobreparto» deben contenerse  las hemorragias del alumbramiento y posparto y a las fiebres puerperales, con un total de 190 muertes. En cuanto al segundo grupo, el de las causas calificadas como vicios de conformación, reúne una gran variedad de anotaciones como «por no ser de tiempo», «por no poder mamar» o «por nacer antes de tiempo», que, con un total de 429 defunciones (casi un 5% del total de fallecimientos anotados), están indicando la tremenda pobreza que afectaba a muchas familias y que se manifestaba en último extremo en la escasez de alimentos tanto del niño como, esencialmente, de la madre, con lo cual se reducían las posibilidades de supervivencia del recién nacido[30].

b)Los tiempos de la muerte y el «ciclo vital anual»: el interés que puede tener el análisis de la distribución mensual de las defunciones se deriva de su importancia para comprobar un posible comportamiento diferencial de los años críticos con respecto a los de mortalidad «normal». Dado que en esta comunicación no podremos dedicarnos a la mortalidad crítica, nos limitaremos a elaborar un pequeño panorama de esta variable en el tiempo y espacio elegidos para ello.

En primer lugar, debemos diferenciar claramente entre la mortalidad adulta y la de párvulos, y ello como consecuencia de las diferencias en la casuística de los fallecimientos que hemos visto en el apartado anterior. En el caso de la mortalidad adulta, la tendencia general de todo el período estudiado es un máximo  estival y, sobre todo, otoñal, resultado que cabría esperar en poblaciones del sur de Europa como son las de nuestro campo de trabajo; así, en Casar diciembre registra el máximo de defunciones con el 11,36%, mientras que en Brozas, Navas y Malpartida es octubre con el 9,6, el 12,9 y el 10,5%, respectivamente, y en Arroyo septiembre con el 10,7. Los mínimos se registran en febrero y marzo, mientras que los meses de julio y agosto pueden ser considerados como períodos de transición entre los porcentajes relativamente bajos de primavera y principios de verano y la elevación del otoño; en invierno es observable un máximo secundario en enero o febrero, según los pueblos[31].

Gráfico II: distribución mensual de defunciones de párvulos, 1800-1860

img2Fuente: libros de difuntos y elaboración propia.

La mortalidad infantil o, en nuestro caso, de párvulos, sigue un comportamiento similar, aunque más agudizado, mostrando además una importante punta en julio. El gráfico muestra una clara división del año en dos partes perfectamente diferenciadas: entre enero y mayo, los porcentajes oscilan entre el 5,5 y el 7,5%, en todos los casos inferiores a los porcentajes de la mortalidad adulta en esas mismas fechas; a partir de junio se produce una rápida elevación de esos porcentajes hasta alcanzar, en todos los pueblos analizados salvo en Brozas, el máximo en los meses de julio y agosto. En septiembre se produce un descenso que, también de forma general, se interrumpe en octubre, donde se produce un máximo secundario, que en Brozas es absoluto. Esta distribución hace que entre los meses de junio y octubre se concentren casi el 60% de las defunciones de niños menores de 7 años. Por tanto, la amplitud de la fluctuación anual de la mortalidad infantil y juvenil es notablemente mayor que la que se registra entre la mortalidad de las edades adultas.

Para explicar esta estacionalidad de la muerte podemos encontrar dos razones fundamentales. En períodos normales, tanto para la mortalidad adulta como para la de párvulos, el exceso de defunciones estivales y otoñales se explica por la gran incidencia en el pasado de las enfermedades del aparato digestivo en la época de más calor y también en los meses transicionales entre unas estaciones y otras, sobre todo entre el verano y el otoño[32]. De hecho, si consideramos la mortalidad general, dichas estaciones concentran más del 50% del total de defunciones. A esta explicación debemos añadir otra más, ya que en la evolución mensual de lo que llamamos mortalidad general o habitual influye decisivamente algunos momentos de elevada mortalidad catastrófica que, sobre todo en el caso de ciertas crisis epidémicas, tenían una fuerte estacionalidad estival y otoñal.

c) La lucha contra la muerte: prevención y sanidad públicas: el último aspecto que trataremos en este breve trabajo será el de la prevención y de los métodos empleados para poner coto a la enfermedad en el Antiguo Régimen desde los gobiernos municipales. Si bien es cierto que los sistemas de aislamiento comunitarios e individuales eran conocidos en la mayoría de Europa en el siglo XVI, no existió una verdadera política sanitaria estatal hasta finales de la primera mitad del siglo XIX. En el caso extremeño, la creación de Juntas de Sanidad es relativamente tardía, aunque en algunos núcleos como Coria o Brozas, su existencia se remonta a finales del siglo XVIII y principios del XIX[33]. Su constitución, realizada generalmente cuando llegaba a la localidad la noticia de un brote epidémico, tenía como finalidad la toma de medidas para evitar el contagio. La primera Junta de Sanidad aparece así en Brozas en 1763 cuando la aparición entre el ejército estacionado en la villa para la guerra contra Portugal de enfermedades infecciosas y una epidemia de tabardillo (tifus) recomienda la constitución de una Junta de Sanidad para evitar la extensión de dicha epidemia entre los habitantes del pueblo.

El medio de control más eficaz para controlar la extensión de las enfermedades infecciosas, las más extendidas y la principal causa de muerte de los extremeños del Antiguo Régimen, era el aislamiento. Para evitar el contagio, los concejos imponían duros controles de seguridad en torno a los núcleos de población que consistían sobre todo en la prohibición de entrada para los viajeros procedentes de núcleos afectados y de salida de las poblaciones sin un permiso expreso. Así, La Junta de Sanidad constituida en Brozas en 1800 obedeciendo las órdenes reales para evitar la llegada de la fiebre amarilla desde Andalucía, prohibía la entrada en el pueblo «…a ninguna persona que venga de Cádiz, Sevilla y demás pueblos de la Andalucía en que se haia propagado el contajio «, y obligaba a todos los forasteros a presentar un pasaporte donde constase  «…el pueblo de donde viene y dónde ha permanecido desde los primeros días del mes de agosto próximo«[34]. Parecidas medidas se toman en 1803 ante la noticia del estallido de una epidemia en Málaga[35], y en 1819, ante la llegada de noticias referentes a un brote de fiebre amarilla en San Fernando (Cádiz), se acordó que «…se cierren las entradas y salidas de la población, quedando solamente las precisas e indispensables para la comunicación«[36].  En Arroyo de la Luz, y ya en una fecha tan tardía como 1854, la amenaza de la llegada del cólera obligaba al ayuntamiento a establecer guardas en las entradas de la población para impedir el paso a personas sin el obligatorio pasaporte y a suspender la feria que había de celebrarse a mediados de septiembre «…no pudiendo ser muy combeniente la gran concurrencia de gentes que vienen a ella…«[37].

Los aspectos higiénicos, aun cuando aparecen entre las medidas ordenadas, no tienen un objetivo preventivo, sino que se promueven cuando el foco epidémico está ya localizado, posiblemente por falta de medios para aplicar esas directrices en períodos de «calma» epidémica. No obstante, los concejos emitían diversas órdenes relativas a la higiene pública, generalmente coincidentes con los meses veraniegos; en Brozas, un acuerdo del concejo en agosto de 1812 ordena que se limpien los estercoleros que se hallen dentro de la villa y se establezcan sitios «…adonde los vecinos echen dichos estiércoles y vasuras y no buelvan a hacer muladares dentro de esta villa«[38]. Igualmente, la Junta de Sanidad de Arroyo ordenaba en 1832 retirar todas las esterqueras inmediatas a la población, ampliando las medidas a la limpieza de las calles tres veces al día, la conservación de los pozos y fuentes públicas, la prohibición a los cerdos de andar por las calles y el encalado obligatorio de las casas[39]. Por último, la llegada de noticias sobre la epidemia de cólera en 1855 obligó a la Junta de Sanidad de Brozas a emitir varias disposiciones, que además de las anteriormente citadas se extendían a recomendaciones como «…el aseo interior de las casas, su ventilación oportuna, y que no se aglomerasen muchas personas a dormir en un mismo aposento«[40].

Dentro de estas medidas de protección tenía importancia fundamental el enterramiento de los cadáveres. Desde la Edad Media se practicaba la inhumación de los cadáveres en los recintos sagrados, con los problemas higiénicos que se derivaban, agudizados además por el crecimiento de la población a partir del siglo XVIII y, consecuentemente, del número de muertos. Así, a pesar de que existían pequeños cementerios en torno a las iglesias, las creencias religiosas redujeron su función a la de albergar a aquellos difuntos que no se podían costear una tumba en la iglesia.

El problema pronto se hizo patente entre las autoridades que, imbuidas del espíritu ilustrado, consiguieron la promulgación de la Real Cédula de 3 de abril de 1787 en la que se ordenaba la construcción de nuevos cementerios fuera de los pueblos[41]. El incumplimiento será, sin embargo, la nota habitual con respecto a estas órdenes, que tendrán que ser recordadas en 1804, esta vez con aceptación debido a la crisis de mortalidad que estaba empezando a manifestarse ese año. Así, en Arroyo de la Luz se creaba el cementerio en el antiguo castillo de los condes de Benavente, ya en desuso, como se recoge en una anotación al margen del libro de difuntos[42]. Sin embargo, las resistencias populares a estas medidas sanitarias de carácter oficial eran todavía muy fuertes; en el propio Arroyo, pocas semanas después de comenzar a funcionar el nuevo cementerio, la población pidió que se volviera a la antigua costumbre de enterramiento en los templos, como así se hizo[43]. El problema, sin embargo, era evidente, como quedó patente en 1805, cuando eran tanto los pobres que fallecían que, al ser enterrados en el atrio de la iglesia, se temía que resultase en un foco de infección para la población; por ello, el ayuntamiento arroyano acordó «…que se sepulten todos los pobres que bayan muriendo en las hermitas que tiene esta villa extramuros de ella, que por haver bastante distancia de las casas no se teme mala consequencia…»[44]. Los cementerios no serán una realidad en toda Extremadura coincidiendo con otra epidemia, en este caso la de cólera de la década de 1830.

Las costumbres y tradiciones estaban, sin embargo, muy arraigadas. Una nueva mentalidad científica, basada en el uso de la razón para combatir al gran enemigo de la humanidad en los tiempos pasados y presentes, la enfermedad, había aparecido y se estaba extendiendo entre los individuos más cultos de la sociedad, pero todavía tardaría muchos años en implantarse entre la población, que seguirá aferrada a sus «métodos». Como ejemplo puede servir la reacción del ayuntamiento de Arroyo de la Luz ante la epidemia de cólera de 1855; en su acuerdo del 16 de septiembre de ese año, el concejo decidía que «…para animar en cierto modo a estos vecinos en la presente calamidad que nos rodea por efecto de la imbasión del cólera en esta villa, se traiga en rogatibas a la yglesia parroquial al santo san Sebastián, mediante a ser éste el de más devoción de estos habitantes…». Pocas cosas, en definitiva, habían cambiado, y todavía tardarían mucho en hacerlo en  una región como la extremeña, que se estaba acercando sin saberlo hacia una nueva etapa desde todos los puntos de vista, incluido el demográfico.

5.-FUENTES

  • Archivo Histórico Diocesano de Coria-Cáceres:
    Libros de Difuntos y Párvulos de Brozas, Arroyo de la Luz, Casar de Cáceres, Malpartida de Cáceres y Navas del Madroño.
  • Archivo Parroquial de Santa María de la Asunción (Arroyo de la Luz):
    Párvulos, libros 4-8.
  • Archivo Municipal de Arroyo de la Luz:
    Libros de Actas Capitulares (siglo XIX), Libros de Actas de la Junta de Sanidad (1832).
  • Archivo Histórico Provincial de Cáceres:
    Archivo Municipal de Brozas, libros de actas capitulares (s. XIX), caja 53 (Juntas de Sanidad).

NOTAS:

* Esta comunicación ha sido realizada gracias a una beca de Formación de Personal Investigador cofinanciada por la Junta de Extremadura y el Fondo Social Europeo.

[1] MALTHUS, T. R.: Ensayo sobre el principio de la población, México D. F., 1986.

[2] FLINN, M. W.: The European demographic system.1500-1820, Brighton, 1981, p. 47.

[3] En Guipúzcoa, la tasa desciende del 36 por 1000 en 1587 al 24 por 1000 en 1787; asimismo, en Cantabria se pasa del 32 por 1000 en 1752 al 21 por 1000 en 1822: PIQUERO ZARÁUZ, S.: Demografía guipuzcoana en el Antiguo Régimen, Bilbao, 1991, p. 175; LANZA GARCÍA, R., op. cit., p. 127.

[4] Así lo corroboran el 38‰ de Navarra en 1786, el 41‰ de Talavera de la Reina en 1787 o el escaso descenso del obispado de Cuenca, que pasa del 37 al 32‰ entre 1753 y 1860: MIKELARENA PEÑA, F., Demografía y familia en la Navarra tradicional, Pamplona, 1991, p. 193; REHER, D. S., Town and country in pre-industrial Spain. Cuenca, 1550-1870, Cambridge, 1990, p. 64; Familia, población y sociedad en la provincia de Cuenca, 1700-1970, Madrid, 1988, p. 91; PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 134.

[5] BLANCO CARRASCO, J. P., op. cit., p. 157.

[6] LEGUINA, J., Fundamentos de demografía, Madrid, 1981, p. 158.

[7] SAUVY, A.: Los límites de la vida humana, Barcelona, 1964, p. 30.

[8] LIVI-BACCI, M: Introducción a la demografía, Barcelona, 1993, pp. 107-137.

[9] Coria entre 1816 y 1825 presenta una esperanza de vida al nacer de 28,4 años y entre 1850 y 1860 de 28,8; la comarca de las Hurdes presenta entre 1838 y 1860 26,6 años. Por último, en Don Benito, se pasa de 29,3 años entre 1786 y 1800 a 30,1 entre 1838 y 1860: BLANCO CARRASCO, J. P., op. cit., pp. 166-167.

[10] En el caso español, Massimo Livi-Bacci calculó en 1968 una esperanza de vida al nacer oscilante entre los 26,8 y los 28,9 años entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, la esperanza de vida al nacer en Otero de Herreros, en Segovia, osciló a lo largo del siglo XIX entre los 25 y los 30 años, y en Iznájar (Córdoba), la esperanza de vida no sobrepasa los 28 años hasta principios del siglo XX:  LIVI-BACCI, M.: «Fertility and nuptiality changes in Spain from the late 18th to the early 20th century», Population Studies, XXII, 1968, 1, pp. 83-102; PÉREZ-MOREDA, V., op. cit., p. 141; RAMÍREZ GÁMIZ, F.:Comportamientos demográficos diferenciales en el pasado. Aplicación del método de reconstrucción de familias a la población de Iznájar. Granada, 2001, p. 290.

[11] Queremos dejar claro que estas esperanzas de vida al nacer no significan que la gran mayoría de la población sólo viviera poco más de 27 años en la Extremadura del siglo XIX; simplemente, las altísimas tasas de mortalidad infantil hacen que la estimación de los años que una generación puede vivir desde el momento del nacimiento sea muy baja, y una vez superada la casi infranqueable barrera de la infancia, la vida media de un extremeño de esa época podía alcanzar perfectamente los 50 o 55 años.

[12] PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 146.

[13] PÉREZ MOREDA, V., op. cit., pp. 162-165.

[14] Un 39% en Guipúzcoa o un 47% en Cantabria, datos todos ellos para 1700-1750: PIQUERO ZARAUZ, S.: Demografía guipuzcoana en el Antiguo Régimen, Bilbao, 1991; LANZA GARCÍA, R., op. cit..

[15] Por ejemplo, en Cuenca en el primer cuarto del siglo XIX, la tasa de mortalidad en el grupo de edad 1-4 era del 240‰, frente al 235‰ del grupo 0-1: REHER, D. S., Town and countryop. cit., p. 112.

[16] Por ejemplo, en Cuenca entre 1842 y 1848, y para las mismas edades, la distribución es del 77,2%, el 58,7%, el 56% y el 54,5%, y en Villacastín (Segovia), entre 1820 y 1829, del 73,1%, 47,1%, 42,5% y 40,1%: REHER, D. S., op. cit., p. 112.

[17] La mortalidad exógena es el mejor índice de la sanidad de una población determinada en un momento preciso, ya que puede considerarse como la producida por la «impotencia» o imprevisibilidad, mientras que la exógena lo sería por la «negligencia», entendida como negligencia social: LEGUINA, J., op. cit., pp. 176 y ss.

[18] Así, en Otero de Herreros la mortalidad neonatal llega al 170 por mil, mientras que el dato más bajo obtenido en el mismo trabajo ha sido el de Longares, con el 79 por mil: PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 154.

[19] Nosotros mismos, en la introducción a este trabajo, hemos hecho referencia a las teorías de Malthus y su pervivencia dentro de las teorías demográficas actuales.

[20] LIVI-BACCI, M., Introducción a la…, op. cit., p. 293.

[21] MADOZ, P., Diccionario geográfico, estadístico e histórico de España y sus posesiones de ultramar, Valladolid, 1846-1850, tomo 3.

[22] Biblioteca Pública de Cáceres, Manuscritos y antiguos: Tratado de la conservación de la salud de los pueblos y consideraciones sobre los terremotos, por Antonio Ribeiro Sánchez (Trad. de Benito Bails), 1731, signatura A/634, p. 66.

[23] A. H. P. de Cáceres, sec. Municipal de Brozas, caja 53 (sanidad): «Borrador de la respuesta al Interrogatorio inserto en la Circular nº 226 del Boletín oficial de 17 de octubre de 1855 sobre los efectos de la epidemia de cólera en los pueblos de la provincia«.

[24] A. H. P. de Cc. sec. Municipal de Brozas, Libros de Actas Capitulares, nº 91 (1801).

[25] BERNABEU MESTRE, J., RAMIRO FARIÑAS, D., SANZ GIMENO, A. y ROBLES GONZÁLEZ, E.: «El análisis histórico de la mortalidad por causas. Problemas y soluciones», en Revista de Demografía Histórica, XXI, I, 2003, pp. 167-192.

[26] MARAÑÓN, G.: Manual de diagnóstico etiológico, Madrid, 1961 (11ª edición).

[27] En este sentido, podemos hacer algunas comparaciones; así, en las Hurdes las enfermedades infecciosas causaban el 30% de las muertes entre 1814 y 1849, seguidas del 23% causado por las pulmonares, un 3,4% de afecciones ginecológicas y relacionadas con el parto y un 2,8% de enfermedades de carácter neurológico (BLANCO CARRASCO, J. P., op. cit., p. 192). En la parroquia cacereña de San Mateo, el 37% de las muertes entre 1838 y 1840 correspondía a enfermedades infecciosas, el 20% a enfermedades respiratorias y un porcentaje análogo a enfermedades de tipo circulatorio (GARCÍA OLIVA, Mª D.: 1800-1870: Demografía y comportamientos en la colación cacereña de San Mateo, Cáceres, Memoria de Licenciatura, 1978, p. 89); fuera de Extremadura, Cuenca registra, entre 1830 y 1870, un 27,6% de defunciones causadas por enfermedades infecciosas, un 18,2% de desórdenes nerviosos, un 15,6% causado por problemas respiratorios y un 11,4% por desarreglos digestivos, mientras que en Segovia entre 1807 y 1856 las mismas causas de muerte registran porcentajes del 41,9%, 7,1%, 27,1% y 7,4% (REHER, D. S., Town and country…, op. cit., p. 117).

[28] Así, sobre un total de 672 muertes anotadas a causa de esas enfermedades relacionadas con la infancia, 230 son de sarampión y 212 de viruela, casi dos tercios del total.

[29] BLANCO CARRASCO, J. P., SÁNCHEZ RUBIO, R. y TESTÓN NÚÑEZ, I.: «El abandono de niños en la Extremadura moderna. Las regulaciones demográficas y sociales» en Norba. Revista de Historia, 16, 1996-2003, pp. 491-492.

[30] BLANCO CARRASCO et alium, op. cit., p. 490.

[31] Estos datos se ajustan a la tendencia general mostrada en varias localidades extremeñas y españolas. En Cáceres, durante el siglo XVIII, los valores máximos se concentran en invierno, aunque desde el inicio del otoño se advierte el progreso de la curva de mortalidad (RODRÍGUEZ CANCHO, M., op. cit., p. 250). En siete localidades del interior peninsular estudiadas por V. Pérez Moreda, la mortalidad adulta alcanza, durante los siglos XVIII y XIX, su máximo en la transición entre el verano y el otoño (PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 210); por último, en Cuenca el máximo de defunciones adultas se alcanza, entre 1560 y 1870, en agosto y septiembre, con pequeños repuntes invernales (REHER, D. S., op. cit., pp. 115-116).

[32] En general, un niño tiene más posibilidades de fallecer durante los meses de verano y otoño, casi siempre por las malas condiciones del agua y la transmisión de enfermedades recurrentes en esa época del año. BLANCO CARRASCO et al., op. cit., p. 492.

[33] BLANCO CARRASCO, J. P., op. cit., p. 195.

[34] A. H. P. de Cáceres, sec. Municipal de Brozas, caja 53 (Junta de Sanidad), acuerdo del 16 de octubre de 1800.

[35] A. H. P. de Cáceres, sec. Municipal de Brozas, caja 53 (Junta de Sanidad), acuerdo del 2 de noviembre de 1803.

[36] A. H. P. de Cáceres, sec. Municipal de Brozas, caja 53 (Junta de Sanidad), acuerdo del 3 de octubre de 1819.

[37] Archivo Municipal de Arroyo de la Luz (en adelante A. M. A.), sec. Libros de actas capitulares, libro 252 (1854), acuerdo del 3 de septiembre.

[38] A. H. P. de Cc., sec. Municipal de Brozas, Libros de Actas capitulares, libro 100 (1812), acuerdo del 8 de agosto.

[39] A. M. A., sec. Sanidad, Juntas Municipales de Sanidad, 1819-1960, Junta de Sanidad de 1832.

[40] A. H. P. de Cáceres, sec. Municipal de Brozas, caja 53 (sanidad), Borrador de la respuesta al Interrogatorio inserto en la Circular nº 226 del Boletín oficial de 17 de octubre de 1855 sobre los efectos de la epidemia de cólera en los pueblos de la provincia.

[41] PÉREZ MOREDA, V., op. cit., pp. 426.427.

[42] «Dicho Bejarano fue el primero que se enterró en el castillo por orden superior de las Cortes comunicada al juez político de Badajoz y estendida por el dicho a al provincia, siendo juezes en esta Sebastián Carrero y don Alonso Núñez«: Archivo Histórico Diocesano de Coria-Cáceres, Arroyo de la Luz (parroquia de Santa María), libro 77 (difuntos), folio 243. Correspondiendo a las mismas órdenes, se crearon cementerios en Hervás en 1804 y en Navalmoral de la Mata en 1809: PÉREZ MOREDA, V., op. cit., p. 429.

[43] «(Al margen) Fue el primero que se enterró en la yglesia porque lo pidió el pueblo«: Archivo Histórico Diocesano de Coria-Cáceres, Arroyo de la Luz (parroquia de Santa María), libro 77 (difuntos), folio 247.

[44] A. M. A., sec. Libros de actas capitulares, libro 201 (1805), acuerdo del 14 de febrero.

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