Oct 241971
 

Antonio Veny Ballester, C.R.

En Coria, donde circunstancialmente se encontraba, por imperativo de santa obediencia, entregaba su alma a Dios el P.D. Jerónimo Abarrategui y Figueroa, de la orden de clérigos regulares, día 1º de mayo de 1719. Se cumplen, en el presente, doscientos cincuenta y dos años.

El epitafio del sepulcro que guarda sus restos mortales, en la catedral de Coria, reza así: Aquí espera la resurrección de los muertos el Reverendo Padre Don Jerónimo Abarrategui y Figueroa, de la orden de San Cayetano. Insigne por su piedad, dichoso en vida, feliz en muerte. Falleció el día de las calendas de mayo del año del Señor 1719.

Don Diego de Torres y Villarroel, biógrafo del P. Abarrategui. Personalidad del teatino. Su presencia en Extremadura. Su muerte y sepultura en Coria. Tal es, en síntesis, mi aportación a estos Coloquios histórico-religiosos.

Don Diego de Torres y Villarroel, biógrafo del P. Abarrategui.

«El mundo está ya de otro humor que el que tenía cuando se fundó la Universidad de Salamanca, y los hombres de esta época aspiran a otras máximas y otros estudios más conformes al genio del siglo». ¿Cabe mentalidad más actual que la que reflejan estas frases, proferidas en pleno claustro de la Universidad salmantina, hace ya la friolera de 250 años? ¿Dudaría en suscribirlas, en esta época de «aggiornamento» ninguno de los exponentes del movimiento de «puesta al día» del mundo intelectual, político y religioso que caracteriza nuestro tiempo?.

Quien así se producía ante el claustro de doctores de aquel Estudio General era don Diego de Torres y Villarroel, catedrático de Matemáticas y Astrología en la que el centro del saber, el escritor, sin disputa, más representativo de su época, «el Quevedo de su siglo», según con toda verdad, se le ha llamado.

Entre las obras que configuran su personalidad literaria, Anatomía de lo visible e invisible en ambas esferas, Los sueños morales. El Ermitaño y Torres. La vida natural y católica, los Pronósticos, que aparecían cada año en El gran Piscator de Salamanca, etc. descuella su autobiografía; Vida de don Diego de Torres y Villarroel. Libro que se le de un tirón y con provecho, en cuanto se toma en las manos; que con habérsele llamado, con acierto, «nuestra última gran novela picaresca», el hondo sentido religioso que late en todas sus páginas conmueve y edifica; una de las obras narrativas más amenas, que tiene, sobre las de pura ficción, la intensidad que le presta el hecho de haber sido vivida. Auténtica «novela picaresca, sin género alguno de maldad que mancille la honra del héroe», en frase de don Juan Valera. De ellas se hicieron cinco ediciones en 1743-44, el año de su publicación.

Don Diego de Torres y Villarroel nació en Salamanca en 1693. Ordenóse de subdiácono en 1715. Obtuvo por oposición la Cátedra de Matemáticas y Astrología de la Universidad de Salamanca en 1726. Ordenóse sacerdote en 1745. El 19 de junio de 1770 moría piadosamente, rodeado de los suyos, en el palacio de Monterrey, de la capital salmantina.

Torres y Villarroel cultivó la hagiografía. Fruto de su pluma fueron la «Vida de la venerable Madre Gregoria de Santa Teresa», carmelita descalza de Sevilla, uno de los mejores libros, en cuanto al estilo, y la «Vida ejemplar y virtudes heroicas del Venerable Padre don Jerónimo Abarrategui y Figueroa, Clérigo Regular Teatino y Fundador del Colegio de San Cayetano y San Andrés Avelino, de Salamanca», Salamanca 1749. Aparte esta primera edición de la vida del Padre Abarrategui, en 1752 el autor reunió sus obras y papeles, múltiples y varios, en magnífica edición de 14 tomos, que vio la luz por suscripción pública, asimismo, en Salamanca, a la que, del rey para abajo, contribuyeron todas las clases sociales de España. Desde 1794 a 1798, otra edición de sus Obras Completas publicose en Madrid, en 15 tomos, de los cuales el tomo 14 contiene la vida del Padre Abarrategui.

Don Diego de Torres y Villarroel había frecuentado desde joven el colegio de San Cayetano de la capital salmantina, donde había conocido y tratado al Padre Abarrategui, y mantenido contacto con otros virtuosos teatinos. El Padre Juan Carlos Miguel Pan y Agua, Rector de dicho Colegio en 1749, a raíz de la publicación de la «Vida» del ejemplar teatino, escribía, entre otras cosas, en su «Censura» de la obra: «Ansioso, el autor, de obsequiar al venerable Padre, a quien conoció cuando Mancebo, y a mi Religión sagrada, a quien profesó singular afecto, agradecido, al mismo tiempo, al tales cuales astrológicos retazos, que en este Colegio le sirvieron, a su facultad, de primeros elementos, según que confiesa en un trozo de su «Vida», que dio a la prensa». En efecto, en el «trozo» tercero de su «Vida»-el autor llama «trozos» a las distintas partes de su autobiografía-, Torres y Villarroel se expresa así: «A estos cartapacios (varios tratados de Astronomía y Astrología de Andrés Argolio impresos por David Origano), y a las conferencias y conversaciones que tuve con el Padre don Manuel Herrera, clérigo de San Cayetano, y sujeto docto y aficionado a estas artes, debí las escasas luces que aún arden en mi rudo talento, y los relucientes entorchones que me ilustran maestro, doctor y catedrático en Salamanca».

Del concepto en que tenía al Colegio de San Cayetano y a los Padres que componían aquella comunidad son bella expresión estas frases que estampa en el «trozos» segundo de su autobiografía, al narrar en párrafos inimitable es su encuentro providencial con el venerable ermitaño Juan del valle, con el que dio en Tras-os-montes de la vecina nación, en una de sus curiosísimas aventuras: «Llámase este humildísimo hombre don Juan del Valle. Vive hoy y asiste en la portería cuantos ven su afable y devoto rostro. Los Padres de este observantísimo Colegio le aman, conocen y tratan con respecto cariñoso. Vive contentísimo porque le dan comida y entierro. No ha querido recibir nunca dineros».

El Padre don Jerónimo Abarrategui y Figueroa nació en Madrid el 15 de junio de 1653, de nobilísima familia, oriunda de Vizcaya. Vistió sotana teatina en diciembre de 1673, a los 20 años de edad, en la casa de Nuestra Señora del Favor de la capital de España, donde profesó solemnemente el 3 de marzo de 1675. El 1 de diciembre de 1683 llegaba como Prefecto de Estudiantes al Colegio o Seminario Mayor abierto en Salamanca por el Padre Antonio Ventimiglia para los escolares teatinos de filosofía y teología. Destinado el Padre Ventimiglia a las misiones de la Orden en la isla de Borneo, de donde fue Vicario Apostólico, sucedióle el Padre Abarrategui en calidad de Rector, cargo que desempeñó en tres distintos mandatos. En la culta Salamanca, la primera beneficiada, a lo largo de 36 años, por la ejemplaridad de su vida y sus ministerios pastorales era aclamado por «santo» en todos los ambientes sociales. En Coria, donde circunstancialmente se encontraba, cumpliendo órdenes superiores, entregó su alma a Dios el día 1 de mayo de 1719.

Treinta años más tarde, en 1749, la mejor pluma de su tiempo documentaba para la historia la «vida ejemplar» y las «virtudes heroicas» de este hijo de San Cayetano, con un criterio de objetividad que impresiona hoy por fuerza al crítico más exigente, atento como estaba a «no decir al público -son sus palabras- más que las puras, inocentes y verdaderas relaciones de sus obras, despojadas de todo artificio que pueda perturbar la candidez de su sinceridad», ya que esta clase de héroes «cualquier vientecillo lisonjero les arrolla la fama, y los empeños que toma el escritor para persuadir sus heroicidades atrasan su culto, disminuyen la reputación y ponen de mala fe los elogios».

Sólo las propias vivencias y el testimonio directo de testigos presenciales, y éstos a base, todavía, de escrupulosa selección, tienen cabida en sus páginas. «De la compostura religiosa, de la modestia edificativa de la entrañable calidad con el prójimo, del agrado pacífico de sus persuasiones, de la reverencia respetuosa en los templos y de otras felices señales de la devoción y penitencia de este siervo de Dios soy yo testigos, porque logré la aventura de conocerle algunos años, de hablarle muchas veces, y de contemplar con admiración su aspecto venerable… Puedes seguramente afianzarte en la verdad de mis relaciones porque no van apoyadas en la debilidad de noticias vagas, sino en una inquisición ocular y desinteresada».

El libro de Villarroel es todo él un documento de valor crítico inestimable con vistas al proceso canónico de beatificación del Padre Abarrategui, prez de su Orden en España, proceso que el largo eclipse de la Congregación teatina, víctima de las revoluciones, obstaculizó el nuestra patria.

 

El P. Abarrategui en Extremadura

Los Gamarra, de Alba de Tormes, distinguidos bienhechores de la comunidad teatina, rogaban al P. Abarrategui, con machacona insistencia, que se dignase acompañarles al convento del Palancar, santificado por la presencia de San Pedro de Alcántara. Pero el Siervo de Dios les pasaba con evasivas. Un día les manifestó: «Se empeñan Vuesas Mercedes en que muera fuera de Salamanca después de vivir aquí 36 años». Pensaron que se trataba de una de tantas excusas.

A ruegos de los interesados, el P. Rector del Colegio tomó cartas en el asunto. Llamó al P. Abarrategui. Inquirió sobre su resistencia acompañar a una familia, ilustre, devota, y bienhechores generosa de la Congregación teatina, y en particular de aquella comunidad. Abarrategui escuchaba, sin decir esta boca es mía. Preguntóle si estaba malo. «No estoy malo -contestó-. Y aunque viejo, me hallo con alientos para morir. V.R. no se canse. Como no me lo imponga por obediencia, no debe salir de Salamanca».

El P. Rector, -escribe don Diego de Torres- considerando el desconsuelo de la devota familia, que estaba en la deliberación de no hacer el viaje sin la compañía del Padre don Jerónimo, a cuya prudencia querían confiar también la reconciliación de ciertas enemistades, se resolvió a mandárselo por obediencia. Lo mismo fue oír la voz de Dios en su ministro, que disponer gozoso su viaje a Coria, y a la eternidad… Despidióse de los devotos de Salamanca. Dejó ordenados y compuestos sobre la mesa de su cuarto unos papeles de los que tenía que dar cuenta, y metiendo en su pecho un crucifijo que le acompañaba continuamente, y una imagen de Santa Teresa, partió para Alba de Tormes a incorporarse con la familia. Era el 18 o 20 de abril de 1719. Visitó, con la acostumbrada alegría, el corazón de Santa Teresa (1), y, despedido hasta verse en la gloria juntos, como se puede presumir, partió, a pocos días de detención en mayúsculas iniciada alba, para Coria, lleno de extraordinaria alegría y comunicándola a todos los que seguían el viaje».

No cabe la menor duda de que el venerable religioso abrigaba el presentimiento, ya que no la seguridad, de que iba a morir en Coria. Con el fin de despedirse, fue a casa de unos devotos que acostumbraban surtirle de ropa interior.

-¿Tiene la necesaria para el viaje? -Le preguntaron-. En todo caso, a su regreso, encontrará la que le haga falta.

-No dispongan ustedes nada -contestó-. Es excusada toda ropa. A donde debo irme la pondrán, y muy buena.

Y así sucedió después de muerto, el afán de los devotos por hacerse con sus reliquias, despojóle de los propios vestidos, y fueron menester prendas nuevas con que arropar su cadáver.

«A este modo -comenta Villarroel- salían de su boca muchas expresiones, con las cuales, sin arbitrio de la voluntad humana, hace prorrumpir el Espíritu Santo a los varones apostólicos, cuyo interior gobierna y dirige su sabiduría inerrable».

El 27 de abril rendía viaje en Coria, acogido con gran fiesta por don Manuel Núñez de Gamarra, Arcipreste de Calzadilla y Dignidad de aquella catedral, «sujeto en quien ha brillado siempre la buena crianza… Que le dio su venerable Padre Don Jerónimo -se expresa Villarroel-, pues desde su tierna edad, siendo cursante en Salamanca, le tuvo a su lado del colegio, instruyéndole en ciencia y virtudes varios años».

Obligada fue, el día siguiente, su visita a la catedral. La fama de barón santo, de que venía acompañado, hizo que no se le perdieran ninguno de sus movimientos. Notóse que había pasado la mañana de rodillas en profunda oración ante el altar del Santísimo; que, acabada la oración, detúvose en determinado lugar, el cual beso de rodillas, manteniéndose en esta actitud y en profunda oración más de dos horas; que se levantó acto seguido, y clavando de nuevo los ojos donde había hincado la rodillas, como quien no acertaba a separarse del lugar, tras otro espacio no breve de suspensión misteriosa, le echó la bendición, hasta que abandonó la catedral para restituirse al domicilio de los señores Gamarra. Este preciso lugar escogerá, dos días después, el cabildo catedralicio para cavar su sepultura. ¿Tuvo de ello aviso del cielo el piadoso Siervo de Dios? «No lo afirmamos, pero con bastante cordura se presume», concluye Diego de Torres, tras detallar el suceso.

Pasó el resto del día, desbordando simpatía con todos los de la familia, a quienes acompañó en la comida, y con los cuales departió en animada sobremesa, sin acusar el síntoma alguno de la terrible enfermedad que, a la vuelta de pocos días, debía acabar con su vida.

Enfermedad y muerte del P. Abarrategui

Retirado a su habitación, como a las ocho de la tarde, un fulminante ataque apopléjico dejóle sin movimiento y privado de sus sentidos. Avisados los doctores, después de reanimarle, le advirtieron del peligro en que había estado y en el cual perseveraba, y que debía por consiguiente, prepararse para morir.

El padre les agradeció el aviso, y radiante de gozo, les dijo: «Amigos, no me coge de susto ni desprevenido la noticia de mi muerte. Hace ya muchos días que esperaba esta hora».

Pidió le dejasen sólo y que llamasen al guardián del convento de franciscanos, fray Juan de Jesús de Berzocana. Hizo con el religioso su última confesión general. Entreactos de amor a Dios, férvidas plegarias a la Virgen y a los santos de su devoción, pidió perdón a los presentes, no cesando de agradecer a la familia Gamarra su piadosa asistencia «con tanta humildad y dulzura-escribe Diego de Torres- que no hubo persona que lo oyese con los ojos enjutos».

«Dijo finalmente ?prosigue- que nada echaba de menos en aquella hora sino la compañía de sus religiosos teatinos, a quienes amaba como hermanos, y con quienes había vivido en paz muchos años, procesando dichosamente un mismo Instituto y unas mismas máximas de religión. Pero Dios le dio, en el último trance, el alivio de una compañía tan piadosa como la de la comunidad franciscana, que le asistió hasta morir con tan cariñoso cuidado como mas no pudieran hacer sus propios hermanos naturales ni sus hermanos de hábito. Dos religiosos día y noche manteníanse a su cabecera. El mismo Padre Guardián no se apartaba de su lado como no fuesen los ratos en que, debido su cargo, se hacía imprescindible su presencia del convento».

Muy dueño de sus potencias, volvió a reconciliarse con el Padre Guardián, y con grandes muestras de fervor recibió el santo viático. Precedió a su agonía un prolongado delirio. Se le oía rezar salmos, oraciones, partes del oficio de difuntos. Se santiguaba, se daba golpes de pecho, exhortaba al temor de Dios, a pedirle perdón por sus pecados, pronunciaba a ratos la fórmula de la absolución. Prueba del tipo de imágenes que bullían en su hermosa alma, hecha a las místicas efusiones y al trato íntimo con Dios, razona don Diego de Torres.

Superada aquella crisis, y recobrados las facultades, recibió, en plena lucidez, el sacramento de la Unción. Poco después entraba en agonía. La placidez de su semblante reflejaba su paz interior, en términos que en ocasiones no era fácil acertar si había muerto o aún vivía.

Divulgada la triste noticia, diríase que la ciudad en masa personóse en el domicilio donde agonizaba el religioso. «Su cama estuvo rodeada de las personas de la primera clase de la Santa Iglesia Catedral -escribe Diego de Torres-, canónigos, racioneros, y otros ministros. El aposento se ocupó por los ciudadanos nobles. Los cuartos exteriores y el portal por gentes de todas castas… tres escribanos asistentes dieron fe de lo innumerable del concurso, de la devota veneración y de las aclamaciones del pueblo». Y a su testimonio se atiene, según terminantemente asegura, en la narración de los hechos.

Desde que recibió la santa unción, fue objeto de las atenciones del cabildo catedralicio, una de cuyas dignidades ostentaba, como hemos dicho, don Manuel Núñez de Gamarra, en cuya casa se hospedaba. Relevándose de dos en dos, le asistieron los canónigos hasta el instante de su muerte, cual si se tratase de un miembro del gremio capitular, acompañados de los religiosos franciscanos y de otras distinguidas personas.

Las oportunas reflexiones, y los hermosos pensamientos con que don Diego de Torres, sacerdote ejemplar, no menos que escritor famoso, se complace en salpicar la exposición de los hechos, le revelan, a todas luces, discípulo aprovechado de la escuela del P. Abarrategui. «La tarea infatigable de los santos ?escribe- ha sido la memoria de la muerte… la memoria de la muerte excusa muchos arrepentimientos, muchas confusiones espantosas, muchas lágrimas inútiles, que sobresaltan en aquella hora a quienes no pensaron en ella. La consideración de la muerte es el remedio de los males, de los acontecimientos y acechanzas que turban nuestros espíritus; desbarata los encantos y los ardides de las pasiones; agobia las altanerías de la soberbia; revuelca las fantasías de la vanidad; apaga ardimientos de la lujuria, y arrolla finalmente las locuras y antojos del amor propio, que pierden toda su fuerza a la vista de tan fructuosa consideración… la ventura o desventura eterna estriban en el estado en que se halla el alma en los últimos desmayos del cuerpo. Piadosamente aseguro que tendría en dichosísima disposición la suya el venerable P. Don Jerónimo, pues los trabajos, las penitencias, las cruces de toda su vida, no fueron sino preparativos para asegurarse una buena muerte.

«Fue disposición singular… que parece dio Su Majestad a los moradores de aquel pueblo que en todos los acuerdos que en orden a honrar a este siervo de Dios tomaron el cabildo, la ciudad y otras comunidades, en todas se halló suma concordia, sin desviarse voto alguno, ni oírse expresión que no fuese dirigida al honor, cuidado y benevolencia hacia el venerable Padre».

Día 1 de mayo, notando los circunstantes la proximidad de su muerte, mandaron tocar a agonía en la Santa Iglesia Catedral. Acudieron, al triste llamamiento, el cabildo, el corregidor de la ciudad, don Pablo Moreno de Morales, los regidores, y gran número de personas de los más varios estamentos. No cabiendo en la casa, muchos o la mayoría hubieron de resignarse a esperar desde fuera el venturoso instante en que, desprendido del cuerpo caduco, aquel dichosísimo espíritu, subiría a gozar de la gloria de Dios concede a los justos.

Eran poco más de las nueve de la noche del día uno de mayo de 1719, cuando los presentes se apercibieron de que había entregado su alma a Dios. Fallecía en lejana tierra, fue la de la casa religiosa, privado de la compañía de sus hermanos, los teatinos, con quienes había vivido en paz por espacio de tantos años. Y ello, por imperativo de santa obediencia, en gesto heroico de gratitud a una familia devota y bienhechora de su orden, prevenido de ello por el cielo, como es forzado presumir, dados los antecedentes constatados por muchos testigos. Pero rodeado asimismo «de la devota veneración y de las aclamaciones del pueblo», observa Diego de Torres. Sigo copiando a este biógrafo, testigo de mayor solvencia:

«Dejó muchas señales (y la más segura, la inocencia y el candor de su prodigiosa penitencia, y de su extática vida) de que, desde el punto que partió de esta caduca patria, empezó a gozar de las venturas que Dios tiene prometidas a los que pasan por el fuego y el agua de las tribulaciones. Persuádenlo los prodigios experimentados por los presentes a su fallecimiento, avalados por el testimonio de los tres escribanos referidos, y que juraron varios testigos eclesiásticos y seculares, entre ellas el P. Fray Juan de San Rafael, religioso descalzo de la Santísima Trinidad… y otras personas que ocupaban el aposento donde murió el Padre Don Jerónimo… su cuerpo quedó a los ojos de todos… blanco, flexible, el semblante hermoso, teñido de una rubicundez más florida que la que mostraba en estado de sanidad, como quiera que a las veces sus ayunos continuados o el rigor de sus penitencias le ponían descolorido, magro y macilento.

Tomaron a su cargo unos clérigos la diligencia de amortajar su cuerpo. Entretanto que su celo ejercita esta obra de caridad, escribiré el caso que sucedió en Salamanca el día en que murió el venerable.

«Escuchábanse entre los moradores de Salamanca voces confusas, noticias dudosas y rumores inciertos de la vida, enfermedad y muerte del Padre Don Jerónimo. Llegaron éstos a oídos de una ejemplar religiosa, terciaria dominica, hija de confesión del apostólico teatino. Mientras pedía al Señor, en oración fervorosa, por la salud del confesor, a quien debía los documentos que habían guiado su espíritu, parecióle oír una vez que le llamaba por su nombre, desde el preciso lugar donde solía el religioso escuchar las confesiones. Volvió apresuradamente los ojos, y vió al venerable Padre, rodeado de resplandores. Hablándole en el idioma del país en que ya reinaba, la consoló en su ausencia, dejándole prácticos avisos con que gobernar su espíritu entre tanto se detuviese en esta caduca patria. Esta misteriosa visión, que no califico, sí sólo relato, fue referida a su confesor por la misma religiosa, en los mismos términos o palabras que se acaban de leer, sin añadiduras ni ponderaciones. El lector la examine, y habrá de ella el juicio que su prudencia le dicte.

«Volvamos a las diligencias de los devotos eclesiásticos para amortajar su cadáver. Lo primero, desalojaron la pieza de todos los concurrentes que no debían asistir aquel acto de piedad. Cuando intentaron desnudarle de la ropa con que había muerto, ya se habían adelantado a destrozarle sus vestidos las ansias de poseer alguna de sus reliquias, de forma que algunas hilachas, que reservó la decencia, fue todo lo que se encontró de su ropa interior».

«Notaron todo su cuerpo sembrado de cardenales, de llagas y cicatrices, vestigios por demás claros de sus asombrosas penitencias. Compuesto el cadáver, ornado con las vestiduras sagradas y depositado en el féretro, mandó el corregidor de la ciudad que se retirase la frente y puso cuatro guardas al cuerpo, pues se podía temer de la devoción del concurso que volviesen a dejarle sin vestidos.

Reacción de la ciudad

«Las campanas de la Catedral dieron público aviso de su muerte, y no quedó en Coria hombre ni mujer que no corriese desolado a venerar su cadáver. Fue tan numeroso el concurso que no fue posible a los guardas acallar la gritería ni contener el desorden de las oleadas de gente que acudía de todas partes a besar los pies del difunto.

«Estuvo expuesto al público todo el día 2 de mayo, y en las 24 horas no cesó el bullicio, ni las entradas y salidas de las gentes, alabando todos a Dios que con prodigiosa señales honra las bondades de sus siervos y muestra cuán de su agrado son las virtudes de los santos.

«Finalmente, se vieron todo aquel día repetidas casualidades que parecieron milagros, y quizá muchos milagros que pasarían por casualidades. No nos especifico. Creo piadosamente que el Señor se empeñaba en descubrir, con los prodigios, los méritos y las virtudes que atesoró el Padre Don Jerónimo, y que el cielo anduvo cuidadoso de revelarlas en su muerte con la misma disimulada modestia con que el difunto había procurado disimularlas en vida. Y espero de la piedad de Dios que la fama de sus virtudes resuene en nuevos horizontes, cuando el Supremo Pastor declare al mundo cristiano, con su infalible oráculo, lo que ahora se admite como piadosa creencia.

Funerales y sepultura del P. Abarrategui

«El Ilmo. Cabildo, el Ayuntamiento de Coria, las cofradías de la ciudad, cada una con su estandarte, sin haber mediado aviso, y la comunidad franciscana, formaban en el cortejo que desde la mansión señorial del arcipreste de Calzadilla Don Manuel Núñez de Gamarra, donde se hallaba expuesto el cadáver, y desde donde se trasladó a la Iglesia Catedral. Aquí, corpore praesenti, celebráronse los funerales, tan solemnes y concurridos como jamás pensaron ver los ciudadanos de Coria, ni el gran número de personas de las ciudades cercanas de Extremadura y Portugal que se encontraban en Coria por hacerse feria aquel día, en términos que siendo bastante dilatada la capacidad de la Santa Iglesia, no alcanzó a contener a la mitad de las personas que formaban el acompañamiento. Por su parte el Ayuntamiento asistió a los fúnebres oficios con el mismo orden y disposición con que concurre a las exequias de las personas reales.

«Celebrados los funerales con solemnidad y devoción, dieron sepultura al cadáver en la nave reservada al entierro de los capitulares, precisamente en el sitio sobre el que había orado largamente y aún había marcado para depósito de su cuerpo el día que visitó la catedral, que fue el inmediato a su llegada a Coria. Las circunstancias prodigiosas de su muerte y funerales son notorias al público de Coria, y para que quede constancia a presentes y venideros dieron fe y testimonio con toda individualidad Francisco Granado, Tomás Gómez de Solís y Pedro de Ribas, escribanos del Rey nuestro señor, y del número de aquella ciudad».

Exponente luminoso de la fama de varón santo con que llegara aureolado a tierras de Extremadura el P. Jerónimo Abarrategui lo constituyen los sucesos, considerados milagrosos, acontecidos aquellos días, atribuidos por el pueblo a la intercesión del Siervo de Dios. Diego de Torres lo confirma. «Viéronse todo aquel día -escribe- repetidas casualidades que parecieron milagrosas, y quizá muchos milagros que pasarían por casualidades». Por más que no las abona, cree piadosamente que el Señor se empeñaba en descubrir, con prodigios, los méritos del Siervo de Dios con la misma disimulada modestia con que el difunto había tratado de encubrirlos mientras vivió.

De estas «casualidades», lo propio quede otros sucesos estimados milagrosos, de los fenómenos carismáticos que jalonan la existencia del apostólico teatino, tomóse el informe oportuno sobre testigos directos, con vistas al proceso canónico para la glorificación, en su día, de este hijo de San Cayetano.

Cuando el proceso se inicie -previo el reconocimiento de sus mortales despojos, como es de desear- contará, como pieza clave, por su incomparable valor crítico, la obra de Diego de Torres, el sacerdote ejemplar, discípulo aprovechado de la escuela del P. Abarrategui, «la mejor plumada de su tiempo», como se le ha llamado, y catedrático famoso de la Universidad salmantina: Vida ejemplar y virtudes heroicas del venerable Padre Don Jerónimo Abarrategui y Figueroa, Clérigo Reglar Teatino de San Cayetano, y fundador del Colegio de Salamanca de San Cayetano y San Andrés Avelino, de la misma Religión. -Dedicada al Ilmo. Señor Dean y Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de Coria. -Escrita por el Doctor Don Diego de Torres Villarreal, del Gremio y Claustro de la Universidad de Salamanca, y su Catedrático de Prima de Matemáticas. -En Salamanca: En la Imprenta de Antonio Villarroel y Torres. Año de 1749.

Renacerás de sus cenizas las familias religiosas, tras las dos exclaustraciones de 1820 y 1835, demolidas en Salamanca por obra de la revolución la iglesia y el colegio que aromó con sus virtudes del Padre Jerónimo Abarrategui, la Orden teatina está presente en esas tierras entrañables de la geografía patria, está presente de nuevo, guardiana del Santuario de la Patrona de Béjar y los pueblos de su comarca, la Virgen del Castañar.

Consoló hojear la biografía del P. Jerónimo Abarrategui, que negó a los españoles la pluma de Diego de Torres, se tiene el convencimiento de que su biografiado cuenta con méritos de sobra para qué los admiradores del biógrafo y del biografiado traten por todos los medios de llevar a los altares a este miembro ejemplar de la Orden de San Cayetano.

Los presentes Coloquios histórico-religiosos de Extremadura brindan la oportunidad de lanzar, esperanzados, la idea. La canonización de un santo no es tanto un premio a su virtud -ya que, estando en el cielo, no tendrá, porque se le canonice o no, un grado de gloria más ni menos- cuando un estímulo y una recompensa a la fe, al entusiasmo, y a la constancia de sus devotos. Si el caudillaje, en esta campaña, corresponde por derecho propio a los clérigos regulares, para el logro de su objetivo confiamos en nuestros amigos de la capital de España, cuna del Siervo de Dios, y en cuya iglesia teatina de Nuestra Señora de Favor, por la profesión religiosa, se enroló en los cuadros de la orden cayetanista. No dudamos de apoyo ferviente de la culta Salamanca, beneficiaria de sus ejemplos no menos que de su apostolado a lo largo de 36 años. Y sabemos no ha de faltarnos la aportación activa de Coria, la episcopal, a cuya Iglesia Madre confió la Providencia el tesoro de sus despojos.

La ayuda de Dios no ha de faltarnos, si aportamos a la causa nuestra cooperación decidida. Supuesta esta condición, no cabe duda que, a no tardar, celebraremos plasmado en dichosa realidad el anhelo de su biógrafo: «Espero de la piedad de Dios que la fama de sus virtudes resonará algún día más allá de estos horizontes, cuando el Supremo Pastor declare al mundo cristiano, con su oráculo infalible, lo que ahora se admite como piadosa creencia».

1) «Todos los años, el tiempo que vivió en Salamanca, hizo dos viajes a Alba, yendo y volviendo a pie, a visitar el corazón y el cuerpo de Santa Teresa. Gastaba tres días regularmente en esta devota romería. Celebraba, en los tres días, dos misas. La una en altar mayor, donde se guardan el cuerpo y el corazón de la Santa Madre, y la otra en la capilla de San José, lugar donde fue sepultado su cuerpo. Siendo Rector en el Colegio, mandó hacer en la iglesia retablo y altar a la Santa. Y decía que no era razón que, teniéndole San José, le faltase a tan fiel y devota suya. No sólo era su amante de voto, sino su fidelísimo discípulo, pues procuró imitar y practicar su soberana doctrina, para cuyo fin tenían siempre sobre su mesa los libros de la Santa, en los que estudiaba, con meditación y aprovechamiento, muchos ratos que le dejaban libres otras ocupaciones espirituales. Estos, y el Breviario, eran los únicos libros que tenían cabida en su cuarto… «DE TORRES VILLARROEL, Vida ejemplar,cit.cap.XI.

2) «En todos los conventos de religiosas de Salamanca sujetas al ordinario tenía hijas de confesión, tan conocidas por su virtud que la fama se divulgó a muchas leguas de sus claustros. Hoy viven algunas de ellas, y pocos meses ha murió en el convento de la Penitencia una portentosa mujer a quien puso en el camino de la perfección este venerable Padre, cuya vida fue tan prodigiosa que no hay suceso en ella, desde su nacimiento hasta su muerte, que no sean singular y milagroso. Fue ésta una hija del Rey de la mina Baja del Oro, llamada en su país Chivaca, y entre los católicos Teresa, más conocida por el nombre Negrita de la Penitencia, cuya fama de santidad admiraron los vecinos de Salamanca todo el tiempo que vivió y veneran después de su muerte. En la oración fúnebre que predicó en sus honras en el convento de la Penitencia el Padre don Juan Carlos Miguel Panyagua, de la misma Orden de Teatinos de San Cayetano, el cual es última enfermedad la asistió repetidas veces, leerán los devotos un compendio de la vida y virtudes de esta religiosa. Imprimióse en Salamanca en 1749.Ibid.,cap.IX.

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