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LECCIÓN INAUGURAL. ESCRIBIR EL VIAJE ANTONIO PONZ Y LOS VIAJEROS ILUSTRADOS

Posted on 7 diciembre, 20257 diciembre, 2025

MIGUEL ÁNGEL LAMA

Universidad de Extremadura

 Resumen:

Con la figura de Antonio Ponz y la publicación de su Viaje de España como referencia, se recorre en estas páginas la acción netamente ilustrada que da pie a la literatura —en sentido dieciochesco— viajera, en la que el afán de conocimiento sobre el terreno se traslada a estas formas de expresión, como la relación epistolar, las apuntaciones de diario, la crónica o el informe casi pericial. En este contexto, se propone destacar la trascendencia que tuvo el Viaje de España de Antonio Ponz como fenómeno editorial en su publicación desde 1772 hasta 1794, en un período extraordinariamente determinante del ideario ilustrado que tanto informó la actitud de los españoles del último tercio del siglo XVIII y primeros años del XIX ante el viaje como modo de conocimiento.

 

Palabras clave: Antonio Poz, viajes, Extremadura, literatura de viajes, Leandro Fernández de Moratín.

 

[…] me duele ver que viaja y no escribe, que observa y no apunta, ni ordena, ni seduce, y que se fatiga y no coge fruto, ni para sí ni para otros.

—Gaspar M. de Jovellanos, Carta a González de Posada,

22 de mayo de 1805—

 PALABRAS PREVIAS

Tomaba las primeras notas para la preparación de estas páginas mientras leía una novela de Juan Antonio Hormigón (2009), el director de escena y dramaturgo zaragozano, titulada Un otoño en Venecia. No era ninguna novedad editorial, pues se publicó en el año 2009; pero se trataba de una lectura pendiente y para mí de gran interés por ser un texto que ficcionaliza el viaje real que el escritor Leandro Fernández de Moratín hizo a Italia, y, en concreto, su estancia en Venecia, en 1794. Casi al final de esta novela de casi seiscientas páginas, cuando ya el autor de El sí de las niñas tenía preparados sus bártulos para abandonar la Serenísima ciudad, mantiene una conversación con el escritor exjesuita Pedro Montengón, autoexiliado en Italia, al que dice:

 

Me interrogo constantemente sobre el sentido del viaje. Para qué nos sirve. Sócrates reconocía la utilidad de viajar, pero hay que saber lo que ello significa. Los que se proponen correr tierras por sola curiosidad, sin hacer o sin saber hacer estudio del mundo y sin mirar a su aprovechamiento, vagarán como romeros… […]

Esas gentes volverán a su patria con los mismos ojos con que se fueron, deslumbrados solamente por las ideas materiales que lleguen a adquirir y por los ejemplos del lujo y de la vanidad que hayan visto, creyendo que basta para sobreponerse a sus conciudadanos regresar con el corte del vestido forastero y darse un aire desenvuelto, desvanecido y con el acento afectado. A todos éstos les estuviera mejor no haber salido de su hogar. (Hormigón, 2009: 575-576)

A lo que le responde Moratín:

—Ciertamente, le hablo en serio, mi intención ha sido muy otra al proyectar mi larga excursión. Tuve de guía el Viaje fuera de España del abate Antonio Ponz, publicado en la imprenta de Ibarra en 1785. No sé si usted ha llegado a verlo. […] Mi deseo es conocer la vida de los países que recorro, cómo viven quienes los pueblan, qué obras artísticas guardan, cómo es el paisaje, la agricultura, la industria, las letras y las ciencias, las diversiones. (Hormigón, 2009: 576)

Imaginen mi reacción al leer estas líneas, ya en la idea de hilvanar un discurso sobre la literatura de viajes en la época ilustrada y el contexto de una obra tan capital como el Viaje de Ponz, cuyo autor, con la otra de sus obras conocidas, era citado por esos dos personajes, trasuntos de figuras históricas, de la novela de Hormigón. Pero hay más. Pues el exjesuita autor de la novela didáctica Eusebio, de 1786, le pregunta «¿Escribe usted sobre su viaje?», y Moratín dice:

—Lo hago. Tomo mis apuntaciones diarias desde hace mucho tiempo, y compongo las de mi odisea que van saliendo más largas de lo que al principio creí, tanto que me harán falta dos tomos al menos cuando las publique. (Hormigón, 2009: 576)

Es decir, una creación ficticia titulada Un otoño en Venecia, cuyos personajes son figuras históricas de aquella época, me ponía delante el asunto principal de estas páginas, el viaje ilustrado en el contexto de la famosa serie de Antonio Ponz, y, a la vez la intención o sesgo que quiero dar a mi reflexión, la de la materialización literaria de la actividad viajera, su escritura, pues, como dijo Jovellanos, quien viaja y no escribe no coge frutos, ni para sí, ni para otros.

Me propongo, pues, recorrer algunos de los ejemplos más representativos de la literatura de viajes de la Ilustración y mostrar con ellos la morfología de la expresión escrita que adoptaron los viajeros para dar a conocer sus periplos.

Y tomaré como punto de partida, no por la cronología, pero sí por su trascendencia e importancia en la historia, el Viaje de España de Antonio Ponz. No voy a insistir en señalar los valores de una obra como la del abate pintor y académico, que han sido destacados oportunamente por todos los estudiosos de nuestras letras ilustradas —por ejemplo, por Joaquín de la Puente (1968) y Daniel Crespo (2012), por citar dos ejemplos, uno antiguo y otro más moderno—; pero sí quiero recordar dos aspectos principales.

 

 

  1. UN FENÓMENO EDITORIAL

 

En primer lugar, destacaré que nos encontramos con todo un acontecimiento editorial y un éxito en su ámbito y que se extendió durante veinte años y que solo quedó interrumpido por la muerte de su autor en 1792, fecha en la que se publicó el tomo XVII. En el «Aviso de la imprenta» (Ponz, 1792: iii-iv) que llevó ese tomo se anunció que estaba en prensa el tomo XVIII; pero este no se publicó hasta dos años después, ya como «Obra póstuma», «concluida por su sobrino D. Joseph Ponz», que redactó el prólogo y escribió la «Vida de Don Antonio Ponz» que precedió (Ponz, 1794: xxv-lxxiii) la última entrega del viaje que prolongaba las páginas dedicadas a Andalucía con las de Cádiz y Málaga.

Estamos ante un empeño editorial de más de veinte años, iniciado por el impresor de Su Majestad Joaquín Ibarra y que continuó a su muerte su viuda, cuyas ediciones de otros títulos hasta principios del siglo XIX fueron numerosas y memorables.

Inicialmente, Antonio Ponz se ocultó bajo el seudónimo de Pedro Antonio de la Puente, nombre con el que se publicaron los dos primeros tomos de la obra (1772 y 1773) y fue en 1774, cuando el nombre verdadero del entonces académico de la Historia y de la Vascongada se imprimió en la portada del tomo III, que en su «Prólogo» nos aclaraba los motivos y las circunstancias de aquellos pasos iniciales de su empresa:

 

El Autor de esta Obra no permitió en manera alguna, que se pusiese su apellido en el frontispicio; y solo convino en ello, con tal que se alterase, convirtiéndole en Puente, que al fin en su origen es lo mismo que Ponz.

Tal era la desconfianza, que de su Obra tenia, que por más que sus amigos le persuadieron en contrario, no hubo forma de venir en ello; y aún seguiría ahora con la misma idea, si no hubiera intervenido insinuación superior, que se lo impidiese. (Ponz, 1774: i)

 

Tardó poco, pues, en desaparecer esa inseguridad gracias a la protección oficial que el Viaje de España empezó a recibir, como puso de manifiesto que, ya a cara descubierta,  Ponz dedicara este tomo al Marqués de Grimaldi, quien, según el propio autor en ese texto, había mirado su obra con «suma benignidad» y la había recomendado al mismísimo monarca Carlos III, que la auspició y propició el rendido apoyo del príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV, a quien irían dedicados todos los tomos desde 1777 a 1788 —«al Príncipe Nuestro Señor»— y desde 1789 a 1794 —«al Rey Nuestro Señor», como precisa Daniel Crespo (2012: 78).

Con esos favores de tanta altura no es de extrañar que, a los cuatro años desde la aparición del primer tomo, en 1776, comenzara a publicarse la segunda edición «corregida y aumentada», que fue acompañando a la primera serie durante esa década y la siguiente, y que, en 1787, cuando ya se habían publicado trece volúmenes del Viaje, se iniciase la tercera impresión, como puede observarse en esta tabla que incluyó en su estudio Joaquín de la Puente (1968: 33):

 

 

 

Hoy estamos acostumbrados a que un gran lanzamiento editorial tenga una tirada de decenas de miles de ejemplares, o que un éxito sea tener diez ediciones en seis meses, como ocurrió con El infinito en un junco (2019), que salió con 2500 ejemplares y vendió tres años después un millón de copias. No es comparable con el siglo XVIII, por la población lectora con la que se contaba y los medios, pero teniendo eso en cuenta, no es irrelevante que la colección mantuviese su continuidad con casi un volumen por año y que de la segunda edición saliesen trece tomos y de la tercera seis más hasta 1793.

Además, durante la vida editorial de la obra, contamos con referencias de interés que solo cabe justificar por su carácter de trabajo en proceso y relación continuada en un eje temporal de un trayecto. Así, la «Advertencia» con la que se abría la segunda edición corregida y aumentada del Viaje en 1776 aludía a estos rasgos de la difusión de la obra en su reedición y en su publicación por entregas, a medida que avanzaban las etapas del viaje:

 

No es justo alterar los libros en sus reimpresiones si se hace con el fin de estrechar al público a que se provea de ellos nuevamente; pero en esta obra son inevitables las alteraciones; pues muchas cosas censuradas en la primera edición se han remediado, y se han hecho otras, que merecen ser sabidas de todos. Se omiten las críticas que ya no vienen al caso, dando noticia en su lugar de lo que se ha mejorado, o se trata de mejorar. Muchas especies adquiridas de nuevo, y otras mejor averiguadas se dicen con la mayor sinceridad, y con el fin de hacer más útil este trabajo. El Autor ha visto nuevamente parte de las tierras que vio, para la primera edición de este libro, y algunas otras inmediatas de que da razón.  (Ponz, 1776b: s.p., pero h. 5r)

Del mismo modo, esa naturaleza genérica se tuvo en cuenta en la ejecución material del libro, como podemos comprobar en lo que dice Ponz en el primer «Prólogo» de toda la colección, en 1772, cuando, para finalizar, precisa la intención de su obra:

para que sirvan como de guía a los que desean ver y conocer las cosas dignas de estimarse en los pueblos y ciudades de España; y con esta mira se procurará distribuir esta obra en libritos que no puedan embarazar mucho, por si alguno tuviese por conveniente llevar aquella parte de ellos que le pueda ser de utilidad en sus viajes. (Ponz, 1772: [7-8])

En efecto, el Viaje de España de Ponz se publicó en dieciocho tomos en octavo (16,5 x 11,5 cm), unas dimensiones que fueron también las de la edición que la viuda de Ibarra sacó del Quijote en seis volúmenes en 1787 «corregida» por la Real Academia Española, y que no estorban o embarazan mucho si se quieren llevar en la faltriquera.

En el Diario de Madrid de mayo de 1792 —Ponz morirá en diciembre de ese año— se publicó un anuncio de las obras a la venta de la Librería de la Viuda de Joaquín Ibarra en el que se daban las siguientes características del Viaje de España:

[…] diez y siete tomos en 8º marquilla; à 11 rs. cada tomo en rústica, y pergamino, y a 14 en pasta; el tomo diez y siete es à 13 rs. a la rústica, y pergamino, y a 16 en pasta. (Se advierte que dicha obra la está continuando su Autor).

Sin duda, la historia editorial del Viaje es indicio de una acogida estimable que dejó juicios muy favorables y glorificadores incluso en tanto se iba publicando la serie:

Si el mérito de las obras se ha de juzgar como se debe, por los buenos efectos que producen, el Viage del Señor Ponz es sin duda una de las mejores del actual Reynado. (Sempere, 1787: 251).

dijo el eminente Juan Sempere y Guarinos en su biblioteca de los mejores escritores del reinado de Carlos III.

Ponz —o su editor Joaquín Ibarra— contaba con un precedente ilustre como Antoine François Prévost, que había lanzado su Histoire générale des Voyages en 1746, y que culminaría después de 21 volúmenes en 1789. La Histoire había tenido tres ediciones de los dos primeros volúmenes en menos de un año y conoció otras en diferentes formatos —en cuarto, en octavo e incluso en doceavo— como estrategia de abaratar costes y de facilitar su transporte y lectura para los viajeros que gustaban de acompañarse de ejemplares de la obra en sus periplos, como señaló Pimentel, (2003: 235-236).[1] Antonio Ponz y sus editores se incorporaron a una tendencia de aceptación de un «género conquistador», que fue como lo denominó Marie Noëlle Bourguet en las páginas que dedicó a «El explorador» en El hombre de la Ilustración, en las que contabilizó «3.450 títulos franceses y extranjeros —es decir, más del doble que en el siglo anterior»», y aportó un balance significativo para el período que coincide con la publicación en España del Viaje del castellonense:  «En los cuarenta últimos años del siglo, cuando están en boga los viajes al norte y al sur, la diligencia con que los exploradores se apresuran a publicar sus relatos da una idea de la pasión del público hacia estas regiones lejanas» (Bourguet, 1995: 305-306).

 

 

III. LA CARTA COMO RECURSO

 

En segundo lugar, el otro aspecto al que me refería antes como clave de esta parte de mi exposición sobre la obra de Antonio Ponz es el molde formal elegido por el autor para dar cauce a sus apuntaciones de viajero por España.

Ese molde no es otro que la carta. Ponz articula casi todos los tomos —los tomos V y VI, dedicados a Madrid, están seccionados en «divisiones» o lugares, y prescinden de la disposición epistolar—[2] como misivas que dirige a un innominado remitente —del que se ha especulado que podrían ser Campomanes, que fue protector del académico de Bejís, o su amigo Eugenio de Llaguno— en las que va comunicando las incidencias de su viaje. A ese remitente lo llama a lo largo de la obra «Amigo mío», o «Estimado amigo» (VII.i) o «Amigo carísimo» (VII.ix). Lo conocemos en la primera de las cartas del primer tomo, en el punto preciso del nacimiento del viaje:

Amigo mío: Ha llegado el caso de que yo pueda corresponder en algo a los muchos favores que debo a V. logrando al mismo tiempo la fortuna de complacerle en lo que V. tanto desea averiguar acerca de las cosas dignas que en España tenemos, particularmente de las que poco, o nada se ha hablado hasta ahora. (Ponz, 1772, I, 1)

Se ha dicho (Crespo, 2021: 84) que la fórmula epistolar era «una opción moderna y sugestiva para el lector contemporáneo», que permitía al autor un método para organizar la materia de su viaje:

Ponz quiso escribir un viaje. Escogió, con ello, una opción nada ingenua, ya que su escrito apareció en un momento de intenso debate en torno a los viajes y su literatura, convirtiéndose de hecho en una de las manifestaciones emblemáticas de las Luces. (Crespo, 2021: 84)

No era más que un artificio que con apelaciones a su corresponsal en un juego fático que sostiene la ficción de la comunicación entre dos como medio para llegar al común de los lectores. Un juego que se permite algún alarde como el del final del tomo II (Ponz, 1773: 290 y ss.) que incluye la «Carta última de un amigo del autor», que, a pesar de que «no hay para mí cosa más repugnante que escribir cartas, esta vez lo hago con mucho gusto», para ponderar la utilidad de las que componen el Viaje frente a un mundo «apestado» de libros de viajes, historias de viajes, colecciones de viajes, etc. Sin duda, demostraba un afán de originalidad y sesgo literario que buscaba desmarcarse de la fría relación que configuraba el panorama de textos derivados de un viaje.

«El hombre del siglo XVIII se explayaba por todo el mundo para dar a conocer lo que observaba, y discurría en forma de cartas», escribió Edith Helman (1953: 618) en un artículo sobre «Viajes de españoles por la España del siglo XVIII», expresivo del interés crítico del asunto en el dieciochismo, y anterior a uno de los estudios clásicos que se citan siempre sobre la literatura viajera, el libro de Gaspar Gómez de la Serna (1974) Los viajeros de la Ilustración.

La intención del escritor viajero era aportar una amenidad a su relato que lo hiciese atractivo a los lectores, y envolverlo en una imaginada relación argumental enmarcada en un espacio y en un tiempo que surgen, supuestamente, de la circunstancia del viaje. Así se dirige Ponz a su corresponsal al despedirse en la última carta del tomo VII (1778: 230), es decir, cuando relata una primera etapa en Extremadura desde Talavera de la Reina:

Mañana muy temprano marcharé de aquí: no le digo a V. adónde, ni de dónde le escribiré; pero a lo que entiendo no faltará materia. Quiérame V. como siempre; y si me escribe presto, sea a la ciudad de Coria, si no a la villa de Alcántara, que en una, y otra pienso hacer alguna mansión. Mil abrazos a los amigos, que pueden estar seguros de mi buena memoria. Plasencia &c. (Ponz, 1778: VII, 230)

 

 

El de Ponz será un viaje artístico, según la clasificación que el mencionado Gaspar Gómez de la Serna propuso en su libro, y que completó con las siguientes motivaciones: los viajes económicos, realizados por comisionados oficiales; los viajes científicos-naturalistas, como el del P. Sarmiento por Galicia en 1745; los viajes históricos-arqueológicos, como el del Marqués de Valdeflores, Luis José Velázquez, hecho en 1752 y publicado en 1765; y los viajes literarios-sociológicos, entre los que estarían los de Viera y Clavijo por España y por Europa o los de Leandro Fernández de Moratín (Gómez de la Serna, 1974: 79-81).

Además del Viaje de España de Antonio Ponz, hay otros textos de importancia y muy singulares que forman parte de la columna vertebral de la intelectualidad ilustrada y son los que hoy sostienen nuestra historia literaria de aquel momento. Son ejemplos del viajero como autor de creación. Como indica Juan Pimentel en su análisis de los viajeros como impostores y mentirosos, «viajar fue siempre de por sí un acto asociado a la creación (a la fundación de imperios o ciudades, al ensanchamiento del mundo, al descubrimiento de nuevos lugares y hechos)» (Pimentel, 2003: 35), y el momento principal de un viajero en tanto que creador, como autor de algo propio, dice Pimentel, «llegaba a la hora de relatar su viaje, generalmente, de ponerlo por escrito, de narrar lo visto y vivido, es decir, a la hora de componer su relación de viaje. Es entonces cuando el viajero se hace autor, cuando la geografía de los lugares visitados se convierte en su obra» (35).

Así pues, en la literatura de viajes estamos ante un proceso que consta de dos fases o momentos en la línea creativa: por un lado, la vivencia del viaje; por el otro, la vivencia de la escritura. Como en la convicción poética de Gustavo Adolfo Bécquer, que distinguió en la creación esos dos momentos de sentimiento y de razón, y escribió «Cuando siento no escribo», podríamos aplicar a la escritura del viaje su correspondiente «Cuando viajo —o mientras viajo— no escribo», para subrayar la importancia de la fase de materialización escrita de la actividad realizada en un pasado reciente y que tuvo, en su caso, un primer borrador en notas de campo o al natural. Si acaso, como le decía el personaje Moratín al personaje Montengón en la novela de Hormigón que mencionaba al principio, tomo notas diarias que luego tengo que elaborar, que dar forma legible en un resultado que puede llegar a exigir «dos tomos al menos cuando las publique» (Hormigón, 2009: 576).

Por todo esto es capital tratar, junto a la trascendencia y relevancia del viaje como tal en el progreso de una nación, la forma literaria, en su justa pretensión, que el viajero-autor da a su gesto, a su actividad. Y por ello he creído importante llamar la atención sobre la estructura y la morfología de una obra como el Viaje de España de Antonio Ponz.

Un patrón epistolar que fue muy utilizado para este tipo de textos, y que se hizo recomendable, como nos recordó Cadalso en sus Cartas marruecas, coetáneas en su concepción al viaje ponciano, quien consideró que el «método epistolar» hacía la lectura más cómoda, la distribución más fácil, el estilo más ameno, al tiempo que echaba en falta ese tipo de «ficción» —así la llama—, no tan natural en España «por ser menor el número de los viajeros a quienes atribuir semejante obra» (Cadalso, 2002: 144).

Otro de los textos principales entre la literatura de viajes del siglo XVIII que adoptó la forma de cartas es el que recogió la actividad viajera del erudito Juan Andrés, y que se considera el primer libro impreso sobre viajes por Italia, publicado entre 1786 y 1793 en cinco tomos. En este caso, el destinatario es el promotor y editor del texto, su hermano Carlos, que fue quien solicitó y propuso la forma final que adquirieron estas narraciones de viaje. De esta manera, el autor desplazaba su responsabilidad en la figura de un editor, que asumía su hermano, y se permitía expresar en una excusatio o protesta la diferencia que hay entre la carta, molde formal con el que finalmente se daba a conocer su periplo italiano de 1785, y el libro de viajes o la relación exhaustiva, y precisaba que lo epistolar era un medio para eludir el orden y la conexión. Juan Andrés se aleja de la carta como artificio y distingue claramente entre esas dos fases de la expresión del viaje de cuaderno-borrador y de texto para publicar, y dirá:

 

Para dar al público la relación de mi viaje debía haber yo tenido esta mira antes de emprenderlo; hubiera observado en él varias cosas que no teniéndola he pasado por alto; hubiera puesto más atención en las mismas que observaba, y hubiera notado y apuntado cuando creyese que pudiera ser de alguna instrucción, o de algún gusto del público para quien había de escribir. Pero después de hecho ya el viaje, que fue cuando tú me pediste que te escribiese de él con alguna extensión, nada de esto podía hacer, y debía contentarme con lo que me podía venir a la memoria sin pensar en hacer una exacta y cumplida relación. (Andrés, 1786: 1)

 

Y se disculpará por enviar a su hermano algo «sin ninguno de aquellos adornos que pueden hacer deleitable, y aun útil la relación de un viaje» (2).

 

  1. OTRAS FORMAS DE ESCRIBIR EL VIAJE

Junto al relato epistolar, y nos aproximaríamos así a una tipología literaria que se ha echado en falta entre quienes han tratado los libros de viajes del siglo XVIII,[3] cabe distinguir otras formulaciones o moldes formales para esta faceta. Los principales serán el informe y el diario, y no contemplaré ahora las narraciones utópicas de viajes imaginarios que también proliferaron en aquel tiempo.

El primero de los tipos, el que menor voluntad artística tiene, es el informe, que solía ser el resultado de un encargo oficial de alguna institución o autoridad, como fue el caso de la Noticia del viaje de España (1765) de Luis José Velázquez, Marqués de Valdeflores, que llama «expedición literaria» a su periplo por el país.

 

El autor ha tenido por conveniente omitir aquí todas aquellas fútiles y por consiguiente fastidiosas menudencias a que ordinariamente dan los viajeros un lugar muy distinguido en sus narraciones, y que solo sirven para mortificar la capacidad del lector, multiplicar los libros inútiles, y hacer conocer a los hombres que en la literatura como en las demás cosas humanas la vana ostentación es en todos sentidos hija de la pequeñez. En lugar de este impertinente aparato con que los escritores ocupados de su propia suficiencia hacen fastidiosa, y ridícula la literatura, el autor de este viaje ha tenido por más acertado escribir la Historia de sus propios pensamientos, de que su Patria puede sacar algún provecho; suprimiendo en ella enteramente la parte relativa a su persona, y a su mérito, que nada interesan al Público. (Velázquez, 1765: 36-37)

 

Velázquez quiere desmarcarse de un modo de escribir el viaje, y es muy elocuente en esto, distinguiendo su «noticia» de otros modos más subjetivos. Es cierto que esta variante tiene menos valor literario o artístico; pero en el caso de Velázquez es indudable el valor en la historia literaria española de sus noticias en este formato y en el de su jugoso epistolario. Esas noticias adoptarán también la denominación de observaciones, como las de Cavanilles (1795-1797), de memorias, o de informes como el que debemos a Pedro Rodríguez Campomanes (2011), protector de Antonio Ponz, por la Extremadura de 1778.

Finalmente, llegaríamos a la forma literaria quizá más interesante entre las que tienen su origen en el viaje como actividad, la manera que ha deparado textos solo visibles en la posteridad de sus autores, que no pensaron en dar a las prensas sus escritos. Son las apuntaciones o diarios de viajeros, que sortean el deseado equilibrio entre utilidad y deleite y surgen como una escritura del yo, más íntima, que resulta hoy especialmente atractiva para el lector contemporáneo. Como ha señalado Alarcón Sierra sobre textos no españoles de la segunda mitad del siglo XVIII,

 

[la] presencia constante de un yo narrador es lo que dota de unidad y guía al relato de viajes, que por lo demás suele tener un carácter no sistemático, heterogéneo, variado, misceláneo y fragmentario, ya que no constituye una forma canónica ni reglada por la preceptiva neoclásica (Alarcón Sierra, 2007: 162)

 

Son textos con una intencionalidad distinta, como dejó escrito Francisco de Zamora Peinado en su curioso Diario de su viaje a Cataluña: «contemplaré este libro por un puro diario al que daré algún día la extensión que deseo, para que pueda, si no instruir, a lo menos divertir a los que lo lean» (Zamora Peinado, 1778: h.1v), y que conforman un catálogo que, al menos, puso de manifiesto la pulsión viajera y la necesidad de escribirla, como en el Viaje a la Mancha en el año de 1774, en forma de diario, del canario José Viera y Clavijo (1976) —el viaje de su coterráneo Tomás de Iriarte tomó la forma de la carta—, que solo conocimos a finales del siglo XIX por aportaciones de eruditos investigadores. Es un formato de diario que está en otros textos de Viera (1848 y 1849), derivados de sus viajes por Europa.

También diarístico fue el viaje de Rodríguez Laso en 1788 y 1789, editado modernamente por Antonio Astorgano Abajo, quien apuntó que fueron anotaciones que el clérigo salmantino no pensó en dar a la luz pública (Rodríguez Laso, 2006: 151), en la línea de esa escritura «en los márgenes de los cánones literarios establecidos» (Alarcón Sierra, 2007: 185), que fue la creación privada de tantos viajeros memorables de aquel tiempo, entre los que descolla el nombre quizá de mayor interés literario de estas formas ilustradas: Leandro Fernández de Moratín. Los textos que hoy conocemos como Apuntaciones sueltas de Inglaterra y Viaje de Italia conforman los dos libros de viajes del comediógrafo madrileño, y aparecieron póstumamente en 1867 en la edición de sus Obras póstumas. Han sido editados modernamente (Fernández de Moratín, 1991, 1992 y 2005) y estudiados en trabajos (Alarcón Sierra, 2007) en los que se ha puesto de manifiesto el valor artístico de unos textos que no estaban pensados para ver la luz como hoy los difundimos. Para otra ocasión quedará desarrollar algunas ideas y consideraciones en torno a estas páginas tan sugerentes de una de las personalidades más atrayentes del momento de entre siglos XVIII y XIX,  la figura de Moratín hijo, viajero de espíritu e intención —también— ilustradas.

Ese escritor viajero ilustrado, como quería Jovellanos, observaba y luego se preocupaba por dar una forma a lo visto para difundirlo, para contribuir a su conocimiento por el público. Aunque no lo hiciera con el «garbo expresivo» del estilo de las grandes épocas, como deseaba Gaspar Gómez de la Serna (1974: 98), más bien con «sequedad expresiva» (Álvarez de Miranda, 1995: 687), sí nos deparó algunos ejemplos notables como los que hemos visto, y otros muchos muy atractivos, y expresivos de su tiempo de las Luces, que no caben en los límites de estas páginas. Ese garbo e interés para el lector moderno está, precisamente, en los ejemplos de Moratín, cuya frescura se encuentra en su falta de plan o de estrategia, pero sobre los que no cabe descartar del todo una motivación del autor de reelaboración futura para dejar constancia de sus experiencias de viaje. Ellos quedan para otro análisis con otros fines, fuera ya de este recorrido muy parcial por algunos de los textos más representativos de la literatura de viajes del siglo XVIII, así las páginas viajeras de un Antonio Ponz que buscó siempre la mejor acogida «entre las personas de buena intención».

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Alarcón Sierra, Rafael (2007): «Las Apuntaciones sueltas de Inglaterra de Leandro Fernández de Moratín: libro de viajes y fundación de una escritura moderna», en Bulletin Hispanique, tome 109, núm. 1 (junio 2007), pp. 157-186.

 

Álvarez Barrientos, Joaquín (2019): «José de Viera y Clavijo (1731-1813). Imagen de un hombre de letras cortesano», en Rafael Padrón Fernández (Ed.), Viera y Clavijo. De isla en continente. Tenerife, Gobierno de Canarias, pp. 29-70. Catálogo de la exposición de Madrid, enero a mayo de 2019.

 

Álvarez de Miranda, Pedro (1995): «Los libros de viajes y las utopías en el siglo XVIII español», en García de la Concha, Víctor (Dir.), Historia de la literatura española. Carnero, Guillermo (Coord.), Siglo XVIII (II). Madrid, Espasa-Calpe, pp. 682-706.

 

Andrés, Juan (1786): Cartas familiares del abate D. Juan Andrés a su hermano Carlos Andrés dándole noticia del viaje que hizo a varias ciudades de Italia en el año 1785, publicada por el mismo D. Carlos. Madrid, Imprenta de Sancha, 1786-1792, 5 vols.

 

Baquero Escudero, Ana L. (1996): «El viaje y la ficción narrativa española en el siglo XVIII», en Fernando Carmona Fernández y Antonia Martínez Pérez (Coord.), Libros de viaje: actas de las Jornadas sobre Los libros de viaje en el mundo románico, celebradas en Murcia del 27 al 30 de noviembre de 1995. Murcia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, pp. 21-30.

 

Bourguet, Marie Noëlle (1995): «El explorador», en D. Arasse, L. Bergeron, J.-P. Bertaud, M.-N. Bourguet, C. Capra, R. Chartier, V. Ferrone, D. Godineau, D. Julia y P. Serna, El hombre de la Ilustración. Edición de Michel Vovelle. Madrid, Alianza Editorial, pp. 265-318.

 

Cadalso, José de (2002): Cartas marruecas. Noches lúgubres. Ed. de Russell P. Sebold. Madrid, Ediciones Cátedra.

 

Campomanes, Pedro Rodríguez, Conde de ([1778] 1948): Viaje a Extremadura (1778). Ed. de Esteban Rodríguez Amaya. Revista de Estudios Extremeños, IV (III-IV), pp. 199-246.

 

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Cañas Murillo, Jesús (2007): «Utopías y libros de viajes en el siglo XVIII español: un capítulo de historia literaria de la Ilustración», en Cañas Murillo, Jesús y Roso Díaz, José (Eds.), Aufklärung. Estudios sobre la Ilustración española dedicados a Hans-Joachim Lope, Cáceres, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, pp. 71-88.

 

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[1] Juan Pimentel (2003: 235-236), en el capítulo «Los libros del mundo: las colecciones de viajes como género de la Ilustración» de su libro, aporta cifras muy significativas para confirmar la difusión de este tipo de textos, y menciona que la historia de Prévost fue traducida al español por Miguel Terraina en una colección de 28 volúmenes entre 1763 y 1791.

[2] Precisamente por eso, por contener los capítulos dedicados al lugar en el que supuestamente residen emisor y destinatario de las misivas; por lo que carecía de sentido que se comunicasen por carta. En el tomo IV, en la última de las cartas, esto se hace evidente: «Supuesto que dentro de cinco, o seis días nos veremos, no espere V. más carta mía: si hay algo notable en el camino desde aquí a Madrid, se lo diré a V. a boca: recelo que poco será; por lo menos ya supongo que el camino todo son fastidiosas llanuras, los lugares conjuntos de casas medio destruidas, las posadas faltas, por lo regular, de toda comodidad, &c. No puede V. creer cuánta ansia tengo de que hablemos largo, y tendido sobre las materias, que le he escrito, y las que le he dejado de escribir. Dé V. memorias a los amigos, y manténgase bueno hasta la vista. Albacete, &c.» (Ponz, 1774: 323-324)

[3] Así lo puso de manifiesto Pedro Álvarez de Miranda (1995: 689-692) al tratar las «formas del relato de viajes».

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La principal fuente documental archivística –y única- consultada para la redacción de esta comunicación y presentarla en los Coloquios de 2025 es el «Padrón Vecinal del año 1915», depositado en el Archivo Municipal de Cáceres, ubicado en el Palacio de la Isla (plazuela de la Concepción). Es un único libro que consta de 519 páginas.

Cáceres capital es la protagonista en el año 1915 y, como es lógico, todos y cada uno de los 6.872 cacereños (46,92%) y de las cacereñas (7.738; 53,07%) que habitaban sus calles, bien sean como “Domiciliados”, como “Vecinos” o como “Transeúntes”. Igualmente se estudian las variables tales como: sexo, edad, formación, naturaleza, profesión y estado civil de los 14.580 habitantes que aparecen en el padrón vecinal.

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