Ene 072017
 

Manuel José Bazaga Ibáñez.

No cabe la menor duda que hasta que Colón llegó a América, aquellas tierras eran países desconocidos para el Occidente, pero los descubridores se encontraron con unos habitantes y con una cultura que no esperaban. La gloria del descubrimiento histórico quedó reservada íntegramente a Colón y a las carabelas de España. ¿Pero cuales eran los orígenes de la pobla- ción existente y de quienes provenía su cultura que no imaginaron encontrar? Cortés, cuando los españoles entraron en Tenochtitlan, Méjico actual, Moctezuma le saludó con palabras que le admitía con el Gran Se- ñor que habría de llegar: «Os considero como parientes, según lo que me dijo mi padre, que se lo había oído al suyo; nuestros predecesores, de lo que desciendo, no eran naturales de estas tierras, vinieron con un Gran Señor, que poco después regresó a su país, prometiendo que volvería a buscarlo. Esa es la razón por la que hemos esperado, y creemos que sois vosotros, dado el lugar de donde venís». Pero la expedición marítima de que se nos habla no es nada más que la aventura de un grupo de navegan- tes, que encuentran en América, una población preexistente. No es de este lugar tratar de averiguar los orígenes de la población aborigen de aquellas tierras, puede que antiguos hebreos, polinesios, monjes irlandeses, vikin- gos y algún otro, pero ¿llegaron los Templarios antes que Colón? puede ser. Indicios hay para pensar en ello, si bien esta Orden de Caballería no lo dio a conocer al mundo civilizado y el secreto quizás fuera el Gran Secre- to que nunca quisieron desvelar. Hay varios motivos para creer que antes de 1492, llegaron al continente americano.

¿Quienes eran y qué buscaban en aquellas lejanas tierras los componentes de esta Orden, mitad monjes, mitad soldados?

Hugo de Payns fue el fundador del Temple, milicia de Cristo, nacido para en principio, defender a los peregrinos a Tierra Santa, aunque luego sus motivaciones e extendieron de tal forma que no solo fueron protectores de desvalidos, sino prestamistas de poderosos, constructores esotéricos, con una expansión, muy semejante a las grandes multinacionales actuales.

De 1118 a 1127 Hugo de Payns y sus escasos seguidores, nueve en total marchan a Tierra Santa, aceptando la invitación de Balduino 11. Allí en- cuentra alojamiento y obtiene las primeras mercedes a cambio de guardar los caminos de malhechores y como premio la remisión de sus pecados.

En 1127 Hugo de Payns vuelve a Occidente como enviado de Balduino con el solo objetivo de reclutar hombres que defiendan los Santos Lugares.

Durante el Concilio de Troyes, Hugo somete sus proyectos sobre la recién creada Orden y logra que se la reconozca oficialmente por la Iglesia en 1128. En este Concilio, que contó con la asistencia de varios arzobispo, diez obispos, siete abades y algún teólogo, el Papa mandó como represen- tante suyo a Mateo de Albano, también estaba presenta Bernardo de Clair- vaux, fundador del Cister y protector de los Templarios. La Orden nace bajo una absoluta garantía de ortodoxia, aunque no mucho más tarde hay una eventual heterodoxia templaria, sobre los fines secretos y ocultistas de la Orden. Manifestaciones numerológicas mágicas, construcciones identifi- cativas con la cruz templaria y su incansable búsqueda del saber a todo lo largo de su existencia hacen que incluyan entre sus objetivos además del beneficio económico logrado en su indudable e inmejorable organización mercantil: desarrollaron la letra de cambio, traficaron y prestaron servicios en todas las ramas del comercio, traspaso de fondos, préstamos con garan- tías, depósito, etc. Unas metas tan significativas como ocultas, que les pro- porcionó tal poderío que los Reyes les envidiaban yel Papa los temía.

Aparte de las numerosas y cuantiosas do naciones que recibieron; las nece- sidades materiales en Oriente eran grandes, y Occidente debía mantener- las, supieron crear una compleja organización que además de financiar la guerra Santa, tenía que mantener todas sus casas o encomiendas por lo que el Temple había de obtener pingues beneficios de la explotación de los bienes que se les habían cedidos.

Siempre prefirieron las rentas regulares, mejor en dinero, que en especies, ya que era más fácil transferir recurso a Oriente en metálico, que en otra cosa, pero pronto se transforma en administradores, tesoreros, o prestamis- tas, dado lugar más tarde a la acusación de usureros, entre los cargos que se les hicieron, para destruir la Orden.

La financiación de las grandes obras que realizaron en sus tiempos, les plantean un problema. Sus préstamos, para el pago de los salarios de los obreros que intervienen en las obras, no puede realizarse en letras de cam- bio y la moneda metálica escasean en la Edad Media. La plata casi no existe y el oro es poco conocido. ¿De donde sacaron entonces las grandes cantidades pagadas en metálico en préstamos a obispos o ciudades para construir esos maravillosos monumentos góticos, más de ochenta catedrales? .

En los siglos doce y trece se acuñan monedas en plata y oro que se con- vierten con rapidez en el medio de pago normal, ¿de donde viene ese me- tal? El secreto es celosamente guardado por los caballeros Templarios, quizás fue su Gran Secreto, que hemos mencionado.

El Temple mantiene en aquellos tiempos una considerable flota que trasla- da desde los puertos del Mediterráneo, aprovisionamiento y tropas a tierra Santa. Pero también desde los puertos del Atlántico y mar del Norte, se observa gran actividad en los barcos de la Orden. El puerto se La Rochelle, en el Atlántico no significa para el Temple una base secundaria, es la sede de una casa que mantiene su autoridad sobre esa amplia zona. Este punto era escala de normandos, bretones y vascos. De aquí parten siete rutas templarias que cubren toda Francia. Cuando la disolución de la Orden en 1314 hacia este puerto se dirigen las cajas que guardan el tesoro o el se- creto de la Orden.

Todo lo que antecede hace necesaria la contestación a tres preguntas:

¿De donde sacaron los templarios la plata con la que hicieron posible la financiación de las catedrales y grandes obras construidas en Europa?

¿Para qué les servía el puerto de La Rochelle?

¿Hacia dónde partieron los navíos que recogieron la carga que en 1.307 afluyó al puerto?

Hay indicios que nos hacen pensar que los Templarios llegaron a América antes que Colón. Se dice por personas autorizadas que éste se valió de n plano templario, obtenido en Portugal, para arribar aquellas costas y en aquellos paisajes, Méjico y Perú, obtuvieron la plata que luego transforma- da en moneda cedían, mediando el correspondiente beneficio a los que acudían a aquellos con tal pretensión.

Fray Diego Durán, en su Historia de los Indios de la Nueva España nos dice: «Hubo en esta tierra de Nueva España una Orden de Caballeros que profesaban la milicia. Todos ellos eran hijos de caballeros y señoras, por no admitirse entre ellos gentes de baja estofa. Tenían sus templos, sus prelados y mayores a quienes obedecía, y se regían por sus ordenaciones. No cabe duda la correlación existente entre los caballeros mejicanos con los Templarios, y con otras órdenes militares, cristianas o no.

Juan de la Varende, historiador de Normandía hace decir a uno de sus per- sonajes, que los templarios extraían el metal de las minas de Méjico.

En el tímpano de la Iglesia templaria de Vecelay, en Borgoña, de mediados del siglo XII se ve a un hombre, a una mujer ya un niño provistos de orejas desmesuradas. El hombre vestido con plumas, al estilo de los guerreros mejicanos y un casco vikingo. La mujer de torso desnudo, luce una larga falda. Es conocida la costumbre entre los Incas de estirarse las orejas, y si bien se trataba de un vikingo, su casco así lo denunciaba, era un vikingo indianizado.

Otra prueba que podemos aducir de que los Templarios conocían lo que hoy llamamos América, es un sello de la Orden, descubierto en los Archivos Nacionales de Francia, estampado en un documento donde se lee:

Secretum Templi, Secreto del Temple. En el centro se ve un personaje que solo puede ser un amerindio, vestido con un simple taparrabo, con tocado de plumas, semejante a los que usaban los indígenas de América del Nor- te, Méjico y Brasil.

La Varende dice la verdad, al menos en un punto: los templarios conocían la existencia del Nuevo Mundo. Este era su secreto, tan importante, que para guardarlo y explotarlo la Orden había creado una jerarquía superior a la del Gran Maestre. Los signos que hemos encontrado, nos dicen que co- nocían un pueblo diferente al nuestro, que América, aunque sin este nom- bre, no era desconocida para los templarios. Si en la Orden tenían secretos que no han podido ser desvelados, este quizás fuera en el que mayor in- terés tenían que no fuera conocido y aunque no el único, ya que toda sus actividades están llenas de signos cabalísticos, construcciones esotéricas y localizaciones misteriosas de sus casas y encomiendas, si el más importan- te ya que de él obtenían el mayor poder, las riquezas que les proporciona- ba toda la fuerza de que llegaron a disponer en el poco tiempo que vivió la Orden.

No cabe duda de que los pueblos mexicanos en el siglo X, ya trabajaban los metales, si bien de forma rudimentaria, conocían el oro la plata, el co- bre y algunas aleaciones desconocidas en Europa. En la época del antiguo imperio Azteca, no utilizaban la plata que extraían de sus minas, salvo pa- ra algún que otro adorno, sin otro valor que el ornamental. Entonces la plata sobrante y quizás lago de oro, tomaba el camino del Atlántico. Los vikingos explotaban minas especialmente de plata en el noroeste brasile- ño, aunque prefirieron el hierro y estaño para sus armas y herramientas, exportando la plata por su puerto de Parnaiba. ¿Hacia dónde y cómo? Este problema también tenemos que plantearnoslo al tratar de los incas. Lo cierto es que estos metales preciosos los transformaban en lingotes. ¿Por- qué esta transformación? La única respuesta lógica porque habían de co- merciarlos en unidades constantes fáciles de contar y transportar. La plata partía del puerto de Santos, en este caso con destino desconocido. Los vi- kingos de Tiahuanaco enviaban a Santos y a Pasrnaiba durante los siglos XII y XIII, una gran parte de la plata extraída de la sierra de la Plata del Pia- ni y de la Upa-Assin. Esta plata se perdía en el Atlántico; los templarios conocían la existencia de América y poseían un puerto en el Atlántico, La Rochelle e inundaban la Europa occidental con una moneda de plata cuyo origen siempre permaneció en el secreto, pero que la tradición popular situaba más allá del océano. Se impone una conclusión: El Temple impor- taba la plata de América.

Abundando en la tesis de que los Templarios estuvieron en América antes de Colón, y así se ha comprobado por numerosos textos; en alguno de ellos se habla de personas con cara de dios, el cronista Muñoz Camargo, llama Templarios a los sacerdotes mexicanos y Eugene Beauvois, en su obra los Templarios del antiguo México dice, que uno de ellos estaba con- sagrado al dios Tezcatlipoca, y recibía el nombre de Casa del Señor Terres- tre y sus adeptos el de tecpantlacas, que según el autor ya citado no eran otra cosa que miembros de la Orden de los Pobres Hermanos de Armas de Cristo y del Templo de Salomón o más conocida Orden del Temple o Ca- balleros Templarios.

Los recpantlacas llegaron a México a finales del siglo XIII – 1272-1294. Quizás no fueron los únicos y se produjo más de una oleada de inmigra- ción. Francisco de San Antón Muñoz Chimalpahin, escribió a principios del siglo XVII la historia de su pueblo y nos dice que los tecpantlacas, des- pués de abandonar Europa cruzaron la gran mar y alcanzaron tierra firme en un punto en que desemboca un gran río –golfo de San Lorenzo y el río del mismo nombre-, desde allí salieron de nuevo a la mar recorriendo lu- gares imposibles de identificar y en 1299, se establecieron a orillas del la- go Chalco. Se señala el año 1276 como fecha de otra llegada a México de caballeros de la Orden.

Si bien se ha tratado de la presencia de los Templarios en América hemos de respondernos a una pregunta que todavía no ha sido suficientemente aclarada ¿Dónde se dirigieron los barcos que en 1307 escaparon de Fran- cia, desde el puerto de La Rochelle, presuntamente cargados con los teso- ros de la Orden –ya otra vez, en 1291, tuvieron que sacar sus tesoros al perder Acre, embarcándolos hacia destino más seguro–? La respuesta no deja de mirar a México. cuando el Papa Clemente V y el Rey de Francia Felipe IV, el Hermoso pusieron en peligro la existencia de la Orden, los Templarios forzosamente hubieron de pensar en asegurarse una base de repliegue segura. Hubo hombres que embarcaron en Francia y no se sabe a donde fueron, pero hombres que desembarcaron en México y no se sabe de donde provenían.

Si los archivos del Temple se cargaron en la Rochelle puede que su destino fuera Chalco, donde encontraron refugio. Quizás pensaron establecerse definitivamente en aquellas tierras, cuando en Occidente les negaron el pan y el agua, y con confesiones más o menos manejadas les hicieron des- aparecer o integrarse en otras órdenes militares. Puede que también se di- jeran que todo pasaría y mientras tanto en aquellas lejanas tierras encontrarían el descanso que sin duda deseaban. Pero no fue así, aislados al otro lado del Océano no acudieron nuevos reclutas que llenaran el va- do que la muerte dejaba entre ellos. sus Caballeros y Capellanes eran sol- teros. Los emigrantes casados no se llevaron sus mujeres pensando en la provisionalidad de su estancia, entonces unos y otros desaparecieron sin dejar más huellas humanas que algunos mestizos. La Orden en América desapareció n para siempre, pero símbolos templarios perduraron en aque- llas tierras y los descubridores y conquistadores españoles encontraron da- tos fehacientes de una civilización que les había precedido. Cortés oyó de Moctezuma como sus antepasados, los hombres blancos, habían civilizado a Méjico. Tampoco Pizarro dejó de asombrarse: los incas eran blancos o rubios y que tanto unos como otros, alzaban en sus monumentos y en al- gunos de sus edificios el símbolo por excelencia de la Redención, la Cruz.

Después de la Cruz esotérica de la Orden del Temple, la Tau, y de la Cruz mágica de Caravaca, los templarios otorgaban especial importancia a la cruz de ocho puntas, denominada heráldicamente «cruz de las ocho beati- tudes o de las bienaventuranzas». La cruz de ocho puntas se ha hallado en numerosos lugares de Méjico y Perú y es evidente que no puede deberse su presencia a los vikingos que desembarcaron en el siglo X en el golfo de Méjico, más cuando en aquella época Escandinavia era todavía pagana.

La cruz de San Juan, que también se ha encontrado en aquellos lugares, es exactamente la misma que figura en el sello del Gran Maestre Secreto de la Orden, de la que hablamos al principio, es la cruz auténtica de los Tem- plarios. En aquellas tierras se pueden encontrar cruces lineales, que pue- den que no tengan otro significado que simples figuras geométricas, pero así mismo se encuentran cruces paté, algunas de las cuales por lo menos –cruces de Malta o de San Juan- se vinculan exclusivamente con la tradi- ción monástica de Europa, y en particular con la del Temple. Además de en Méjico, se encuentran en América del Sur, Paraguay, donde los vikin- gos poseían una plaza fuerte que protegía el camino del Atlántico y donde habían instalado una fundición de metales preciosos. Estas cruces, asocia- das con otros signos, no podían provenir más que de los hermanos del

Temple: sello de Salomón, insignia de los artesanos afiliados a la Orden, el triple recinto de Colombia y Perú, que aparecen en todas partes por donde pasaron los templarios, completan un cuadro que nos aseguran que estu- vieron allí.

Las estatuas de Tezcatlipoca llevaban en la mano un objeto al que llama- ban irlachiayan, que se trata sin duda de una imitación de ostensorio. F. de Mely nos dice que el ostensorio es el atributo de Santa Clara, de San Nor- berto y de San Bernardo, cuyo papel en la fundación del temple fue decisi- va, revela la similitud con las procesiones del Corpus-Cristi que se celebraban en países católicos de occidente. I::a semejanza entre el irla- chiayan mexicano y el ostensorio de las ceremonias católicas podría ser una coincidencia si se diese en otro contexto, pero el hecho de que no existiera más que en los templos de tezcatlipoca, atendidos por los tec- pantlacas, templos que en muchos puntos tenían una disposición idéntica a la de las iglesias romanas, dan fundamentos a nuestra exposición y si se piensa que otros objetos litúrgicos vienen a completar un cuadro tan evo- cador, puede afirmarse con fundamentos, que los Templarios y Orden de los Caballeros de Cristo estuvieron en América antes que llegara Colón, aunque su estancia en aquellos lugares no tuviera la transcendencia que el arribo de las carabelas españolas en 1492.

BIBLIOGRAFíA

lacques de Mahieu – Colón llegó después

Auge y caída de los Templarios – Alain Denurger Historia de las Cruzadas – Mijail Zaborov

Las Vírgenes Negras. El gran misterio de los Templarios Eau Begg La meta secreta de los Templarios

La mística solar de los Templarios, Juan G. Atienza Hernán Cortés, Jaime lerez

Los Templarios están entre nosotros. Gerard de Sede

La vida cotidiana de los Templarios en el siglo XIII, Georges Bordonave Beltrán, un Templario en el exilio. William Watson

El Enigma del Temple. G. Lenotre

A la sombra de los Templarios. Rafael Alarcón H. Pizarra, oro, gloria y muerte. Siegfrierd Huber Felipe el Hermoso. Alexandre de Saint Phalle

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