Oct 011999
 

Juan García-Murga Alcántara.

Las narraciones sobre viajes siempre han constituido una inestimable fuente de valoraciones artísticas, ya que en pasadas épocas la facilidad de movimientos (medios de transporte, vías de comunicación, etc.) era mucho menor que en nuestros días y el nivel cultural y condiciones de vida deficientes en muchos casos dificultaban los viajes mismos; muchas veces, los poco numerosos viajeros actuaban como portadores de ideas renovadoras o de noticias, que podían llegar a configurar verdaderas corrientes culturales, como ocurre con las rutas de peregrinación: éste el es caso de nuestro Camino de Santiago.

Las noticias traídas y llevadas por estos viajeros se limitaban casi por completo a relatos, porque hasta el siglo XIX no empezaron a utilizarse medios de reproducción que pudieran ir pareciéndose, aunque de lejos, a los actuales, como la fotografía; con los grabados, por ejemplo, había que dejar gran parte del trabajo de detalles a la composición en el taller, fase en la que se podían cambiar o añadir matices que transmitiesen de modo incorrecto la noticia de la obra artística reseñada. Sin embargo, el relato del viajero es, en ocasiones, el único testimonio de un monumento en tiempos pasados, permitiendo frecuentemente rastrear las raíces de un estilo o las claves de una parte de la formación teórica de algún artista, que podría apoyarse en crónicas y repertorios.

En la actualidad el libro de viajes ha perdido vigencia frente a los medios de reproducción gráfica, que sustituyen a los textos escritos, constituyendo verdaderos repertorios de imágenes que configuran un material de primer orden para la investigación artística en nuestro tiempo.

La utilidad de los libros de viajes es innegable para el conocimiento del estado de los monumentos en el pasado y la evolución de los mismos; a veces, para informarse sobre la existencia de obras ya desaparecidas… Conocer el estado de los monumentos en el pasado hace que éstos nos cuenten su propia historia, evitando que los consideremos como simples montones de piedras; también podemos llenar de sentido la frase tópica: “se trata de testigos mudos del pasado”… De este conocimiento podremos lamentarnos, al informarnos sobre el cerrilismo o incultura de otras generaciones, o bien congratularnos al haberse puesto remedio en nuestros días, en lo posible, a situaciones insólitas del pasado, como en el mismo Teatro Romano de Mérida en pleno siglo XVI[1].

El historiador del arte trabaja también con documentos, pero no sólo escritos, sino de muchos tipos. Cuando los documentos formales pueden haberse perdido por diversos motivos (cambios políticos, guerras, catástrofes naturales, etc.) las referencias escritas en libros como los de viajes enriquecen o constituyen por sí mismas esa base documental necesaria e insustituible[2].

El lenguaje de los viajeros, en sus relatos sobre obras de arte, se adaptaba a su tiempo, como era lógico, aunque la valoración del mismo haya sido hecha con posterioridad; de este modo, para referirse a los monumentos romanos de Mérida se emplea en la actualidad la palabra “ruina”, pero con un sentido diferente al que se le daba en el siglo XVII, cuando el historiador Moreno de Vargas la carga de un sentido de nostalgia y valoración de un pasado glorioso: “…de algunos edificios que, por las ruinas que han quedado de ellos, se manifiestan, y el tiempo, consumidor de todo, no ha podido del todo ponerlas en el olvido”[3].

En el siglo XVIII Ponz escribe sobre las ruinas emeritenses, criticando el mal trato a los monumentos del pasado[4], con la mentalidad propia de su tiempo neoclásico: “no es de genio gastar muchas palabras en cosas destruidas y que no se han de reedificar… cuando no tienen ningún uso en nuestra edad”[5]. Durante el romanticismo cultural del siglo XIX, la palabra “ruina” queda asociada casi siempre a lo solemne y “sagrado” de una época que sobrevaloraba el pasado histórico sin someterlo a investigación crítica.

Otra palabra que ha variado de significado según las épocas ha sido “antigüedad”, que se refiere a la duración cronológica de los restos, no al estado físico de éstos. Un cronista o viajero del siglo XVI, Andrés Navagero, los llama “antigüedades”, valorando este término al decir que “existen en Mérida muchas antigüedades”[6]. Un derivado de esta palabra como es “antigualla” alcanza en Ponz un significado que creemos peyorativo o despectivo que ha llegado hasta nuestros días. Ponz hablará de “notables antiguallas” localizadas en un magnífico templo: se refiere a lo que era Palacio del Conde de los Corbos, en el llamado Templo de Diana[7].

La palabra “resto” es más imprecisa todavía porque no se refiere a clase, cantidad o estado, sino la situación incompleta de un objeto, y puede llevar al contemplador a creer en una conservación milagrosa de los mismos, como si una fuerza especial lo mantuviese sobre la tierra[8].

Estos términos y otros muchos de amplio uso al referirnos a los monumentos romanos de Mérida creemos que le deben mucho a los textos de escritores viajeros que los contemplaron antes que nosotros; con frecuencia estas opiniones, al transmitirse y ser recogidas como propias por los lectores de sus obras, adquieren autoridad y pasan a llenar de contenido un concepto que, de lo contrario, quedaría con un valor excesivamente genérico o con una explicación difícil.

Noticias concretas aparecen en el siglo XVI en palabras de viajeros que nos hablan de la monumentalidad de Mérida; desde la admiración que causa toda maravilla del pasado[9] hasta lamentaciones por el estado en que éstas se encuentran. A los autores de este siglo les causa admiración, como a los posteriores, el puente[10], el teatro, en particular el lamentable estado en que éste se encontraba, limitado con tapiales, parcelado y sembrado de legumbres y melones[11]. En Gaspar Barreiros aparece la crítica (ejercida solamente a través de la pura descripción) al empleo de piedras romanas desmontadas en edificios posteriores, una triste realidad hasta épocas muy cercanas a la actual[12]. No se respetaba el patrimonio artístico del pasado, dando origen esta situación a lamentaciones nostálgicas acerca de un tiempo pasado mejor, como dicen P. de Medina y D. Pérez de Mesa: “Y de otras muchas ciudades se lee también auer sido muy grandes, que agora no lo son por auerlas acabado el tiempo. Assí le sucedió a esta ciudad en la qe agora parecen señales de edificios muy antiguos…”[13].

El historiador Moreno de Vargas, al describir el panorama del teatro y anfiteatro en su tiempo, nos permite observar que nada ha cambiado en relación con el siglo pasado, ya que ambos recintos se encontraban en una cerca de su propiedad que se sembraba de cebada cada año; la culpa de esta situación la tendrían el tiempo y la fortuna, «que tan diferentes sucesos producen en las cosas de este mundo»[14]. El acueducto Los Milagros será comparado a las siete maravillas del mundo[15], y la idea de Mérida como una segunda Roma, por sus ruinas, se encuentra ya formada en el siglo XVII[16].

En el siglo XVIII, según Ponz, se plantea con mayor insistencia el asunto de la utilidad de los monumentos romanos, que él juzga grandiosos, pareciéndole que los más útiles son los puentes[17] y los acueductos, a los que compara con los romanos, describiendo la técnica de construcción del acueducto de Los Milagros y sus repercusiones en la arquitectura hispano-musulmana y románica, y la del acueducto de San Lázaro, del que dice que «es menester verlo para creer la fortaleza de su argamasa»[18].

El saneamiento y la preocupación por la higiene pública, la admiración que despiertan en el viajero ilustrado las obras públicas utilitarias de la época romana, aparecen constantemente en Ponz, cuando se refiere, por ejemplo, al pantano de Cornalvo: «se han descubierto últimamente maravillosas cañerías subterráneas, con comunicaciones de unas a otras, tan espaciosas y cómodas, que se puede caminar a pie por ellas»[19]. La excavación arqueológica, todavía desprovista de investigación científica moderna, va poniéndose de actualidad, y la mentalidad es ya distinta a la del siglo anterior, como dice Ponz refiriéndose a Bernabé Moreno de Vargas, el cual en su «Historia de la Ciudad de Mérida»[20] dice que esta zona del teatro y anfiteatro pertenecía a su mayorazgo, diciendo Ponz que «me parece extraña cosa en su sujeto, que manifestaba tan buen gusto, e inteligencia en las antigüedades, a lo menos el no haberle ocurrido hacer antes en aquellos espacios muchas excavaciones, donde seguramente hubiera encontrado cosas dignas de aprecio»[21].

La erudición propia de la época de la Ilustración, en la que se valoran los restos de la Antigüedad especialmente desde el punto de vista de la teorización sobre el pasado y con sentido descriptivo-historicista antes que con la pretensión de querer alcanzar la valoración e intento de reconstrucción de las formas de vida (un criterio de mayor modernidad), aparece en detalladas descripciones propias de un observador atento y directo: «es preciso hablar de otras notables antiguallas; una de ellas está situada hacia el medio de la ciudad, en la casa del Conde de los Corbos, edificada entre una porción de columnas istriadas de orden compuesto. Estas se dexa ver que eran de un magnífico templo…; dicho es de los que Vitrubio llama Perípteros, por tener columnas en lo exterior de las quatro alas, o lados de él, cuya figura es quadrilonga»[22].

Ya en el siglo XIX, y teniendo como referencia los conocidos grabados del francés Laborde, se pone de manifiesto el contraste entre lo que observa el viajero del primer tercio de este siglo y lo que ha podido estudiar sobre Mérida en la antigüedad. Se trata de un estudioso y erudito, que contempla entusiasmado el espectáculo que se presenta ante sus ojos; es el viajero atento que se detiene todo el tiempo que estima oportuno[23]. También compara Laborde los acueductos con los de Roma, haciendo una minuciosa descripción técnica de los materiales constructivos del acueducto de los Milagros[24]; admira igualmente los puentes, deteniéndose en el estudio del que salva el valle del río Albarregas, que es algo menos conocido[25].

Uno de los monumentos más conocidos, el anfiteatro, es visto por Laborde como de los más degradados, sólo reconocible por su característica forma elíptica. También el arco de Santiago (ahora llamado de Trajano), es objeto del interés de este ilustre viajero francés, que afirma que sólo queda el esqueleto de lo que debía ser antes, recogiéndolo de este modo en su grabado[26].

Puede apuntarse como conclusión final el interés que ha despertado en el visitante de cualquier época el pasado artístico de la ciudad de Mérida. Los viajeros han transmitido su información, con mayor o menos objetividad, y se ha ido formando un auténtico cuerpo conceptual y documental que va llenando de sentido la existencia y la contemplación de los monumentos romanos emeritenses.


NOTAS:

[1] ÁLVAREZ SÁENZ DE BURUAGA, José: «Mérida y los viajeros». Revista de Estudios Extremeños. Badajoz, Diputación Provincial, 1958, página 15; citando palabras del viajero portugués Gaspar Barreiros, dice que el teatro estaba sembrado de legumbres y melones, a pesar de ser el XVI el siglo del Renacimiento.

[2] PONZ, Antonio: «Viaje de España». Tomo Octavo. En la edición de Universitas Editorial, Badajoz, 1983, con el título «Viajar por Extremadura», vol. II, página 112, describe Ponz un acceso a la ciudad, al final del puente sobre el río Guadiana, que, como tal acceso, ya no existe.

[3] MORENO DE VARGAS, Bernabé: «Historia de la ciudad de Mérida» (1633). (1981, 3ª reedición. Patronato de la Biblioteca Municipal y Casa de la Cultura de Mérida, página 77).

[4] PONZ, A., op., cit., página 130, refiere: «El tan Hornito es hoy peor que una caballeriza, teniendo franca entrada los puercos y demás animales inmundos, y cualquiera que le dé gana de servirse para los usos más hediondos, como algunos lo hacen».

[5] PONZ, A., op. Cit., página 116.

[6] ÁLVAREZ SÁENZ DE BURUAGA, José, op. Cit., págs. 13-14.

[7] PONZ, A., op. Cit., página 127.

[8] MADOZ, Pascual: «Diccionario geográfico». Madrid, 1846 y ss., tomo VI, artículo sobre Mérida, página 389, dice que «los naturales llaman milagros a todos los grandes restos que hemos enumerado, porque efectivamente nada hay más sorprendente, nada más extraño a la limitada inteligencia de los hombres».

[9] RODRÍGUEZ MOÑINO, Antonio: «Extremadura en el siglo XVI. Noticias de viajeros y geógrafos». Revista de Estudios Extremeños. Diputación Provincial. Badajoz, 1952, página 307, es fragmento de un manuscrito de la Biblioteca Municipal de Madrid titulado «Antigüedades de España». En el mismo artículo citado de Rodríguez Moñino, del año 1952, página 349, aparece el Elogio a Mérida mencionado en la «Corografía…», del viajero portugués del siglo XVI Gaspar Barreiros.

[10] RODRÍGUEZ MOÑINO, A., op. Cit., página 351.

[11] Véase la nota 2.

[12] RODRÍGUEZ MOÑINO, A., op. Cit., págs. 352-353.

[13] RODRÍGUEZ MOÑINO, A.: «Extremadura en el siglo XVI…», 2ª parte. Revista de Estudios Extremeños. Diputación Provincial. Badajoz, 1954, página 382.

[14] MORENO DE VARGAS, B., op. Cit., página 82.

[15] MORENO DE VARGAS, B., op. Cit., págs. 85 a 87.

[16] MORENO DE VARGAS, B., op. Cit., página 87.

[17] PONZ, A., op. Cit., págs. 107 y 108.

[18] PONZ, A., op. Cit., págs. 113 a 115.

[19] PONZ A., op. Cit., págs. 118 y 119.

[20] Véase la nota 16.

[21] PONZ, A., op, cit., página 121; en esta misma página de su obra Ponz incluye una nota propia, que dice: «Esta negligencia respecto al teatro, circo, y naumaquia, sitios destinados un año a la siembra de garbanzos, y otros a la de otras semillas, da motivo a que los que llegan a Mérida, amantes de las bellas memorias antiguas, hablen malamente de nuestro poco gusto, y curiosidad».

[22] PONZ, A., op. Cit., página 127.

[23] LABORDE, A.: «Itineraire descriptif de l´Espagne». París, 1834, volumen III, página 403, en la que describe la Columna de Santa Eulalia.

[24] LABORDE, A., op. Cit., página 406.

[25] LABORDE, A., op. Cit., págs. 407-408.

[26] LABORDE, A., op. Cit., página 411.

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