Nov 242022
 

Francisco Miguel Monago Gallardo

 

“-Yo señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento; que en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma.”.

(Miguel de CERVANTES, Don Quijote de la Mancha, Cap. LXXIV)

 

  1. INTRODUCCIÓN

 

El estudio de las actitudes ante la muerte, cuyo nacimiento tuvo lugar en la historiografía francesa ligada a la Nouvelle Histoire y la tercera generación de la Escuela de Annales, con Philippe Ariès[1] y Michel Vovelle[2] como nombres propios fundamentales, fue profusamente desarrollado en las últimas décadas del siglo pasado, pero prácticamente abandonado al llegar el siglo XXI[3]. Antes de eso, consiguió cruzar fronteras y arraigar también la historiografía española de fines del siglo XX, donde se produjo una verdadera explosión de trabajos, muchos de ellos piezas historiográficas fundamentales. Sin embargo, el abandono de la temática dejó una sensación de inconclusión: producción abrumadora, pero poco innovadora por el fuerte apego a las líneas marcadas por Michel Vovelle; localismo o regionalismo excesivo en las publicaciones; repetitividad en conclusiones y métodos; y falta de análisis de profundidad y obras de síntesis. En Extremadura, Ángel Rodríguez[4] ejerció de fundador de esta línea de investigación, que fue brillantemente continuada por varias sagas de discípulos -entre los que cabe destacar nombres como los de Rosa María Valverde, Isabel Testón, Mercedes Santillana, Antonio Soleto o Ángel Trigueros[5]-, pero que no llegaron a explotar todas las posibilidades del tema. En paralelo al abandono general, también la temática fue relegada a un segundo plano en Extremadura, siendo los artículos de Carlos Marín Hernández y Francisco Javier Rubio Muñoz[6] las únicas producciones de esta línea en el siglo XXI. Este trabajo, en cierto modo, pretende retomar la cuestión de las actitudes ante la muerte centrándose en la dimensión de la religiosidad y usando como base la que ha sido la fuente más destacada para esta temática historiográfica: el testamento.

Por otra parte, tal vez fruto del apego a M. Vovelle, las investigaciones sobre las actitudes ante la muerte en España han prestado desde sus inicios una fuerte atención al siglo XVIII y, en menor medida, al paso de la Edad Media a la Edad Moderna y primeros momentos del XVI; quedando el tiempo del Barroco como un periodo donde menos han incidido los estudios. Se trata de algo contradictorio en la medida en que es, precisamente en el Barroco español, cuando la muerte más profundamente marcó la mentalidad colectiva. No hay más que ver el desfile de cadáveres que en el arte, la literatura, la iconografía y otras disciplinas se representa: desde los Jeroglíficos de las postrimerías de Valdés Leal al polvo enamorado del Amor más allá de la muerte de Quevedo, pasando por la propia figura de Don Quijote con cuya muerte se abre este análisis, el Barroco español lleva en su esencia escrito el tema de la muerte. Así pues, retomar el estudio de las actitudes ante la muerte en el tiempo del barroco se vuelve un ejercicio imprescindible para la historiografía tanatológica.

Teniendo en cuenta los objetivos perseguidos en este trabajo y el marco cronológico escogido, se han seleccionado una serie de autores que sirven como base bibliográfica de los análisis realizados. Como forma de verificación, las conclusiones de esos análisis se corroboran sobre un conjunto de cinco testamentos elegidos minuciosamente. El testamento de María Benítez, dado en la localidad extremeña de Cristina en 1591, representa una voz femenina de la segunda mitad del siglo XVI que se confronta con los testamentos de María de Llanos y Fernando Sánchez Ortiz, dados en un espacio cercano -la localidad vecina de Guareña- con casi un siglo de diferencia, pues fueron otorgados 1671 y 1688 respectivamente. Se cubre de esta forma la comparación entre distintos momentos del tiempo barroco, así como las diferencias sexuales -al ser dos testamentos femeninos frente a uno masculino-, dentro del espacio extremeño. Además, para añadir una perspectiva poco explorada, se han incorporado dos testamentos otorgados en Indias a finales del siglo XVI: el testamento de Diego García Bellido, natural de Navamorcuende -una localidad que, si bien en el área de Talavera, resulta muy cercana a Extremadura- (1580); y Juan Manuel, natural de Cáceres (1572). Con la incorporación de estos se pretende una aproximación a cómo se produjo el traslado de las actitudes ante la muerte al Nuevo Mundo, al tiempo que se señala un nuevo cauce de investigación para la historiografía tanatológica.

Por último, no hay que dejar de señalar que, dado que el interés de este estudio versa sobre la religiosidad en las actitudes ante la muerte, se ha seleccionado de los testamentos aquella parte que los diferentes autores han venido denominando “mandas espirituales”. El propio Pedro Melgarejo[7] en el siglo XVII ya señaló dos partes en los testamentos, más allá de la cabecera con la invocación, nombre del otorgante, filiación y protestación de Fe: la primera, en la que se registran las cláusulas de naturaleza religiosa, que procuraban la salvaguarda del alma para la vida futura (“mandas espirituales”); y la segunda, en que estaban contenidas aquellas mandas relacionadas con el reparto de los bienes muebles e inmuebles -condición indispensable para un buen tránsito y definitivo al más allá-, la institución de herederos y el nombramiento de los testamentarios (“mandas materiales”). En este caso se ha optado por centrar el análisis en la primera de estas dos partes, pero es necesario tener presente que el testamento es un documento completo en su conjunto y, a través de las mandas materiales, también es posible obtener mucha información sobre las actitudes ante la muerte.

 

  1. PIEDAD Y RELIGIOSIDAD A TRAVÉS DE LAS MANDAS ESPIRITUALES

 

2.1. El rito tras la muerte en las mandas espirituales.

Tras la muerte del otorgante tenía lugar, primeramente, la vigilia -tiempo intermedio entre el fallecimiento y el traslado del cuerpo a la iglesia-, que tenía como eje central la casa mortuoria, a la que los familiares y vecinos se acercaban para velar el cadáver. Se trataba de un acto social en el que la iglesia todavía no había tomado el control del rito de la muerte, pues la comunidad vecinal es la que ejerce el papel protagonista de este punto al actuar como público en una teatralización del rito mortuorio[8]. La casa del difunto era preparada para la exhibición, a modo de escenario, con algún altar o zona de oración específica[9]. Además, en este acto, se vuelve a poner de manifiesto la idea de muerte pública barroca, pues no hay nada más público que la exhibición de un féretro a la comunidad. Salvo excepciones muy concretas, los testamentos no suelen hacer referencia a este momento, pero es necesario destacarlo para centrar la casa del finado como primer espacio de la muerte.

El primer rito realizado que suele aparecer en las mandas testamentarias espirituales, acabada la vigilia, es la realización de las posas. Se trata de un acto que tiene lugar en el traslado del cuerpo a la Iglesia, el momento de transición entre el primer y el segundo espacio de la muerte. Ese traslado, con el difunto en andas, era realizado por un cortejo en forma de procesión, que intentaba de alguna manera reflejar el memento mori, al mover hacia la compasión y la oración a todo el que se cruzaba con él[10]. El traslado constituye, de este modo, una salida del hogar para no regresar, una despedida final, razón en la que Ángel Rodríguez justifica la posa: el hecho de que se trate de la pérdida definitiva exigía retrasar la llegada al templo lo máximo posible. Así “antes de introducirse en la iglesia, los que llevaban el féretro rodean el recinto y se detienen una, dos o tres veces, según lo haya dispuesto el difunto o su familia”[11]. Tomando el estudio del caso onubense, Manuel J. de Lara Ródenas, abundando con lo expresado para Extremadura por A. Rodríguez, las describe como “paradas efectuadas normalmente en las esquinas de las calles por las que el cortejo pasaba y en las que los sacerdotes que acompañaban el cuerpo cantaban responsos y sufragios por el alma del difunto, respondiendo los presentes con oraciones que eran gratificadas con indulgencias”. Además, también apunta la disparidad de porcentajes a la hora de encargar las posas en los distintos núcleos de población, dándose localidades donde casi la totalidad de testamentos las incluyen frente a otras en las que prácticamente no aparecen[12]. De esta forma, con independencia de la forma de realización, hay varios factores comunes a tener en cuenta. En primer lugar, se trata del inicio del desprendimiento del cadáver por la familia pues, sin haberlo dejado aún en manos de la Iglesia, ésta empieza a tomar el control del rito de la muerte, al dirigir las oraciones por el alma del difunto en las paradas realizadas. Además, el trasfondo piadoso está presente en la sacralización del rito por medio del rezo de oraciones en las paradas o vueltas en torno a la iglesia, aunque se trata de un acto que en sí mismo parece tener cierto matiz supersticioso. Tomando la muestra de testamentos seleccionada, los dos testamentos guareñenses del siglo XVII (María de Llanos, 1671[13]; Fernando Sánchez Ortiz, 1688[14]) contienen mandas encargándose tres posas en cada uno. Concretamente, así se refleja en el testamento de María de Llanos: “Mando que quando mi cuerpo sea lleuado de mi casa a la iglesia/ con él se hagan tres posas en el camino, con tres rresponsos/ canttados, como es costumbre en este lugar, y a las puertas de mi casa/ se me diga un rresponso cantado.” Sin embargo, los restantes testamentos objeto de análisis no incluyen mandas relativas a este rito. En este sentido, se podrían señalar dos causas: En primer lugar, el hecho de que se trate de una costumbre especialmente arraigada en la localidad de Guareña, pero no en otras como la de Cristina, a pesar de su cercanía, ni aquellas de las que son naturales los dos testadores que otorgan el testamento en América (Navamorcuende y Cáceres). Otra posibilidad es que se trate de un rito especialmente asociado al tiempo de la segunda mitad del siglo XVII, razón que explicaría que en los testamentos de la última parte del siglo XVI no se den. En cualquier caso, no deja de ser un rito que de nuevo incide en la idea de teatralización y muerte pública, al tratarse de un acto que tiene lugar en la propia calle y en el que se refuerza la exposición del cortejo fúnebre ante la comunidad.

La llegada al templo no siempre era fácil, pues lo frecuente era que, en el caso de existir más de una parroquia en la localidad, éstas se disputasen el control del enterramiento[15]. Más allá de los conflictos por motivos de primacía eclesiástica, el interés económico era probablemente la principal fuente de discordia. En este sentido, hay que tener en cuenta que aquella parroquia que se hiciera con la potestad de enterrar al difunto sería la beneficiaria de los ingresos generados por el conjunto de misas que se deberían decir por su alma, por lo que éstas intentaron atraerse todos aquellos que les fue posible, sobre todo en casos donde la jurisdicción eclesiástica no estuviera clara. Por otra parte, hay que considerar que, a veces era el propio otorgante del testamento quien solicitaba el enterramiento en algún convento, siendo en este caso la congregación elegida la beneficiaria[16]. La elección de sepultura solía recogerse en la primera cláusula tras la cabeza del testamento, conocida como la encomendación. Tal nombre se debe a que los propios otorgantes expresaban la dualidad de cuerpo y alma, asociando cada una a la tierra y la divinidad respectivamente. Así lo expresa el testamento del cacereño Juan Manuel:  “mando mi anima a Dios Nuestro Señor/ que la hizo, crió y rredimió por su preçiosa sangre/ la quiera salvar y llevar a su santo rreino y/ gloria çelestial e quando la voluntad de Dios Nuestro/ Señor fuere de me llevar desta presente vida/ mando que mi cuerpo sea sepultado en la yglesia/ mayor desta çiudad  en la sepoltura que a mis/ aluaçeas paresçiere”[17].

Las sepulturas en el siglo XVII, aunque había cementerios normalmente asociados a las iglesias, catedrales o instituciones pías, se daban preferentemente dentro del recinto del templo. F. Martínez Gil advierte que, cuando en los testamentos aparece el término “iglesia”, éste se refiere también a sus cementerios anexos o patios[18]; sin embargo, la mayoría de los autores coinciden en señalar los interiores como el lugar por excelencia para la sepultura barroca. El mismo Ariès muestre una idea especialmente tajante con respecto a esta cuestión al señalar que “sólo los malditos son abandonados en los campos”[19]. Los enterramientos bajo el suelo del templo se habían impuesto en el cristianismo ya desde el siglo IV, buscándose entre los fieles la cercanía a los altares y las reliquias de los mártires, pensamiento que luego fue derivando en la búsqueda de la cercanía al sagrario por la consideración de la presencia en él de Cristo. Además, no hay que olvidar que el altar mayor era el lugar donde solía celebrarse la Eucaristía, por lo que, gracias a la cercanía a éste, se creía que el finado podría adquirir en mayor grado los beneficios de la celebración de la Eucaristía, rito principal de la misa[20]. Así, es posible conformar un mapa de los espacios preferentes para el enterramiento en el templo -siempre mejor considerado que el cementerio- y, por lo tanto, los más cotizados y caros. En primer lugar, las personas de más alta alcurnia intentaban hacerse con las capillas, dedicadas a importantes linajes; siguiéndoles las zonas más próximas al sagrario, la pila bautismal o las pilas de agua bendita, pues se pensaba que la cercanía a los rezos o al agua bendita -de la que podían caer gotas- podía repercutir favorablemente en el difunto. Asimismo, el lado del Evangelio era preferido sobre el lado de la epístola, pues siguiendo con la concepción del beneficio espiritual, era el lugar donde se leían los textos más destacados de la misa. Los feligreses con posibilidades económicas intentaban comparar su propia sepultura, pues una vez adquirida quedaba como parte del patrimonio familiar y se podía transmitir en herencia; pero no era posible para todos[21]. En esta línea, la cercanía a la familia es otro factor de preferencia. Los testadores solían solicitar su enterramiento en sepulturas de padres, hermanos, cónyuges y otros parientes cuyos restos quedaban debajo o se volvían a introducir junto con el nuevo difunto. Así sucede en los dos testamentos de Guareña, pues María de Llanos solicitaba preferentemente la sepultura de su primer marido y Fernando Sánchez Ortiz en las de sus padres[22]. El caso de Cristina pide que el enterramiento sea “donde lugar/ ouieren.”[23], pues al final la capacidad del templo para las sepulturas acaba por imponerse a los deseos personales; y los casos de emigrantes a Indias dejan el lugar de elección en manos de los albaceas (“que a mis al/baçeas paresçiere bien”[24]), tal vez por la ausencia de sepulturas familiares en las iglesias del Nuevo Mundo. Para los más pobres, los lugares cercanos a las puertas -los más baratos- eran los empleados de forma más asidua. Por su parte, la colocación de lápidas con el nombre del difunto o el escudo de armas del linaje fue algo que sólo algunos pudieron permitirse, por lo que lo más común era que la sepultura se conociera por los más allegados, permaneciendo anónima para el resto[25]. La elección de sepulturas y ritual funerario se convertían, así como otros ritos de la muerte, en elementos de diferenciación. Se intentaba trasladar de nuevo, de esta forma, la sociedad “de vivos” al mundo de los finados.

Las ofrendas por los difuntos constituían otra manda que tampoco solía faltar en los testamentos. Alejo Venegas interpretaba esta costumbre ya en el siglo XVII como una herencia de los banquetes romanos celebrados con motivo de las honras fúnebres[26]. Una línea similar adoptan las interpretaciones realizadas por Roberto J. López López, F. J. Lorenzo Pinar o F. Martínez Gil[27], quienes las han relacionado con otras donaciones por el alma o antiguas costumbres judaicas de celebración de convites el día del entierro. Estas teorías se han realizado al asociar la presencia de pan y vino como elementos comunes. Sin embargo, autores como M. J. de Lara Ródenas niegan las relaciones con la tradición amparándose en que, más allá de esa conexión, no existen otros elementos que permitan afirmar tales hipótesis[28]. En cualquier caso, las dádivas barrocas solían ser siempre productos útiles a la liturgia y que tenían un trasfondo simbólico: la cera, el aceite o los hachones materializaban la fe del fallecido; el pan, vino o limosna por los pobres, su caridad; el incienso, el culto a Dios, etc[29]. Este trasfondo es analizado, por lo general, no como muestra de una religiosidad, sino como una forma de prestigio social. Realizarlas, si bien teóricamente no era de obligado cumplimiento, se convirtió prácticamente en una obligación que incluso algunos clérigos llegaron a reclamar, aumentando los costes de los entierros si éstas no se producían[30]. Sobre los casos usados como ejemplo, es posible encontrar ofrendas en todos los peninsulares, así como en el caso de Juan Manuel, de Cáceres. Hay advertir que, salvo en el testamento de María Benítez -donde se ofrece tanto pan como cera-[31], la cera es el único elemento presente en todos los casos: en el testamento de María de Llanos se ofrece, para el “cabo de año” quemar cera sobre la sepultura dos años[32]; Fernando Sánchez Ortiz ordena una ofrenda de cera por un año[33]; y en el testamento de Juan Manuel de Cáceres se especifica “lleuen la çera ofrenda”[34]. La falta de fastuosidad deja intuir que se trata de dádivas incentivadas principalmente por la costumbre y el significado social.

Por último, en este punto es preciso referir el papel jugado por las cofradías en el momento de la muerte y el ritual mortuorio, pues están presentes no sólo tras la defunción sino también en los momentos inmediatamente anteriores de la agonía. Como expresa F. Martínez Gil, “Constituían una suerte de seguridad social en la muerte y garantizaban esos últimos cuidados al cuerpo que tan importantes eran de cara a su descanso hasta la hora del Juicio”[35]. Con origen en los siglos medievales centrales, las cofradías vivieron en la Edad Moderna su periodo de mayor apogeo al potenciarse su papel tras el Concilio de Trento, pues frente al protestantismo, éstas permitían una conexión directa entre los cofrades y la divinidad a través de la devoción titular, que solían ser mayoritariamente santos y advocaciones marianas[36]. La presencia de estas hermandades en el trance final variaba entre unas y otras, definiéndose en sus constituciones particulares qué tipo de acompañamiento realizaban. Así, en algunos casos se establecía que los hermanos debían ir acompañando al Sacramento cuando se administrase el viático al cofrade moribundo, debiendo también organizar un sistema de velas hasta el momento del fallecimiento. Por su parte, la presencia de los hermanos en el velatorio y la organización del cortejo fúnebre por éstos no solía faltar entre las funciones de la mayor parte de las cofradías, siendo también los cofrades quienes trasportaban el féretro hasta la iglesia. Además, todas las cofradías tenían que velar por dos cuestiones esenciales: el encargo de misas por sus difuntos, con independencia de que fueran o no específicamente nombradas en los testamentos para este fin; y la contribución para dar un entierro digno al finado[37]. Ello suponía un beneficio para quienes morían sin testamento o eran pobres de solemnidad, pues las misas encargadas por la cofradía podían llegar a ser las únicas que se les aplicasen. Por último, no hay que dejar de mencionar la posesión por algunas cofradías de sepulturas para los hermanos que quisieran hacer uso de ellas, lo que permitió que cofrades pobres se pudieran enterrar en los interiores de las iglesias, en lugar de hacerlo en los cementerios o patios, donde les correspondería por su nivel económico real[38]. Hasta cierto punto, podría llegar a afirmarse que las cofradías ejercieron cierta labor correctora sobre las diferencias entre ricos y pobres, pero no hay que olvidar que, en paralelo, el interés económico también estaba presente. Más allá de las restricciones que éstas pudieran imponer sobre su acceso o las jerarquías que en torno a ellas se pudieran establecer, la necesidad de abonar cuotas, las donaciones por las funciones realizadas, la posesión de bienes y otras cuestiones en esta línea evidencian la existencia de un lucro latente[39]. El testamento de Diego García Bellido, en este punto, así refiere la búsqueda del amparo de las cofradías: “Yten mando qve mis aluaçeas me metan/ por cofrade de la cofradía de Nuestra Señora/ del Rrosario i se dé la limosna qve a mis/ aluaçeas les pareçiere.”[40]

 

2.2. Las misas como elemento de salvación.

La misa, cuyo origen de acuerdo con la tradición católica puede remontarse al rito instituido por Jesucristo en la última cena para rememorar el sacrificio en la cruz, se constituyó para la Edad Moderna como el sufragio principal para obtener la salvación. Desde sus inicios, el ritual fue incorporando con el tiempo todo un conjunto de ruegos e invocaciones a modo de diálogo con la divinidad, que atañían también a los difuntos. Se consideraba que tenía un valor infinito, ofreciéndose por vivos y muertos, pero con la introducción del purgatorio en la teología cristiana, las misas comenzaron a tomar el valor de elemento intercesor para las almas[41]. De esta forma se introdujo el memento, oración por los difuntos que, si bien inicialmente tenía un alcance general, derivó en la posibilidad de aplicarse por las almas individuales, considerándose que tenían un efecto mayor sobre aquellas cuyos nombres eran mencionados por el sacerdote. Esta concepción de la misa se vio reforzada en la Contrarreforma, cuando la Iglesia Católica defendió la idea de salvación mediante la realización de buenas obras y la asistencia a misa, pudiendo ejercer la Virgen y los santos como mediadores. Si se tiene en cuenta que los feligreses únicamente intervenían con su presencia -ya que la misa era un rito en latín difícilmente comprensible para una población mayoritariamente analfabeta[42]– y desde Trento se había remarcado su consideración salvífica, es posible explicar las nuevas ideas que de estos factores derivaron. La creencia en que el beneficio de la misa venía dado por la acumulación de su número triunfó, constituyéndose como un valor fundamental de la religiosidad barroca[43]. No obstante, la idea de acumulación de misas para llegar a la salvación chocaba de manera frontal con la concepción de su valor universal, pues atendiendo a esto último, una única misa bastaría para la salvación. Aquí entra de nuevo en juego el interés económico, pues con independencia de la realidad teológica, las ganancias económicas que la celebración de misas constituía para la Iglesia llevó a que desde ésta se fomentara su encargo, amparándose en la imposibilidad de saber con seguridad si se habría producido la salvación del alma en cuestión[44]. Así, cabe preguntarse hasta qué punto puede considerarse como una práctica piadosa el encargo masivo de misas, pues la supuesta “piedad” de este acto, lejos de serlo, funcionó en el Barroco como un intento de compra de vida eterna, como un “seguro espiritual”[45].

Teniendo en cuenta la diferenciación entre cuerpo y alma contemplada en todo el universo de la muerte católica, también es posible aplicar esta dicotomía a los tipos de misas en un ejercicio de clasificación inicial: misas de cuerpo presente y misas por el alma[46]. La primera misa benefactora para el alma del difunto, la misa de cuerpo presente o In die obitus seu depositionis defuncti, era un tanto diferente a las demás: gozaba frecuentemente de mayor solemnidad al ser considerada de más valor, tanto por la cercanía al momento del fenecimiento, como por la presencia tangible del finado. Aunque su aparición en los testamentos viene a veces asociada a la expresión “las de costumbre”, se sabe que tradicionalmente la misa de cuerpo presente estaba compuesta por un réquiem cantado[47]. Además, M. J. de Lara resalta en sus estudios sobre Huelva la adición a este réquiem cantado original de misas rezadas a partir de la segunda mitad del XVI y el primer tercio del siglo XVII, disminuyendo lentamente su presencia a partir de la segunda mitad del seiscientos y de forma más acusada hacia el tercer tercio del siglo[48]. Hay que mencionar también la posibilidad de que los testamentos no mencionen las misas de cuerpo presente, algo que no suele darse en la mayoría de los territorios, pero que sí se produce en el Cádiz de 1675 de acuerdo con los datos manejados por M. J. de la Pascua, donde sólo se refleja en un 39,4% de los casos[49]. En los casos analizados de Extremadura e Indias, todos ellos incluyen al menos un réquiem cantado el día del enterramiento, además de otros elementos añadidos que difieren de unos testamentos a otros. De esta forma, mientras que María Benítez en 1591 añade una vigilia con tres lecciones; María de Llanos y Fernando Sánchez Ortiz en 1671 y 1688 respectivamente encargan 3 vigilias con sus respectivas lecciones, así como responsos cantados ante las puertas de la casa mortuoria. Por su parte, los dos otorgantes de Indias añaden 4 misas rezadas y dos responsos cantados, uno de ellos ante la sepultura (caso de Diego García Bellido); y 6 misas rezadas (caso de Juan Manuel)[50]. En general, estos datos ponen de manifiesto que lo señalado para Huelva se cumple hasta cierto punto y con matices, pues no llega a darse una brusca desaparición de misas rezadas de cuerpo presente y se siguen dando otros rezos como la vigilia.

En las misas de cuerpo presente, así como en la del día de ánimas, se impartía el rito de la absolución solemne. Ante el túmulo del difunto, el sacerdote sin bonete, colocado a los pies, lo rociaba con agua bendita y lo incensaba, al tiempo que rezaba un responso. El túmulo, en caso de no ser posible contar con el cuerpo del finado, podía ser sustituido por un paño negro de las dimensiones de una sepultura. No obstante, en caso de disponerse de él, la colocación del cadáver difería si se trataba de un seglar o clérigo. Mientras que el primero se ubicaba con los pies hacia el altar mayor; el segundo se colocaba al revés, con la cabeza hacia el altar mayor, mirando al pueblo[51].

Las misas de réquiem se caracterizaban por una serie de requisitos concretos, entre los que se encontraban el uso de dalmáticas y casullas negras, la supresión del “Gloria” y el “Aleluya”, el canto del salmo “Dies irae” -opcional en algunos casos-, la lectura del evangelio de Jn 1, 1-18, la omisión del credo y el rito de la paz, la proclamación del “Réquiem aeternam” en lugar del “Gloria Patri” o la despedida “Requiescant in pace”. La exponencial multiplicación de este tipo de misas, con el consecuente solapamiento con otras festividades llevó a que comenzaran a dictarse diferentes restricciones para su celebración, que se fueron endureciendo progresivamente a lo largo del siglo, hasta culminar en 1677 con la prohibición de misas de réquiem en domingos, festivos y otras fechas señaladas del calendario litúrgico. En Semana Santa, las restricciones eran aún mayores: si alguien fallecía en el Triduo Pascual, no estaba permitido decir por él misa de difuntos y, si además era Viernes Santo, no estaba permitido enterrarlo más allá de cubrirlo con un poco de tierra si llegase a oler mal[52]. Por su parte, también hay que tener en cuenta que las misas, con independencia de que fueran o no de difuntos, sólo podían celebrarse desde el alba -con algunas excepciones- hasta la hora del mediodía, pues debían oficiarse en ayunas[53]. En lo tocante a los difuntos, todas estas restricciones llevaron a la frecuente imposibilidad de que la misa de cuerpo presente se dijera el mismo día del entierro, por lo que al final era posible que estas misas se retrasaran incluso varios días, separándose del acto del enterramiento. Esta cuestión también se vio reflejada en los testamentos, que incorporaron a las mandas sobre las misas del día del entierro las coletillas “o luego otro día siguiente”, “si fuere hora suficiente, y si no las digan el día adelante”, etc.

En cuanto a las misas por el alma -aunque en todas las misas subyacía el interés salvífico de la propia alma, entiéndase en este caso aquellas que no eran de cuerpo presente-, las clasificaciones que pueden establecerse son muy distintas y varían según los autores. En este caso es útil recurrir a una distribución sencilla y cercana a la realidad testamentaria: misas por el alma del difunto, por las de sus familiares -pues no hay que olvidar que se entendía como un acto de solidaridad de los vivos con los muertos a modo de inversión, al poder servir sus beneficiarios posteriormente como intercesores-, devocionales y votivos-supersticiosas[54].

Sobre las cuatro tipologías mencionadas, merece la pena detenerse sobre los porcentajes y evolución presentada por A. Trigueros para el municipio cacereño de Acebo, ya que hasta cierto punto permite ilustrar el panorama extremeño y algunas tendencias señaladas en otros estudios a nivel hispano. Así, en la muestra de testamentos analizados por este autor, las misas por el alma constituyen el 59% del total, seguidas de lejos por las supersticiosas (18,2%), las devocionales (11,5%) y las aplicadas por familiares (11, 2%). No obstante, conforme avanza el siglo, las misas supersticiosas entran en un declive que las lleva prácticamente a desaparecer. No sucede igual con las devocionales, que se mantienen. Así, el propio autor señala que “no se dicen menos misas, sino que las que se dicen no presentan la variedad tipológica anterior”[55]. En una línea cercana se expresa Isabel Testón, en cuyos datos también se observa un aumento de misas por el alma del difunto y una tendencia a la simplificación[56]; así como M. J. de Lara[57], F. J. Lorenzo Pinar[58] y otros. En los casos que se han ido señalando a lo largo de este estudio también es posible encontrar los tipos señalados. Todos los testadores encargan, además de las misas de los sufragios del día de su entierro y cabo de año, misas por su alma: 30 en el caso de María Benítez, 100 en el testamento María de Llanos, 80 en el de Fernando Sánchez Ortiz[59] o 6 por parte de Juan Manuel, de Cáceres[60]. Si bien en los tres primeros casos, peninsulares, el número se encarga en función de la capacidad económica del otorgante, el caso de Juan Manuel de Cáceres es llamativo, pues las mandas materiales del testamento reflejan una capacidad económica que no se corresponde con el escaso número de misas encargadas. Por otro lado, las misas devocionales y por familiares presentan gran disparidad. Es necesario advertir que estas dos tipologías no aparecen en ninguno de los testamentos indianos, cuyos sufragios son bastante más escasos que los encargados en los testamentos peninsulares[61]. En estos últimos, el testamento de María Benítez (del XVI) se limita a mencionar, en el plano devocional, las ánimas del purgatorio; al tiempo que, en el plano familiar, a dos familiares (su suegra y Ana Hernández)[62]. Contrasta de esta forma con los dos testamentos guareñenses del siglo XVII, donde ambos tipos de misas se multiplican sobremanera, aunque comparados, los testamentos de María de Llanos y Fernando Sánchez Ortiz[63] siguen presentando diferencias entre sí. En el de ella se dedican 76 misas en total a distintos familiares, mientras que tan solo 11 a devociones (Santísima Trinidad, Ángel de la Guarda, San Miguel Arcángel y Ánimas del Purgatorio). En el de él, se dedican diez misas a los familiares más cercanos, al tiempo que reparte otras 10 por una gran variedad de devociones (San Miguel Arcángel, San Roque, Santos Mártires Fabián y Sebastián, San Pedro, San Mateo, Santo Domingo y Ntra. Sra. del Rosario). Se produce así una variación en la que el sexo, dada la coincidencia en ambos testamentos del marco cronológico (segunda mitad del XVII) y espacial (la localidad de Guareña), podría explicar la diferencia: ella, como mujer del Antiguo Régimen apegada al hogar, se acuerda más de la familia; mientras que él, hombre, en una actitud que podría calificarse hasta cierto punto de más “egoísta”, se decanta por devociones que usa como intercesoras por su propia alma.

 

2.3. Entre la devoción y la superstición.

La religiosidad barroca, y los encargos de misas en los testamentos lo refutan, no puede comprenderse sin las devociones a los santos, los atributos divinos y las advocaciones marianas. Tras el Concilio de Trento, la necesidad de reafirmación frente a las doctrinas protestantes los potenciaron de tal forma que, convertidos en intercesores ante Dios, llegaron a gozar incluso de mayor protagonismo que la propia divinidad, al desarrollarse en torno a ellos promesas para evitar el purgatorio[64].

Los santos surgieron en los comienzos del cristianismo del inicial reconocimiento y posterior veneración de quienes llevaron una vida considerada ejemplar, ajustada a los principios marcados en el Evangelio. La Iglesia los reconoció, encauzando su devoción hacia tres puntos: su capacidad de ayudar a los humanos en su debilidad, su establecimiento como modelos de vida cristiana y su capacidad de intercesión por vivos y muertos, dada su cercanía a Dios. Este último sentido es básico pues, teniendo en cuenta la imposibilidad de influir en Dios o Jesucristo de acuerdo con la teología católica, los santos permitían suplir en cierto modo esa facultad. Así, no llevan directamente a la salvación, pero permiten conectar con Dios, de tal forma que, gracias a su invocación, sí que es posible llegar a ella[65].

Por otro lado, los atributos divinos son un conjunto de elementos asociados a la divinidad o a la vida de Cristo que reciben una devoción propia. Se trata de elementos secundarios de la divinidad, pero a los que se les concede una capacidad de acción e intercesión igual que a los santos. Entre los atributos, por destacar algunos de los más característicos a modo de ejemplo, pueden encontrarse la Trinidad, las Cinco Llagas, la Pasión de Cristo, el Nombre de Jesús, el Bendito Cordero, las Once Mil Vírgenes, etc. Estos elementos, cuyo periodo de mayor auge estuvo entre fines del XVI y principios del XVII, están asociados en ocasiones al encargo de números concretos de misas, que tienen cierto carácter mágico-simbólico, lo que los hace bastante susceptibles de encerrar un componente supersticioso[66]. En esta línea se ha manifestado Ángel Trigueros, quien plantea que tal vez los atributos y su número hagan referencia a valores intrínsecos que en algún momento quedasen estereotipados[67].

La devoción mariana, por su parte, se representó en los testamentos a través de dos cauces: la Virgen María en sí misma y las diferentes advocaciones sobre su figura, como pueden ser las del Rosario, Angustias, Soledad, etc. Las advocaciones, y de igual manera sucede con los santos o los atributos divinos, sufren un proceso fragmentario sobre el que I. Testón señala “llegándose a situaciones incongruentes en las que la Virgen, Cristo o los Santos se personifican en la talla concreta que la iglesia o la ermita de un lugar conciso posee”[68]. En relación con el predominio mariano sobre el de los santos hay diversidad de opiniones. M. J. de Lara Ródenas documenta en Huelva una imposición de las mandas a la Virgen en la segunda mitad del XVII: frente al predominio del 58,5% de los santos en el periodo 1650-1674, María en sus distintas advocaciones alcanzaría un 53, 3% a fines de siglo[69]. Sin embargo, en Extremadura no sucede así. Tanto A. Trigueros[70] como I. Testón en sus respectivos estudios señalan una imposición de los santos sobre la virgen, esgrimiendo la última datos que colocaban, en el periodo 1650-1674, a la Virgen en un 17% frente al 40% que representaban los santos; mientras que en el periodo 1675-1699, la Virgen obtenía un 7% frente al 73% que representaban los santos[71]. Estos datos ponen de relieve la imposibilidad de afirmar el predominio de una u otra devoción en términos generales, sino que más bien debe invitar a hablar de tendencias de carácter regional -o incluso local- que fluctúan y varían a lo largo del periodo Barroco.

Además de todos los elementos mencionados, es preciso no olvidar otras devociones que también tuvieron especial relevancia, como fue las de las Ánimas del Purgatorio. Señalada para Extremadura como una de las más importantes[72], trataba de apelar a la solidaridad entre vivos y muertos como base para llegar a la salvación. De esta forma, estas misas encargadas por los vivos servían de ayuda para que las almas del purgatorio pudieran salir de él; pero con la secundaria intención de que, cuando la persona viva falleciese, el alma redimida y en el estado celestial ayudase a salir a la del nuevo difunto. El vivo, por lo tanto, terminaba invirtiendo de nuevo en su propia salvación[73].

Las devociones, según afirma I. Testón, deben entenderse como “dirigidas por la Iglesia, la cual, apoyándose en los múltiples medios de propaganda a su alcance (literatura, sermones, etc.), las difunde entre una masa de fieles, que amedrentadas por su destino final las adopta como un instrumento de salvación”[74]. Este fenómeno encuentra gran arraigo en una población con una escasísima formación, complementándose al mismo tiempo con otro: la supervivencia de la superstición. Devoción y superstición deben contemplarse como fenómenos ligados, pues la propia devoción es en sí misma “una actitud extraña a la fe católica” en palabras de Ángel Trigueros. “El hombre extremeño profesa su religión y se aleja de la establecida por su formación y por la distancia que mantiene con aquellas. Surgen, en este sentido, formas de atender la vida y la muerte que, heredadas del pasado, perviven en el presente y se proyectan al futuro”[75]. Se crea, de esta forma, un sistema que, como explica el profesor Ángel Rodríguez[76], consigue auto-perpetuarse: Partiendo de la sensibilidad que produce en un individuo el fallecimiento de un ser querido se desarrollaban una serie de gestos que exteriorizaban los sentimientos y entraban en el ámbito de lo supersticioso. Este comportamiento trataría de encauzarse a través de las devociones, que generan -a través de altares, patronazgos y otros medios- recursos económicos que revierten en la propia Iglesia, que a su vez la invierte en seguir potenciando las devociones. La vertiente supersticiosa, por su parte, fue tolerada, aunque intentándose su sacralización. Esto terminó desarrollando un culto paralelo que, a pesar de ir decayendo con el tiempo, no terminó de desaparecer.

Las misas supersticiosas, con un origen incierto, se asociaron a una mayor devoción y, por lo tanto, mejor efecto sobre las almas. Sus celebraciones exigían una serie de requisitos muy concretos, como el hecho de fijar un número específico de misas, la necesidad de una serie de velas de colores determinados, la privación del sacerdote de realizar ciertos actos, etc. En el Concilio de Trento, aunque no se actuó directamente, se manifestó la necesidad de acabar con ellas y se ofrecieron recursos para que, a través de los sínodos, se diese fin a estas prácticas[77]. Como consecuencia se redujeron considerablemente a partir del primer cuarto del siglo XVII, cuando la reforma tridentina empezó a imponerse de forma determinante en las diócesis. Sin embargo, no llegaron a desaparecer por completo, manteniéndose como un elemento de gran interés en la religiosidad popular barroca[78]. En este punto hay que atender a fuerte unión de las propias parroquias a la religiosidad popular desde tiempo atrás, como señala José L. González Novalín, para explicar la supervivencia de la superstición[79]. Así, a pesar de las directrices en el credo que desde las altas autoridades eclesiásticas se imponía, los párrocos toleraron y participaron del mantenimiento del culto paralelo, con el que podían llegar a sentir cercanía y familiaridad.

Entre las misas supersticiosas más destacadas hay que señalar los treintanarios, asociados a San Gregorio -por transmitirlas este abad, que las habría aplicado por un monje de su congregación- o también llamados misas de San Vicente Ferrer -por celebrarlas, aunque en número de cuarenta y ocho, en favor de su hermana-. Las mandas testamentarias, no obstante, solían reflejar frecuentemente la modalidad de treintenario “cerrado”, en la que se consideraba que el sacerdote debía encerrarse hasta completar el ciclo. Con características similares, las misas de san Amador, las del Conde, el Papa Clemente, Emperatriz, Luz, Llagas y muchas otras registradas por distintos autores también fueron condenadas en los sínodos realizados por toda la geografía española[80]. Para el caso de Extremadura, Ángel Rodríguez ha señalado sobre el Casar de Cáceres en 1580 la destacable frecuencia de las misas de San Amador y las Misas de Alba[81], a las que Ángel Trigueros para Acebo añade las treinta y tres misas de la Revelación y las trece de la Consolación. El número que este tipo de misas lleva aparejado no es arbitrario, sino que los expertos en numerología les han señalado un significado que guarda estrecha relación con el orientación supersticiosa que se les asigna[82]: el 5 sería el número del hombre y la perfección, el 13 estaría relacionado con la muerte, el 12 -más allá de ser el número de apóstoles- representaría lo consumado, el 9 -presente en los novenarios- simboliza el principio y el fin, el 7 conecta con los dones del Espíritu Santo y el 3, número mágico por excelencia presente en la base de otros -como el 12, el 30 o el 33-, hace referencia a la universalidad propia de la relación entre el hombre y Dios.

Entre los casos presentados, tan sólo el testamento de Diego García Bellido hace referencia a misas supersticiosas, concretamente a las de San Amador: “Yten mando qve se digan nueue missas/ rrezadas a señor Sant Amador y se pague/ la limosna acostumbrada de mis bienes./”[83] Teniendo en cuenta que se trata de un testamento dado en Indias pero por alguien natural de la península, hay que observar cómo, junto con la religión oficial trasladada en el afán evangelizador de los colonizadores, se produce también un traslado de las costumbres supersticiosas asociadas a esa religión del Viejo al Nuevo Mundo. Se descubre aquí un punto que merece un estudio específico y de mayor profundidad.

Es muy interesante valorar, en atención a Extremadura, los datos presentados por Rosa María Valverde sobre el encargo de misas en cuatro núcleos cacereños. A la hora de medir el número de misas que en el siglo XVII se encargan, es posible advertir que en todos ellos las misas supersticiosas tienen un peso mayor que las devocionales, e incluso, en los casos de Torrejoncillo y Casar de Cáceres, es mayor el número encargado de misas de la Consolación y San Amador respectivamente que las dispuestas por su propia ánima[84]. Estos datos ponen de relieve que, a pesar de los intentos de la Iglesia por encauzar las manifestaciones supersticiosas hacia las devocionales, el arraigo popular de las mismas blindó su supervivencia, al menos entre los sectores populares. En esta línea se han pronunciado también numerosos autores que han tratado el asunto de la muerte en el siglo XVIII, señalándose no sólo el mantenimiento de estas prácticas sino también el intento de combatirlas por parte de ilustrados de la talla del padre Feijoo, Mayans, Jovellanos y Meléndez Valdés[85].

 

2.4. Otros recursos para la Salvación: Indulgencias y mandas forzosas.

Tanto la indulgencia como las mandas pías tienen su origen en la realidad del pecado, ante el cual se consideraba la existencia de dos tipos de pena: la culpabilidad, eterna, con posibilidad de borrarse mediante el sacramento de la confesión; y la pena temporal, redimible mediante penitencias o la estancia en el purgatorio. Para los primeros cristianos, la absolución del pecado sólo era posible una vez en la vida tras el cumplimiento de una penitencia pública que solía realizarse a la vejez, pero con el tiempo ésta fue sustituida por la introducción en paralelo de las obras piadosas y las indulgencias.

La indulgencia es la remisión de las penas y concesión de la gracia obtenida por la intervención de la Iglesia. Encuentra su base legitimadora en la autoridad que la institución eclesiástica se adjudicó como depositaria de las infinitas gracias que generó la pasión y muerte de Cristo. Asimismo, también se consideró con capacidad para administrarlas, fundamento que da pie a su concesión. Las indulgencias pronto se fueron asociando en un doble sentido a las obras pías y al devocionismo, de tal forma que triunfó la idea de que, mediante determinadas oraciones, devoción a santos o imágenes, visitas a determinados lugares, etc. podía obtenerse la redención[86]. Alejo Venegas estableció ya una tipología con cinco clases distintas de indulgencia: los “limitados perdones”, que únicamente cubría la remisión de algunas penas; la “plenaria” que afectaba a la remisión de los pecados mortales confesados; la “plenior”, que además de los mortales abarcaba a los pecados veniales; la “plenísima”, para todos los pecados veniales; y finalmente, como culmen máximo de las indulgencias, el “jubileo”[87].

La práctica testamentaria, en la medida en la que la indulgencia era otro cauce para salir del purgatorio -al redimir las penas-, se asoció a una serie de indulgencias concretas que, no obstante, podían ser muy variadas: las bulas de difuntos, la elección de un hábito a modo de mortaja, el amparo de cofradías concretas cuya pertenencia implicaba una indulgencia, etc. Las bulas de difunto, documento que teóricamente permitía a su beneficiario alcanzar la salvación sin obstáculos[88], ganaron gran popularidad en la España del siglo XVII. Podían ser adquiridas en vida o bien señaladas para su adquisición en una manda testamentaria; sin embargo, precisaban de la bula de Cruzada para su validez. Esta última, surgida en el siglo XI concediendo favores a aquellos que fueron a Tierra Santa -o en el caso castellano, que combatieron a los musulmanes-, se había seguido emitiendo y vendiendo, desprovista de su objetivo inicial, por parte del Consejo de Cruzada[89]. Este tipo de bulas de difunto dio lugar a numerosos conflictos entre los partidarios y detractores de su validez, pues no estaba clara hasta dónde llegaba la autoridad papal sobre las almas del purgatorio[90]. Además, los fraudes asociados a las bulas -venta de bulas falsas, engaños sobre sus beneficios- eran una constante. Toda la literatura del Siglo de Oro, desde el buldero del Lazarillo hasta el padre de Rincón en Rinconete y Cortadillo, está plagada de referencias al buldero cuyo concepto se asocia al de una suerte de timador.

La elección del hábito de una orden religiosa a modo de mortaja como forma de ganar indulgencia también fue una práctica frecuentemente reflejada en los testamentos. Tal y como han señalado diferentes estudios[91], su demanda aumentó especialmente en la segunda mitad del siglo XVII y de cara al siglo XVIII. Para todo el periodo moderno, dos hábitos sobresalen sobre el resto: el carmelita y, sobre todo, el franciscano; aunque también se registran algunas peticiones sobre el dominico y el de la Concepción[92]. En relación con esto, no se puede dejar de mencionar que, favorecidos tras el Concilio de Trento, muchas devociones fueron fomentadas mediante la asociación de indulgencias, entre ellas la del Carmen[93]. El escapulario del Carmen, que según la tradición habría sido concedido por la Virgen al general de la orden San Simón Stock, estaba asociado a la creencia de que quienes muriesen con él no irían al infierno, añadiéndose a este beneficio con Juan XXII la salvación completa para quienes perseverasen en los votos de obediencia, pobreza y castidad[94]. Algo similar sucedió con el rezo del rosario, que se popularizó en el siglo XVII asociándose gran cantidad de beneficios espirituales a quien los rezase; pero también con el escapulario de la Santísima Trinidad y un sinfín de elementos[95].

Por último, hay que hacer alusión a otros dos tipos de mandas que también perseguían la salvación: las mandas forzosas y las mandas pías. Las primeras, de origen incierto, constituían una tradición que, si bien para el siglo XVII ya no era obligatoria, se mantuvo en algunos casos, al tiempo que diversificó sus beneficiarios. Así, si bien desde la Baja Edad Media la redención de cautivos había sido la principal manda forzosa -cuya percepción recaudaban órdenes con privilegios para ello como la Trinidad, la Merced, Santa Olalla de Barcelona, etc.-, hacia el siglo XVII se diversificaron[96]. Juan de la Ripia señaló, además de la redención de cautivos, los Santos Lugares de Jerusalén, los niños expósitos, el casamiento de huérfanas o la fábrica de la parroquia[97]. Las segundas, por su parte, tenían como beneficiarios causas piadosas, en ocasiones muy similares o coincidentes con las de las mandas forzosas, pero en este caso no eran cláusulas ni preestablecidas, ni obligatorias[98].

Las mandas pías, cuya importancia como “sistemas de seguros” en la muerte fue señalada por Teófanes Egido[99], se sustentaban en el tercer cauce para llegar a la salvación más allá de las misas y las devociones e indulgencias: la realización de obras piadosas.  En un contexto como el de la Contrarreforma en el que el valor de las obras se reafirmó, la sacralización de la pobreza y la caridad convirtió a los pobres en un instrumento para que los ricos lograran la salvación a través de la realización de obras piadosas. Si bien es cierto que la Iglesia llamaba a realizarlas en vida -considerándose por numerosos tratadistas que éstas tenían más valor-, los testamentos se plagaron de mandas que buscaban a través de este camino el destino de la salvación, aunque la práctica de la caridad quedase realmente en manos de los albaceas[100]. Así se dieron todo tipo de limosnas, como las destinadas a casar huérfanas, alimentar a los mendigos o incluso donar objetos de lujo a parroquias y cofradías, pero tal vez se podría señalar como protagonistas en esta cuestión a las instituciones con vocación a la caridad, como los hospitales, obras pías y casas de expósitos, entre otras.

Los dos testamentos dados en Indias, así como el del guareñense Fernando Sánchez Ortiz, presentan mandas pías y forzosas. Así se expresa en este último: “Mando al rrescate de cautivos/ y casa Santa de Jerusalén vn rreal de limosna y a las mandas forçosas lo acostum/brado”[101]. El hecho de que este tipo de mandas también se traslade a América de nuevo llama la atención, pues pone de manifiesto el traslado de los formulismos legales y también las actitudes mentales ante la muerte desde la península a Indias; aunque estudios más precisos sobre estas cuestiones son necesarios.

 

  1. CONCLUSIONES

A través de las mandas espirituales testamentarias ha sido posible realizar un retrato general de la actitud ante la muerte en la España y la Extremadura del Barroco. En este retrato, la muerte se presenta como hecho natural que, a través de un cúmulo de rituales religiosos, se convierte en un espectáculo de masas: el proceso desde el lecho del difunto a la sepultura es teatralizado por una comunidad que asiste como público expectante. De esta forma, si José Antonio Maravall definía el barroco como una estructura cultural dirigida, masiva, urbana y conservadora; la muerte, las actitudes ante ella, entran a formar parte de esa estructura cultural: presencia de toda la comunidad desde el momento de la vigilia, dirección de los ritos por la iglesia y mantenimiento de las mismas prácticas durante siglos, algunas a pesar de su persecución por las propias autoridades eclesiásticas. Asimismo, se corrobora de esta forma la idea de muerte pública para definir la muerte barroca.

Por su parte, la preparación de todo el ritualismo, así como el encargo de misas en cantidades incontables -algo que entra en contradicción con la creencia de su naturaleza y valor infinito- responde a un afán, no tanto de temor a la muerte como numerosos autores han escrito, sino concretamente de temor a la condenación eterna tras ella. La adaptación al hecho traumático de la muerte se producía en este caso mediante las creencias católicas en la posibilidad de vida eterna, pero también de no alcanzarla. La duda sobre la posibilidad de condenarse generaba una incertidumbre tal que daba pie al desarrollo de todo tipo de mecanismos para salvarse. En este sentido, la existencia de un lugar intermedio como es el Purgatorio servía para incentivar el recurso continuo a los elementos de salvación. Además, teniendo en cuenta las facultades que la Iglesia se atribuyó para distribuir la salvación a su antojo y el marco ideológico favorable, la institución -sumida, hacia el siglo XVII, en la más absoluta corrupción- capitalizó la posibilidad de alcanzar la Gloria -sirviendo de elemento corroborador de ello las indulgencias y mandas pías-, incentivando el temor de la población a la condenación por su propio interés económico y favoreciendo el recurso a los elementos de salvación. Existía, de esta forma, un bucle cuyo motor era el miedo a la condena, pero en el que la Iglesia ejercía de principal beneficiaria y patrocinadora de este miedo.

La respuesta social al proceso anteriormente descrito, en un modelo de sociedad como el barroco basado en la desigualdad estructural, fue favorable. En este sentido, se produjo una superposición del valor social de las prácticas sobre el valor espiritual: las posas, las ofrendas o el encargo de misas constituyeron la marca de una posición, dado que estos ritos tenían un coste que no todo el mundo podía asumir, o al menos no en la misma medida. Así, se rompía la idea de muerte igualadora al trasladarse la jerarquización social a este ámbito. Es cierto que todo el mundo moría, con independencia de su estatus; pero no todos morían igual: algunos lo hacían con misas perpetuas y otros con aquellas justas pagadas por la caridad.

El miedo a la condenación eterna va ligado también al mantenimiento de prácticas supersticiosas con origen incierto y que provienen de tiempos inmemoriales. La Iglesia, en su papel de directora de las actitudes ante la muerte, trató de orientarlas en la forma de devociones -capitalizando también estas y llegando a alcanzar un éxito rotundo-; pero sin conseguir eliminarlas por completo. Por su parte, se produjo un efecto contradictorio: la promoción de las devociones como intercesoras en el momento de la muerte se hizo en detrimento del culto a la divinidad principal, que quedó relegada a un segundo plano en las peticiones de auxilio. De esta forma, las solicitudes de amparo dirigidas hacia las devociones, más que ser muestra de religiosidad, expresan de nuevo el empeño en usar todos los cauces disponibles para obtener la salvación debido al miedo a la condenación.

Por último, no hay que dejar de advertir el interés que suscita la comparación de los testamentos peninsulares con los otorgados en Indias por naturales de la península, pues permite observar detenidamente el traslado de las costumbres y actitudes ante la muerte al Nuevo Mundo. Se señala, de esa forma, una línea de investigación muy interesante para retomar la cuestión de las actitudes ante la muerte: cómo se desarrollan éstas a ambos lados del Atlántico.

El cierre de este trabajo, al igual que su inicio, conviene dejarlo en las manos de alguien como Cervantes, que presenció en primera mano la muerte en la España barroca, y por supuesto de Don Quijote, que la conoció en sus carnes:

“Cerró con esto el testamento, y tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento se desmayaba muy a menudo. […] En fin, llegó el último de Don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballería”

[1] Philippe ARIÈS, El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983 y Philippe ARIÈS, Historia de la muerte en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días, Barcelona, El Acantilado, 2000, trad. de Francisco Carbajo y Richard Perrin.

[2] Michel VOVELLE, Piété baroque et déchristianisation en Provence au XVIIIe siècle. Les attitudes devant la mort d´après les clauses de testaments, París, Seuil, 1978.

[3] Los trabajos de Soledad Gómez Navarro y María José de la Pascua permiten trazar un panorama general y actualizado de los estudios sobre historia de la muerte. Vid. Soledad GÓMEZ NAVARRO, “Historiografía e historia de las actitudes ante la muerte: la España del antiguo régimen vista desde la provincia de Córdoba”, Open Edition Journals (2010) y María José de la PASCUA SÁNCHEZ, “Discursos y prácticas alrededor de la muerte. Reflexiones al hilo de 40 años de historiografía moderna en España”, Cuadernos de estudios del siglo XVIII, Núm. 27 (2017), pp. 167-194.

[4] Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “Morir en Extremadura. Una primera aproximación”, Norba. Revista de arte, geografía e historia, Núm. 1 (1980), pp. 279-298 y Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, Morir en Extremadura (La muerte en la horca a finales del Antiguo Régimen, 1792-1909), Cáceres, Institución cultural “El Brocense”, 1980.

[5] Rosa María VALVERDE SÁIZ, La muerte en cuatro núcleos rurales cacereños durante el siglo XVII, Memoria de licenciatura inédita, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Extremadura, 1979; Isabel TESTÓN NÚÑEZ, “El hombre cacereño ante la muerte: testamento y forma de piedad en el siglo XVII”, Norba. Revista de arte, geografía e historia, Núm. 3 (1982), pp. 371-382; María Mercedes SANTILLANA PÉREZ, La vida: nacimiento, matrimonio y muerte en el partido de Cáceres en el siglo XVIII, Cáceres, Institución Cultural “El Brocense”, 1992; Antonio SOLETO LÓPEZ, La muerte en Badajoz durante el siglo XVIII, Memoria de licenciatura inédita, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Extremadura, 1988; Antonio SOLETO LÓPEZ, “Sociología testamentaria en Badajoz durante el siglo XVIII”, Revista de estudios extremeños, Vol. 46, Núm. 1 (1990), pp. 170-230 y Antonio SOLETO LÓPEZ, “La crisis de mortalidad en una ciudad de frontera”, Revista de estudios extremeños, Vol. 49, Núm. 1 (1993), pp. 109-150; Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad popular en la Extremadura del Antiguo Régimen: Devoción, piedad y superstición”, Revista de estudios extremeños, Vol. 50, Núm. 3 (1994), pp. 654-668 y Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “La religiosidad popular en el siglo XVI: moralización y represión en el norte de Cáceres”, Alcántara: revista del Seminario de Estudios Cacereños, Núm. 34, 1995, pp. 133-162.

[6] Carlos MARÍN HERNÁNDEZ, “Demografía y actitudes sociales ante la muerte en una localidad extremeña: Mata de Alcántara en el siglo XVII”, Coloquios Históricos de Extremadura, (2007),

https://chdetrujillo.com/demografia-y-actitudes-sociales-ante-la-muerte-en-una-localidad-extremena-mata-de-alcantara-en-el-siglo-xvii/ [Consultado el día 25 de febrero de 2022] y Francisco Javier RUBIO MUÑOZ, “Solidaridad estudiantil y actitudes ante la vida y la muerte en la Universidad de Salamanca del siglo XVI: la nación de Extremadura”, Tiempos Modernos, Vol. 8 (2016),

http://www.tiemposmodernos.org/tm3/index.php/tm/article/view/393/642 [Consultado el día 25 de febrero de 2022].

[7] Pedro MELGAREJO, Compendio de autos públicos, autos de participaciones, executivos y de residencia con el género de papel sellado que a cada despacho toca, Madrid, Imprenta de los herederos de Gabriel León, 1689, p. 76. Tanto P. García Hinojosa, como M. García Fernández, F. Martínez Gil y otros autores coinciden en esta división.

[8] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca. Ceremonia y sociabilidad funeral en Huelva durante el siglo XVII., Huelva, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Huelva, 1999, pp. 111-116.

[9] Juan del ARCO MOYA, “Religiosidad popular en Jaén durante el siglo XVIII. Actitud ante la muerte” en León C. Álvarez Santaló et all. (coords.), La religiosidad popular, Barcelona, Anthropos, 1989, p. 323.

[10] Domingo GONZÁLEZ LOPO, “La vivencia de la muerte en las ciudades del Antiguo Régimen: Santiago en los siglos XVII al XIX”, Semata: Ciencias sociais e humanidades, Núm. 1 (1988), p. 185.

[11] Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “Morir en Extremadura …”, op. cit, p. 288.

[12] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit., pp. 198-205.

[13] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Diego Martín de Llanos, 1670. L.126, fol. 40 rº.

[14] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688. L. 139, fol. 77 rº.

[15] María José de la PASCUA SÁNCHEZ, Vivir la muerte en el Cádiz del Setecientos (1675-1801), Cádiz, Ayuntamiento de Cádiz, 1990, pp. 138-139.

[16] Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ, Los castellanos ante la muerte. Religiosidad y comportamientos colectivos en el Antiguo Régimen., Valladolid, Junta de C. y León, 1996, p. 175-182.

[17] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2, (2), fol. 5 rº.

[18] Fernando MARTÍNEZ GIL, Actitudes ante la muerte en el Toledo de los Austrias, Talavera de la Reina, Imprenta Ébora, 1984, p. 84.

[19] Philippe ARIÈS, El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983.

[20] Domingo GONZÁLEZ LOPO, “La vivencia de la muerte…”, op. cit., p. 186.

[21] Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ, Los castellanos y…, op. cit., p. 175-231.

[22] “en la sepoltura de adonde/ está enterrado mi marido Alonso Esteuan Ortiz”. Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Diego Martín de Llanos, 1670. L. 126, fol. 40 rº y “en/ las sepulturas a donde esttán enerados mis padres”. Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688. L. 139, fol. 77 rº.

[23] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Alonso Moreno, 1591. L. 1, fol. 56 rº.

[24] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (1), fol. 1 rº y Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (2), fol. 5 rº.

[25] Domingo GONZÁLEZ LOPO, “La vivencia de la muerte…”, op. cit., p. 187.

[26] Alejo VENEGAS, Agonía del tránsito de la muerte con los auisos y consuelos que cerca della son prouechosos, Toledo, Imprenta de Juan de Ayala, 1553, op. cit., p. 125v.

[27] Roberto J. LÓPEZ LÓPEZ, Comportamientos religiosos en Asturias durante el Antiguo Régimen, Gijón, Principado de Asturias/Silverio Cañada, 1989, p. 107; Francisco Javier LORENZO PINAR, Muerte y ritual en la Edad Moderna. El caso de Zamora (1500-1800), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1991, p.165; Fernando MARTÍNEZ GIL, Muerte y sociedad en la España de los Austrias, Madrid, Siglo XXI, 1993, p. 429.

[28] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit.,  pp. 327-328.

[29] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad y ritual barroco: La muerte en Teruel en el siglo XVII, Tesis doctoral dirigida por José Manuel Latorre Ciria, Universidad de Zaragoza, 2010, https://zaguan.unizar.es/record/5726, [Consultado el 10 de marzo de 2022], pp. 335.

[30] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit.,  pp. 333-338.

[31] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Alonso Moreno, 1591, L. 1, fol. 56 vº.

[32] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Diego Martín de Llanos, 1670. L. 126, fol. 41 rº.

[33] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688. L. 139, fol. 77 vº.

[34] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R.2 (2), fol. 5 rº.

[35] Fernando MARTÍNEZ GIL, Actitudes ante …, op. cit., p. 72.

[36] Pablo IGLESIAS AUNIÓN, “Una aproximación a la religiosidad y piedad popular por medio de las cofradías en Extremadura durante los tiempos modernos”, Coloquios Históricos de Extremadura (1998), https://chdetrujillo.com/una-aproximacion-a-la-religiosidad-y-piedad-popular-por-medio-de-las-cofradias-en-extremadura-durante-los-tiempos-modernos/ [Consultado el día 1 de mayo de 2022].

[37] Jorge RODRÍGUEZ VELASCO, “Las cofradías y hermandades de la villa de Cáceres en el catastro de Ensenada”, XLVII Coloquios Históricos de Extremadura (2028), https://chdetrujillo.com/las-cofradias-y-hermandades-de-la-villa-de-caceres-en-el-catastro-de-ensenada1/ [Consultado el día 1 de mayo de 2022].

[38] Helena RODRÍGUEZ VILLAR, “En la vida y en la muerte: cofradías y devociones en la Pontevedra del Antiguo Régimen”, A la sombra de las catedrales: cultura, poder y guerra en la Edad Moderna, Cristina Borreguero Beltrán et all., Burgos, Universidad de Burgos, 2021.

[39] Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ, Los castellanos y…, op. cit., p. 212.

[40] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (1), fol. 1 vº

[41] Philippe ARIÈS, El hombre ante…, op. cit., pp. 132-134

[42] José Luis GONZÁLEZ NOVALÍN, “Religiosidad y reforma del pueblo cristiano”, Historia de la Iglesia en España, Tomo III-1º, Ricardo García-Villoslada (dir.), Madrid, Biblioteca de autores cristianos, 1979, p. 367.

[43] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad …, op. cit., pp. 305-312.

[44] Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “Morir en Extremadura…”, op. cit., p. 293.

[45] Isabel TESTÓN, “El hombre cacereño…”, op. cit., p.375.

[46] Máximo GARCÍA FERNÁNDEZ, Los castellanos y… , op. cit., p. 242.

[47] En este sentido, existe cierta variabilidad espacial en cuanto al número generalmente encargado. La tendencia más frecuente es el predominio de una sola misa cantada, sirviendo de ejemplo los datos presentados por Marion Reder Gadow para Málaga en el XVIII -aplicables también al XVII- (Marion REDER GADOW, Morir en Málaga. Testamentos malagueños del siglo XVIII, Málaga, Universidad de Málaga, 1986, p. 115). Sin embargo, otros espacios registran dos (Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit., p. 298), siendo algo excepcional encontrar áreas con más de dos misas cantadas.

[48] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit.,  pp. 293-303.

[49] María José de la PASCUA SÁNCHEZ, Vivir la muerte…, op. cit., p. 199.

[50] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Alonso Moreno, 1591. L. 1, fol. 56 rº; Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Diego Martín de Llanos, 1670. L. 126, fol. 40 rº.; Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688, L. 139, fol. 77 rº; Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (1), fol. 1 rº- 1 vº; Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (2), fol. 5 rº.

[51] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad…, op. cit., pp. 328.

[52] Francisco J. LORENZO PINAR, Muerte y ritual…, op. cit, pp. 101-102.

[53] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad…, op. cit., pp. 319-322, 330.

[54] Cada autor, dependiendo de la orientación de su análisis, crea su propia clasificación. En este caso se ha escogido, por su sencillez y la facilidad para englobar otras clasificaciones, la ofrecida en Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad… “, op. cit., p. 653.

[55] Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad …”, op. cit., pp. 653-654.

[56] Isabel TESTÓN, “El hombre cacereño…”, op. cit., p.378.

[57] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit., pp. 389-401.

[58]  Francisco J. LORENZO PINAR, Muerte y ritual …, op. cit, pp. 108-109.

[59] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Alonso Moreno, 1591. L. 1, fol. 56 rº; Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Diego Martín de Llanos, 1670. L. 126, fol. 40 vº.; Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688, L. 139, fol. 77 rº

[60] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (2), fol. 5 rº.

[61] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (1), fol. 1 vº; Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (2), fol. 5 rº.

[62] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Alonso Moreno, 1591. L. 1, fol. 56 rº.

[63] Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Diego Martín de Llanos, 1670. L. 126, fol. 40 vº.; Archivo de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688, L. 139, fol. 77 rº-77vº.

[64] Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “Morir en Extremadura…”, op. cit., p. 294-295.

[65] Soledad GÓMEZ NAVARRO, “Un momento ideal para acordarse de los santos: Cuando la muerte llega. La cláusula testamentaria de la intercesión en la España Moderna.”, El culto a los santos: cofradías, devoción, fiestas y arte, Núm. 8 (2008), pp. 58-63.

[66] José Luis GONZÁLEZ NOVALÍN, “Religiosidad y reforma…”, op. cit., p. 372-374.

[67] Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad…”, op. cit, pp. 658-659.

[68] Isabel TESTÓN, “El hombre cacereño…”, op. cit., p.380.

[69] Manuel J. de LARA RÓDENAS, La muerte barroca …, op. cit.,  pp. 408.

[70] Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad …”, op. cit, p. 660.

[71] Isabel TESTÓN, “El hombre cacereño…”, op. cit., p.380.

[72] Ibid., p.379

[73] Rosa M. VALVERDE SAIZ, La muerte en cuatro núcleos…, p. 137.

[74]  Isabel TESTÓN, “El hombre cacereño…”, op. cit , p.376.

[75] Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad …”, op. cit, p. 666.

[76] Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “Morir en Extremadura…”, op. cit., p. 292-293.

[77] José Luis GONZÁLEZ NOVALÍN, “Religiosidad y reforma …”, op. cit., p. 377-382.

[78] José Luis GONZÁLEZ NOVALÍN, “Las misas artificiosamente ordenadas en los misales y escritos renacentistas”, Doce consideraciones sobre el mundo hispano-italiano en tiempos de Alfonso y Juan de Valdés, Francisco Ramos Ortega (Coord.), Salamanca, Instituto Español de Lengua y Literatura de Roma, 1979, pp. 281-296 y Francisco J. LORENZO PINAR, Muerte y ritual …, op. cit, p. 109.

[79] José Luis GONZÁLEZ NOVALÍN, “Religiosidad y reforma …”, op. cit., p. 355.

[80] Fernando MARTÍNEZ GIL, Muerte y sociedad en la España de los Austrias, Madrid, Siglo XXI, 1993, pp. 209-240.

[81] Ángel RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, “Morir en Extremadura…”, op. cit., p. 292-293.

[82]  Ángel TRIGUEROS MUÑOZ, “Las formas de religiosidad …”, op. cit, p. 659, 664.

[83] Archivo General de Indias, CONTRATACIÓN, 482, N. 2, R. 2 (1), fol. 1 vº.

[84] Rosa M. VALVERDE SAIZ, La muerte en cuatro núcleos …, pp. 139-147.

[85] Antonio MESTRE SANCHÍS, “Religión y cultura en el siglo XVIII español”, Historia de la Iglesia en España, Tomo IV, Ricardo García-Villoslada (dir.), Madrid, Biblioteca de autores cristianos, 1979, pp. 586-588, 600-602.

[86] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad…, op. cit., pp. 342-345.

[87] Alejo VENEGAS, Agonía del tránsito …, Op. Cit., p. 78.

[88] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad…, op. cit., pp. 362-363.

[89] José GOÑI GAZTAMBIDE, Historia de la Bula de la Cruzada en España, Vitoria, Editorial del Seminario de Vitoria, 1958, p. 375.

[90]  Francisco J. LORENZO PINAR, Muerte y ritual…, op. cit, pp. 122-124.

[91] Baudilio BARREIRO MALLÓN, “La nobleza asturiana ante la muerte y la vida”, Antonio EIRAS ROEL (coord.), La documentación notarial y la Historia: actas del II Coloquio de Metodología Histórica Aplicada, Santiago de Compostela, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Santiago, 1984, p.34. Mayor retraso en la implantación de esta costumbre se da en Andalucía, pero de igual forma se produjo tal como ilustran María José de la PASCUA SÁNCHEZ, Actitudes ante la muerte en el Cádiz de la primera mitad del siglo XVIII, Cádiz, Diputación Provincial de Cádiz, 1984, p. 111 y José Antonio RIVAS ÁLVAREZ, Miedo y piedad, testamentos sevillanos del siglo XVIII, Sevilla, Diputación Provincial de Sevilla, 1986, p. 117.

[92] Fernando MARTÍNEZ GIL, Muerte y sociedad…, pp. 560-561.

[93] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad…, op. cit., pp. 377.

[94] Juan de la ANUNCIACIÓN, Segunda parte del Promptuario del Carmen, Madrid, Imprenta de los herederos de Antonio Román, 1699, Diálogo IX, p. 315.

[95] Pablo GARCÍA HINOJOSA, Simbolismo, religiosidad…, op. cit., pp. 370-385.

[96] Fernando MARTÍNEZ GIL, Muerte y sociedad…, pp. 564-565.

[97] Juan de la RIPIA, Práctica de testamentos y modos de suceder, Madrid, Imprenta de Ángel Pascual Rubio, 1718, p. 28, pp. 115-116.

[98] Fernando MARTÍNEZ GIL, Muerte y sociedad…, pp. 566.

[99] Teófanes EGIDO LÓPEZ, “La religiosidad colectiva de los vallisoletanos”, Valladolid en el siglo XVIII, Vol. V de Historia de Valladolid, Valladolid, Ateneo de Valladolid, 1984, pp. 159-244.

[100]  Francisco J. LORENZO PINAR, Muerte y ritual…, op. cit, pp. 125-135.

[101] A. de Protocolos del Distrito de Don Benito. Guareña, Protocolo de Sebastián Barrero, 1688, L. 139, fol. 77 rº.

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