Oct 011974
 

Narciso Sánchez Morales.

No esperaba el que esto escribe que unas manifestaciones suyas, casi informales, sobre la Asociación de Caballeros de Yuste, fueran a reproducirse el periódico de tanta tirada como ABC de Madrid, y quisiera, que ha forma de escolión, se me permitieran unas matizaciones, antes de tocar el tema que me propongo. Y no es que yo rectifique a la periodista Isabel Montejano Montero, que tan fidedignamente las expuso, sino a mí mismo, en pequeños detalles, ante las llamadas telefónicas y cartas de algunos. Bastan, creo, dos rectificaciones: que la Asociación no está ubicada en Plasencia, -aún que en esta Perla del Jerte resida una de las más escogidas élites de los asociados, si no en Cuacos de Yuste- y que la finalidad principal es la que reza en nuestros Estatutos: a) estudio, defensa y difusión, de cuanto atañe a la protección, auge e historia del Monasterio de Yuste; y b) propagación de lo que fué y representó la estancia del Emperador en él y su Ideario de la «Universitas Christiana». La periodista transcribió «ad pedem dicti» cuando recogiera en su magnetofón, y a mí se debe, no a ella, la falta de exactitud en mis manifestaciones.

He titulado mi trabajo Tanatodoxia Hispana, palabra, la primera, que he extraído de mi caudal hélenico y significan tanto como gloria a la muerte, mientras he dudado entre el calificativo «hispana» y el más peninsular de «ibérica», ya que esta Tanatodoxia comprende tanto el tributo rendido por España a sus preclaros muertos -(a un Emperador, en Yuste, a innúmeras personalidades regias, de Austrias y Borbones, en El Escorial, y al Pueblo todo español, en el Valle de los Caídos)- como a Portugal, con su culto a la muerte en Mafra y Batalha punto al fin y al cabo, siguiendo a Camoens, España es, quieran o no los transpirenaicos, cabeza de Europa, y la hermana Portugal, cumbre y cimera de esa cabeza: «Eis aquí se descobre a nobre Espanha-como cabeça alí de Europa toda…Eis aquí,cuase cume da cabeça-de Europa toda, o reino lusitano.»

Obsesión ha sido, en ambas naciones hermanas, esta veneración a los muertos; acá, compasión ardorosa, allá, con «pathos» saudodoso, como un barrunto de los fatídicos desasimientos de sus imperios coloniales.

Nos encontramos ante un IV Centenario gigante, el de El Escorial, que nubla, en cierto modo, esa otra conmemoración de fúnebres provesiones por los campos de España. A uno rematado el panteón de los Reyes, ordena Felipe II que sean trasladados solemnemente a la cripta subterránea todos los muertos de la Casa de Austria. «Esta octava maravilla-religiosa grandeza de un Monarca» se convierte así en el común reposadero «koimateriun» de todos los Reyes e infantes de las casas de Austria y Borbón. Sólo un hueco regio espera impacientemente al más reciente y caliente de los Monarcas, esperando se le haga la misma justicia que la hermana Portugal rindiera, no ha mucho, a su último Rey.

Es la gloria, «doxa» o «schechina», que los mortales tributan al último eslabón que les une a todo Hacedor de jerarquías, de Emperadores, Reyes y Caudillos, y por cuya delegación plasman en sus monedas el cuño de «por la gracia de Dios».

Hace cuatrocientos años cuatro procesiones funerarias, como fúnebres riachuelos que fueran a desembocar aún como un regio Leteo, recorren todo el perímetro patrio, de periferias a centro, partiendo respectivamente del Monasterio de Yuste, la capilla monacal de Tordesillas, la real de la Alhambra y el cementerio regio de Madrid. Las cuatro se reencuentran en la explanada que precede al Monasterio de El Escorial. De Yuste, atravesando las faldas de Gredos y las llanuras de la imperial Toledo, arriba a la llanada escurialense el arcón que contiene los restos del César Carlos; de Tordesillas, por la hendidura que separa Guadarrama de Gredos, que llegan los vasos ya vacíos de amor de Juana la Loca y de su hija María, la desconsolada viuda de los campos de Mohacs; de Granada, de su Alhambra, accede la flor y nata de la conjunción hispano lusa, la emperatriz Isabel, ya sin hedores, pero con colores de santidades borgianas, con sus dos hijos los Infantes Juan y Fernando, acompañada de la reina Leonor, eslabón entre España, Portugal y Francia, y de la primera esposa de Felipe II, María la portuguesa; por último, del mismo corazón de Madrid, la desventurada pareja de Isabel de la Paz y el Príncipe Carlos. Toda Europa, desde los campos hungáricos hasta las saudodosas riberas lusitanos, pasando por los Alpes danubianos y las llanuras galas, aportaron polvo y ceniza de universalismo carolino a la cripta regia del Panteón escurialense. Triste sino de un Rey solitario que, en vez de esparcirse por Europa o asomarse al balcón lisboeta de cara al dilatado Atlántico, reduce a Europa, pero a una Europa ya muerta, a las soledades pétreas del Escorial. Desde las soledades no se gobierna a los pueblos, porque las soledades son soledumbres para ser gobernadas por Dios.

Tres símbolos hispanos proclaman la tanatodoxia o glorificación de la muerte, símbolos levantados, respectivamente, por un Emperador, un Rey, y un Caudillo: el de Yuste, como gloria a un solo muerto, a un Emperador, donde la sencillez y austeridad de un sepulcro albergará la suma grandeza de un Imperio universal; el del Escorial, como gloria a los muchos Reyes de una España cerrada, Panteón regio que crece a medida que decrece el poder material; y el del Valle de los Caídos, como gloria a todo un pueblo muerto, Mausoleo gigantesco como última expresión de un imperio hispano reducido a la nada, pero como ceniza amorfa de donde puede resurgir el Ave Fénix de una Hispania más real y existencial.

La tríada de gloria a la muerte ha quedado plasmada en tres puntos geográficos de la columna vertebral de Iberia: el Sistema Central, la cuna de Celtiberia.

Yuste es el desengaño y fracaso de una idea imperial, de una «koinonia» o comunidad cristiana, ideal realizable siempre que todos los pueblos acepten la praxis del cristianismo. Yuste no ha perdido su vigencia, que es tanto como tolerancia, comprensión y universalidad. En Yuste muere no un iluso, sino un decepcionado del cristianismo vigente, de un cristianismo que persiste en conjuntar la antinomia de poder y gracia, de una teocracia que se erigirá en idiosincrasia regia en la fortaleza ebúrnea del Escorial. He ahí la antítesis de la tesis yustina: la monarquía entendida a la manera de los Felipes austriacos.

Nada extraño que fluyan las simpatías hacia Yuste, mientras se mire con recelo a El Escorial. Una Asociación, como la de los Caballeros de Yuste, con unos Estatutos que se van amoldando a las características e idiosincrasias de los pueblos que la aceptan, tiene muchos visos de prosperar y favorecer un entendimiento universal. El ideario de Carlos V está aún por explotar. Fue en todo un modelo, en su política exterior y en su interior. Ahora, en nuestra próxima Asamblea de otoño en Yuste, a la que asistirán delegaciones internacionales, el profesor de la Universidad de Salamanca, don Manuel Fernández Alvarez, digno continuador de Rassow, Menéndez y Pidal,Carande,…, nos va a desarrollar la tesis del «Poder y la Oposición bajo Carlos V», que, en el fondo, coincide con Salvador de Madariaga cuando escribe que «para Carlos V el poder sólo era un medio para servir, y si terminaba el servicio, su alma de aristócrata exigía la abdicación».

El Valle de los Caídos es un volver a empezar de la nada, borrando diferencias ideológicas. Que España sea fiel a este símbolo de igualdad en la muerte, para establecer esa misma igualdad en todos los estamentos de la vida, sería volver a esa aristocracia del espíritu, creadora de una inteligencia nacional y universal.

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