Juan Pablos Abril.
“Como llegó la fe y la redención de Cristo
desde Jerusalén a Roma, desde Roma a España
y a la provincia Lusitana que actualmente es
Extremadura y de aquí por rutas marinas
del imperio de Carlos V a América”
DE JERUSALÉN A ROMA, DE ESPAÑA A AMÉRICA ¿CÓMO VINO LA FE DE CRISTO Y LA REDENCIÓN?
Os va a sorprender, pero nuestra religión está en Trujillo antes de que Extremadura se llamase Extremadura porque había llegado ya la Pasión del señor. Todo esto puede muy bien comprenderse estando en Jerusalén.
Olvidamos muchas veces al evocar el Evangelio, que Cristo empieza a actuar en el mundo bajo el signo de Roma. El verbo de Dios aterriza desde las alturas de la divinidad, en una Palestina que es provincia romana, y se encuentra, primero de niño y luego de hombre, con dos Herodes representantes de Roma. Arquitectos y constructores fecundos que, siguiendo el impulso de Roma, llenan de piedras romanas la tierra de Cristo: anfiteatros, templos, arcos, puentes, circos, calzadas… calzadas romanas, sobre todo.
¡Que misteriosa y sugestiva evocación la de una calzada romana que para el que sabe leer en las piedras!, esas calzadas reunidas y atadas todas juntas en esa piedra central del Foro romano aunaban, a su vez, a todas las personas del Imperio. Pisando piedras de calzadas romanas, sin salirse de ellas, podían visitarse todas las provincias del Imperio.
Se tiembla en Roma al alargar la mano y tocar en el foro la piedra de donde arrancaban y en donde empezaban a enumerarse las calzadas romanas… De la impresión de que se toca el timbre del imperio y contestan todas las provincias al unísono, en todas las lejanías, en todas las latitudes, en todas las lenguas.
En Roma se situó la llegada de Cristo; lo acusaron las calzadas romanas, porque no podemos olvidar señores el mensaje evangélico comenzó a rodar por las calzadas romanas y tampoco el solar emeritense es nudo de ellas.
No hay que imaginarse siempre un Cristo caminando sobre un nimbo de polvo por caminos agrestes y aldeanos. Hay que proyectar su figura de redentor sobre los cauces culturales y civilizadores de las calzadas romanas. Sus pies evangelizadores sobre piedras gigantes de Roma. Aunque luego la trama secundaria de sus itinerarios se desvíe, en trochas y atajos por los polvorientos caminos del Oriente.
Jerusalén centro de Palestina; y de Jerusalén irradiándose calzadas romanas a todas partes. De Nazaret, pasando por Jerusalén y bajando por Hebrón a Egipto, calzada romana. De Jerusalén, por Betania y Jericó, hacia Petra, calzada romana. Calzada romana de Jerusalén a Cesarea del Mar, de Nazaret a Tiberiades, de Tiberiades a Cesarea de Filipo. Calzada romana de Jerusalén, Vía Emadus, hacia Jafa. Todo el mapa del Evangelio pavimentado con piedras de calzadas romanas. Y sobre estas piedras, Cristo. Permitirme que por su resonancia posterior evoque con el verso del padre Ramón Cúe este momento tentador:
“Un día, cuando fue hombre perfecto,
irrumpiste con el paso decidido
Por un tramo, de Judea, de calzada romana.
Y el peso retumbó en el Capitolio
aquel bloque romano que pisa este
se lo dijo el siguiente: ¡ya ha llegado!
Corrió de piedra en piedra aquel alerta,
sacando chispas de oro a la calzada,
como un total de cascos sin caballo.
De Judea fue a Siria. De Siria a Capadocia.
Salto de un salto al Ponto, llegó a Tracia.
Fue un calambre en Dalmacia; llegó a Italia,
la atravesó el relámpago a Roma.
Y entró como un galope despertando
tumbas y pinos por la Vía Apia.
Fue un penacho de fuego, crepitante
en la piedra del Foro en que se anudan
serpientes, las calzadas del Imperio: ¡ya ha llegado!
Y todas las calzadas, cual manojo de látigos,
sobre la espalda curva de la tierra
restallaron sus ecos: ¡ya ha llegado!
También la Curia, el Capitolio, el Foro;
y los dioses sufrieron
que alguien ya les contaba al fin los días.
Todo fue una mañana en que pisaron
Cristo, por primera vez, sus sandalias
la calzada romana.
Tu no llevabas toga, ni podrías llamarte
ciudadano romano. Tú no hablaste en el Foro
ni copiaron tu imagen los mármoles mojados en las termas.
Tú no leíste a Virgilio y Cicerón. No eras
maestro de Elocuencia o Derecho.
Saliste una mañana a tus caminos.
¿Tras qué oveja perdida soñarías?
Se metió entre ellos la calzada romana;
Se alegraron los doce de aquel firme sin polvo.
¡maestro, esto lo han hecho los romanos!
Sonreíste lejano y avanzante
tu pie sencillo de pastor pacífico;
pisaste la calzada y tembló Roma.
Y tal vez a tu lado dijo Pedro -la piedra-:
¡maestro! ¿no te gusta este camino?
Sin saber que ya estaba Él comenzando
por aquella calzada de Judea
su camino de triunfo y sangre Roma”.
Pero es que hay más. Comienza la primera Semana Santa del mundo, y ¿habéis pensado alguna vez que ese primer paso de la primera Semana Santa redentora empieza en una calzada romana? Acaba de descubrirse hace muy pocos años en Jerusalén en el subsuelo de un convento de monjas francesas, el pavimento romano del “Litrostotos”, el patio donde Pilatos, el nombre del Derecho, condenó a Cristo sobre estas piedras romanas y se fue transmitiendo la noticia hasta llegar al Foro:“un gobernador romano ha condenado a muerte a un nazareno por rebelarse contra el César, según dicen los judíos”.
Todo el mundo romano: soldados, cascos, caballos, carrozas, sobre piedras romanas, en el principio de la Pasión de Cristo. Ahí, sobre una calzada romana del Imperio, el primer Nazareno de la historia, sobre piedras romanas, le echaron la cruz a cuestas. Sobre piedras romanas, el primer Vía Crucis de la Redención. Y las piedras romanas del Imperio supieron que por su cauce empezaba a correr el río terrible de sangre de la Pasión y Redención.
¿No comprenderéis la evocación tentadora y fascinante? ¿No veis de pronto, señores, hace cerca de dos mil años, a ese Cristo Nazareno en el arranque de una calzada romana? ¿No ves como esa figura redentora empieza a multiplicarse y repetirse y a caminar en todas las direcciones del Imperio Romano?
Y aquí, en Lusitania, esperaba una colonia Norba Casarensis, capital de la provincia, y un solar que después sería Extremadura, a la que llegan también las calzadas romanas, atada con Roma y conectada con Jerusalén. Empiezan a repartirse, caminando con la cruz, invisibles imágenes del nazareno que van avanzando hacia todas las provincias del Imperio en anticipo y preludio jubiloso de Redención.
Y nosotros vemos un Nazareno que por las Galias entra en España, un Nazareno que por la Tarraconense se dirige a Lusitania, un Nazareno se avanza abrumado por la cruz hacia la colonia Norba Casarensis dejando sobre el oro de la calzada la huella sangrienta de sus pies.
¿No me dejáis evocar esta figura de hace veinte siglos cuando Trujillo no era Trujillo, ni España era España? ¿Me dejáis evocar ese Cristo invisible pasando por el puente romano de Mérida? ¿No veis al Nazareno contando con sus pies destrozados los sesenta arcos del puente atravesando, con la cruz, los setecientos metros del viaducto, doblándose cada arco como si fueran a quebrarse al adivinar sobre su piel el paso del Nazareno? Arcos y puentes que se convierten a veces en nazarenos para sostener arriba la cruz de la Redención. Arcos y puentes, cirineos de Cristo, mientras el agua del Guadiana es paño de Verónica para enjugar su rostro. ¿No veis al Nazareno que pasa junto al teatro romano de Mérida, que entra invisible en su recinto, actor divino de la más alta tragedia de los siglos, con pasmo en los fustes, temblor en las estatuas y aullidos en los fosos? Y ¿No le veis llegar hace veinte siglos a esta provincia? ¿No lo creéis? Preguntárselo a un testigo que no ha visto. ¿No le veis cruzar por esta calzada próxima a lo que hoy es la gran ciudad trujillana?
Acercados una noche de sus puentes y a esa diosa Ceres de la Plaza Mayor de Cáceres que hace veinte siglos contemplaron al primer Nazareno pisando piedras romanas. Ceres, la diosa de la fecundidad, el símbolo y exaltación de la colonia, ¡preguntárselo!
Escudriñar sus ojos y, en el fondo de esas pupilas ciegas de mármol, encontraréis la imagen de un Nazareno, vuestro hermoso Nazareno, antes que Trujillo fuera Trujillo, por esos suelos donde se adora hoy a Cristo. Ese nazareno (bellísimo e inspirado) nuestro, esculpido por Joseph Jiménez Sánchez, natural de Logrosán en 1693, y que hoy se venera en la iglesia de San Pedro.
LA SEMANA SANTA QUE ENVIAMOS A AMÉRICA
Vino a nosotros una Semana Santa misteriosa e invisible, por caminos de piedra romana, como preludio de esta eclosión que vais a celebrar. Pero es que después de nosotros, Extremadura, mandamos a América, por rutas marinas de otro imperio, el de Carlos V que tanto quiso a Extremadura, que a morir vino a ella, invisible y misteriosa, otra Semana Santa.
Al Nuevo Mundo fueron llegando los conquistadores. No es ya sólo de Trujillo y Cáceres; es el prodigio y pasmo gemelo de las dos hermanas extremeñas. En México, en Perú, en Chile, en toda América -aunque sin monumentos ni estatuas-, se impone aplastante la presencia, el señorío y hasta el aliento de nuestros dioses extremeños.
Pero quiero detenerme, con el padre Ramón Cúe, en el instante de la llegada triunfal y fecunda de nuestra Semana Santa a América. En la altiplanicie mexicana, entre México y Puebla de Los Ángeles, síntesis de tantas pueblas españolas, síntesis de palacios, de estilos, de azulejos, en esa altiplanicie a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, en un escenario fabuloso de inmaculados volcanes, se levanta el convento franciscano de Trescala, en cuya capilla lateral de la epístola sitúa el padre Bernáldez el principio simbólico de la Semana Santa llevada a México y a América por Extremadura. ¡Es una pila bautismal! La más vieja de América. Venerable y santa abuela. Colosal piedra de granito monolítico, tazón de piedra para un cíclope y, sobre la pila, una lápida canta el más bello y primitivo poema de la fe mexicana, el pregón de la Semana Santa en América:
“En esta fuente fueron bautizados los cuatro senadores de la República de Trescala don Juan Diego, capellán del ejército de Hernán Cortés, y fueron padrinos de los cuatro senadores D. Hernán Cortés y sus cuatro distinguidos capitanes: don Pedro de Alvarado, don Andrés de Tapia, don Gonzalo de Sandoval y don Diego de Oliz”.
Y para completar la evocación y el trasunto, en el Palacio de Chapultepec, en México, entre milenarios ahuehetes, hay un viejo lienzo, ahumado y oscuro, en el que se plasma la escena. Los cuatro senadores indios de la sangre real de la República de Trescala, símbolo también de todo un mundo. América, que se bautiza en la pila bautismal; y al lado de ella, junto al fraile franciscano que vierte el agua como ministro del sacramento, se yergue el padrino por excelencia, don Hernán Cortés quien ya no tiene espada en la mano sino un cirio encendido en la diestra. Y mientras cae el rumor del agua y suena la canción sacramental “yo te bautizo…”, se oye la voz conquistadora de Hernán Cortés, que reza, castellano recio, con toda la simbología, con toda la reciedumbre y la solera de esta vieja Extremadura, ese credo católico que va entrando misteriosamente en el alma de los cuatro senadores de Trescala y, por ellos, en el alma recién nacida a la gracia de América. Cortés, el irresistible conquistador, ya no tiene espada sino un cirio, pero… ¿No son cirios las espadas y las espadas cirios? ¿Pero qué era en las manos de Cortés una espada sino una razón para encender cirios en América? Cirios, espadas, es igual. Porque en Guadalupe -¡qué obsesión de bautizar los extremeños!- se había ensayado antes la escena y se habían bautizado dos de los indios que trajo Colón como muestra de aquella raza a los Reyes Católicos probablemente no seguramente, en esa tasa de granito que está frente a la fachada del Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe en la Plaza Mayor, con el agua virginal de la sierra, la canción de la fe de América bautizada en Extremadura.
Y ahora ya empieza a nacer y crecer, multiplicándose, las pilas bautismales en todas las latitudes y en todos los paisajes de América. En México, en Puebla, en Quito, en Cuzco, en Lima, en Chile, en Buenos Aires, pilas bautismales; Redención aplicada de esas Semanas Santas. Esa sangre, esa pasión, esa muerte de Cristo, aplicada ya a cada una de aquellas armas de un mundo recién conquistado.
Esa redención de Cristo llevada por esas rutas conquistadoras de aquel imperio católico hasta México, hasta América, empieza a celebrarse y conmemorarse en la liturgia de la Semana Santa, en el espectáculo devoto y edificante de esas procesiones de la semana mayor, trasladadas, entre cirio y espada de los horizontes ilimitados de Extremadura, al escenario colosal -selvas, ríos, volcanes- de un Nuevo Mundo.
EN AMÉRICA SANGRAN CRISTOS GRACIAS A EXTREMADURA
En América sangran cristos y lloran vírgenes gracias a Extremadura; y en las penumbras devotas de viejas iglesias y conventos se encuentra uno con todo un mundo de imágenes que escapó de los talleres de los imagineros españoles por la ruta de la conquista a América. ¡Ay si hubiésemos podido nosotros comprobar y catalogar todo ese desfile de: cristos, dolorosas, nazarenos, cirineos y verónicas que fueron saliendo de nuestros talleres, perdidos y reclamados por un nuevo mundo que no tiene imágenes y que necesita “pasos”, cristos, dolorosas, para glorificar en sus procesiones la Redención del hombre por el dolor!
En Canarias, cuando fuimos gobernadores de Santa Cruz de Tenerife, hallamos cristos y vírgenes traídos de España por su ruta de escala marinera, que también se quedaron allí porque hacían falta, como quedó patrona la virgen de Guadalupe en la única isla colombina que es La Gomera. Allí quedó el Cristo de La Laguna, enviado al adelantado mayor Fernández de Lugo por un amigo suyo de Cádiz.
Hay una emocionada nota que ilumina este instante en que España puebla de santos América. Es de Sevilla. El canónigo Vázquez de Leca encarga a Martínez Montañés el “Cristo muerto”, hoy “de los Cálices”, en la catedral de Sevilla. Montañés acepta el contrato con una condición: “que quedase en España y no se lleve a Indias ni a otras partes y se sepa el maestro que lo hizo para gloria de Dios”. Y añade el imaginero que el Cristo que va a tallar va a ser “mucho mejor que uno que los días pasados hice para las provincias del Perú, en las Indias”.
Porque había peligro que toda espléndida pieza, Cristo o Virgen, que saliera de un taller fuera inmediatamente reclamada por América, como si América toda pudiera, para saciar sus ansias de Semana Santa, las gubias de los imagineros españoles, castellanos, andaluces o levantinos.
Esta España que mandaba siempre en todos los órdenes todo lo mejor que tenía para la evangelización de esas tierras americanas. Con esas imágenes consignadas, de este nuestros talleres hispanos, se celebraron -gracias a Extremadura, gracias a Cáceres, Trujillo y Plasencia- las primeras procesiones, las primeras Semanas Santas en las nuevas tierras recién redimidas para Cristo y para España.
LA SEMANA SANTA DE NUESTROS CONQUISTADORES
Pero quiero evocar delante de vosotros otra visión más escondida, más humana, la de otra Semana Santa llevada por nuestros antepasados, con ejemplo propio, hasta América. Toda nuestra vida es -o debe ser- una repetición, quién lo duda, de ese ciclo inconcluso que es la vida y la Pasión de Cristo. Y cuanto más hermoso y más entrega haya en una vida, mejor actualizara, hasta sangre y el sacrificio, esa semana santa, esa vía dolorosa, ese calvario y ese Getsemaní que dentro de cada uno vais a reproducir con dolor y con júbilo espiritual de redimidos por estas calles de Trujillo.
Pero es que el paso de los conquistadores extremeños, en esa interpretación gigantesca de lo heroico por las tierras de América, fue también -¡somos pequeños cristos que reproducimos paso a paso la vida del maestro!-, en esos escenarios gigantescos de las selvas, la maleza, los ríos y los volcanes, una misteriosa e incomprendida Semana Santa. Más viva, más cálida, más auténtica que la de los imagineros.
Permitidme que empiece con Hernán Cortés y que evoque, en la lejanía de Jerusalén, un cuerpo con olivos y un Hombre Dios que ya no puede más, y que sobre la tierra tiembla, tiene miedo y suda sangre. La fortaleza troncada es debilidad. A los olivos de Jerusalén yo acerco ahora con todo respeto un ahuehete, un viejo árbol de México. Perdonad la comparación, pero somos, repito, y esto justifica mi evocación, dobles de la Pasión de Cristo. Brazos largos, como decía Cabodevilla hace pocas noches en su pregón en Cáceres.
Hay un árbol gigante y milenario en las afueras de México, frente a la ciudad de los canales, como los ocho olivos frente a las murallas de Jerusalén. Hay un ahuehete a las afueras de México, a cuya sombra se sentó una “noche triste” para llorar su tragedia, su pena y su derrota don Hernando de Cortés, aquel hombre que había sido tenido por los indígenas como un dios, el dios del rayo, el dios de la guerra, el dios del caballo; y en aquella terrible derrota Cortés se siente -mejor dicho-, se derrumba bajo el árbol de la noche triste para llorar en el preludio de su humillante y dolorosa Pasión.
¡Cómo ha caído Cortés paseando su “pasión” por las tierras de América! ¡Cómo esta vida de los conquistadores es un Vía-crucis! Una calle de la amargura que atraviesa América de punta a punta, con las catorce estaciones, mil veces repetidas.
Un Vía-crucis que un día paseó por las orillas del Mississippi Hernando de Soto descalzo entre las selvas y los mosquitos, debilitado por la malaria -Vía-crucis olvidado-, para descubrir un río. Cayó aplastado sobre el río con la cruz de su empresa, encontrando en el río gigantesco, tumba y altar, calvario y sepulcro a un mismo tiempo. Igual que Francisco de Orellana, roto y desecho por el Amazonas, el río más caudaloso de América.
Vía-crucis de los extremeños en las selvas vírgenes del Amazonas, del Orinoco, del Plata, del Magdalena. Vía-crucis de los extremeños con la cruz a cuestas, descalzos, hambrientos, perseguidos, incomprendidos, sin cirineos para llevar la cruz, sembrando a Dios y España por las selvas americanas, que los rechazaron con ese misterioso poder con que las tinieblas tratan de aplastar la luz y matar a los redentores.
Y al final del Vía-crucis, ¡cuántos calvarios! ¡cuantísimos calvarios! En el final de la vida de tantos extremeños se yergue un calvario en las tierras americanas. Patíbulo de Núñez de Balboa, descubridor del Océano Pacífico, con un tajo que separaba su cabeza y que la hace rodar de bote en bote. Patíbulo, muerte desconocida, olvidada, solitaria, humillante, de tantos y tantos conquistadores extremeños que hicieron posible la conquista, la civilización, la misión, la redención de América. Y, como nuestra prócer, como símbolo clave, trujillano, ese último calvario, allá abajo, en el Perú, de don Francisco Pizarro, símbolo de Extremadura. Está solo; irrumpen de pronto conjurados en su habitación; no tiene tiempo de vestirse la armadura; consumando enrollado hace un escudo de defensa en la izquierda, descuelga con la derecha la vieja espada de la conquista, “venid acá mi vieja espada”, y con tan mezquino escudo y tan improvisada defensa hacer frente y espera a los conjurados. Son muchos. Le acosan. El cerco se va haciendo más apretado. Cuchillada que se aventura es contestada todavía por el brazo fuerte de Pizarro. Uno de los conjurados se arriesga demasiado y lo inserta en su espada Pizarro, pero de tal modo le clava la espada hasta la empuñadura, que no tiene tiempo de sacarla, y mientras forcejea por recuperarla caen sobre él los conjurados y le apuñalan. Pizarro cae al suelo entre heridas desgarrándose. Y mientras -calvario de héroe, final de conquista- se desangra en el suelo, Pizarro moja el dedo de su mano derecha en la sangre de una de sus heridas, traza una cruz con sangre en el suelo y la besa. Y como cantó bellamente el padre Cúe, grandioso poeta mexicano hijo de padres españoles:
“Con caliente sangre impresa.
Sobre la tierra una cruz.
Sobre ella un rostro sin luz
que ya no la ve y la besa.Ni Atahualpa al quedar preso,
ni tu caballo, ni el peso
de tus soldados, ni tú.
¡tu sangre, una cruz, un beso,
conquistaron el Perú!”.
Esa cruz de sangre sobre la tierra americana, ese calvario de héroe, esa ofrenda y sacrificio, se junta misteriosamente al eterno sacrificio de Cristo que redimen y sublima todos los sacrificios, todos los sudores, todos los fracasos, todos los dolores y muertes de la Humanidad. Y esa muerte de Pizarro, injertada cara en Cristo, se convierte en la lejanía de la Historia de un “paso” de calvario en la Semana Santa de América, que con su sangre y con su muerte redime con Dios y para Dios el suelo americano.
Y tras la muerte, el sepulcro. Toda América es un panteón colosal a la intemperie, entre águilas y cóndores, de los conquistadores españoles. Y en Jerusalén el sepulcro de Cristo. Con una infinita diferencia. La tumba de Cristo está vacía. Las tumbas de los conquistadores, hombres nada más al fin y al cabo, están llenas. ¡Llenas de huesos y llenas de gloria!