Rocío Periáñez Gómez y Felicísimo García Barriga.
1. El Mediterráneo, una zona conflictiva en tiempos de Cervantes.
La vida de Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616) se inscribe dentro de una época crucial para los territorios de la Monarquía Hispánica, al contemplar la posición hegemónica conseguida con Carlos V y Felipe II y el lento declive iniciado tras la derrota de la Armada Invencible (1588), que se confirmará más allá de la vida de Cervantes, durante el reinado de Felipe IV (1621-1665). Este dominio político tuvo profundas repercusiones en la vida de los españoles de la época, tanto positivas como negativas. La apertura de España al mundo posibilitó, por un lado, la penetración en nuestro país de las corrientes culturales más importantes de la Europa del momento, tanto por la llegada de personas procedentes de todos los continentes como por la salida al extranjero de muchos españoles, dispuestos a aprender en los principales centros culturales europeos.
Sin embargo, la enorme amplitud territorial de la Monarquía Hispánica provocó que ésta tuviera que defenderse de muchos enemigos ansiosos o de derribar su hegemonía o de liberarse de su dominio; por ello, la actividad bélica fue una constante durante prácticamente todo este período, sobre todo durante los reinados de Carlos V (1516-1556) y Felipe II (1556-1598), y miles de españoles salieron de sus casas, de grado o a la fuerza, para defender los intereses dinásticos de sus reyes[1].
Dentro de este amplio panorama de guerras en las que los reinos hispánicos se vieron envueltos durante los siglos XVI y XVII, el enfrentamiento contra el imperio otomano fue quizás el que mayor apoyo popular tuvo, dado que reproducía el viejo esquema heredado de la Reconquista en el que chocaban las religiones católica e islámica, y que estaba en realidad en la base ideológica de todo el sistema político y cultural de la época. Puesto que el rey de España (que, no olvidemos, llevaba el título de “Católico”) era el defensor de la fe, la lucha contra el Islam y su máximo representante en estos momentos, el sultán turco, era un deber sagrado de la monarquía.
El escenario fundamental de este enfrentamiento será el Mediterráneo occidental; tras la conquista de Granada, los Reyes Católicos entienden que la lucha contra el Islam debe extenderse al propio territorio musulmán, es decir, al norte de África, aunque no será hasta la regencia de Fernando el Católico (desde 1506), y con la participación fundamental del Cardenal Cisneros, cuando se inicia una decidida expansión por la zona; así, las campañas de Cisneros y del marino Pedro Navarro consiguen la conquista de las ciudades de Mazalquivir (1505), Orán, Bugía, Trípoli y el Peñón de Argel (1509-1510), además de someter a vasallaje a los reyes de Argel, Tremecén y Túnez.
La dinámica favorable a los intereses españoles cambia, sin embargo, con la llegada a Berbería de los hermanos Barbarroja, dos renegados de origen griego que se apoderan de Argel en 1515; desde esa posición privilegiada irán extendiendo poco a poco su dominio por la Berbería central, consiguiendo consolidar un auténtico estado berberisco desde 1529, con la conquista del Peñón de Argel y, posteriormente, con la vinculación de Argel a los otomanos dirigidos por Solimán I el Magnífico (1533).
El problema berberisco se convierte entonces en un objetivo primordial para Carlos V, que ve cómo las comunicaciones entre España e Italia, vitales para el mantenimiento de su política en el centro y norte de Europa, estaban en peligro por los continuos asaltos piratas, apoyados ahora por la poderosa flota otomana. La conquista de Túnez (1535) constituye en este contexto el gran triunfo de Carlos V en el Norte de África, y en realidad el único éxito de cierta importancia en esta larga pugna que obtuvieron los españoles hasta la victoria de Lepanto en 1571.
Desde entonces, el auge de la piratería, con asaltos en alta mar y cada vez más audaces incursiones en las costas peninsulares del Mediterráneo, en las islas y en el Sur de Italia, se intentó contrarrestar con grandes expediciones dirigidas contra los centros corsarios más importantes, como la de don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete, ante la ciudad de Mostaganem (1558) o la dirigida contra los Gelbes (1560), y que, sin excepción, fracasaron lastimosamente, provocando al tiempo el cautiverio de miles de soldados españoles. El momento culminante de la gran ofensiva turco-berberisca contra la Monarquía Hispánica y sus aliados fue el gran asalto de la isla de Malta en 1565, que fue heroicamente defendida por los caballeros de San Juan.
Este fracaso no significó, empero, el fin de las intenciones expansivas de los berberiscos, ya que en 1570 Túnez caía en manos del virrey de Argel. Justo en ese momento, y después de acabada la sangrienta guerra de las Alpujarras para reprimir la sublevación de los moriscos granadinos, Felipe II firmaba con la Santa Sede y con Venecia la llamada Liga Santa, con el propósito de conseguir una victoria decisiva contra los turcos. La armada cristiana, al mando de don Juan de Austria, consiguió derrotar a la turco-berberisca en la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), triunfo cuyos efectos fueron más morales que reales; el halo de invencibilidad que desde hacía muchos años envolvía a los turcos se disolvió, pero no por ello disminuyó su capacidad militar ni los deseos de imponer su hegemonía. Así, el control de Túnez, recuperado por Juan de Austria en 1573, sólo duró un año, cayendo definitivamente en manos turcas junto con la fortaleza de La Goleta en 1574.
Desde este momento, y sobre todo tras la agudización del conflicto en los Países Bajos, Felipe II decide que es imposible acabar militarmente con el problema berberisco y ordena el comienzo de las negociaciones para conseguir una tregua entre la Monarquía Hispánica y la Sublime Puerta. Esta tregua, firmada en 1578 y renovada en 1581, supone de facto el fin del enfrentamiento abierto entre ambas potencias pero, paradójicamente, representa al mismo tiempo el comienzo de la etapa de mayor impacto de las actividades corsarias, puestas en práctica por uno y otro bando[2]. Desde este momento, por tanto, los mayores perjudicados por este conflicto soterrado entre cristianos y musulmanes serán los soldados de los presidios norteafricanos, los marinos que viajan entre España e Italia y también por el Atlántico desde las islas Canarias y hacia América, y las localidades costeras de todo el Mediterráneo occidental y de la fachada atlántica, que se convertirán en víctimas más que probables de los asaltos, incursiones y razzias de los berberiscos[3].
2. El cautivo Cervantes.
Durante los siglos XVI y XVII, miles de españoles fueron víctimas de un fenómeno de tanta repercusión como el corso berberisco, del que no escaparon personajes tan conocidos como los autores del Siglo de Oro Jerónimo Gracián, Luis de Mármol Carvajal o, el más famoso, Miguel de Cervantes Saavedra. A través de su testimonio poseemos información de primera mano acerca de las circunstancias que rodeaban al cautiverio, desde la captura hasta la puesta en libertad, pasando por la vida en los baños.
No cabe duda de que esta experiencia que tanto pesaría sobre la trayectoria vital de las personas que la padecieron fue esencial en el caso de Cervantes, como se reflejará tanto en sus escritos como en su carácter y forma de ver la vida. Así lo muestran algunos pasajes contenidos en su obra por antonomasia, El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, tales como estas palabras que pone en boca de su protagonista:
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”[4].
Desde luego, podemos explicar esta reflexión sobre la libertad si tenemos en cuenta la dura experiencia que para Cervantes supusieron sus cinco años de cautiverio en Argel; seguro que él no podía imaginarse lo que le reservaba el destino cuando, con 22 años, allá por 1569, huía de Madrid para escapar de la casi segura condena que iba a recibir por las heridas que había infligido a un tal Antonio de Sigura en la capital del reino; de esta forma llegó a Italia, donde tras pasar algún tiempo frecuentando los círculos políticos y literarios de Roma, se alistó como soldado en los tercios. Así, cuando se preparaba la flota de la Santa Liga contra los turcos en el verano de 1571, Cervantes pertenecía a la compañía del capitán don Diego de Urbina, del tercio de don Miguel de Moncada, que participará en la gran victoria naval de Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros…”, en palabras del propio Cervantes[5].
Tras Lepanto, Cervantes continuó formando parte de la flota de don Juan de Austria, participando en otras acciones en el Mediterráneo central, hasta que en 1575 se dispuso a regresar desde Nápoles a España con su tercio y acompañado de su hermano Rodrigo, embarcados ambos en la galera “Sol”; cerca ya de las costas españolas, la galera fue atacada por el renegado argelino Arnauti Mamí, llevándose a gran parte de los tripulantes de la nave como cautivos a Argel.
Así empezaron los cinco años de cautiverio que Cervantes pasó en Argel hasta que fue rescatado en 1580. Durante ese tiempo, los familiares de Cervantes quisieron rescatarlo; sin embargo, el destino había querido que, cuando fue capturado, Cervantes llevase consigo cartas de recomendación del propio Juan de Austria y del duque de Sesa, lo que a ojos de los musulmanes significaba que se encontraban ante un personaje importante, y por ello elevaron el precio de su rescate. No obstante, Cervantes no se resignó a su suerte e intentó hasta en cuatro ocasiones escapar de su prisión, aunque infructuosamente; la primera tentativa, a principios de 1576, consistió en convencer a un renegado para que huyera con él por tierra a Orán, pero fueron sorprendidos cuando ya llevaban cinco días de camino. En el segundo intento, más elaborado, Cervantes concertó con un cristiano mallorquín recién rescatado la llegada de un barco; en él embarcarían unos quince cautivos, todos hombres principales, que permanecieron escondidos mucho tiempo en una cueva situada a unas tres millas de Argel, donde Cervantes les llevaba alimentos y ropas. Sin embargo, la fuga fracasó por la delación de un renegado de Melilla, el Dorador, que entregó a los cautivos al rey de Argel, el temible Hassán Bajá[6], que puso a Cervantes en el baño del rey “…cargado de cadenas y hierros, con intención todavía de castigarle…”[7].
Ya en 1577, llegó ayuda familiar para su rescate, pero el dinero recibido no fue suficiente para la liberación de los dos hermanos cautivos, y Cervantes prefirió que fuera rescatado su hermano Rodrigo, quedándose él otros tres años más en cautiverio. Pese a todo, no le invadió el desánimo, y ese mismo año, estando todavía en la prisión del rey, intenta de nuevo la huída cuando
“…envió un moro a Orán secretamente con carta al señor marqués don Martín de Córdoba, general de Orán… para que le enviasen alguna espía o espías y personas de fiar que con el dicho moro viniesen a Argel y le llevasen a él y a otros tres caballeros principales que el rey en su baño tenía…”[8].
El moro fue descubierto y mandado empalar por el rey, que también ordenó dar dos mil palos a Cervantes, sentencia que hubiera supuesto su muerte y que no se llegó a aplicar gracias a la mediación de varios personajes berberiscos con los que Cervantes parece haber mantenido buenas relaciones.
Por último, en septiembre de 1579 Cervantes convenció a un renegado español, llamado licenciado Girón, para que diese al mercader valenciano Onofre Ejarque 1300 doblas para comprar una fragata armada y llevarla a Argel, donde embarcaría a unos sesenta cautivos; no obstante, este intento se saldó con un nuevo fracaso, debido en esta ocasión a la delación de otro cautivo español, el licenciado Juan Blanco de Paz, natural de Montemolín. Ante los repetidos intentos de fuga y ya que no parecía que fuese a ser rescatado, el rey Hassán Bajá había decidido llevarse a Cervantes consigo a Constantinopla, con lo que el futuro del escritor habría cambiado y sus posibilidades de regresar a España hubieran prácticamente desaparecido. Sin embargo, y cuando ya estaba embarcado en las galeras que partían a Turquía, el padre redentor de cautivos fray Juan Gil, de la orden de la Trinidad, pagó su rescate con los 280 escudos proporcionados por la familia de Cervantes[9], más los 220 que el fraile tuvo que pedir prestados a mercaderes de Argel[10] para poder reunir la cantidad de 500 escudos de oro que se exigía por su libertad.
La historia del cautiverio de Cervantes es, sin duda, fascinante, novelesca. De eso debía ser consciente el propio autor cuando, inspirándose en su propia aventura, escribió el relato que tiene como protagonista a Ruy Pérez de Viedma, el cautivo que aparece en el capítulo XL de la primera parte del Quijote[11]. No hay que olvidar, sin embargo, que Cervantes fue un cautivo más entre los miles de españoles, franceses, italianos o portugueses que pasaron por el mismo trance, cuyas historias, algunas tan impresionantes o más que la del mismo Cervantes, han quedado eclipsadas por las de cautivos que alcanzaron la fama por otras circunstancias. Es a la historia colectiva de estos cautivos anónimos a la que nos queremos aproximar, abordando diferentes aspectos como las formas a través de las cuales una persona se podía convertir en cautivo, la vida en cautiverio y las vías de las que disponían estos individuos para recuperar su libertad. Para ello, utilizaremos diversas fuentes que nos permiten acercarnos a este fenómeno, desde las memorias de cautivos, listas de rescatados, procesos inquisitoriales, protocolos notariales, documentos oficiales (Consejos, órdenes religiosas, municipios) hasta la literatura de la época, en la que hay que destacar las obras del propio Cervantes.
3. Los cautivos
La palabra cautivo y las relacionadas con ella, cautiverio y cautividad, llevan implícita en su significado y definición la idea de que la guerra es el medio fundamental para caer en esa condición: “la mayor mal andanza, que los omes pueden aver en este mundo”[12]. Sin embargo, desde la Edad Media el término se restringe a las capturas hechas entre enemigos de distinta religión; así, las Partidas de Alfonso X distinguían entre presos y cautivos:
“Captivos e presos, como quer que una cosa sean quanto en manera, de prendimiento con todo esso, grand departimiento ay entre ellos… ca presos, son llamados aquellos, que non resciben otro mal en sus cuerpos, si no es quanto en manera de aquella prisión en que los tienen…, ca de otra guisa, , non tovieron por derecho los antiguos que después que el ome toviesen preso, que lo matasen, nin le diesen grand tormento: por que oviesse de morir, ni lo pudiesen vender ni servirse dél como de siervo ni de sornarle la muger delante nin apartasen a ella dél, nin a los fijos, para vender los, partiendo los unos de otros. Pero esto se entiende de los presos, de una ley, assí como quando fuesse guerra entre Cristianos. Más captivos son llamados, por derecho, aquellos que caen en prisión de omes de otra creencia…”[13].
Los españoles estaban, por tanto, habituados a esta circunstancia desde la Reconquista, porque vivieron el enfrentamiento contra el Islam en su propio país, pero una vez acabado el dominio musulmán de la Península, el problema se desvió hacia el Mediterráneo. De esta forma, durante el siglo XVI la principal causa por la que una persona podía ser capturada fueron las acciones militares de gran envergadura contra los turcos y berberiscos; entre ellas, destacan la fallida expedición de Carlos V contra Argel (1541), el desastre de los Gelves (1560) o la caída de Túnez (1574), así como la famosa batalla de Alcázarquivir (1578), en la que el rey Sebastián de Portugal desapareció y miles de soldados, entre ellos varios cientos de españoles, cayeron en manos de los marroquíes del sultanato de Fez. En el siglo XVII disminuye notablemente la frecuencia de estos enfrentamientos, por la firma de las treguas ya citadas; no obstante, también se producen presas de este tipo, sobre todo en los primeros años del siglo en torno a la isla de Malta[14].
Sin embargo, desde las últimas décadas del siglo XVI, y durante el siglo XVII, estas circunstancias cambiarán, convirtiendo a las acciones de los piratas berberiscos en las principales fuentes para la obtención de cautivos. Ello no quiere decir, sin embargo, que las acciones bélicas no sigan aportando nuevas capturas; por ejemplo, de un total de 4590 cautivos españoles en el norte de África durante el siglo XVII de los que conocemos la profesión, el 41% eran militares[15], el grupo mayoritario; por su parte, también podemos decir que, de los 1411 cautivos rescatados entre finales del siglo XVI y principios del XVII que procedían del interior peninsular, el 60% eran soldados castellanos, andaluces o extremeños destinados a las defensas costeras existentes en el sur de Italia, Andalucía, el Levante español y el norte de África; muchos de ellos habían sido capturados en los presidios norteafricanos, como Orán, Bugía o el Peñón de Vélez de Gomera.
También fueron muy numerosos los capturados en los asaltos a barcos que transportaban tropas hacia Italia, como sucedió con los 349 soldados españoles que, dirigiéndose hacia el ducado de Milán por mar, fueron apresados en 1673 por el renegado canario Alí Arráez[16], los 456 soldados que fueron capturados cuando iban a reforzar el tercio de Nápoles en 1617[17] o, en menor proporción, en las razzias llevadas a cabo en la costa española mientras guarnecían las posiciones defensivas construidas precisamente para evitar las acciones de los piratas.
Sin embargo, la guerra se convirtió a partir de finales del siglo XVI en un “medio” bastante secundario por lo que a las capturas de españoles se refiere, mientras que adquirieron una importancia creciente las acciones piráticas de los berberiscos de Argel, Túnez o Salé, realizadas en teoría en momentos de paz entre España y los territorios musulmanes norteafricanos. En este sentido, los investigadores han considerado la existencia de tres grandes etapas en la evolución del corso berberisco desde el siglo XVI hasta el XVIII[18]:
- 1571-1609, período enmarcado entre la batalla de Lepanto y la expulsión de los moriscos de la península Ibérica. Durante esta etapa, las treguas firmadas entre la Monarquía Hispánica y los otomanos en la década de 1580 supusieron una considerable revitalización del tráfico marítimo en todo el Mediterráneo Occidental, convertido ahora en salida natural desde los puertos italianos y franceses hacia el Atlántico español, desde donde llegaba precisamente la plata americana en cantidades nunca vistas hasta entonces. Ello provocó un espectacular aumento de las actividades piráticas en el Mediterráneo Occidental desde las ciudades de Túnez, Argel o Trípoli.
- 1610-1670, es el momento de mayor peligro para los pueblos y aldeas de la costa española, así como para el conjunto de los territorios que componen la Monarquía Hispánica, porque entre los corsarios se encuentran numerosos moriscos que conocen perfectamente tanto la lengua como la geografía peninsulares. Un caso paradigmático es el de la ciudad marroquí de Salé, donde un numerosos grupo de moriscos se había asentado tras su expulsión de Castilla; entre ellos destacaron los que procedían de la villa extremeña de Hornachos, quienes desplegaron una intensa actividad corsaria en el Atlántico que ponía en peligro las comunicaciones con América[19].
- 1670-1769, es la etapa de decadencia del corso berberisco. En esta fase las dificultades que atraviesan los reinos norteafricanos, con pestes, hambrunas y guerras civiles, a las que hay que añadir la contraofensiva lanzada por las potencias europeas contra el corsarismo, supondrán el declive de las acciones piráticas de los norteafricanos.
Como señalábamos, serán más abundantes los cautivos capturados como consecuencia de la piratería que de enfrentamientos armados entre cristianos y musulmanes. En este sentido, hay que decir que para las ciudades berberiscas la captura de cristianos se convirtió en la actividad económica fundamental, basando su prosperidad tanto en el trabajo forzado de miles de esclavos europeos como, y sobre todo, en el cobro de rescates por sus cautivos. La piratería tiene en este caso dos vertientes:
a) Asaltos en alta mar, hechos de difícil cuantificación, pero que debieron de tener una gran importancia a medida que se estableció en el Mediterráneo occidental una “paz oficial”. Por ejemplo, en sólo cuatro años, entre 1674 y 1677, fueron capturados por los piratas berberiscos 191 barcos españoles, franceses y holandeses, con una elevadísima media de 47 naves al año.
Los barcos capturados eran, como no podía ser de otra forma, mercantes y de pesca; como veremos más adelante, las profesiones relacionadas con las actividades mercantiles y pesqueras agrupaban a una buena parte de los cautivos cristianos rescatados en Berbería. Por su parte, no podemos olvidar la importancia creciente de las capturas de barcos que iban o volvían de América, tanto de mercancías como de pasajeros; sirvan como ejemplo los datos suministrados por Bartolomé y Lucile Bennasar, que aunque sean referidos exclusivamente a los cautivos que renegaron del cristianismo, nos aproximan a esta realidad: contabilizan un total de 41 españoles que luego se convirtieron en renegados y que habían sido capturados en las aguas del Atlántico y del estrecho de Gibraltar; de ellos, casi el 100% fueron capturados durante el siglo XVII, debido fundamentalmente a la aparición de Salé como centro corsario. Así sucedió, por ejemplo, con una fragata que en 1631 volvía de las Indias y que fue apresada, con 107 hombres a bordo, en las islas Azores, o con la fragata armada por el portugués Baltasar Luis que fue sorprendida junto al cabo de San Vicente y toda su tripulación fue llevada como esclava[20].
b) Las expediciones corsarias a tierra firme, que experimentarán un notable incremento durante el siglo XVII afectando no sólo a las costas mediterráneas sino también a la fachada atlántica peninsular, a los archipiélagos atlánticos de las Canarias, las Azores y Madeira, a las costas francesas e inglesas o al Atlántico norte. El objetivo fundamental de estas acciones, aparte del pillaje y el robo, era el secuestro de los habitantes de las zonas invadidas para su venta como esclavos en los mercados norteafricanos; por ejemplo, Amaro Díaz, un renegado portugués ajusticiado en Málaga el 18 de abril de 1655, declaraba que había apresado 2500 personas en las playas españolas entre 1645 y 1655[21].
Profundizando en el caso español, las áreas más afectadas fueron, sin duda, los archipiélagos canario y balear y las costas de Valencia y el antiguo reino de Granada. Por citar algunos ejemplos, en 1586 una incursión argelina contra la isla de Lanzarote tuvo como resultado la captura de unos 200 habitantes de la isla; un resultado más siniestro tuvo la gran expedición de 1618, en la que 36 barcos con 3000 hombres al mando del arráez Mustafá desembarcaron en Lanzarote y apresaron a 900 habitantes, casi un 25% de los vecinos de la isla en ese momento[22].
Las islas Baleares fueron también continuamente golpeadas por el corso berberisco, como demuestran los ataques dirigidos contra Ibiza en 1579 o contra la isla de Mallorca en 1643; por último, las costas valencianas sufrieron varios ataques: Chilches y Moraira en 1583, Altea, Polop y Moraira en 1584[23], o Polop de nuevo en 1588. La situación de inseguridad y de incapacidad para contrarrestar estos ataques era patente, como lo muestran los términos con los que el concejo de Gibraltar se expresaba ante Felipe III señalando que la gente de Gibraltar nunca se sentía segura “…ni de noche ni de día, ni en la cama ni a la hora de comer, ni en los campos ni en nuestras casas…”[24]. Estos cautivos, sin duda la mayoría de los apresados por los berberiscos durante los siglos XVI y XVII, fueron además los menos afortunados, porque en la inmensa mayoría de los casos no fueron considerados “cautivos de rescate” y, por tanto, pasaron el resto de su vida como esclavos, a no ser que se convirtieran al Islam, y la única esperanza que les quedaba tras su captura era que los corsarios decidieran izar la llamada “bandera de rescate”, y fueran liberados inmediatamente, sin llegar nunca a Berbería.
4. La vida en cautiverio.
Una vez apresados, los cautivos eran inmediatamente trasladados al puerto de origen del corsario que les había atacado; allí, su destino estaría marcado por el modo en el que habían sido capturados. Si habían caído prisioneros en una acción de guerra, el cautivo pasaba a manos del Estado o, más propiamente, al rey, al que también pertenecía la quinta parte de los apresados en actividades corsarias y razzias; de las otras cuatro quintas partes de estos cautivos, aquellos de más calidad (o considerados por sus captores como más valiosos y susceptibles de ser rescatados por una cantidad mayor) eran los llamados “aguatis”, e iban a parar mediante venta a manos de la nobleza local, de los grandes arraeces corsarios, muchos de ellos cristianos renegados, o de pequeños propietarios locales. Por último, los hombres, mujeres y niños capturados en las razzias tierra adentro, en su mayor parte campesinos que fueron secuestrados mientras trabajaban en el campo, eran los llamados “cautivos del almacén” o “cautivos del concejo”, y pasaban a ser propiedad comunal de toda la ciudad. Finalmente, hay que tener en consideración a los cautivos “cortados”, que acordaban con sus amos comprar su libertad mediante su trabajo y que cuando obtenían la liberación completa eran llamados “francos” o “de puertas”.
Una vez asignados a sus correspondientes dueños, las distintas categorías mencionadas anteriormente también se reflejaban en los trabajos y en la situación personal de cada uno de los cautivos cristianos; las dos primeras clases, los cautivos del rey y de propietarios particulares, no realizaban trabajos pesados, salvo acarrear agua, piedras o leña, y la mayor parte de su vida transcurría en los “baños” esperando la llegada de los frailes mercedarios y trinitarios con la esperanza de que llevaran la cantidad fijada como su rescate; como decía Cervantes en el capítulo XL de la primera parte del Quijote, “…los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma, si no es cuando se tarda su rescate, que entonces, por hacerles que escriban por él con más ahínco, les hacen trabajar e ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo”[25].
Por su parte, los cautivos del almacén llevaban una vida ciertamente penosa, ya que eran empleados en las obras públicas, sobre todo en las tareas de fortificación de las ciudades contra sus correligionarios españoles y, como destino más aciago, como galeotes en las galeras militares o para extraer sal, mineral o corales en la costa. Los cautivos más afortunados eran los que servían a sus patrones cocinando, lavando la ropa, cuidando de la educación de sus hijos o comprando en el mercado semanal, dependiendo su suerte del carácter o linaje del propietario que lo hubiera comprado.
Quizás el aspecto mejor conocido, al menos sobre el papel, acerca del cautiverio de los cristianos en tierras norteafricanas, sobre todo en Argel, es el de los famosos “baños”, los locales donde se alojaban los cautivos susceptibles de ser rescatados[26], inmortalizados por su más ilustre inquilino, Miguel de Cervantes, en su obras “El trato de Argel” y “Los baños de Argel”, y mencionados constantemente en el resto de su obra.
Estos baños eran en realidad recintos subterráneos que podían tener entre una y tres plantas, repartidas en habitaciones donde podían alojarse unas veinte personas, y que también incluían hospitales, capillas y tabernas donde se podían comprar ropa y alimentos. Hasta mediados del siglo XVI sólo permanecían en los baños los cautivos del rey, aunque a medida que aumentó el número de cautivos cristianos, los propietarios particulares podían introducirlos allí por una pequeña suma[27]. Durante la segunda mitad del siglo XVII había en Argel seis baños donde se amontonaban unos 8000 cautivos, en su inmensa mayoría españoles; cada baño, aunque tenía un nombre árabe, era más conocido por sus inquilinos por el nombre de la virgen o el santo a quien estaba dedicada la capilla del baño. Por su parte, en las ciudades más orientales de Túnez y Trípoli existían doce baños, que en las mismas fechas que las citadas para Argel tenían a unos 7500 cautivos procedentes en su mayor parte de Italia y Grecia.
En cuanto a la organización interna de cada baño, cada uno de ellos tenía un guardián jenízaro (soldado turco de elite) o un renegado, quien se encargaba de mantener el orden en el recinto y supervisaba las labores de limpieza de las habitaciones, el suministro de ropa de cama y alimentos a los cautivos, además de encargarse de repartir a los cautivos según sus labores diarias. A la vuelta de los trabajos, un cautivo veterano se encargaba de pasar lista y comprobaba si faltaba alguno, ya que siempre los berberiscos temieron las rebeliones y las fugas; por ello, a la caída del sol los baños se cerraban a cal y canto.
Como decíamos antes, en los baños se van fundando poco a poco instituciones de carácter religioso y asistencial para prestar sus servicios a los cautivos cristianos alojados en ellos; el incremento de la población cautiva desde la primera década del siglo XVII hizo necesario este tipo de establecimientos, con los que al tiempo se liberaba a los amos berberiscos de los considerables gastos que suponía la atención médica de sus esclavos. Serán precisamente los frailes redentores de la Trinidad y de la Merced los que se encarguen de la fundación y gestión de estos hospitales, como el que se fundó en el baño principal de Argel en 1612, con ocho camas y una pequeña capilla; en 1664 ya había cinco hospitales con 26 camas, dirigidos por un administrador nombrado por el Consejo de Castilla y el padre provincial de los Trinitarios.
Puede resultar paradójico que un estado musulmán permitiera que en sus propias ciudades otro estado, extranjero y encima cristiano, tuviera control sobre una institución destinada a atender a los cautivos de esa nación. Sin embargo, este hecho nos ilustra acerca de la situación real de estos cautivos en Berbería, concebidos por sus amos como objetos de cambio y rescate más que como esclavos destinados al trabajo físico, por lo que el trato que recibieran no debía de ser muy malo. En el mismo sentido se pueden explicar que los cautivos tuvieran libertad en el interior de los baños para construir capillas, tabernas, boticas o enfermerías, e incluso para realizar procesiones en las festividades de los santos que daban nombre a los recintos donde estaban presos.
La percepción tradicional de la situación de los cautivos cristianos en Berbería se forjó a través de los testimonios de los frailes redentores trinitarios y mercedarios, quienes intentaban poner de manifiesto en sus relaciones la crueldad de los infieles musulmanes para con los cristianos, a los que no sólo torturaban por cualquier razón y mantenían desnudos, aherrojados de cadenas y muertos de hambre, sino que además intentaban corromperlos, tanto sugiriéndoles que renegaran de su religión y abrazaran el Islam (sobre todo a las mujeres), como ofreciéndoles la libertad a cambio de favores sexuales ya que, según una idea muy extendida, la sodomía o “pecado nefando” era muy frecuente entre los moros y turcos.
Sin embargo, la realidad que transmiten fuentes más fidedignas, como los testimonios de algunos de los propios cautivos que pudieron regresar a su patria, parece ser más positiva; ya hemos comentado que los cautivos gozaban de cierta libertad en el interior de los baños, libertad para moverse, para ejercer libremente su religión, para adquirir bienes de consumo, etc. Volviendo de nuevo a Cervantes, su cautivo de los capítulos XXXVIII-XLI de la primera parte del Quijote decía, hablando de su prisión, que
“pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella, y así pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate, y aunque el hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aún casi siempre…”[28].
Ello no quiere decir, sin embargo, que los maltratos físicos y psíquicos no fueran habituales, pero dependían en muchas ocasiones del carácter del rey que gobernara en esa época; para ilustrarnos esta interesante circunstancia, pueden servir como ejemplos los casos de dos reyes consecutivos de Argel en la época en la que Cervantes estuvo allí cautivo, Ramadán Bajá y Hassán Bajá, ambos renegados de origen italiano. Así, mientras Ramadán Bajá era, en palabras del doctor Antonio de Sosa
“…tenido por todos por hombre justo, recto, manso y benigno, como realmente lo era, y de juicio y prudencia notable entre los turcos…”[29]
Cervantes decía en el Quijote de Hassán Bajá (o Veneciano) que
“…cada día ahorcaba al suyo, empalaba a éste, desorejaba a aquél, y esto, por tan poca ocasión y tan sin que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano…” [30].
Por otro lado, no debemos olvidar que las circunstancias políticas podían influir igualmente en el trato dado a los cautivos; así, la tradicional enemistad de los corsarios de Argel con la Monarquía Hispánica hacía que los cautivos en esta ciudad fueran vigilados con mayor rigor y tratados más severamente que, por ejemplo, los prisioneros en Túnez o en las ciudades marroquíes. Por tanto, las condiciones de vida del cautivo dependían de factores como el sexo, la edad, el estatus socioeconómico, el carácter del propietario y el lugar de retención.
En este sentido, puede resultar interesante realizar aquí un breve análisis de la composición interna del colectivo de cautivos por edad, sexo, origen y profesión. Desgraciadamente contamos con muy pocos datos de primera mano para poder realizar este estudio; tan sólo las listas de rescatados por los frailes mercedarios y trinitarios, así como las informaciones que se desprenden de los procesos inquisitoriales contra antiguos cautivos que optaron por renegar y convertirse al Islam, nos pueden servir para aproximarnos a una realidad que debía de ser mucho más compleja, teniendo sobre todo en cuenta que el rescate benefició a una parte muy minoritaria de los cautivos cristianos en tierras del norte de África, tanto numéricamente como, y más importante, desde el punto de vista de su origen y posición social; como ya comentábamos, los “cautivos de rescate” eran fundamentalmente los militares, funcionarios y personas juzgadas por sus captores como “de calidad”, mientras que los “cautivos del almacén”, propiedad de las ciudades, tenían escasas posibilidades de ser libertados de su cautiverio mediante el pago de un rescate por la falta de recursos económicos de sus familias, y sólo una pequeña parte pudo ser rescatado mediante las mandas testamentarias para la redención de cautivos.
Teniendo en cuenta todos estos factores, hemos de decir en primer lugar que, al menos aparentemente, la cautividad fue algo que afectó mayoritariamente a los varones; así, el 92% de los cautivos rescatados entre 1570 y 1700 eran hombres[31], y ello a pesar de que mujeres y niños fueron objeto preferente de rescate por orden regia desde principios del siglo XVII, por el grandísimo peligro que corren de caer en la apostasía y el vicio[32].
A pesar de ello, parece fuera de toda duda que la mujer tuvo una presencia minoritaria en el cómputo global de cautivos y más pequeña aún en el de cautivos rescatados. La importancia de las capturas en alta mar hizo que gran parte de los cautivos fueran precisamente los tripulantes de esas embarcaciones asaltadas, en su inmensa mayoría hombres, aunque es más probable que las mujeres fueran capturadas en las razzias llevadas a cabo en las tierras costeras. Por lo tanto, su escasa presencia tanto en el número de rescates como en el de renegados que retornan a sus países de origen se puede deber con bastante probabilidad a que sus amos berberiscos tenían gran preferencia por las mujeres cristianas, a las que consideraban más sumisas y mejores “amas de casa” que las musulmanas, por lo que mostraron siempre gran resistencia a que fueran rescatadas; sólo permitían el rescate de sus esclavas cuando los redentores ofrecían altas sumas por ellas, cuando tenían algún defecto que las hacía desechables, cuando se negaban a abandonar la religión cristiana o cuando contribuían con dinero propio a su rescate. Por otra parte, muchas de ellas se convirtieron al Islam, voluntariamente u obligadas, con lo que obtuvieron la libertad y en muchos casos contrajeron matrimonio con sus propios amos, comenzando así una nueva vida totalmente distinta de la que hubieran llevado en su tierra natal.
Con respecto a las edades, las situaciones en las que se desarrollaban las capturas (asaltos en alta mar y razzias tierra adentro) contribuían a que una gran mayoría de los cautivos tuvieran edades comprendidas, aproximadamente, entre los 18 y los 40 años, es decir, las edades que tenían casi la totalidad de los soldados y marinos españoles de la época, y también de los trabajadores del campo que pudieran ser capturados en las costas. La escasa presencia de niños se explica porque muchos de ellos eran obligados a renegar por sus propietarios, y a que también eran con mucha frecuencia enviados a Turquía para ser entrenados como jenízaros, la temible elite militar otomana; se dieron incluso muchos casos en los que sus amos se negaron a rescatar a esos niños capturados, a pesar de los ofrecimientos de sus familias, porque querían convertirlos al Islam (algunos fueron circuncidados en el propio barco corsario)[33].
En cuanto a los adultos de edad más avanzada, su apresamiento debía ser menos habitual, aunque suponen un 20% del total de cautivos rescatados[34], y su rescate debía de ser menos atractivo tanto para sus familiares como para la Corona, que prefería que fueran redimidos los soldados y gente de armas en edades útiles. Por último, debemos tener en cuenta que las condiciones de vida del cautiverio no eran las más propicias para vivir muchos años, y posiblemente muy pocos cautivos llegaban a una edad avanzada.
Un aspecto directamente relacionado con las edades de los cautivos es el del tiempo que se permanecía en cautiverio; los documentos conservados que nos proporcionan información al respecto indican que la inmensa mayoría de los cautivos, más del 90%, permaneció retenida en el Norte de África entre 1 y 10 años; en torno al 5% prolongaron su cautiverio entre 11 y 20 años, mientras que apenas un 2% de los casos llegaron a la increíble cifra de más de 20 años de confinamiento[35]. Las circunstancias que explican esta distribución no son fáciles de aclarar, teniendo en cuenta sobre todo que estos datos se refieren casi en su integridad a cautivos que fueron rescatados; desconocemos, por tanto, cuánto tiempo permanecieron prisioneros aquellos individuos que, o bien murieron antes de que pudieran ser rescatados o bien renunciaron al cristianismo y abrazaron, de corazón o fingidamente, el Islam para obtener la libertad. En referencia a las personas que murieron antes de ser rescatadas, hay que tener en cuenta las circunstancias violentas en las que se producían las capturas y las malas condiciones de vida en los baños, por lo que la muerte tuvo que arrebatar la vida a un buen número de cautivos. En cuanto a los segundos, y como veremos más adelante, la larga cautividad y pocas expectativas de ser rescatados les conducían a apostar por otras vías para recuperar su libertad.
La procedencia geográfica de estos cautivos también está mediatizada por estas circunstancias, que explican que más del 80% de los rescatados por los frailes redentores fueran españoles, seguidos por menos de un 7% de italianos, casi un 5% procedentes del centro y norte de Europa y menos de un 3% de portugueses. La hegemonía española en Europa y, sobre todo, su dominio sobre gran parte de Italia, contribuyeron a un espectacular aumento del ya tradicional tráfico marítimo entre la Península ibérica y la italiana, tráfico que, consecuentemente, se convirtió en objetivo para los corsarios berberiscos. Así, muchos mercaderes, marinos y soldados españoles de viaje de ida o vuelta a Italia fueron capturados, convirtiéndose además en cautivos de rescate. Del mismo modo, las flotas que viajaban de Sevilla a las Indias fueron objetivo prioritario, como ya hemos comentado, de los corsarios de Salé, que capturaron a muchos emigrantes, comerciantes y funcionarios de la Corona.
Precisando más sobre este origen geográfico de los cautivos, debemos decir que la gran mayoría (en concreto, el 75%) procedía de las costas mediterráneas de España, Francia e Italia, apresados en las incursiones corsarias en las tierras costeras que sembraban el terror entre los habitantes de estas zonas. Ello explica también la presencia de cautivos procedentes de las costas portuguesas, gallegas, canarias, francesas e incluso de Inglaterra, que fueron objetivo de las razzias corsarias que procedían de la ciudad de Salé[36]. Por su parte, el 25% de cautivos procedentes de tierras del interior, sobre todo españolas, eran en su inmensa mayoría soldados destinados a los presidios norteafricanos o a las posesiones de Italia. Así, de los 1411 cautivos que eran nativos de tierra adentro, el 60% eran militares castellanos y andaluces; por ejemplo, el primer gran contingente de cautivos españoles en Argel (miles de soldados) procedió del fracaso de la armada que, al mando de Diego de Vera, fue enviada por el cardenal Cisneros en 1515 contra Aruch Barbarroja[37].
Para finalizar, los oficios de los cautivos también estaban en estrecha relación con el mar; así, sobre un total de 4590 cautivos de los que conocemos la profesión, el 41% eran militares, el 33% pescadores, marineros y pilotos, el 17% armadores y mercaderes, el 3% profesionales relacionados con la construcción y reparación de buques de guerra y el 1% trabajadores del campo. El 5% restante agrupa a una variadísima gama de profesiones, entre las que podemos destacar a los letrados y funcionarios de la Corona española que fueron apresados tanto en sus viajes a Italia como hacia América.
5. El fin del cautiverio: rescate, huida o conversión.
El cautiverio no era en absoluto, y a pesar de que hemos visto las pequeñas parcelas de libertad que los cautivos fueron consiguiendo con el paso de los siglos, una situación agradable para quienes tenían que padecerlo, y su objetivo fue siempre conseguir su liberación. Tradicionalmente, se ha considerado que la forma más usual para recuperar la libertad era el rescate a través de las grandes órdenes redentoras de la Trinidad y la Merced, ambas, y no por casualidad, creadas en la Corona de Aragón durante la Edad Media para liberar a los cautivos en las algaradas almohades. Sin embargo, las cifras totales así como múltiples historias individuales muestran que, aparte del rescate, existían otras formas de recuperar la libertad; así, muchos cautivos, como hemos visto precisamente en el caso del más famoso, Miguel de Cervantes, intentaron fugarse de las ciudades berberiscas en las que vivían prisioneros, pretendiendo llegar a los establecimientos españoles norteafricanos.
Además, otros muchos prisioneros optaron por la conversión al Islam, en algunos casos fingida para conseguir embarcarse en una nave corsaria y regresar a su patria en una razzia en la costa, pero en otras muchas ocasiones verdadera (aunque la inmensa mayoría de los renegados que fueron juzgados por la Inquisición lo negasen) ya que el Islam, al igual que el catolicismo en teoría, no permitía que un musulmán poseyera como esclavo a otro musulmán. Intentaremos, por tanto, acercarnos a esta realidad tan compleja y tan difícil de analizar por la escasez de documentos y testimonios.
a) El rescate de cautivos: como ya hemos comentado a lo largo de las páginas precedentes, el fin de los enfrentamientos directos entre la Monarquía de los Habsburgo y el imperio otomano favoreció a su vez el increíble crecimiento de la actividad corsaria en el Mediterráneo occidental y, consecuentemente, un aumento extraordinario del número de cautivos. En este momento, la Corona estaba más preocupada por los asuntos atlánticos (los enfrentamientos con Inglaterra y la sublevación de los Países Bajos) y empezó a considerar el frente mediterráneo como una zona secundaria de su política exterior; sin capacidad de acabar militarmente con los piratas, y con una flota escasa que impedía la protección eficaz de las costas mediterráneas, la única solución que le quedaba a los soberanos españoles era incrementar su apoyo a la redención de cautivos, de origen medieval, integrándola en el sistema polisinodal de gobierno.
Las cifras sobre los cautivos rescatados no están demasiado claras, aunque recientes investigaciones parecen haber profundizado en el tema; así, José Antonio Martínez Torres calcula en una reciente publicación, y utilizando las listas de cautivos redimidos elaboradas por los propios frailes trinitarios y mercedarios, que se rescató a un total de 6369 cautivos en las 43 redenciones efectuadas en Marruecos y Argel entre 1575 y 1692[38]. Sin embargo, el rescate tenía otra cara, el de aquellos cautivos que fueron liberados inmediatamente después de haber sido apresados en sus lugares de origen.
El procedimiento seguido por los corsarios norteafricanos consistía en, tras haber efectuado el ataque y capturado a un determinado número de personas, aproximarse de nuevo a la costa e izar la “bandera de rescate”, mostrando su intención de negociar el rescate de las personas capturadas. Ya que estas acciones no pueden ser cuantificadas, y dado que no poseemos documentación al respecto, resulta arriesgado aventurar la importancia numérica de este tipo de rescate. Contamos no obstante con algunos ejemplos de gran valor que consiguen aproximarnos en cierta medida a una realidad que debió de tener gran importancia; la incursión argelina contra Lanzarote de 1586 tuvo como resultado la captura de unos 200 cautivos, y sabemos que algunos fueron rescatados inmediatamente, aunque no conocemos el número exacto. Más datos poseemos de la razzia llevada a cabo, también en Lanzarote, en 1618: de un total de 900 personas capturadas, unas 200 fueron liberadas después de que los corsarios izaran la bandera de rescate en las mismas costas lanzaroteñas[39].
Si el cautivo no era rescatado en su lugar de origen, era llevado a la ciudad norteafricana de donde procedía la nave corsaria que le había capturado y, dependiendo de su estatus social (o del que quisieran atribuirle sus captores), podía ser considerado “cautivo de rescate”. El impacto de los ataques corsarios y de las capturas de cristianos por parte de infieles fue muy grande en España, donde a pesar de las dimensiones que alcanzó en esta etapa, no era ni mucho menos un fenómeno nuevo; las vicisitudes históricas por las que atravesó la Península Ibérica durante la Edad Media, con los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes, provocaron que la existencia de cautivos por parte de ambos bandos fuera muy habitual, existiendo además una figura, la de los llamados “alfaqueques” en Castilla y “exeas” en Aragón, que se dedicaban a negociar el intercambio de cautivos entre las partes en conflicto o bien el rescate de los cristianos[40].
Esta realidad se encuentra en el origen de las órdenes redentoras de mercedarios y trinitarios, creadas en la Corona de Aragón a principios del XIII y que realizarán las redenciones más importantes durante los siglos XVI y XVII. No obstante, al margen de las órdenes también había particulares, mercaderes o cofradías que se dedicaban al rescate de cautivos, aunque fueron perdiendo importancia a medida que la actividad de las órdenes religiosas fue perfeccionándose.
Dada la creciente magnitud del problema, la Corona decidió implicarse directamente apoyando la actividad de los agentes más eficientes en el rescate de cautivos como eran las órdenes de mercedarios y trinitarios; por ello, durante el reinado de Felipe II, y sobre todo tras la batalla de Lepanto, la Corona interviene directamente integrando en su régimen polisinodal a las redenciones de cautivos efectuadas por estas órdenes; de esta forma, eran los Consejos de Castilla y Hacienda los encargados de dar las instrucciones pertinentes a los frailes, tanto señalando las prioridades en las personas que se debían rescatar como fiscalizando el correcto uso de los fondos obtenidos para los rescates. En este sentido, es de interés saber cómo se obtenían estos fondos, en especial porque ello nos pone en contacto con el impacto que en la sociedad española causaba el fenómeno de la piratería berberisca y la existencia de cautivos cristianos en tierra de infieles.
Junto con el miedo real que los habitantes de las zonas costeras sufrían ante la posibilidad de ser atacados y capturados, las historias de personas que habían sufrido el cautiverio en lugares como Argel, Túnez o Marruecos circulaban por toda España, contando a sus habitantes las torturas, malos tratos y padecimientos a que eran sometidos por los musulmanes, y creando con ello una especial sensibilidad ante el problema, que encontraba entre sus respuestas la extensión de las donaciones de particulares y el éxito que tenían los redentores en las campañas para obtener limosnas para la liberación de cautivos.
Por supuesto, los familiares y amigos de los cautivos en el norte de África eran los más directamente afectados y, por tanto, los primeros que donaban dinero para la redención de sus seres queridos; así sucedía, por poner un ejemplo aunque corresponda al siglo XVIII, con María Flores la Colmenera, vecina de la villa de Brozas, quien en su testamento otorgado en 1701 mandaba
“…que de mis vienes se den para ayuda al rescate del dicho Juan Flores Colmenero mi hermano que está cautibo en Argel quinyentos reales de vellón…”[41].
No obstante, los elevados rescates que se pedían por algunos cautivos eran difíciles de satisfacer para algunas familias que no disponían de recursos para ellos, como fue precisamente el caso de Cervantes, cuyos padres, teniendo dos hijos en Argel, no podían costear el rescate de ambos por lo que sólo pudo ser rescatado Rodrigo; por otra parte, las familias tenían que pedir préstamos o solicitar ayudas de parientes con mejor situación económica, como era el caso de Catalina de Ávila, vecina de Almodóvar del Campo (Ciudad Real), que entre 1560 y 1562 escribe reiteradamente a su hijo Gonzalo de Ávila, estante en Nueva España, pidiendo que le ayude económicamente, en especial porque necesita dinero para rescatar a otro de sus hijos que está cautivo en Argel, expresándose en los siguientes términos:
“…visto que no lo podía sustentar, Francisco de Ávila se fue a la guerra, en la cual le cautivaron y habrá (…) años que está cautivo en Argel; sabe Dios lo que siente mi corazón por no poderlo remediar. Encomiéndoslo por amor de Dios que deis algún remedio para ello…”[42].
“…Vuestro hermano Francisco de Ávila está cautivo en Argel, tierra de moros; no he podido ni he hallado remedio para lo rescatar, que me piden por su rescate doscientos ducados y yo no puedo dar un real que lo cautivaron en una guerra que hizo don Martín, un caballero de Andalucía. Encomiéndoslo por caridad, porque no lo deje yo en poder de moros…”[43].
“…Y sobre todas mis penas tengo cautivo en Argel a vuestro hermano Francisco Ávila, y me piden por su rescate doscientos castellanos, y yo no sé de dónde remediar un real, ni lo tengo. Por amor de Dios, que no permitáis que yo lo deje en tierra de moros, pues Dios os ha dado con qué si no que en todo me remedie, y es largo porque cada día como digo lo estoy esperando, que si dádome fuera y yo pudiera, por mi persona os lo fuera a rogar. Confío en Nuestro Señor que lo haréis mejor que yo lo pido, y a él lo encomiendo…”[44].
A través de las palabras de esta mujer podemos ver, en primer lugar, cómo la pobreza está presente en el trasfondo de muchas de las historias personales de los cautivos, quienes se vieron empujados a una actividad de “riesgo” como la milicia por falta de recursos económicos, y a quienes esa misma pobreza podía privar de un rescate más o menos rápido debido a las dificultades por las que atravesaban muchas familias para reunir las cantidades necesarias para el rescate; asimismo, se percibe la angustia y desesperanza por las que pasaban aquellas personas próximas a los cautivos, que se veían imposibilitadas para librar a sus parientes de ese trance tan amargo. Algo parecido debían de sentir la madre y la hermana de Cervantes, Leonor de Cortinas y Andrea de Cervantes cuando, para poder reunir los 500 escudos que pedían por el rescate de Miguel, tuvieron que pedir licencia para llevar a Argel 2000 ducados en mercancías cuyo beneficio sirviese para dicho rescate[45].
Junto con los adjutorios, que eran las limosnas que entregaban los familiares de una persona en particular para su rescate, los frailes redentoristas recibían donaciones a través de otras vías; así, en cualquier testamento una de las llamadas “mandas forzosas”, de obligatorio cumplimiento para todo aquel que testaba, era la dirigida a la redención de cautivos, a cuya cantidad fija se podía agregar más dinero en función de la voluntad del testador; así lo hicieron por ejemplo los reyes y miembros de su familia, como Felipe II y Felipe III, que donaron cada uno 30000 ducados, o Felipe IV y Carlos II que donaron 2000 ducados[46]. Pero también gente más humilde, como la liberta Catalina Rodríguez, vecina de Llerena, que en 1590 dedicaba en su testamento a las mandas forzosas cinco maravedís, pero añadía expresamente para la redención de cautivos dos reales de su escaso patrimonio[47].
Por último, las órdenes tenían otros medios de financiación como el dinero aportado por el Consejo de Cruzada, las órdenes militares[48], el Consejo de Castilla, por algunos concejos especialmente afectados por el problema, como el de las ciudades costeras andaluzas o canarias, además de las rentas obtenidas de los bienes pertenecientes a las fundaciones y obras pías de particulares destinadas para tal fin. A estos fondos podían acceder también personas particulares, como los casos del licenciado Alonso López Caballero, que en 1631 pedía a los patronos del patronato de García de Cárdenas un dinero para el rescate de Sebastián de Lima, vecino de Tarifa, siéndole concedidos 500 ducados[49], o el de Juan Fernández, vecino de Granada, cuyo hijo Luis Hernández
“…fue cautibo por los moros en la jornada que el conde de Alcaudete hizo en África el año pasado de myll e quinientos e çinquenta y ocho, y al presente lo está en Arjel, y porque no tiene con que le rescatar nos suplicó y pidió por merced que de la renta de los habiçes de las Alpuxarras deste reyno que están dedicadas para rescate de catibos y otras obras pías le hiziésemos alguna merced y limosna…”
dándosele, en 1561, 50 ducados[50].
Tras haberse conseguido los fondos necesarios, se iniciaba el proceso que culminaría con el rescate de los cautivos. A partir de ese momento los contactos entre los frailes y la Corona eran continuos, porque a través de ellos se debían obtener los permisos que permitieran a los frailes actuar en tierras norteafricanas con seguridad; con el salvoconducto en poder de los redentoristas, y antes de dirigirse hacia los puertos de donde partirían hacia tierras africanas, se realizaba una gran procesión en Madrid, donde se ubicaban los conventos principales tanto de mercedarios como de trinitarios, y a la que asistían los personajes más importantes tanto del gobierno de la Monarquía como del concejo de la villa. Tras esto se encaminaban hacia los puertos, preferentemente los de Cartagena, Alicante y Valencia para ir a Berbería, o Cádiz y Gibraltar para llegar a Marruecos.
Una vez que llegaban los redentores a África, comenzaba el proceso de redención como tal; después de dejar el dinero de los rescates en un lugar seguro, comenzaban los contactos entre los frailes y las autoridades musulmanas para determinar quiénes iban a ser rescatados y por qué cantidad; las negociaciones eran complicadas porque las prioridades dispuestas por la Corona, al principio para rescatar los soldados y más adelante a mujeres y niños, chocaban con los intereses de los amos de este tipo de cautivos, que ponían grandes trabas para desprenderse de ellos.
Llegados a este punto debemos hablar del precio de los cautivos; teniendo en cuenta que las cantidades medias pagadas por los rescates oscilaron siempre entre los 1000 y los 2000 reales, hemos de considerar grandes diferencias dependiendo del sexo, la edad o el estatus social del prisionero. Así, la preferencia mostrada por los berberiscos hacia las mujeres y los niños, por las razones expuestas anteriormente, provocó que cuando individuos de estos grupos fueran rescatados los precios pagados por dicho rescate se elevaran considerablemente, llegando a multiplicar por dos, tres y hasta por seis veces las cantidades abonadas por un cautivo “normal”.
Algo parecido sucedía en el caso de los militares, por quienes sus amos solían pedir cantidades desorbitadas, mayores cuanto más importante fuera el grado alcanzado por el individuo en la milicia; fue éste el caso de Cervantes, que confundido por su amo con un personaje importante, fue redimido por la suma de 500 escudos (casi 6000 reales). Por último, los precios más altos solían ser pagados por el rescate de los funcionarios de la Monarquía, apresados en muchas ocasiones junto con sus familias cuando se dirigían a sus destinos en Italia o América, y por cuyos rescates se reclamaban sumas considerables. Como ejemplo podemos referir el caso acontecido en el verano de 1663, cuando los corsarios argelinos capturaron uno de los barcos de la flota de Indias, que estaba bajo el mando del capitán Juan de Villalobos. En él iban un gran número de personajes importantes, miembros de los Consejos Reales y de acaudaladas familias castellanas y andaluzas que se dirigían a Indias, entre los que se encontraba don Pedro de Carvajal y Vargas, vecino de Trujillo, del Consejo de Castilla y oidor de la Audiencia de Santo Domingo, quien viajaba con su esposa. Un año después la propia Corona se implicó directamente en el rescate de estas personas, disponiendo del dinero de las limosnas enviadas desde Indias como parte de las elevadas cantidades exigidas: por el capitán Juan de Villalobos 24000 reales y por Pedro de Carvajal y su esposa 28000 por cada una[51].
Una vez terminadas las negociaciones, los frailes embarcaban, no siempre con facilidades, con los rescatados de regreso a España; de camino hacia Madrid, donde se daba por concluida la redención, se celebraban procesiones en acción de gracias en las principales ciudades por donde pasaba la comitiva, la más importante de las cuales era la que se celebraba en la capital del reino. A partir de entonces los cautivos podían volver a sus lugares de origen y recuperar, si podían, su antigua vida, aunque muchos de ellos, al haber perdido todos los lazos que les unían con su pasado, optaban por comenzar una nueva etapa en su existencia.
A pesar de que los rescates se convirtieron en la forma más habitual y eficaz de conseguir la liberación de los cautivos, hubo voces críticas frente a este sistema, ya que consideraban que fomentaba las agresiones corsarias para la obtención de cautivos, más que acabar con ellas[52], puesto que, como ya hemos mencionado, el rescate de cautivos era una de los recursos económicos fundamentales de las ciudades norteafricanas.
Como ya hemos explicado antes, existían distintos tipos de cautivos, y los beneficiados por las redenciones solían ser, mayoritariamente, los llamados “cautivos del rey”, con la excepción de algunos casos específicos cuyos rescates eran encomendados directamente por sus familiares. Pero quedaban otros muchos cautivos, en realidad la gran mayoría, que tenían menos posibilidades de conseguir la libertad y, por tanto, debían recurrir a otras vías; este es el caso de los cautivos “cortados”, quienes acordaban con sus propietarios el precio de su propia libertad, que iban pagando gradualmente con el dinero que obtenían trabajando por su cuenta, para lo cual sus amos les concedían cierta libertad de movimientos[53]. Una vez liberados, pasaban a denominarse cautivos “francos” o “de puertas”, ya que habitualmente no disponían de medios para regresar a su lugar de nacimiento y tenían que esperar a la llegada de un navío mercante o de la redención de cautivos para poder embarcarse y volver a España.
b) La huída: otra alternativa que podían emplear estos cautivos para recuperar la libertad era la huída, empresa muy arriesgada y con muy pocas posibilidades de éxito, como sucedió por ejemplo en el caso de los intentos de fuga de Cervantes. Más fortuna tuvo el cautivo que nos describe en el capítulo XL de la primera parte del Quijote, que consiguió llegar a España con la ayuda de otros cautivos y de una mora. Aunque la historia de este cautivo sea ficticia, no cabe duda de que este episodio esconde un importante trasfondo de verdad, y que algunos cristianos lograron escapar de su cautiverio, llegando tras varios días de marcha a las posesiones españolas de Orán o Larache. Es el caso de Miguel Valenciano o del Castillo, vecino de la ciudad de Málaga, que habiendo salido al mar como corsario tuvo la mala fortuna de ser capturado por un “colega” argelino, convirtiéndose en Argel en esclavo de un renegado que no consentía en rescatarle, entre otros motivos porque conociendo su condición de corsario y el daño que les había hecho no estaba dispuesto a dejarle libre para permitirle que volviera a ejercer su actividad. Vistas las circunstancias, y sin otra alternativa, emprendió la huída y consiguió llegar a Orán, desde donde regresó a Málaga en 1556[54]. Otros, como el cautivo cervantino Ruy Pérez de Viedma, consiguieron escapar de su cautiverio por mar, y el propio Cervantes utilizó ese método aunque sin éxito. La huída por tierra solía ser una empresa acometida individualmente, mientras que las intentonas por vía marítima requerían la participación de varios cautivos y la colaboración de personas libres, cristianos o no.
c) El caso de los renegados: para finalizar, la apostasía fue un medio adoptado por muchos otros cautivos en la esperanza de mejorar su situación o, si creemos los testimonios de algunos de estos renegados que volvieron a su país, simplemente una estratagema con la que engañar a sus antiguos amos y tener mayores posibilidades de volver a sus hogares. Normalmente, los musulmanes respetaban la religión de sus cautivos, aunque sólo fuera por un interés económico, puesto que si renegaban se convertían automáticamente en personas libres y ya no podían ser rescatados. Esta situación contrastaba con la de los esclavos musulmanes en España, donde los amos, al margen de las prestaciones que pudieran obtener de sus cautivos mahometanos, justificaban la esclavización de los “enemigos de la fe” bajo consideraciones religiosas, ya que el fin último de someterlos a esta condición era conseguir que se convirtieran al cristianismo. Sin embargo, existía una diferencia radical con el modo de proceder de sus homólogos musulmanes, pues la conversión de los esclavos no llevaba pareja la libertad[55].
Como ya indicábamos anteriormente, los norteafricanos permitían la existencia de capillas y la práctica religiosa en el interior de los baños; pero esta tolerancia no se ejercía en todos los casos, puesto que, bien movidos por razones afectivas como las que podían sentir algunos propietarios hacia sus cautivos, sobre todo en el caso de niños y mujeres, bien por razones utilitarias, como sucedía ante la necesidad de reclutar soldados o disponer de personas conocedoras de oficios o habilidades que les eran provechosas, tales como constructores de barcos, artilleros, médicos, etc., intentaban atraerlos a su fe de grado o a la fuerza.
Lo cierto es que el cautivo que renegaba de su fe con el simple acto de pronunciar la “bismillah” o confesión de fe musulmana se convertía automáticamente en una persona libre, lo cual hizo que muchas de esas conversiones fueran fingidas; en los archivos inquisitoriales hay miles de expedientes de personas que aseguran que el acto de renegar del cristianismo sólo tuvo como propósito conseguir la libertad de movimientos que les permitiera planificar su huída y regreso a tierras cristianas. Otros afirman que lo hicieron atraídos por las mejores condiciones de vida de los musulmanes pero que, en el fondo de sus corazones, siguieron siendo fieles a la fe de sus padres; entre estos figuraban los llamados por los musulmanes “bienvenidos”, que solían ser soldados destinados en los presidios españoles en el norte de África que desertaban y se pasaban espontáneamente al Islam. Para estas personas que soportaban en el ejercicio de sus funciones unas condiciones de vida durísimas, abandonados por sus superiores, sin recibir sus pagas y carentes muchas veces de ropa y comida, la conversión se les presentaba como la única posibilidad de alcanzar una vida más digna y salir de la miseria en la que se hallaban. También es cierto que muchos de ellos se arrepentían pronto y decidían regresar a España a la primera ocasión que se les presentara, incluso enrolados en acciones corsarias.
Sin embargo, parece fuera de toda duda que muchas de estas conversiones al Islam se producían cuando el cautivo perdía la esperanza de ser rescatado y, por tanto, veía como único futuro posible la esclavitud hasta el fin de sus días. De hecho, los datos obtenidos por Bartolomé y Lucile Bennasar[56] muestran que la posición social influyó de manera decisiva en que el cautivo se convirtiera en renegado; mientras nobles, clérigos y militares de alta graduación eran habitualmente bien tratados porque se esperaba recaudar un gran rescate por ellos, marineros, campesinos, mujeres y niños (estos obligados a renegar) se enfrentaban a la disyuntiva de permanecer esclavos el resto de su vida o convertirse al Islam y recuperar así la libertad, además de tener la posibilidad de prosperar como corsarios ejerciendo la piratería contra sus antiguos correligionarios. Si tenemos en cuenta que un posible regreso (casi siempre forzoso) a tierras cristianas daba paso ineludiblemente a caer en manos de la maquinaria inquisitorial y a enfrentarse a penas como la de muerte o la condena perpetua a galeras, entendemos aún mejor el grado de desesperación al que tuvieron que llegar estos individuos para abandonar la religión de sus padres con tal de conservar la libertad.
5. Conclusiones.
El amplio dominio territorial y político que consiguió la llamada Monarquía Hispánica durante los siglos XVI y XVII tuvo profundas consecuencias para sus habitantes, siendo una de las más graves la masiva presencia de cautivos cristianos en las ciudades corsarias de la Berbería; una vez superado el momento álgido del enfrentamiento entre españoles y turcos, justo después de la batalla de Lepanto, se inicia la edad de oro de los piratas berberiscos, que llevan a cabo sus acciones no sólo por el Mediterráneo occidental sino que se extienden por toda la fachada atlántica europea, desde las Canarias hasta las islas Británicas.
Como consecuencia de estas acciones piráticas, muchos españoles fueron capturados, en el mar o en su propia tierra, y llevados como cautivos a Argel, Túnez o Salé; en ese momento, su posición social y económica determinaban su destino: los miembros de la nobleza, del clero o del ejército obtenían un trato bastante considerado, ya que el propósito de su cautiverio era obtener un alto precio por su rescate. Si el cautivo era un trabajador del campo, un marinero o un pescador, las esperanzas de regresar a su patria disminuían considerablemente, y debían fiarlas a la escasa capacidad económica de sus familias o a las limosnas y donaciones dadas por personas piadosas. Por último, mujeres y niños apenas tenían posibilidades de rescate, en el primer caso por la manifiesta preferencia de los musulmanes por las mujeres cristianas, y en el segundo porque eran obligados a renegar nada más ser capturados y eran habitualmente destinados a las compañías de jenízaros.
La Corona, sin embargo, no abandonó a su suerte a estos cautivos; incapaz de acabar con los piratas por la fuerza, decidió dar todo su apoyo a la labor de las órdenes redentoristas, mercedarios y trinitarios, para conseguir la liberación del mayor número posible de españoles capturados. Desde luego, los rescatados mediante esta vía fueron un escaso porcentaje del total de cautivos, y muchos de éstos optaron por la huída o, incluso, por su conversión al Islam para recuperar así la libertad. Es irónico, por tanto, que la Monarquía que se proclamaba Católica y defensora de la fe, permitiera con tanta frecuencia la incorporación de nuevos fieles a su gran enemigo, la religión islámica.
Al margen de la actuación de la monarquía, es indudable que el problema del cautiverio tenía un gran impacto en la sociedad española; por un lado, las zonas costeras, más susceptibles de ser atacadas por los piratas, vivían en el temor de convertirse en esclavos de los temidos corsarios berberiscos, miedo que no conseguían atenuar las medidas defensivas adoptadas por las autoridades (construcción de torres vigía, acantonamiento de tropas, proyectos para crear una flota poderosa en el Mediterráneo…). En el interior, se sabía que nadie estaba exento de poder convertirse en un cautivo, y eran muchas las familias que tenían parientes dedicados a la milicia o que buscaban su vida en Indias que podían ser capturados; por tanto, este problema despertaba las conciencias y activaba la caridad cristiana para poder remediar la situación de aquellos que padecían el cautiverio en poder de los infieles a través de donaciones y limosnas.
6. Fuentes y bibliografía.
- Fuentes inéditas:
- Archivo de la Real Chancillería de Granada:
- Legajo 721, pieza 1; legajo 1857, pieza 10; legajo 2236, pieza 5.
- Archivo Histórico Provincial de Cáceres:
- Protocolos notariales, legajos 2630 y 4427.
- Archivo Histórico Municipal de Llerena:
- Protocolos notariales, legajo 13.
- Archivo Parroquial de Llerena:
- Parroquia de Santiago, libro de bautizados I (1530-1553).
- Fuentes impresas y bibliografía:
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- SOSA, A. de (editado por Diego de Haedo): Topographia e historia general de Argel, Madrid, 1927.
NOTAS:
[1] DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.: El Antiguo Régimen: los Reyes Católicos y los Austrias. Historia de España Alfaguara, III, Madrid, 1983, pp. 240-317.
[2] Aunque sean más conocidas las actividades piráticas de los corsarios, también es cierto que los españoles realizaban acciones similares en el norte de África. Así son recurrentes a principios del siglo XVI las cabalgadas que los habitantes de las islas Canarias realizaban a las cercanas costas africanas: LOBO CABRERA, M.:La esclavitud en las Canarias orientales en el siglo XVI (negros, moros y moriscos), Santa Cruz de Tenerife, 1982. Asimismo, los esclavos musulmanes obtenidos en ataques piratas o en las propias costas africanas eran los más habituales en los territorios de la corona de Aragón: Captius i esclaus a l´antiguitat i al Món modern, Actes del XIX Colloqui internacional del GIREA, Nápoles, 1996; CORTÉS ALONSO, V.: La esclavitud en Valencia durante el reinado de los Reyes Católicos, Valencia, 1964; GRAULLERA SANZ, V.: La esclavitud en valencia en los siglos XVI y XVII, Valencia, 1978; KAMEN, H.: “Mediterranean slavery in its last phase: the case of Valencia, 1660-1700”, Anuario de Historia Económica y Social, tomo III, Madrid, 1970, pp. 211-234.
[3] Para conocer el impacto de las acciones corsarias berberiscas en otros países europeos, se pueden consultar, para Italia, las obras de Bonaffini y Bono (BONAFFINI, G.: Sicilia E Tunisia nel secolo XVII, Ila-palma, 1984; BONO, S.: Corsari nel Mediterráneo. Cristiani e musulmani fra guerra, schiavitú e commercio, Milán, 1993) o, en el caso portugués, el trabajo de Isabel Mendes Drumond Braga (MENDES DRUMOND BRAGA, I. M. R.: Entre a Cristiandade e o Islao (seculos XV-XVII). Cativos e Renegados nas Franjas de duas Sociedades em Confronto, Ceuta, 1998).
[4] CERVANTES SAAVEDRA, M.: El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Parte II, capítulo LVIII, p. 636.
[5] CERVANTES SAAVEDRA, M., El Ingenioso…, op. cit., parte II, prólogo, p. 369.
[6] SOSA, A. De: Diálogo de los mártires de Argel (edición de E. Sola y J. F. Parreño), Madrid, 1990, p. 285 y ss.
[7] CERVANTES SAAVEDRA, M. (ed. de P. Torres Lanzas): Información de Miguel de Cervantes de lo que ha servido a S. M. y de lo que ha hecho estando captivo en Argel, y por la certificación que aquí presenta del duque de Sesa se verá cómo cuando le captivaron se le perdieron otras muchas informaciones, fees y recados que tenía de lo que había servido a S. M., Madrid, 1981, p. 53.
[8] Ibídem, p. 54.
[9] Archivo Histórico Nacional, Códices, lib. 120 B, fol. 32 (cit. en FRIEDMAN, E. G.: Spanish Captives in North Africa in the Early Modern Age, Madison, 1983, pp. 119-120).
[10] Archivo Histórico Nacional, Códices, lib. 118 B, fol. 157-158. (cit en FRIEDMAN, E. G, op. cit., pp. 149-150).
[11] Aparte del relato del cautivo en el Quijote, Cervantes recuerda sus vivencias en otras dos obras, en este caso teatrales: “El trato de Argel” (1587) y “Los baños de Argel” (1615).
[12] Las Siete Partidas del sabio Rey don Alonso el Nono, nuevamente glosadas por el licenciado Gregorio López, del Consejo Real de Indias, impreso en Salamanca por Andrea de Portonaris, impresor de Su Majestad, año de MDLV, Madrid, 1974, Partida Segunda, Título XXIX. De los captivos e de las sus cosas, e de los lugares que caen captivos, en poder de los enemigos, ley 1.
[13] Ibídem.
[14] La contrapartida de estas acciones fueron las que finalizaron con victorias favorables para los cristianos, que se traducían en la captura de esclavos musulmanes que eran llevados a España; así sucedió, por ejemplo, tras la conquista de Túnez por Carlos V en 1535, como se aprecia en Málaga (BRAVO CARO, J. J.: “El municipio de Málaga y la toma de Túnez (1535). Los esclavos como botín de guerra”, en El Mediterráneo, hechos de relevancia histórico-militar y sus repercusiones en España. V Jornadas Nacionales de Historia Militar, Sevilla, 1997, pp. 431-448). Pero no sólo las zonas costeras se beneficiaron de la llegada de estos esclavos, sino que algunos pueden localizarse en el interior; así, en 1537 encontramos entre las inscripciones bautismales de la parroquia de Santiago en Llerena la siguiente: “miércoles, veinte y çinco días del mes de julio, día de Santiago, bautizó el cura un esclavo del conde don Alonso de Cárdenas de los de Túnez, el cual se llamó Cristóbal…”. Archivo Parroquial de Llerena, parroquia de Santiago, libro de bautizados I (1530-1553), folio 29.
[15] MARTÍNEZ TORRES, J. A.: Prisioneros de los infieles. Vida y rescate de los cautivos cristianos en el Mediterráneo musulmán (siglos XVI-XVII), Madrid, 2004, p. 142.
[16] MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., pp. 61-62.
[17] BENNASSAR, B. y L.: Los cristianos de Alá. La fascinante aventura de los renegados, Madrid, 1989, p. 231.
[18] FRIEDMAN, E. G., op. cit., pp. 3-32.
[19] Un contemporáneo de estos hechos, el capitán Alonso de Contreras, cuyo oficio le llevó a todos aquellos lugares donde la Monarquía tenía intereses, nos refiere en sus memorias la importancia que tenía Salé: “Tres leguas en la misma costa hay un lugar que llaman Zalé, con una fortaleza muy buena, que son de ella dueños los moriscos andaluces, y hay un riachuelo, que no caben sino bajelillos chicos, como tartanas y pataches, y con ellos nos destruyen la costa de España, y no hay año que no entren en este Zalé más de quinientos esclavos, tomados en bajeles de la costa nuestra, que vienen de las Indias, y de las Terceras y Canarias, y del Brasil y Fernambuco, y, en acabando de hacer la presa, en una noche están en casa; y la hacen en la costa de Portugal, en día y noche.” CONTRERAS, A. de: Discurso de mi vida, Madrid, 2004, capítulo XIV, “Cómo socorrí la fuerza de la Mámora y otros sucesos”, pp. 102-103.
[20] BENNASSAR, B. y L., op. cit., pp. 231-232.
[21] MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., p. 61.
[22] ANAYA HERNÁNDEZ, L. A.: “repercusiones del corso berberisco en Canarias durante el siglo XVII: cautivos y renegados canarios” en MORALES PADRÓN, F. (coord…): V Coloquio de Historia Canario-americana, Las Palmas de Gran Canaria, 1985, pp. 125-177; LOBO CABRERA, M.: “Rescates canarios en la costa de Berbería”, en Relaciones de la Península Ibérica con el Magreb (siglos XIII-XVI), Madrid, 1988, pp. 591-620.
[23] FRIEDMAN, E. G., op. cit., p. 7.
[24] Archivo General de Simancas, Estado, legajo 495, 25 de julio de 1614 (cit. en FRIEDMAN, E. G., op. cit., p. XVII).
[25] CERVANTES SAAVEDRA, M. de, El Ingenioso…, op. cit., parte I, capítulo XL, p. 283.
[26] En Marruecos estos mismos lugares donde se “alojaban” los cautivos eran llamados sagenas; aunque diferían en su planta con respecto a los baños, contaban con servicios similares: FRIEDMAN, E. G., op. cit., p. 62; MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., p. 65.
[27] Cervantes describe perfectamente esta situación cuando narra que “…en los baños… encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos particulares, y no los que llaman “del almacén”, que es como decir “cautivos del Concejo”, que sirven a la ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad; que, como son del común y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan…”: CERVANTES SAAVEDRA, M., El ingenioso… op. cit., parte I, capítulo XL, p. 283.
[28] CERVANTES SAAVEDRA, M., El ingenioso… op. cit., parte I, capítulo XL, p. 284.
[29] SOSA, A. DE (editado por Diego de Haedo): Topographia e historia general de Argel, Madrid, 1927, tomo 1, p. 374.
[30] CERVANTES SAAVEDRA, M., El ingenioso… op. cit., parte I, capítulo XL, p. 284.
[31] MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., p. 129.
[32] Este comportamiento, sin embargo, no se aplicó en los momentos inmediatamente posteriores a la batalla de Lepanto, justo antes de las treguas entre Felipe II y el sultán otomano, cuando se prefería el rescate de varones jóvenes porque se pensaba que “…así se les quitan las personas para el remo y para los trabaxos de obras y murallas y los demás oficios, y no se saque ningún muchacho de ocho años arriba hasta diez y ocho porque todos sin faltar ninguno van de mala gana…, y tampoco se debe sacar ninguna muger sino fuere muy conocida porque todas van como los muchachos y les hacen sin faltar ninguna cometer pecado nefando y lo demás en gran soltura”: MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., pp. 129-130.
[33] BENNASSAR, B. y L., op. cit., pp. 309-311.
[34] MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., p. 135.
[35] MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., pp. 145-147.
[36] Según las fuentes de la época, las incursiones de los corsarios de Salé en todo el Atlántico Norte fueron temidas, desde las Islas Canarias hasta el Norte de Europa, llegando incluso a atacar en 1627 Reykiavik, capital de Islandia, y apresando a varios cientos de sus habitantes: SÁNCHEZ PÉREZ, A.: “Los moriscos de Hornachos. Corsarios de Salé”, Revista de Estudios Extremeños, XX, nº I, 1984, pp. 129-143.
[37] SOLA, E. y DE LA PEÑA, J. F.: Cervantes y la Berbería. Cervantes, mundo turco-berberisco y servicios secretos en la época de Felipe II, Madrid, 1995, p. 17.
[38] MARTÍNEZ TORRES, J. A.: Prisioneros de los infieles. Vida y rescate de los cautivos cristianos en el Mediterráneo musulmán (siglos XVI-XVII), Madrid, 2004.
[39] ANAYA HERNÁNDEZ, L. A.: “La invasión de 1618 en Lanzarote y sus repercusiones socio-económicas”, en VI Coloquio de Historia canario-americana, Las Palmas de Gran Canaria, 1984.
[40] Señala Miguel Ángel Ladero Quesada la importancia en concreto la importancia de los alfaqueques o alhaqueques durante la Reconquista, cuyas funciones estaban reguladas por las Partidas: LADERO QUESADA, M. A.: “La esclavitud por guerra a finales del siglo XV: el caso de Málaga”, Hispania, 105, Madrid, 1967, pp. 65-66.
[41] Archivo Histórico Provincial de Cáceres, sec. Protocolos, legajo 2630 (Alonso de Vargas), año 1701, s/f.
[42] SÁNCHEZ RUBIO, R. Y TESTÓN NÚÑEZ, I.: El hilo que une: las relaciones epistolares entre el Viejo y el Nuevo Mundo (siglos XVI-XVII), Badajoz, 1999, carta 6, pp. 47-48.
[43] Ibídem, carta 8, pp. 51-52.
[44] Ibídem, carta 9, pp. 53-54.
[45] CERVANTES SAAVEDRA, M., Información…, op. cit., p. 43.
[46] MARTÍNEZ TORRES, J. A., op. cit., p. 96.
[47] Archivo Histórico Municipal de Llerena, Protocolos notariales, legajo 13, folios 474-477.
[48] En este caso, las donaciones sólo podían ser empleadas en el rescate de personas originarias de lugares bajo la jurisdicción de dichas órdenes militares.
[49] Archivo de la Real Chancillería de Granada, legajo 721, pieza 1.
[50] Archivo de la Real Chancillería de Granada, legajo 2236, pieza 5. En el mismo legajo se pueden ver peticiones similares en las piezas, 4, 6, 7, 8, 9 y 27.
[51] FRIEDMAN, E. G., op. cit., p. 148.
[52] FRIEDMAN, E. G., op. cit., pp. 31-32.
[53] En las ciudades españolas, sobre todo en Sevilla, existía un gran número de esclavos en una situación similar, algunos de origen musulmán pero también procedentes del África subsahariana; DOMÍNGUEZ ORTIZ, A.: “La esclavitud en Castilla durante la Edad Moderna” en La esclavitud en Castilla durante la Edad Moderna y otros estudios de marginados, Granada, 2003.
[54] Archivo de la Real Chancillería de Granada, legajo 1857, pieza 10.
[55] Podemos poner el caso de Manuel, esclavo “de nazión turco”, natural de Argel, del que su dueño, don Diego José de Carvajal Figueroa, caballero de Alcántara y vecino de Cáceres, señala que “…después que está en mi casa se ha vuelto cristiano y bautizado…”. Sin embargo, el hecho de que se haya convertido no es suficiente para obtener la libertad, ya que Manuel ha de pagar por ello 1500 reales “…que ha juntado de limosnas…”. Archivo Histórico Provincial de Cáceres, Protocolos Notariales, legajo 4427, folios 600-601, 12 de septiembre de 1630.
[56] BENNASSAR, B. y L., op. cit., pp. 405-410.