Oct 032013
 

María Luisa Montero Curiel.

 “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, po­déis empezar a bordar el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cor­tar sábanas y embozos”.

 

Federico García Lorca,

La casa de Bernarda Alba

 I. INTRODUCCIÓN.

 El ajuar, entendido como conjunto de ropas, muebles y mena­je de cocina que aportaban los novios al matrimonio, ha constituido en los pueblos un auténtico ritual de sabor tradicional, que debe ser enjuiciado desde un punto de vista folclórico y sociológico.

En las primeras décadas del siglo XX, la preparación del inventario en Madroñera se ajustaba a unas normas bastante rígidas: el novio y la novia, por separado, reunían sus correspondientes objetos, siempre con la colaboración familiar, que era imprescin­dible en el momento de formar la nueva casa. El objetivo inmedia­to del ajuar consistía en solucionar las primeras necesidades materiales de los recién casados; por eso, los meses que precedían a la ceremonia de la boda estaban marcados por la costumbre de reunir la dote.

Cada pareja preparaba el ajuar de acuerdo con las posibili­dades económicas de su familia; en este sentido, la tradicional división de la sociedad ‘por grupos convertía a los ajuares en excelentes catalogadores de la posición económica individual y colectiva. Esta es una perspectiva puramente folclórica y sociológica.

También desde un punto de vista lingüístico, la realización de una encuesta como la que planteamos satisface la curiosidad de cualquier investigador que se acerca al tema de los ajuares con la intención de obtener un rico caudal de voces y expresiones populares para designar el campo léxico de las ropas y los objetos en torno a los cuales gira la vida familiar.

El material que se analiza en el presente trabajo se ha recogido de forma oral directa, y los testimonios obtenidos a través de la encuesta ofrecen ejemplos de los inventarios que podían en­contrarse en Madroñera entre 1920 y 1950.

 

 

II. LOS INFORMANTES Y LA ENCUESTA.

 

La preparación del inventario corría a cargo de las mujeres; los hombres no tenían ningún protagonismo en este acontecimiento y aceptaban siempre las decisiones femeninas. Este hecho nos obli­ga a enfocar la encuesta sólo desde la estimativa personal de las mujeres, que conocen a fondo todo el entramado del ajuar y su tra­dición. Las mujeres que nos han brindado su colaboración para rea­lizar este trabajo son todas naturales y vecinas de Madroñera, y sus edades oscilan entre los 50 y los 85 años[1].

La encuesta se realizó en Madroñera durante los meses de di­ciembre de 1988 y enero de 1989, a partir de un corpus de unas 80 preguntas, que permitió llevar a cabo las conversaciones en torno a una serie de campos ideológicos: muebles, ropas de uso personal, ropas de casa, utensilios de cocina. Las conversaciones fueron registradas en grabadora y posteriormente transcritas de acuerdo con el criterio fonético del Diccionario Extremeño de Antonio Viudas[2].

 

 

III. ESTRATIFICACIÓN SOCIAL EN MADROÑERA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX.

 

En todos los grupos humanos las diferencias económicas, culturales y laborales entre sus miembros han sido una realidad cons­tante. La estratificación social casi siempre se ha visto más cla­ramente en los pueblos que en las ciudades y, en ente sentido, Madroñera no es una excepción.

En el período de tiempo en el que se sitúa el tema de este estudio, la mayoría de los trabajadores de Madroñera se dedicaba a las labores agrícolas y al pastoreo. Otra parte de la mano de obra activa cubría el sector de la artesanía; abundaban los barberos, carpinteros, sastres, albañiles; y, por último, surgía una capa de propietarios capaces de dominar económicamente a los demás.

La conciencia de clase estaba muy bien definida entre la po­blación; aún la mantienen algunos de los informantes cuando hablan de tres grupos: los ricos, los medianeros o artesanos y los pobres que eran llamados en Madroñera porreros.

Hay que partir, por tanto, de una división de la sociedad en tres grupos:

 

1. Los ricos: formaban una minoría aunque, lógicamente, con gran fuerza sobre los demás estamentos. Eran los grandes propietarios de fincas y de ellos dependía, en gran medida, el resto de la población.

 

2. Los artesanos: en su mayoría se dedicaban a trabajos ar­tesanales y a la construcción; había muchos albañiles, carpinteros, cerrajeros, zapateros, comerciantes, taberneros, etc., e incluso pertenecían a esta clase algunos pequeños propietarios. Era un grupo numeroso en Madroñera y gozaba de buena reputación.

 

3. Los porreros: con este nombre se conocía en Madroñera al sector más pobre de la población. Era un grupo numeroso y su ni­vel y forma de vida distaba bastante de la de los otros sectores; trabajaban en el campo como pastores, aparceros, porqueros, boye­ros, guardas o jornaleros que dependían de un rico o de un artesano adinerado. Soportaban unas condiciones de vida muy duras, y puede decirse que eran las familias menos afortunadas de la sociedad.

 

Por todo esto, hay que decir que la estratificación social de Madroñera durante aquella época conservaba aún muchos de los rasgos del esquema de la sociedad feudal.

La estratificación marcaba sus huellas en todos los aspectos de la vida de Madroñera; así, las diferencias sociales se ratificaban con diferencias culturales, de educación, e incluso en la indumentaría de las personas. Además, hasta la manera de divertirse era diferente: cada grupo acudía a unos lugares de esparcimiento y había, incluso, distintos locales de baile: “el baile de Tío Juan Miguel” y “el baile de Tío Rodrigo” para los porreros, el “baile de Tío Luis Casares” para los artesanos, y, por último, “El Casino” para los ricos.

Este tipo de discriminación evitaba las “mezclas sociales”, pues los matrimonios debían efectuarse entre los miembros del mismo grano social.

Si las diferencias sociales se reflejaban en el modo de vivir, en el trabajo y en la manera de divertirse, es lógico que el ajuar o inventario fuera diferente según la “categoría” de los novios. Además, en la dote era un factor fundamental el trabajo al que iba a dedicarse el futuro marido (las mujeres, por regla general, eran amas de casa, aunque también colaboraban en las labores del campo).           

En este sentido, pueden trazarse los rasgos característicos de cada tipo de ajuar:

 

 

A) AJUAR DE LOS RICOS

 

Se caracterizaba por su tendencia al lujo. Ofrecía todos los detalles necesarios para vivir de un modo confortable. En la dote del rico iba desde una gran casa amueblada y decorada, hasta ganaderías enteras y reservas alimenticias para un año.

El mobiliario era de gran calidad, normalmente adquirido en tiendas especializadas, o fabricado por ebanistas locales de prestigio. Términos como “sillería”, “gabinete”, “galerías”, “cortinaje”, “espejos”, “reloj de pared”, “aparador”, “mesa de salón”, para amueblar las salas; camas de madera y acero, mesas de noche con piedra de mármol, lavabos de dormitorio con espejo, mármoles, ja­rrones, jaboneras, polveras, verdores, palanganas de porcelana, lámparas, etc., eran complementos que no faltaban en el dormitorio de cualquier rico. Entre los utensilios de cocina figuraban las cuberterías de plata, las cristalerías completas, vajillas con filos dorados, y objetos de materiales nobles como la porcelana china y el pedernal.

Entre las ropas, abundaban en estos ajuares las mantelerías completas de seis, ocho y doce servicios, colchas adamascadas, de encajes, de piqué, de hilo o tejidas con filigranas; juegos de cama bordados, toallas con flecos de macramé, paños de barba para los hombres y un sinfín de detalles que iban destinados, en muchas ocasiones, a permanecer almacenados en los baúles.

Tampoco escaseaban en el inventario del rico las provisiones necesarias para llenar una despensa: arrobas de aceite, arrobas de legumbre, arrobas de queso, matanzas curadas y vino. Estos produc­tos eran frutos de sus propias tierras y de los ganados que tam­bién formaban parte de la dote.

Los graneros, situados en la planta alta de las casas, se ofrecían repletos de lo que en inventarios escritos de los años veinte se conoce como “grano seco”, donde entran el trigo, el centeno, la avena y la cebada.

Hay que señalar que, en estos matrimonios, el hombre y la mujer aportaban una dote similar.

 

 

B) AJUAR DE LOS ARTESANOS.

 

Constituía un término medio entre el inventario de la clase baja y el de los ricos; en la costumbre de ser la novia la prin­cipal aportadora de enseres se acercaba más al de la clase baja.

Se caracterizaba porque los objetos eran de buena calidad y, básicamente, respondían a las necesidades que tenía cualquier familia para vivir con comodidad. Muchos de los objetos que aportaba un artesano en su inventario estaban íntimamente relacionados con el oficio al que iba a dedicarse, por lo cual habría que señalar una gran variedad de instrumentos en relación con cada oficio.

En cuanto a los objetos propios de la casa y las ropas, hay que decir que el refinamiento característico de los muebles de los ricos dejaba paso a un tipo de mobiliario en el que, por encima de la estética, se buscaba la utilidad. Las camas eran de hierro con adornos de cobre; no solían llevar mesillas de noche, ni lámparas ni espejos; la vida familiar se desarrollaba en torno a la cocina de la casa, de forma que las sillas y los lugares para sentarse estaban adaptados a las exigencias que imponía la chimenea, con mesa baja para comer, platos sueltos de porcelana, cubiertos de mediana calidad, numerosos utensilios de barro (tazones, platos, pucheros, ollas, tinajas, barriles…). Los únicos adornos de la casa eran “loh platoh guapoh de corgal”, o sea, la cerámica típica de Talavera, que ofrecía una variada gama de modelos. Eran platos decorados con múltiples figuras de colores estridentes, que formaban parte de la mayoría de los ajuares en los que ocupaban un lu­gar importante las artesanas, decoraban con ellos los comedores y las salas. Según las figuras o el diseño, recibían diferentes nombres, con los que todavía se siguen identificando. Los más abundantes son los llamados platos del pabellón, del cuerno, del cuchillo, de la rosa, de la babosa, de las palmeras, del sol, del cas­tillo, del pino, de la azucena, de la pajarita, valenciana, de ra­yas y del clavel. A los platos pequeños y hondos los llaman baheri­ques, porque se colocan en las partes más bajas de las paredes.

También ocupa un lugar privilegiado entre los objetos de de­coración el cobre de Guadalupe, con almireces, calderos, palmatorias, calentadores y una gran variedad de jarros que iban colgados en espeteras. Tampoco faltaban los cuadros de escenas románticas, de se­ñoritas en jardines y de tema religioso.

En cuanto a las ropas de casa, predominaban las tejidas en los telares del pueblo (que aún constituyen una industria artesanal viva en Madroñera) y las ropas confeccionadas por las mujeres artesanas y por la moza casamentera. Las sábanas que llevaban eran de tela casera, bordadas a base de deshilados; las colchas solían ser de rapón o de lana tejida. Como servicios para la mesa lleva­ban servilletas sueltas y, excepcionalmente, algún mantel que se lucía en acontecimientos familiares señalados, como bautizos, bo­das, comuniones o quintas.

La ropa de uso personal, aunque no era muy abundante, tenía buena calidad. La mujer llevaba camisas, jubones, medias, enaguas, toquillas, mandiles, pañuelos, etc. Las mujeres artesanas utili­zaban batas de tela de percal y ropa interior de tejidos finos co­mo el opal.  

Al igual que hemos visto con los platos, también los pañue­los recibían diferentes nombres que responden a analogías con ob­jetos cotidianos o al propio diseño. Así, tenemos:

 

“Pañueloh floreaoh en colores”.

 

“Pañuehoh de sandía”, de color blanco con figuras rojas en forma semicircular.

 

“Pañueloh de francés”, con fondo rojo y cenefas de “colo­rines”.

 

“Pañueloh de cien colores”, de lana, con un estampado muy vivo.

 

“Pañueloh floreaoh en morao”, de fondo blanco con flores moradas.

 

“Pañueloh de merino negro”, para el luto.

 

“Pañueloh de pita”, de tela de cuadros, para la cabeza.

 

“Pañueloh blancoh y en colorineh”.

 

 

Todos eran de tela fina, salvo el de cien colores, que, como ya se ha apuntado, era de lana.

El hombre artesano llevaba en su ajuar un traje, con chaqueta de género y pantalón de pana, normalmente. También llevaba camisas, chaleco y ropa interior.

 

 

C) AJUAR DE LOS PORREROS.

 

Generalmente no satisfacía siquiera las necesidades mínimas familiares. La pobreza era la característica fundamental de este grupo; la ínfima calidad de los materiales y la escasez de objetos chocaban, desgraciadamente, con el esfuerzo económico que suponía para estas familias la preparación de la dote.

En principio, conviene tener en cuenta que el espacio en el que se iba a mover esa familia era muy reducido, casi siempre un chozo o una casa de dimensiones insignificantes. Ya se vio cómo la mayoría de los porreros eran pastores asalariados. Todo esto imprimía en el ajuar una marca propia.

El mobiliario prácticamente no existía: la cama era, como mucho, un simple colchón de paja llamado pahero que se colocaba sobre un entarimado de palo, o sobre el catre. Llevaban alguna silla baja con asiento de junco, y los típicos sentones y banquetas de corcho y madera que eran fabricados por los propios pastores.

Las ropas se limitaban a las de uso personal, con muy pocas prendas: dos faldas largas llamadas guardapieses para la mujer, una para uso diario de tela lisa y oscura y de mala calidad; la otra de tejidos más nobles y vistosos para los domingos y días festivos. Llevaban también algunas chambras (especie de blusa ceñida y corta), para el invierno en lana de merino y, para el verano, de percal estampado.

No faltaban las camisas de lienzo con un uso cercano al de las enaguas (eran consideradas como ropa interior o menor), por último; tenían algún pañuelo para la cabeza, un mandil o dos, y poco más.

El hombre porrero llevaba la chambra como prenda más utili­zada; era oscura, de tela fuerte, con grandes bolsillos y con una tirilla en el escote. Esta prenda es todavía muy utilizada entre los ancianos y forma parte del traje típico masculino de Madroñera. Los hombres también llevaban pantalones normales, alguna camisa de lienzo moreno y casi todos utilizaban zahones, pieza masculina ca­si exclusiva de pastores, fabricada a base de cuero y que se colo­caba encima del pantalón, sólo por la parte delantera, como una especie de delantal, atado a los muslos.

Los utensilios de cocina eran de una pobreza extremada: el material obligado era la hojalata, o sea, la “hoja de lata para vasos, tazas y cubiertos. No faltaban, desde luego, todos los obje­tos útiles para el fuego: corona, trébedes, caldero, tenazas, sartenes de patas, llares… Toda la familia comía de la sartén y, generalmente, no usaban platos; como mucho, tenían algún barco, que es una especie de fuente de porcelana, de forma ovalada o rectan­gular, relativamente alta, para servir alimentos, hacer masas o, como en esta ocasión, para servir de “plato colectivo”.

Otros objetos que tenían los pastores en sus chozos eran el calambuco o cubo, algún cántaro para el agua, y otros útiles que después iban fabricando ellos mismos como liaras, morteros, pimenteros o saleros.

Con esta rápida visión se pretende reflejar, de un modo general, algunas de las circunstancias familiares de las tres grandes capas de la sociedad de Madroñera en la primera mitad de este siglo, que no deben entenderse como un caso aislado dentro de la sociedad extremeña de la época, sino como el reflejo de una realidad mucho más amplia.

 

 

IV. TRADICIÓN Y COSTUMBRE EN LOS PREPARATIVOS DEL AJUAR.

 

El ajuar, inventario o dote ha existido y sigue aún vigente en todos los lugares del país y su preparación está repleta de aspectos folclóricos, pues constituye parte de todo el ritual que rodea a las costumbres de boda[3].

En principio, hay que reiterar lo que se apuntó en páginas anteriores: los preparativos del ajuar (y, en especial, los de ropas y objetos pequeños de cocina) son patrimonio exclusivo de las muje­res. En el caso de la novia, era ella misma la que, desde temprana edad, se ocupaba de confeccionar algunas de las piezas, bajo la dirección de su madre que era quien, en último término, organizaba la dote. En el caso del novio, los preparativos debían correr a cargo de su madre o de sus hermanas, aunque, eso sí, él tenía el deber de ayudar a sufragar los gastos.

Las mozah (mujeres solteras), comenzaban desde muy jóvenes a bordar sábanas, mantelerías, servilletas, camisas, y aprovechaban las horas de la siesta en que las amigas se reunían para coser y divertirse al mismo tiempo. Según las informantes, también las épocas en las que se guardaba luto eran un período muy propicio para la realización de los ajuares; en este sentido, enlazamos con otras zonas del país como podemos apreciar en la cita en encabeza este trabajo y que pertenece a “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca.

En Madroñera existían también talleres de costura. Algunas mujeres enseñaban corte y confección y, sobre todo, a bordar. A estos talleres sólo acudían las artesanas, que podían permitirse el lujo de pagar una cuota mensual.

Las mantas y las piezas tejidas se fabricaban en los telares, abundantes en Madroñera por aquellos años. Curiosamente, casi todos los telares pertenecían a las gentes más humildes del pueblo.

Durante el período de “confección” -que solía durar varios años- se iban adquiriendo otros objetos relacionados con la cocina y la decoración. El mobiliario, en cambio, se compraba poco tiempo antes de la boda, cuando ya se tenían todos los demás preparativos.

La época más intensa para ultimar los detalles del ajuar era el mes que precedía a la ceremonia de boda. Era imprescindible que las ropas de cama, manteles y objetos de uso personal estuviesen dispuestos una semana antes de la boda, para exponerlo en la sala de la casa paterna, colocado sobre mesas, sillas y perchas para que las amistades fueran a contemplarlo. Esta costumbre se practi­caba tanto en la casa del novio como en la de la novia[4].

Cuando la exposición estaba preparada, un familiar del contrayente, normalmente la madre, recitaba, una por una, todas las piezas que llevaba su hijo (o hija) y, a la vez, otra persona lo anotaba en pliegos de papel, poniendo a la derecha de cada pieza su precio en metálico, para sumar el valor total de la dote. Esto era lo que se llamaba “imentario ehcrito” y se hacía con el propósito de fi­jar una “tasa” que, con el tiempo, favoreciera a todos los hijos por igual.

Cuando el ajuar había sido contemplado, se recogía para llevarlo al hogar del nuevo matrimonio. Esta noticia puede matizarse con un dato sorprendente: algunas veces los recién casados tenían que vender parte de la dote para adquirir objetos más necesarios. De esta forma, el ajuar cobraba un sentido competitivo, puesto que servían esencialmente, para ser visto y juzgado por las amistades y por el vecindario.

Si bien aún siguen vivas algunas de las costumbres relaciona das con el tema de los ajuares, es evidente que éstos han sufrido una gran evolución, sobre todo en los últimos decenios: las mujeres de principios de siglo se preocupaban de llevar un mortero de madera tallada o una colcha de rapón empapela; mientras que las mujeres de hoy día sueñan con incluir en su dote la picadora Moulinex o las mantas que anuncia en la televisión Lorenzo Lamas. Los avances técnicos y el progreso en general han modificado, en gran medida, la tradicional costumbre de los ajuares.

 

 

V. BIBLIOGRAFIA.

 

– AAVV, “Costumbres de boda”, en: R.D.T.P., XIV, 1958, págs. 165-192.

 

– GÓMEZ TABANERA, José Manuel (y otros): “El folklore español”. Madrid, Instituto Español de Antropología Aplicada, 1968.

 

– GONZÁLEZ MENA, María de los Ángeles: “Cama de vistas en Montehermoso (Cá­ceres)”, en: R.D.T.P., XXXIV, 1978, págs. 255-276.

 

– HOYOS SANCHO, Nieves: “Costumbres referentes al noviazgo y a la boda en la Mancha”, en: R.D.T.P., IV, 1948, págs. 454-469.

 

– PALACIO NACENTA, José Eduardo: “Noviazgo, matrimonio y nacimiento en la Ribagorza”, en: Actas del II C.N.A.C.P., Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 1974, págs. 169-183­

 

– VIUDAS CAMARASA, Antonio: “Diccionario Extremeño”, 2ª edición, Cáce­res, 1988.

 

 



[1] Las informantes responden a las siguientes identificaciones: Arsenia Borreguero Esteban, de 73 años; Isidra Borreguero Esteban, de 65 años, Josefa González Miguel, de 50 años, Josefa Miguel Cam­pos, de 75 años, Manuela Piélago Baróuilla, de 63 años, María Ro­dríguez Ávila, de 85 años y Purificación Sánchez Barrado, de 73 años. A todas ellas mi agradecimiento.

[2] Antonio Viudas Camarasa: “Diccionario Extremeño”. Cáce­res, 1988, pág. XXXII.

[3] Vid. testimonios semejantes en Nieves Hoyos Sancho: “Costumbres referentes al noviazgo y la boda en la Mancha”, en: RDTP, IV, 1948, págs. 454-469 y de varios autores “Costumbres de boda”, en: RDTP, XIV, 1958, págs. 165-192.

[4] Cf. una costumbre semejante en María de los Ángeles González Mena, “Cama de vistas en Montehermoso (Cáceres)”, en: RDTP, XXXIV, 1978, págs. 255-276.

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