Ene 152019
 

Luis Enrique Rodríguez-San Pedro Bezares.

            Intentar esbozar en breves palabras la evolución de una institución tan significativa como la Universidad de Salamanca dentro de la tradición cultural hispánica no constituye una tarea fácil. Y no sólo por la diversidad de niveles potenciales de estudio que se enmarcan en ella, sino por las variaciones y circunstancias contradictorias de una evolución de ocho siglos. Tanto más cuanto esta complejidad ha de exponerse en una conferencia pública de tiempo reducido. Ante el dilema, he renunciado a la posibilidad de presentar aquí una vistosa e impresionista exhibición de tópicos, de gestas y figuras notables. Por el contrario, voy a procurar sacrificar el ornato al contenido y exponer algunos de los rasgos más estructurales que configuraron la historia salmantina en la sucesión de sus etapas[1].

            Diremos en primer lugar, que Salamanca mantiene un desarrollo que, de algún modo, podríamos enclavar en las periodizaciones convencionales: etapa medieval, moderna y contemporánea. Durante la primera de ellas, la Universidad del Tormes no es mucho más que una universidad jurídica peninsular destacada. En los siglos modernos se convierte en la más afamada e influyente de la Monarquía hispánica y, tras esta etapa clásica, se va sumiendo en un declive provinciano que, arrastrado por el siglo XIX, no se irá remontando sino en el curso del XX. Expuesto esto, intentaremos desarrollar aquí las características destacadas de estos períodos, con atención a sus distintos niveles de comprensión: instituciones de gobierno, bases económicas, régimen docente, corrientes culturales y aspectos sociales.

1.Etapa Medieval: fundación y consolidación

Dentro del panorama europeo, Salamanca apareció con posterioridad a otras universidades destacadas como Bolonia, Módena, París, Montpellier, Oxford o Cambridge. Más aún, se inspira en modelos boloñeses, con lo que se sitúa dentro del tipo de las llamadas universidades meridionales de orientación jurídica, frente a la preferencia por la enseñanza de la teología o las artes liberales que caracterizarían a París u Oxford, por ejemplo. Es, sin embargo, la más antigua de las universidades peninsulares hoy existentes, dada la efímera aparición de la de Palencia alrededor de los años 1209-1212. La de Salamanca fue promocionada por el rey Alfonso IX de León, posiblemente hacia fines del año 1218, con categoría de Estudio de su reino. Debemos advertir que el término “universidad”, con la significación que hoy se le otorga, no aparece en los documentos salmantinos hasta el siglo XV, y que durante el XIII esta palabra poseía una significación corporativa. Es por tanto el título de “Estudio General” el que manifiesta la diversidad de sus enseñanzas, su característica no privada (abierto a todos) y la validez de sus graduaciones. La institución recibió en 1254 unos importantes estatutos de organización y dotación de rentas, otorgados por el rey Alfonso X el Sabio. Se consolidaban, de este modo, unas doce cátedras, con disciplinas de derecho canónico, civil, medicina, lógica, gramática y música. El espaldarazo final le llega en 1255, cuando la autoridad pontificia le otorgó la “licentia ubique docendi”, con reconocimiento de la validez internacional de sus grados, salvo en París y Bolonia; restricción ésta abolida al siglo siguiente, el año 1333.

            La organización institucional de este período medieval quedó configurada a través de diversas constituciones jurídicas pontificias; las del papa Benedicto XIII en 1381 y 1411, y las definitivas de Martín V en 1422, las cuales seguirán rigiendo en sus capítulos esenciales hasta el siglo XIX. Con respecto a la distribución de poderes, apreciamos una amplia participación estudiantil en el gobierno del Estudio, según el mencionado modelo boloñés: el rector es un estudiante, y le asesora un consejo de otros ocho escolares territorialmente representativos. Frente a ellos se van estructurando contrapesos progresivos, con introducción de influencias parisinas, tales como la participación de los profesores desde los claustros de diputados y plenos, claramente consolidados para el siglo XV y principios del XVI. En concreto, el claustro de diputados se diseñó para conseguir un cierto equilibrio de poderes: diez de sus miembros eran catedráticos ordinarios o de propiedad vitalicia, y otros diez pertenecían al profesorado auxiliar temporal y a los graduados o simples estudiantes. Por lo que respecta al claustro pleno, se trata de la asamblea máxima del gremio, con participación del rector, catedráticos, diputados y consiliarios estudiantes. A lo dicho hay que agregar la decisiva figura del maestrescuela catedral, vitalicio, representante del poder pontificio, juez del Estudio en lo civil y criminal, y en quien recae la potestad de la colación de grados. Finalmente, cabe señalar la existencia del primicerio o presidente del claustro de catedráticos.

            La autonomía institucional se consigue por medio de una financiación peculiar. Se trata de una participación en los diezmos eclesiásticos a través de las tercias reales del obispado de Salamanca. Esto vincula la solidez económica con los ritmos agrarios del entorno, produciéndose agudas insuficiencias durante las convulsiones críticas del siglo XIV. Respecto a los repartos salariales, el profesorado jurista resulta el más favorecido proporcionalmente, lo que denota la destacada valoración de estas facultades en la época. Por lo demás, los profesores auxiliares o ayudantes no recibieron estipendios hasta alrededor del año 1439, y éstos jerarquizados y diferentes según disciplinas, del mismo modo que en las cátedras vitalicias. No obstante, el profesorado podía recurrir a complementos económicos a través de beneficios eclesiásticos que, asimismo, permitían mantenerse en la universidad a determinados contingentes de estudiantes.

            En estas circunstancias, se fueron incrementando las cátedras dotadas, señaladamente en derecho. Hacia 1393 existían ocho: dos de civil, dos de decreto y cuatro de decretales. Durante el siglo XV, las cátedras asalariadas y ordinarias alcanzaron una media de 24, mientras que se multiplicaron las adjuntías o cátedras cursatorias, llamadas también menores. El predominio continuó recayendo en las disciplinas canónicas, dada la asistencia mayoritaria de clérigos. Además, la facultad de teología comienza su funcionamiento entre 1381-1386, y se robustece desde principios del cuatrocientos. Los teólogos podían cursar en la Universidad o en los Estudios conventuales de dominicos y franciscanos, con posibilidad de convalidaciones. Resta señalar, en este apartado, el hecho de que regentaban las diversas cátedras ordinarias doctores y licenciados, mientras las cursatorias quedaban encomendadas a bachilleres.

            El método pedagógico comprendía “lectiones”, “repetitiones” y “disputationes”, como en el resto de las universidades europeas del momento. Se trataba de comentarios analíticos sobre textos consagrados, conferencias magistrales públicas y ejercicios dialécticos. La lengua académica era el latín, lo que facilitaba los intercambios y la movilidad internacional. Las autoridades de referencia eran el derecho civil romano justinianeo (“corpus iuris civilis”) o el derecho pontificio medieval (“corpus iuris canonici”; así como los clásicos grecolatinos y Aristóteles. No existían exámenes de curso, sino pruebas finales o grados académicos: bachiller, licenciado y doctor. Hay que advertir, además, que Salamanca no impartió sus clases en edificios propios hasta el siglo XV, y que, con anterioridad, pululaban los maestros por dependencias y locales dispersos, alquilados o cedidos. Los grados eran conferidos en la catedral vieja, y el examen de licenciado en la capilla de Santa Bárbara, costumbre mantenida hasta el siglo XIX.

            Con todo ello, Salamanca se constituye como uno de los más destacados centros universitarios medievales, junto a los de Coimbra, Valladolid y Lérida, principalmente. Predominarán en ellos las enseñanzas jurídicas, y se produce cierta movilidad del alumnado por universidades como Bolonia (para el derecho), París (teología) y Montpellier (medicina). El desarrollo jurídico contribuye a la conformación de las estructuras gubernativas de la Iglesia y de las Monarquías, con un cierto talante autoritario-romanista. Los canonistas salmantinos llegan hasta la Curia romana o, junto a los teólogos, participan en concilios como los de Constanza y Basilea, a comienzos del cuatrocientos. Sin embargo, las posturas conciliaristas que allí se defendieron se diluyeron posteriormente, por el hecho de que Salamanca terminó subsistiendo gracias a una decidida protección papal. Por ello, a lo largo del siglo XV, Salamanca se configura como una universidad tradicional, dentro del sistema romanista y canónico; y únicamente desde mediados de dicho siglo se aprecian atisbos humanísticos, en parte por influencias externas. El caso de Nebrija parece paradigmático, ya que, habiéndose formado en Italia, terminó marchándose de la atmósfera salmantina hacia los nuevos horizontes de Alcalá. La teología, por su parte, se mueve dentro de la ortodoxia, con raras excepciones, como la condena en 1479 de ciertas doctrinas del maestro Pedro Martínez de Osma sobre la penitencia. De otro lado, la abundancia de manuscritos científicos en algunos colegios, como el de San Bartolomé, vinculados a las cátedras de filosofía natural y astronomía, señalan un desarrollo importante de estas disciplinas, por lo menos en pequeños cenáculos. El panorama se completa con una Librería central universitaria, que contaba con unos 200 volúmenes hacia 1470, y que debía abrirse a los estudiosos unas cuatro horas al día. La imprenta se introdujo, asimismo, en la ciudad hacia 1472, pero la dependencia respecto a las grandes imprentas y circuitos europeos del libro se mantuvo a todo lo largo de los siglos XVI y XVII.

            Una primera consideración, dentro de los aspectos sociales, recae en el hecho de que la universidad medieval excluyó de sus aulas al potencial alumnado femenino. Y esto, que era cierto para toda Europa, lo era también para Salamanca. Pero, no debemos tampoco pensar en grandes contingentes de escolares varones. Frente a los mil matriculados que ostentaba Bolonia a finales del siglo XII, la salmantina de principios del XV quizás alcanzaba 500 ó 600, elevándose a unos 3.000 entrado el siglo XVI. En el conjunto, predominaban los clérigos sobre los laicos, y entre aquellos los canónigos. Estos estudiantes se agrupaban en “naciones” o asociaciones de apoyo mútuo. En un principio debieron de ser cuatro: una comprendería las diócesis galaico-portuguesas; otra el resto de las leonesas; la tercera la provincia eclesiástica de Burgos; y la cuarta la provincia eclesiástica de Toledo. Para el siglo XV estas cuatro naciones se habían desdoblado en las ocho consiliaturas asesoras del rector. Por contingentes de procedencia, parece evidente un predominio de ambas Mesetas (sobre todo la Meseta Norte) y del Noroeste peninsular (Galicia-Asturias-Portugal); asimismo, encontramos limitadas proporciones procedentes de Extremadura y Andalucía; raros llegados de la Corona de Aragón y rarísimos extranjeros no peninsulares. Hay que advertir, no obstante, que las reducidas procedencias de la Corona de Aragón se debían a una mayor preferencia por los traslados hacia Bolonia o las universidades del medio francés. Parecidas circunstancias a las descritas concurren en el profesorado: un predominio del originario de Castilla-León y Portugal, con algunas excepciones de extranjeros aventureros. Por último, podemos destacar, entre fines del XIV y comienzos del XV, los inicios y desarrollo de la fundación de colegios, instituciones beneficiales de acogida de estudiantes, con amplia tradición en Francia e Inglaterra: en 1386 se fundaba el de Pan y Carbón; y en 1401 el que luego sería Mayor de San Bartolomé, inspirado en el de los Españoles de Bolonia, c. 1364.

2.Siglos XVI y XVII: la Universidad de referencia

            El tránsito de la etapa medieval a la moderna irá convirtiendo a la salmantina en universidad modelo, una especie de estereotipo de prestigio, celebrado/a como la primera, afamada y más influyente universidad de las Españas. Es decir, la institución de educación superior sobresaliente entre las treinta y dos fundaciones con grados reconocidos existentes en la Península Ibérica hacia 1625; pluriforme en materias de enseñanza, con las cátedras mejor financiadas, y la menos regional en sus contingentes de alumnado. No cabe duda de que tales primacías se debieron substancialmente al desarrollo de los estudios jurídicos y, en segundo plano, de los teológicos, con lo que se convertía en foco universitario volcado en las necesidades burocráticas de vertebrar las estructuras de la Monarquía y en asumir la defensa y expansión de la fe Católica. Más aún, y como alguien ha dicho, la circunstancia americana otorgó a Salamanca “la ocasión para la mayor expansión de una universidad que han visto los siglos”; expresión ésta, algo enfática y de resonancias cervantinas, con la que se ha querido definir la floración de unas treinta universidades, de alguna manera filiales, en suelo indiano (referencias, hombres e ideas).

            Por lo que se refiere al equilibrio de los poderes, la consolidación de una Monarquía autoritaria desde fines del XV, con el reinado de los Reyes Católicos y sus sucesores, reafirmó la intervención regia en los asuntos académicos, a través del Consejo de Castilla, con una cierta marginación de las iniciativas papales y su protagonismo medieval. De modo que los controles reales tomaron forma en visitadores periódicos, con potestad para impulsar y canalizar reformas y sucesivas modificaciones de estatutos de gobierno. No obstante, el marco jurídico prosiguió dentro de las Constituciones pontificias de 1422, a las que se fueron añadiendo estatutos complementarios en 1538, 1561, 1594, 1604 y 1618, culminando en la Recopilación general de 1625, que se constituye en flexible marco de referencia jurídica hasta 1771 y la reforma subsiguiente.

            Aun cuando existieron algunos intentos de reforma, el poder ejecutivo continuó en el rector, estudiante generoso o noble habitualmente, asesorado por un consejo consultivo de ocho estudiantes, representantes de las diversas cofradías regionales de escolares y elegidos a propuesta de éstas. El maestrescuela catedral mantuvo el simbolismo de la autoridad papal, ejerciendo jurisdicción mediante tribunal propio sobre todo el gremio universitario. Asimismo, se mantuvieron los diversos claustros, como organismos de gobierno administrativo, económico y académico. Con todo, hay que señalar durante esta etapa una tendencia hacia la aristocratización de los poderes, intentando reducir la participación estudiantil, concentrando responsabilidades en los catedráticos de propiedad y aumentando las preeminencias de las oligarquías colegiales. Las facciones y camarillas fueron continuas y, desde mediados del XVII, parece apreciarse una disolución del sistema asambleario gubernativo hacia la proliferación de juntas especiales decisorias.

            La hacienda universitaria mantiene sus fundamentos medievales: la participación en los excedentes agrarios circundantes a través de tercias reales sobre el diezmo. Entre 1600 y 1700, por ejemplo, las medias quinquenales de estos ingresos se situaron entre 6.000.000 de maravedís en años bajos y 15.000.000 en años prósperos, con medias seculares de 8.500.000 aproximadamente. Y como las tercias suponían entre el 80 y el 85% de la recaudación total, la universidad mimetizará en su economía el discurrir cíclico de la Castilla interior, con una situación más próspera desde los Reyes Católicos y siglo XVI que en la crisis del XVII, y una clara recuperación en el XVIII. En este contexto, el pago de las cátedras se elevaba al 50% del gasto, bien entendido que siguieron manteniéndose las fuertes desigualdades en las dotaciones y pago, con predominio de las disciplinas jurídicas y las cátedras de propiedad. Las facultades privilegiadas, derecho y teología, copaban a fines del XVII el 65% de los salarios globales del profesorado, los cuales se complementaban, asimismo, con propinas de actos y grados académicos.

            Sobre estas bases se alzaba el régimen docente, que a finales del siglo XVI articulaba en torno a 26 cátedras de propiedad o vitalicias y unas 30 temporales, cursatorias o regencias. Estas cátedras se proveían por voto de estudiantes, según el sistema boloñés, que se mantuvo hasta 1623 y 1641; a partir de estas fechas fue suprimido por irregularidad, corrupción y conflictividad. Las cátedras pasaron entonces a ser designadas por el Consejo de Castilla, lo que abocó hacia acaparamientos partidistas por parte de las oligarquías burocráticas y colegiales. Y es que los colegios, surgidos como instrumento para la conformación de una élite académica preparada para el acceso a grados, cátedras y oficios de la administración, terminaron coaligándose en intereses con los altos burócratas del aparato de gobierno: si estos promovían a los colegiales a cátedras y cargos, los colegios otorgarían becas a familiares y allegados a sus bienhechores. De este modo, la seguridad de la beca colegial y el turnismo de los ascensos, primando la antigüedad y la capacidad de influencias sobre el mérito, dislocaba todo el interés por el estudio. El estudiante manteísta meritorio, no colegial, termina desmoralizándose ante los rodillos de parcialidades y camarillas. Y esta selección endogámica del profesorado tomó la forma de turnismo en las cátedras jurídicas entre colegiales. Asimismo, las enseñanzas teológicas pasan a turnos de escuela en la primera mitad del siglo XVIII; aunque anteriormente, desde 1606, se había producido una progresiva dotación de cátedras sin oposición, vinculadas a las doctrinas y financiación de órdenes religiosas diversas.

            El método medieval de enseñanza se mantuvo, fundamentado en la lección magistral, la relección y las disputas académicas y ejercicios dialécticos. El principio de autoridad se derivaba de ciertos libros y autores consagrados: corpus de derecho romano y decretales pontificias; la Biblia y una escolástica teológica de predominio tomista en el siglo XVI; síntesis galénica en medicina; lógica y filosofía aristotélicas; Euclides, Ptolomeo y los clásicos latinos y griegos, etc. Todo ello se consolidó en dos tiempos, los planes de estudio de 1561 y 1594, completados con modificaciones parciales para las artes y filosofía en 1604. A partir de aquí, la Recopilación de 1625 rige como referencia, aunque con negligencias y relajaciones en su cumplimiento. Además, los abusos en el dictado produjeron considerables retrasos de los programas. Por su parte, los cursos comprendían seis meses y un día desde la fecha de la matrícula, y las clases cesaban únicamente entre el ocho de septiembre y el dieciocho de octubre. No existían exámenes finales y el “pase de curso” requería tan sólo matrícula y asistencia. La revalidación de conocimientos se producía a través de los grados de bachiller, licenciado y doctor: el primero de ellos servía para el ejercicio profesional, mientras que el segundo probaba la habilidad erudita para la futura docencia, y el doctorado era mera cuestión de pompa y festejos. Todo tenía lugar en las Escuelas Mayores y Menores, que constituían la Universidad por excelencia. A ella se agregaban unos 20 conventos regulares masculinos y más de 25 colegios vinculados, con ciertas tensiones de disgregación y enseñanza autónoma, sobre todo en los primeros.

            Con estas coordenadas, la Universidad salmantina de los siglos modernos presenta un perfil de acusado carácter jurídico y de promoción burocrática y funcionarial: una institución regia y eclesiástica muy vinculada al “cursus honorum” letrado y administrativo. Esto no obstaculizó que, desde el último cuarto del XV y primera mitad del XVI, Salamanca se incorporase al movimiento humanista; aunque, ciertamente, ensombrecida por Alcalá que, en su apogeo renacentista, le restará alumnos. Por los años centrales del XVI, la confluencia del derecho, la teología tomista, las nuevas lógicas y las lenguas clásicas, cristalizan en la llamada “Escuela de Salamanca”, cuya principal aportación supondrá la reflexión práctica sobre un conjunto de problemas de proyección europea y americana: naturaleza del poder y de la justicia; derechos de la persona y del Príncipe; comunidad internacional y derecho de gentes; conflictos internacionales y guerra justa; así como teorización económica y tensiones derivadas de la colonización y transculturación americana. En este contexto, destaca la movilidad del profesorado eclesiástico, a traves de sus Estudios conventuales: Francisco de Vitoria había llegado procedente de París; y Francisco Suárez, por Valladolid, Alcalá y, más tarde, Roma, recalaba en Salamanca para culminar su obra en Coimbra. Luego, tras la participación de destacados teólogos en el Concilio de Trento, la salmantina adopta perfiles más rígidos, que oscurecen la floración humanista. Baste recordar el proceso de fray Luis de León y de los hebraístas. La síntesis aristotélico-escolástica y el romanismo jurídico se imponen. Se aboca a un “tiempo largo” de cierto tradicionalismo, que se adentra hasta la primera mitad del siglo XVIII.

            En esta etapa (siglo XVII), Salamanca permaneció fiel a los cauces jurídicos del “mos italicus”; mientras en teología se multiplicaron las escuelas teológicas desde fines del XVI y las sistematizaciones escolásticas durante el XVII. El cosmos aristotélico mantiene su pervivencia hasta bien entrado el XVIII. La Universidad salmantina, como otras de su tiempo, parece adormecerse, conservar sus saberes, erigirse como brazo letado y legitimación ortodoxa de un orden social. Puede hablarse de un cierto declive teórico en esta institución, desincorporada del racionalismo filosófico y del cientifismo experimental de la naturaleza, propios de las vanguardias del seiscientos. No obstante, su contribución a la formación de los cuadros jurídicos y administrativos de la Monarquía y de la Iglesia resultó destacada. Y esta preocupación práctica, junto al desarrollo de una teología ortodoxa, contribuyó a desatender las disciplinas de pura erudición y las lenguas auxiliares. Además, este acusado predominio del derecho y de la teología marginó, incluso económicamente, a las restantes disciplinas; de este modo, a fines del XVII, la cátedra de matemáticas-astronomía, junto con la de música, eran las peor pagadas de todas las de propiedad. El temor a la herejía y a las “novedades peligrosas” fija la permanencia de los viejos planes de estudio. A esto se unirá una mediocre y endogámica selección del profesorado, y una instrumentalización de los saberes como legitimación y promoción.

            En este punto, cabe referirse a la Biblioteca universitaria que, hasta 1550, fue nutriendo sus fondos e incorporando libros de humanidades. Sin embargo, estas adquisiciones disminuyen desde dicha fecha, y en 1610 nos encontramos con unos locales descuidados y un contingente de 1.250 volúmenes, que rezuma saberes medievales y arcaísmo. El hundimiento de la sala de lectura en 1664 ennegrece aún más el panorama, pues los libros permanecerán arrinconados y desordenados hasta 1693, con múltiples desapariciones. Será en la primera mitad del XVIII cuando la biblioteca se remoce con nuevas compras y locales; pero cumple señalar que, durante su etapa clásica, las bibliotecas de instituciones privadas (colegios y conventos) y las particulares constituyen focos culturales más nutridos y efectivos que la propiamente universitaria, Y cuando, finalmente, se consolidan sus fondos en el siglo XVIII, en gran parte procederán del colegio-convento de los jesuitas expulsos.

            No podemos olvidar tampoco que, durante esta etapa, la institución universitaria y, destacadamente, sus estudios de derecho, constituyeron cauce de promoción y movilidad social. Y esto resulta particularmente cierto por lo que respecta al siglo XVI, ya que posteriormente se acentúa una tendencia a la aristocratización y selección más oligárquica. Ante las perspectivas que se abrían, la matrícula alcanzó entre 5.000 y 7.000 alumnos anuales en la segunda mitad del XVI, si bien a mediados del XVII se hará patente un declive que aboca a los 2.000 matriculados de las postrimerías del seiscientos. Entre ellos continuaron predominando los jurístas, destacadamente los canonistas, siguiendo en importancia la teología y las artes/filosofía, con pequeños contingentes de médicos. Por lo que respecta a las procedencias, durante la segunda mitad del XVI, el prestigio de Salamanca atrae hacia sí una confluencia de estudiantes de todo el ámbito peninsular, e incluso europeos e indianos en proporciones superiores a cualquier otra universidad hispana de la época. De modo que Salamanca se configura como la menos regional de las tres grandes universidades de la Monarquía (además de Valladolid y Alcalá); y esto a pesar del predominio del alumnado meseteño: y es así que los 9.000 portugueses que pasaron por sus aulas entre 1580 y 1640 podrían dar testimonio de su pluralidad. Estos estudiantes se agrupaban en asociaciones y cofradías regionales (“naciones”) que, a fines del XVI y principios del XVII eran ocho: Galicia, Portugal, Campos (Castilla la Vieja y Leon), Vizcaya, Extremadura, La Mancha, Andalucía y Corona de Aragón.

3.Siglo XVIII: Reformas ilustradas

            Cuando, dejando atrás la etapa clásica de la Universidad, nos adentramos por el siglo XVIII, constatamos la pervivencia de inercias tradicionalistas, hasta que se produce el despliegue de las reformas ilustradas. No obstante, estas reformas representan una suerte de compromiso entre lo viejo y lo nuevo; se trata de restaurar y mejorar y no propiamente de acometer reestructuraciones radicales. Más aún, el reformismo se aplica con cierta intensidad en la etapa de Carlos III, y se ralentiza bajo Carlos IV, dados los conflictos inherentes a este reinado y el temor a las consecuencias de la Revolución francesa. La resultante final culminará en el Plan Caballero de 1807, que se proyecta como Plan General de Universidades. A partir de los proyectos presentados por Salamanca que, una vez más, asume su papel de universidad modelo, se pretende una uniformización del resto de las universidades existentes.

            En los aspectos institucionales, las reformas articuladas en torno al Plan de 1771 pretendieron un mayor control del Consejo Real sobre la autonomía universitaria. Asimismo, se reforzó la autoridad rectoral, prolongando su mandato a períodos de dos años (desde 1770), y reservando el cargo para graduados mayores, con exclusión de catedráticos. Este reformismo vino acompañado de una pareja merma de la autoridad del maestrescuela y de su jurisdicción. Por otro lado, una vez desarticulada la prepotencia jesuita, tras la expulsión de la orden en 1767, la Monarquía y ciertos grupos ilustrados pretendieron atenuar la influencia colegial, tanto en la burocracia del reino como en la provisión de cátedras universitarias. Diversas disposiciones reales se sucedieron entre 1771 y 1777 para la reforma de los colegios, aunque, a medio plazo, parece que se reprodujeron los antiguos vicios.

            A pesar de todo, el reformismo dieciochesco no proporcionó nuevas rentas económicas al Estudio, ni procuró conseguir una distribución más equitativa de los ingresos. Los catedráticos de propiedad continuaron gozando de una desmedida participación en las rentas decimales, reivindicando privilegios remontables a 1422. Con ello, la mayor parte de la reforma hubo de sufragarse a través del arca de gastos comunes, con las dificultades a ello inherentes. En conjunto, la facultad de medicina fue la más favorecida económicamente por las nuevas disposiciones, incorporando, incluso, nuevos diezmos del obispado en el tardío año de 1789, al tiempo que se producía un incremento de los asignados de sus cátedras cursatorias.

            En el capítulo del régimen docente se había llegado al consentimiento tácito de una costumbre de oposiciones formularias, con turnos y antigüedad de acceso para colegiales y clero regular. Todo ello se mantenía hacia mediados del XVIII, y las reformas se dirigieron a conseguir un concurso-oposición abierto, bajo la supervisión del Consejo. Se trataba de abolir los turnos y abrir las oposiciones al mérito y a la concurrencia (1770). Además de esto, el Plan de estudios exigió una atención especial, lo que cristalizó en las disposiciones de 1771. No hay que considerarlas como revolucionarias, pero contribuyeron a la introducción de nuevos enfoques y materias de estudio. En derecho canónico se favorecían las corrientes regalistas, limitando el estudio del derecho medieval pontificio. En leyes se reglamentó la enseñanza del derecho real o nacional, aunque continuó predominando el romanismo. En teología se pretendió acentuar los aspectos bíblicos y positivos, así como las disciplinas prácticas; pero la escolástica retornó al predominio tomista, frente a la proliferación de escuelas del siglo anterior. Se produjo una apertura hacia los estudios de física experimental para los médicos que, al mismo tiempo, incrementaron el talante empírico-clínico de la enseñanza. Finalmente, tanto las matemáticas como las letras clásicas recibieron protección decidida.

            Lo que no se modificó demasiado fue el método docente, consolidándose la lección magistral y las tradicionales disputas. No obstante, la introducción de compendios y manuales terminó con el dictado, y la relección cayó en desuso. Se incrementó la normativa para el control de asistencia necesario para el “pase de curso”, y no llegaron a introducirse exámenes anuales. Por su parte, se consolidaron los estudios de licenciatura, que tomaron apariencia de cursos académicos, con inclusión en ellos de nuevas materias de estudio. Otros complementos iban en la línea de mejorar los equipamientos, recomendándose la creación de un jardín botánico y un museo de simples medicinales, entre otros proyectos. Restaba ejercer controles sobre la disgregación tradicional de las enseñanzas paralelas en los conventos. Por ello, las disposiciones de 1770-1771 establecían la obligación para el clero regular de matricularse en la universidad y oír en sus aulas, caso de que aspiraran a convalidar estudios y a la validez de los grados.

            Algunas de estas reformas resultaron particularmente acertadas. Y así, en el plan de estudios médico, los proyectos salmantinos mantendrán vigencia a través de los programas para todo el reino hasta mediados del ochocientos. En definitiva, cabe afirmar que hacia finales del setecientos se habían producido en Salamanca renovaciones y novedades en las disciplinas médicas, con el apoyo de las cátedras científicas de filosofía y ciertos sectores del derecho. Esto iba preparando el tránsito a un nuevo tipo de universidad que, en el siglo XIX, marginará de su ámbito a canonistas y teólogos, que habían sido secularmente sus auténticos señores. Grupos reformistas y renovadores ilustrados se integrarán progresivamente en el movimiento liberal y, como detalle representativo, Diego Muñoz Torrero, rector salmantino en 1787, ostentará posteriormente la presidencia de la comisión que elabore la Constitución de Cádiz. En otro orden de cosas, la Biblioteca universitaria experimentará un impulso decisivo, no sólo por la restauración y nuevas adquisiciones de la primera mitad del siglo, sino por el ingreso de no menos de 12.000 volúmenes procedentes del Colegio real de los jesuitas expulsados.

            Lo que parece también evidente es que durante el siglo XVIII se redujo la proyección exterior de la universidad en el ámbito de las Españas, mientras ascendía la importancia de otros centros hasta entonces periféricos. El alumnado oscilará entre 2.000 y 1.500 matriculados, con fuertes contingentes de regulares y colegiales en la primera mitad del siglo, lo que delata a una universidad en la que se han consolidado ciertos sectores privilegiados o influyentes. Además, progresivamente, la procedencia del alumnado manteísta se regionaliza hacia la Meseta Norte y Extremadura, disminuye la capacidad de convocatoria y promoción de Salamanca, y la competencia de otras universidades (Zaragoza, Valencia, Sevilla), así como el traslado del pálpito social hacia regiones periféricas, van sumiendo a la que había sido primera universidad de la Monarquía de España en el declive provinciano que heredaría el siglo siguiente. No obstante, la proyección transterritorial perdida entre los manteístas se mantiene en parte entre los colegiales mayores y clero conventual.

  1. Siglo XIX: Desmantelamiento y declive

            Salamanca, símbolo universitario del Antiguo Régimen, pierde sus referencias gloriosas durante la etapa contemporánea. A lo largo del siglo XIX no pasará de constituir una evocación ruinosa, y a partir del inicio del novecientos se va trabajosamente reconstruyendo al nivel de una universidad de provincias. La Ley Pidal (1845) constituye el punto de partida de la universidad liberal española, un nuevo modelo constitucional que consolida sus directrices en la Ley Moyano de 1857: centralización de la educación superior por el Estado; control de fondos, programas y libros de texto; funcionarización del profesorado, etc. Sin atender al peso histórico de su pasado, Salamanca pasó a la categoría de universidad provinciana, uno más de los diez distritos que se configuran de nuevo cuño. Será Madrid y su Universidad Central omnipotente quienes pasan a suplantar a la Salamanca modélica, y la capital y su universidad se convierten en el punto de referencia de la vida académica y científica del siglo XIX.

            En este contexto, se diluye la antigua estructura administrativa de Salamanca, que queda integrada como una más en el tejer y destejer de los proyectos universitarios de carácter centralista y uniformizador. En 1820 se produce una breve restauración del Plan Caballero de 1807, con posterioridad a la pretensión de Fernando VII de retrotraerse a los planes dieciochescos de 1771. Por su parte, reglamentos y planes liberales como los de 1821 y 1836 culminarán en el mencionado de Pidal de 1845, cristalización del proyecto universitario moderado, de inspiración francesa. La Ley Moyano de 1857 supone, por su parte, el espaldarazo definitivo. El rector universitario pasa a convertirse en una especie de delegado del gobierno central, designado por el ministerio correspondiente. A partir de él se establece una jerarquía universitaria de arriba abajo, por designación y propuestas rectorales, desapareciendo cualquier concesión a organizaciones electivas. Al tiempo, queda establecido un cuerpo nacional de catedráticos-funcionarios por libre oposición. En este ámbito conviene destacar la eficaz labor de consolidación universitaria del rector salmantino Mamés Esperabé (1869-1900), uno de los más sobresalientes organizadores y administradores de esta etapa.

            No menores cambios registra el capítulo hacendístico, pues las leyes desamortizadoras privan a Salamanca de las tercias decimales, fundamento económico de su tradicional autonomía. A partir de aquí, los ingresos tenderán a establecerse sobre los derechos de matrícula, grados y exámenes; es decir, según un proyecto en el que la instrucción pública debía ser costeada por quienes la recibieran. Estos ingresos se complementan en forma de presupuesto de Instrucción Pública, otorgado por el gobierno central y que, por su insuficiencia, hubo de completarse con ayudas paralelas de la Diputación y del Ayuntamiento locales. El 80% del gasto se destinaba a sueldos de personal, y el salario de los catedráticos aparece ya fijo y homologado, contrariamente a las variaciones y jerarquías del Antiguo Régimen.

            Las modificaciones docentes fueron, asimismo, destacadas. Tras la Ley Moyano, Salamanca quedó reducida a las facultades de teología, derecho y filosofía y letras. Para culminar el desmantelamiento, las tendencias laicistas de los gobiernos liberales condujeron a la supresión de los estudios de teología en 1868, los cuales perdieron rango universitario y se trasladaron al Seminario diocesano. El declive tuvo un cierto paliativo por el hecho de que al año siguiente, en 1869, la Diputación refundó y financió a su costa una facultad libre de medicina y ciencias, de cuyo sostenimiento se hará cargo también (aunque en menor medida) el Ayuntamiento. Salamanca quedaba limitada a un puñado de facultades con escasos alumnos, y de las cuales la de derecho se mantendrá como la más influyente y nutrida.

            En el método pedagógico, la quiebra con el pasado vendrá simbolizada en el abandono del latín por el romance, lo que suponía un claro distanciamiento de la trayectoria eclesiástica y cultural tradicional. Se implanta la lección magistral a partir de los libros de texto oficiales, con un aprendizaje memorístico y la introducción de exámenes finales por asignaturas. La docencia se torna rutinaria, tanto más cuanto que no exige de investigación e, incluso, ha desaparecido la posibilidad del doctorado, que pasa a ser conferido en Madrid.

            En este ambiente poco hay que decir de una atmósfera intelectual provinciana, con tensiones ocultas o manifiestas entre grupos más tradicionalistas y otros de posiciones liberales, donde entran en juego incluso las jerarquías eclesiásticas o personas vinculadas a la nacida Institución Libre de Enseñanza. Las clases continúan impartiéndose en los viejos edificios tradicionales, con algunos anexos en el Hospital provincial, y se financia un pequeño jardín botánico. La Biblioteca central se incrementa con fondos procedentes de la desamortización del convento de San Esteban en 1834, y con algunas donaciones particulares. Por su parte, las facultades de derecho y letras comienzan también la creación de sus bibliotecas propias: esta última en 1871.

            Salamanca es en esta época un poblachón monumental de acusado ruralismo, en torno a una universidad disminuida. El colorido social del Antiguo Régimen se ha desvaído. Han desaparecido de las calles los generosos, los pícaros y los buscavidas, sustituidos por la uniformidad del estudiante burgués. Siguen siendo varones, pero los límites de procedencia se han replegado al distrito. Su número ha disminuido respecto al siglo anterior; aunque los 200/300 matriculados en la mitad de la centuria se hayan incrementado hasta unos 1.000 en sus postrimerías, contabilizando entre ellos a los alumnos libres. Se trata de futuros funcionarios de la administración pública o aspirantes a profesiones liberales, horizontes máximos para una promoción de provincianos.

            La Universidad de Salamanca no es en el ochocientos sino un despojo que, incluso, corrió el riesgo de desaparecer como tal. Poco quedaba de la tradición precedente y de sus símbolos; si acaso la retórica. A fines de la centuria, un grupo de tradicionalistas en torno al obispo Cámara abrigaron proyectos de convertirla en Universidad Católica. Por las mismas fechas, una celebración de IV Centenario del Descubrimiento de América promovió la idea de constituir una Universidad Hispano-Americana. El hito de 1900 nos sitúa ya casi en el ayer, e inicia un lento proceso de reconstrucción. Se trata de un tema que, quizás, requeriría otra conferencia especializada. En esta me he limitado a las principales líneas de una trayectoria histórica, a la consolidación y declive del modelo universitario clásico. Sin embargo, cabe sospechar que, en este complejo discurrir de siglos y circunstancias cambiantes, en este tejer y destejer de atmósferas culturales contrapuestas, lo único vertebral y permanente sea la continuidad en la referencia simbólica, la fascinación de un nombre: Salamanca.

  1. Extremeños en la Universidad de Salamanca clásica

            Extremadura era una de las ocho “naciones” de estudiantes en la Universidad salmantina clásica, y su representación gráfica era una E coronada, que aparece en los vítores triunfales de las fachadas salmantinas. En la academia, la procedencia de estudiantes se articulaba en los siglos XVI y XVII por diócesis religiosas. Por ello, los extremeños se vinculaban a las de Plasencia, Coria, Badajoz y a las “Nullius diocesis”, o territorios de las Órdenes militares. En esos siglos, la tierra de Béjar formaba parte de la diócesis de Plasencia. En Salamanca, la nación de Extremadura tenía su sede física, para reuniones, ceremonias y entierros en el convento de los Agustinos calzados (hoy en ruinas), donde asimismo la tenía la nación de Andalucía[2].

            Con respecto a su poder e influencia, tengamos en cuenta que el equipo ejecutivo de la Universidad de Salamanca estaba formado por un rector y ocho consejeros o consiliarios vicerrectores. Y uno de ellos representaba a la nación extremeña. Como la elección del profesorado se hacía por votos de estudiantes (hasta 1641), las naciones con contingentes de matrícula destacada poseían mucha influencia en el proceso. Un proceso con abundante corrupción y violencia, incluso con enfrentamientos armados entre naciones. Se jugaban elevadas cuotas de poder y de dinero en estas elecciones azarosas. Como nación, la de Extremadura acostumbraba tener frecuentes conflictos con la de vasconavarros o de Vizcaya.

            En cuanto a los mencionados contingentes de alumnos, la de Extremadura era una de las regiones españolas que más estudiantes enviaba a Salamanca durante los siglos XVI y XVII. En el tránsito entre estos dos siglos suponía entre el 8% y el 10% de la matrícula global, y ocupaba la cuarta posición entre naciones de manteístas o estudiantes comunes, después de Campos (Castilla y León), La Mancha (Castilla la Nueva) y Portugal. El contingente de extremeños en Salamanca en el último cuarto del XVI suponía cifras anuales entre 400 y 600 alumnos, dentro de una matrícula global entre 6.000 y 7.000 inscritos. Por su proximidad, Salamanca atraía a más extremeños de las diócesis de Coria y Plasencia, mientras los procedentes de las “Nullius diocesis” y Badajoz compatibilizaban atracción con otras universidades de su entorno como Sevilla.

            Por lo que toca a los aspectos sociales, los estudiantes predominantes eran de procedencia urbana. De los extremeños en Salamanca destacaban los oriundos de ciudades como Plasencia, Coria, Cáceres, Trujillo y Badajoz. Luego, un sector de población intermedia: Brozas, Mérida, Llerena, Jerez, Fregenal y Zafra. El título de “don”, como señal de nobleza, se muestra en porcentajes reducidos y en linajes conocidos procedentes de Plasencia (Barahona, Paniagua, Solís); Trujillo (Altamirano, Loaysa, Escobar, Tapia, Paredes, Pizarro); Cáceres (Golfín, Ovando, Portocarrero, Andrada, Becerra)… La facultad que más extremeños atraía a finales del siglo XVI en Salamanca era la de cánones, porque permitía abundantes plazas y promoción en la burocracia administrativa de la Iglesia y de la Monarquía. Esta facultad podía suponer hasta un 60% de los efectivos.

            Y, para finalizar, permítanme unas breves notas sobre Trujillo. Esta ciudad enviaba anualmente entre 30 y 40 estudiantes a la Universidad de Salamanca de finales del siglo XVI. Lo que no era poco. Iban a estudiar predominantemente cánones, buscando el ascensor social y la promoción “por las letras”, es decir, por los estudios jurídicos. Como cifra comparativa, recordemos que la ciudad contaba por entonces con 1.500 vecinos, unos 6.000 habitantes. Existían, además, redes familiares y clientelares de apoyo a estos estudiantes: en el siglo XVI, el trujillano fray Jerónimo de Loaysa, arzobispo Lima, dejó un importante legado para que su pariente Gutierre Espadero Paredes estudiara en Salamanca. Por último, refirámosnos al trujillano don Luis de Tapia Paredes, nacido con posterioridad a 1560. Era un segundón noble del mayorazgo de los Paredes, y estudió Cánones en Salamanca en la década de 1580. Se licenciaría en 1596. Fue dos años colegial del Arzobispo, y en 1616 promovido a oidor de Valladolid. Posteriormente, fue Alcalde de Casa y Corte (1618) y consejero de Indias y de Castilla. Un claro ejemplo de promoción por las letras y el derecho en la Monarquía de los Austrias, en la que también jugó sus cartas la nación de Extremadura.

[1] Me basaré en mis propias publicaciones. Luis E. Rodríguez-San Pedro Bezares (coord.), Historia de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2002-2018, 6 vols. Y Luis E. Rodríguez-San Pedro Bezares, La Universidad de Salamanca. Ochocientos años, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2018.

[2] Para estas notas sobre los extremeños en Salamanca durante los siglos XVI y XVII seguiremos los trabajos de Francisco Javier Rubio Muñoz, “La nación de Extremadura en la Universidad de Salamanca durante su etapa clásica”, en Norva. Revista de Historia, 24 (Cáceres, 2011), pp. 225-256. Y, del mismo, “Estudiantes y paisanos. Los extremeños en la matrícula universitaria salmantina de finales del siglo XVI. La tierra de Trujillo”, en XL Coloquios Históricos de Extremadura, Trujillo, 2012, pp. 711-750.

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