Oct 011988
 

José Antonio Ramos Rubio y  Juan Manuel Miguel Sánchez.

Trujillo. La cuna de los Pizarro, la patria de los conquistadores.

En los celajes de los amaneceres su silueta se recorta inconfundiblemente saludando a la luz de cada día… luego torres y murallas cobijan con su sombra el amplio caserío.

Esa ciudad eminentemente mariana.

Maravillosos templos y la ingente mole de su castillo, las siete puertas de su muralla, y los dinteles de sus nobles casonas, son eco sonoro de legendarios sucesos en los que brilla maternal la presencia de María.

“A 25 de enero del año de Nuestro Señor de 1232. Aún no era el día venido y los clarines llamaron a la pelea, y por las fragosidades de la derecha del espolón del castillo, y por los riscos ingentes que se escalonaban sinuosos y quebrados a la izquierda del viejo matadero, suben los infantes del ejército cristiano.

La suerte está echada, vencer o morir es el grito de los soldados.

No muy lejos, en el fragor de la lucha, el obispo se puso en oración, y pidiendo todos a Nuestro Señor se sirviera por la gloria de su nombre darles la victoria, e invocando a la Divina Madre como auxilio de los cristianos, cerraron de nuevo contra los muros de la villa al tiempo que un resplandor sobre la muralla les alentaba con visión sobrenatural en la que todos reconocieron a la Celestial Señora que confortaba a sus hijos”.

Desea entonces hasta hoy el patronato de Santa María sobre la ciudad se perpetúa en el escudo de armas disperso por toda ella en todos los estilos y en los más diversos materiales…

Y en la imagen granítica de Nuestra Señora de la Victoria que desde 1531, preside desde el castillo la vida de la ciudad y recoge los favores trujillanos.

En 21 de abril de 1531 el concejo y regidores acordaban “que entre las torres de la fortaleza se haga una bóveda bien lucida y se ponga allí una imagen de Nuestra Señora”.

La obra, hasta la reforma de 1912, debió presentar el aspecto que muestra en el lienzo popular, del siglo XVII, que se encuentra en la sacristía de la parroquia de San Martín.

En 1583, Juanes de la Fuente, escultor del consejo, perfeccionó la escultura labrada por Diego Durán… dando suavidad exquisita a las nobles formas y hermoso rostro de Madre e Hijo.

Tanto dentro de los templos como fuera de ellos, primitivas imágenes de María testificaban que la devoción de los trujillanos a la Virgen viene de tiempos remotos:

  • Santa María de la Luz en el antiguo convento de San Francisco, de serenas y naturalistas reminiscencias románicas. Con suma delicadeza sostiene al niño que sujeta en su mano el libro, símbolo de la sabiduría.
  • Nuestra Señora de la Coronada, del siglo XIII, hoy en la parroquia de San Martín. La manzana en la mano refleja todo el rico simbolismo de la imaginería románica, influenciará por la tradición patrística, que ve en María a la nueva Eva, punto de arranque del linaje cristiano.
  • Santa María la Mayor, ánfora sagrada de añejas y exquisitas tradiciones, en el corazón de la vieja “Villa”… en su fondo, desfondado el maravilloso políptico de Fernando Gallego, inigualable “Biblia Mariana” ejecutara hacia 1480. A sus tablas, llenas de arcanos misterios, volveremos una y otra vez tratando de encontrar la imagen de María siguiendo el hilo de su historia.

Era Joaquín de sangre real, descendiente directo del rey David. Hombre rico, había casado con una doncella de Belén de noble ascendencia.

Los esposos se abrazan ante la puerta dorada en esta tabla del retablo de Santa María, simbolizando así los artistas primitivos, de forma indirecta, el tema de la Concepción de la Virgen.

Más tarde, los modelos de Fernández y Murillo darán forma definitiva al dogma… como esta preciosa Inmaculada del salmantino Andrés de Paz, tachada hacia 1625 para el convento de San Francisco.

El mismo misterio de este lienzo dieciochesco, lleno de ingenua gracia, según los modelos de Murillo, en el convento de las Jerónimas.

Sigue el hilo de la historia con el nacimiento de la Virgen. El esposo asiste a la escena, minuciosa y detallista como todas las del retablo gótico.

María ha crecido y está desposada con un hombre justo, llamado José, de la estirpe de David.

Hemos llegado a una de las más hermosas fuentes de expiración para los artistas… “al sexto mes el Ángel Gabriel fue enviado a una ciudad de Galilea llamada Nazaret a una virgen de nombre María”. Gallego ha sorprendido a la Virgen en el momento mismo en que el arcángel le anuncia la embajada. Tiene abierta la Biblia por las páginas de Isaías que predicen su destino: “he aquí que la virgen está en cinta iba a dar a luz un hijo y depondrá por nombre Emmanuel”. Llena de gracia, juvenil e inocente se turba ante las palabras del ángel. Con su luz empapa toda la escena que sorprende por su realismo. El perrito, emblema de la fidelidad, sirve de punto de fuga en la perspectiva lineal en la obra.

Dejaciones más duras se nos muestra María en esta tabla de influencias florentinas en la misma iglesia de Santa María. El canónigo Gonzalo Blázquez, a cuya capilla funeraria perteneció la obra, asiste expectante a la escena desde el ángulo derecho de la composición.

De nuevo el misterio en este lienzo barroco en el testero de la iglesia de San Miguel. Esta vez es el cincel maestro quien nos ha dejado perpetuada la escena en las dovelas de la portada del antiguo Monasterio de la Encarnación. En magnífico altorrelieve Gabriel saluda la virgen recogida y reverente. En la clave las frescas azucenas recuerdan la perpetua virginidad. Gabriel ha comunicado a María que su prima Isabel ha concebido en su ancianidad. Presurosa se ponen camino. En el encuentro el Bautista salta de gozo en el seno de Isabel. Zacarías, mudo, asiste a la escena.

Y llega el momento histórico del nacimiento de Jesús. “Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando ese empadronarse todo el mundo, cada uno en su ciudad. Subió José desde Galilea a la ciudad de David, llamada Belén, con María su mujer”; y sucedió que estando allí nació Jesús, y no encontrando posada fue puesto en un pesebre, y acudieron los pastores y los magos guiados por la estrella.

Todos estos acontecimientos dan lugar a deliciosas ejecuciones, como este nacimiento del retablo de Santa María enmarcado en triboladas filigranas góticas doradas en 1558 y de nuevo en 1775.

La noche se ha tornado día y los misteriosos personajes de Oriente adoran al Niño, envueltos en ropajes que se corresponden con la moda española de las postrimerías del siglo XV. San José recoge los presentes encerrados en recipientes de platería gótica.

Con el siglo XVIII llega la popularización del Nacimiento. El Santo Pesebre se instala en iglesias y hogares; ejemplo de ello es el belén de sabor napolitano que en los días de la Navidad luce en el Convento de Santa Clara.

Un tema menos frecuente en los artistas es el de la circuncisión, ceremonia de origen egipcio por la cual se entraba permanecer al pueblo judío y se equiparaba entre ellos a nuestro bautismo. Se verificaba a los ocho días del nacimiento.

Anacrónicamente la Virgen asiste la escena, reservada sólo a varones, en esta tabla de Gallego, debían expresar las situaciones y estados de ánimo.

Avisado José de las crueles intenciones de Herodes, tomó de noche al Niño y a su Madre y se retiró a Egipto. Contrariamente al relato apócrifo que hace inclinarse a la palmera por sí sola para ofrecer dátiles al Niño, es aquí José quien, con su cayado y en atuendos de peregrino, alcanza el fruto del árbol para ofrecer alimento al infante.

Las más numerosas representaciones de María se corresponden con el período de la vida como madre feliz.

El santo de Asís, a quién debemos el inicio de la piadosa tradición de la construcción de belenes en la Navidad, adorna a esta Sagrada Familia de formas manieristas en una tabla del convento de San Francisco.

Nuestra Señora de Belén, abraza con encantadora ternura al Niño en otro lienzo, del mismo convento, enmarcado en excelentes volutas barrocas.

La gracia de la tradición hispalense se deja sentir en otra composición de José de Mena, fechada en 1724, en la parroquia de San Martín. María sostiene al Niño ante el que su abuela Santa Ana, conocedora de sus altos destinos, se arrodilla reverente. Graciosos querubines dan ambiente de cielo a la escena.

Han pasado los años. Ha llegado para Nuestra Señora la gran prueba de la pasión y muerte del Salvador. Su sereno dolor, símbolo de resignación y aceptación para el mundo católico, ha sido captado también por los artistas. “Estaban de pie, junto a la cruz de Jesús, su madre y el discípulo a quien amaba”. Con onda unción ha interpretado el artista la escena en este Calvario lleno de la mística española del Siglo de Oro, en el convento de la Concepción Jerónima. L a escena de dolor profetizada por Simeón años atrás, traspasa las entrañas de María en esta Virgen del Mayor Dolor, de exquisito realismo, según los cánones de la escuela castellana del primer tercio del siglo XVIII, hoy el Convento de San Miguel.

Todo ha terminado. José de Arimatea y Nicodemo han tenido el valor suficiente para pedir a Pilatos el cuerpo sin vida de Jesús para rendirle los últimos honores. Jesús es puesto en brazos de su madre en esta Quinta Angustia que tanto recuerda a los modelos de Alejandro Carnicero. El sufrimiento se percibe en el impresionante rostro de la Madre, pero el dolor es sereno en espera de la resurrección.

Tras la Pascua del Señor, el acontecimiento de la Ascensión y los sucesos de Pentecostés, la Iglesia ha ido creciendo. María ha sido durante los años que han seguido al inicio de las primeras comunidades, Madre de todos.

Y llega el momento del tránsito de la Madre de Dios al cielo. Fernando Gallego sigue en lo iconográfico la versión de la “Leyenda dorada” difundidas desde oriente del siglo V, y conocida en España en Edad Media. Los apóstoles, desperdigados por el mundo, han acudido por una inspiración misteriosa al lugar donde la Virgen espera el tránsito. Los artistas occidentales tienen preferencia por representar el momento en que María, transportada por ángeles, es llevada al Cielo. Con sencillez naturalista y brillantez de colores, Gallego sorprende una vez más a la Virgen, en esta ocasión en el momento cumbre de su vida. Santo Tomás que ha llegado tarde a la muerte, recibe como consuelo el ceñidor de Nuestra Señora, tal y como recoge el apócrifo asuncionista de José de Arimatea.

Este mismo misterio se presenta en una variante renacentista en la parroquia de San Martín. Pedro de Mata nos ha dejado esta decisiva tabla de la Asunción, ejecutada hacia 1539, para el altar de las casas consistoriales. El Padre Eterno, en el frontón del retablo, espera el momento de la coronación.

Y el tema vuelve a representarse, esta vez ante todos los apóstoles, en un espectacular lienzo de Joaquín López, ejecutado por encargo de los Marqueses de Santa Marta y pintado en 1814 para el templo de Santa María la Mayor y que hoy se encuentra en el crucero de San Francisco.

Una vez más, son las maravillosas tablas de Santa María las que nos muestran la última escena de la vida de María, su coronación en el Cielo. Personajes del Antiguo y Nuevo Testamento, junto a los ángeles, se dan cita para aclamar a María como Reina. Mientras el hijo corona a la Madre, orlas desplegadas a los cuatro vientos desgranan versículos del Cantar de los Cantares que la mariología ha aplicado a la Virgen. “Toda hermosa eres amada mía. Ven del Líbano, ven y serás coronada”.

A una variante del tema corresponde un lienzo barroco hoy conservado en la parroquia de San Martín.

María nos precede ya en el Cielo. Pero dentro de las iglesias y en los rincones de las encrucijadas, hermosas imágenes siguen haciéndonos cercana y materna su presencia. Son toda una hermosa letanía de advocaciones nacidas del pueblo y unidas inseparablemente a su historia:

  • Nuestra Señora de la Guía, de formas populares góticas, cuenta entre sus más insignes devotos al más ilustre hijo de Trujillo, Francisco Pizarro.
  • Nuestra Señora de la Paz, de tradicional devoción en la comunidad de San Pedro.
  • Virgen de la Piedad, de la antigua ermita del camino de Toledo, a quien Trujillo acudió en rogativas pidiendo auxilio en las calamidades.
  • Nuestra Señora del Reposo, ubicada a espaldas de San Martín, antes de disponerse el viajero a enfilar las tortuosas calles de la villa.
  • Virgen del Buen Fin, junto al Señor de la Salud en la ermita de San Lázaro.
  • Nuestra Señora de la Soledad, de la antigua y evocadora Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno.

Hemos llegado al final de lo que sólo ha pretendido ser una muestra pues hay mucho más. Ayer como hoy, las imágenes de María siguen hablándonos con su lenguaje de arte y visualidad e invitándonos a metas más altas.

1232-1988, casi ocho siglos nos separan. A través del tiempo sigue sonando la intención de anónimos artistas en los versos de Alfonso X:

“Mucho debemos loar
varones a Santa Mar ía
pues garcías y dones da
a quien en Ella fía”.

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