Oct 011984
 

Fernando Bravo Bravo.

Los deseos de “conquistar” y de “colonizar” son dos impulsos naturales, irreprimible, que han movido a los hombres desde los más remotos tiempos. Basta un ligero repaso a la historia universal para demostrarlo y, además, para comprobar que los conquistadores y civilizadores, como si obedecieran a una tendencia innata, solían bautizar los territorios o localidades que eran teatro de sus actividades, bien con sus propios nombres o bien con el de sus patrias nativas. Traer a colación ejemplos de lo dicho constituiría una enumeración atosigante, pero no estará demás citar siquiera dos de ellos dada su resonancia y popularidad: Alejandría y Nueva York.

Antes de proseguir en la exposición de esta breve comunicación, y por lo que afecta al hombre extremeño en general, interesa saber la verdad proclamada por Sánchez Mazas cuando afirmaba que “el español más universalmente conocido era el extremeño”, que tenía áureo remate en el dicho de Eugenio Montes cuando enseñaba que “el extremeño es extremadamente español”, y en el canto de Montaner en su poema Mississipi cuando decía que “donde ponía los pies el extremeño hacía España”.

Conviene afirmar también que nuestra región extremeña nunca ha sido particularista ni secesionista; el hombre extremeño ama a su tierra y a su gente, las recuerda filialmente cuando de ellas se aleja, pero no alberga nunca un estrecho sentido nacionalista sino que obra ciegamente con ánimo supra-regional, con un quehacer trascendente; para el extremeño lo que prima sobre toda consideración es el ideal o superior destino de España.

Pero seguir por esta senda sería apartarnos del asunto que motiva este trabajo si bien para enfocarlo adecuadamente no podemos olvidar dos acontecimientos que polarizan la sensibilidad extremeña y a los efectos de nuestra exposición comenzaremos por el más reciente. Es un hecho incontrovertible que Extremadura venera desde hace siglos a Santa María con la vocación de Guadalupe como su excelsa patrona; pues bien, cuando los extremeños clamaron porque se coronará canónicamente su Virgen Patrona, no lo hicieron con estrecho criterio localista o comarcal y no se le hace adjetiva como “Reina de Extremadura” sino que en virtud de esa fuerza interior irreprimible, a que antes se aludía, la intitula como “Regina Hispaniarum”, o sea reina de los españoles (porque ser extremeño es ser extremadamente español), que vale tanto como la Reina de España o de la Hispanidad (de la hispano-unidad, como se ha sostenido acertadamente). Extremadura, pues, en el orden religioso, trasciende de su ser regional y se plenifica al ser eminentemente española cuando corona como Reina nada menos que a su Excelsa Patrona, con tan expresivo título.

En el orden histórico mundanal sabemos que hasta el siglo XVI los hombres de celtiberia habían conquistado y civilizado en nombre de cada uno de los diferentes reinos que se asentaban en nuestra piel de toro, de ahí que fueran asturianos, gallegos, portugueses, leoneses, castellanos, navarros, aragoneses… pero no españoles, denominación englobante todavía no apreciada como determinante de sus acciones.

Los primeros celtíberos, o peninsulares, que se consideraron españoles, al actuar como tales, fueron los extremeños, conforme ha cantado Montaner, y el primero de los extremeños que en el tiempo y en calidad actuó como virtual “español”, al realizar su grandioso cometido, fue Hernán Cortés.

No hay que perder tiempo recopilando elogios al genial conquistador pues la simple enumeración de su extensa bibliografía nos exigiría mucho espacio, pero que ello no obsta a que citemos la magna obra del eminente escritor Salvador de Madariaga que, con su autorizado prestigio, no duda en colocar a Hernán Cortés a la misma altura de los más admirados “conquistadores”, sin desmerecer ni un ápice de ninguno de ellos, antes bien superándolos en algunas facetas. Y es que Hernán Cortés supo fundir las dotes guerreras de Pizarro con las cualidades civilizadora las de Valdivia, para resultar un verdadero arquetipo humano de dimensión universal.

Así se comprende bien porqué cuando Hernán Cortés plasmó la conquista del Imperio Azteca, no llamó al territorio dominado con su propio nombre, como Alejandro hizo en Alejandría, ni con el de su patria chica como los anglosajones con Nueva York, sino que llevado de su inmanente trascendencia lo denominó como su patria grande y lo bautizó como Nueva España, porque se sentía y obraba como todo un “español”, superando el localismo regional.

De ahí que al titular esta comunicación con el significativo epígrafe de Hernán Cortés, primer conquistador y colonizador “español”, se expresa gráficamente el trasunto fiel de la verdadera realidad histórica.

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